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pL año 65 de la Era muere en Roma, como una de tantas víctimas de la sangrienta orgía neroniana, Lucio Anneo Seneca, el escritor que comparte con Tacito los máximos hono- res de las letras latinas de la Edad Argéntea. Frisaba entonces Séneca en los setenta años. Al cumplirse ahora el decimonoveno centenario de su muerte, se le han tributado en Córdoba y en Madrid homenajes que han puesto de relieve cómo su obra ha ganado por su lado moralista la actualidad que ha perdido por su vertiente filosófica. El "torero de la virtud", como le llamó Nietzsche, viene así a encontrar en nuestro siglo un auditorio mucho más atento y comprensivo que el de la centuria pasada, porque la sociedad romana a la que sus escritos iban dirigidos, poseía cualidades y adolecía de defectos mucho más semejantes a los nuestros que a los de nuestros abuelos. El hombre —"este ser siempre igual a sí mismo en su miseria, en su grandeza y hasta en su afán de cambio y de novedad, in in^ constantia constans"—, y singularmente el hombre de hoy, pue- de hallar en Séneca un compañero de camino afectado de sus mismas flaquezas, pero siempre sabio y bienintencionado ' G. Thibon, "Sénèque et le XXème siècle". Actos del Congreso Internacional de Filosofía, Córdoba, 1965, 13 ss. 9

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p L año 65 de la Era muere en Roma, como una de tantas víctimas de la sangrienta orgía neroniana, Lucio Anneo

Seneca, el escritor que comparte con Tacito los máximos hono­res de las letras latinas de la Edad Argéntea. Frisaba entonces Séneca en los setenta años. Al cumplirse ahora el decimonoveno centenario de su muerte, se le han tributado en Córdoba y en Madrid homenajes que han puesto de relieve cómo su obra ha ganado por su lado moralista la actualidad que ha perdido por su vertiente filosófica. El "torero de la virtud", como le llamó Nietzsche, viene así a encontrar en nuestro siglo un auditorio mucho más atento y comprensivo que el de la centuria pasada, porque la sociedad romana a la que sus escritos iban dirigidos, poseía cualidades y adolecía de defectos mucho más semejantes a los nuestros que a los de nuestros abuelos. El hombre —"este ser siempre igual a sí mismo en su miseria, en su grandeza y hasta en su afán de cambio y de novedad, in in^ constantia constans"—, y singularmente el hombre de hoy, pue­de hallar en Séneca un compañero de camino afectado de sus mismas flaquezas, pero siempre sabio y bienintencionado

' G. Thibon, "Sénèque et le X X è m e siècle". Actos del Congreso Internacional de Filosofía, Córdoba, 1965, 13 ss.

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ANTONIO BLANCO FREIJEIRO

LA ROMANIDAD DE SENECA

Tan interesante como difícil de aclarar es la cuestión del his­panismo de Séneca. Nacido en Córdoba, la ciudad que ya en­tonces gozaba del honroso título de Colonia Patricia, Séneca la abandonó en su infancia, para no volver más ni a ella ni a España. Uno de los sabios que mejor le conocen, el Padre Elor-duy, me decía en Córdoba que el arranque de su vocación y dedicación senequistas era debido a la semejanza que de joven advertía entre los dichos de Séneca y los que él recordaba de labios de su propio padre. Esta observación me ha impresionado tanto, que no puedo apartarla de mi memoria, aun cuando no comporta la creencia que lleva implícita. Es más: barrunto que Séneca se sorprendería de que lo calificásemos de hispano, pues en los varios pasajes en que aplica este patronímico, lo hace sobre hombres ajenos por completo a su persona, y a los que engloba con los griegos, británicos, galos y demás extranjeros .̂

La Hispania romana en tiempos de Séneca albergaba dos es­tratos de población, el de los hispanorromanos, al que el filóso­fo pertenecía, y el mucho más denso de los turdetanos, celtíbe­ros, iberos y lusitanos, que carecían de la ciudadanía romana y eran considerados como extraños por los primeros, a pesar de haber nacido todos en el mismo suelo. Por desgracia, no faltan en la más reciente actualidad situaciones análogas. Los hispa-

2 Apoc. 3 ; De benej. VI , 19, 2.

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El papel que me cabe en esta velada de la Fundación Pas­tor de Estudios Clásicos no es el de enriquecer la bibliografía senequista con un estudio, que se saldría de mi competencia, sobre los valores filosóficos de su obra, sino el más modesto de extraer de ellas las notas que a modo de ilustraciones prácticas toma Séneca de la vida cotidiana de su tiempo e incorpora a sus tratados y epístolas morales.

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LA VIDA ROMANA EN SENECA

3 De benef. IV, 35, i . •* Idem I, 4, i : Chrysippum... magnum mehercules virum, sed

tarnen Graecum, cuius acumen nimis tenue retunditur et in se saepe replicatur; etiam cum agere aliquid videtur, pungit, non perforât.

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norromanos no sentían el menor deseo de que sus conterráneos adquiriesen la ciudadanía que constituía su privilegio ; el propio Séneca reprocha al emperador Claudio el que antes de morir hubiese considerado la posibilidad de hacerlos "togados". De­masiados togados había ya, según él. En este punto el gran teorizante del ecumenismo, el ejemplar cosmopolita, para quien la patria chica del hombre es mero accidente del azar, no está dispuesto a la más mínima concesión. "Supongamos, dice, que yo te prometo a mi hija en matrimonio y después me en­tero de que no tienes la ciudadanía. Yo no puedo hacer capi­tulaciones matrimoniales con un extranjero (non est mihi cum externo conubium). La misma circunstancia que me impide cumplir mi promesa, me defiende (contra el error que iba a cometer)" \

Desde luego es claro que Séneca contempla el mundo desde su pedestal de romano de pura cepa. Ni siquiera importa que su saber y su doctrina sean griegos, porque también a los griegos los considera él extranjeros, y no muy dignos de confianza, por cierto. Hay que precaverse mucho contra su ingenio, contra su garrulería. He aquí lo que piensa de Crisipo y de sus compa­triotas helénicos: "Por Hércules, que es gran hombre, pero en fin de cuentas griego, y proclive por ello a que el ingenio se le agudice demasiado y se le revuelva contra él mismo; incluso cuando parece que ha dado en el blanco, lo pincha, pero no lo perfora^. Mas por fortuna los romanos son fuertes, si bien no tanto como en el pasado, y dominan la situación. Lástima que las costumbres ancestrales hayan degenerado en vicios. La única esperanza de salvación, el único portillo abierto al futuro, estriba en la constitución de una minoría rectora formada en la filoso­fía, y dentro de ésta, naturalmente, en su versión estoica.

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ANTONIO BLANCO FREIJEIRO

5 D e provid. II, g-12.

6 De ira III, 30, 4.

^ De clementia I, 9-10; De benef, II, 25, 1.

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En la época en que Séneca vino al mundo, alrededor del año 4 a. C, el régimen republicano era, desde hacía tiempo, cosa del pasado. Ni siquiera su padre podía alimentar nostalgias de aquellos tiempos, porque en su infancia, Córdoba había pade­cido, aturdida de sangre y de incendios, las últimas consecuen­cias de la guerra civil entre César y los pompeyanos. De todas formas, la Córdoba de comienzos del Imperio era un reducto en el que los rescoldos republicanos tardaron mucho en apa­garse. Séneca el Viejo presentaba la historia de Roma, verbal­mente y por escrito, como la trayectoria de una vida que había comenzado en la infancia de los días de Rómulo, había alcan­zado su madurez en los tiempos de las Guerras Púnicas, y estaba ahora consumiéndose, ante sus ojos de romano viejo, en la decrepitud del nuevo régimen imperial. Lucano, el último retoño literario de la familia, fue en los anales de Roma el más apa­sionado cantor de la libertas republicana. Mas a pesar de la ideología del clan, nuestro Séneca no da señales de convicciones políticas profundas ni arraigadas. Catón de Utica le merece grandes simpatías, quizá más como estoico que como último campeón de la República ^ ; Sila le ofrece el prototipo del tirano, mucho más execrable que Alejandro Magno, a quien suele po­ner como ejemplo de soberbia; en Cicerón admira al romano íntegro, al orador insigne y castizo. Entre los emperadores, de­clara su admiración por César y por Augusto. Del primero dice, por ejemplo, que no hubo hombre "que hiciese uso más gene­roso de la victoria, pues no le pidió otra cosa que el derecho de hacer favores" En Augusto censura la violencia de que hizo alarde en su juventud ; pero alaba la grandeza y magnanimidad que por benéfico influjo de su esposa Livia, orientaron sus actos a partir de los cuarenta años'. Los demás emperadores —Tibe­rio, Calígula, Claudio— son para él objeto de censura o de

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LA VIDA ROMANA EN SENECA

LAS MANSIONES DE L O S PATRICIOS

Las ruinas romanas nos muestran por doquier —en Roma, en Pompeya, en Itálica— hasta qué extremo llegó en su refi­namiento el lujo de las mansiones aristocráticas. Columnas y muros de mármoles blancos, ambarinos como el giallo antico; pavimentos de pórfido, de serpentina, de mármoles veteados, alternando unos con otros en bien calculadas composiciones; emblemas de teselas diminutas, y obras de cubos poco mayores, en mosaicos del tamaño de alfombras, capaces a veces de cubrir el suelo de un pórtico y de una calle ; estatuas, mesas y sillones de mármol para los peristilos y los jardines; vajillas de oro y de plata; vidrios de más precio que los metales nobles, como los diatreta, de los que hay un ejemplar en el Museo Arqueológico Nacional, y que aun hechos pedazos valen hoy una fortuna. Los dueños de estas casas se habían criado en medio de tanta

8 D e henef. II, 20, 2.

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menosprecio. Pero con todo, cuando llega la hora de pronun­ciarse por un régimen de gobierno, pasada ya la época de su valimiento con Nerón, y por eso más respetable como mani­festación desinteresada, lo hace en favor del gobierno de un rey justo : cum optimus civitatis status sub rege iusto sit Pa­rece evidente, por tanto, que lo mal que le salió toda su labor formativa sobre Nerón no bastó a hacerle perder el convenci­miento de que un príncipe moldeado en el espíritu y en la doctrina de su De clementia podía hacerse acreedor al califica­tivo de rex tustús y conducir con mano segura y sabia la nave del Estado. Meditando bien sobre esta sentencia se adivina —porque él, claro está, se guarda mucho de decirlo— a qué achacaba los desvarios de su pupilo, y el fracaso de su labor como maestro: a un torcimiento de la naturaleza, provocado pot las malas compañías.

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suntuosidad, en un ambiente tan depurado, que sus sentidos apenas podían soportar la más ligera perturbación del orden, del silencio, de la limpieza reinantes en derredor de sí mismos. Y Séneca arremete contra ellos: "Montas en cólera si por acaso has recibido una contestación insolente de un esclavo, de un liberto, de tu esposa, de un cliente; y luego te quejas de que el Estado te haya privado de una libertad que tú eres el primero en proscribir de tu casa. Si uno se calla cuando lo interrogas, lo acusas de terquedad. Debes dejarle que hable, que se calle, que ría.

"—¿Cómo? ¿En presencia del amo?, preguntas. "Y yo te digo: sí; en presencia del pater familias. ¿Por

qué, si no, gritas tú? Por qué hablas a voces? ¿Por qué en plena cena ordenas que te traigan el látigo apenas oyes que los esclavos hablan y no reina en la legión de ellos el mismo si­lencio que en un desierto? Ten presente que tus oídos no exis­ten sólo para captar sonidos melodiosos, suaves y dulcemente acordes. Es menester que también oigas la risa, el llanto, las palabras dulces y las amargas, las buenas y las malas noticias, las voces de los hombres y el rugir o el ladrar de los animales. I Pobre diablo, que te estremeces al oir el grito de un esclavo, el entrechocar del bronce, el batir de una puerta! Por delicado que seas, no evitarás el estampido del trueno. Y cuanto digo de los oídos se puede aplicar a los ojos, que no sufren menos cuando están mal acostumbrados. Una mancha, un poco de suciedad bastan a ofenderlos, y lo mismo un objeto de plata que no reluce, o el agua de un estanque si no se trasparenta hasta el fondo. Y sin embargo, esos mismos ojos que no so­portan el mármol si no está delicadamente veteado y reluce a fuer de pulido; esos ojos a los que repugna el tablero de una mesa que no muestre nítidas las venas que lo surcan, y que en casa no toleran más que pavimentos de tanto precio como el oro, esos ojos han de contemplar en la calle, sin inmutarse, ca­minos malos y cubiertos de barro; gente sucia, como es la ma-

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LA VIDA ROMANA EN SÉNECA

9 De ira III, 35.

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yoría de los transeúntes; paredes de casas de vecindad que se agrietan, desmoronan y no guardan la línea de la calle...*".

Los muebles de materias corruptibles, como esas mesas a que se refiere Séneca, se han perdido en todo el mundo, ya que el único país que pudiera suministrarlas, por la extremada seque­dad del suelo de sus necrópolis, es Egipto, y ya en esta época no era costumbre en él amueblar las tumbas como en los tiem­pos faraónicos. Pero el mismo Séneca nos dirá algo más de ellas, de esas mesas de cedro, por una de las cuales había pagado Ci­cerón quinientos mil sestercios, y Asinio Pollón un millón de la misma moneda, que valía entonces algo más que nuestra actual peseta. También habla Séneca de los objetos de concha de tor­tuga, y de vidrio, y de las perlas y de la seda. Oigámosle;

"Ponme ante los ojos los trofeos del lujo, dispuestos en fila, o mejor aún, en un montón. Veo la concha de la tortuga, feísi­mo y perezoso animal, comprada a precios fabulosos y embe­llecida con artificiosos retoques, y veo la variedad de sus colo­res, que constituye su más fuerte atractivo, realzada por la apli­cación de tintas que se asemejan a las del natural. Veo mesas de madera, tasadas en una fortuna senatoria, y tanto más va­liosas cuantos más nudos la desgracia haya hecho contraer al árbol del que se hicieron. Aquí veo vidrios tanto más costosos cuanto mayor sea su fragilidad, pues para las mentes ignorantes el placer de las cosas se aviva con el riesgo que debiera hacerlas despreciables. Veo copas murriñas, por las que poco se pagaría si quienes beben y brindan no necesitasen gemas de gran capa­cidad para el vino que vomitan. Veo perlas, no preparadas para que cada una adorne una oreja, sino emparejadas y superpues­tas unas a otras, pues ya las orejas se han acostumbrado a so­portar su peso; como si la locura femenina no atormentase al hombre lo bastante sin llevar dos o tres fortunas pendientes de cada oreja. Veo vestidos de seda —si vestidos pueden llamar­se— que no ofrecen la menor protección al cuerpo ni al pudor;

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LAS MATRONAS

Las grandes damas. Séneca les tiene una ojeriza tremenda. Y eso que su madre fue una mujer ejemplar que le inculcó el idealismo que muestra a lo largo de toda su obra, y su esposa Paulina, aunque mucho más joven que él, sostuvo su ánimo en los últimos años, y después de la muerte del marido, se mantuvo fiel a su memoria durante muchos más. Pero fuera de su casa. Séneca tuvo que conocer y sufrir a muchas mujeres perversas; primero, a Mesalina, la esposa de Claudio, que lo inculpó de relaciones ilícitas con lulia Livilla, hermana de Calígula, y le hizo sufrir diez años de destierro en Córcega; después a Agri-pina y a Popea, la madre y la esposa de Nerón, a cual más digna del incendiario de Roma. Y quién sabe a cuantas más de la misma calaña. El caso es que Séneca se muestra más bené-

10 D e benef. VII, 9.

11 D e provid, IV, 9.

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la mujer que los lleva no puede jurar que no va desnuda. Estas telas se hacen venir a precios elevadísimos de países que ni si­quiera los comerciantes conocen, para que nuestras matronas no puedan mostrar a sus amantes en la intimidad más de lo que normalmente enseñan en la calle"

Al preconizar un modo de vida sencillo y natural, Séneca censura a quienes no por debilidad natural, sino por molicie, se han criado y subsisten como flores de estufa en recintos cerra­dos y provistos de la magnífica calefacción antigua que corría bajo los suelos y por cámaras preparadas entre muros: "Si uno ha tenido siempre cristaleras que lo resguartlen de las corrientes, y fomentos que, intercambiados a menudo, le templen los pies; si un calor difundido por suelos y paredes le ha caldeado siem­pre el comedor, no será raro que una ligera brisa llegue a poner su vida en peligro"

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LA VIDA ROMANA EN SENECA

'2 De benef. I, 14, 4.

13 De benef. I, 9, 3-4; inde decentissimum sponsaliorum genus est aduìterium.

'•t Idem III, 16, 2-3 : argumentum est deformitatis pudicitia. 15 Marc. Ep. VI , 4.

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volo con las meretrices que con las señoras del gran mundo. En las primeras admira cuando menos, ciertas dotes, como la de hacer creer a cada uno de sus amantes, por medio de regalos bien elegidos, que él es el verdadero dueño de su corazón ; en las segundas no ve más que maldad y lascivia. Si un hom­bre no consiente en que su mujer vaya por la ciudad en silla de manos, expuesta a las miradas impertinentes de cuantos se arriman a ella, es un paleto, un inhumano y un grosero. Si se distingue por carecer de amante reconocida, y no pasa ciertas sumas a la esposa de otro, las damas dicen que es hombre sór­dido, de mala índole, que satisface sus bajas pasiones con las criadas. "De aquí que la forma más decente de matrimonio venga a ser el adulterio"

Otra lacra que corroía al gran mundo era el divorcio. "¿Hay alguna mujer —se pregunta Séneca— que se avergüence del divorcio desde que ciertas ilustres y nobles damas cuentan sus años, no por el número de los cónsules, sino por el de sus ma­ridos? ¿Habrá mujer que se avergüence de esta situación cuan­do se ha llegado al extremo de que todas utilicen a sus maridos para estimular más los celos de sus amantes? Hoy en día la castidad se considera como una prueba contundente de feal­dad" ' \

Contra lo que pudiera parecer exceso de severidad propia de un moralista, no hay exageración alguna en estas críticas. La corrupción de los patricios persistió tras la muerte de Séneca, sin que valiesen a remediarla las nuevas disposiciones de Domi-ciano, que Marcial celebró con su censor maxime, principum' que princeps... plus debet tibi Roma quod pudica e s t y que el propio Domiciano fue el primero en quebrantar. Desde luego los retratos femeninos de la época de Séneca son de lo menos

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LAS RECEPCIONES Y LOS BANQUETES

La mañana del hombre romano principiaba con la rutina de recibir en su casa a la clientela, a la hueste de amigos y pará­sitos que al despuntar el día se apiñaban ante el umbral de los poderosos para dar testimonio de su lealtad (salutatio) y recibir de ellos un obsequio en dinero o en especie (sporiula). Nin­gún patricio ni rico hombre que se preciase de serlo podía elu­dir esta obligación consuetudinaria, ni dejar él, a su vez, de presentar sus respectos como cliente a otro personaje de más elevada categoría. El Emperador era el único vecino de Roma que carecía de un superior a quien rendir homenaje, mas no podía abstenerse de aceptar, como todos, el de su propia clien­tela.

Séneca no se pronuncia en contra de la salutación. Él siem­pre se muestra respetuoso con los usos y costumbres tradiciona­les y censura expresamente a quienes, so capa de filósofos o de poetas, descuidan la higiene o se distinguen por su atuendo desusado. Pero lo que sí lleva a mal, es el exceso, el abuso, la hipertrofia de la costumbre. Censor comedido, de sumo tacto, se abstiene de citar nombres al formular su censura, y en casos delicados como este suele remontarse a la historia: "Es vieja

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simpático que ofrece la retratística romana. Predominan en ellos los rostros de mirada fría y calculadora, los peinados artificiosos con una orla de ricitos sobre la frente, que pronto se converti' rán en diademas de bucles tanto o más altas que el rostro sobre el que se empinan. Pero hay entre éstos un retrato de mujer del Museo Capitolino en que la elegancia y la belleza de la desconocida que el escultor inmortalizó, redimen a esta arti­ficiosa peluquería de época flavia. Es tal la distinción de esta cabeza, que nos resistimos a admitir dentro de ella la menta­lidad impúdica y banal contra la que Séneca dirige sus invec­tivas.

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i6 De benef. VI , 34.

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costumbre de reyes y de quienes los imitan, discriminar entre la multitud de sus amigos; y es propia de su soberbia la estima que ponen en el hecho de trasponer su umbral o incluso tocar­lo, el honor que a uno le hacen permitiéndole que se siente a su puerta y sea el primero en poner pie en su morada, donde tantas puertas hay que permanecen cerradas para todos. Entre nosotros Gayo Graco y, poco más tarde, Livio Druso fueron los primeros en implantar la costumbre de establecer distingos en­tre su nutrida clientela, y de recibir a los unos en privado y a los demás en grupo. Estos personajes tuvieron, pues, amigos de primera clase y de segunda, pero ningún amigo entrañable. ¿Llamarías amigo al que te saluda haciendo cola? ¿Aceptarías el testimonio de fidelidad de quien por una puerta abierta de mala gana, no entra sino que se cuela? ¿Se permitirá éste la libertad de ser franco, si lo único que se le consiente es decir por tumo 'Have', fórmula de saludo habitual entre desconoci­dos? Cuando visites a uno de esos hombres cuya salutación conmueve a la ciudad, será bueno que sepas que, por esas calles atestadas de gente que va y viene, te diriges a un lugar colmado de hombres, pero vacío de amigos. AI amigo se le busca en el pecho, no en el atrio; y en el pecho es donde hay que recibirlo, retenerlo e instalarlo con afecto"'*.

Quien así propugnaba entablar las relaciones personales en un plano de intimidad, no podía sino desdeñar los agasajos co­lectivos y las fiestas de sociedad que en Roma alcanzaban en ocasiones incomprensible magnitud. Para celebrar su consulado, en el 7 a. C, Marco Craso dio un banquete en el foro a diez mil comensales, y en el 45, Julio César obsequió de la misma forma a veintidós mil partidarios de su dictadura. En todo el mundo romano el ciudadano a quien se conferían honores y magistraturas dentro de una ciudad correspondía a estas distin­ciones sufragando espectáculos gladiatorios, circenses, teatrales y magníficos festines. A esa costumbre se deben las fórmulas

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LA BIBLIOTECA SELECTA

En la Roma de Séneca existían unas cuantas bibliotecas pú­blicas ; bibliotecas latinas, bibliotecas griegas o ambas cosas en una •—la del Atrium Libertatis, la Palatina, la del Porticus Oc-taviae, la del templo de Divus Augustus—. Hombres famosos y aficionados a la lectura como Cicerón y Ático habían conse­guido también reunir grandes cantidades de libros que se con­servaban como bibliotecas privadas a la muerte de sus due­ños y finalmente había otras, de miles de libros, tot milia librorum, formadas caprichosamente por los ricos para darse tono de personajes ilustrados.

Séneca desdeña este género de bibliotecas, mostrándose en ello consecuente con su ideal de sobriedad y sinceridad; pero también es contrario a las otras, a las reunidas por lectores cul­tos, y a los grandes caudales bibliográficos de las bibliotecas pú­blicas : "Los gastos en materia literaria, aun siendo los más laudables, han de ser moderados si no quieren salirse de razón.

17 De benef. I, 14, i .

18 Chr. Callmer, Antike Bibliotheken, en Opuse. Arch. 3 (1944),

145-193.

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epigráficas tan reiteradas "epulo dato", "edito muñere gadiato-rio et duabus lusionibus", "factis circiensibus", etc. El gran juez de hombres que era Séneca sabía muy bien lo inútiles que eran las atenciones de este género, meros alardes de vanidad, que en el fondo a nadie dejaban satisfecho ni agradecido. "Nadie se considera amigo íntimo del hombre que da un banquete, pues cualquiera puede decir: ¿Qué favor me hace a mí? El mismo que hace a aquel individuo a quien apenas conoce; y al de más allá, que positivamente lo detesta y, por añadidura, es un mal nacido. ¿Será que me considera a mí más digno de este agasajo? No; lo único que hace es una concesión a su fla-queza, una satisfacción a su morbosa vanidad"

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" De tranq. animi IX, 4-5. 20 De const. sap. 6, 8. 21 De benej. V , 4.

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¿A qué los libros innumerables y las bibliotecas cuyo dueño apenas tiene tiempo en la vida de leer los tejuelos? La cantidad abruma al estudioso, en vez de instruirlo, y vale mucho más entregarse a unos cuantos autores que vagabundear entre un enjambre de ellos. Cuarenta mil libros ardieron en la biblioteca de Alejandría. Sean otros los que alaben este monumento de la munificencia regia, como Tito Livio hace al calificarla de obra maestra del gusto y de la solicitud de los reyes. Yo no veo en ello ni gusto ni solicitud, sino una orgía literaria, y ni siquiera literaria, porque no fue inspirada por afán de estudio sino de espectacularidad..."

La biblioteca pequeña, muy selecta, de libros sobados por el uso continuo del lector, como Séneca la prefería, tiene el in­conveniente de que es difícil o imposible cubrir con ella las cuestiones que un filósofo como él necesita tocar a lo largo de sus estudios y especulaciones. Una de las lagunas más percep­tibles en la biblioteca de Séneca, que imaginamos al leer sus obras, es la de la Historia griega, materia en la que no se para si no es para descubrir, involuntariamente, su escasa y parcial información. Las frecuentes censuras que dirige a Alejandro Magno ; su profunda antipatía por el "loco" de Macedonia (ve-sanus homo le llama en Ad Lue. XCI, 17), revelan que todo su conocimiento de aquel héroe que estimuló el ánimo de los gran­des hombres de acción en la Antigüedad, dimanaba de sus prin­cipales detractores, los estoicos griegos, y que él nunca se preo­cupó de seguir la carrera estelar de Alejandro en la obra de un historiador objetivo y competente, como podía serlo Aristóbulo de Casandría.

Aparte alusiones pasajeras que nada dicen —v, gr. "ni los muros de Babilonia, que Alejandro conquistó..."^; encuentro de Alejandro con Diógenes^', etc.—, Séneca recuerda la anéc-

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^ De ira l i , 2, 6. Es curioso que a propósito de esto, no añada Séneca: "como otro Aquiles entre las hijas de Licómedes". Este tipo de paralelismo no parece haber entrado en la mente ni e n la prosa de loí antiguos, lo que acaso deba decirse en ventaja suya con respecto a la literatura moderna.

" De ira II, 23, 2.

24 De ira Ilí. 17, i ; Ad Luc. LXXXIII , 19. 25 De ciem. I, 25, i . 2« D e ira III, 23, i .

2 2

dota de que oyendo una vez a cierto Jenofante tocar la flauta, el macedón echó mano a sus armas ^. También recoge la es­pecie de que su madre le recomendó desconfiar de los brebajes que le administraba su médico, Filipo, y que Alejandro desoyó la advertencia por considerarla injuriosa contra el amigo Esta reacción admiraba a Séneca, por ver en Alejandro una persona­lidad muy propensa a los arrebatos de iracundia (Hoc eo ma' gis in Alexandre laudo, quia nemo tam obnoxius irae fuit). Y en efecto: las referencias a esta proclividad son las más fre­cuentes en los escritos del filósofo: Alejandro mata con su propia mano a su íntimo amigo Clito, por no unir éste su voz al coro de aduladores en un banquete 2 ' · ; arroja a Lisimaco a un león del que a duras penas logra escapar^'; y en una de tantas referencias se le escapa decir que Alejandro era nieto de Antigono el Tuerto^*.

Ni una palabra sobre la sobrehumana proeza de derrumbar d e un soplo todo el vasto imperio de los Aqueménidas; del di­namismo y perspicacia con que Alejandro cimenta la heleniza-ción del Oriente ; nada que se remonte sobre el mediocre ras d e la anécdota trivial, deformada a veces por la ignorancia o la mala voluntad del informador.

Su resumen de la empresa global de Alejandro tiene el tono d e una lección escolar de la época : "La desgracia de Alejandro provino de una obsesión de devastar países extranjeros, que le llevó hasta las tierras ignotas. ¿Crees que un hombre en su sano juicio comenzaría su carrera arruinando la Grecia en que se

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" A d Lue. XCIV, 62-63. 28 El mismo Séneca diserta sobre este punto a propósito de los

estudios de Geometría, de Alejandro, en Ad Luc. XCI, 17-18.

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había educado y arrebatando a cada uno d e sus estados sus más caros galardones, como hizo al subyugar a los espartanos e im­poner silencio a los atenienses? No contento con la ruina d e tantas comunidades como Filipo había vencido o comprado, hizo derrumbarse a otras en diversos lugares y llevó sus armas por todo el mundo sin cejar en la crueldad, ya fatigada, con que siempre procedía, como las fieras que destrozan más de lo que su hambre les exige. Ya ha reunido en uno solo multitud de reinos; ya griegos y persas obedecen a un único señor; ya naciones a quienes Darío había respetado su libertad, se some­ten ahora al yugo. Pese a ello, Alejandro va más allá del Océano y del sol porque no puede sustraerse al ansia de lograr victorias en las rutas de Hércules y de Baco, y de este modo se apresta a hacer violencia a la misma Naturaleza. No desea ir, pero es incapaz de detenerse; es como una pesa que cae desde lo alto y no para hasta quedar inmovilizada por un agente externo"^.

Sorprende que Séneca derrame tanta tinta para referir a Lu­cilio lo que éste habría oído centenares de veces, o que podía escuchar con sólo prestar oídos a los ejercicios de dicción que se hacían en las escuelas de Roma, interrumpidas de cuando en cuando por las ovaciones y aplausos de los concurrentes. Aquí Albucio Silo toma la palabra para fingir su alocución a Ale­jandro cuando éste reflexiona sobre si llevará sus armas más allá del Océano: "La Tierra tiene sus límites; las estrellas del firmamento tienen sus órbitas; nada es infinito. Si la Fortuna no ha impuesto límites a tu grandeza, debes ponérselos tú mis­mo. La moderación en el triunfo es el ornato de un gran espí­ritu. La Fortuna ha trazado los mismos límites para tus con­quistas y para la Tierra ; el Océano es la frontera de tu imperio. [ Cuánto tu majestad excede a la de Natura ! El mundo consi­dera grande a Alejandro, mas Alejandro encuentra pequeño al mundo Sin embargo, incluso la grandeza tiene sus fronteras :

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EL IDEAL DE LA CASA SENCILLA

De lo expuesto se desprende que el ideal senequista pres­cribe una vida sencilla, sin boato, sin protocolo, y que la habi­tación del hombre, del sabio, ha de distinguirse por poseer no más de lo necesario. Partiendo de la máxima epicúrea de que rara vez la Fortuna se interpone en el camino del sabio (raro sa' pienti fortuna intervenit), Séneca se apresura a decir que es

29 H . J. Rose, A Handbook of Latin Literature, Londres, Methuen, 1949, 3!Q.

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el firmamento no rebasa las lindes que se le han fijado, y el mar se debate dentro de sus confines. Cuando una cosa ha alcanza­do su perfección, no ha lugar a ulterior crecimiento. Y así como consta que nada existe más allá del Océano, sabemos que nada hay más allá de Alejandro..."^'.

El poso de estos detestables ejercicios retóricos cargaba como lastre la memoria de los hombres de letras romanos de los tiem­pos de Séneca, y ni la elocuencia ni el patriotismo de Menéndez Pelayo bastan a exculpar a los retóricos cordobeses —Marco Porcio Latrón, Séneca el Viejo, Lucano— de su inmersión en la corriente general. Para nuestro filósofo no eran menester mu­chos libros; antes distraían que aprovechaban (distringit UbrO' rum multitudo). Es más fácil tener muchos libros que tiempo para leerlos, por lo que más vale tener sólo aquellos que uno alcance a dominar. Debe leer uno autores de acreditada sol­vencia (probatos itaque semper lege), que le preparen para afrontar la pobreza, la muerte y demás aflicciones que angus­tian a los humanos. Ahora bien: al elegido hay que digerirlo bien, pausadamente, como el mismo Séneca hacía (hoc ipse quoque fació). La receta tiene el inconveniente, según acaba­mos de ver, de que el escritor se expone a perder crédito por ignorante o por injusto.

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30 De constantia sapientis X V , 4-5.

31 Ad Luc. XII, 1-2.

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menester desalojarla por completo de ese camino, y pone corno ejemplo el ideal de la casa: "La casa del sabio es recogida, sin adornos, sin ruido, sin pompa. No está custodiada por porteros que con venal fastidio discriminan entre la masa de visitantes; mas por este umbral vacío y exento de guardianes la Fortuna no entra, pues sabe que allí, donde nada es suyo, no hay lugar para ella" ' \

Ni Séneca ni ninguno de los más conspicuos estoicos roma­nos cumplieron con esta norma ideal que tiene más bien un cariz griego, extremado hasta el ridículo en el tonel de Dióge-nes, pero equilibrado y real en ejemplos como el de Posidonio. No así los romanos. Cicerón poseyó una magnífica villa en el lado norte del Palatino, desde donde se dominaba toda la ciu­dad (in conspectu totius urbis). De las residencias de Séneca conocemos sólo su villa suburbana, que describe a propósito de los calamitosos efectos del tiempo: "Cuando vine el otro día a mi casa de campo me quejé de los gastos que me ocasiona aquel edificio ruinoso. Mi capataz me decía que el mal no era debido a su negligencia, sino a la vejez de la casa, i Aquella casa que creció entre mis propias manos! ¿Qué me espera a mí, si ya las piedras de mi misma edad se desmoronan? Malhumorado, apro­veché la primera ocasión de zaherir al capataz:

"—Es evidente que esos plátanos están dejados de la mano; ni siquiera tienen hojas; las ramas están nudosas y retorcidas, los troncos tristes y escuálidos. Eso no ocurriría si alguien remo­viese la tierra en derredor y los regase.

"El buen hombre juró por el dios que me protege que hacía cuanto estaba en su mano, que nunca cejaba en sus cuidados, pero que los árboles eran viejos.

"Quede entre nosotros dos: aquellos árboles los había plan­tado yo y les había visto dar sus primeras hojas... ^K"

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32 Ad Luc. V , 6 : magnus Ule est, qui fictilibus sic utitur quemad' modum argento. Nec Ule minor est, qui sic argento utitur quemadme dum fictilibus.

33 D e ira III, 37, 2-3.

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Seguro que no ocurría lo mismo en su villa urbana, mas esto no se le podría reprochar a quien, como él, se reconocía distante aún del ideal del sabio. Y es esa confesión de flaqueza, esa mo­destia suya, la que le hace quizá más simpático. Con tal de no incurrir en excesos, de saber llevar la riqueza con decoro, sin dejarse apresar por ella, puede uno aspirar a una discreta apro­ximación al ideal. Si no sabio, puede decirse de un hombre que es "grande"; lo mismo si usa vajilla de cerámica como si fuera de plata, que si la usa de plata como si fuera de cerámica Es este un pasaje precioso, que se debería ilustrar con la bella cerámica de barro que había entonces, la térra sigillata.

Anteriormente hemos tocado, de pasada, algunas muestras del desdén con que Séneca contempla las suntuosas residencias guardadas por porteros que discriminan entre los visitantes. Siendo como es él, tan considerado con los esclavos, no guarda el menor miramiento con aquellos que al cargo de las porterías se convertían en fieles vehículos de la soberbia de sus amos: "Has visto a un amigo tuyo montar en cólera porque el portero de algún picapleitos o de algún rico le ha cerrado el paso, y por el desaire de tu amigo te has indignado con aquel esclavo de ínfima categoría. Dime: ¿te enojarías con un perro enca­denado? Por mucho que ladre, bien sabes que éste se tranquiliza cuando le arrojas comida. Así pues, da unos pasos atrás y ríete. El portero se cree alguien porque custodia una puerta asediada por una turba de litigantes; y el dueño, que dentro de la casa está recostado en su canapé, ;e cree feliz y afortunado porque entiende que es de hombres influyentes el tener una puerta difícil de franquear. El muy necio ignora que no hay puerta mejor guardada que la de la cárcel"

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L O S PROFESIONALES

La sagacidad de Séneca no para en su agilidad mental y ver­bal, que a veces nos cansa por excesiva, y eso que él recomen­daba el hablar sosegado y claro, perfilando bien las palabras, como lo hacía Cicerón. Esta era la virtud de la prosa romana frente a la verbosidad de los griegos: el ser más circunspecta, más dada a ponderar, a brindar ideas dignas de minuciosa con­sideración^. Pero la fama postuma del filósofo cordobés, a la cual debemos el buen volumen de sus obras, no radica sólo en su brillantez expositiva, pues de mejores prosistas y oradores romanos se han perdido los libros, sino en la claridad de sus ideas, muchas de ellas revolucionarias y proféticas. En una sociedad donde la aristocracia repartía sus actividades entre la política y la milicia, las profesiones liberales eran ejercicio que gozaba de muy poca estimación, y Séneca fue uno de los pri­meros hombres que desde su encumbrada cima literaria y social llamó la atención hacia aquella injusticia. Los servicios de un buen profesional no se pagan con dinero. El capitán de un barco que cuando la nave surca la mar tranquila, bajo un cielo despejado, se pone a dar órdenes y a tomar precauciones para hacer frente al temporal que se avecina y que sólo él ha pre­visto; a ese capitán no se le recompensa con el dinero del pasa­je. Mayor aún debe ser la gratitud para con el médico y el maestro, "al primero de ellos no se le paga por lo que es impa­gable, la vida y la buena salud, ni al preceptor de artes liberales por estos estudios y por la formación espiritual que fomen­tan" A más de eso, el médico y el maestro suelen incorporarse al círculo de nuestros amigos, y nosotros contraemos obligación con ellos no tanto por el saber que ofrecen a los demás a cierto precio, como por el afecto y la atención que nos muestran. "Si

34 Ad Luc, X L , 11 : Romanus sertno magis se circumspicit et aesií-mat praebetque aestimandum.

35 De benef. VI , 15, 2.

27

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36 De benef. VI , i6, 2-5.

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un médico no hace más que tomarme el pulso, inscribirme en la lista de sus pacientes de turno y prescribirme lo que debo o no debo hacer, sin poner en todo esto su sentimiento personal, no le adeudo más que sus honorarios, porque en realidad no me trata como amigo, sino como cliente. Ni hay razón tampoco por la que yo deba venerar a un maestro si se ha limitado a con­siderarme uno de sus muchos alumnos, y no digno de particu­lar y especial miramiento; si no ha parado su atención en mí, sino que me ha permitido, sencillamente, no tanto aprender de él, como recoger por mí mismo los conocimientos que vertió sobre el auditorio escolar."

Y a continuación de esto. Séneca traza la admirable sem­blanza de un tipo de médico que, para honra de la profesión, puede encontrarse aquí y allá en los ya largos anales de la Medicina : "Supongamos que un médico me concede más aten­ción de la necesaria desde el punto de vista estrictamente pro­fesional; que su temor no era por su reputación como médico, sino por mí; que no contento con señalar los remedios, los aplicó personalmente ; que estuvo sentado a la vera de mi lecho, entre los amigos pendientes de mí, y presente en los momentos de crisis ; que ningún menester le fue gravoso, ninguno desagra­dable; que no escuchó indiferente mis quejas; que en medio de cuantos requerían sus servicios, yo fui su más grave preo­cupación; que dedicó su tiempo a los demás cuando mi enfer­medad lo dejaba libre. Con este hombre no sólo estoy obligado como médico, sino más aún como amigo"

Es lástima que no se conozcan mejor, entre tantos como nos dedicamos a la enseñanza, las palabras con que Séneca dibuja el carácter y el proceder de ese buen maestro que muchos re­cordamos tan pronto como hacemos memoria de los tiempos de nuestra juventud, el maestro que "soportó pacientemente el trabajo y el tedio de enseñamos; el que además de aquellas cosas que todos dicen, me transmitió e inculcó algunas otras;

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LAS ARTES

Quien, como Séneca, afirma que "sapientia ars est" en el sentido de que la sabiduría persigue un objetivo concreto, mi­rando tan sólo a lo que conduce a él, y desdeña todo lo demás, no podía ser muy propenso al goce y a la comprensión de las artes plásticas. No es éste un defecto que Séneca presente en exclusiva. Otros escritores romanos —Cicerón, Plinio el Viejo, Quintiliano— adolecen de lo mismo que él, pese a lo mucho más —Plinio el Viejo, sobre todo— que hablan de arte. La falta de un escritor romano con sensibilidad para las creaciones de la pintura y de la escultura; la ausencia en la literatura la­tina de un sagaz experto como lo fue Luciano de Samosata, en la griega, no bastan para tildar a los antiguos romanos de in­sensibilidad para el arte. Seguramente Verres era un refinado conocedor de todo lo griego; acaso también entre esos aristó­cratas en cuyas mansiones tanto encontraba Séneca que censu­rar, había exquisitos estetas. La escultura romana de tiempos de Séneca y de Nerón es cualitativamente la mejor que se pro­dujo en todos los siglos del Imperio: en ella todavía alienta

37 ¡bid. 6-7.

38 Ad Lue. X X I X , 3.

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el que con su aliento despertó lo mejor que en mí había, ani­mándome unas veces con sus elogios, y sacudiendo otras mi pe­reza con amables reconvenciones; el que poniendo la mano, por así decirlo, en mis facultades mentales, que estaban entonces ocultas y adormiladas, las sacó a luz; el que no tuvo reservas malintencionadas —para hacer más larga su enseñanza— con los conocimientos que poseía, sino que en la medida de su capa­cidad, se mostró ansioso de transmitírmelos todos. Si a un hombre como este no le doy el afecto que merecen aquellos a quienes más debo, soy un ingrato"

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39 Ad Luc. L X V . 5.

« Ad Luc. IX, 5·

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—es la última vez que lo hace— el espíritu griego, prodigio que no consigue, con toda su pasión y afición por lo helénico y lo egipcio, el ínclito Adriano.

Es de temer que el bueno de Séneca englobase las artes plás' ticas con las demás manifestaciones del boato que-rodeaban a los poderosos, y por las que el estoico, naturalmente, no pasaba. Mas con todo y con eso, habla de ellas lo bastante para mostrar que sus viajes por el mundo —por la Grecia y sus islas, por el Egipto que visitó en la juventud, cuando su tío era gobernador de aquel reino— fueron en balde por el lado estético; que no le afinaron la sensibilidad en la misma medida que el ingenio. Algunas de sus alusiones al arte parecen reminiscencias de li' bros, acaso de Aristóteles y Crisipo, más que impresiones per' sonales, como cuando al hablar de las causas que convierten la materia en obra de arte, dice: "La tercera es la forma, pero nuestra estatua no se podrá llamar 'Doriforo' o 'Diadúmeno' si no ostenta impresa la respectiva forma" Otras veces habla por cuenta propia, y aquí los artistas, sobre todo los artistas mo' demos, podrían soliviantarse contra él. "Del mismo modo que si Fidias pierde una estatua, en seguida esculpe otra, así el experto en crear amistades sabe hacerse un nuevo amigo por cada uno que pierda"^".

Guiado por su discreción habitual, no suele detenerse en en' juiciar obras de arte concretas, salvo en el caso de una compo' sición inventada por no se sabe qué pintor, que ha sido objeto de docenas de recreaciones en escultura y pintura, una de las más logradas, por cierto, la del cuadro de Rubens del Museo del Prado : me refiero a las Tres Gracias. Es curioso que Séneca se pare a reflexionar sobre este tema pictórico que fue uno de los pocos asuntos paganos que la Edad Media no tuvo reparo en aceptar, pese a la sinuosa morbosidad, velada o franca, de sus tres figuras femeninas. Bien pudiera ser que Séneca contribu'

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De benef. I, 3, 2-5.

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yese a la indulgencia con que los cristianos aceptaron este asun-to, y cabe que él fuera el primero en revestirlo del decoro de símbolo moral palatable para aquellos.

Como viñeta al libro De los beneficios, y antes de entrar de lleno en el discurso. Séneca se permite una digresión: explicar por qué las Gracias son tres y por qué son hermanas; por qué se cogen de la mano ; por qué sonríen ; por qué son jóvenes y virginales; por qué, en fin, el cuadro que Séneca considera, las presenta vestidas de transparentes y holgadas túnicas. "Algunos pretenden —dice— que hay una Gracia para conceder un be-neficio, otra para recibirlo y otra para devolverlo. No faltan quienes más bien crean que hay tres clases de benefactores ; los que reciben los beneficios, los que los otorgan, y quienes los reciben y los otorgan a la vez. Pero cualquiera que sea la inter­pretación preferida ¿de qué sirve esta ciencia? ¿Por qué las hermanas danzan, cogidas de la mano, en una rueda que gira sobre sí misma? Pues porque un beneficio, al pasar de mano en mano, retoma al primero que lo da. La belleza del todo se pierde si es discontinuo, y en cambio, es hermosísimo si el círcu­lo se cierra y mantiene su línea sin interrupción. En esta danza, empero, la mayor de las hermanas goza de honor especial, como quien es objeto de beneficio. Y los rostros de las tres sonríen, como suelen los semblantes de quienes hacen o reciben favores. Son jóvenes porque el recuerdo de los beneficios jamás debe envejecer, y doncellas porque estas acciones son puras y sinceras y santas a los ojos de todo el mundo. Es justo que no haya en sus vestidos ataduras ni ceñidores, y por ello visten túnicas; y es bien que las llevan transparentes, porque los beneficios re­quieren que se los contemple'"".

La digresión es mucho más larga, pero este pasaje basta para comprobar que Séneca hace de la obra de arte el mismo uso que un predicador. Cierto sentido estético se transparenta en la observación de que el trío de Gracias acendra su belleza

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ARISTÓCRATAS Y ESCLAVOS

En los tiempos de la República la vida aristocrática romana se concebía sólo como una dedicación a los asuntos públicos ase­gurada por las rentas de una buena y próspera granja. Esta si­tuación se modificó en parte al ser instaurado el régimen impe­rial; los equites substituyeron a los senadores en los cargos de mayor responsabilidad, tanto en el palacio del Emperador como en las provincias fronterizas y en las menos romanizadas. El prefecto de Egipto, miembro del orden ecuestre, podía mirar despectivamente al gobernador de Chipre, por muy rancios que fueran los pergaminos de éste. Con todo, los patricios romanos no se resignaban a declinar la pompa de las antiguas magistra­turas, aunque éstas se hallasen desprovistas de contenido y re­ducidas a la hueca sonoridad de sus nombres. Incluso se las

« Ad Luc. VIII. 5.

32

en la composición circular. En el Museo de la Acrópolis de Ate­nas se halla un delicioso relieve arcaico en el que las jóvenes danzan cogidas de la mano, pero en línea. Sus túnicas están surcadas por infinidad de pliegues sinuosos. Para el gusto actual no existe versión más grata del tema en el arte antiguo. Sin embargo, el período helenístico prefirió la composición circular de las tres figuras, ahora desnudas, para ofrecer al espectador la espalda de una de ellas y lograr así un hermoso contraste de formas. Esta composición, recogida por el arte romano en grupos pláíticos, pinturas y mosaicos, fue la predilecta de los pintores europeos del Renacimiento y del Barroco.

No insistiremos más. El arte no entraba en los intereses de Séneca. "Desprecia todo aquello que el trabajo superfluo crea como objeto de ademo y de belleza (ornamentum ac decus). Piensa que nada más que el alma es admirable, y que para el alma grande, nada grande existe'"*^.

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"3 De ira III, 31, 1-3.

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disputaban en una sañuda porfía que Séneca contempla con mezcla de ironía y de lástima : "Nadie se conforma con su suer­te cuando considera la de los demás. Por ello, aun con los dioses nos indignamos cuando alguien va por delante de nosotros, sin reflexionar en la multitud que tenemos a nuestras espaldas, sin reparar en la envidia que arrastra en pos de sí el afortunado que tiene pocos a quienes envidiar. Pero es tanta la vanidad de los hombres, que por mucho que hayan recibido, siempre se duelen de lo mucho más que hubieran podido recibir. "Me ha conce­dido la pretura —dice el uno—, pero yo había esperado el con­sulado." "Me dio las doce fasces —declara el otro—, pero no me hizo cónsul ordinario." "Consintió en dar mi nombre al año —se lamenta un tercero—, pero no ha satisfecho mis aspira­ciones al sacerdocio." "Me ha hecho miembro de un colegio —reconoce el de más allá—, pero ¿por qué de uno sólo?" "Me llevó a la cúspide de los honores —admite el último—, pero en nada acrecentó mi patrimonio. Lo que me ha dado, tenía que dárselo a alguien; no era cosa que le saliese a él del bolsi­llo"''^. Frases que se decían en voz baja en la intimidad de los cenáculos de tiempos de Séneca; feria de vanidades; residuo de una balanza que había perdido uno de sus platillos.

Pero quedaba el otro; el de las rentas y las fincas que per­mitían a los patricios dedicarse a la vida pública o a la holgan­za. Desde tiempos de la Guerra de Aníbal, los latifundios habían alcanzado una extensión tal, que el trabajo había de ponerse en manos de cuadrillas de esclavos al mando de un vilUcus, de un capataz de su misma condición servil, pero más viejo o más experimentado en las faenas campestres. El adusto Catón, buen terrateniente, fuerte y nudoso como un roble centenario, había dejado en su manual los sanos consejos sobre la forma de tratar al villicus. Por supuesto que si el amo no lo vigila, aquél tratará de engañarlo, de lucrarse. Para impedir que así sea, es menester someterlo a rigurosos interrogatorios. Cuando el villicus afirma

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+4 Catón, De agrie. II, 2-7.

45 Ad Luc. XLVII, 9.

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que no se ha podido trabajar por culpa de la lluvia, el amo deberá inquirir por qué los esclavos no han aprovechado ese tiempo bajo techo reparando carros, ameses, herramientas, prensas, ces­tas y demás. Si el capataz asegura que han estado enfermos, se le preguntará por qué no les ha cortado las raciones. En último término, si la cuadrilla no da el rendimiento apetecido. Catón aconseja venderla entera, como se hace con el hato de ganado poco r emune rado rY la suerte de los esclavos puestos en ven­ta por inútiles no era de envidiar.

También en esto había sus excepciones y Séneca refiere una singularísima : la de Calisto, el esclavo inútil que llegó a ser favorito de Calígula. "Yo he visto con mis propios ojos cómo el antiguo amo de Calisto hacía cola delante de su puerta y cómo le daban con ella en las narices mientras otros eran bien aco­gidos en la casa. \ El amo 1 ¡ El que le había puesto en el pecho la etiqueta de "Se vende" y lo había mandado al mercado con otros esclavos inútiles ! ¡ Bien le pagó el esclavo la juga­rreta de incluirlo en el primer lote, entre aquellos con quienes el pregonero se aclara la garganta! El esclavo le ha correspon­dido borrando su nombre de la lista y declarándolo inhábil para entrar en su casa. El amo vendió a Calisto, pero ¡ cuánto Ca­listo le ha hecho pagar al amo ! "

A tenor de lo que Séneca refiere en varios pasajes de su obra, los esclavos eran tratados humanitariamente por unos po­cos amos, y sin piedad ni consideración por los más. Como caso notorio de crueldad se recordaba el del esclavo que por haber roto una copa de cristal, fue condenado por Vedio Folión, en presencia de Augusto, a ser pasto de las lampreas que Folión alimentaba de carne humana. El joven se postró a los pies del Emperador implorando que se le diese otro género de muerte. Horrorizado por aquella inaudita manifestación de crueldad, Au­gusto perdonó al esclavo y ordenó que rompiesen todos los vi-

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4* De ira III, 40, 2-5.

"7 Ad Lue. XLVII, IO.

"8 Liv. X X I , 2, 6; Val. Max. I!I. 3. 7.

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drios que había en la casa y los arrojasen, hasta llenarlo, en el vivero de las lampreas

El problema de los esclavos le interesa vivamente a nuestro Séneca. No llega ni podía llegar a declararse partidario de la abolición de la esclavitud sin romper abiertamente con el orden social establecido; pero prescribe, exhorta, argumenta sin can­sancio para que se reconozca la dignidad humana de los escla­vos, para que se les trate como a personas de la familia, hasta sentarlos a la mesa del amo, como era uso de los buenos tiem­pos de Roma, cuando el amo tenía a gala llamarse pater jamu lias, y no desdeñaba escuchar el consejo de sus siervos, deno­minados entonces familiares. "Ten presente —le dice a Luci­lio— que ése a quien llamas esclavo ha sido engendrado igual que tú ; que el cielo le sonríe como a ti ; que respira, vive y muere como tú..."'".

¿Por qué caminos se había venido a parar a esta situación que a Séneca tanto preocupa y que él tanto contribuyó a paliar? Entre los pueblos del Mediterráneo occidental no hay constan­cia del uso de esclavos hasta que los fenicios y los griegos im­plantan esta peculiar institución, propia entonces de los pue­blos más civilizados. A fines del siglo III a. C. el esclavo de un español insigne da muerte a Asdrúbal para vengar la de su amo, víctima del jefe cartaginés Es la primera noticia histó­rica de la existencia de esclavos en España, y de ella se colige que se les consideraba y trataba como a personas de la familia, pues su acción tiene el cariz de una venganza de sangre por la que el sujeto soportó después impávido, e incluso contento, los dolores del suplicio.

Tampoco Italia anduvo remisa en la adopción de la escla­vitud. En las escenas festivas de los murales etruscos se ve a hermosos esclavos desnudos y a otros lujosamente ataviados.

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•t? Liv. I, 8, 5-6: (Romulus) ...locum, qui nunca saeptus deseen' dentibus inter duos lucos est, asylum aperit. Eo ex finitimis populis turba omnis sine discrimine, liber an servus esset, avida novarum rerum perfugit, idque primum ad coeptam magnitudinem roboris fuit. Obsér­vese que el perfil del Capitolio en la Antigüedad difería bastante del actual. La célebre colina tenía entonces dos cimas, separadas por una vaguada. La del norte era el Arx, con el templo de luno Moneta en la cúspide (donde hoy se levanta el convento del Ara Coeli); la del sur, el Capitolium en sentido estricto, estaba coronada por el templo de Jú­piter. En medio de ambas se extendía la depresión del Asylum, rellena en el Renacimiento para construir la plaza del Campidoglio e instalar en ella la estatua ecuestre de Marco Aurelio. Cf. G. Lugli, Roma antica. Il centro monumentale, Roma, 1946, 3 ss .

50 W . L. Westermann, The S^ve Systems of Greek and Roman Antiquity, Philadelphia, American Philosophical Society, 1955, 63.

atender solícitos a sus amos y a los invitados de éstos. Volsinies, la última ciudad etrusca en rendirse a la superioridad de Roma, lo hizo forzada por una sublevación de esclavos que amenazaba con exterminar a la aristocracia de la ciudad.

En Roma ni siquiera había memoria de la introducción de los primeros esclavos. Cuando Tito Livio refiere cómo Rómulo acon­dicionó las colinas para que la población creciese con rapidez, dice que los advenedizos que se instalaron en el Asylum del Capitolio constituían una turba sin prejuicios sociales, integrada por hombres libres y por esclavos deseosos de mejorar su suerte

En tiempos de la República, el mercado romano de esclavos se abastecía de dos fuentes : la guerra y la piratería. Según el concepto de la guerra privativo de entonces, y de los derechos del vencedor sobre el vencido, la conversión de éste en esclavo se consideraba un acto natural, e incluso generoso por parte de aquél, universalmente admitido en el tus gentium. Las últimas grandes partidas de esclavos suministradas al mercado romano como resultado de victorias militares, fueron los germanos ven­cidos por Mario y los 150.000 galos subastados por César y en parte repartidos entre sus soldados a raíz de la conquista de las

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El otro caudal lo suministraban los piratas. La isla de Délos era el centro principal de este mercado. Por su propio interés, los piratas preferían restituir los cautivos a sus familias a cambio de un crecido rescate; pero si esta oportunidad se les escapaba, los ponían a la venta en el mercado de esclavos. Julio César pasó por este trance, y su familia hubo de rescatarlo pagando veinte talentos.

Con la instauración del Imperio y el fin de las conquistas y de la piratería el mercado de esclavos experimentó una grave crisis. Los tratantes hubieron de recurrir ahora a los nacidos en casa de los ricos, los vemae, y a los expósitos, bastante nume-rosos en la mitad oriental del territorio del imperio. El comercio de los vemae solía hacerse en privado entre el dueño y el pre­sunto comprador, quienes una vez puestos de acuerdo, redacta­ban y registraban el contrato. Los esclavos nuevos o reciente­mente importados se subastaban en el mercado. Para distinguir a los forasteros de los oriundos de la localidad los tratantes pin­taban de blanco los pies de los primeros y los exponían a todos con sus correspondientes cartelas colgadas del cuello, en una o varias tarimas. Si el público deseaba calcular la agilidad de la mercancía humana, los tratantes los hacían saltar o realizar otros ejercicios. En el documento de venta era obligatorio con­signar la edad aproximada del esclavo, sus condiciones físicas, su estado de salud, su mansedumbre o propensión a huir, según los casos, y si hasta el momento había cometido o no algún delito.

Los precios oscilaban mucho. Un esclavo mediocre podía comprarse en tiempos de Séneca por quinientos denarios; uno bueno, por mil ; un venta, calificado como lector de griego, por unos dos mil; un jovencito diestro en la mímica, por trescien­tos; una joven de mala reputación moral, en seiscientos.

El trato del esclavo por parte del amo dependía sobre todo de la índole de éste, y solía ser humanitario al principio, y más tarde excesivamente riguroso. En la Sicilia de fines del siglo II a. C, donde el número de esclavos era más elevado que en

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51 D e benef. III, 20, 1-2.

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Otras provincias, se produjeron las cruentas rebeliones de 135-132 y 104-101 que obligaron a intervenir al ejército. Las gue­rras de comienzos de la centuria siguiente también dieron oca­sión a muchos esclavos para echarse al monte y engrosar las partidas de bandoleros que sembraban el terror en las campi­ñas de Italia. Se dieron entonces, a pesar de todo, casos de heroísmo y fidelidad que Séneca incorpora al bellísimo y nobi­lísimo texto dedicado al Jema en el libro III de Los Beneficios:

Séneca comparte con San Pablo y con los autores cristianos primitivos la convicción de que el estado de siervo no afecta al alma, sino únicamente al cuerpo del sujeto : "Se equivoca el que cree que la condición de siervo comprende al hombre en su integridad. No es así. La mejor parte de él es libre, y sólo el cuerpo está a merced y a disposición del amo. El espíritu es libre por encima de todo, dueño de sí mismo hasta el punto de que ni aun la cárcel del cuerpo en que se halla confinado le impide el uso de sus potencias, ni la aspiración hacia altos ideales, ni la evasión al infinito para hacer compañía a las estre­llas. Un cuerpo es lo único que la Fortuna pone en manos del amo, lo único que éste compra o vende..." ^i.

El amo cumple con el esclavo alimentándolo y vistiéndolo; pero puede, y debe además, ser indulgente con sus defectos y proporcionarle la educación propia de un hombre libre, en cuyo caso le hace un beneficio. Por su parte, el esclavo está facultado para salir de los límites de sus escuetas obligaciones y realizar en favor del amo, espontáneamente, los mismos actos que un hombre libre y amigo. He aquí algunos ejemplos;

Durante el asedio de Grumentum dos esclavos se pasaron al «nemigo y se enrolaron en sus filas. Cuando la ciudad cayó en manos de los sitiadores, los esclavos corrieron a la casa de su antigua dueña, la sacaron de ella y la condujeron al campo. En el trayecto muchos les preguntaban adónde iban, a lo que ellos contestaban que la mujer era su antigua ama, y muy cruel por

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52 Ídem III, 23.

53 Id. III, 24.

54 Id. III, 25.

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cierto, y que la llevaban a darle su merecido. Fuera ya de las murallas, la escondieron y cuidaron hasta que cedió el furor de los vencedores. Al restablecerse la normalidad los esclavos vol­vieron al servicio de su dueña, quien no tardó en manumitirlos "sin dolerse de haber conservado la vida gracias a aquellos so­bre quienes tenía derecho de vida o muerte"

Durante el sitio de Corfmum por Julio César, Domicio, uno de los sitiados, ordenó a su esclavo médico que le administrase un veneno. Al observar su resistencia a cumplir la orden, Do­micio le reprochó esta falta de atención advirtiéndole que tenía dispuesta una daga para poner fin a su vida. El esclavo le ad­ministró entonces un somnífero y rogó al hijo de Domicio que lo pusiese en custodia hasta ver el resultado. Domicio no mu­rió ; César le perdonó la vida cuya conservación se debía en primer lugar al afecto del esclavo

Durante la Guerra Civil un aristócrata se salvó de las pros­cripciones gracias a un esclavo que no contento con ocultarlo, se vistió con sus ropas, se puso sus anillos y salió al paso de quienes buscaban a su amo engañándolos y aceptando impávido la muerte. " ¡ Qué hombría la de dar la vida por un amo en unos tiempos en que ya se consideraba mucha fidelidad la del siervo que no deseara ardientemente su muerte ! ] Ser afectuoso cuando la crueldad campaba a sus anchas con el beneplácito del Estado, y fiel cuando la fidelidad equivalía a traición ! ¡ Buscar la muerte como último premio a la lealtad cuando se ofrecían altas recompensas por faltar a ella ! "

No se sabe bien cuántas vidas se perdieron, a consecuencia de acusaciones de traición, durante el gobierno de Tiberio. Qui­zá tantas como en la Guerra Civil. El parloteo de los borrachos; las indiscreciones de los bromistas; cualquier ligereza podía dar pretexto para ser acusado de un crimen que costara la vida del

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55 Id. III, 26.

56 De clem. I, 24, i .

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reo. Séneca refiere lo sucedido a Paulo, un pretorio que llevaba un anillo con el perfil de Tiberio en el chatón y cometió la im­prudencia de coger con aquella misma mano, en un banquete, una matella, un orinal ("no quiero emplear otro nombre para este objeto", dice Séneca). Paulo, que estaba embriagado, no se percató de que su acción pudiera interpretarse como gravísima falta contra la persona del Emperador. Pero allí estaban Marón, conocido delator, y un esclavo de Paulo que advirtieron al mis­mo tiempo el desliz y sus posibles consecuencias. Discreta y há­bilmente el esclavo extrajo el anillo de la mano de su amo y se lo puso en la suya, de manera que cuando Marón pidió un mo­mento de silencio a los comensales para referir lo sucedido y re­dactar su informe, el esclavo mostró satisfecho en su mano el anillo que iba a costar la vida de su amo

Dice Séneca que una vez se suscitó en el Senado la cues­tión de imponer a los esclavos un vestido especial, pero que el proyecto fue rechazado al advertir alguno de los senadores que si el proyecto se llevaba a efecto, los esclavos se enterarían de su enorme superioridad numérica respecto a los hombres libres, con el peligro consiguiente para éstos El filósofo no señala la fecha en que tuvo lugar este debate, ni es probable que se trate de un hecho histórico. Algunos aristócratas romanos te­nían muchos esclavos, desde luego: peones de sus fincas y criados de su casa. Pero ello no quiere decir que el número de esclavos en el mundo romano fuera tan elevado como dan a entender Séneca y los escritores satíricos, ni que ese número pudiera compararse en algún momento con el de los hombres libres. Muchísima gente de clase media no tenía ninguno, y personajes de alto rango se conformaban con uno o con dos. Tito Estatilio Tauro Corvino, cónsul del año 45 d. C , poseía ocho esclavos; los demás miembros de su familia, cantidades iguales o m e n o r e s P o r tanto, algunas manifestaciones de Sé-

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57 Westermann, op. cit., 88. Dionisio de Halicarnaso observó en Roma esclavos que por medio del robo, del atraco y de la prostitución conseguían el dinero con que comprar a sus amos la libertad y pasaban a engrosar el cuerpo de ciudadanos. En tiempos de Augusto se trató de restringir este abuso por medio de la lex Fufia Canidia (2 d. C.) que limitaba el número de manumisiones permitidas a cada ciudadano en su testamento.

neca, corno la de que ciertos romanos poseían tantos siervos que no recordaban su número, han de entenderse como hipérboles de retórico.

La actitud bondadosa y considerada de Séneca para con los esclavos; su constante batallar en pro de los mismos lo acre­ditan una vez más como adelantado con respecto a los hom­bres de su época y de su alcurnia. Nada más moderno cabía esperar de aquel momento. En efecto: tanto San Pablo como los Apóstoles, mantenedores de la doctrina del Salvador, acep­taban la esclavitud como parte del sistema laboral de la época, sin titubeos ni reservas al respecto. Pero tanto los cristianos como Séneca insistían en una cuestión de principio que con el tiempo había de dar óptimos frutos ; los esclavos eran seres humanos, no cosas, res, como en el Derecho Romano— y por tanto do­tados de un alma, tan digna para Séneca como la de cualquier hombre libre, y para los cristianos llamada a alcanzar la salva­ción en Cristo Jesús. Ante la esperanza cierta de esta salvación, la esclavitud nada significaba para el espíritu; la cuestión no tenía cariz religioso, sino social. Un cristiano podía poseer es­clavos cristianos sin faltar por ello a la caridad, siempre que los tratase como hermanos. Hasta mucho más tarde no adoptaría la Iglesia una actitud de oposición franca a la esclavitud como cuestión de justicia.

L O S ESPECTÁCULOS

Desde que cantaron los gallos en los corrales y huertos, ape­nas despuntaba el día, las gentes de Roma han ido afluyendo

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58 Ad Luc. L X X X .

al estadio. La casa de Séneca, como todas, ha quedado vacía y silenciosa. El filósofo ha madrugado; ahora se promete una jor-nada de profundo e íntimo sosiego. Hoy se olvidará de la ad' ministración de su peculio; no recibirá a sus clientes. La puerta de la calle no chirría sobre sus goznes, como de ordinario; na' die va a interrumpir sus meditaciones descorriendo la cortina del estudio, non crepuit submde ostium, non adlevabitur velum. Para entrar en largo, solitario razonamiento es menester ensi' mismarse del todo y ello va a ser, al fin, posible en el día de hoy : licebit tuto vadere, quod magis necessarium est per se eunti et suam sequenti viam

Pero Séneca esperaba demasiado. En el estadio se levanta de pronto un griterío ensordecedor que penetra en su gabinete y lo arranca bruscamente de sus reflexiones. ¡Adiós silencio y soledad! Sin quererlo, su espíritu se ve impulsado hacia el gentío y el espectáculo de lucha que llenan el coso. Ya no pue' de enfrascarse de nuevo en sus anteriores lucubraciones; ecce ingens clamor ex stadio perferiur et me non excutit mihi, sed in huius ipsius rei contentionem transfert.

El filósofo cede a la incitación. Imaginariamente se traslada al estadio y con ojos entornados considera el espectáculo: ¡Qué músculos y qué hombros tienen los atletas ; pero qué vacías eS' tan sus cabezas ! —quam imbecilli animo sint, quorum lacertos humerosque miramur—. Es prodigioso cómo los cuerpos se pue' den acostumbrar a recibir puñetazos y patadas, de uno o de varios adversarios a la vez, y cómo cualquiera de estos hombres, caído en el suelo horas y horas, bajo un sol abrasador y bañado en su propia sangre, logra al fin recuperarse de su quebranto sin que nadie acuda a socorrerlo. ¿No podría el alma —se pregunta Séneca—, sometida al adecuado tratamiento, resistir de igual forma las adversidades y ponerse en pie otra vez, aunque la Fortuna la hubiese pisoteado? Sí, seguramente...".

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Í.A VIDA R O M A N A E N S E N E C A

59 Ad Luc. LVI, 4 : ¡n his quae me sine avocatione circumstrepunt, essedas transcurrentes pono et fabrum inquilinum et serrarium vicinum, aut hunc qui ad Metam Sudantem tuhulas experitur et tibias, neo can' tat, sed exclamât.

M De hrev. vitae XIII, 4.

El clamor unánime de miles de gargantas que se produce en un estadio al cabo de un rato de espectación, de tensión cre­ciente y contenida, repercute con estruendo en un radio de un kilómetro de distancia. Séneca vivía en la Velia, por donde ahora está el Arco de Constantino. Él mismo nos dice que allí se había familiarizado con unos cuantos ruidos : el de las ca­rretas del tráfico callejero, y los de ciertos vecinos: un fabri­cante, un afilador de sierras y un vendedor de gaitas y flautas que ponía su tenderete junto a la Meta Sudans —fuente de caños embebidos que hacían rezumar el agua en vez de pro­yectarla a chorros— y se pasaba el día tocando sus instrumentos y cantando a grito pelado^'. Aquel paraje tan céntrico, a la vera del Foro y del Palatino, caía por tanto dentro de la órbita sonora del Circo Máximo y del estadio que se conoce con el nombre de su restaurador, Domiciano. Así se entiende bien la turbación de Séneca. Acaso alguna vez se evadiese del ruido de los espectáculos, que le crispaban los nervios, dando un paseo, en litera o a pie, por las márgenes del Tiber, donde gustaba de pararse a curiosear en las barcazas que proveían a Roma de hortalizas, de trigo, de carne, las codicariae, cuyo nombre ex­plica: naves nunc quoque ex antiqua, consuetudine, quae com' meatus per Tiherim subvehunt, codicariae vocantur^.

Séneca no aprueba los espectáculos del estadio ni del anfi­teatro ; más aún : los considera nocivos. Los combates de gladia­dores poseen sin duda cierto encanto: la hermosura y la ga­llardía de los luchadores, la clemencia con que a veces se per­dona la vida al vencido que ha dado de sí cuanto podía; pero ofenden la vista con la sangre humana derramada. Si los com­bates de gladiadores profesionales, que se libran por la tarde, tienen, en medio de todo, algunos aspectos que admirar como

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61 Ad Luc. V i l , 3.

62 Ibidem.

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espectáculo, los de mediodía constituyen mera matanza sin pa­liativos. Séneca se horroriza de estos últimos combates en los que actuaban criminales condenados a muerte y por ello des­provistos de armadura y de cualquier otra protección para su cuerpo. Era éste un número de relleno, que se ofrecía a quienes permanecían en el coso durante la hora del almuerzo. El es­pectáculo gladiatorio, ya cruento de suyo, resultaba en este número una carnicería repugnante*'.

Pero aun más que el vituperable espectáculo, perturbaba a Séneca el contacto con la humanidad remansada en los grade-ríos. Esta inmersión en la masa hacía de él un ser más avaro, más ambicioso, más sensual, más cruel, más inhumano : avarior redeo, ambitwsior, luxurioswr, immo vero crudelior et inhuma' nior, quia mter homines fui^^.

Y no era precisamente la relación entre espectadores y es­pectáculo la que ponía en evidencia, a los ojos del filósofo cor­dobés, la maldad de los primeros, sino el simple número de éstos y la obvia consideración de los vicios —todos los vicios del mundo— que anidaban en sus pechos. Para el caso, tanto daba contemplar a esta masa humana en el Foro, como en los Comicios o en el Circo Máximo; pero precisamente aquí, donde la mirada podía abarcar fácil y fríamente a la totalidad del po­pulacho de Roma, se descorrían ante la mente del filósofo los velos encubridores de aquellas lacras contagiosas. Triste y te­rrible escena la que el pueblo romano decantado en el circo y pendiente de la carrera de carros brinda a las pupilas de Séne­ca: "Bien puedes creer que se han reunido aquí tantos vicios como hombres. Entre aquellos que ves revestidos de toga, no­ble indumento de la vida cívica, no reina en modo alguno la paz; por una mezquina retribución cualquiera de ellos se pres­taría a procurar la ruina del otro; ninguno se lucra más que a costa del vecino; odian al próspero y desprecian al humilde;

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" De ira II, 8.

aborrecen a los superiores y se granjean el odio de los inferio­res; se dejan estimular por apetitos contrarios; son capaces de contribuir a la perdición del mundo con tal de lograr un tanto de placer o de botín. Viven como si se hallasen en una escuela de gladiadores: prestos a combatir a aquellos con quie­nes comparten el solaz de la bebida. Manada de fieras, con la diferencia de que éstas son amables entre sí y se abstienen de despedazarse mutuamente, en tanto que los hombres se com­placen vulnerándose los unos a los otros. La única diferencia que los separa de los mudos animales estriba en que éstos se muestran dóciles con quienes los alimentan, en tanto que aqué­llos extreman su locura hasta el punto de devorar a sus propios benefactores"

Asombra ver hasta dónde Séneca se dejó llevar de la mi­santropía al poner por escrito estas consideraciones, parciales y, por lo mismo, injustas. En la sociedad romana había, como en todas, suficientes hombres íntegros y ejemplares para que sus virtudes diesen a muchas épocas la tónica que las hizo y hace respetables. El filósofo debiera haber contrastado con unas cuan­tas viñetas más benévolas esta pesimista consideración de la sociedad de su tiempo. No lo hizo. Entre él, los satíricos, Sue-tonio y los detractores de la majestad de Roma, ha venido a cuajar una visión tétrica de la antigüedad romana que al reper­cutir en la novela y en el cine de nuestros días, alimenta los falsos conceptos que al respecto se forjan maestrillos y estu­diantes, a menudo con desastrosas consecuencias para la vida académica de estos últimos.

Es patente la razón teórica que provoca el desdén sene-quista hacia el hombre-masa. Toda su crítica social está inspi­rada por el criterio estoico de fomentar en el individuo una intensa vida interior que le permita afrontar por sí mismo, se­renamente, los reveses de la Fortuna, y por su personal afán de introversión que le hace en éste y otros puntos columpiarse en-

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Como hay entre nosotros quienes alardean de saberse al dedillo la historia de la lidia de toros y la vida y milagros de cuanto matador, banderillero, picador y peón ha despuntado en la "fiesta", así también en las tertulias de Roma se suscitaban a veces cuestiones relativas al spectaculum:

—¿Quién fue el primero en soltar leones en el circo?... ¿A ver si sabéis cuándo se dio la primera lucha con elefantes?

Séneca, que había asistido a las reuniones de algunas peñas de aficionados, podría contestar a las dos preguntas sin vaci­lación :

—Sila fue el primero que soltó los leones. Hasta entonces era costumbre sacarlos en cadenas. No había en Italia hombre con arrestos para encararse con un león sin la ventaja de tenerlo atado a un poste. Por cierto que los primeros en matar leones

*4 Ad Luc. L X X X ,

tre dos épocas : "Los atletas necesitan alimento, bebida, aceite, todo ello en abundancia; pero tú puedes alcanzar la virtud sin equipo y sin gasto, porque todo lo que es capaz de hacerte bue­no está dentro de ti mismo —quicquid faceré te potest bonum, tecum est El camino estaba expedito para que San Agustín pudiera recorrerlo hasta el fin; noli foras ire; in te ipsum redi; in interiori homine habitat veritas.

La machacona insistencia en la cuestión de los espectáculos gladiatorios, más palmaria al faltar en su obra manifestaciones correlativas de entusiasmo o desdén por el teatro —^sorprenden­te indiferencia en un dramaturgo—, hace sospechar que en el fondo a Séneca le interesaban los muñera tanto como a cual­quier romano y que sólo por reflexión los vituperaba. No sería de extrañar esta contradicción, entre doctrina y biografía, en quien tantos apuros pasó para justificar como filósofo, algunas de sus actividades mundanas.

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*5 De brev. vitae XIII, 6 : í-. Sulla in circo leones solutos dedit, cum alioquin alligati darentur, ad conficiendos eos missis a rege Boc cha iaculatorihus... Pompeium primum in circo elephantorum duodevi' ginti pugnam edidisse commissis more proeli noxiis hominibus...

D e prov. II, 3.

" Id. II, 8

sueltos, como ahora se hace, fueron aquellos lanceros que el rey Bocchus de Mauritania le mandó a Sila.

-—En cuanto a los elefantes, fueron una de las novedades de Pompeyo, Si mal no recuerdo, soltó una manada de dieciocho e hizo luchar con ellos a una cuadrilla de presidiarios, que su­daron lo suyo en la faena, y eso que la cacería no iba en serio. ¡ Pobres hombres!

Séneca no podía por menos de englobar estas cuestiones, como en efecto hace, entre los alardes de huera erudición que aquejaban a sus contemporáneos, pero en el fondo nos deja en la duda de si él mismo no disfrutaba lo suyo al rememorar aje­nos dichos y experiencias propias al respecto.

En una ocasión, refiriéndose al estadio, ensalza sin reservas el gesto del púgil que prefiere un contrincante poderoso, digno de su destreza y de su fuerza, al enemigo fácil y notoriamente inferior. Séneca ha admirado a unos cuantos que en este trance, han protestado enérgicamente ante el empresario, y al no ver atendidas sus demandas, se han enzarzado con varios contrin­cantes a la vez. Aquello era pundonor

La viñeta más hermosa de cuantas Séneca traza sobre sus recuerdos del anfiteatro es la de un adolescente que aguarda a pie firme, sm temblarle la mano con que sostiene su venablo, la aterradora acometida de un león. Al filósofo le conmueven la belleza y la emoción de esta escena, que se acendran si el espec­tador sabe que el muchacho es noble y no combate por la paga, sino por afición, para poner a prueba su valor: Nobis interdum voluptati est, si adulescens constantis animi irruentem feram ve^ nabulo excepit, si leonis incursum interritus pertvXit, tantoque hoc spectaculum est gratius, quanto id honestior fecit

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68 D e ira III, 43, 2 : Videre solemus inter matutina harenae spec taenia tauri et ursi pugnam inter se colligatorum quos, cum alter alte rum vexarunt, suus confector expectat. Idem facimus, aliquem nobis-cum adligatum L·cesstmus, cum victo victorique finis et quidem maturus immineat.

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El filósofo discurre ahora sobre la inconsistencia de los hom' bres que se recrean en procurarse enemistades y en mantenerlas candentes. Es un extraño modo de pasarlo bien, que por des­gracia se da y se dará mientras haya hombres en el mundo. No faltan incluso términos encomiásticos para esta belicosidad de los mortales: competencia, espíritu batallador, etc. Las situaciones provocadas por esta belicosidad le traen a las mientes otro lance de las venationes: "Entre los números matutinos de la arena, contemplamos a menudo la lucha de un toro y de un oso atados entre sí. Cuando se han herido a placer, viene un matarife y los remata a los dos. Igual es nuestro destino: vulneramos a quien nos ponen al lado, y al fin —^siempre demasiado pronto— vencedores y vencidos corremos la misma suerte"

Según vemos, lejos de poner reparos a las venationes, Sé­neca se recrea en ellas con no disimulada fruición (voluptas). Es de suponer, por ende, que si viviese hoy en día, gustaría igualmente de las corridas de toros y admiraría en su paisano "el Cordobés" al mismo adulescens constantis animi que tanta impresión le produjo un día en el anfiteatro de Roma.

Pero la lucha del hombre con un animal salvaje era una cosa, y otra muy distinta la de hombres entre sí. Al romper tan­tas lanzas para que cesase aquel derramamiento de sangre hu­mana que ofendía a sus ojos en los combates gladiatorios de los muñera, Séneca realizaba una valiente y meritísima labor, por su sentido humanitario, pero no menos admirable por cuanto iba contra la rutina, la moda, y acaso también contra una afi­ción propia, arraigada desde la infancia, que él trataba de con­trarrestar. Si como antes barruntábamos, su repulsa de los tnw-nera obedece a un acto de reflexión, merece mayor aplauso que si fuese inspirada por una instintiva repugnancia.

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LOS BAÑOS

Aunque en tiempos de Séneca Roma no poseía las grandes termas que para recreo del pueblo construyeron más tarde Tra­iano, Caracalla y Domiciano, los romanos disponían de las de Agripa y de las nuevas de Nerón, ambas en las inmediaciones del Pantheon, sin contar los centenares de balnearios particu­lares que salpicaban la ciudad. La costumbre del baño diario, con sus atractivos adicionales, el gimnasio, la biblioteca, los pa­seos y las salas de tertulia —reunido todo ello en las termas— tenía ya en la capital y en las provincias el arraigo profundo que hace del mismo una de las más caracterizadas instituciones ro­manas.

Séneca sentía por los baños públicos el desdén que le ins­piraban todos los lugares multitudinarios y en particular los dedicados preferentemente al placer sensual: "Encontrarás a la Virtud en el templo, en el foro, en el senado, delante de los muros de la ciudad; llena de polvo, de manchas y de callos en las manos. Y al Placer lo encontrarás casi siempre escondido, buscando la oscuridad alrededor de los baños, de los sudatorios y de los lugares que temen a la policía; lo verás enclenque, enervado, apestando a vino y a perfume, pálido o pintado con cosméticos como un cadáver"

En uno de los viajes realizados por el sur de Italia en sus últimos años, para alejarse de la capital y de Nerón, Séneca residió algún tiempo en un aposento contiguo a un balneario y apuntó los ruidos que se filtraban hasta él: jadeos de gim­nastas que con pesas en las manos hacían o fingían violentos ejercicios. Séneca escucha con curiosidad el resuello de sus pul­mones y cómo al contener el aliento unos instantes, prorrumpen en exhalaciones, suspiros e intensas aspiraciones. Luego se oye a un perezoso que se conforma con un modesto masaje; el pro-

69 De vita beata VII. 3.

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™ Ad Luc. LVI : Supra ipsum balneum habita. Propone nunc tibi omnia genera vocum, quae in odium possunt aures adducere: cum for' tiores exercentur et manus plumbo graves iactant, cum aut laborant out laborantem imitantur, gemitus audio, quotiens retentum spiritum remi' serunt, sibilos et acerbissimas respirationes; cum in aliquem inertem et hac plebeia unctione contentum incidi, audio crepitum inlisae manus umeris, quae prout plana pervenit aut concava, ita sonum mutât. Si vero pilicrepus supervenit et numerare coepit pilas, actum est. Adice nunc scordalum et furem deprensum et illum, cui vox sua in balineo placet. Adice nunc eos, qui in piscinam cum ingenti inpulsae aquae sono saliunt. Praeter istos, quorum, si nihil aliud, rectae voces sunt, alipilum cogita tenuem et stridulam vocem, quo sit notabilior, subinde exprimentem nec umquam tacentem, nisi dum véllit alas et alium pro

ceso se puede seguir por el ruido de las palmadas del masajista, en particular cuando al llegar a los hombros, se los sacude con la mano plana unas veces y otra hueca. A continuación hay que soportar a uno de ésos que tienen la mala costumbre de llevar a voces la cuenta de los tantos en el juego de pelota (segura­mente el trigon, o triángulo de jugadores, cada uno de los cua­les recogía la pelota con una mano y la arrojaba velozmente a cualquiera de sus dos contrarios), cosa que le saca a uno de quicio. De pronto un revuelo mayor: alguien ha sorprendido a un aprovechado o a un ratero y llama la atención de la policía que lo detiene y arresta. Apenas se restablece la calma, se oye cantar a uno de los que gustan de oir su propia voz mientras se bañan o a un extrovertido que se zambulle estrepitosamente en la piscina y cha¡X)tea en el agua en vez de nadar. Alguna vez llega a los oídos de Séneca una voz agradable y bien timbrada; pero en seguida la sofoca el depilador que se anuncia y ejercita con gritos agudos y no se calla hasta ceder el tono al cliente a quien obliga a prorrumpir en alaridos mientras le arranca los pelos de las axilas. A todo esto hay que añadir los vendedores de pastelillos, cada uno de ellos con su pregón, y los mercaderes de salchichas, de golosinas, y de un sinfín de comestibles que hacen su reclamo con la entonación característica del gremio a que pertenecen™.

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LA VIDA ROMANA EN SENECA

CLASES Y CONFERENCIAS

Cuando en el ocaso de su vida hablaba Séneca de estas co­sas, haciendo memoria de su juventud, recordaba sobre todo las conferencias que habían moldeado su espíritu y perfilado su vo­cación filosófica. Después de aquello, ¡ cuántas conferencias r C ' cordaba él!, j cuántos discursos 1 Unos los había pronunciado él mismo, con el verbo fácil y elocuente que provocó la envidia de Calígula y estuvo a punto de costarle la vida a sus cuarenta y tantos años. Otros habían sido escritos para Nerón; quizá el más comprometido de éstos fuera el elogio fúnebre de Claudio. Principiaba con la consideración de la antigüedad de la estirpe del emperador; seguía la enumeración de los triunfos de sus an­tepasados. Estas dos partes fueron escuchadas en silencio, con atención y respeto. Se hablaba después de su amor a las artes liberales y de lo bien que en su principado habían discurrido los asuntos exteriores. El público daba muestras de complacido asentimiento; Séneca se sentía satisfecho de cómo Nerón acre­ditaba su magisterio. Pero a partir de aquí, las cosas empezaron a torcerse. Confiado sin duda en su habilidad expositiva. Séneca se había atrevido a exaltar la previsión y la sabiduría de Clau-

se clamare cogit. lam libari varias exclamationes et botularíum et crus' tuUrium et omnes popinarum institores mercem sua quadam et insig' nita modulatione vendentis.

71 Ad Luc. CVIII, i6.

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El baño tal y comò lo entendían los romanos —el baño de sudor, seguido de la inmersión en agua fría— era una de las cosas a las que Séneca había renunciado desde su juventud, por considerar inútil y poco varonil el adelgazamiento que era su fin primordial —inde in omnem vitam balneum fugimus El ejemplo y la enseñanza de sus maestros le habían inculcado ese desdén por el baño, por el aperitivo a base de ostras y setas, por el vino, por los perfumes...

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'2 Tácito, Ann. XIII, 3, i : postquam ad providentiam sapientiam' que flexit [ N e r o ] , nemo risui temperare, quamquam oratio a Seneca composita multum cultus praeferret, ut fuit illi viro ingenium amoenum et temporis eius auribus accommodatum.

73 Ad Luc. CVIII, 3-

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dio. Desde que Nerón abordó el pasaje, el auditorio empezó a sentirse incómodo y a pasar por el apuro de contener la risa. El acto terminó mal, con aquella imprevista nota de humor, y eso que Séneca, según dice Tácito, había dado en el panegírico cuanto podía esperarse de su ingenio, amenísimo y perfecta-mente adaptado al gusto de la época Pero no por eso perdió Séneca un ápice de su prestigio e influencia. Si algo sentó mal, fue que Nerón no redactase el discurso por sí mismo, como en iguales circunstancias hubieran hecho todos sus antecesores.

En sus años mozos Séneca había asistido a una escuela pres­tigiosa, fundada en la Roma de Augusto por el filósofo Sextio y regentada a la sazón por los hijos del fundador. Allí recibió con provecho las enseñanzas de varios maestros, a quienes en su vejez recordaba con afecto y con gratitud ; mas por ningún otro sintió tanta devoción como por Átalo. La epístola CVIII a Lu­cilio contiene un delicado homenaje a este hombre que había trazado el rumbo de su juventud. Séneca recuerda con cuánto entusiasmo asediaba él aquella cátedra, adonde era siempre el primero en acudir y el último en marcharse. Átalo solía refle-ícionar paseando de uno a otro extremo del aula, y Séneca lo im­portunaba con sus preguntas sin que el buen maestro se doliese de la interrupción. Seguía la norma de estar siempre al alcance de sus discípulos y aun de salirles al paso, pues no se cansaba de repetir que un mismo ideal animaba al uno y a los otros s al maestro, el afán de promover; a los escolares, el deseo de progresar

Séneca lo veneraba: "Cuando escuchaba yo a Átalo comba­tir los vicios, los errores y los males de la vida, sentía una viva conmiseración por la raza humana, y Átalo me parecía un ser noble, muy superior al resto de los mortales. Él se declaraba rey

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74 làem CVIII, 13-15 : Ego certe cum Attalum audirem in vitia, errores, in mala vitae perorantem, saepe miseritus sum generis humani et illum sublimem altioremque humano fastigio credidi. Ipse regem se esse dicebat, sed plus quam regnare mihi videbatur, cui liceret censu' ram agere regnantium. Cum vero commendare paupertatem coeperat et ostendere, quam quidquid usum excederet, pondus esset supervacuum et grave ferenti, saepe exire e schoL· pauperi libuit. Cum coeperat vo' luptates nostras traducere, L·udare castum corpus, sobriam mensam, pw ram mentem non tantum ab inlicitis voluptatibus, sed etiam superva' cuts, libebat circumscribere gulam ac ventrem. Indi mihi quaedam per' mansere, Lucili.

" Idem CVIII, 36-37·

—según la conocida paradoja de los estoicos— y yo pensaba para mí que era más que un rey, pues estaba capacitado para emitir juicio sobre los reyes. Y en verdad, cuando se ponía a re­comendar la pobreza y a demostrar cómo lo que sobrepasa nuestras necesidades constituye un peso muerto y peligroso para quien lo lleva, me venían ganas de salir de clase convertido en un pobre. Cuando empezaba a fustigar nuestra vida de placer y a ensalzar la pureza, la moderación en la comida, la mente limpia de los placeres ilícitos y aun de los superfluos, tomaba yo la resolución de limitar la comida y la bebida. Algunos de aquellos hábitos los he conservado hasta hoy, Lucilio

En estas breves líneas se resume el ideal de un buen maestro y la honda repercusión que sus lecciones producen en el ánimo de sus discípulos. Para despertar esas resonancias son menester ciertas condiciones personales : palabra fácil, voz persuasiva, pro­funda fe en la verdad, en el saber que se expone y conducta ejemplar y acorde con los ideales que se proclaman, "pues aque­llos que son víctimas de los vicios que denuncian no hacen sino manifestar la inutilidad de toda su labor educativa ; un maestro así no me sirve de más que un timonel mareado, en una tem­pestad"

Aparte la cuestión de pura filosofía moral. Séneca se revela aquí una vez más como el finísimo auscultador de almas que fue siempre. El hombre que habla en público cuenta con un po-

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Id. CV1II, 8 - 9 : Non vides, quemadmodum theatra consonent,

<iuotiens aliqua dicta sunt, quae publice adgnoscimus et consensu vera

esse testamur}

—Desunt inopiae multa, avaritiae omnia.

In nullum avarus bonus est, in se pessimus.

Ad hos versus iUe sordidissimus pUudit et vitiis suis fieri convictum

gaudet...

deroso elemento para ganarse a su auditorio : la verdad. En todos los ánimos, aun los que son siervos de los vicios, existe una magnífica predisposición a dejarse ganar por ella. Su atrae-tivo es irresistible, como el de la bondad y el de la belleza.

Trasladémonos imaginativamente a un teatro. Un actor re­cita un largo parlamento. Algunos espectadores se distraen; un par de ellos bostezan ; otros cambian unas palabras entre sí. De pronto se restablece el silencio; todo el auditorio mira sin pes­tañear al hombre que ahora en el escenario proclama una gran verdad. Su voz se expande clara y sonora por la concavidad de los graderíos :

—La pobreza carece de muchas cosas; la avaricia de todas. El avaro no hace a nadie bien; pero el mayor mal se lo hace a sí mismo...

El actor ha puesto toda su alma en el recital de este pasaje. El público, conmovido, rompe en sonoros aplausos, en larga y entusiasta ovación. Uno de los más emocionados espectadores es, cabalmente, un acreditado usurero que no tiene el menor reparo en que su mal se vea expuesto a la vergüenza pública. Diríase incluso que en aquel momento se percata de él y se propone la enmienda, aunque al salir del teatro la resolución vaya perdiendo fuerza hasta extinguirse del todo^'.

Si aun los hombres que propenden a la avaricia se entusias­man y aplauden cuando escuchan una buena lección en prosa o verso (Séneca tiene mucha fe, como otros estoicos, en la eficacia de la poesía intercalada en la oratio) sobre el vicio de que son víctimas, y en este momento están dispuestos a jurar odio eterno al dinero, el maestro debe desencadenar entonces un ataque

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'7 ídem CVIII, 12 : Hunc iüorum adfectum cum videris, urge, hoc preme, hoc onera, relictis ambiguitatibus et syllogtsmis et cavilationibus et ceteris acuminis inriti ludicris. Die in avaritiam, die in luxuriam; cum profecisse te videris et ánimos audientium adjecerìs, insta vehe' mentius... Fecillime enim tenera conciliantur ingenia ad honesti rectique amorem et adhuc docilibus leviterque corruptis inicit manum Veritas, si advocatum idoneum nancta est.

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frontal con todas las fuerzas a su alcance: "Cuando los veas ya en esta disposición, insiste, aprieta, carga; deja a un lado los circunloquios, los silogismos, los considerandos y demás ar-tilugios de una dialéctica baladí. Habla en contra de la avaricia; habla en contra de la vida disipada. Cuando te percates de que adelantas y Je has hecho ya con el ánimo de tus oyentes, pon aún más calor en tus palabras... Es facilísimo inculcar en el espíritu de los jóvenes el amor a la honestidad y a la rectitud, pues siempre que encuentre un abogado idóneo, la verdad pon­drá sus manos en aquellos que sean todavía aptos para aprender y estén sólo superficialmente corrompidos"^'.

El alumno que asiste a las clases de un filósofo debe sacar algo de provecho de cada una y así dar un paso diario hacia la sabiduría. Claro que por muy bueno que sea el maestro, no podrá evitar que algunos oyentes persistan en la ignorancia con que entraron en clase el primer día. "A éstos —nos dirá Sé­neca— yo no les Hamo discípulos de los filósofos, sino inquili­nos —quos ego non discípulos philosophorum, sed inquilinos voco—. Los hay que asisten a clase para oir y no para aprender; han ido allí como nosotros al teatro: por regalarse el oído con el discurso, con el canto, con el enredo. Para éstos la clase cons­tituye un mero lugar de esparcimiento —diversorium—. Los hay que van provistos de cuadernos, no con ánimo de recoger el contenido del discurso, sino de consignar frases que puedan luego repetir a otros con tan poco fruto como ellos han sacado de escucharlas. Algunos se conmueven ante párrafos altisonan­tes y se adaptan a las emociones del orador con visibles cambios de expresión y de ánimo. Pero lo que en el fondo importa es

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78 ídem CVIII, 8.

aprovechar la enseñanza en lo vivo, dejarse inspirar por ella, y que bajo estos estímulos, se afirmen en nosotros los cimientos del saber y germinen las semillas de las virtudes que la natu-raleza ha sembrado en nuestras almas —omnibus enim natura fundamenta dedit semenque virtutum"^^.

Las mismas tendencias, los mismos tipos humanos, las mis­mas actitudes ante el saber podrían advertirse hoy en nuestras aulas universitarias : el discípulo que respetando al docente, bus­ca y recibe el meollo de su enseñanza como base para su propio desarrollo autónomo; el que se sugestiona por el buen maestro hasta el extremo de imitar sus modales, su sintaxis y su voz ; el que desea únicamente un título para valerse de él en la vida, cuando no para llevarlo como un postizo o un disfraz; el indi­ferente, que no sabe lo que busca y asiste a clase por seguir la corriente de sus amigos o la indicación paterna, sin vocación ni interés... Constantes de la enseñanza universitaria, siempre la misma y siempre en crisis ; institución fundada en el estudio de las antiguas artes liberales, mucho más relajada y espontánea que los internados en donde los actos del alumno, desde que se levanta hasta que se acuesta, están rigurosamente reglamenta­dos, pero institución en donde —hasta ahora, al menos— se han forjado los tipos humanos más diversos, originales y creadores de la ciencia y de la cultura de Occidente.

Al llegar a este punto, como a otros, el lector de Séneca se queda absorto, enfrascado en los pensamientos del filósofo cor­dobés que hace casi dos mil años sentía sus mismas preocupa­ciones y abordaba lúcidamente su mbma problemática. Y acaso este lector recuerde el símil orteguiano del toro solitario que al deambular por la llanura encuentra y olisquea la mancha reseca de la sangre de otro toro y levanta la cabeza al cielo en un largo y doliente mugido. Pero Séneca no se limitó a observar una galería de tipos de maestros y estudiantes, sino que además implantó en ella su bondadosa convicción de que la naturaleza

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ha dotado a todos los hombres de una potencial virtud — l̂a areté griega— que es deber del maestro poner al descubierto y en condiciones de desarrollo, contribuyendo a que se produzca ese milagro de la germinación espiritual a que todos somos lia-mados : omnibus natura dedit semen virtutum. La labor ma­gistral consistirá, por tanto, en descubrir la verdad latente en cada uno de sus alumnos, pues la verdad de cada cual nace de una semilla recóndita y delicada que es menester sacar a luz, alumbrándola. Por eso los griegos llamaban a la verdad aletheia, algo que merece la pena descubrir porque está oculto en los en­tresijos del ser que ese algo sustenta y explica.

El mismo Séneca que contemplaba pesimista el triste espec­táculo del populacho remansado en los graderíos del circo, presa de todos los vicios y pasiones del mundo, reconoce ahora que en el interior de cada hombre radica la potencia del bien, y que sólo es menester la palabra —el verbo, talismán de Occidente, descubierto por los parlanchines griegos—, la palabra del maes­tro, para ponerla en movimiento fecundo y que el hombre se realice en sí mismo y en los demás, y se haga digno de encontrar en su intimidad la clave del misterio último y salvador: "Dios está cerca de ti; está contigo; está dentro de ti —prope est a te deus, tecum est, intus est—"

No es raro que los primeros cristianos se sintiesen perplejos al encontrar en los escritos de Séneca tan hondas consonancias con la inspiración que los animaba. A San Jerónimo no le cabía en la cabeza que Séneca no fuese, amén de cristiano, un santo

EL CORTESANO

La precoz vocación filosófica de Séneca se vio contrarresta­da por una de esas segundas vocaciones que tanto nos ayudan a muchos hombres a fracasar en la primera. En el caso de Séneca " " 7 9 Ad Luc. XLI.

^ E. Elorduy, "Séneca y el cristianismo", en Actas del Congr. In­terri, de Filosofía, Córdoba, 1965, 179 ss .

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8> Ad Lue. CVIII, 22. 82 Ad Helviam, 19, 2 : iüa pro quaestura mea gratíam suam exteri'

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fue la vocación política. Esta faceta de su personalidad se ex­plica mejor en época romana que se explicaría en la nuestra. La participación activa en la política era sinónima de la vida del hombre en sociedad —civitatis vita llama Séneca a la reali­zación de la carrera de los honores— y por tanto obligatoria para los ciudadanos distinguidos tanto en Roma como en pro­vincias. Séneca padre, que como es natural tenía muchas ilu­siones puestas en el talento de su hijo, no podía por menos de mirar con inquietud y disgusto tanto el ardor que éste mostraba en sus estudios filosóficos como la pérdida de salud que le ocasionaban su vida ascética y su dieta rigurosamente vegeta­riana. Un día el padre lo llamó al orden. "Mis años mozos —nos dirá Séneca— coincidieron con los comienzos del princi­pado de Tiberio César (14-37 1̂· C.). Las religiones extranjeras hacían entonces su entrada en la ciudad. Uno de los síntomas de sus adeptos era la abstinencia de ciertas carnes. Y por ello, a instancias de mi padre, que no temía a la maledicencia, pero detestaba la filosofía, volví a mis antiguas costumbres"

El frustrado maestro de filosofía iba ahora a dedicarse a la vida pública. Muy pronto despuntó en ella. A la par que re­montaba el escalón del vigintivirato, en el que todos los jóvenes de la aristocracia hacían sus primeras armas políticas, su talento comenzaba a brillar en las causas judiciales y en el mundillo de las letras. Por entonces, su salud, nunca muy recia, se resintió del esfuerzo y le obligó buscar en el clima seco de Egipto, don­de su tío era prefecto (codiciadísimo cargo equivalente al de un virrey), un medio propicio para su restablecimiento. Años más tarde, su tía, la excepcional esposa de aquel magistrado, tan inteligente como discreta, vencería su propia timidez para que el sobrino predilecto alcanzase la cuestura, que le abría las puertas del senado Eran los últimos años del principado de Tiberio, cuando Séneca cumplía los cuarenta.

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dit et, quae ne sermonis quidem aut darae salutationis sustinuit auda-ciam, pro me vicit indulgentia verecundiam.

83 Suet. Vita C. Calig. LUI : lenius comptiusque scribendi genus adeo contemnens [Gaius] , ut Senecam tum maxime placentem "com-missiones meras" componere et "harenam esse sine cake" diceret.

8+ Dion Casio, LIX, 9. 85 Ad Helviam 5, 4 : Numquam ego fortunae credidi, etiam cum

videretur pacem agere; omnia illa, quae in me indulgentissime confère-bat, pecuniam, honores, gratiam, eo loco posui, unde posset sine motu meo repetere.

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Sus actividades forenses y sus libros acabaron de consagrar­lo ante la sociedad y el público. El nuevo príncipe, Calígula, te­nía sus ribetes de orador en un estilo directo y descarnado, muy distinto del garbo retórico de Séneca. La diferencia de gustos degeneró en hostilidad, solapada en Séneca por la augusta po­sición del adversario, pero sin rebozo alguno en el emperador, que tildaba las obras de aquél de "simples peroratas teatrales" y su estilo, de "arena sin cal" El sentido crítico de estos dic­terios no yerra del todo, y refleja sin duda el debate entre las dos corrientes que entonces se disputaban el favor del público: la tradición ciceroniana y la nueva retórica en que Séneca mili­taba como cabecilla. El favor popular de que Séneca —tum mci' xime placens— gozaba despertó en Calígula un encono, una animosidad que le indujo a considerar la posibilidad de qui­tarlo de enm.edio. Por suerte para el filósofo, alguna persona de influencia convenció al emperador de que la delicada salud de Séneca hacía esperar el rápido y fatal desenlace que el príncipe deseaba ^. Entre tanto, el dinero, los honores, el prestigio se­guían afluyendo hacia la persona de Séneca, sin que éste se dejase contaminar por ellos: "Nunca me he fiado de la Fortu­na, ni siquiera cuando parecía ofrecerme la paz. Los bienes que indulgente me confirió —dinero, magistraturas, influencia— los deposité en un lugar donde ella pudiese recuperarlos sin de­masiadas molestias para mí

El revés de la Fortuna a que Séneca se refiere en este pasaje le sobrevino en el año 41, cuando él cumplía los cuarenta y

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86 P. V. Rhoden, en R. E. I, 2 col., 2241 ss . 87 Nat . Quaest. IV, praef. 6 : Crispus Passienus, quo ego nil cog'

novi subtiìius in omnibus rebus, maxime in distinguendis et curandis vitiis...

cinco, y revistió la forma de una condena a destierro perpetuo, que le fue impuesta a instancias de Mesalina, esposa del nuevo emperador, Claudio. Se le acusaba de adulterio con Julia Livila, una de las dos hermanas de Calígula (la otra era Agripina). Pero acaso la verdadera razón para alejarlo de Roma fuera evitar que su influencia sobre el senado se confabulase con el ascendiente de Livila sobre el emperador, en perjuicio de los designios de Mesalina. En efecto, Livila y Séneca podían, cada cual con sus medios, constituir una eficaz oposición contra su designio de gobernar el imperio desde el palacio, poniendo las riendas de aquél, no en las manos de los senadores ni de los caballeros, sino de libertos imperiales de absoluta sumisión a las órdenes de la emperatriz. Un buen abogado, Suilio, de quien Séneca se tomaría más tarde el desquite, se encargó de urdir los argu­mentos de la acusación, por la que Séneca fue desterrado a Cór­cega hasta que Agripina consiguió levantarle la pena en el 49.

Si hasta este momento la corte imperial no había deparado a Séneca más que sinsabores, lo peor estaba aún por venir. Agri­pina añadió al favor de traerlo del exilio, el de pedir para él la pretura. En este interés de la nueva emperatriz hacia Séneca se conjugaban varios factores: primero, el de resarcirle de las penalidades sufridas por su causa antes del destierro**; segun­do, la relación de amistad que ella y su anterior marido, Crispo Pasieno, habían tenido con él y que el mismo Séneca acre­dita un par de veces *̂ ; y sobre todo, sus razones personales para ganarse a un aliado tan valioso como éste para poner en práctica su designio de hacer de su hijo Domicio el heredero de Claudio en el imperio, en perjuicio de Británico. El futuro Ne­rón, que había nacido en el 37, era entonces un niño de once años, edad aptísima para recibir de Séneca una excelente educa­ción retórica y de Afranio Burro una sólida formación de militar.

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88 Tácito, Ann. XII, 8 : At Agrippina, ne malis tantum facinori-bus notesceret, veniam exilii pro Annaeo Seneca, simul praeturam im-petrat, laetum in publicum rata ob clariiudinem studiorum eius, utque Domita pueritia tali magistro adolesceret et consiliis eiusdem ad spem dominationis uterentur, quia Seneca fidus in Agrippinam memoria be-neficii et infensus Claudio dolore iniuriae credebatur.

89 De otio III, 2-4 : Epicurus ait: "Non accedei ad rem publicam sapiens, nisi si quid intervenerit"; Zenon ait: "Accedei ad rem publi' cam, nisi si quid impedierit"... Si res publica corruptior est quam ut adiuvari possit, si occupata est malis, non nitetur sapiens in superva-cuum nec se nihil profuiurus impendet. Si parum habebit auctoritatis aut virium nec illum erti admissura res publica, si valeiudo illum impe-diet, quomodo navem quassam non deduceret in mare, quomodo no-men in militiam non darei debilis, sic ad iter, quod inhabile seiet, non accedei.

las dos facetas que acreditaban más a un buen emperador. Des­de su nueva posición. Séneca aparecía, ante la opinión pública, como un dócil instrumento de Agripina, atado como estaba a ella por sus favores, y siempre dispuesto a ir en contra de Clau­dio por las afrentas que de éste había recibido

Entre los años 49 y 54 Séneca cumplió su cometido de pre­ceptor de Nerón sin mezclarse ostensiblemente en cuestiones palatinas, tiempo bastante y situación propicia para reflexionar sobre su futura línea de conducta. Algunos de sus admirados autores griegos recomendaban al sabio mantenerse apartado de la política; otros lo exhortaban a intervenir en ella para bien de la sociedad : "Epicuro dice que el sabio no ha de inmiscuirse en cuestiones políticas, salvo en situaciones de gravedad extre­ma, y Zenón, por el contrario, que ha de actuar políticamente siempre que no haya causa que lo estorbe... Si la república está demasiado corrompida para hacer nada en su favor; si está car­comida por los males, el sabio no deberá esforzarse vanamente ni consumirse en balde. Si su influencia y su poder son escasos y la república no está dispuesta a aceptar sus servicios; si se halla impedido por falta de salud, no deberá emprender ese camino, como no aconsejaría la botadura de un barco cuartea­do; ni, falto de fuerzas, se enrolaría en el ejército..."*'.

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50 El hermano de Paulina usaba en campaña una impresionante va­jilla de plata. Plinio, N . H . XXXUI, 50, 3 : Pompeium Paulinum Are-L·tensis equitis romani filium...

91 D e ira III, 37, 2.

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Pero Séneca en estos momentos se sentía rebosante de vigor. Las desdichas de su efímero primer matrimonio, concertado por interés en su juventud, acababan de quedar definitivamente ol­vidadas tras su enlace con la encantadora y acaudalada Pom­peya Paulina, hija de un caballero de Arles La Fortuna, que le había vuelto la espalda años antes, se le acercaba ahora son­riente y benévola, como dispuesta a resarcirle con creces de las pasadas penalidades.

La hora de la decisión sonó cuando Agripina, incapaz de contener por más tiempo su impaciencia, recurrió al veneno para poner término a la vida y al principado de Claudio. Si hasta entonces, como es de creer, la emperatriz había confiado en que Burro y Séneca secundarían todos sus actos y proyectos, a partir de ahora iba a percatarse de su error. De momento, ninguno de los dos consejeros movió una mano para socorrer a la víctima de sus maquinaciones ni impedir que Nerón fuese reconocido como sucesor, pues el mismo Claudio lo había dispuesto así en su testamento. Burro consiguió que los pretorianos aclamasen emperador al joven príncipe. Séneca, rebosante de alborozo y de afán de revancha, compuso la apoteosis burlesca del cesar muerto y divinizado, manifestación de eutrapelia un tanto difí­cil de conciliar con la acrisolada moral de sus obras, aunque ya hemos apuntado alguna prueba de su costumbre de responder a la ofensa con la risa, el recede longius et ride! de su consejo al amigo ofendido por el portero''.

"Hasta aquí hemos llegado, pero ni un paso más" debieron de decirse Burro y Séneca, rectores imperatoriae iuventae, como Tácito les llama al tiempo que reconoce entre ellos una armonía difícil de lograr entre dos personas que tenían en sus manos los

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92 T a c , Ann. XIII, 2 : Hi rectores imperatoriae iuventae et (rarum m societate potentiae) concordes, diversa arte ex aequo pollebant...

« Ibidem.

94 Ídem XIII, 11 : clementiam suam obstringens [ N e r o ] crebris orationibus quas Seneca, testificando quam honesta praeciperet vel iac tandi ingenti, voce principis vulgabat.

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resortes del poder supremo'^. Y en efecto, cuando Agripina pretendió efectuar una depuración contra posibles cabezas de una oposición más imaginaria que real. Burro y Séneca le salieron al paso con enérgica determinación y a cara descubierta: iba-turque in caedem, nisi Afranius Burrus et Annaeus Séneca ob-viam issent^^. La guerra de las intrigas cortesanas había esta­llado, y no es difícil imaginar las idas y venidas, los conciliábu­los, los mensajes, los recuentos de fuerzas que entonces tuvieron lugar en el palacio, en el senado, en los cenáculos y en todas partes adonde los actores del drama llegaban con su ambición y su influencia.

El príncipe se puso de parte de sus preceptores y, por con­sejo de ellos, escondió su desvío hacia su madre bajo la máscara de una obsequiosa deferencia. Óptima mater fue la consigna dicha por él a los pretorianos en una de las primeras noches de su reinado. Con sus diecisiete años. Nerón precisaba de una ayuda moral y política que sus dos consejeros estaban dispuestos a prestarle con tal de que el príncipe se amoldase al rumbo que ellos pensaban imprimir a la política del nuevo régimen. Burro se cuidaba de mantener el orden y la calma entre las cohortes de sus pretorianos. Séneca asumía la función de granjear al cesar fama de honesto e inteligente, por medio de los discursos y frases que ponía en sus labios y de restablecer la armonía entre el palacio y el senado.

En este punto iba a radicar una de las mayores novedades de este principado con respecto a los dos anteriores, y en par­ticular al último, que se había degradado hasta el extremo de que su política fuese dictada por mujeres y libertos. El primer discurso de Nerón, redactado por Séneca, constituía un verda-

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dero manifiesto. El emperador renunciaba a actuar como supre­mo juez en toda clase de litigios; se comprometía a no tolerar las intrigas ni las presiones; el palacio imperial dejaría de ser el centro del gobierno del Estado; el emperador asumía las obli­gaciones del alto mando del ejército y del gobierno de las pro­vincias fronterizas o revueltas, pero dejaba en manos de los cónsules y del senado la jurisdicción y administración de Italia y de las provincias senatoriales Diríase que Roma y el mun­do habían alcanzado al fin la meta ideal de sus afanes, el equi­librio entre la experiencia administrativa y jurídica de la Re­pública y la fuerza bélica del Imperio.

Pero Séneca no se dormía sobre sus primeros laureles. Por una parte, sabía que Agripina no cejaba en su empeño de go­bernar y que disponía de unas fuerzas temibles, tanto entre el pueblo y el ejército, que veían en ella nada más que a la hija del venerado Germánico, como entre los palaciegos que añora­ban los antiguos medios de gozar del poder y de lucrarse en el ejercicio del mismo. Agripina jamás perdonaría a Séneca el haberle arrebatado de su mano las riendas del poder para po­nerlas en las del senado. Los años de preparación, las intrigas, las horas de incertidumbre y de zozobra que ella había pasado para ganarse a Claudio, para conseguir que éste adoptase a Ne­rón, para que Nerón se casase con Octavia y fuese designado sucesor en perjuicio del dulce y melancólico Británico; los pre­parativos y la ejecución del regicidio... todo había sido en balde, porque en el momento decisivo se habían vuelto contra ella su hijo y los dos preceptores que ella misma había elegido con tanta cautela.

No. Séneca no podía estar tranquilo. Conociendo la verda­dera índole de Nerón y la indiferencia de éste hacia su esposa Octavia, ideó un medio para distanciarlo más de su madre. Ha­bía que buscarle un amor que, por un lado, lo contuviese en la vertiente de la lujuria y, por otro, no fuese presa fácil para las

95 ídem XIII. 4.

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96 ídem XIII, 12-13.

57 ídem XIII, 14.

98 ídem XIII, 53.

99 Nat. Quaest. IV, 2, 13.

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garras de Agripina. Seneca consiguió que la atractiva liberta Acté, sobre la cual poseía gran ascendiente, conquistase el cora­zón del príncipe. Al percatarse de ello, Agripina tuvo con Ne­rón una escena tan rica en improperios y reproches como inútil para sus fines, pues sólo consiguió enardecer la pasión amorosa del emperador'*. Imaginamos a Séneca riendo entre bastidores.

Siguiendo su táctica de no dar respiro al enemigo y de con­servar la iniciativa, las gentes del partido de Séneca —si no él mismo— aprovecharon el enfado de Nerón con su madre para desarmar a uno de los más temibles aliados de ésta, el liberto Palas, que desde los tiempos de Claudio desempeñaba el cargo de procurator a rationibus, equivalente al de un ministro de hacienda. Cuando Nerón lo despidió, iba seguido de un cortejo tan nutrido, que el emperador se permitió comentar con inge­nio que la destitución de Palas más bien parecía una dimisión

No conforme con la seguridad que le inspiraban Burro y sus pretorianos, Séneca procuró situar a sus más fieles amigos y clientes en posiciones claves para un caso de emergencia dentro y fuera de Roma. Por gestión suya le fue conferida a su íntimo y quizá pariente Lucio Anneo Sereno la prefectura de los vigiles, de la que dependían la policía y los bomberos de la capital. De esta forma los dos mandos militares más importantes de Roma se encontraban en manos de entera confianza. Su cuñado Pom-peyo Paulino asumió el mando del ejército de Germania Supe­rior'', y su admirado amigo Tito Balbilo, virorum optimus, in omni litterarum genere rarissimus " obtuvo la codiciada prefec­tura de Egipto, lo que ponía a buen recaudo la clave del trigo para Roma en caso de disturbios. Estas prefecturas de gran res­ponsabilidad podían confiarse a miembros del orden ecuestre sin lesionar para nada los intereses de la clase senatorial, y Sé­neca hizo un uso magnífico de esa posibilidad al procurar que

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T a c , Ann. X I V , 53 : egone equestri et provinciali loco ortus proceribus civitatis adnumeror? Inter nobilis et longa decora praegeren-tis novitas mea enituit?

101 Idem XIII, 5 : Quin et legatis Armeniorum causam gentis apud Neronem orantibus escendere suggestum imperatoris et praesidere si' mul parabat, nisi ceteris pavore defixis Seneca admonuisset venienti ma-tri occurrere. Ita specie pietatis obviam itum dedecori.

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tales cargos fuesen confiados a hombres competentes del mismo orden al que él pertenecía. Bajo sus manifestaciones de aparente modestia se adivina el orgullo de pertenecer a esta clase que sentía Séneca, cuando en su discurso de despedida a Nerón le dice: "¿Es justo que yo, que nací simple caballero en una ciu­dad provinciana me vea incluido entre los nobles de la ciudad? ¿Cómo siendo un hombre nuevo he podido despuntar entre los aristócratas que exhiben tantos años de gloria?" En esta confianza en la competencia de los novi homines del orden ecuestre Séneca se anticipó a la política que había de encontrar continuidad en las épocas de los Flavios y de los emperadores españoles.

Una de las más airosas actuaciones cortesanas de Séneca está puntualmente recogida en los Anales de Tácito. Siguiendo una costumbre instaurada por Augusto, el senado celebraba algunas reuniones en el palacio imperial en atención al príncipe, y con­sentía en que Agripina escuchase los debates desde detrás de una cortina. Animada por aquella concesión, la emperatriz estuvo a punto de ocasionar un desastre diplomático el día en que Nerón daba audiencia a una embajada armenia. Iniciado ya el acto, Agripina hizo aparición en la sala y se encaminó resuelta­mente al estrado de su hijo, para compartir la presidencia con él. La asamblea fue presa del terror; sólo Séneca conservó la presencia de ánimo y tuvo el acierto de exhortar a Nerón a que saliese al encuentro de su madre y diese apariencias de una atención filial a lo que de otro modo iba a ser un escándalo mayúsculo

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Por lo demás, el programa de gobierno anunciado por Nerón se iba cumpliendo estrictamente, sin faltar a la palabra dada por el emperador. El senado legislaba; las cuestiones de go­bierno interior y exterior eran atendidas con prontitud y com­petencia. La guerra promovida por los partos a causa de sus intereses en Armenia fue confiada a la experiencia de Domicio Corbulón. Los negocios de las provincias estaban en manos de gobernadores íntegros y competentes que velaban por la segu­ridad y la creciente prosperidad de los subditos de Roma.

Confiado en la firmeza de su posición. Séneca consideró que había llegado la hora de ajustar cuentas con Suilio, el venal abo­gado y delator que en tiempos de Claudio había incoado el proceso que le costó el destierro. Aunque Séneca no era el único ciudadano que tenía cuentas pendientes con él, su posición lo convirtió en alma de lo que Suilio consideraba injusta confabu­lación. El primer acto consistió en demandarlo por contravenir un senadoconsulto que prohibía la defensa de causas por dine­ro; la acción estaba sujeta a penas fijadas por la Ley Cincia. En vez de limitarse a preparar su defensa, Suilio contraatacó con furor y lengua viperina. Según él. Séneca trataba de vengarse de los amigos de Claudio por haber sido condenado a un mere-cidísimo destierro; el estudioso de disciplinas estériles envidiaba a los cultivadores de una sana elocuencia puesta al servicio de los ciudadanos; en tanto que él —Suilio— era cuestor de Ger­mánico, Séneca mancillaba la casa de éste con el adulterio; na­die podía afirmar que la aceptación de la recompensa que un procesado le había dado en reconocimiento a su valiosa cola­boración, constituyese una falta comparable a la de corromper los gabinetes de las princesas. Si esto era agua pasada, se podían imputar a Séneca acciones actuales no menos deshonestas : ¿Que ciencia, qué lecciones de filosofía le habían permitido en cuatro años de amistad regia amasar una fortuna de trescientos millones de sestercios? El filósofo mostraba unas aptitudes extraordina­rias para beneficiarse de testamentos y atrapar las fortunas de

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102 láem X l l l , 42.

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viejos sin familia ; Italia y las provincias eran presas de su in-mensa red de usurero...

En vista de su acometividad, los amigos de Séneca lo fueron envolviendo en procesos cada vez más graves : primero, exac' ciones a los aliados y malversación de fondos públicos durante su gobierno de la provincia de Asia ; después, abusos y crímenes dentro de Roma. Suilio se defendió alegando que no había he­cho más que cumplir las órdenes de Claudio, pero Nerón no admitió este alegato, que carecía de base en las actas del prín­cipe. El procesado pretendió entonces escudarse en Mesalina, atribuyendo a ésta la iniciativa de sus actos, y aquí lo perdió la admisión de su complicidad. Suilio fue condenado a la confis­cación de la mitad de sus bienes y al destierro en las Baleares. Séneca había sido vengado, pero su prestigio salió del proceso manchado con acusaciones de que la Historia había de ha­cerse eco.

Desde el momento en que Agripina amenazó a Nerón con urdir una trama que diese el trono imperial a Británico, la suerte de ambos quedó definitivamente sellada. El hijo de Claudio cayó ante los ojos de toda la corte, víctima del veneno, en el transcurso de una comida. Este crimen no tuvo la repercusión pública que pudiera presumirse porque muchos lo habían pro­nosticado y ahora lo excusaban por la razón de estado de que un reino no permite dos cabezas —insociabile regnum—. Mas para Agripina, cogida de improviso y testigo presencial del ase­sinato, la escena constituyó un funesto augurio: el ensayo del matricidio.

Día a día se iba haciendo mayor la distancia que separaba al hijo y a la madre, y mayores también los recelos que cada cual abrigaba con respecto al otro. El ascendiente de los pre­ceptores menguaba a medida que los amigotes del príncipe iban ganando sobre éste el terreno que aquéllos perdían. Cada vez

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eran más frecuentes las orgías y las salidas nocturnas en pandi­lla, al amparo de la oscuridad. El príncipe maduraba envile­ciéndose con acciones de granuja y excentricidades de loco.

Otón, uno de sus compinches, pensando en reafirmar su as­cendiente, aunque fuese a costa de su honor, insistió tanto en ponderar las gracias de su esposa Popea Sabina, que Nerón mostró al fin deseos de conocerla, y poco después, de hacerla suya por completo. El marido recibió la dura lección de perderla y de tener que aceptar el mando de Lusitania, que lo alejaba definitivamente de Roma. Pero Popea era una mujer fría y am­biciosa, que no se resignaba a ocupar el puesto de favorita del emperador y deseaba el de consorte. Nerón no se sintió con fuerzas para contrariarla y se dispuso a dar los dos pasos com­prometidos que eran necesarios para satisfacer sus deseos : des­embarazarse de Agripina y divorciarse de Octavia. El príncipe sabía que su madre no toleraría su escandaloso capricho.

Este trance fue quizá el más amargo para los dos viejos con­sejeros del príncipe. Nada indica que ellos participasen de sus maquinaciones, ni aun que estuviesen al corriente de las mismas. Aniceto, un liberto que había sido ayo de Nerón y ahora des­empeñaba una de las grandes prefecturas, la de la escuadra de Miseno, le sugirió el modo de acabar para siempre con su madre simulando un accidente. Bastaba con aprestar un navio de ma­nera que una parte de él se desprendiese en alta mar y se su­mergiese con su preciosa carga ; nadie podría imputar al empe­rador un crimen cuyos ejecutores serían los vientos y las olas. Nerón se entusiasmó con el proyecto de Aniceto y adoptó las medidas encaminadas a llevarlo a la práctica. Todo salía a pedir de boca : la ocasión —las fiestas de Minerva en Bayes— ; el estado de ánimo de Agripina, confiada en haber recuperado el afecto de su hijo; el instrumento del crimen —una nave lujo­samente engalanada que cautivaba por su belleza entre las de­más unidades de la flota—, e incluso la calma y la serenidad del mar. Haciendo un fino apunte de nocturno en la bahía de Ña­póles dice Tácito que los dioses parecían haber preparado una

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103 Idem X I V , 5 : Noctem sideribus inlustrem et placido mare quietam quasi convincendum ad scelus dii praebuere.

104 Dion Casio, LXI, 2 1 .

105 T a c , Ann. X I V , 7 7 8 .

noche relumbrante de estrellas y apacible en la mar tranquila para que nada estorbase a los autores del crimen

El barco se hizo a la mar. El techo de plomo, revestido de madera, de la cámara de Agripina se derrumbó a la hora previS'

ta. Sin embargo, las paredes del lecho en que la presunta vícti' ma yacía, no cedieron como se esperaba y gracias a éstos y a su admirable serenidad, Agripina pudo arrojarse al mar y al' canzar a nado un barco de pesca. El proyecto se había malo­grado.

Al enterarse del resultado. Nerón fue presa del pánico. La cólera de Agripina era tan de temer como su desesperación. El príncipe contemplaba ya la insurrección de sus subditos; veía en su imaginación al ejército amparando a la hija de Germánico; al senado de Roma agrupándose en defensa de aquella mujer desvalida que denunciaba el crimen de su hijo. Nerón ordenó que despertasen en el acto a Burro y a Séneca.

Ya a raíz de los hechos nadie sabía a ciencia cierta si estos consejeros barruntaban lo que iba a ocurrir. Tácito da a enten­der que no, y probablemente tiene razón; Dión Casio afirma que sí, aunque vacila al señalar los móviles que pudieron im­pulsar a Séneca Como en anteriores desmanes del príncipe, los consejeros tampoco en este caso le negaron su apoyo. Séneca preguntó a Burro si podía contar con los soldados para cumplir sin demora la orden de matar que daba el cesar. Burro contestó que los pretorianos estaban demasiado vinculados a la casa im­perial y al recuerdo de Germánico para poner las manos sobre la hija de éste. Burro era partidario de que Aniceto cumpliese lo prometido y su opinión prevaleció. Nerón urdió la excusa de que un liberto de Agripina había atentado contra su vida, y a renglón seguido Aniceto y sus hombres se dirigieron a la man­

sión de la princesa y la acribillaron a puñaladas '"5.

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106 ídem X I V , 11, 6 : Ergo non iam Nero, cuius inmanitas om-nium questus antibat, sed Seneca adverso rumore erat quod oratione tali confessionem scripsisset.

107 ídem X I V , 52 : Quem ad finem nihil in república clarum fore quod non ab ilio reperiri credebatur?

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Después de un breve funeral, Nerón y su séquito se diri' gieron a Ñapóles. El emperador se apresuró a enviar al senado un comunicado que Tácito resume y atribuye a Séneca. En él se cuenta que un liberto de Agripina había intentado matar al príncipe y que al fracasar el atentado, ella se había dado a sí misma el castigo. Seguía una relación acusadora de toda su an-terior conducta, de su empeño por compartir el imperio, de su influencia sobre el emperador, que amenazaba con ser tan per­niciosa como lo había sido en el reinado de Claudio... A juicio de muchos, el estilo de la carta delataba la mano de Séneca

Las cosas empezaron a ir de mal en peor. Nerón se desliza­ba sin freno por la pendiente de sus caprichos: ya quería lu­cirse en público como cochero, ya como músico. Sus preceptores iban perdiendo la influencia que tantos beneficios había repor­tado a Roma y a su imperio en los comienzos del reinado. En el año 62 muere Burro, ya relevado de su puesto, y Séneca comprende que ha sonado la hora de su retiro. Los nuevos ami­gos de Nerón (los perversos, deteriores) querían desembarazar­se de él para destruir el último eslabón que ataba al emperador con el pasado. Deliberadamente se le hizo objeto de acerbas críticas: la ya vieja de que sin desempeñar ningún cargo pú­blico siguiese acrecentando su fabuloso capital; que trataba de ser un ídolo popular; que con sus jardines y residencias eclip­saba el esplendor del soberano; que presumía de ser el único orador elocuente; que censuraba las diversiones del príncipe y le negaba el mérito de conducir bien sus caballos; que se bur­laba de su voz de cantor. Más hiriente aún: ¿hasta cuándo se iba a tolerar que todos los aciertos del régimen se atribuyesen a Séneca?...

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Séneca comprendió que la república no deseaba ya la cok' boración del sabio. En su última audiencia histórica ante Nerón, manifestó su deseo de retirarse de la vida pública y de enri' quecer con su fortuna el patrimonio del príncipe. En su elo' cuente e improvisada respuesta el emperador rehusó aceptar ambas cosas, su retirada y su fortuna; cuantas pruebas de afec' to podía dar, hasta el abrazo y los besos finales, las acumuló sobre su viejo preceptor.

Pero Séneca no se dejó engañar por las apariencias; persis­tió en su resolución y se fue aislando paulatinamente de la corte y de la vida pública. Los tres últimos años de su vida los de' dicó al estudio y a los viajes. A este apartamiento del bullicio mundano se deben esas obras en que el filósofo contempla la naturaleza y la humanidad desde la más alta cima de su saber y de su experiencia, indiferente ya al dolor, a los reveses de fortuna y, en último término, a la muerte, que supo afrontar con la entereza del verdadero sabio cuando Nerón lo dispuso.