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PIZARRO VS ALMAGRO. AMIGOS/SOCIOS/ ENEMIGOS Cuando Francisco Pizarro y Diego de Almagro des- embarcaron en el Perú y conocieron la discordia entre Huáscar y Atahuallpa, ellos también llevaban los gérme- nes de su enfrentamiento fatal. La disputa por el poder los separaría, los arrebataría, los llevaría al aniquilamiento recíproco. Los socios de la conquista se transformaron en enemigos. Los llevaría al desconocimiento de contratos y a la ruptura de los juramentos de ayuda mutua solemni- zados con la comunión de una misma hostia. La historia peruana tradicional, que a menudo des- barranca en la hagiografía, ha prefabricado un Francisco Pizarro bueno y un Diego de Almagro malo. Un Pizarro leal, honesto, fraterno. Un Almagro resentido, torvo, envi- dioso de la gloria ajena. Tiempo es que caigan las estatuas apócrifas. Sin con- vertir la historia en un tribunal manipulado por el pen- samiento maniqueo; sin incurrir en la subjetividad de los hispanófilos y de los adversarios de la España de la conquista, examinemos los hechos de Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Los hechos, sólo los hechos; no las pasiones desbordadas de los bandos. "Es justo escribir sus costumbres y calidades comparándolos entre sí, como hace Plutarco cuando escribe los hechos de dos capitanes que tienen alguna semejanza" sentencia Agustín de Zara- te que les conoció. Pasemos por alto los detalles del origen familiar de estos españoles porque la humildad del entorno social de ambos, y su movilidad social, más bien los enaltece. La conquista del Perú y el Nuevo Mundo fue, en general, ha- zaña de expósitos, bastardos, judíos conversos, y margi-

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Cuando Francisco Pizarro y Diego de Almagro des­embarcaron en el Perú y conocieron la discordia entre Huáscar y Atahuallpa, ellos también llevaban los gérme­nes de su enfrentamiento fatal. La disputa por el poder los separaría, los arrebataría, los llevaría al aniquilamiento recíproco. Los socios de la conquista se transformaron en enemigos. Los llevaría al desconocimiento de contratos y a la ruptura de los juramentos de ayuda mutua solemni­zados con la comunión de una misma hostia.

La historia peruana tradicional, que a menudo des­barranca en la hagiografía, ha prefabricado un Francisco Pizarro bueno y un Diego de Almagro malo. Un Pizarro leal, honesto, fraterno. Un Almagro resentido, torvo, envi­dioso de la gloria ajena.

Tiempo es que caigan las estatuas apócrifas. Sin con­vertir la historia en un tribunal manipulado por el pen­samiento maniqueo; sin incurrir en la subjetividad de los hispanófilos y de los adversarios de la España de la conquista, examinemos los hechos de Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Los hechos, sólo los hechos; no las pasiones desbordadas de los bandos. "Es justo escribir sus costumbres y calidades comparándolos entre sí, como hace Plutarco cuando escribe los hechos de dos capitanes que tienen alguna semejanza" sentencia Agustín de Zara­te que les conoció.

Pasemos por alto los detalles del origen familiar de estos españoles porque la humildad del entorno social de ambos, y su movilidad social, más bien los enaltece. La conquista del Perú y el Nuevo Mundo fue, en general, ha­zaña de expósitos, bastardos, judíos conversos, y margi-

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nales de condición diversa; incorporados con honores al sistema de poder del siglo XVI, que instituyó una noblesse de epée.

Francisco Pizarro llegó a América, específicamente a la isla Española, con el Comendador Nicolás de Ovando; luego se alistó en la expedición al mando de Alonso de Oje­da. Con Juan de la Cosa y Américo Vespucio. Ojeda arribó en 1499 a las islas Trinidad y Curacao y la costa de Suri­nam, observando, a lo lejos, las casas indígenas de palafitos de la región bautizada como Venezuela. En 1502 continuó viajando con Juan de Vergara y García de Ocampo, reco­rriendo el golfo de Paria y las costas de la Boca del Dragón, donde se fundó el pueblo de Santa Cruz. Alvarez Rubiano Pablo, Contribución al estudio de la personalidad de Pedrarias Dávila. Posteriormente, Ojeda recibió la merced de la con­quista del territorio comprendido entre el Cabo de Vela y el Golfo de Urabá. Real Cédula de 15 de junio de 1510. Archivo de Indias. Indiferente general Registros 139-1-3, fol.34.

La estada en la Española (Santo Domingo) fue la pri­mera experiencia americana de Francisco Pizarro. La ex­periencia lo vinculó al sistema de explotación colonial de la Española que oprimió cruelmente la población indíge­na hasta llevarla a su desaparición. Antes de embarcarse a Tierra Firme, la rivalidad de Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa le enfrentó a la infraternidad rampante de estos capitanes españoles, que se enredaron en rencillas intras­cendentes, antes de hacerse a la mar.

Sin embargo, Pizarro advirtió que las desavenencias personales podían superarse cuando se presentaban si­tuaciones de riesgo para la integridad física del rival y me­diaba la solidaridad en la desdicha. Fue testigo de cómo Diego de Nicuesa, posponiendo rencores, prestó auxilio a Ojeda en el Golfo de Urabá donde este infortunado capi­tán afrontó duras guazábaras con los feroces yurbacos que untaban la punta de sus flechas con hierbas ponzoñosas. Víctima de las flechas de los yurbacos fue el reputado eos-

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mógraf o Juan de la Cosa, miembro principal de la expedi­ción de Ojeda. Cercado por los yurbacos, Ojeda abandonó la villa de San Sebastián arrastrándose en la noche, pro­metiendo regresar con ayuda. Dejó a Pizarro como tenien­te —su primera experiencia de mando—, con la consigna de permanecer cincuenta días allí mientras buscaba a su socio, el bachiller Martín Fernández de Enciso, que zarpó después de la salida del primer grupo de expedicionarios avecindados en la Española.

El nombre del mártir cristiano de la villa ilustra la condición crítica de Pizarro y sus compañeros. Se agota­ron las provisiones en la villa y las flechas les impedían salir en busca de alimentos. Pizarro conoció desde niño las cornadas del hambre. Pero en la condición en que es^ tuvo en San Sebastián, debía quedarse al mando hasta el retorno de Ojeda. Fernández de Oviedo relata historias de canibalismo de cadáveres insepultos de españoles y de indios. Muchos de los que comieron carne humana en­venenada perecieron. Como Ojeda nunca regresó, en los primeros días de setiembre de 1510, Pizarro y su famélica tropa abandonaron San Sebastián entre gallos y mediano­che. Después de soportar recias penalidades, consiguie­ron embarcarse en los navios que anclaron a la entrada del golfo. En una nave iba como capitán un tal Valenzuela, que naufragó y pereció con todos sus hombres, a conse­cuencias de los coletazos de una descomunal ballena, se­gún la fantástica versión de Gomara. Pizarro remontó el naufragio y siguió viaje a Cartagena, donde se reunió con el Bachiller Enciso.

Estas primeras experiencias en tierra americana mostraron podríamos decir la vertiente noble y heroica de la personalidad de Pizarro. Empero, la experiencia en el Darién y, sobre todo, la conquista del imperio incaico re­velaron el predominante lado oscuro de su personalidad. En verdad, su alma escondió deslealtad, engaño, codi­cia, carencia de escrúpulos para incumplir compromisos

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y deshacerse a la mala de sus compañeros. Estos rasgos perversos fueron las claves de la conducta de Pizafro en el Darién y en el Perú durante su apogeo y su muerte.

Inicialmente Pizarro formó parte de la expedición de Alonso de Ojeda. Su capitán fue Ojeda; por consecuencia, debió estar a su lado en los vuelcos de fortuna de Ojeda. Sin embargo no siguió a su lado, después del episodio de San Sebastián, y buscó otros derroteros según soplara el viento a favor o en contra de sus ambiciones. En Santa Ma­ría la Antigua, no desplegó un esfuerzo convincente para defender a Diego de Nicuesa, otro capitán que conoció en la Española, cuando Balboa y los vecinos, de acuerdo a versiones que el jerezano desmintió repetidamente, deses­timaron sus títulos de autoridad de la ciudad, impidieron que se quedara en ella y lo embarcaron en una frágil em­barcación en las aguas del Caribe rumbo a la muerte.

Rodrigo de Colmenares sorprendió a Francisco Piza­rro, cuando regresaba a la Española. Colmenares enderezó el rumbo del bergantín a la isla Fuerte, donde los caribes impidieron el desembarco, por lo que partió a Cartage­na para allegar agua y provisiones. Cerca de Coquivacoa descubrió el bergantín del bachiller Enciso. El malicioso abogado no creyó ni aceptó las razones de la desafiliación de Pizarro de la expedición de Ojeda y le obligó a que re­gresaran a San Sebastián. En Santo Domingo, en realidad, Pizarro no tenía horizonte claro. Se habría empantanado en la rutina de los conquistadores, siempre a la espera de una nueva expedición. Ante esa perspectiva, después del choque con Enciso, Pizarro prefirió tentar suerte en la aventura del Dañen. En Santa María la Antigua anudó amistad con Vasco Núñez, hombre del pueblo llano como él, al que quizás conoció en Santo Domingo antes que em­barcara como pasajero clandestino, en uno de los navios fletados por Enciso. Muchas cosas concurrían al anuda­miento de una amistad fraterna entre Pizarro y Balboa. Así lo entendió el jerezano, enrolando a Pizarro en la hueste

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expedicionaria que descubrió la mar del Sur. Figuró el ex­tremeño, según el acta levantada por el Escribano Andrés de Valderrábano, entre los principales miembros de la ex­pedición: "...formó Vasco Núñez tres grupos de 12 hom­bres cada uno mandados por Francisco Pizarra, Juan de Ezcaray y Alonso Martín para que reconociesen la tierra a fin de averiguar el camino más corto para ir al mar, al que Alonso Martín llegó el primero". Fernández de Oviedo, His­toria General de las Indias, libro XXIX, capítulo III. En el viaje a la Mar del Sur Pizarra oyó a uno de los hijos del cacique Comadre, amigo de Balboa, relatando la existencia en la lejanía del Levante de una tierra pródiga en oro. Fue una conversación abierta al conocimiento de los miembros de la hueste, regañados por el joven indígena al verlos riñen-do por unos objetos de oro de aquella región, magra en los metales preciosos que buscaban los españoles. Pizarro guardó en la memoria el relato del hijo de Comagre.

Pizarro analizó las evoluciones del auge y decaden­cia de la posición de Balboa. Primero vio los forcejeos de Balboa con Enciso, con Nicuesa, y con otros pobladores de Santa María la Antigua, valorando la jerarquía ganada por el jerezano por sus acciones, no por mercedes de cédulas reales. El liderazgo de Balboa en el Darién fue, cabalmen­te, la expresión natural de su personalidad, más allá de capitulaciones y cédulas reales. Se impuso, por gravita­ción de su temperamento, a los que llegaron a Santa Ma­ría la Antigua, premunidos de autorizaciones reales para gobernar sin tener cualidades elementales de liderazgo. Pizarro tenía que sentirse, por su origen y cualidades, más próximo a Balboa que a Ojeda, Nicuesa o Enciso. Balboa modeló el arquetipo de lo que pudieron ser los ideales de Pizarro, en el lapso transcurrido entre su asentamiento como gobernador de Santa María la Antigua y el descu­brimiento de la mar del Sur.

El arribo de Pedrarias Dávila cambió o reveló los va­lores morales reales de Francisco Pizarro. A diferencia de

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Ojeda, Nicuesa y Enciso, en Pedradas cuajaban el aristó­crata cargado de títulos y el caudillo implacable.'A ojos de Pizarro, el liderazgo de Balboa empezó a desmoronarse con la llegada de Pedradas. No sólo por los títulos que ostentaba como gobernador y capitán del Darién sino, principalmente, porque Balboa fue empequeñecido por el carácter del segoviano, endemoniadamente empeñado en opacarlo y separarlo de la conquista del Darién con malas artes. Balboa no fue discípulo del príncipe de Maquiavelo; Pedrarias tuvo muchos méritos para pertenecer al linaje de los hombres despiadados y astutos representados por César Borgia, el tenebroso duque de Valentinois. Poco a poco, Pizarro se reconoció como miembro de la cofradía espiritual de Pedrarias. Borró sus afinidades con los idea­les de Balboa, y se identificó con quien no vaciló en mentir, calumniar, acosar, confiscar, y exterminar al Adelantado de la Mar del Sur por oponerse a sus planes, A pesar que conoció de primera mano la falsedad de las acusaciones de Pedrarias, Pizarro no titubeó en cumplir sus órdenes arbitrarias y apresó a Balboa, víctima de una despreciable celada, y llevarlo al patíbulo. Relata Oviedo que Balboa le reprochó la deslealtad y no pudo decir palabra en su descargo, ni mirarle a los ojos. Pizarro construyó verdade­ramente su personalidad en la empresa del Darién, etapa decisiva en la deformación antiética que lo caracterizó en la campaña de la conquista del Perú.

Llegada de Almagro

Con la expedición de Pedrarias arribó al Darién el soldado Diego de Almagro, y también Pascual de Anda-goya, Hernando de Soto, Gonzalo Fernández de Oviedo, testigo y cronista de sus andanzas, Gaspar de Espinosa, Sebastián de Belalcázar, y otros personajes que participa­ron en la conquista de los incas. Admiró al cronista Fer­nández de Oviedo la yunta formada por Pizarro y Alma-

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gro: "En el qual tiempo hizo compañía (Pizarro) con otro com­pañero llamado Diego de Almagro, é fueron ambos un espejo y exemplo de buenos en conformes amigos, sobre todos quantos hay en estas partes hoy se sabe que hayan tenido compañía". "Estos capitanes Francisco Pizarro é Diego de Almagro, como se ha dicho en los precedentes libros destas historias, vivieron en tanta conformidad é amistad que eran exemplo de grandes personas; éfue esso principio de su auctoridad é crédito, aunque no todo era fundado sobre verdadero amor (según el tiempo lo mostró adelante) como por arte é necesidad. Almagro era há­bil, diligente, liberal, expedito en lo que avía de hacer, é hombre del campo; Pizarro era lento ö espacioso, é al parecer de buena intención, pero de corta conversación é valiente hombre por su persona; ê ambos muy conformes e unánimes, sin saber el uno y esotro leer ni escribir, ni tener entre sí conocida ni más apro­piada al uno que al otro sus haziendas". Historia General de las Indias, tomo IV, libro XLVL

Como veterano de Tierra Firme, Pizarro mostró al bi-soño Almagro, soldado de fortuna, oriundo de la ciudad de Almagro, de donde tomó el nombre (ciudad pertene­ciente a Castilla la Nueva), como credenciales de guerra, la experiencia que acumuló desde que arribó al Darién como capitán de Alonso de Ojeda. Luego fueron camaradas de campañas militares al mando de Pedrarias o de Gaspar de Espinosa, combatiendo a los valerosos hombres de Vera­guas. Después fueron socios en asuntos comerciales, ya asentados como vecinos de la ciudad de Panamá. En el reparto de encomiendas hecho por el gobernador Pedra­rias Dávila, el capitán Francisco Pizarro recibió ciento cin­cuenta indios con la persona del cacique de la isla Taboga, mientras Diego de Almagro obtuvo alrededor de setenta indígenas: "Al capitán Francisco Pizarro, natural de Trujillo, el cual vino con el gobernador Alonso de Ojeda, efue su tenien­te de gobernador e capitán, e ha sido regidor e alcalde en esta ciudad y es visitador asimismo en ella, e ha servido muy bien a sus Altezas todo el dicho tiempo en estos dichos reinos, ciento

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e cincuenta indios e indias con las persona del dicho cacique... al dicho Diego de Almagro, veinte personas en el dicho cacique para cumplimiento de los ochenta que le fueron dadas en el dicho cacique Susy". Mena García María del Carmen, "Una fuente para la historia de la encomienda en Panamá: La copia e relación del Repartimiento viejo". Temas de Historia Panameña, pg.62.

La información rescatada del Archivo de Indias por la historiadora sevillana reconfirma a Cieza de León;" Y con tanto digo (que) en el tiempo quel Darién estuvo poblado ovo(entre) los españoles que allí se hallaron dos, llamado(s) el uno Francisco Pizarro, (que primero) fue capitán de Alonso de Ojeda, y Diego de Almagro. Y eran personas con quien tuvieron los gobernadores quenta porque fueron para mucho trav (axo) y con constancia perseveraron en él. Quedaron por vezinos en la ciudad de Panamá en el repartimiento que hizo de indios el go­vernador Pedrarias; y estos dos tenían compañía. " Tercera parte de la Crónica del Perú. Edición, prólogo y notas de Francesca Cantú. Pontificia Universidad Católica del Perú.

La muerte de Vasco Núñez de Balboa impidió que se emprendieran los viajes al mítico reino del Levante antes que Pedrarias fundara la ciudad de Panamá. Las inciertas tentativas de Gaspar de Morales y Francisco Becerra bus­cando el utópico reino del oro por rumbos de Nueva Gra­nada respondieron al obsesivo empeño del gobernador Pedrarias de adelantarse a cualquier otro nuevo descubri­miento de Balboa, algo que sulfuraba la bilis del segovia-no. En estricto repaso histórico de los esfuerzos pioneros, debemos considerar, asimismo, a Pascual de Andagoya. Sobrepasando la nebulosa incertidumbre sobre la región del Levante, el vasco Andagoya recorrió como visitador de indios las tierras del Birú, donde los caciques le con­firmaron la existencia de gente que llegaban en grandes canoas a intercambiar mercancía. Andagoya corroboró la versión del hijo de Comadre a Balboa. Fue entonces que Pedrarias apoyó el alistamiento de la expedición al man­do de su protegido paje Gaspar de Andagoya, expedición

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de la que podría obtener frutos opimos. Sin embargo, el insidioso clima de la costa colombiana del Pacífico desba­rató el primer esfuerzo español organizado para llegar al imperio incaico. "En esta provincia supe y hube relación, ansi de los señores como de mercaderes é intérpretes que ellos tenían, de toda la costa de todo lo que se ha visto hasta el Cuzco, parti­cularmente de cada provincia y la manera y gente de ella, porque estos alcanzaban por vía de mercaduría mucha tierra" escribiría Andagoya en la Relación, Colección Navarrete, tomo III, num.7, citado por Prescott, Historia de la Conquista del Perú, Imprenta y Librería de Gaspar y Roig, Madrid, 1853. Por información de Andagoya sabemos que entregó sin el pago correspon­diente las naves de su expedición a Pizarro y Almagro, con la venia del gobernador Pedrarias, conociendo la limita­ción de recursos de los compañeros. No se ha encontrado constancia formal escrita de la cesión gratuita de las naves fletadas por Andagoya. Lo que, sin duda, sirvió mucho a los fines de Almagro y Pizarro fue la confirmación de las informaciones sobre el reino mítico del Levante. "En esta provincia supe y hube relación, ansi de los señores como de mer­caderes é intérpretes que ellos tenían, de toda la costa de todo lo que después se ha visto hasta el Cuzco, particularmente de cada provincia la manera é gente de ella, porque estos alcanzaban por vía de mercaduría mucha tierra", ob.cit.

De esa forma se despejó teóricamente la ruta de las expediciones de Pizarro y Almagro, asociados antes con el clérigo Hernando de Luque en una explotación ganadera, según versión de Fernández de Oviedo; "Estando estos dos buenos amigos en Panamá, tomaron otro compañero tercero, é hicieron partícipe en la amistad é hacienda a un clérigo llamado el maestrescuela don Fernando de Luque, persona muy adepta al gobernador Pedrarias Dávila: el qual tenía un cacique llamado Periquete, mejor é de mejor gente que la de los compañeros, pero mucho a su propósito y en comarca de los indios dessotros. E fecha esta unión ganaron mucha hacienda, é hicieron un muy buen hato de vacas en la ribera del río Chagres, quatro leguas de

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Panama; é labraban minas é tenían otras haciendas ¿granjerias, que muchos les ayudaban, a causa de la diligencia de Almagro y del regimiento de Pizarro. E desque estuvieron ricos, que al­canzaba é valía lo qe tenían quince o dieciocho mil pesos de oro", ob, cit.

Según la versión de Fernández de Oviedo, vecino y coetáneo de Pizarro y Almagro, antes del contrato de la conquista del Perú de 1526, Luque fue socio de los con­quistadores en negocios de ganadería, minería y otras granjerias en las riberas del Chagres.

La vinculación con Luque, provisor del Obispado de Tierra Firme, fue relativamente exitosa en el plano comer­cial; pero resultó influencia decisiva para que Pedrarias les diera licencia para navegar al Levante, después de la frustración de Andagoya en el intento de 1522:

"... el capitán Pascual de Andagoya vino perdido a Pa­namá y enfermo del viaje que avía fecho en busca del cacique del Perú é descubrimiento de aquella costa del Sur é apartóse de la negociación. Entonces Pizarro y Almagro suplicaron a Pe­drarias que se la diessen a ellos, é por respecto del clérigo que tenía compañía con ellos se la concedió, é los hizo capitanes del descubrimiento, é aún tomó una quarta parte en la compañía a pérdida é ganancia é igual costa. Pero en essa no puso más que palabras-, y estos capitanes continuaron la empresa, é gastaron cuanto tenían ése adeudaron en mucho más, antes quegocassen ni sacasen el caudal que avían puesto con assaz más cantidad, que debían a otras terceras personas sus amigos", ob,cit 19.

Cieza de León, que recopiló informaciones de Nico­lás de Rivera, uno de los trece de la isla del Gallo, no re­gistra referencias sobre la asociación comercial de Pizarro, Almagro y Luque anterior a los viajes al Perú. Se limita a decir que "y estando en la misma cibdad por vezinos y siendo en ellas compañeros Francisco Pizarro y Diego de Almagro, que también lo era con ellos Hernando de Luque, clérigo, trataron medio de bula sobre aquella jornada... y divulgóse por Pana­má, de que no poco se reían los más de los vezinos teniéndolos

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por locos porque querían gastar sus dineros para yr a descubrir manglares y ceburocos" ob, cit, 7. Cieza recogió la reacción burlesca de los vecinos; éstos no entendían por qué de­jaban una afortunada asociación ganadera y minera para gastar lo obtenido en viajes algo desacreditados, luego del frustrado viaje de Andagoya. Pero lo que se confirma de las versiones de ambos cronistas es que Pizarro y Almagro eran aventureros de raza y que preferían dejar su prospe­ridad mediana en la crianza de vacas para ganar honra y fortuna a través de un descubrimiento espectacular, por muy riesgoso que se presentase. Convencieron al clérigo Luque para invertir las ganancias del hato ganadero del Chagres en los viajes al Perú y aún se endeudaran para financiar los gastos de la expedición, tal cual quedó pun­tualizado en el contrato de 1526: "y porque para hacer la di­cha conquista y jornada y navios y gente y bastimentos y otras cosas que son necesarias, no la podemos hacer por no tener di­neros ni posibilidad tanta quanta es menester; y vos el dicho don Hernando de Luque nos los dais porquesta dicha compañía la hagamos con vos por y guales partes". Maticorena Estrada Miguel, Apéndice, Escritura de Compañía entre Francisco Pi­zarro, Diego de Almagro y el Padre Hernando de Luque para el descubrimiento del Perú. Cahiers du Monde Hispanique et Luso-Brésilien. Université de Toulouse. 1966.

Según Cieza, Pedrarias ofreció a Pizarro la conquista de Nicaragua, mas éste desconfiaba del gobernador, des­pués de la muerte de Balboa, y prefirió ir a la conquista del Perú, en la que fue primus inter pares. En cuanto a la cuarte parte de la sociedad entregada a Pedrarias por ha­ber concedido la licencia de la expedición, puede conjetu­rarse que Pizarro estaba convencido que podía minimizar la ingerencia autoritaria del gobernador con el apoyo de Almagro y Luque, y dominar en su turno a cada uno de éstos. La escritura de la compañía repite que las utilidades de la conquista se repartirían en partes iguales entre los tres, pero Pizarro no cumplió esa cláusula del contrato,

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violándolo reiteradamente cuando aparecieron los tesoros alucinantes del imperio incaico. El único socio que apor­tó dinero fue el Padre Luque (o Gaspar de Espinosa) con veinte mil pesos en barras de oro cotizados a cuatrocien­tos cincuenta maravedises cada peso. Pizarro y Almagro pusieron como aporte "la merced que tenemos del dicho señor gobernador de la dicha conquista y reyno que descubriéramos de la tierra del dicho Pirú", ob,cit Aunque no se estipularon los deberes de los socios en la escritura, Pizarro asumió el mando militar, y tuvo a su cargo Almagro obtener los re­cursos económicos de la logística de los viajes. Dado que los cronistas de Indias y los historiadores modernos de la conquista del Perú se han concentrado principalmente en las acciones de Pizarro y han pasado algo a la ligera sobre el rol de Almagro antes y después del descubrimiento, tra­taremos de esclarecerlo.

En la etapa preliminar del primer viaje, Almagro se encargó de comprar dos buques pequeños, el mayor de los cuales, dice Cieza, había sido construido por Vasco Núñez de Balboa, pensando que alguna vez lo transporta­ría al Perú. Abandonado después de la ejecución malévola del Adelantado de la mar del Sur, el navio pasó a manos de Pedro Gregorio y requería inmediatas reparaciones y mantenimiento para hacerse a la mar con seguridad de navegación estable. Su piloto fue Hernán Péñate. De todo esto se ocupó Almagro. Pero lo peliagudo fue conseguir voluntarios españoles para el viaje. El movimiento ma­rítimo de la mar del Sur, hacia 1524, apuntaba hacia los puertos del norte del Pacífico, particularmente Acapulco, Guatemala, y se proyectaba por Honduras a impulsos del expansionismo de Hernán Cortés. Luego del intento de ocupar las Higueras, Cortés pensó avanzar por las costas de Nicaragua. El Levante representaba una promesa in­cierta de opulencia, peligros de tribus hostiles y de nave­gación azarosa. Las informaciones de Andagoya abrieron perspectivas de culturas indígenas más avanzadas radi-

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cadas al sur de Tierra Firme. Eran informaciones reserva­das al gobernador y su círculo de allegados. Lo visible del viaje de Andagoya fue su regreso calamitoso a Panamá, las versiones que se contaban sobre la dolencia contraída en esos remotos parajes que lo había tullido y le imposibi­litaba hasta montar a caballo y sobre todo, su renuncia a continuar la aventura. A los temores engendrados por la expedición de Andagoya, que no fue más allá del Birú, se añadió la atmósfera burlesca creada por los comentarios de los vecinos incrédulos sobre lo que podía resultar de la asociación de un clérigo y dos conquistadores del Da-rién transformados en ganaderos. Esto explica que vetera­nos de las campañas del Darién como Hernando de Soto y Sebastián Belalcázar estuvieran dragoneando al norte del istmo centroamericano y no acompañaran a sus cama-radas Pizarro y Almagro en este primer viaje del periplo peruano. Pedradas, hombre de praxis, se desmarcó de la expedición luego del episodio de Andagoya y accedió a entregarle el comando a dos segundones de la conquista, que en, buena cuenta, es lo que eran, por esos tiempos, Pi­zarro y Almagro. A falta de veteranos del Darién termina­ron aceptando gente sin experiencia de armas, los ociosos de siempre a la espera de un súbito golpe de fortuna,

Que no tenían fibra de guerreros salió a relucir poco después de la partida de la primera expedición a media­dos de noviembre de 1524. Se embarcaron en temporada de lluvias y tempestades furibundas a la tierra pantanosa del puerto de Pinas. Salvo Nicolás de Rivera, tesorero, el resto de los ochenta hombres no conocía ni había sopor­tado el rigor de marchas por territorios montuosos, como los que transitaron río abajo por la tierra del cacique Peri­quete. Cieza describe magistralmente el escenario: "Y an­duvieron por un río arriba tres días con mucho trabajo porque caminaban por montañas espantosas... y llegando al pie de una gran sierra la subieron, yendo ya muy descaecidos del traba­jo pasado y de lo poco que tenían de comer y por dormir en el

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suelo mojado entre los montes, llevando con todo esto sus espa­das y rodelas en sus hombros con las mochilas; y tan fatigados llegaron, que de puro cansancio y quebrantamiento murió un cristiano llamado Morales" ob, cit, 9. No hubo indígenas que les atacaran, ni cristianos que los auxiliara, aunque los na­turales estaban al tanto de la agresividad de los españoles. Vacías encontraron las casas y algo peor, sin alimentos. Exhaustos, consumidos por tan forzado ayuno, los espa­ñoles llamaron Puerto de Hambre a la zona de ciénegas y mosquitos por donde deambularon hasta que Pizarro dio la orden de regresar a los barcos. ¿Dónde estaba el oro prometido? ¿Dónde la bonanza instantánea y la gloria per sécula seculorum?

Ignorante de las variaciones climáticas regionales, Pizarro incurrió en error al emprender viaje cuando empe­zaban las grandes lluvias tropicales. Volver a Panamá hu­biera significado la cancelación de la empresa, dado que los expedicionarios habían partido animosos y de buen semblante y tornaban flacos y amarillos, decepcionados y anémicos. Para salvar la cara, dispuso el capitán que fue­sen a la isla de las Perlas a buscar comida y calafatear los navios estrujados por malos vientos. Entregó la capitanía de un navio a Gil Montenegro rumbo a las Perlas, mien­tras Pizarro quedaba en los manglares alimentándose de peces y mariscos para subsistir, entretanto regresasen con víveres. Anduvieron por los manglares con la ropa empa­pada y roída por la hojarasca en medio de insoportables temperaturas, durmiendo entre el crepitar de millones de insectos y despertándose, tensamente, empuñando la es­pada si acechaban indios de horrible estampa, pintarra­jeados con figuras de simbologia demoníaca. Lo peor de todo fue que las penurias habían dislocado la expedición el mando de un capitán como Pizarro que ya había ex­perimentado situaciones semejantes en el golfo de Ura-bá, pero que lucía desorientado y sin don de mando y de persuación a su gente debilitada por la presión del medio

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ambiente del trópico húmedo. Por un lado estaba Pizarro y su gente, extenuados en los manglares, aguardando el arribo del barco que había mandado a la isla de las Per­las con Gil Montenegro, Por el otro lado, estaba Monte­negro, descendiendo a tierra cada vez que pudo hacerlo, con puñados de exploradores prestos a obtener mazorcas de maíz o bananos o cualquier fruto de soportable diges­tión. Se repetía la pesadilla infernal de San Sebastián en Urabá. Pizarro rumió sus recuerdos sombríos en la costa del Darién. De acuerdo a Prescott, "Pizarro. estaba dispuesto a combatir males y desgracias aun mayores que éstas antes de volver a Panamá con el crédito arruinado, y -para ser objeto de la burla general como visionario que había incitado a otros a em­barcarse en una empresa que él no había tenido valor suficiente para llevar a cabo. La ocasión presente tenía su única esperanza. Volver era arruinarse para siempre", ob, cit, 56.

En Panamá, la ansiedad anegaba al vigilante Alma­gro. Había confiado en recibir en triunfo a un victorioso Pizarro con trofeos de oro y plata que colmaran la cubierta de las naves. Pero, desde la partida, imperó un silencio, al principio previsible, luego torturador, finalmente igno­minioso. Evitó salir a las calles de Panamá porque recibía preguntas que no podía responder sobre la suerte de los expedicionarios. Platicaba a veces con el padre Luque, im­paciente al principio, a la espera de noticias de Pizarro. No era Almagro habitúe de iglesias, ni se le vio en misas dominicales en Contadora y Panamá. Sin embargo, oró al­gunas veces con Luque, sin saber a ciencia cierta si habían naufragado, si combatían en loor del emperador o habían perecido. Temió por momentos el desenlace trágico de la expedición. Fiel a su temperamento de hombre de acción, pidió licencia a Pedrarias para embarcarse con sesenta y cuatro hombres preparados para resolver situaciones de­sesperadas.

Almagro desconocía que Pizarro había enviado a Nicolás de Rivera a Panamá con el segundo navio para

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que allegara socorro, después de haber desembarcado en Chicama. Ignoraba, también que Pizarro había enfrentado en esas regiones talvez los peores apuros de su vida en las Indias, viéndose herido por indios obstinados en arreba­tarle la espada y darle muerte. Un resbalón por una ladera lodosa lo puso a cubierto del acoso de indígenas que da­ban alaridos al entrar en combate. Relata Cieza que "fue­ron algunos españoles a socorrer a Francisco Pizarro, al qual hallaron en el aprieto que he dicho, herido de algunas heridas, y lo subieron arriba y lo curaron del y de los demás que estaban heridos" ob, cit, 21.

Este episodio aconteció en Pueblo Quemado. Pre­sintiendo el desenlace funesto de la expedición, Almagro salió a buscar a Pizarro, desesperando no se sabe hasta qué punto porque no lo encontraba por ninguno de los rincones costeros. Ancló el barco en Pueblo Quemado al advertir desperdicios de vivac español y retazos de cuer­das cortados a machete. Escaló con cincuenta hombres la loma donde se asentaba el pueblo, ignorando que cien ojos espiaban sus movimientos y que los naturales se prepara­ban a repeler esa nueva oleada de intrusos. Al empezar el ataque, Almagro recibió un fuerte golpe de dardo en un ojo, desplomándose por el enceguecimiento provocado por la fuerza del proyectil. Un auxiliar africano impidió que, en ese lapso de ceguera, lo exterminaran.

"No desmayó —refiere Cieza de León— aunque salió herí-do tan malamente ni dexó de hazer el dever hasta que los yndios de todo punto huyeron; y fue por los suyos metido en una casa y lo echaron en una cama de ramas que le pudieron hazer... y estuvieron en aquella tierra hasta que sanó el ojo, aunque no quedó con la vista que primero en él tenía", ob, cit, 24.

Tuerto pero no desalentado, se repuso Almagro y continuó buscando a Pizarro por la costa inhóspita, na­vegando hasta encontrar el curso del río San Juan, donde, según Cieza, empezó a considerar el regreso a Panamá, dando por desaparecido a su socio. Como no había huella

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de Pizarro en las riberas del San Juan, decidió no seguir navegando por las costas del Levante y regresar a la isla de las Perlas, punto de partida de la primera expedición. Ahí pudo concluir la aventura o la jefatura militar de Piza­rro. Sin embargo, la historia de la conquista no se congeló al notificarse Almagro por los españoles de las Perlas que Pizarro andaba perdido con sus compañeros por Chocha-ma, mientras que Nicolás de Rivera había ido a Panamá. En un gesto de lealtad no muy común entre los conquis­tadores. Almagro ordenó el regreso del barco a Chochama para buscar a Pizarro. Cieza da cuenta del reencuentro de los socios en medio de la alegría de los expedicionarios desconectados del plan general de exploración.

Pizarro y Almagro hicieron un balance del primer viaje, los factores desconocidos a los que se habían enfren­tado —tiempo tormentoso, tierras cenagosas, indómitos guerreros indígenas, pérdidas humanas y mermas de avi­tuallamiento. Los alentaban las informaciones confirmato­rias tomadas de indios adornados con objetos de oro algo rústicos. Confirmó un indio anciano que "como diez soles de allí había un rey muy poderoso yendo por espesas montañas, y que otro más poderoso hijo del sol había venido de milagro a qui­tarle el reino sobre que tenían sangrientas batallas" Montesinos, Anales, 1525. No obstante el predominio de los factores ne­gativos en el balance, acordaron resistir las adversidades climáticas y no regresar a Panamá cargados de deudas y quejas. "Como se juntaron los dos compañeros Francisco Pi­zarro y Diego de Almagro —refiere el prolijo Cieza— trataron de muchas cosas tocantes al descubrimiento. Estavan mohínos porque no salían de manglares y montañas; temía(n) no todo fuese así, mas como ya habían comenzado y estuviesen adeuda­dos, no les convenía salirse afuera sino echar el resto y con ello aventurar las vidas. Y acordaron que Almagro volviese a Pana­má (a) adovar los navios y volver con más jente para proseguir el descubrimiento; y así como lo acordaron lo pusieron por obra, sacando todo el bastimento que avía en la nao", ob, cií, 25.

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Fue una tensa disyuntiva. O Almagro reclutaba más gente y obtenía dinero fresco para vituallas y bastimento, o Pizarro se eternizaría en los manglares con los expedi­cionarios que le acompañaban de mala gana, esperando el regreso de su socio en medio de enfermedades, hambre, y otras calamidades. Los expedicionarios se hinchaban como odres, se les llagaban las piernas, se movían entre mosquitos y alimañas y morían en fosas lodosas. Sólo un hombre como Pizarro, que había experimentado en carne propia los padecimientos del Golfo de Urabá, aguardando la ayuda de Ojeda que nunca llegó, estaba en condiciones de resistir otra vez una situación de tan extrema vulnera­bilidad. También, sólo un hombre de la lealtad y tenacidad de Almagro, fue capaz de resolver tantas cosas en contra de los planes primitivos, teniendo enfrente a un taimado de la envergadura de Pedradas Dávila. El reacio gober­nador tenía la mente puesta en Nicaragua, irritado por la deserción de Francisco Hernández, capitán de su hueste enviado a tomar posesión de la tierra del cacique Nicarao. También estaba profundamente disgustado por la llegada de su reemplazante en el cargo de gobernador de Castilla del Oro. Escuchó secamente el relato de Almagro de las penalidades confrontadas en la ruta a los incas y negó al principio darle licencia para reclutar nueva gente. Adujo que Pizarro no había sido un buen jefe militar al no haber podido abrirse paso para cumplir el objetivo del viaje. Pe-drarias planeó nombrar otro capitán que le acompañara de igual a igual en el descubrimiento y velara sus intereses. Almagro argumentó que estando él en la compañía del descubrimiento no había necesidad de nombrar otro capi­tán y que le diese el nombramiento. Surgieron rumores de entendimientos secretos entre Pedrarias y Almagro para adjudicarle la capitanía a espaldas de Pizarro. Cieza no ampara el rumor que tampoco recoge Oviedo. Pizarro se enojó cuando supo que Pedrarias formalizó la capitanía de Almagro, conjeturando intrigas y ventajismos. Reprimió

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el rencor pero no lo olvidó. No había llegado el tiempo de las desavenencias por cuestiones de mando. Por lo demás, los hechos de Almagro refutan tales cargos. En realidad. Almagro impidió que Pedrarias nombrara capitán a uno de sus esbirros. Y en vez de disputarle el mando militar a Pizarro con un título de capitán acreditado por Pedrarias, Almagro se entregó a organizar concienzudamente el se­gundo viaje, con el asesoramiento de Luque y del piloto Bartolomé Ruiz. Asimismo, sacó benefició del mal genio de Pedrarias por las acciones del teniente Francisco Her­nández en Nicaragua y de sus dudas sobre el provecho de la jornada del Perú, para sacarlo de la compañía fundada para la conquista de los incas. De acuerdo a Fernández de Oviedo, el gobernador negoció su salida de la sociedad por el pago de mil pesos de oro, porque planeaba irse a Nicaragua para asumir una nueva gobernación. Otra ver­sión asegura que abandonó voluntariamente la sociedad, escéptico de las probabilidades de éxito, y por no involu­crarse en la desaparición de más expedicionarios españo­les cuando llegara el momento que un nuevo gobernador le incoara el juicio de residencia. Por encima de todo esto, prevaleció a favor de Almagro la firmeza con que encaró el retiro de un asociado renuente a apoyarlos económica­mente, además de autocrático y avaricioso.

Bajo esas condiciones, fue difícil, muy difícil, el en­rolamiento del contingente del segundo viaje. Muchos pa-namenses se resistieron a creer los paisajes rosados que les pintaban Almagro, Luque y Ruiz. Siempre hay, afortu­nadamente, gente para las aventuras quiméricas. Alistó el flamante capitán Almagro alrededor de sesenta personas crédulas de los suburbios pobres de Panamá y consiguió, con auxilio de Luque, dos barcos más, varias canoas y más caballos que en el primer viaje.

Entretanto, Pizarro y sus desbaratados compañeros medraban en los manglares en las peores condiciones de subsistencia a la espera del arribo de Almagro. Repetía Pi-

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zarro que estaban muy cerca de tierras distintas y bonan­cibles, tierras de naturaleza distinta a la de los manglares y que hallarían recompensa a sus sacrificios. Insistía en que se embarcarían en las nuevas naves que en las que viajaba Almagro con refuerzos, y que no desembarcarían en las costas pluviosas sino que viajarían en los navios hasta llegar al reino del oro. Sin embargo, los más de los expedicionarios no hacían caso al discurso de Pizarro, in­sistiendo en volver a Panamá y no proseguir las funestas aventuras por tierras sin maíz ni cocos. Habían caído al­gunos en un marasmo que les corroía el deseo de vivir, negándose a salir a la búsqueda de mantenimiento. Del desaliento se deslizaron a la indisciplina. Las murmura­ciones de descontento se alzaron en voces de rebeldía que Pizarro fingió desoír. El mismo capitán se sumergió en el estado de ánimo generalizado de fatiga y desesperanza, concordando en regresar a Panamá y abandonar el des­cubrimiento. Mantenía esa actitud de indolencia cuando apareció Almagro con refuerzos para la continuidad de la expedición. En esta ocasión, no hubo alborozo sino recri­minaciones. Al oir estos reproches en uno y otro miembro de los sobrevivientes de los manglares, dice Cieza, "Al­magro lo contraaezía, dizieno que no se entendían en decir que sería acertado volver a Panamá, pues yendo pobres yvan a pedir de comer por amor de Dios y a morar en las cárceles los que es­tuviesen con deudas, y que era harto mejor quedar donde oviese bastimento y con los navios yr a pedir socorro a Panamá que no desanparar la tierra", ob, cit, 38-39.

Se presentó en esta etapa un episodio que los apo­logistas de Pizarro omiten, o apenas mencionan, porque carcome el mito del conquistador. Cieza de León, cronista ajeno a banderías, relata la discusión airada entre Pizarro y Almagro suscitada alrededor de la cancelación o con­tinuidad del descubrimiento. "Dizen algunos que Pizarro estaba tan gongoxado por los trabajos que avía pasado tan gran­des en el descubrimiento que deseó entonces lo que jamás del

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se conoció, que fue volverse a Panamá y que dixo a Diego de Almagro que como él andaba en los navios yendo y viniendo sin tener falta de mantenimiento ni pasar por los ecesivos trabajos que ellos habían pasado era de contraria opinión que no bolbie-sen a Panamá, y que Almagro respondió que él quedaría con la jente de buena gana y que fuese él a Panamá por el socorro; y que sobre esto ovieron palabras mayores tanto que el amistad y ermandad se bolbió en rencor y que echaron mano a las es­padas y rodelas con voluntad de se herir. Más poniéndose en medio el piloto Bartolomé Ruyz y Nicolás de Rivera y otros, los apartaron y enterviniendo entre ellos los tornaron a conformar y se abrazaron. Olvidando la pasión, dixo el capitán Pizarro que quedaría con la jente en donde fuese mejor y que Almagro bol-Hese a Panamá por socorro", ob.cit, 39.

Los hechos del descubrimiento y conquista del Perú aleccionan a sostener que este episodio descrito por Cie­za, confirmado por Fernández de Oviedo pero ignorado por los otros cronistas de Indias, constituyen prueba para dirimir si Pizarro fue hombre quebradizo y versátil en los momentos críticos, o el personaje de férrea voluntad que pintan los historiadores pro pizarristas. El hecho confir­mado es que Pizarro entró en crisis antes de llegar al Perú, se alteró emotivamente por las desventuras climatológi­cas de la costa colombiana y estuvo a un tris de abandonar el descubrimiento y regresar a cuidar vacas entre las lige­ras brisas del Chagres, Almagro lo cuestionó seriamente, proponiéndole que si lo deseaba Pizarro podían permutar sus roles, vale decir el trujillano se encargaría de la orga­nización de los viajes y él asumiría el mando militar, acla­rándole que no aceptaría, en ningún caso, la suspensión de la empresa del descubrimento. Pizarro no olvidó este enfrentamiento que puso al descubierto

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sentimiento para descargarlo, después, en el Perú, contra Almagro en momentos decisivos de la conquista, rom­piendo juramentos y violando compromisos escritos.

Fernández de Oviedo ofrece una versión sucinta pero suficientemente ilustrativa del intento de Pizarro de retirarse de la conquista:

"Yo dixe en el libro XXIX, capítulo XXII, cómo con licen­cia del gobernador Pedrarias Dávila avía y do a descubrir por la costa del sur, desde Panamá, el capitán Pascual de Andagoya, é vino de allá muy enfermo ê con mal subsesso, a causa de lo qual dexa la empresa ê la tomaron Francisco Pizarro é Diego de Almagro, compañeros en sus haciendas con el maestrescuela Francisco de Luque; é Pedrarias los hizo capitanes é les dio li­cencia para yr a descubrir por la dicha costa é mares del Sur, Y el gobernador tomó compañía con estos capitanes y el clérigo, é hicieron su armada é fueron por la costa del golpho de Sanct Miguel, la vía del Perú, del quai se tenía noticia desde el año de mil ê quinientos ê catorce quel capitán Francisco Becerra avía andado por aquella costa.E pasaron adelante é llegaron hasta el río Sanct Johan é hallaron tanta resistencia en los indios é tan mal aparejo en la tierra, que por la voluntad de Francisco Piza­rro la negociación se dexara, aunque ya avían gastado la ma­yor parte de su hacienda y estaban muy adeudados. Entonces el Diego de Almagro le dixo: "No se ha de dexar lo comenzado, sin que se acaben nuestras vidas ¿lo que más nos queda de nuestras haciendas.¿Cómo agora, que avernos gastado quanto avernos po­dido de lo nuestro ê de nuestros amigos, qureys dar la vuelta? Nunca Dios quiera que tal vergüenza recibamos: yo no tengo de dexar este propósito, syno ir adelante", ob, cit, 120. Oviedo no escuchó estas palabras de Almagro, pero indudablemente recibió la transcripción de las mismas y el relato del episo­dio de primera fuente, en Panamá, en el tiempo real de las actividades pioneras del descubrimiento.

En descargo de la reacción de Pizarro, pudiera mani­festarse que su estado de ánimo se explicaba por los ava-tares del viaje por la costa entre Colombia y Ecuador, más

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las vicisitudes con indígenas fieros sumadas al hambre y sufrimiento en los manglares. En circunstancias similares en el Golfo de Urabá, Pizarro también salió huyendo de las calamidades al ver que no llegaba la ayuda de Ojeda. Fue un veterano de dudosas peripecias. También debe ad­mitirse que los indígenas que Les salieron al encuentro en Puerto Quemado, Puerto del Hambre y el río San Juan no fueron ni la sombra de la maquinaria militar incaica con la que pudo tropezarse, por ejemplo, si hubiera llegado al Perú en la época de Huayna Capac, Insistiremos más adelante en el aspecto de la destreza militar de Pizarro y la colaboración que recibió de los señoríos indígenas perua­nos avasallados por la hegemonía cuzqueña.

El encuentro del piloto Bartolomé Ruiz de una nave peruana en alta mar, transportadora de fina mercadería, y reveladora del adelanto náutico del imperio inca, conso­lidó entre los conquistadores la certeza de la noticia pro­palada desde tiempos de Balboa. El relato del piloto Ruiz llevó verdad a la impaciencia de Pizarro, mas no satisfizo a los navegantes deseosos de poner término a las penali­dades extenuantes. En la isla del Gallo, Pizarro entregó a Juan Tafur, enviado por el gobernador de Panamá al res­cate de los compañeros de Pizarro, a los expedicionarios atormentados por la añoranza de sus apacibles días en el istmo y decidió proseguir viaje con el renacimiento de la ambición. Almagro no había logrado apaciguar del todo a Pedro de los Ríos, nuevo gobernador de Panamá, que in­sistió en recoger a los desesperados náufragos del río San Juan que le remitieron una sarcàstica cuarteta, exigiendo el retorno. Después de muchas argumentaciones, logró convencerlo que renovara la licencia para el tercer viaje. El gobernador de los Ríos aceptó el tercer intento de la conquista, pero condicionado al plazo definitivo y conmi­natorio de sesenta días.

¿Habría sido posible la conquista de los incas sin el apoyo logístico de Almagro y sin su firme voluntad de

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continuar los viajes, a pesar de las flaquezas de Pizarro en las riberas del río San Juan y de las intrigas de Pedrarias y el antagonismo de Pedro de los Ríos? Almagro se agigan­tó como organizador y como diplomático en estas delica­das coyunturas. El dinero aportado por Luque se agotó en los gastos del primer viaje. Cundía el escepticismo en Panamá acerca del desenlace de las jornadas, dificultan­do las gestiones de nuevos apoyos. Con la colaboración de Luque, remontó Almagro, una a una, las dificultades materiales y políticas que pudieron epilogar en el cancela-miento de la expedición.

Ignoraba qué consecuencias personales le podía so­brellevar el haber obligado a Pizarro a que insistiera en la aventura. Sin embargo, al abandonar la expedición la isla Gorgona, concluyó la pesadilla tropical de Pizarro y entró a territorio del imperio. A partir de Tumbes conoció una realidad que se le abrió a medida que navegó por la fran­ja costera: objetos de oro y piedras preciosas, sementeras simétricas, naturales amistosos y crédulos, una curiosidad insaciable para esclarecer si los hombres barbados eran se-midioses o simples mortales. Pizarro y sus hombres obser­vaban y extraían conclusiones rápidas sobre los subditos del reino que empezaban a conocer. Se trataba de personas amistosas que no los veían como enemigos y que estaban dispuestos al abordaje de las naves españoles y luego re­cibirlos en tierra, sin recelos ni segundas intenciones. "Los naturales de la tierra firme, como vían la nao venir por la mar —dice Cieza—- espantâvanse porque vían lo que no vieron ni ja­más oyeron. No sabían qué se decir sobre ello... Vieron asimismo cómo tomaron cuerpo y echaron las áncoras y cómo salían del navio los yndios que se avían tomado en las balsas, segúnd se contó; los quales no pararon hasta llegar delante de su señor, en cuya presencia y de mucha gente que se había juntado contaron cómo yendo por la mar avían encontrado con aquel navío(el del piloto Bartolomé Ruiz) adonde veían unos hombres blancos ves­tidos y que tenían grandes barvas... creyón que tal gente era en-

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biada por la mano de Dios y que era justo se les hiziese buen hos­pedaje; y luego se aderezaron diez o doce balsas llenas de comida y de fruta, con muchos cántaros de agua y de chicha y -pescado y un cordero que las vírjines del templo dieron para llevalles. Con todo esto fueron yndios al navio, sin ningúnd engaño ni malicia, antes con alegría y plazer de ver taljente", oh, cit, 53,

La relación humana de indios y españoles fue de amor a primera vista. Fue un bálsamo para Pizarro este hallazgo de tumbesinos. civilizados, de refinado atavío, y costumbres cultivadas, distintos a los indios flecheros que los hostilizaron en la primera etapa del periplo. El ne­gociador político que Francisco Pizarro llevó dentro salió a relucir. Mantendrían el mismo nivel de cordialidad y simpatía, ocultando intenciones de vasallaje y conquista. Exhortó a sus hombres a mantenerse compuestos, sobre todo con mujeres, conociendo, como conocía, las tensio­nes sexuales del dilatado viaje. Entre los peruanos nobles se acostumbraba a ofrendar doncellas para servicios do­mésticos y otras necesidades obvias de los forasteros es­pañoles, pues sus concepciones morales eran distintas a las de los europeos. Hubo una bella cacica que le ofreció mujeres al lugarteniente Alfonso de Molina como algo na­tural, ausente de malicia: "Y entre aquellas yndias que le ha­blaron estava una señora muy hermosa, y díxole que se quedase con ellos y que le darían por mujer una délias, la qual quisiese... el capitán dio muchas gracias a Dios nuestro Señor por ello. Quexávase mucho de los españoles que se bolvieron y de Pedro de los Ríos porque lo procuró. Y ala verdad engañávase porque si él entrara con ellos y procurara dar guerra no fuera parte para que los mataran, pues Guaynacapa hera bibo é no avía las diferencias que después, quando volvió, halló. Si con buenas pa­labras quisieran convertir las jentes que hallavan tan mansas y pacíficas no hera menester los que se volvieron, pues bastavan los que con él estavan; mas las cosas de las Yndias son juicios àe Dios, salidos de su profunda sabiduría, y El sabe porqué a permitido lo que a pasado" Cieza, 55.