Perez Garzon - HISTORIOGRAFIA ESPAÑOLA
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SOBRE EL ESPLENDOR Y LA PLURALIDAD DE LA HISTORIOGRAFÍA ESPAÑOLA.
REFLEXIONES PARA EL OPTIMISMO Y CONTRA LA FRAGMENTACIÓN.
Juan Sisinio PÉREZ GARZÓN
(Publicado en J.L. de la Granja, Homenaje a Tuñón de Lara, Madrid, ed. siglo XXI, 1999)
Plantearé conscientemente una visión optimista del saber histórico en la actual sociedad
española. Con demasiada frecuencia se aplica el concepto de crisis a cualquier aspecto de la vida
social. Puede ser una obviedad recordar que la historia -como realidad social y como escritura- es un
permanente devenir, esto es, una crisis en sí misma, porque la sociedad es cambio.Y en tal contexto, sin
embargo,es donde planteo el punto de partida de mis palabras, que desde 1975 a hoy (verano de
1997) estamos en un momento historiográfico que, sin alharacas, pero también con firmeza, se puede
calificar y etiquetar de “edad de plata” por la riqueza, calidad y cantidad de obras históricas que en
estos años han caracterizado nuestra profesión como abierta, plural y renovadora.
Este mismo acto es una razón para el optimismo. Aquí nos hemos reunido varias generaciones,
gracias a la herencia y al compromiso historiográfico legado por nuestro maestro Tuñón de Lara, y en
esta semana han participado tanto maestros que ya están en la jubilación, como estos jóvenes que llenan
la sala, recién licenciados de Zaragoza, Salamanca, Euzkadi o Madrid, con impulsos para cuestionar y
ampliar las enseñanzas recibidas, por más que el horizonte profesional no se les presente halagueño. A
todos creo que nos une, en este sentido, una misma exigencia, que el saber histórico se plantee como
debate fructífero enraizado en su dimensión social, porque el desarrollo de las investigaciones históricas
concierne a todos los ciudadanos, no sólo a quienes integramos un gremio funcionarial. En definitiva,
con nuestro quehacer se construye la memoria colectiva de una sociedad, en su eslabón más sólido,
aunque de momento no sea el más publicitado,y esa responsabilidad trasciende a la exclusiva mirada del
historiador. Es el ejemplo que nos legó Tuñón de Lara...
La tesis, por tanto, es rotunda: la historiografía en España ha experimentado en las dos últimas
décadas una auténtica eclosión polifónica en contenidos, métodos y aspectos que permiten calificar
estos años como edad de plata para nuestra profesión. Se ha superado el retraso producido por el
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aislamiento y la represión intelectual durante la dictadura franquista. Se destinan actualmente más
recursos públicos que nunca a la investigación y edición de obras de historia. Se han multiplicado las
Facultades de Historia por todo el territorio español -en veinte años se han pasado de catorce
facultades a cincuenta-, y se puede generalizar que existen más y mejores maestros que en los años 50
y 60. Bien es cierto que tales aspectos también contienen derivaciones perversas tanto en la producción
historiográfica como en la organización profesional del saber histórico, pero es necesario resaltar el
despegue y desarrollo que de forma plural y enriquecedora se ha producido en la ciencia histórica en
España desde los años 70 hasta el presente.
1.- Los precedentes historiográficos: las peculiaridades de un saber ligado a los procesos
políticos.
Afortunadamente la historiografía como área de especialización dentro del saber histórico
también se ha desarrollado en las dos últimas décadas en un nivel suficiente para contar con
investigaciones básicas sobre la configuración de la disciplina académica de la historia en España desde
el siglo XIX. Para explicar las raíces de lo que he calificado como edad de plata del saber histórico, es
conveniente contextualizar de forma breve y simplificadora las características de una evolución
historiográfica que responde no sólo a los resortes de desarrollo propios de este saber, sino también a
los condicionantes de un poder que ha marcado con excesiva frecuencia las respuestas con modos más
o menos directos. Por eso, ahora, sin entrar en aquellas cuestiones que se pueden considerar de
historia interna de la disciplina, me atrevo a proponer una sistematización por períodos claramente
políticos para resaltar la conexión de las grandes líneas historiográficas con sus correspondientes
condicionantes sociopolíticos. Es un esquema reductor, obviamente, pero quizás provechoso para el
debate y para abrir otras posibles cuestiones de investigación en un campo que tanto nos concierne
incluso personalmente. En este sentido, planteo las fases que a continuación se exponen.
*El nacimiento de la historia: entre el nacionalismo y la erudición.
En el siglo XIX la historia se vertebra como saber social al socaire de la revolución que la
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burguesía liberal protagoniza nacionalizando la soberanía política, la producción económica y la
organización ideológica. En consecuencia, la historia se fragua como saber nacional y se constituye con
la finalidad de educar ciudadanos de una misma patria. Una característica que no es óbice para que la
historia adquiera el suficiente rigor metodológico y una sistematización crítica de las fuentes que otorgan
al saber histórico el rango de ciencia social. Se produce una extraordinaria proliferación de estudios,
con una significativa diversificación temática e ideológica, siempre con el alarde de fidelidad a las fuentes
y un relato trabado sobre una erudición exhaustiva.
Por lo demás, la conjunción de romanticismo y de positivismo hacen del acontecimiento político
y de la historia de la nación los centros de interés historiográfico: el máximo exponente fue la Historia
de España de Modesto Lafuente. Pero junto a esta historia nacional, también se expande la historia
local con un sólido anclaje en la erudición, base para que, pasado un siglo, se constituyeran las historias
autonómicas. Semejante pujanza de lo local junto a lo nacional caracteriza el proceso de organización
de una nación española, cuyas paradojas son perceptibles no sólo en las estructuras políticas sino
también en los resultados académicos e ideológicos con que se reconstruye ese supuesto pasado
común1. Bien diferente de los casos alemán, francés o italiano, que en esas mismas décadas realizan un
despliegue del saber histórico cuyos resultados fueron soportes indudables de los respectivos proyectos
de nacionalización política y cultural.
1 Ver P. CIRUJANO MARÍN, T. ELORRIAGA y J. S. PÉREZ GARZÓN,
Historiografía y nacionalismo español, 1834-1868, Madrid, CSIC, 1985.
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En el último cuarto del siglo XIX, a raíz de la experiencia democrática del sexenio que va de
1868 a 1874, y en el entorno posterior de la Institución Libre de Enseñanza, cuajan las novedades
metodológicas más fructíferas: la introducción del positivismo, y en concreto la sistematización de
nuevas parcelas del saber social, como la historia de las instituciones (Puyol e Hinojosa), la historia
social (F. Garrido, G. Azcárate, J. Costa...) o la sociología (Sales y Ferré) y la antropología, además de
consolidarse especialidades como la arqueología, con unas técnicas que superan al coleccionista y
anticuario para adquirir rango científico. Todo ello a pesar del conservadurismo político reinante en la
Academia de la Historia desde la que el propio Cánovas impone un paradigma de nacionalismo
español que, sin embargo, no dejará de influir también en sus rivales ideológicos, porque en lo tocante al
enfoque españolista se aproximan las posiciones. Sin duda, son las décadas en que se establece la
profesionalización del historiador y el nuevo rango universitario de las investigaciones, aspectos
desplegados sobre todo por la primera generación de universitarios institucionistas -esto es,
vinculados a la Institución Libre de Enseñanza- y que articularon los parámetros previos y preparatorios
del auge y del rigor que va a caracterizar los treinta primeros años del inmediato siglo XX 2.
*El siglo XX, entre la modernización historiográfica y el impacto de la dictadura.
La segunda generación de universitarios institucionistas ensanchó y extendió las propuestas
metodológicas y temáticas planteadas en las postrimerías del siglo XIX, y todas ellas con el
denominador común de un reforzamiento de la perspectiva del nacionalismo español, fruto de la extensa
literatura regeneracionista suscitada por la crisis de 1898 a cuyos autores se debía el permanente
recurso a la historia tanto para disgnosticar los males de esta patria, como para concluir sobre sus
remedios. Se podrían datar, en este sentido, los inicios historiográficos del siglo XX en 1902, cuando
aparece publicada por primera vez la Historia de la civilización española de Rafael Altamira,
personalidad que en sí mismo ejemplifica tanto la calidad y el nivel logrado por el saber histórico en
2Ver Ignacio PEIRÓ, Los guardianes de la historia. La historiografía académica de la
Restauración, Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”, 1995; y G. PASAMAR e I. PEIRÓ, La Escuela Superioir de Diplomática: los archiveros en la historiografía española contemporánea, Madrid, Anabad, 1994.
5
estas décadas, como también el impulso cultural y político que significó la Institución Libre de
Enseñanza.
Desde esa fecha, desde 1902, hasta hoy, en 1998, transcurre un siglo marcado por los
impulsos de modernización historiográfica y por las consecuencias de una dictadura tan dramática en lo
social como tan devastadora en lo cultural. En este sentido, la historiografía presenta la huella indeleble
de ese trágico y excepcional acontecimiento en nuestra historia, porque no sólo cortó en seco los
desarrollos universitarios de las humanidades y de las áreas científicas, sino que también produjo una
larga y desoladora travesía por el desierto de una cultura nacionalcatólica a la que sólo a partir de los
años sesenta se le forzaron ciertos resquicios siempre minoritarios. Con tal criterio, y en función de esa
varible política tan determinante, se pueden distinguir con nitidez tres etapas: la primera, de organización
de una comunidad científica y humanística sólida y en contacto con el resto de Europa, hasta 1936; la
segunda etapa coincide prácticamente con la vigencia de la dictadura, hasta 1975, y desde este año la
tercera etapa, que es la que desglosaremos con más detalle. Las lindes historiográficas coinciden
conscientemente con fechas de claro contenido político -la guerra civil y la muerte del dictador Franco-
porque, aunque siempre haya precedentes y continuidades, repercutieron de forma decisiva en el
desarrollo y caracterización del saber histórico. Es la hipótesis con que se aborda este análisis.
Sin duda, en la primera fase se elevó la producción historiográfica a niveles de fructífera
aproximación a las corrientes metodológicas del resto de Europa. A este respecto desempeñó un papel
clave la tarea desplegada por el Centro de Estudios Históricos, dentro de la Junta para la Ampliación
de Estudios que desde 1907 fue el motor científico y cultural de España. Las figuras de Menéndez
Pidal, Sánchez Albornoz, Valdeavellano y Carande, indican la importante renovación propulsada desde
el Centro de Estudios Históricos, junto a nombres como los de Bosch Gimpera y Ots Capdequí, por
citar sólo a quienes representaban nuevas áreas de especialización. Se articularon, por tanto, las
especialidades sobre arqueología, medievalismo, americanismo, historia económica e historia
institucional. Paradójicamente la historia contemporánea permanecía anclada en relatos eruditos, sin
renovación metodológica, y las novedades temáticas llegaron no del ámbito académico, sino de medios
definidos sobre todo por sus inquietudes y compromisos políticos, causa por la que abordaron
contenidos de historia social. Ahí están los ejemplos de J. J. Morato, Anselmo Lorenzo, Núñez de
6
Arenas o Díaz del Moral y R. García Ormaechea, sin duda magníficos precedentes para una
especialidad que la tragedia de la dictadura obligó a posponer hasta los años sesenta.
Si se comparan los logros alcanzados a la altura de los años treinta, se constata la puesta en
marcha de un sólido proyecto de vertebración científica del saber histórico, aunque distaba todavía de
estar inmerso en los debates teóricos de la historiografía europea del momento3. Al fin y al cabo, las
estructuras sociales y los conflictos ideológicos de Gran Bretaña o de Francia, por ejemplo, suscitaban
otras inquietudes entre los historiadores, mientras que en España dominaban en el ambiente cultural
cuestiones como la propia articulación nacionalista del Estado, la angustia por el retraso económico y
las fórmulas para la modernización política, con lo que ello suponía en los planteamientos
historiográficos. En concreto, en el ámbito académico, y sobre todo en una materia tan comprometida
como la historia, habían acaparado un poder extraordinario los sectores más conservadores: baste
recordar el catolicismo militante de Severino Aznar, que logra la primera cátedra de sociología frente a
José Castillejo4.
3 Es significativa a este respecto la información suministrada por el trabajo de A. NIÑO
RODRÍGUEZ, Cultura y diplomacia. Los hispanistas franceses y España, 1875-1931, Madrid, CSIC, 1988.
4 Un sólido análisis del dominio conservador en ciertos ambientes intelectuales, en Pedro C. GONZÁLEZ CUEVAS, Acción española. Teología política y nacionalismo autoritario en
7
España (1913-1936), Madrid, ed. Tecnos, 1998.
8
La guerra y la posterior dictadura yugularon de forma dramática las posibilidades
historiográficas abiertas en el primer tercio del siglo5. Apenas pudieron mantenerse antorchas aisladas y
descontextualizadas en su quehacer científico, como ocurrió con los citados Valdeavellano o Carande,
o con aquellos universitarias de raigambre liberal que en los años sesenta reabrieron los derroteros de la
renovación metodológica en sus respectivos ámbitos, como fueron los casos de Vázquez de Parga,
Díez del Corral o Maravall. Dominaba académicamente, sin embargo, la historia erudita, en múltiples
ocasiones distorsionada por los explícitos alardes de ideología nacionalista autoritaria. Es más, se podría
afirmar que incluso esa historia académica erudita se quedó paralizada por la dictadura y oscurecida por
esa otra historia fraguada al servicio del régimen en manuales de enseñanza primaria y en obras
plenamente sectarias como las de Comín Colomer o M. Carlavilla. Mientras tanto, desde el exilio se
agudizaban polémicas heredadas del 98 sobre el “ser” y el “enigma” de España, cuando sus
protagonistas -Sánchez Albornoz y Américo Castro fueron el caso más notorio- justo irradiaban sus
enseñanzas en otros países.
No existía en la estructura universitaria la historia contemporánea como área de conocimiento ni
como ámbito de investigación. El aislamiento intelectual y la penuria de recursos fueron las dos
características dominantes en la historiografía oficial. En los años cincuenta la Universidad española era
un “páramo intelectual” -como ya se ha definido- con algunos brotes aislados como sucedía en el caso
de la historia con el quehacer de Vicens Vives, desde el progresivo ascendiente de los autores franceses
vinculados a los Annales, en especial de Braudel y de P. Vilar. De esos años arrancan los primeros
soportes para la renovación metodológica gracias a las investigaciones de una nueva generación de
historiadores, como Artola, Jover, Reglá y Ruiz Martín, que abren en los años sesenta una década con
nítidos referentes de cambio historiográfico y aparecen especialidades con sólido empuje temático y
metodológico. Así, se abre camino la historia del pensamiento y de la cultura, con los ya citados
Maravall y Díez del Corral y con la obra y discípulos de Tierno Galván, de modo en las siguientes
décadas se hizo realidad un grupo de historiadores de tales materias. Lo mismo ocurrió en la historia de
la ciencia con Laín Entralgo y López Piñeiro que supieron crear escuela en su entorno universitario. En
5 G. PASAMAR ALZURIA, Historiografía e ideología en la postguerra española: la
ruptura de la tradición liberal, Zaragoza, 1991.
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historia social cabe destacar la excepcionalidad de las investigaciones de Domínguez Ortiz, o los
estudios antropológicos de J. Caro Baroja, brillantes ejemplos individuales cuyas obras influyeron
sobremanera en las generaciones siguientes, por más que la universidad no les diera cabida en sus aulas.
Además, se crearon por primera vez en la universidad española los departamentos de historia
contemporánea como especialidad académica diferenciada, aunque, eso sí, de inmediato se transformó
en espacio de lucha ideológica por las derivaciones obvias que conllevaba la propia materia, y porque
precisamente fueron historiadores vinculados al franquismo los que trataron de controlar el despegue de
la especialidad.
Por otra parte, en esa década reaparece con fuerza un nuevo ámbito de renovación, el
hispanismo, especialidad organizada en universidades extranjeras, con sólidas tradiciones de escuela
incluso desde finales del siglo XIX, y que ahora, en los años sesenta aportan referentes imprescindibles
gracias a investigaciones del calibre de las realizadas, por ejemplo, por Pierre Vilar sobre la Cataluña
moderna, y además con unos libros que por su condición de manuales rescatan la historia
contemporánea como parcela para el saber académico. Tales fueron los casos de la edición inglesa,
pronto traducida (en 1969), de la síntesis sobre la España contemporánea de Raymond Carr, y la
correspondiente de Tuñón de Lara, editada en Ruedo Ibérico (en 1966), no sólo prohibida
políticamente sino además académicamente satanizada por un sector importante del profesorado.
La obra de Tuñón, a este respecto, se puede incluir entre la producción de los hispanistas por
sus relaciones metodológicas y por sus conexiones historiográficas. Sus manuales sobre los siglos XIX y
XX, junto con la apretada síntesis de P. Vilar sobre la Historia de España, se convirtieron en libros de
cabecera y de referencia intelectual de sucesivas promociones de universitarios, entre ellos los de
historia, obviamente. De igual modo el manual de Ubieto, Reglá y Jover (1968), en su versión
universitaria, junto con la obra de Vicens Vives y la Historia de las civilizaciones dirigida por Crouzet,
fueron apoyos para los impulsos renovadores de los estudiantes de historia, por más que el sector
académico mayoritario los ignorase e incluso los proscribiese con la nada sutil fórmula de suspender a
quienes estudiasen por tales libros6. Los manuales cuasi obligatorios a fines de los años sesenta eran
6 Es justo dar testimonio de cómo en ciertas universidades los profesores de historia
10
obras de erudición decimonónica editadas en los años cuarenta, como los de Aguado Bleye o
Ballesteros, por no hablar de las versiones más sesgadas de Comellas o de Palacio Atard.
contemporánea proscribían en la práctica que quienes éramos entonces estudiantes citásemos en los exámenes la utilización de los libros de Tuñón, o incluso de Vicens o Reglá y Jover, por juzgarlos marcados por el marxismo. Seguro que aquellos profesores hoy lo negarían. Por eso conviene dejar constancia que en algunos casos era casi consigna política estudiar la historia universal, por ejemplo, por la obra dirigida por Crouzet, que ya se consideraba un revulsivo metodológico frente a la historia literalmente de batallas que se nos impartía en bastantes casos. Son datos que pueden dar idea a los jóvenes historiadores de la enseñanza que se recibió en aquellas facultades, donde estudiar simplemente hechos económicos o cuestiones sociales ya recibía la impronta de “rojo”, con lo que esto significaba de estigma para unos y de coartada política para otros.
Así llegamos a los años setenta en los que la muerte de Franco puede servir como deslinde
cronológico, pero siempre que se subraye que todo el despegue y diversificación historiográfica
posteriores se enraízan en los derroteros inaugurados entre 1965 y 1975. Son unos puntos de partida
universitarios, pero excepcionales y desde distintos frentes académicos, como es el caso de A. Elorza o
D. Mateo del Peral en la facultad de ciencias políticas, o el de F. Ruiz Martín, G. Anes, J. Nadal y J.
11
Fontana en las facultades de ciencias económicas, los discípulos de Vicens en las facultades de historia
de Barcelona y Valencia (J.Reglá y E. Giralt, sobre todo), o las innovaciones procedentes de algunas
áreas de ciencias jurídicas como historia del derecho, derecho político y filosofía del derecho (F. Tomás
y Valiente, Elías Díaz, Solé Tura o R. Morodo, por citar algunos nombres). Junto a tales soportes,
conviene reiterar el decisivo empuje de renovación surgido del hispanismo, sobre todo del anglosajón
(R. Carr, S. Payne, H. Thomas, G. Jackson, J. Elliot, o de las obras sobre España de autores como
Kiernan y Hennessy), y del sólido hispanismo francés ( el ya citado P. Vilar, Noël Salomon, y también
las obras de F. Braudel y P. Chaunu, aunque estos últimos no fuesen estrictamente hispanistas).
2.- Las características de una edad de plata:
Si anotamos los años de edición de ciertas investigaciones, es oportuna la fecha de 1975,
muerte del dictador, para datar un desarrollo de la producción histórica inaudito en nuestro país, porque
desde entonces se constata la publicación de monografías de indudable valor metodológico y la
vertebración de circuitos académicos renovadores (en las facultades de historia y en las de ciencias
políticas y económicas, así como en las de derecho), con una enriquecedora y plural evolución a lo
largo de los años 80 y en la actual década de los 90. Globalmente estos veinte años no sería prematuro
caracterizarlos por los cuatro aspectos que se exponen a continuación.
A) Hegemonía de la historia social, que evoluciona desde el predominio inicial de propuestas
próximas al compromiso político marxista, hacia la diversidad temática con apuestas metodológicas
mayoritariamente eclécticas y deudoras de las corrientes metodológicas existentes en la historiografía
anglosajona sobre todo. Tal panorama ha significado la apertura de nuevos campos de interés y la
introducción de otros modos de considerar las propias fuentes documentales7. En este sentido, los
Coloquios de Pau organizados por Tuñón de Lara fueron un ejemplo rotundo de evolución y pluralidad
7Es un panorama que se puede confirmar en cualquier especialidad y baste, por tanto, con
citar un reciente balance, el de Armando ALBEROLA ROMÁ, “Undecenio de historiografía modernista española (1985-1995). Anotaciones para un balance en historia económica y social”, en Manuscrits,1998, pp. 13-43.
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metodológica, como también lo han sido las investigaciones aglutinadas en torno a las iniciativas de
historiadores como M. Vigil, A. Barbero y J. Valdeón, o en torno a historiadores de la economía, como
J. Nadal, J. Fontana y G. Tortella, o también los derroteros sugeridos por los excepcionales libros de
Domínguez Ortíz, o de hispanistas como N. Salomon y Joseph Pérez. La introducción de nuevos temas
(el género, el patronazgo y clientelismo, las actividades simbólicas y culturales, la sociabilidad, la acción
colectiva, la marginación, la infancia, la familia o la microhistoria, por referir algunos ejemplos) permite
una diversidad y diferenciación en métodos y cuestiones historiográficas de tal calibre que se da fin a las
pretensiones exclusivas de las escuelas clásicas como el marxismo o el estructuralismo. En la actualidad
conviven nuevas formas del relato con los análisis antropológicos, y a las variables cuantificables de
población o de procesos económicos se han sumado los datos de aquellos marcos políticos y
agrupamientos sociales que, como el Estado o las clases sociales, permiten captar las múltiples facetas
de cualquier proceso social. Todo ello, sin olvidar esos nuevos segmentos de lo social que antes ni se
enunciaban y que ahora asumen un protagonismo con caracteres prioritarios, como los contenidos
citados de historia de la familia, de la mujer, de la protesta o de las formas de sociabilidad,
B) Eclosión de los estudios locales, concebidos ya como historia local, ya como soporte
monográfico de temas generales. ¿Causas? quizás se puedan reducir a tres. Ante todo, la coyuntura de
la organización del Estado de las Autonomías que, desde 1978, no sólo ha permitido inyectar recursos
públicos en la investigación de los nuevos espacios políticos, sino que además ha estimulado un
mercado propio editorial, sin olvidar que en el sistema educativo se hacía obligatoria la enseñanza de las
ciencias sociales desde la perspectiva de los diferentes entornos autonómicos8. Por supuesto, que
dentro del marco constitucional vigente tampoco se puede olvidar el renovado protagonismo de los
ayuntamientos democráticos desde 1979, con sus respectivas concejalías de cultura que han fomentado
la historia local con fines divulgativos, de extensión cultural y también con propósitos de ajustar ciertas
señas de identidad municipal. Pero junto a tal circunstancia política, existen otros dos factores: el
desconocimiento mayoritario de idiomas por los universitarios españoles (esto impedía investigar otros
8J. J CARRERAS ARES, “La regionalización de la historiografía: histoire regionale,
landesgeschichte e historia regional”, Encuentros sobre historia contemporánea de las tierras turolenses. Actas, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 1987.
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países) y el atractivo indudable que ofrecía la propia historia de España, inédita en la fabulosa riqueza
de sus archivos y con un notorio retraso tras una dictadura empobrecedora. Por eso las monografías de
contenido local han constituido con frecuencia el soporte para la experimentación de renovaciones
metodológicas con resultados brillantes pero siempre sin continuidad, porque la atomización y el vaivén
se convierten en el carácter dominante de nuestra actual historiografía. Por eso, no resulta extraño que
bajo semejante proliferación de estudios locales, provinciales y autonómicos haya sobrevivido una
erudición decimonónica -heredera de rancias fórmulas de cronistas oficiales- en la que no ha calado
ningún tipo de renovación metodológica y que, sin embargo, ha servido para reinventar identidades
localistas, provincialistas o autonomistas de muy diverso e inesperado cariz9.
9 Sería importante analizar semejante producción al modo realizado por J. A. PIQUERAS y
V. SANZ ROZALÉN, “Páramos, huertos y regiones silvestres. Historiografía actual sobre el Castellón contemporáneo”, en Milars. Espai i Història, nº XX, 1997, pp. 137-170.
14
C) Ausencia de escuelas metodológicas y de debates teóricos, predominando el viriatismo,
esto es, el individualismo, de modo que sólo se producen asociaciones por clientelismo académico o
por afinidades con frecuencia más personales que ideológicas, y por eso el debate se obvia
sistemáticamente porque se interpreta como crítica personalizada. En este sentido, es propio de tal
panorama la ausencia de trabajos de contenido teórico o metodológico, salvo las excepciones de J.J.
Carreras Ares, J. Fontana, J. Aróstegui, J. Casanova o Santos Juliá. Pero incluso los trabajos de estos
autores tampoco han dado pie a un debate metodológico10. Al contrario, han sido un ejemplo
desconcertante de cómo las críticas se han personalizado de forma incomprensible y no han servido ni
siquiera en este caso en que tales autores pueden incluirse en una órbita de influjo marxista, con la
posibilidad de haber lanzado desde el campo español propuestas de renovación fructíferas para la
historia social. ¿Quizás porque los historiadores en España pensamos que no tenemos nada que
decirnos entre nosotros más que vernos en coloquios o en tribunales de cooptación académica, con
formas bastante educadas -eso es cierto- de relación personal? El hecho es que en las dos últimas
décadas se ha multiplicado el número de historiadores universitarios -también el los dedicados a las
enseñanzas medias-, se han diversificado los dominios de la investigación, y sin embargo no avanza al
mismo ritmo la reflexión y el debate teórico, de tal forma que con bastante frecuencia las innovaciones
se producen en segmentos limitados de la disciplina, sin afectar al conjunto de la misma ( es el caso de
la microhistoria, la sociabilidad, la acción colectiva, las organizaciones, etc.), y sin generar espacios de
discusión colectiva propia dentro de los mismos profesionales, aunque haya asociaciones de
historiadores de la edad moderna, o de la contemporánea o de la historia social.
D) Riqueza temática y florecimiento de subespecializaciones dentro de la disciplina de la
10 Por supuesto que, además de los autores citados, se han publicado algunas otras
aportaciones a la reflexión teórica sobre todo en revistas especializadas (Ayer, Historia social, Hispania...), y en cualquier caso sin el eco merecido. Quizás el libro de J. CASANOVA, La historia social y los historiadores.¿Cenicienta o princesa?, Barcelona, Crítica, 1991, constituya el ejemplo de trabajo que pudo suscitar un debate que se obvió por motivos que se hacen innombrables... Por lo demás, no faltan balances sobre parcelas y áreas de la historia en coloquios y congresos, que podrían suscitar el debate, pero que también se quedan sin interlocutores por más que sean en cualquier caso útiles referentes historiográficos, como son los publicados en Tendencias en Historia; Madrid, 1990, en Problemas actuales de la Historia, Salamanca, 1993, y en Historia a debate. Congreso Internacional, Santiago de Compostela, 1995.
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historia, con sugerentes conexiones con otras disciplinas como la economía, la sociología o la
antropología. Ahí están las novedades de una historia econométrica, la multisdiciplinariedad de la
historia política o los análisis antropológicos de la historia de la cultura. Por otra parte, semejante
proliferación investigadora presenta la paradoja de contar con la decisiva aportación de unas escuelas
de hispanistas consolidadas (en Francia, Gran Bretaña, USA y las más recientes de Alemania e Italia),
mientras que en España se carece de especialistas en historia de otros países y sólo se abordan temas
propios del entorno en el que se asienta la respectiva facultad de historia.
Por otra parte, tanta especialización puede derivar en la fragmentación antes enunciada, de
modo que se haga incomprensible la articulación de un conocimiento globalizador. En tal caso habría
varias explicaciones, algunas ya expuestas al constatar la ausencia de debate teórico, pero también
habría que añadir otro factor nada desdeñable, el poco valor académico que se otorga a la realización
de síntesis divulgativas o de manuales comprensivos de un período. Es cierto que proliferan obras
divulgativas pero concebidas y programadas como negocio editorial, la mayoría de las veces repitiendo
fórmulas y esquemas caducos o al menos lejanos a los intentos de renovación que parecieran quedarse
sólo para las aulas universitarias. En este caso resulta ejemplar el trabajo realizado sobre el siglo XIX
español por A. Bahamonde y J. Martínez, porque armonizan las múltiples investigaciones locales y
monográficas realizadas desde diferentes especializaciones para alcanzar la visión integral de los
procesos sociales que caracterizan las transformaciones de la España decimonónica. En este sentido se
han elaborado síntesis desde la nueva realidad autonómica, que, sin duda, han constituido un referente
para impulsar renovadas investigaciones porque metodológicamente pretendían abrir otras perspectivas
historiográficas, como son los ejemplos de la historia de Cataluña dirigida por P. Vilar, la de Castilla y
León coordinada por J. Valdeón, la del País Valenciano por P. Ruiz Torres, la de Galicia por R.
Villares, o la de Murcia por T. Pérez Picazo. O también los Congresos cuyas actas recopilan las más
recientes investigaciones bien sobre Andalucía, bien sobre Castilla-La Mancha o sobre Madrid.
Sin duda, los tres ámbitos de mayor producción y más diversificación metodológica son los que
convencionalmente denominamos como historia social, historia económica e historia política. Todos
ellos con un denominador común, que la renovación se produce a remolque de las propuestas
realizadas en otros países, por debates teóricos desarrollados fuera del medio académico español, dato
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que refleja, por un lado, la nueva realidad de que nuestro ámbito universitario está definitivamente
integrado en los circuitos internacionales, y, por otro lado, muestra el papel secundario de las
aportaciones de un país que obviamente no tiene la potencialidad intelectual de otras naciones11. A este
respecto, resulta significativo que así como en los años setenta tuvieron un protagonismo destacado los
hispanistas, sobre todo franceses y anglosajones, en la última década sus obras adquieren el relieve
merecido, pero dentro de la extensa y rigurosa nómina de españoles que se puede enumerar en cada
especialidad. Los departamentos universitarios ya están en contacto permanente con universidades de
otros países, y el índice de publicaciones de sus integrantes alcanza un calibre de indudable rango
internacional, por más que se escuchen lamentos jeremíacos de forma permanente entre los pasillos de
las facultades. Además, las promociones más jóvenes de historiadores han impulsado notablemente
nuevas áreas que desbordan los marcos canónicos historiográficos, introduciendo la microhistoria, la
perspectiva ecológica, el método antropológico, la demografía histórica, la historia de la empresa, el
análisis de las migraciones o la historia de las relaciones internacionales desde criterios de
interdisciplinariedad.
Por eso, sin hacer recuentos exhaustivos -ni es el momento, ni hay espacio-, sí es justo enunciar
al menos que, por ejemplo, los extensos contenidos de ese área que podemos calificar como historia
social, que abarca tanto la historia antigua como la medieval, la moderna o la contemporánea12, se han
desplegado con una vitalidad de métodos y temas cuyos resultados no tienen nada que envidiar hoy a
otras comunidades historiográficas de países vecinos; valga como ejemplo a este respecto la historia del
género, con creciente impulso en nuestros departamentos. Otro tanto se podría afirmar sobre la historia
11 Algunos aspectos en I. OLÁBARRI GORTÁZAR, “La recepción en España de la
revolución historiográfica del siglo XX”, en La historiografía en Occidente desde 1945, Pamplona, 1990, pp. 87-109.
12 Son imprescindibles las perspectivas historiográficas a este respecto de Josep FONTANA, J., “La historiografía española del siglo XIX: un siglo de renovación entre dos rupturas”, en S. CASTILLO (coord.), La historia social en España. Actualidad y perspectivas, Madrid, Siglo XXI, 1987; y de José Luis de la GRANJA SAINZ, “La historiografía española reciente: un balance”, en Historia a debate. Congreso Internacional, Santiago de Compostela, 1995, t. I.
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económica cuya pujanza investigadora desde las facultades de ciencias económicas y empresariales, se
ha fraguado en núcleos de una calidad historiográfica claramente homologable a universidades de países
más desarrollados, y con una excelente nómina de investigadores cuya enumeración sería injusta por el
riesgo de olvido. Por otra parte el definitivo despegue de la historia económica no es ajeno al propio
desarrollo económico español, así como a los debates suscitados por aquellas cuestiones que afectan a
la evolución del capitalismo en España.
Por lo que se refiere a la historia política también se asiste no sólo a su revitalización temática
sino a su enriquecimiento con enfoques interdisciplinares que dan nueva luz a debate clásicos sobre los
procesos, las instituciones y los individuos que protagonizan esos acontecimientos que incluso se habían
relegado en algún momento por estimarlos anecdóticos y apegados a una historia événémentielle
caduca. En este área sería difícil esquematizar la evolución historiográfica, porque la inmensa mayoría de
la producción se podría incluir bajo tal epígrafe, y aquí habría que referirse no sólo a los departamentos
clásicos de las facultades de historia, sino también a los importantes grupos de investigación
desarrollados en los departamentos de historia del derecho, de derecho político y constitucional, así
como en los de ciencias políticas y de sociología, sin olvidar los departamentos de historia en las
facultades de ciencias de la información. En este sentido, es justo subrayar y conectar el auge de las
múltiples facetas de la historia política con las nuevas experiencias que la ciudadanía española ha
experimentado desde la transición democrática, de tal modo que desde entonces los acontecimientos e
inquietudes políticas del momento son un acicate para acometer nuevas investigaciones desde las
inevitables exigencias del presente, ya sea por coyunturas de celebración de centenarios, ya por
motivaciones de variado calibre que no es cuestión de enunciar.
Por lo demás, no se puede omitir otra gran área historiográfica, la que se engloba como historia
de la cultura, porque su expansión y solidez no sólo es constatable en los departamentos tradicionales
de historia del arte, sino también en nuevas materias como la historia del pensamiento y de la ciencia en
España. Es, por tanto, otro índice más de que lo que hemos calificado de “edad de plata” de nuestra
historiografía se ha producido en cualquiera de sus especialidades. En este orden de cosas es justo
subrayar como característica de la actual historiografía la vitalidad desarrollada en Cataluña desde cuyas
universidades se ha impulsado no sólo la renovación en historia económica, social y política, sino
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también el inicio de especializaciones en otros países y de una historia comparada, sin olvidar la
atención a una historia local concebida metodológicamente como precisión dialéctica de lo concreto.
Parte de tal vitalidad se percibe en un dato revelador, que en Cataluña se edita la única revista de
divulgación universitaria, L’AVENÇ, que, publicándose en catalán, rebasa el estricto ámbito de dicha
nacionalidad y ejerce un notorio atractivo en el resto de la comunidad historiográfica española.
Por último, no es justo olvidar aspectos que también caracterizan el panorama de nuestra
comunidad historiográfica. En primer lugar, que desde los departamentos universitarios no se valora
suficientemente al extenso colectivo de miles de profesores de enseñanzas medias, tan historiadores
como nosotros, que son un hecho nuevo en nuestra historia cultural por su cantidad y calidad, y que
constituyen no sólo el eslabón decisivo en la construcción de la memoria colectiva, sino también la base
firme de una comunidad historiográfica a la que habría que dirigir la mirada no sólo para vender
manuales, sino para establecer el auténtico debate sobre el oficio del historiador y sobre el corsé
nacionalista que nos impide salir de los análisis teleológicos. Y, en fin, que el panorama descrito con
tanta producción, variedad y adaptabilidad a novedades e inquietudes, sin embargo encierra una
perturbadora atomización de la investigación de tal forma que impide las reflexiones en común y un
debate que encauce las debidas relaciones entre investigación, publicación y demanda social. Por eso, a
veces se produce la sensación de un enclaustramiento corporativo cuando monografías apabullantes,
publicadas gracias a la subvención pública, sólo cumplen cometidos curriculares que ni tan siquiera
establecen diálogo con el resto de la profesión, sobre todo si consideramos como parte de la
comunidad historiográfica a los profesores-historiadores de enseñanzas medias.
3.- De las cuestiones y de las responsabilidades de los historiadores.
El planteamiento con que se analiza el panorama historiográfico español no puede quedarse en
la descripción de la diversidad de aproximaciones y en el recuento de la fabulosa masa de publicaciones
en que nos movemos. Es honesto que en esta semana de homenaje a quien fue maestro de inquietudes,
sigamos a M. Tuñón de Lara para salir del confort de la torre de marfil en que podemos enclaustrarnos
académicamente, de modo más o menos consciente, y pasemos, por consiguiente, a rendir cuentas a la
sociedad de la que somos profesionales más allá de aquellas demandas inmediatas planteadas al socaire
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de las conmemoraciones o de los centenarios. Por eso, si bien la presencia de la historia en los medios
de masas es una historia en sí misma, por más que nos quejemos del papel de ese periodista que,
sometido a un ritmo frenético, hace de intermediario con el gran público, el atractivo y concubinato con
tales medios es uno de los aspectos que quiero plantear junto a otros, para sistematizar los puntos de un
posible debate en torno a ciertas cuestiones, a responsabilidades que parecen ineludibles, y a los
cambios que de forma reciente nos afectan. Todo ello para delimitar el interrogante sobre lo que
piensan o pensamos los historiadores...
Si hablo de cuestiones es para delimitar aquellas proposiciones que se formulan para averiguar
la realidad por medio de la discusión, y en este sentido la primera cuestión concierne al debate sobre las
certezas y los errores de la razón histórica. En esta década que termina, en los años noventa, se han
cuestionado radicalmente los métodos porque la crítica no consistía en oponer nuevos paradigmas
globalizadores, sino en deconstruir ya la hipertrofia del sujeto del conocimiento, ya los prestigios y las
desilusiones de lo cuantitativo, sin olvidar el declive de la razón geográfica en la historia, y siempre
desde un contexto antihumanista que es, en definitiva, el rasgo dominante de lo que se ha calificado
como “posmodernidad”13. Quizás en nuestra comunidad historiográfica no haya calado en exceso tal
planteamiento, pero ha dejado un resabio de escepticismo permanente en bastantes actitudes, más que
en las obras publicadas. Sin embargo, la cuestión de la interdisciplinariedad sí que ha producido una
confrontación cuyos resultados se hacen sobre todo palpables en el abandono de esas grandes
arquitecturas teóricas que englobaban el desarrollo de todas las ciencias sociales. La historia total, ese
proyecto de varias generaciones historiográficas, ya ni se menciona como consigna metodológica,
13 Sobre la configuración, las incertidumbres y la crítica tanto de la modernidad como de lo
posmoderno, no es el momento de referir la producción de todos los autores implicados en tal debate, ya sean Marshall Berman, Perry Anderson, J. Habermas, A. Huyssen o los Foucault, Lyotard, Deleuze y Vattimo. Es útil por eso la compilación de N. Castillo, El debate modernidad/posmodernidad, Buenos Aires, ed. El cielo por asalto, 1993.
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porque, en contrapartida, se abordan las sociedades desde un examen inestable por su opacidad o por
las incertidumbres no sólo sobre el futuro y sobre el presente, sino además sobre el pasado.
Es una cuestión que remite, en definitiva, a la racionalidad occidental y detrás de cuya tradición
se descubren los aspectos que versan sobre el “dato histórico”, sobre la objetividad y sobre las
consecuencias de una tradición que concibe el pasado como algo necesario para autentificar el
presente. Por eso, si la racionalidad es una experiencia y un proceso, en tal caso la historia es nuestra
experiencia de la racionalidad al construir el pasado desde un saber que conoce y reconoce, que
instituye e interpreta los signos que construyen un texto. Por eso, no puede obviarse el hecho cierto de
la construcción de la memoria colectiva, por más que nos interroguemos sobre el presente como
resultado del pasado, porque en cualquier caso la enseñanza de la historia contribuye a construir
ciudadanos enraizados en una comunidad de memoria14. Y en este orden de cosas hay que recordar las
relaciones de la historia con ese entramado tan lejano en gran parte a nuestra profesión como es el
mundo de los medios de comunicación, porque en aquellas cuestiones ya asentadas sobre el mundo
editorial todos coincidimos en que no existe investigación sin libro o revista que la publique y difunda al
menos entre la comunidad científica a la que se pertenece, pero puestos ante las estrategias a seguir
para llegar a un público mayor que el de sus colegas, el historiador, en un mercado tan complejo y
diversificado, tiene que reducir los signos de ilegilibilidad científica y exhibir recursos de seducción que
en ningún caso pueden quebrantar las garantías del oficio. Por lo demás, la demanda social modifica -es
una realidad- las preferencias de la investigación y los cauces de su divulgación, de tal forma que
14 Es evidente que los temas que abordo en este último epígrafe exigirían una copiosa
información complementaria en notas a pie de página sobre tantos y tan debatidos problemas. Baste citar en tal caso la autoridad de Eric HOBSBAWM para apoyarnos en sus últimas reflexiones publicadas en castellano, Sobre la historia, Barcelona, Crítica, 1998; y como referente para el momento de nuestra disciplina en nuestro entorno occidental, el libro de Gérard NOIRIEL, Sobre la crisis de la historia, Valencia, Frónesis, 1997.
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debemos habituarnos a cohabitar con los historiadores no-científicos, o sea, con cuantos usan los datos
y hechos históricos para el negocio editorial en exclusiva.
Por eso, llegados a este punto, procede plantear las responsabilidades del historiador como
profesional y experto en un saber social. Ante todo, que el historiador no puede ser el augur de una
sociedad, pero sí que debe comprometerse con el presente restituyendo a la historia su espacio
significante, y ello desde la estricta y experta observancia de las reglas de su oficio. Toda investigación
histórica, en definitiva, se inscribe en un lugar social, y en función de ese lugar en la sociedad y de su
medio de elaboración, se formulan los interrogantes que definen y afinan los métodos, y que perfilan las
relaciones y las correspondientes trayectorias. Semejante responsabilidad obliga en primer lugar a
establecer la relación específica que se tiene con la verdad, ese concepto que tanto pavor suscita entre
los historiadores actualmente porque pareciera un retroceso a referentes metafísicos. Es, sin embargo,
necesario, porque el arte del relato histórico debe diferenciar entre la intriga histórica que nos concierne
y la intriga novelesca que entretiene, y sobre todo tiene que anclarse en un pasado que realmente
existió15. Por eso es obligatoria la ascesis del texto, con una vuelta a las fuentes que transfigure la
erudición clásica y entable nuevas relaciones con el saber histórico y con el oficio del historiador. Al
historiador corresponde como experto escucharlo todo, aunque es previo que defina su lugar, su tarea y
su relación en la sociedad, a sabiendas de los mitos, prejuicios y deformaciones de la memoria que lo
condicionan y que él también contribuye a formar. No es descabellado, por tanto, exigir el sentido
crítico como parte del oficio de modo que contribuya a construir una memoria libremente elegida,
abierta a otras solidaridades que no sean las que nos han marcado los lugares nacionales, esos espacios
sociales que la erudición decimonónica fraguó al socaire de las revoluciones burguesas. Es legítimo
reclamar en este foro, cuando todos estamos congregado en homenaje a Tuñón de Lara, que los
historiadores, por tanto, debemos comprometernos con los caminos de la tolerancia, porque hay que
poner en orden un discurso sobre todo el planeta, actualmente confuso por los furores de una
15 Creo justo subrayar la importancia de los planteamientos de Hilary PUTNAM en sus dos
libros, Razón, verdad e historia, Madrid, ed. Tecnos, 1988, y Las mil caras del realismo, Barcelona, ed. Paidós, 1994, porque ofrecen sugerentes y necesarias perspectivas sobre el impacto de la ciencias en las concepciones modernas de la racionalidad, y porque abordan la razonabilidad como hecho y como valor, con propuestas que deberían encontrar más eco en nuestra disciplina.
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actualidad sin jerarquías. Si la óptica multiculturalista puede apoyar nuevas relaciones de solidaridad, la
historia en ese caso debe ayudar a tomar las distancias necesarias para elaborar un pensamiento libre,
sin ataduras a coartadas de esencias culturalistas16.
16 Sobre el multiculturalismo se podría traer a colación una abundante y reciente bibliografía,
con autores como J. Rawls, D. Bell, W. Kymlicka, Ch. Tylor, A. O. Hirschman, J. Habermas, etc., pero es más útil que la referencia se ciña a los temas propios de los historiadores, para lo que resulta imprescindible el trabajo de Tzvetan TODOROV, Nosotros y los otros. Reflexión sobre la diversidad humana, Madrid, Siglo XXI ed., 1991.
Es la responsabilidad con que se puede analizar los cambios que afectan a nuestra profesión y a
la perspectiva de un saber social inmerso en la construcción de categorías sociales. Por eso, los
cambios derivados de la lenta emergencia de una historia comparada pueden romper el
encapsulamiento nacionalista que nos amaga, ya sea desde el “ser español” -resucitado políticamente en
este último año bajo la conmemoración de aquella generación tan radicalmente nacionalista como la del
98-, ya desde la llamada de cualquier otro “ser nacional” que imponga el sentir de la patria sobre la
historia de las personas. En nuestra actual coyuntura, por tanto, no resulta superfluo reclamar en España
que se desactiven los debates de calado patriótico, en cualquiera de sus dimensiones, que se
contextualicen los correspondientes mitos fundacionales, para que se logre internacionalizar la
experiencia historiográfica no sólo en sus aspectos académicos sino en la construcción de unas
categorías que recojan la polifonía de una comunidad mundial. Puede ser una de las vías que apuntale la
ambición de explicar el devenir de las sociedades sin orillar la epecificidad de cada cultura. A este
respecto, conviene recordar otro cambio decisivo, que el siglo XX ha modificado el concepto clásico
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de ciencia al descubrir los límites de la posibilidad de un conocimiento completo de la realidad. Hay
conciencia de la imposibilidad teórica de reducir cualquier realidad a unas leyes simples y universales.
Así, lo que algunos agoreros han calificado como el final de la historia o como la peor de las crisis del
saber histórico -por no haber sabido profetizar en cada momento-, no es tanto la crisis de una disciplina
cuanto la crisis y el final de un modelo mecanicista de interpretación de la realidad. Hay que
replantearse la relación con las ciencias de la naturaleza, y si los historiadores decidimos mirarnos una
vez más en sus métodos, debe ser para incluir las consecuencias que conlleva esa nueva concepción de
la objetividad científica basada en un tiempo plural que incluye una racionalidad en la que también existe
el caos.
Por otra parte, el cambio con mayor potencialidad subversiva se ha producido con la historia de
género, porque desde la historia clásica, en sus vertientes política y social, hasta especialidades
aparentemente ajenas como la historia de las religiones, no se pueden explicar, por ejemplo, sin
desentrañar el diferente compromiso de hombres y mujeres con las creencias y con las correspondiente
institucionalización de las mismas. Cuánto más si se abordan temas referidos a la historia de los
procesos económicos, o de los modos de consumo, o de las emigraciones...En este orden de cosas, se
ha producido un cambio -el derrumbamiento del bloque comunista desde 1989- que es justo traerlo a
colación en este momento de nuestra historiografía porque no abundan precisamente los esfuerzos de
comprensión de un fenómeno que es parte del siglo XX, de la historia mundial y que, sin embargo, se ha
echado por la borda con sospechosa rapidez. Mucho se ha escrito al respecto, sólo hago la llamada de
atención historiográfica para nuestra comunidad científica en coherencia con las responsabilidades que
antes he enunciado como propias del oficio social del historiador. Por supuesto que no lo enuncio para
postular operaciones de añoranza, ni anclajes dogmáticos en versiones de ese supuesto marxismo que
tanta tragedia humana han provocado, sino para revitalizar los interrogantes que la poderosa inteligencia
de Marx puso en el escenario mundial de las ideas hace ahora ciento cincuenta años al publicar el
Manifiesto comunista.
Los retos que entonces se plantearon todavía nos conciernen, y en esa dirección el transcurrir
histórico del siglo XX ha permitido nuevas perspectivas. Un siglo tan violento, incluyendo, por supuesto,
las sociedades calificadas como comunistas, ha inaugurado en contrapartida cuestiones que el cuerpo
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social necesita estudiar como heridas de la historia, como pasiones y estigmas que han derivado en
relaciones patológicas de la propia sociedad consigo misma. Por eso, cuanto afecta a la dilucidación de
lo inhumano no puede quedarse en fórmulas cómodas de exorcismo, sino en el despliegue del
pensamiento crítico de la racionalidad democrática. En ese sentido es legítimo proclamar el carácter
imprescindible del saber histórico como práctica social y ética, no para maldecir el pasado ni para
predecir el futuro, sino como exigencia de identificación humana y como tarea crítica contra los
predicadores de esencias eternas. La razón histórica, en efecto, puede cumplir menesteres sociales
decisivos si facilita la comprensión de las circunstancias en que se ha gestado cada fenómeno social, y
evita saltos en el vacío al constituirse en parapeto crítico frente a la credulidad o contra las
fetichizaciones del pasado. Hacer realidad dicha posibilidad exige un compromiso cívico por parte del
historiador con tareas críticas que trasciendan el ámbito gremial de lo académico. ¿ Pero acaso con
estas reflexiones me situo en el punto de deriva hacia propuestas que desbordan el cuestionario
historiográfico en la España actual? De cualquier modo, es asunto que obliga a ese debate que
constituye la propia naturaleza del avance para el conocimiento histórico. Y sobre todo es mi manera de
homenajear coherentemente a quien tanto me enseñó, y además expresar el orgullo de la sólida amistad
con que me trató Manuel Tuñón de Lara.
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