PENTECOSTÉS: LA VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO

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PENTECOSTÉS La venida del Espíritu Santo Autor

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PENTECOSTÉSLa venida del Espíritu Santo

Autor

Prudencio García Pérez

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RECIBID EL ESPIRITU SANTO (Jn 20,22)

- INTRODUCCION

Mañana celebramos la Ascensión del Señor a los cielos. La

subida de Jesús al Padre podría hacernos pensar que nos quedamos

huérfanos, abandonados a nuestra suerte o que el único punto de

referencia para nuestro seguimiento de Jesús sea el cumplimiento de

los mandatos de la Iglesia. Bien, sabemos que el próximo domingo

celebramos la fiesta de Pentecostés o el dono del Espíritu Santo a la

Iglesia. Pero puede sucedernos como a Pablo cuando preguntó a los

efesios si habían recibido el Espíritu Santo, esta fue la respuesta que

le dieron: “ni siquiera hemos oído decir que exista el Espíritu Santo”

(Hech 19,2).

El Espíritu Santo es el gran desconocido del cristianismo. De

hecho en los últimos siglos no se menciona casi en los escritos

teológicos y en los catecismos. Hasta antes del concilio era Dios

Padre a colmar toda la predicación sobre el cristianismo; después del

Concilio Vaticano II se comenzó a dar un lugar de privilegio a Jesús de

Nazaret y en los últimos años se empieza a revalorizar la doctrina

sobre el Espíritu y la importancia de Pentecostés para la vida del

cristiano.

A esta conclusión he llegado después de varios cursos de

catequesis a niños, adolescentes y jóvenes; y sobre todo en charlas

con mis familiares y amigos. Preguntémonos: ¿Qué puedo decir del

Espíritu Santo? ¿Qué experiencias puedo atribuir al Espíritu? ¿Qué

lugar ocupa el Espíritu en nuestra vida, en nuestras decisiones, en

nuestra misión? Veámos como entra en escena en la Biblia y al

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mismo tiempo como su importancia va creciendo a medida que se

desarrolla la revelación divina.

1. EL ESPIRITU SANTO EN LA BIBLIA

1.1. EL A.T.: EL ESPIRITU SANTO CON CUENTAGOTAS

Del espíritu de Dios se habla desde los textos bíblicos más

antiguos. En ellos se cuenta que, a veces, Dios comunica su fuerza a

algunos hombres que son capaces de cumplir acciones excepcionales

o increíbles humanamente hablando. Por tanto, según los autores

más antiguos el “espíritu de Dios” es: una fuerza extraordinaria. Por

ejemplo, los Jueces que tienen que librar a Israel de la opresión de los

enemigos, se dice en Jc 6,34 que “estaban invadidos por el espíritu

de Dios” o que cuando “el espíritu de Dios estaba sobre ellos” (Jc

3,10) estos entablaban batalla y nadie podía resistir a su fuerza y a

su coraje. En esta situación se pensaba que el espíritu de Dios era el

origen de las capacidades extraordinarias de algunos hombres o

mujeres.

En los Jueces es espíritu del Señor tenía un carácter provisional,

permanecía en ellos hasta que cumplían su misión, después los

dejaba y se volvían hombres normales. Sin embargo los reyes lo

recibían hasta el final de sus días, pues su misión duraba toda la

vida. Se dice de David que, después de su consagración con el aceite

por parte de Samuel, “el espíritu del Señor entró en él desde ese día

en adelante” (1 Sam 16,13).

También los ministros del culto recibían una consagración pero,

extrañamente, el tema del espíritu nunca se pone en conexión con el

sacerdocio.

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Hay otra importante categoría de personas cuya actividad se

hace derivar directamente del espíritu: los profetas. Después del

exilio del pueblo de Israel en Babilonia aparece de nuevo la conexión

entre el espíritu de Dios y el anuncio de la Palabra.

“He aquí mi siervo a quién sostengo, mi elegido en

quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu

sobre él” (Is 42,1).

“El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, por

cuanto me ha ungido Yahveh. A anunciar la buena

nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los

corazones rotos” (Is 61,1).

De todas maneras, siempre se trataba de figuras aisladas; el

pueblo en general permanecía sin espíritu. E incluso quienes lo

recibían era siempre de forma transitoria, únicamente mientras

duraba la misión para la que eran elegidos.

Tras la muerte del último profeta se hizo opinión común entre

los rabinos que incluso esa presencia tan limitada había

desaparecido (por eso el Canon de Jamnia -fijado hacia el año 100 a.

C.- rechazó como no inspirados todos los escritos posteriores a

Daniel). Se esperaba, no obstante, que en los tiempos mesiánicos el

Espíritu Santo se derramaría sobre todo el pueblo, haciendo de él un

pueblo de profetas:

“Sucederá después de esto que yo derramaré mi

Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras

hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán

sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Hasta

en los siervos y en las siervas derramaré mi

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Espíritu en aquellos días” (Jl 3,1-2; Cf. Ez 36,26;

37,5).

1.2. EL N.T.: EL ESPIRITU DE JESUS

Después de siglos de ausencia o de presencia inconstante,

volvemos a encontrar al Espíritu Santo descendiendo sobre Jesús el

día de su bautismo: “Bautizado Jesús, salió luego del agua; y en esto

se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de

una paloma y venía sobre él” (Mt 3,16 y par.), pero no para

encomendarle una misión concreta, y mientras durara esa misión,

como pasaba con los antiguos profetas, sino de una manera estable

y para siempre en su misión terrena.

Esta idea era inconcebible para los judíos de su tiempo: un

ejemplo claro lo hallamos en Filón de Alejandría que sabía que “es

posible al Espíritu de Dios establecerse en el alma, pero le es

imposible establecerse de una manera duradera” porque eso sería

tanto como hacer del hombre un Dios.

Los cuatro evangelistas parecen coincidir en que durante el

tiempo pre-pascual solamente Jesús poseía el Espíritu. Así, en Jn 7,39

se dice sin lugar a equívocos: “aún no había Espíritu, pues todavía

Jesús no había sido glorificado”.

Según la representación de Lucas, el Espíritu fue derramado

sobre los discípulos el día de Pentecostés (Hch 2,1-4). Para Juan, en

cambio, esto ocurre el mismo día de la Pascua (Jn 20,22), e incluso

en el momento de la muerte: “Cuando Jesús tomo el vinagre, dijo:

todo está cumplido, e inclinando la cabeza entregó el Espíritu” (Jn

19,30).

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No debemos ver una contradicción en tales datos; hoy sabemos que

la resurrección, ascensión y Pentecostés deben considerarse como el

desdoblamiento pedagógico de un único acontecimiento que tuvo

lugar en el mismo momento de la muerte. Con esa convicción quiere

la Iglesia que se viva el tiempo pascual: como si los cincuenta días

que van de la resurrección a Pentecostés fueran un solo y único día

festivo, más aún, como un gran domingo.

Para expresar esta realidad, San Hipólito de Roma emplea una

imagen muy bonita: Igual que cuando se rompe un frasco de

perfume, su olor se difunde por todas partes, al “romperse” el cuerpo

de Cristo en la cruz, su Espíritu, que mientras estuvo vivo había

poseído en exclusiva, se derramó en los corazones de todos. Por esto

mismo había dicho Jesús:

“Os conviene que yo me vaya; porque si

no me voy, no vendrá vosotros el

Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré”

(Jn 16,7).

El Espíritu Santo aparece así como el “sustituto” del Jesús

ausente. O, mejor todavía, la misma inmediatez de su presencia. En

efecto, no se trata de la sustitución de una persona por otra, sino de

la sustitución de un modo de estar por otro. San Pablo parece que

casi llega a identificar al Señor Resucitado con el Espíritu (aunque

también distingue entre ellos: 2 Cor 13,13):

“El Señor es el Espíritu, y donde está el

Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2

Cor 3,17).

1.3. EL ESPIRITU EN LA IGLESIA PRIMITIVA

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En Jn 20, 19-23 se nos narra la efusión del Espíritu Santo por

parte de Jesús a sus discípulos y, por consiguiente, a la Iglesia,

mediante el aliento, soplo, “ruah” para los hebreos. El Espíritu es la

fuerza de Dios concedida a todos los creyentes, que comporta para

los cristianos un espíritu de perdón y la creación de una comunidad

nueva.

San Juan llama al Espíritu de Dios “Paráclito”, es decir el

abogado defensor o que se pone al lado. La función de defensor la

ejerce el Espíritu en favor de Cristo y de sus discípulos. Jesús lo

anuncia en la última cena y estará presente entre los discípulos, pero

los que no siguen a Jesús o se oponen a su misión no lo reconocerán.

El paráclito indicado por Juan tiene tres funciones:

1. Hacer presente a Jesús, que es espíritu de verdad y los

discípulos lo contemplan como viviente; es testigo de

Jesús.

2. Defiende a Jesús ante el mundo: denuncia y acusa el

sistema de pecado, de injusticia y de juicio.

3. Ayuda a recordar todo lo que dijo el Señor: enseña y

recuerda la plenitud de la verdad frente a las verdades a

medias, la mentira y la corrupción de la verdad.

2. APLICACIONES PRÁCTICAS PASTORALES

2.1. EL ESPÍRITU SANTO TRANSFORMA NUESTRA VIDA

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Un signo evidente de la presencia del Espíritu dentro de

nuestra vida, de nuestro ser, es un cambio profundo en nuestra

forma de ser, en nuestra forma de tratar a las personas, es en

definitiva el descubrimiento del amor como única norma de nuestra

vida. Esto supone un cambio radical en relación con los demás, con

nosotros mismo y con Dios. El Espíritu nos hace descubrir el amor de

Dios, nos une a Dios, nos hace de su familia y nos da la capacidad de

amar y servir alegremente a nuestros semejantes.

El Espíritu es el aceite que suaviza todo y llega hasta los

rincones más profundos de nuestro interior, devolviendo vida allí

donde se ha perdido (el ejemplo del aceite sobre una puerta que

chirría).

2.2. EL ESPÍRITU NOS HACE RECONOCER A JESUS

- Ilumina nuestra comprensión de la persona y misión de Jesús

- Nos empuja a vivir la misma vida de Jesús: arriesgarse por la

verdad y soportar con paciencia las incomprensiones.

- El Espíritu nos permite reconocer en los demás la persona de

Jesús, y como tal debemos tratarlas.

- El Espíritu nos ilumina en los sufrimientos para afrontarlos e

intentar transformarlos en ocasiones de la manifestación de Dios en

nuestra vida y realidad.

2.3. EL ESPIRITU DIRIGE NUESTRA MISION Y NUESTRO

TESTIMONIO

- Al igual que a los discípulos, el Espíritu nos empuja a la

misión, al testimonio de nuestra fe en todas las realidades sociales.

Cuando nuestra misión no tiene por objetivo la extensión del Reino

de Dios, no es obra del Espíritu.

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- El Espíritu nos dice lo que tenemos que decir en cada

momento, ilumina nuestras incapacidades y limitaciones, solamente

somos instrumentos en sus manos.

- El Espíritu nos da coraje, audacia y valentía para afrontar las

situaciones más complicadas. Al mismo tiempo, nos consuela y

conforta en la tribulación y en las dificultades, sin abandonarnos

nunca. Es nuestro defensor ante el mundo y nuestra sabiduría ante

las propuestas del mundo.

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