Otro viejo en el mar

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Otro viejo en el mar J Svad L escrito por Por mi, Para ti. 1 En esta barcaza rodeada de agua cristalina mi vida no parece tan complicada. Ni tan interesante. Con el reflejo del horizonte en el fondo de mis pupilas el sufrimiento físico, y el otro, el que más tarda en cicatrizar, el emocional, toman una relevancia insignificante en mi destino como ser humano. Como si nada de lo que he visto a lo largo de estos dos tercios de siglo fuese realidad. Como si en un abrir y cerrar de ojos el cielo pu- diera merendarse al mar y decir, de forma súbita y tajante: “Ya he tenido suficiente”. Pero el cielo sigue callado. La tarde avanza y el sol amenaza con esconderse entre las montañas que se erigen como guardianas de la tierra. Nos hemos acostumbrado a dormir sin más, tomando el ciclo solar con tal naturalidad que nunca pensamos en su lógico final. Pero todo se acaba. A veces me gusta pensar en que quizá no vuelva a amanecer. Otras, la simple idea de agradarme tal pensamiento me crea temor hacia mí mismo. Por suerte, mañana volverá a salir el sol. Con el paso del tiempo me he construido un amor hacia mi persona que me hace disfrutar de la soledad. ¿O será también cosa del ron que besa mi garganta? ¿Y escribir?, ¿se está solo cuándo se es- cribe? En mi cabeza rondan gentes y lugares mien- tras que mis ojos solo me muestran la lejana orilla donde el hombre empieza a corromper su corazón. Y en mi cabeza siguen rondando recuerdos. Ni escribir me dejan solo. ¿Se puede estar en paz no estando solo? Tras toda una vida en guerra, lo único que conozco de la paz es el patio de mi colegio, decenas de globos blancos y una excusa para mirar al cielo un 30 de enero abanderado por una paloma blanca. No sé qué es la paz, a pesar de que casi muero por ella. No sé qué es la paz, prefiero mis recuerdos. Cuando los pierda estaré solo. Y eso me caga de miedo. Cuando volví a casa pensaba que todo iba a estar irreconocible. Estaba peor. Estaba casi igual como lo recordaba. Tras toda una vida resistiendo a un destino que alguien parecía haber escrito para mí, con la misma desgracia con la que Sostres firmaba hace 50 años sus artículos de opinión en el diario El Mundo, esperaba que al menos todo hubiese cambiado. Las calles eran distintas, las personas eran otras, el aire había empeo- rado; pero la vida seguía siendo exactamente la misma. Otros nombres, otras fechas, otros caminos, mismas metas. Seguíamos siendo productos orientados a consumir productos que nosotros fabricábamos para que un productor –que no producía nada- siguiese engordando su cuenta corriente. No sé cuándo fue la primera vez que llegué a esa conclusión, pero desde muy joven la llevo clavada en el corazón. La verdad es que añoro el encanto de las primeras veces; experiencias que mi mente ha guardado en un lugar tan recóndito al que tan solo me veo capaz de acceder en mitad de estas aguas. Y ni aun así. ¿Dónde está el límite de la memoria humana? Junio de 2058 y aún nadie ha conseguido inventar el botón que nos permita escanear entre nuestros recuerdos. Lo cierto es que mi vida ha estado marcada por primeras veces que no logro reflejar en mi subconsciente: la primera vez que leí un libro; la primera vez que besé a una chica; la primera vez que me caí al suelo y me levanté sin llorar; la primera vez que sentí la libertad en mi pecho; la primera vez que conocí el amor; la pri- mera vez que escribí sobre mí; la primera vez que dejé de sentir la libertad en mi alma; la primera vez que es-

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Relato escrito por Javier Salvador López. Sed felices, que la vida es un regalo.

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Otro viejo en el marJavier Salvador Lópezescrito por

Por mi,Para ti.

1En esta barcaza rodeada de agua cristalina mi vida no parece tan complicada. Ni tan interesante. Con elreflejo del horizonte en el fondo de mis pupilas el sufrimiento físico, y el otro, el que más tarda en cicatrizar,el emocional, toman una relevancia insignificante en mi destino como ser humano. Como si nada de lo quehe visto a lo largo de estos dos tercios de siglo fuese realidad. Como si en un abrir y cerrar de ojos el cielo pu-diera merendarse al mar y decir, de forma súbita y tajante: “Ya he tenido suficiente”.

Pero el cielo sigue callado. La tarde avanza y elsol amenaza con esconderse entre las montañas quese erigen como guardianas de la tierra. Nos hemosacostumbrado a dormir sin más, tomando el ciclosolar con tal naturalidad que nunca pensamos en sulógico final. Pero todo se acaba. A veces me gustapensar en que quizá no vuelva a amanecer. Otras, lasimple idea de agradarme tal pensamiento me createmor hacia mí mismo. Por suerte, mañana volveráa salir el sol.

Con el paso del tiempo me he construido unamor hacia mi persona que me hace disfrutar de lasoledad. ¿O será también cosa del ron que besa migarganta? ¿Y escribir?, ¿se está solo cuándo se es-cribe? En mi cabeza rondan gentes y lugares mien-tras que mis ojos solo me muestran la lejana orilladonde el hombre empieza a corromper su corazón.Y en mi cabeza siguen rondando recuerdos. Ni escribir me dejan solo.

¿Se puede estar en paz no estando solo? Tras toda una vida en guerra, lo único que conozco de la paz esel patio de mi colegio, decenas de globos blancos y una excusa para mirar al cielo un 30 de enero abanderadopor una paloma blanca. No sé qué es la paz, a pesar de que casi muero por ella. No sé qué es la paz, prefieromis recuerdos. Cuando los pierda estaré solo. Y eso me caga de miedo.

Cuando volví a casa pensaba que todo iba a estar irreconocible. Estaba peor. Estaba casi igual como lorecordaba. Tras toda una vida resistiendo a un destino que alguien parecía haber escrito para mí, con la mismadesgracia con la que Sostres firmaba hace 50 años sus artículos de opinión en el diario El Mundo, esperabaque al menos todo hubiese cambiado. Las calles eran distintas, las personas eran otras, el aire había empeo-rado; pero la vida seguía siendo exactamente la misma. Otros nombres, otras fechas, otros caminos, mismasmetas. Seguíamos siendo productos orientados a consumir productos que nosotros fabricábamos para queun productor –que no producía nada- siguiese engordando su cuenta corriente.

No sé cuándo fue la primera vez que llegué a esa conclusión, pero desde muy joven la llevo clavada enel corazón. La verdad es que añoro el encanto de las primeras veces; experiencias que mi mente ha guardadoen un lugar tan recóndito al que tan solo me veo capaz de acceder en mitad de estas aguas. Y ni aun así.¿Dónde está el límite de la memoria humana? Junio de 2058 y aún nadie ha conseguido inventar el botón quenos permita escanear entre nuestros recuerdos.

Lo cierto es que mi vida ha estado marcada por primeras veces que no logro reflejar en mi subconsciente:la primera vez que leí un libro; la primera vez que besé a una chica; la primera vez que me caí al suelo y melevanté sin llorar; la primera vez que sentí la libertad en mi pecho; la primera vez que conocí el amor; la pri-mera vez que escribí sobre mí; la primera vez que dejé de sentir la libertad en mi alma; la primera vez que es-

cribí sobre ella; o la primera vez que le pusieron límite a mi esperanza. ¿Por qué soy incapaz de recordar? Mimente tiene una extraña preferencia sobre las últimas veces.

Mis 67 años parecen 25 cuando a mi alrededor solo hay agua. Aunque claro, a mis 25 años a mi alrededorsolo había montaña. El sol en Sudamérica es diferente; más bravo. Su amanecer era una llamada a la lucha yla resistencia o la muerte; una llamada a la que siempre acudí con la misma precisión con la que el gallo demis vecinos cacareará mañana a las 7:13 horas. Aquí en Europa, Helios tuvo más clemencia. El sol me da elúltimo aviso para que deje la pluma mientras se cumplen sus minutos de descuento. Me siento bien acompa-ñado. Mañana será otro día. Otro día de mi historia y de la tuya, que me estás leyendo. Claro que todo lo quehan visto mis ojos es una realidad. Ignoro si una realidad válida para un ser humano.

2Salió el sol. Toda buena historia debió empezar así, aunque imagino que el comienzo de una mala historiano debe variar demasiado. El ciclo solar me esperanza y desesperanza a la vez, aunque sí es verdad que enmedio del mar el sol es un amigo. Suyo es el único ‘buenos días’ que recibo; sin saber nunca si los días van aser buenos o malos. Sin importar si su noche fue buena o mala. Sin importar realmente nada.

Miro al cielo y casi puedo encontrar tranquilidad de no ser por los satélites que, muy a lo alto, cada cincohoras, hacen su ronda para tener controlado todo metrocuadrado que existe en sus países ‘desarrollados’. El hu-mano ha acabado destruyendo la intimidad. En ciertomodo me alegra pensar que eso no siempre fue así. Laalegría se torna en rabia cuanto más pienso en ello. Mecalmo, merezco descansar. Al fin y al cabo, ya no tengonada que esconder.

“Todo esto antes era campo”, diría mi abuela si es-tuviese aquí ahora. Alrededor de estas coordenadas es-taba situado el parque donde, algún domingo especial,acudía con mis padres a tirar migas de pan a un grupode patos, quienes de haberse sublevado al más puro es-tilo simio me hubiesen dado honores de estado al erra-dicar la hambruna en esa piscina artificial. Por entoncesrecuerdo que donde hoy hay mar antes había un pe-queño bloque de apartamentos con grandes vistas a laplaya. Probablemente debajo de mí aún queden algunasruinas de ellos. En el 2035 los polos acabaron por des-congelarse, algo que a nadie sorprendió. El nivel del

mar subió desmesuradamente, algo que tampoco sorprendió a nadie. Como consecuencia, las edificacionesen primera línea de playa quedaron inundadas. Esto último sí sorprendió a muchos. La inteligencia del serhumano siempre me pareció un enigma.

Poco puedo describir sobre esos domingos en el parque. Recuerdo la sensación de alegría que sentía allí;o que al menos hoy pienso que sentía allí. Del resto, mi mente puede reconstruir poco. Al fin y al cabo era unniño; aún no sabía que esas emociones acabarían quedando en un simple recuerdo borroso. Eso podría ser delo poco que no supiera y debiera haberlo hecho. Jamás he pecado de falta de inteligencia. Desde el día quenací hasta el que gasto hoy, creo que la vida tenía pensado para mí un plan al que logré escapar con relativoéxito: Ser un chico formal, estudiar una buena carrera, encontrar un buen trabajo, casarme con una mujer conla que conformarme, regodearme en mi riqueza y morir sin nunca haber escrito estas líneas. Por suerte engañéal destino y, aunque en ocasiones me inunde una sensación contradictoria, soy feliz.

No considero que fuese un niño muy diferente al resto de mi generación. Aprendí a leer con el Michu, aescribir con los Cuadernos Rubio, a jugar al fútbol con Óliver y Benji, a soñar con Doraemon y a luchar conGoku y Son Gohanda. Como curiosidad, crecí con “El Principito” en la estantería y una colección completade VHS de Disney en el comedor. Por lo que veía desde mi ventana aprendí a odiar la droga. Un odio quehoy siento alimentado desde dos flancos. Por un lado el emocional, cuando recuerdo a yonkis de medianaedad deambulando por mis calles, buscando nada más que algunas monedas para calmar el mono, apurandosus últimos picos de vida. No eran extraños, no eran yonkis de película, eran antiguos amigos de mis padres,excompañeros de clase, vecinos del barrio. No recuerdo sus caras, pero sí que nunca quise acabar como ellos.Puro miedo.

A parte de la cuestión emocional hoy sobrevive en mí una menos profunda que ella, pero mucho máscomprensible por el resto de humanos: la racional, la sociológica. La droga fue, con sus inicios en el siglo XX,el arma de destrucción más eficaz para la resistencia de la clase obrera. Un siglo más tarde sus cifras de muer-tos podrían firmar la enfermedad más grave de la historia. Introduciendo la droga en barrios pobres, los go-biernos no solo acabaron con las vidas de los más enganchados; también con las conciencias de aquellos queno anhelaban más que un respiro en su vida. Probablemente así empezaron todos. Con el paso de los años ladroga llegó a los barrios ricos. Los niños y las niñas de papá querían divertirse. Surgió la alarma nacional, lasteles gritaban contra la droga, incluso los gobiernos gritaban contra la droga. Mientras tanto, los barrios obre-ros seguían perdiendo vecinos. La clase obrera seguía perdiendo conciencias. Y alguien se forraba con todoello.

Volviendo a mi vida, nunca quise destacar en nada, nunca soporté el peso de los focos sobre mi nuca.Con el paso de los años fui creciendo y de hecho creo que aún sigo haciéndolo. Cada día me levanto con laesperanza de conocer algo nuevo. Creo que eso me llevó a ser lo que soy hoy; lo que quizá hubiera sido máscómodo no ser. Había estado en infinidad de manis cuando apenas cumplía la década de vida. Manis que noson como las de ahora. Por entonces podía dar la cara y caminar tranquilamente sin chaleco antibalas; algoimpensable en la actualidad, ¿dónde quedó la evolución del ser humano?

Creo que la mía empezó a producirse, a tomar el camino que me ha llevado hasta aquí, cuando grité el“No a la Guerra” en 2003, fecha en la que España apoyó la invasión de EEUU sobre Irak en otra guerra másque los norteamericanos provocaron para hacerse con el control económico de una nueva región y aumentarel beneficio de sus tan queridas empresas privadas. Para entonces las barras y estrellas no se habían convertidoen la mente de la opinión pública en el estado genocida que es hoy. De hecho, recuerdo, ya en el instituto,que había quienes lucían tal bandera como si de una moda se tratase. A mí nunca me gustó llevar la ropamanchada de sangre. La moda tampoco era lo mío.

Creo que durante esos mismos años de adolescencia me enamoré. En realidad lo quiero creer. Quizá fueincluso antes. Los niños se enamoran muy fácilmente, ¿es ese amor menos válido que el adulto? Lejos devagas teorías psicológicas de Freud o de concienzudas dosis de filosofía de Fromm, hoy creo que el objetivoque debe perseguir un ser humano que ensalza el amor, y que yo me vanaglorio de haber conseguido, estener la capacidad de amar con la sinceridad de un niño aun siendo adulto. No hablo de un mundo gobernadopor niños amorosos; sino más bien por personas de corazón honesto. Y qué lejos estamos.

3Mi paso por la universidad fue muy pasajero. Se cumplía la primera década de siglo y, por raro que puedaparecer, la educación universitaria no estaba restringida a los hijos de la clase alta. Los jóvenes de por entoncesconsiderábamos un derecho el acudir a las facultades. Luchamos por ello. Más bien, lucharon. Quizá tuvimoslo que nos merecimos. Quien no hace nada, merece menos; y hubo muchos que no hicieron nada. Siempreme dieron pena los que, a pesar de darlo todo, no obtuvieron más premio que la derrota. Sin embargo, ellos,con su lucha, consiguieron una paz interna que yo tuve que buscar lejos de donde un día soñé conseguirla.

El mundo acababa de entrar en una crisis económica capitalista que hizo que todos los cimientos de lospaíses ‘desarrollados’ se vinieran abajo. Aumentó el desempleo, la precariedad y la pobreza en todo el globocapitalista; sistema del que se salvaban pocos estadosconcentrados en su mayoría en América Latina. Los go-biernos comenzaron a utilizar el dinero público para res-catar bancos privados. Los mismos bancos que echabana personas de sus casas por no tener dinero para poderpagar la hipoteca. Las grandes empresas privadas con-trolaban los gobiernos. El liberalismo se fortalecía. Lafantasma clase media –término usado para engañar altrabajador y darle esperanza de convertirse en millona-rio- cayó. En un sistema tambaleante la brecha entrericos y pobres se hizo aún mayor de la existente hastaentonces.

Ante tal panorama crecieron los fascismos, con es-pecial fuerza en el este de Europa. De nuevo la burguesíasacó a sus perros de presa para eliminar la lucha obrera,que volvía a llenar las calles reclamando pan, respeto y

una vida digna. La corrupción en la política se convirtió en el fenómeno sistemático que aún arrastramos hoydía. Las clases altas utilizaron a fascistas para hacer que la clase obrera odiase a sus compañeros extranjeros.Como si la frontera más importante fuese la pintada en el mapa político –no existen fronteras en uno geográ-fico-; y no la del poderoso caballero don dinero. Mientras se señalaba al inmigrante, los barrios pobres se vol-vían cada vez más pobres.

Siempre he vivido en un barrio humilde. De esos en los que los gatos se esconden bajo los capós de loscoches en verano para protegerse de las horas de sol. De esos en los que colgaban botas de los cables de la luz–antes la luz viajaba por cables-. Un barrio de esos en los que niños en bicicletas, que puedes ver en museos,paseaban tranquilamente. Un barrio en el que dos personas desconocidas se saludaban al cruzarse. En el queniños montaban barricadas en las calles para jugar al fútbol, cuando el balompié aún no era un deporte deélites practicado por robots en chalets donde los goles son celebrados con un brindis con Champagne.

El sueldo de mi padre era el único que nunca faltaría en mi casa. Mi madre, por su parte, contribuía muya menudo, si bien el sector sanitario, en ruinas desde la crisis económica y en el que ella estaba encuadrada,no era seguro de nada. A pesar de todo, y retomando unos párrafos más arriba, abandoné mi casa para estu-diar en una Universidad de renombre lejos de mi ciudad. Desde allí observé, resignado y con cada vez menosrecursos, la evolución de la situación económico-política-social que se desarrollaba en España. Busqué trabajosde todo tipo para poder costear mi carrera. Llegué a trabajar como camarero en una aclamada cadena de res-taurantes con un contrato a media jornada. Por entonces la jornada completa eran 8 o 9 horas; hasta 2034 nose legalizó la de 20 horas que dio paso a la indefinida promulgada en 2048 y que llevamos ya una década pa-deciendo. Sufriendo. Muriendo.

Mi contrato de media jornada no se correspondía con las 12 horas que en realidad echaba cualquier díaen el restaurante, algo incompatible con mis estudios de Ingeniería. Dejé el trabajo para centrarme en ellos yaque necesitaba de la beca del Estado –ayudas que el Estado daba al estudiante- para sobrevivir. El primercurso fue muy duro pero conseguí sacarlo adelante aprovechando al máximo unas recuperaciones de sep-tiembre que me hicieron replantearme mi ausencia de fe en una criatura divina.

El segundo año, más llevadero, fue el revelador. Había crecido, conocido gente, visto mundo. Poco meparecía al niño que se marchó de casa con 17 años para estudiar fuera. Había visto la inmundicia del planetaque existía a mi alrededor, en el que sobrevivir fuera del rebaño se convertía en una quimera. Leí, me formépolíticamente y adquirí la conciencia de clase con la que hoy escribo estas líneas. Tenía que marcharme. Habíaperdido la fe en el ser humano que vivía fuera del círculo que formaban mi familia, mis amigos y mi novia.Necesitaba huir.

No fue fácil. Hoy me gusta pensar que lo hice por necesidad; que no fue una válvula de escape para es-conderme de mis responsabilidades. Creí en construir un mundo mejor. Dejé atrás todo lo que quería paraedificar el mundo que para ellos quería; si bien sabía que no lo disfrutarían conmigo. Creí en un mundo másjusto y en su búsqueda me fui, ¿es egoísmo eso? Nunca fue fácil decir adiós a mi madre, aún recuerdo su úl-timo beso en la mejilla. Tampoco a mi padre, orgulloso de lo que veían sus ojos: el emprendimiento de unviaje en el que me hubiese acompañado de haber tenido 30 años menos. Despedirme de mis amigos se con-virtió en una batalla por guardar las formas que ninguno de los presentes en aquella última cena conseguimosvencer. Guardar las formas y abrir el corazón, de donde esa panda de golfos macarras aún hoy no ha logradoescapar.

Lamentándolo mucho también dije adiós a mi novia, compañera y mejor amiga. Nunca llegué a pedirleque viniese conmigo, más por miedo a una respuesta afirmativa que por temor a su rechazo. Su vida estabadestinada a caminar unos senderos por los que la mía tenía vetado el paso, y yo no tenía ningún derecho aencadenarla a mi locura. He querido a varias mujeres a parte de a ella, mejor y peor; nunca más. En el fondosiempre tuve la esperanza de que alguna vereda de su sendero la condujera de nuevo a mis caminos. Aún re-cuerdo su última caricia acompañada de la promesa de no olvidarnos nunca, algo más poderosa que la dequerernos siempre. 24 horas después estaba subiendo al avión que me cambiaría la vida para yo soñar concambiar el mundo.

421:30 del 6 de enero de 2011. A mis recién cumplidos 20 años me embarcaba en la búsqueda del sueño másambicioso que perseguí nunca: un mundo justo e igualitario. Mi vida siempre ha sido una sucesión de sueñospor cumplir. Siempre fui a por ellos, nunca dije ‘no’ a seguir una ilusión, y eso me ha costado mucho. Noestoy arrepentido, si bien sé que de haber elegido otra forma de vida ahora tendría una existencia más cómoday quién sabe si mejor.

Lo que sí sé son la fecha y hora exactas del vuelo que cambió todo. Guardo ese billete con cariño, muy apesar de lo que acabaría significando una década después. 47 años más tarde, una gran parte de mí comprendey ama mi aventura; otra aún imagina cómo habrían sido las cosas si no hubiese dejado todo atrás. No puedoevitar pensar en qué hubiera pasado si esa última caricia no hubiese sido -y siguiese siendo- su última caricia.Si mis padres me hubiesen puesto algún impedimento. Si hubiera ahorrado menos dinero del necesario parasubirme en aquel vuelo de ida. No recuerdo qué se me pasó por la cabeza entonces, sí que lo único que hicefue agacharla, decir adiós y dejar atrás todo entre lágrimas. Unas lágrimas que confiaba en transformar en

igualdad y justicia; en socialismo. Unas lágrimas quecostaría mucho tiempo secarme.

Me considero una persona sensible. Quizá esa fuerala cualidad que me hizo emprender mi aventura. Desdeel momento en que salí de casa supe que me esperaríanmuchas noches en vela, muchos días malos y muchascopas con efecto analgésico. Pero era mi sueño y ni tansiquiera la kilométrica barrera de la nostalgia podía fre-narme; y si ello no podía, casi nada sería capaz de ha-cerlo. Un ‘no te vayas’ de los labios adecuados hubiesebastado; si bien esa boca nunca pronunciaría tal anhelo.Confiaba en que todas aquellas personas a las que dijeadiós un día me valorarían como yo creía merecer. Yaquí me ves, pescando para sobrevivir y escribiendopara no vivir muerto.

20 horas después ya estaba pisando suelo y sueño latinoamericano. El sol se escondía por el horizonte yel ‘jet lag’ hacía efecto. Pensaba en no sé qué y me acordaba de sí sé quién. El viaje se hizo eterno. Era uno deesos días en los que la mente funciona a mil por hora intentando inútilmente seguir el ritmo de un corazónque late al doble de velocidad. Vomité varias veces. El cuerpo humano es otra de esas cosas que siempre mehan parecido una incógnita. La buena noticia es que estaba en Caracas.

Tras unas horas de coche llegué a Puerto La Cruz, ciudad costera del noreste venezolano penetrada porel océano, casi al estilo de la Venecia italiana. Nunca había oído hablar de ella antes de buscar un destino,pero sus playas me parecieron el lugar ideal para aquel que necesita dejar una vida atrás callando un corazónen lucha por salir de su boca. Llevaba el dinero de la beca que en España me habían concedido para estudiarese curso, así que no fue complicado encontrar un pequeño apartamento cómodo en el cual podría vivir unosmeses si todo me iba medianamente bien.

Me matriculé en la Universidad pública para el curso siguiente. Aún quería estudiar y las facilidadesque daba para ello la Venezuela Bolivariana me venían de perlas. Eran los últimos años de Hugo Chávez alfrente del gobierno sudamericano. No he conocido dirigente con más apoyo popular que él. En los barrios sequería realmente a ‘su comandante’. Lo que nos vendían en la tele los mass media era mentira. Ese puñetazoal estómago de los medios, esa cura de realidad que sufrieron mis ojos durante mis primeras semanas, fue laprimera alegría que me dejó mi nueva vida. Como ves, algunas primeras veces no se olvidan. Si rebuscasbien y si quieres encontrarlas, lo harás. Decidí estudiar periodismo.

Creía en la palabra como medio de lucha y contar lo que en realidad pasaba en tierra latinoamericanaera combatir al Imperio. A su vez, tomé simpatías con militantes del PSUV, partido del gobierno, que volvióa ganar otras elecciones al poco de estar yo en suelo venezolano. Serían las últimas del Comandante. Con sumuerte, la derecha organizó revueltas en las principales capitales del Estado, en las escasas ciudades en lasque podían permitirse actuar. La televisión mostraba enfrentamientos y disturbios en Caracas.

Yo ya había acabado mi primer año de estudiante y me encontraba trabajando para un medio provincialde cuyo nombre ahora es una quimera acordarme. Puerto La Cruz está relativamente cerca de la capital, porlo que no tuve que convencer demasiado a mi jefe de sección para que me permitiera ir a Caracas para contarlo que allí estaba pasando. Me sorprendí. Nunca había visto una manifestación de ricos. Los focos de distur-bios estaban muy dispersos, siendo escasísimos a mi llegada. Había muertos en ambos bandos, especialmente

en el de los socialistas. La tele seguía mintiendo. Por las bases del PSUV corría el rumor –la seguridad paraellos- de que la oligarquía estaba financiando a pistoleros para provocar esta guerra en las calles. La realidades que aquel combate estaba a punto de acabar. Cuando terminó todo volvió a ser como antes. El gobiernoseguía reduciendo el índice de pobreza.

Ese fue el primer contacto que tuve con la lucha callejera. Entre tanto, con mi sueldo como periodista enprácticas y la ayuda de residencia que recibía del Estado venezolano podía subsistir sin pasar ningún tipo depenuria. Me acostumbré a vivir sólo como se acostumbran los hombres a todo: por la fuerza. Habían pasadodos años desde que salí de España y no había atisbos de volver pronto. Mientras la cámara, la grabadora y elPC se hacían una prolongación de mi organismo, las videolladamas por internet eran mi comida de cada día–la diferencia horaria hacía que mi hora libre de comer coincidiese con su hora de cenar en España-.

Por supuesto ya no estábamos juntos, más bien separados por medio globo terrestre. Pero nos echábamosde menos. Siempre he sentido una sensación confusa al escuchar un “te echo de menos”. Una mezcla de im-potencia y felicidad pura. Impotencia por no poder estar, felicidad porque me quería allí a su lado. Pero yono estaba allí; yo estaba allá. Y echar de menos también se olvida.

5La televisión susurraba violencia. Después de una década en tierra de chamanes me sentía como en casa. Yacasi me había acostumbrado a aquellos gritos, aquellos tiroteos, aquellas emboscadas. Periódicamente las ca-lles se llenaban de manifestantes y de combatientes. Se habían formado las primeras guerrillas urbanas; lasprimeras grandes guerrillas urbanas. El primer conflicto que había vivido diez años atrás era una broma enrelación a esto.

Internet susurraba mentira. Desde 2015 hasta 2020 los enfrentamientos entre las dos Venezuelas se habíanincrementado. Solo había una forma de hacer la paz: combatir a los que traían la guerra. El gobierno se man-tenía resistiendo e intensificando sus planes de socialización, lo cual reducía la pobreza pero aumentaba larabia de las grandes empresas privadas, que desarrollaron un boicot que se tradujo en cartillas de raciona-miento muy bien delimitadas. La guerra económica daría paso a las trincheras sangrientas.

Una sección del ejército, financiado por aquellas empresas, se sublevó. El gobierno venezolano resistióaplastando el Golpe de Estado con la intensidad necesaria. Estados Unidos, juez internacional, vería en estasu oportunidad de ampliar su imperio. Centenares de tropas ponían rumbo al sur de América mientras loscazas de las barras y estrellas se convertían en un adorno habitual del cielo de Caracas. Como en Chile mediosiglo antes, los grandes pensadores neoliberales estaban detrás de la acción. Las grandes cabeceras del globolloraban las vidas de los golpistas a la vez que exaltaban la actuación estadounidense. Las cámaras de televi-sión filmaban la resistencia venezolana; los presentadores hablaban de dictadura militar.

Tras asentarme como profesional de eso que algunos llaman periodismo, mi carrera sufriría un giro drás-tico con los enfrentamientos. Abandoné Puerto La Cruz para ir a la capital, donde el trabajo llamaba a lapuerta. En Caracas me convertí en relator del conflicto, una especie de John Reed del siglo XXI. Mis crónicaslucían en el diario El Libertador, que desde hacía va-rios años luchaba por equilibrar la balanza entre las in-formaciones del hemisferio norte y las del sur.Además, en España, los periódicos más insurgentes es-peraban cada tres días un e-mail con mi nombre en elremitente.

A partir de 2025 el envío de mis crónicas al extran-jero sería cada vez menos frecuente. La guerra estallóy una propuesta me cambió la vida, otra vez. Una lla-mada del general Diego Navazo solicitó mi compañíaen una milicia en los Montes de Oca, frontera entre Ve-nezuela y Colombia, país colaborador de los EstadosUnidos. Recuerdo que me dio una semana para refle-xionar. Dos días y dos litros de ginebra después mi res-puesta fue afirmativa. Abandoné España para lucharpor un mundo más justo. Había llegado la hora de ha-cerlo.

Hasta entonces Europa había derivado en un liberalismo salvaje alimentado por los grupos de ultrade-recha, cada vez más fuertes en el Parlamento Europeo. A pesar de que no constituían ningún gobierno tras laderrota de los nazis ucranianos en 2018 ante las Brigadas Internacionales en el Donbass, los partidos fascistas

tuvieron un fuerte crecimiento en España, Italia, Holanda y Portugal. La xenofobia creció a la vez que los ase-sinatos de inmigrantes. Lo que podía conocer me asustaba; lo que no, me hacía temblar de miedo.

Al marchar a los montes dejé de tener ese contacto diario con la información europea, aunque sí que in-tentaba, al menos una vez a la semana, bajar al pueblo más cercano para observar el mundo desde la red y,de paso, contactar con mis padres y mi –antigua- compañera. El Internet en la montaña era suficiente, de ca-lidad incluso. Me permitía enviar mis crónicas. Tenía 30 segundos al día, los suficientes para que no me de-tectasen las fuerzas tecnológicas del Ejército imperialista. Una carrera a contrarreloj mientras se cargaba elarchivo que, ahora con la tranquilidad del hombre viejo, debo admitir que me ponía cachondo.

Me había acostumbrado a echar de menos y a vivir cuidándome de des-pertar a la mañana siguiente. Tenía la esperanza de que todo acabase bien.No me bastaba con que eso terminase, quería ganar. No me bastaba con unafalsa paz con la que volver a perder. Había noches en que el diablo de la ren-dición me pintaba un futuro de vuelta a casa que mi orgullo rechazaba trasreflexionar unos segundos. Escapé de la vida cómoda para luchar por un fu-turo humano. Otras noches, el ángel de la resistencia me llamaba a empuñarlas armas y atacar el primer puesto de vigilancia enemiga que me encontraseen el mapa. Pero yo no nací para ser un mártir; prefería contarlo. En ciertomodo, seguir añorando todo lo que dejé atrás era mi forma de conservarmevivo. El fusil que me acompañaba al dormir, comer y cagar también era deayuda.

6He dicho adiós a muchas cosas en mi vida. Cosas que nada más girar la espalda supe que no dejaría de año-rar. Apechugué cuando tuve y pedí perdón cuando me lo indicó el corazón. Nunca dejé de mirar hacia ade-lante. El no echar la vista atrás es una lección que aprendí en los Montes. Todo lo que había vivido hastaentonces era comodidad, sutileza emocional y un poco de barro en mis pies y alma. Me tocaba enfrentarmea la realidad más cruda: la guerra. La nostalgia era una herramienta que me permitía vivir; pero un excesohubiese sido mortal. Soñar era bonito, pero había que despertar, tomar notas para convertir nuestra historiaen realidad mediática para el resto del mundo y mantener el fusil cargado por si algún desgraciado me poníaen su punto de mira.

Salía el sol por el horizonte y mis compañeros de campamento -100 guerrilleros y guerrilleras y 7 médicos- ya estaban en pie paracuando yo decidía abrir los ojos. Esto último lo hacía con la mejorvista posible: el cuerpo desnudo de Camila, revolucionaria con la queviví el amor más pasional de mi vida. Su sonrisa hacía que leyese pa-raíso en unas montañas que parecían tener escrita mi muerte. Ella erami patria entera. Toda ella hacía que amase la lucha. Hacía que amasela vida; incluso esa vida. Esa vida en constante pulso a la muerte. Lu-char a su lado ya era una victoria. Estábamos haciendo la Revolucióny una Revolución no se puede hacer sin pasión. Nos contagiamos. Unamor de guerrilla por el que también escribo estas líneas. Porque séque escribiendo sobre ella puedo hacerle alcanzar algo que nuncapudo lograr en vida: la eternidad. Esa es una de las ventajas del es-critor: elegir quién pasa a ser eterno y quién no.

Éramos una pequeña cuadrilla de las muchas que ocupaban losmontes fronterizos. El ejército popular, dirigido por el Gobierno so-cialista, había decidido que llevásemos a cabo las estrategias que yael Ché Guevara expuso en su “Guerra de guerrillas”. Por lo tanto, enlos montes optaron por una guerra de desgaste. Atacaban al enemigo por sorpresa, en acciones rápidas contrasus puestos, preferentemente de noche o al atardecer. Yo siempre acompañaba, por lo que hoy me complacecatalogarme como guerrillero. Bajábamos a los valles, saqueábamos sus tiendas, cogíamos su munición y de-jábamos una decena de cadáveres dirección al Norte del Amazonas. Nos creíamos los mejores. Y yo lo des-cribía enviando crónicas; las internacionales a 80€ el artículo.

No era más tarde de las 18:00 horas. Llevaba ya cerca de cuatro años en los Montes; la guerra no teníapinta de acabar pronto. El grueso de la guerrilla se había ido a inspeccionar los alrededores y buscar un refugiomejor del que ocupábamos. Tan solo un par de médicos, cinco combatientes –Camila entre ellos- y yo nosquedamos en el campamento. Cocinábamos y lavábamos ropa. Cerré la pinza en la cuerda para pillar una ca-miseta cuando escuché el gatillo. Luego los gritos. Emboscada. Veinte soldados imperialistas destrozaban elcampamento. Me libré de la muerte. Asesinaron a dos guerreros y a los demás nos llevaron con ellos. Co-menzaba la pesadilla.

Nos montaron en un camión en el que nos transportaron en lo que parecieron tres días de carretera, sibien en realidad no fueron más que cinco o seis horas. Nos llevaron a Colombia, a Maicao. Nos separaron.Fue la última vez en mi vida que vi a Camila. Una de esas malditas últimas veces por las que no puedo evitarque las lágrimas humedezcan el papel. Se la llevaron con los combatientes como a otros tantos prisionerosguerrilleros. Un beso aprisa y su mano se soltó de la mía, arrastrada por el general que en inglés gritaba contrala libertad –social- diciendo defender la libertad –económica-.

Al tiempo que el agua inundaba mis ojos, mis venas se llenaban de rabia. Lancé varios puñetazos, pateéalgunas espinillas y pronuncié palabras que hacía lustros que no salían de mi boca. Improvisé insultos en in-glés. Mi rebeldía me costó la peor paliza que me han dado en mis 67 años. A los que no éramos guerrillerosnos llevaron a unos campos de prisioneros separados de los de los combatientes. Nada más llegar me sacaronfuera para azuzarme como nunca nadie había tenido el valor de hacerlo. Sentí el cañón en mi nuca. Me meé.

Tras la humillación, y aún con los pantalones enfangados en pis, me metieron en nuestro barracón dondeconvivíamos quince personas a las que alimentaban dos veces al día con un plato de sopa y un pedazo depan para cada uno. Dormíamos apretados, con una melodía de fondo compuesta por disparos de fusiles ygritos de guerrilleros que veían como se acababa su Revolución personal. Suerte que la de todos, la que im-portaba, aún estaba muy viva.

Los interrogatorios fueron constantes. Bastante delicadeza tuvieron con mi ordenador portátil, que llegóal centro de operaciones de Maicao en intactas condiciones, al contario que el resto de acompañantes en aquelcamión. Leyeron todo y me preguntaron por más. Sabían quién era antes de cogerme, a quiénes vendía lascrónicas y por cuánto. Me confesaron que nunca lograron cazarme usando su Internet. Era mi pequeña vic-toria. No podían sacarme nada porque nada sabía. Nunca me quise inmiscuir en los planes lejanos de la gue-rrilla por si algún día, tarde o temprano, me pillaban. No es ser precavido, es que cuando la vida siempre teha puesto en la situación más mala, probablemente en una nueva aventura vuelva a colocarte en la peor.

Allí me enteré de que en España había estallado la Guerra Civil. El sector más radical del Ejército se le-vantó en Castilla y León. Rápidamente fue apoyado por aquellos que dos días antes decían ser demócratas.De nuevo la Península quedaba dividida en dos bandos. Y yo no podía hacer nada. Solo conocía lo que leíaen los periódicos cuando nos llevaban a los cuarteles generales para los interrogatorios. Nada de mis amigos,mis padres o de la mujer que aún hoy en mi corazón es mi compañera. Toda la información la tenía a un pasoen mi ordenador. Imagino la lluvia de e-mails. Mi computadora, un objeto bajo la más estricta custodia. Miesperanza, tan cerca y tan lejos. Años después sabría que en esos momentos, mientras yo planeaba recuperarmi portátil, Camila estaba andando su trayecto burocrático hacia el paredón. Malditos hijos de la gran puta.

7Pasaban los días, las semanas, los meses y los años. Seguíamos recluidos, cada vez con menos privilegios, sies que a respirar tranquilamente unas cuantas horas al día se le puede considerar un privilegio. Vivía conmiedo, el mayor miedo que he sentido nunca. El miedo que ya sufría Primo Levi en Auchswitz durante la IIGuerra Mundial. El miedo a que nuestra historia no fuese contada. A que ellos se saliesen con la suya y rela-tasen su discurso, el de los vencedores; el del olvido a los vencidos.

Mantenía la esperanza. Día a día veía rendirse a compañeros y compañeras que se convertían en zombiesvivientes que tragaban sopa y masticaban pan. Pero yo mantenía la esperanza. Cuánto más se endurecíannuestras condiciones de vida, más cerca veía el final. Soñaba con que la explicación a nuestro peorvivir era elavance de las milicias populares y las guerrillas. Así era. Cumplía cerca de cuatro años y medio allí cuandoel cuartel empezó a ser desalojado. Corría la sangre.

Fusilaron a los más débiles, los que no tenían fuerzas para ayudarles a transportar las carretillas con má-quinas, hierro, ladrillos, armas, víveres e instrumentos médicos durante 12 kilómetros hasta el pueblo máscercano. Fusilaron también a los guerrilleros que no les valían, que ya habían exprimido a más no poder. Porsuerte, muchos escaparon. Y entre esos muchos, yo. Eran más crueles, pero eran menos. Creían que éramossumisos, pero preferíamos la muerte a arrodillarnos. Este viejo solo se arrodilla ante unas piernas de mujer,y solo si es para darle placer.

Escapamos. Era de noche, andábamos en dirección a un pueblo cuyo nombre no recuerdo, desalojandoel campamento militar de los capitalistas y alejándonos cada vez más de los montes. Sabíamos que esa eranuestra perdición. A altas horas de madrugada paramos para dormir. 25 guardias vigilaban a los cerca de100 prisioneros. 25 grandes guardias, armados y sanos vigilaban a cerca de 100 prisioneros hambrientos, ensu mayoría enfermos, cada cual con su afección. Sin nada que pensar, un grupo de 50 echamos a correr. Oímosdisparos. Oímos gritos. Olimos sangre. La otra mitad que allí quedó pagaría caro nuestra rebeldía en cuantollegasen a su destino y hubiesen transportado todo el material. Al fin y al cabo, iban a morir de todas formas.De los 50 que intentamos escapar, sobrevivimos 20. Hoy, entenderás, mi anónimo amigo –o amiga-, que mesienta un privilegiado.

No podían permitirse el lujo de recular y perseguirnos, así que avanzamos por donde habíamos venidocon la esperanza de volver a encontrar en los montes a alguna guerrilla colombiana amiga. Tras otro par demeses viviendo cómo bien podíamos, dimos con los milicianos. Nos informaron de que sí, habían ganado laguerra. Ocho años después, Venezuela estaba limpia de fascismo. Nos llevaron al otro lado de los Montes deOca, al otro lado de la frontera, al otro lado de la paz. Ahora quedaba Colombia; tarea mucho más complicada.Pero Latinoamérica no se rendirá nunca.

Estuve un tiempo en Venezuela. Volví a PuertoLa Cruz, donde pasé seis años ayudando a los vecinosa reconstruir los barrios, a construir una vida digna.No se trataba de recuperar la que habían tenido antesde la guerra; sino de mejorarla. La victoria había lle-nado de orgullo al país. Todos se sentían grandes,fuertes, con ganas de trabajar por la Revolución. Volvía mi trabajo como reportero. Me convertí en uno delos más apreciados por el Gobierno. Odiaba el reco-nocimiento y los elogios, pero intentaba vivir al má-ximo mis días para llegar agotado a la noche. La cruelnoche era la que no me dejaba descansar.

Tras la Guerra española, que finalizó en el 2029,se instauró una dictadura, una calcomanía de lo suce-dido un siglo antes. No tuve más noticias de mis pa-dres. Habían pasado tres años del fin de la guerra, seisdesde mi última comunicación con ellos, y sus regis-

tros en internet hacía 24 meses que los situaban fuera de la red. Los teléfonos, ilocalizables. Sí me había vueltoa comunicar con mi compañera, el amor de mi vida, en el exilio. Le escribía y me escribía. Le preguntaba pormi familia y no me sabía responder. Se había casado y vivía en la Costa Azul francesa, en Saint-Raphael. Asu cargo, dos niños y una familia de bien; lo que siempre mereció y que yo nunca hubiera podido darle. En-tonces, entre e-mails felices, tristes y demás poemas de insomnios, llegó la noticia que todos estábamos espe-rando.

Tras cientos de fusilamientos, asesinatos, humillaciones y represión, la ONU llegaba a un acuerdo con elgobierno fascista español para una segunda transición, igual de ruin que la primera, llevada a cabo mediosiglo antes. Desde el 28 de octubre de 2035 España se convertía en una democracia liberal. Los sectores estra-tégicos estaban privatizados, no existían servicios públicosy se establecía un olvido sistemático de todo lo que había pa-sado durante los seis años de dictadura. Unos seis años quese llevaron la vida de mis padres, asesinados en cualquiercárcel, por cualquier bastardo, por el hecho de defender sudignidad y nuestra libertad. Ante la presión popular, paralavarse la cara, el Gobierno decidió dar una lista de “víctimasde guerra”, en la que figuraban los nombres de los asesina-dos, a los que nunca se rindió homenaje. Ver a mis padresentre ellos me vació el corazón de toda capacidad de sentir,pero al menos ya tenía la certeza de su paradero. Por fin, podía llorar con razón.

Volví a casa en 2039. Volví a mi barrio, donde eran pocos los que habían sobrevivido a la masacre; dondeeran escasos los amigos que aún seguían viviendo. A ellos les debo una vida que debía haber pasado a sulado. Sin embargo, aún me creía joven. 48 años no son tanto en la vida de cualquier ser humano. El problemaera que mis 48 hacían por 97 de cualquier ser humano. Ella también volvió a casa, con su familia. Seguíamosy seguimos escribiéndonos. Nunca volvimos ni volveremos a vernos.

19 años después de volver, me veo un anciano. Odio casi todo lo que me rodea. La droga sigue matandoa jóvenes que, cualquier día, podrán ser necesarios en algún otro frente de batalla. Que los habrá mientrasexistan las clases sociales; lejos de desaparecer. El capital sigue mandando sobre los hombres. Algunos hom-bres, hombres a cuyo lado no querría luchar ni aunque tuviesen las mejores armas del planeta, siguen matandoa mujeres a las que dicen querer. La igualdad sigue quedando lejos y el feminismo se ve como una cienciaprohibida. Por si fuera poco, el amor, único consuelo del corazón, se ha convertido en deseo puntual, en elanhelo de saciar un gusto entre piernas. Que está muy bien, da grandes ratos de alegría, alegría pura; perono es amor. Y sin amor, todo es peor.

Por todo eso estoy en el mar. Porque es el único lugar en el que de verdad puedo encontrar el amor. Elamor a mí mismo, la felicidad conmigo mismo. No fui perfecto, tampoco aspiré a ello. Corregí mis errorescon la única intención de dejar buen recuerdo en los corazones que un día me quisieron. A muchos los mata-ron, a otros no; hoy no me busca nadie. Y aun así, estoy feliz con mi vida. Una vida pésima, de barro, de man-chas, de llorar, de luchar y sangrar. Una vida de heridas, de despedidas, de infinitas noches en vela y poemasque no leerá nadie. Pero una vida que es mía, sin la que yo no podría ser yo. Yo, querido amigo –o amiga-,estoy satisfecho conmigo.

Tengo mil guerras ganadas en montes, en calles y en corazones. Esa es mi paz. Esa es mi libertad.