Otra vez una profecía se autocumple

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Otra vez: una profecía que se autocumple Llevo varios años en la Universidad de Antioquia y por lo tanto se me han hecho familiares algunos acontecimientos: el ruido de las papa-bombas, el olor de gases lacrimógenos, los semestres que se programan pero que necesariamente hay que reprogramar, algunas salidas apresuradas que hacen cortar de tajo el trabajo que se estaba realizando, la incertidumbre de si es posible realizar el evento que con tanta anticipación se había preparado, etc. No es ciertamente el mundo ideal pero tiene unas compensaciones, que se aprovechan oportunistamente: es el tiempo para leer el libro que le habíamos hecho hacer fila durante semanas, o para entregar esos conceptos y esas opiniones que nos piden, que una jornada normal no da espacio para eso o, simplemente, para enterarse adecuadamente de los problemas de la universidad que el afán diario no permite captar en toda su dimensión. Sería difícil hacer el inventario del aporte que esos acontecimientos contribuyen a construir el talante de los universitarios de la Universidad de Antioquia. Y por eso, a pesar de que las autoridades (que hace algún tiempo eran sólo las universitarias) daban orden de evacuación, se buscaba la manera de dilatar su cumplimiento para informarse adecuadamente o, simplemente para “novelear”. ¡Curioso que es uno!. Pero el 31 de marzo todo fue distinto. Antes de que nadie avisara sobre una evacuación, los gritos de pánico llegaron al cuarto piso y algo indicaba que era la hora de salir sin mayores miramientos. En ese momento los gases lacrimógenos dificultaban la respiración y producían una gran molestia en estos ojos viejos y recién operados. Logramos llegar al frente de la biblioteca en búsqueda de la salida por la Avenida del Ferrocarril, cuando nos vimos acorralados por centenares o tal vez de miles de estudiantes que corrían en direcciones contrarias porque la policía acosaba por la entrada de Barranquilla y otros muchos aparecieron en dirección hacia nosotros desde la cafetería aledaña al teatro Camilo Torres Restrepo. A paso ligero, llegamos hasta el parqueadero del edificio de la rectoría pero las bombas lacrimógenas no cesaban de sonar y de afectarnos las vías respiratorias, los oídos y los ojos.

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Otra vez: una profecía que se autocumple

Llevo varios años en la Universidad de Antioquia y por lo tanto se me han

hecho familiares algunos acontecimientos: el ruido de las papa-bombas, el olor

de gases lacrimógenos, los semestres que se programan pero que

necesariamente hay que reprogramar, algunas salidas apresuradas que hacen

cortar de tajo el trabajo que se estaba realizando, la incertidumbre de si es

posible realizar el evento que con tanta anticipación se había preparado, etc.

No es ciertamente el mundo ideal pero tiene unas compensaciones, que se

aprovechan oportunistamente: es el tiempo para leer el libro que le habíamos

hecho hacer fila durante semanas, o para entregar esos conceptos y esas

opiniones que nos piden, que una jornada normal no da espacio para eso o,

simplemente, para enterarse adecuadamente de los problemas de la

universidad que el afán diario no permite captar en toda su dimensión.

Sería difícil hacer el inventario del aporte que esos acontecimientos contribuyen

a construir el talante de los universitarios de la Universidad de Antioquia. Y por

eso, a pesar de que las autoridades (que hace algún tiempo eran sólo las

universitarias) daban orden de evacuación, se buscaba la manera de dilatar su

cumplimiento para informarse adecuadamente o, simplemente para “novelear”.

¡Curioso que es uno!.

Pero el 31 de marzo todo fue distinto. Antes de que nadie avisara sobre una

evacuación, los gritos de pánico llegaron al cuarto piso y algo indicaba que era

la hora de salir sin mayores miramientos. En ese momento los gases

lacrimógenos dificultaban la respiración y producían una gran molestia en estos

ojos viejos y recién operados. Logramos llegar al frente de la biblioteca en

búsqueda de la salida por la Avenida del Ferrocarril, cuando nos vimos

acorralados por centenares o tal vez de miles de estudiantes que corrían en

direcciones contrarias porque la policía acosaba por la entrada de Barranquilla

y otros muchos aparecieron en dirección hacia nosotros desde la cafetería

aledaña al teatro Camilo Torres Restrepo. A paso ligero, llegamos hasta el

parqueadero del edificio de la rectoría pero las bombas lacrimógenas no

cesaban de sonar y de afectarnos las vías respiratorias, los oídos y los ojos.

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Tengo que admitir que en ese preciso momento sentí una gran alegría: hacía

muchos años que nadie me pedía un cigarrillo y mucho menos que la gente

alrededor no nos mirara a los fumadores con ese desprecio y ese asco, que

supongo eran con los que se miraban los leprosos hace algunos siglos. Me

reconfortó ese instante efímero de tolerancia, en un mundo en que se cree que

la libertad consiste en tener un mundo sin humo, sin asambleas, sin

discusiones, sin gente reunida, sin grafitis, sin gritos y sin un largo etcétera. Mi

goce fue interrumpido por otro pelotón del Esmad que entraba por la portería

del Ferrocarril. Algunos los pudimos esquivar y ganamos la calle. Parece que

otros no corrieron la misma suerte.

Desolado, con una rabia contenida porque ya no tengo la fuerza física para

desahogarla con gritos o coreando consignas como lo hacían muchos de los

estudiantes, caminé hasta que pude encontrar transporte público para regresar

a la casa.

Como no tengo la capacidad de meterme en twitters, facebooks o redes

sociales, me tuve que conformar con los noticieros de la radio y la televisión,

que como todo el mundo sabe, primero califican los hechos y después dan una

precaria información sobre los mismos. En la página de la Universidad pude

enterarme, a las siete y media de la noche, que las actividades estaban

suspendidas desde las tres y treinta de la tarde.

No me molestó siquiera enterarme un poco tarde de la suspensión de las

actividades; lo que me preocupa y me hace escribir estas líneas, después de

haber visto el pánico y el terror en tantos rostros que usualmente veo en estas

aulas, estos pasillos, estas cafeterías, estas oficinas, esta biblioteca y en tantas

otras partes de la Universidad, es: ¿esta es la manera en que nos están

protegiendo el derecho al trabajo, al estudio, nos están garantizando nuestra

libertad y todos esos derechos que mis compañeros los constitucionalistas nos

han explicado con tanta lucidez?. ¿Sería simplemente un uso desmesurado de

la fuerza o la constatación que un cuerpo de choque, que no conoce la

Universidad, jamás debería ser invitado a actuar entre cientos o miles de

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personas, porque su propia naturaleza le impide hacer sutiles distinciones entre

enfermos, incapacitados para movilizarse, personas asustadas o entusiastas

estudiantes? Por lo menos de una cosa sí estoy seguro: los gases

lacrimógenos no tienen la menor posibilidad de distinguir y recordando la

famosa anécdota del que va hacia al despeñadero, es tal vez mejor que

quedemos como estábamos, a que nos protejan de esta manera.

Julio González Z.

Profesor

Facultad de Derecho y Ciencias Políticas.

Medellín, Abril 4 de 2011.