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ISSN: 2215-2490

La Universidad Latinoamericana de Ciencia y Tecnología, Costa Rica, no se hace responsable de la opinión vertida por las personas autoras en los distintos artículos.

EDITORIALPágina 2

DOCTRINA

Epítome de la representaciónen Derecho PrivadoVicente Calatayud Ponce de León.

Página 3

La garantía parlamentariade la ConstituciónJuan Alberto Corrales Ramírez.

Página 24

Introducción a la justiciaconstitucional costarricenseRicardo Madrigal Jiménez.

Página 57

Ponencia: el constitucionalismosocial en el siglo XXIFernando Zamora Castellanos

Página 126

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Consejo Editorial

El Consejo Editorial de la Revista Derecho en Sociedad lo integran expertos de reconocido prestigio en diversas disciplinas jurídicas, adscritos a la Escuela de Derecho de la ULACIT.

• M.Sc. Juan Alberto Corrales RamírezDirector Escuela de Derecho de ULACIT.

• Dr. Ricardo Madrigal JiménezProfesor de Derecho Constitucional, Facultad de Derecho, ULACIT, Costa Rica/ Juez Contencioso-Administrativo.

• M.Sc. Leonardo Villavicencio CedeñoProfesor de Derecho de Propiedad Intelectual, Facultad de Derecho, ULACIT, Costa Rica / Abogado del Tribunal Registral Administrativo.

• Dr. Fernando Zamora CastellanosDoctor en derecho constitucional por el Programa Latinoamericano de Doctorado en derecho entre la Universidad Complutense de Madrid y ULACIT

• Lic. Vicente Calatayud Ponce de LeónProfesor investigador del IPPL de ULACIT

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La octava edición de nuestra Revista está dedicada a ensayos que por su contenido tienen relevancia didáctica. Son fruto de las labores de extensión e investigación de nuestra Facultad y se ponen al servicio de nuestra comunidad académica.

Decía Kant en su ensayo ¿Qué es el iluminismo? que encontrar el conocimiento es una labor que no se puede emprender en solitario sino en comunidad. Nuestra comunidad académica se complace en mostrar el fruto de nuestro esfuerzo, maduro en la cosecha de la Facultad orientados en los valores de la justicia, la democracia, la libertad y la igualdad.

La producción de investigación académica en nuestro país es escasa y su orientación para fines educativos en cursos de las facultades no ha sido práctica. Lo anterior nos motiva a generar material didáctico que permita reproducir de forma permanente lo que se investiga y lo que se enseña.

Celebramos la re acreditación dada por el Sistema Nacional de Acreditación de la Educación Superior (SINAES) compartiendo investigaciones de nuestro cuerpo docente y egresados dedicado al aprendizaje de estudiantes de Derecho.

Máster  Juan  Alberto  Corrales  R  Director  Escuela  de  Derecho  

ULACIT  

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Epítome  de  la  representación  en  Derecho  Privado  

Vicente  Calatayud  Ponce  de  León  Profesor  investigador  

Instituto  de  Políticas  Públicas  y  Libertad  (IPPL)  Universidad  Latinoamericana  de  Ciencia  y  Tecnología  (ULACIT)  

Resumen En la dinámica del derecho, los actos y negocios jurídicos son llevados a cabo de dos formas distintas. Normalmente, es la misma persona interesada la que realiza el acto o el negocio, pero sucede que, en ocasiones, es otro el sujeto que los celebra a nombre del interesado, lo que da como resultado el nacimiento de la representación. Es una institución que supone la sustitución de la persona titular del derecho por otro sujeto, quien ejercitando el papel de representante, ejecuta los actos jurídicos a nombre de la primera. Esta figura jurídica supone una forma de cooperación entre personas, a quienes ayuda a actuar jurídicamente cuando, por razones de distinta índole, no pueden o no desean hacer frente personalmente a determinadas situaciones legales.

Summary In the dynamics of law, legal acts and transactions are carried out in two different ways. Normally, it is the same person that performs the act or business, but on occasion, it is another subject that represents the person of interest, which results in the birth of representation. Representation is an institution which involves the substitution of the person holding the right to another subject, performing legal acts on behalf of the first. This legal figure is a form of cooperation between people, that helps to act legally when for various reasons, they cannot or do not want to personally face certain legal situations.

Palabras clave Agente, apoderado, ausencia, autocontrato, autonomía, capacidad, contrato, curador, mandato, menores, personería, poderdante, potestad, ratificación, representación, revocación, silencio, subrogación, tutoría.

 

 

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Keywords Agent, trustee, absence, self-contract, autonomy, competence, contract, curator, mandate, minors, personality, principal, power, ratification, representation, revocation, silence, subrogation, tutorial. 1. Manifestación de la voluntad. Sus formas En el mundo de las relaciones jurídicas, las actuaciones de los sujetos de derecho pueden ofrecer diversas formas de manifestación. En todos los casos, por ‘manifestar’ se ha de entender una exteriorización de la voluntad. Bien se trate de simples actos jurídicos o de otra categoría derivada de ellos ―que se conoce como negocio jurídico―, siempre se verá cómo los sujetos externan su voluntad, pues lo que pueda quedar en el ámbito interno de las personas, difícilmente dará lugar a eficacia jurídica, es decir, una voluntad que quede simplemente en niveles de pensamiento o conciencia, para nada producirá la modificación de la situación jurídica de alguien. Según Calatayud (2015),

es por ello que existen diversas formas de expresar la voluntad. En una, el sujeto

lo hace a nombre propio o bajo la fórmula ‘en propio nombre y derecho’ y de

ahí se pueden derivar distintas situaciones. Se habla de voluntad expresa,

mediante la palabra, hablada o escrita; signos corporales; y acciones positivas

(acción) o negativas (omisión), teniendo en cuenta que hasta al silencio ―en

muchas ocasiones― se le asigna relevancia jurídica. En otra forma de expresión

de la voluntad, se acepta, eso sí, con muchas dificultades en su interpretación

―al decir de la doctrina―, la voluntad tácita. Finalmente, se ha escrito sobre la

figura de la manifestación de la voluntad bajo ‘protesta’, cuando una persona,

realizando un hecho, elimina la posibilidad de que se le asigne al mismo el

significado que en otro caso se le daría (pp. 302-303).

2. La representación. Generalidades El fenómeno de la representación aparece desde la Antigüedad, y su fundamento reside en ampliar la actividad jurídica de la persona ofreciéndole, en primer término ―y a través de una ficción jurídica―, la forma de operar en un mismo momento en dos lugares diferentes por medio de otro sujeto, que actúa como su representante. Como

 

 

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segunda posibilidad, es el sistema que el ordenamiento jurídico establece ante situaciones de iure o de facto que puedan presentarse a determinadas personas a las que, por sus circunstancias, no se les autoriza la realización de actos jurídicos eficaces. Con lo dicho, se quiere indicar que la norma no circunscribe la institución de la representación únicamente a la esfera del negocio jurídico, sino que amplía la hipótesis a cualquier situación donde se manifieste la voluntad de una persona a través de un tercero, con el objeto de producir consecuencias jurídicas. Ahora bien, es preciso dejar constancia de que el ordenamiento establece la regulación de la representación con carácter general, de forma que las previsiones no alcanzan a aquellos actos jurídicos llamados personalísimos, en los que, por mandato legal, no es posible su aplicación. Son actuaciones que únicamente pueden ser llevadas a efecto por el propio interesado, excluyendo la eventualidad de que sean realizadas por otro sujeto en concepto de representante. En términos amplios, la representación afecta normalmente a las relaciones jurídicas de carácter patrimonial. La persona, al llevar a cabo el acto de representación, no lo efectúa en su propio interés, por lo cual la eficacia ―o las consecuencias jurídicas― que se deriven de esa actuación, transcenderán al sujeto que otorgó su consentimiento para la ejecución del acto y, como es obvio, en su único beneficio. Curiosamente, en el derecho romano no se daba esta situación, porque los efectos de un acto únicamente se producían entre las personas que realizaban el negocio. No obstante, según Díez-Picazo (1979, p. 270), esta no fue una regla fija, ni constituyó tampoco un dogma incontrovertido, al contrario, parece que actuó de manera flexible y permitió que se formularan excepciones siempre que fuera necesario. De acuerdo con la opinión de Serna (1993) se evidencia que

la actuación en nombre y por cuenta de otro ―el dominus, el representado―, o,

más brevemente, el obrar por otro, agere nomine alieno, se llama, con afortunada

expresión, contemplatio domini, que pone acertadamente de relieve que se quiere el

negocio, no para sí mismo, sino para aquel, y que, por ello, se desenvuelve la

actividad negocial teniéndolo presente (contemplándolo). Esta situación se

produce no sólo porque el representante lo manifiesta, sino porque el tercero

con quien se actúa, realiza el acto a sabiendas que los efectos jurídicos

repercutirán en la esfera jurídica del representado y no de quien actúa con él

(representante). Se plantea en la doctrina que existe también la contemplatio ex re

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(forma de manifestación tácita donde se demuestra que la cosa objeto del

negocio se reconoce perteneciente al representado) o la contemplatio ex facti

circunstantiis (donde se demuestra por otras circunstancias que el negocio se

celebra por el representante no para sí) (p. 468).

3. Noción de representaciónEl otro medio de actuación en el ámbito jurídico es aquel en que el sujeto de derecho no lleva a cabo el acto o el negocio de forma personal y directa, sino que, por distintas circunstancias, lo lleva a efecto a través de la intervención de otra persona; y es aquí donde aparece la representación en el orden jurídico, que no es ni más ni menos que la acción o el efecto de representar, término que según Casares (1999), significa ‘substituir [sic] a uno o hacer sus veces’. La representación es la voluntad de una persona física que se atribuye a la persona del representado, el cual puede ser una persona física o una persona moral, es decir, jurídica.

En muchas ocasiones se ha escrito que la lengua latina es origen de gran parte del acervo lingüístico del idioma español y, mucho más, en el lenguaje técnico–jurídico. No es una excepción la palabra ‘representación’ ―representatio, en latín―, como acción y efecto de representar, hacer presente algo con figuras o palabras, referir, sustituir a alguien o ejecutar una obra en público. Por lo tanto, la representación puede tratarse de la idea o de la imagen que sustituye la realidad. Básicamente, hablamos de representación cuando, en determinadas ocasiones, se pueden tomar decisiones para que puedan afectar a una persona, sea física o jurídica.

De las anteriores definiciones se puede perfectamente advertir que la representación no corresponde únicamente al campo del derecho. Pero aun limitándose el presente estudio exclusivamente al ámbito jurídico, se hace harto complicado ofrecer un concepto unitario y preciso de esta institución por la diversidad de aspectos que presenta. La ventaja de la figura se basa en la circunstancia de proporcionar ―y a veces viabilizar― la actuación legal de alguien a través de otra persona.

La doctrina diferencia dos maneras o formas de la representación. Una, la denominada ‘representación activa’, que viene referida a la declaración de voluntad propiamente dicha a nombre de otro sujeto; y, otra, la ‘representación pasiva’, que es cuando la persona recibe la manifestación. En ambas hipótesis, la representación requiere que el representante realice el acto jurídico o, en su caso, el negocio, por su propia voluntad, llevándolo a efecto a nombre y por cuenta de otra persona, a fin de que las

 

 

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consecuencias jurídicas del acto incidan sobre el representado. Además, que quien ejercite la representación, ostente la calidad de representante legal o bien la de mandatario de quien represente. 4. Clases de representación Atendiendo a diferentes criterios, la representación ha sido generalmente clasificada bien por su origen, bien por su forma de funcionamiento. En cuanto a su origen o causa productora, habrá de distinguirse la representación legal y la representación voluntaria, esta última llamada también convencional. A continuación se examinan ambas especies. 4.1. Representación legal Es la potestad que viene prevista por la ley respecto de ciertas personas para que puedan actuar en nombre de otras, representándolas y como medios complementarios que el ordenamiento jurídico tiene regulados para suplir una posible falta de capacidad para actuar, con el objetivo de que sus limitaciones no supongan un obstáculo para el ejercicio de la capacidad jurídica. Se deduce de ello que este tipo de representación no requiere la existencia del mandato, al ser su fuente creadora la propia ley. En criterio de Albaladejo (1972), la representación legal “tiende a suplir la falta de capacidad del representado, pero no debe ser confundida ni con la asistencia a personas parcialmente incapaces ni con la necesidad de que alguien preste su asentimiento al negocio celebrado por otro” (p. 343). Realmente, lo que se produce es el fenómeno de carácter tuitivo que el derecho privado desempeña en orden a la defensa de los intereses subjetivos, ello tanto para proteger al propio sujeto en situación de incapacidad frente a agresiones patrimoniales externas, como a terceros que pudieran verse involucrados en algún negocio de iniciativa del incapaz, privando a este de realizar ciertos actos y encomendándolos a otra persona, que es el representante. Las leyes costarricenses regulan numerosos casos de representación legal, con diversas hipótesis que se analizan a continuación. Un caso de representación legal es la referida a la patria potestad o autoridad parental respecto de los menores, que según el artículo 140 del Código de Familia costarricense compete a los padres, previsión que se completa, en unos supuestos, con la del artículo 162, que dispone el nombramiento de un representante legal en el caso de que quien ostente la patria potestad estuviera incapacitado para uno o varios determinados negocios; y en otros casos, con la del artículo 175, en el que se determina que el menor que no esté en patria potestad estará sujeto a tutela.

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También, es de considerar la tesis del nasciturus, pues el artículo 31 del Código Civil de Costa Rica dispone que se tendrá como nacido ―en cuanto a sus derechos― al ser humano desde trescientos días antes de su nacimiento, por lo que se procede a establecer la representación legal del ser en gestación en favor de quien la ejercería como si hubiera nacido y, caso de imposibilidad o incapacidad suya, a un representante legal.

Igualmente y para los menores, el mismo Código Civil, artículo 70, determina que en cualquier momento posterior a la desaparición de una persona sin noticias, el Patronato Nacional de la Infancia podrá adoptar las medidas adecuadas para proteger a los hijos menores del desaparecido, facultad que habrá de extenderse por un tiempo de seis meses; transcurrido este lapso tendrá que proveerse, si procede y a través de los trámites legalmente establecidos, a la tutela.

Otro supuesto se encuentra en la curatela para los mayores de edad. El artículo 230 del Código de Familia establece que quienes puedan presentar una discapacidad intelectual, mental, sensorial o física que les impida atender sus propios intereses, estarán sujetos a la curatela, ejercida por un curador designado judicialmente al efecto.

En lo relativo a la protección de las personas ausentes, y también de los posibles derechos de quienes pudieran ser afectados por esa eventualidad, el artículo 67 del Código Civil prevé que en los casos de ausencia señalados en el propio texto y cumplidos los requisitos que se establecen, habrá de procederse al nombramiento de un curador provisional durante el tiempo que continúe la situación de ausencia.

Respecto a la institución de vieja data conocida con el nombre de ‘albaceazgo’, y para la administración de la herencia, el artículo 548 del Código Civil dispone que el albacea es el administrador y representante legal de la sucesión, en juicio o fuera del mismo, con facultades de mandatario con poder general.

Situaciones distintas y con diferente alcance son, en cuanto a representación legal, las de los artículos 636, 718 y 899 del Código Civil, las cuales se verán a continuación.

En los casos de cotitularidad de los derechos de crédito en situaciones de solidaridad:

Artículo 636.- No puede haber solidaridad entre acreedores. Cuando por

convenio o por testamento se concedan a otra ú [sic] otras personas los mismos

derechos del acreedor, dicha persona o personas se considerarán como

 

 

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apoderados generales de éste; y si por los términos del convenio o del

testamento no pudiere conocerse cuál es el verdadero acreedor, los que

aparecieren con ese carácter serán reputados acreedores simplemente conjuntos,

teniendo cada uno de ellos, con respecto a la parte de los demás acreedores, las

facultades de un apoderado general.

En el ejercicio de los derechos y acciones del deudor por parte del acreedor mediante la acción subrogatoria:

Artículo 718.- La subrogación de que tratan los artículos anteriores, no da al

acreedor ninguna preferencia sobre los demás; y en virtud de ella, el acreedor

tendrá las mismas facultades que tendría si fuera apoderado general del deudor,

para el negocio o negocios de que se trata.

Con respecto a lo que se refiere también en el Código Civil en relación con la declaratoria de insolvencia y de la apertura del concurso, se tiene lo siguiente:

Artículo 899.- Desde la declaratoria de insolvencia, el deudor queda de derecho

separado é [sic] inhibido de la facultad de administrar y disponer de los bienes

que le pertenezcan y sean legalmente embargables. Esta facultad corresponde a

su acreedor o acreedores, quienes, en caso de concurso, han de ejercerla por

medio de un curador nombrado al efecto.

En cuanto al Código de Comercio de Costa Rica, se debe recordar, en las sociedades mercantiles, las figuras del agente residente y la del apoderado generalísimo, reguladas ambas en los siguientes preceptos:

Artículo 18.- La escritura constitutiva de toda sociedad mercantil deberá

contener:… 13) Nombramiento de un agente residente que cumpla con los

siguientes requisitos: ser abogado, tener oficina abierta en el territorio nacional,

poseer facultades suficientes para atender notificaciones judiciales y

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administrativas en nombre de la sociedad, cuando ninguno de sus representantes

tenga su domicilio en el país.

Artículo 226.- Las empresas individuales o compañías extranjeras a que se refiere

el inciso d) del artículo 5° de este Código, que tengan o quieran abrir sucursales

en la República, quedan obligadas a constituir y mantener en el país un

apoderado generalísimo para los negocios de la sucursal.

De las anteriores citas se evidencia que la representación legal no nace de un acto jurídico del sujeto del derecho, no emana de la voluntad privada, no depende de ella, pues su origen, su fuente, es la ley. Es por ello que de la representación surgen aspectos de gran importancia, porque la ley es la que determina en qué supuestos aplicará la representación legal, es decir, se produce el supuesto del numerus clausus, o sea, relación cerrada, y una exacta tipificación en el ordenamiento, al ser la ley la que dispone quién o quiénes sean los nombrados para actuar con esas facultades y en cuál situación de derecho.

El cargo de representante es de carácter irrenunciable, en el sentido que establece el artículo 18 del Código Civil, pues la renuncia no tendría validez al ir contra normas que prevén esa obligatoriedad. No se trata de un derecho, sino de un deber determinado por la ley, lo cual no supone que el representante no pueda ser removido de su cargo, bien a través de una suspensión temporal o por vía de una privación definitiva, si no cumple con sus deberes o funciones. En cada caso puntual, será competente para dar por terminada la función de representante el mismo órgano que lo designó. En este tipo de representación no está prevista la posibilidad de sustitución, porque el cargo nace con la ley en atención a determinados vínculos o situaciones específicas.

En todos los casos señalados se requiere fundamentalmente que el representante sea legalmente capaz, pues presta su voluntad al representado. La persona que realiza el acto no lo hace en su propio interés y, por tanto, los efectos jurídicos que se derivan de este repercuten directamente en beneficio o perjuicio de la persona a quien representa.

Como consecuencia de lo anterior, en la representación legal no opera la autonomía de la voluntad privada, pues su fuente o causa productora es la ley, y de ahí la denominación ‘legal’ que se maneja. En muchos casos supone una protección que el ordenamiento jurídico prevé para el representado y ese carácter tutelar determina la sumisión de aquel al representante, que es quien realmente actúa y dispone. En otras

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hipótesis, referidas a las personas jurídicas, se necesita de la institución que se está analizando, precisamente por la propia naturaleza de esos entes.

4. 2. Representación voluntaria o convencional La representación voluntaria, de acuerdo con Castro (1972),

está dentro del ámbito de la autonomía de la voluntad. Es aquella cuyo título

reside en la voluntad declarada por el representado título en el que se confía al

representante la facultad de actuar y decidir, en los límites que se le señalen y

por cuenta del representado” (pp. 117 y 118).

Es decir, esta clase de representación emana de un acto jurídico y de forma más especial de un negocio jurídico.

La representación voluntaria, a diferencia de la representación legal, no es dictada por un órgano jurídico, sino que se da cuando una persona, en uso de sus derechos subjetivos, es decir, por decisión personal y voluntaria, autoriza a otra para actuar en su nombre y representación. Se aprecia perfectamente el ejercicio de una facultad del conjunto que viene reconocido por el ordenamiento jurídico a los sujetos de derecho privado.

Según Valverde (1935),

la representación es una ficción que prolonga o extiende, puede decirse, la

personalidad jurídica del hombre y le permite concluir actos por el intermedio de

terceras personas, con el mismo resultado que si él personalmente los realizara.

Claro es, que en rigor, siendo la voluntad la causa eficiente de los actos jurídicos

y de las relaciones de derecho, no puede admitirse la representación, puesto que

la voluntad debe ser declarada por el mismo interesado, pero la vida de relación,

la actividad económica, las necesidades sociales, en una palabra, imponen esta

institución como indispensable, y el derecho no ha tenido otro remedio que dar

la correspondiente figura jurídica. Es más, en muchos casos se paralizaría la vida

de relación y se perjudicaría intereses que merecen toda clase de respetos, como

sucedería con las personas de capacidad limitada o incompleta, que a no ser por

la representación no podrían ejercitar sus derechos. Por eso esta teoría de la

representación en los negocios jurídicos es admitida por las legislaciones

 

 

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modernas. El derecho actual la admite en el sentido de que el acto hecho por el

representante es reputado como hecho por el representado” (pp. 498 y 499).

Dentro de la representación voluntaria se encuentra el mandato como un contrato, según determina el Código Civil:

Artículo 1251.- El contrato de mandato puede celebrarse entre presentes y

ausentes, por escritura pública o privada y aun de palabra; pero no se admitirá

en juicio la prueba de testigos, sino en conformidad con las reglas generales, ni

la escritura privada cuando las leyes exijan documento público.

El instrumento en que se hace constar el mandato se llama poder. Los poderes

generales o generalísimos deben otorgarse en escritura pública e inscribirse en la

sección correspondiente del Registro de la Propiedad y no producen efecto

respecto de tercero sino desde la fecha de su inscripción.

En la materia civil que se analiza, la representación voluntaria se produce, pues, mediante la figura del mandato. Cuando el mandatario actúe frente a terceros a nombre del mandante, se considerará mandato con representación; será sin ella cuando el mandatario lo efectúe como si lo hiciera en propio nombre y derecho. Asimismo, en lo que respecta a la representación voluntaria, la doctrina diferencia entre representación directa y representación indirecta. Es directa cuando el representante obra no solo por cuenta del representado, sino también en su nombre. En este caso, la actuación de aquel vale igual en lo interno ―entre representante y representado―, que externamente ―en las relaciones con la otra parte o con terceros―. En la representación directa también se encuentra el concepto de contemplatio domini. Esta expresión alude a la idea del hacer de alguien en nombre ajeno (agere in nomine alieno), y del propio sentido es claro que en estos casos los interesados en el negocio saben de la existencia de un dominus (el representado) detrás del desempeño del representante. En la representación indirecta, la persona que protagoniza el papel de representado encomienda al representante que formalice un acto por su cuenta, pero no en su nombre, es decir, aquel actúa en nombre propio pero en interés ajeno, al contrario que

 

 

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en la directa, en la cual los efectos jurídicos del acto representativo se producen entre el representado y el tercero. 5. Consecuencias de la representación voluntaria 5. 1. Consecuencias normales La representación voluntaria y la legal producen las mismas consecuencias o efectos, pues los actos o negocios realizados por el representante recaen de manera directa sobre la persona representada, sea física o jurídica. Sin embargo, en la representación legal o necesaria, a la norma no le interesa la voluntad del representado, de la cual prescinde, por cuanto lo considera o bien sin capacidad de actuar o bien imposibilitado de adoptar adecuadamente una decisión. En la representación voluntaria, el sujeto a quien se representa ostenta capacidad de obrar y, por consiguiente, la intervención de su voluntad es exigencia insalvable para la eficiencia del acto o negocio que se pretende realizar. 5. 2. La ratificación En lo que se refiere a los efectos de la representación voluntaria, habrá de diferenciarse entre los actos o negocios llevados a cabo por el representante dentro de los límites de las facultades que le hayan sido conferidas, de aquellos otros en los que se haya podido extralimitar o en actos en que pueda carecer de aquellas. Si el representante celebra un negocio jurídico en nombre del representado ostentando potestad para ello ―hipótesis válida tanto para la representación voluntaria como para la legal―, los efectos jurídicos del negocio realizado recaen sobre el representado. Si lo anterior se llevara a efecto sin representación o excediéndose los límites de ella, el negocio quedaría en suspenso a la espera de su convalidación, ello, de producirse, mediante la ratificación. La ratificación consiste en un acto unilateral, que tiene por finalidad ofrecer a una persona que se ha visto involucrada en un negocio por la actuación de otra que carecía de su representación, o se ha excedido en las facultades otorgadas, la posibilidad de asumir el negocio como válido. La ratificación genera efectos retroactivos, ya que lleva consigo la aprobación de una situación que ya existe en la realidad. Contrariamente, cuando el acto no se ratifica, frustra todo su valor respecto del supuestamente representado, pudiendo quedar obligado el aparente representante con respecto a la persona con quien negoció, salvo que esta conociese la falta o insuficiencia de la representación. 6. Mandato y poder Según Brenes (1998, puede definirse el mandato como

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un contrato consensual en cuya virtud uno de los estipulantes, llamado

‘mandatario’, es encargado por el otro, que recibe el nombre de ‘mandante’, para

que obrando por cuenta y representación de éste, desempeñe uno o varios

negocios de carácter jurídico (p. 270).

Ahora bien, el poder o el apoderamiento es un acto jurídico unilateral a través del cual el poderdante confiere su representación jurídica voluntaria a una persona, siempre capaz, denominada apoderado. Como deja claro el Código Civil, el mandato puede ser verbal, pero seguirá siendo mandato; pero, si el mandato se estipula en documento público o privado, llegará a ser un poder, porque, en tal caso, el instrumento que se utiliza para el otorgamiento de los poderes es el papel donde se plasma el mandato.

A diferencia del poder, el mandato es una relación bilateral de mandante a mandatario, y supone la existencia de un contrato, es decir, un acuerdo de voluntades para crear o transferir derechos y obligaciones a través de la realización de actos jurídicos. El poder es un negocio jurídico unilateral, y para su existencia no se precisa la declaración de voluntad de quien pueda quedar designado apoderado, quien podrá simultanear la aceptación del poder en el mismo momento del otorgamiento o bien aceptarlo posteriormente, pero en tanto no lo haga, el poder carecerá de eficacia. Sobre este particular, el Código Civil dispone lo siguiente:

Artículo 1251.- El contrato de mandato puede celebrarse entre presentes y

ausentes, por escritura pública o privada y aun de palabra; pero no se admitirá

en juicio la prueba de testigos, sino en conformidad con las reglas generales, ni

la escritura privada cuando las leyes exijan documento público.

El instrumento en que se hace constar el mandato se llama ‘poder’. Los poderes generales o generalísimos deben otorgarse en escritura pública e inscribirse en la seccióncorrespondiente del Registro de la Propiedad, y no producen efecto respecto de tercero sino desde la fecha de su inscripción.

Esta previsión legal nos obliga a establecer las diferencias entre mandato y poder, las cuales serían:

 

 

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• Su origen.- El mandato surge de un contrato, por lo que precisa del consentimiento de ambos contratantes (artículo 1007 del Código Civil), en tanto que, como antes se indicó, el otorgamiento de un poder no precisa la simultánea aceptación del apoderado. • Su contenido.- El mandato supone el nacimiento de una relación jurídica obligatoria, pues es por todos conocido que el contrato es fuente de obligaciones, al contrario del poder, pues de este no surge una obligación con cargo al apoderado, sino más bien una facultad dentro del ejercicio del derecho subjetivo del sujeto objeto de la designación. • Sus efectos.- El mandato produce sus efectos entre los contratantes (mandante y mandatario); en el apoderamiento, las relaciones jurídicas se dan entre el representado (mandante) y un tercero, únicas personas sobre quienes recaerán los efectos del negocio. • Su extinción.- El mandato termina por su revocación y comunicación al mandatario, en tanto que la revocación ―derecho que también asiste con carácter potestativo al poderdante― debe ser notificada no solo al apoderado, sino igualmente a los terceros afectados. Sobre este particular, el artículo 1282 del Código Civil dispone que “la revocación del mandato surte sus efectos respecto del mandatario desde que éste lo sepa; pero respecto de terceros, si el poder es de los que deben estar escritos, solamente desde la fecha en que se inscriba la revocación”. 7. Estructura jurídica del poder y tipos de poderes En la estructura de un poder se distinguen los siguientes aspectos fundamentales: • Un elemento personal, poderdante, es decir, el autor del apoderamiento. • La mención del sujeto al cual se le otorgará el poder. • Las facultades de representación. • Razón o causa lógico-jurídica para su otorgamiento. • En ocasiones, otros elementos. En lo que se refiere a los distintos tipos de poderes, el Código Civil nos presenta los siguientes: poderes especiales, especialísimos, generales, generalísimos y judiciales. Seguidamente se presenta un breve comentario de cada uno de ellos. 7. 1. Poder especial El Código Civil establece en su artículo 1256 la regulación del poder especial, que se caracteriza por constituirse para efectos de un negocio específico o único, y bien puede ser tanto para fines judiciales como extrajudiciales.

 

 

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7. 2. Poder especialísimo Este es un poder muy especial y particular, el cual es exigido por nuestra legislación de forma específica y determinada, y para ciertos casos predeterminados, según el grado de importancia y trascendencia del acto por representar y realizar. Son actos de género especial cuya formalización ha de guardar ciertas solemnidades muy especiales para la realización de un acto específico. Tal es el caso del artículo 1408 del Código Civil para las donaciones, el del artículo 30 del Código de Familia en cuanto a la celebración del matrimonio o el artículo 72 del mismo Código para la impugnación de la paternidad. 7. 3. Poder general La particularidad y especialidad de este tipo de mandato es que no es de disposición, sino de administración. Conforme a este poder y según el artículo 1255 del Código Civil, pueden realizarse algunos negocios, o todos los administrativos en general. 7. 4. Poder generalísimo El poder generalísimo faculta al apoderado a realizar todos los actos que podría hacer la persona otorgante por sí misma, excepto aquellos casos en que la ley previamente haya determinado que para tales, se debe contar primero con un poder especialísimo (artículo 1253 del Código Civil). 7. 5. Poder judicial Este tipo de poder es otorgado a los abogados. Se otorga para todos aquellos negocios en que el poderdante necesite ser representado judicialmente para apersonarse como actor o reo, sea activa o pasivamente a nombre de su representado, así como en cualquier negocio que le sea de interés al otorgante, de acuerdo con el artículo 1289 del Código Civil. Para que el poder judicial sea válido, debe constar mediante escrito autenticado ―por otro abogado distinto al mandatario― en el mismo expediente y no requiere que sea otorgado en escritura pública. El poder judicial especial puede ser particular o general. El general confiere amplias facultades para el manejo de todos los asuntos de carácter judicial mientras que, en el particular, se tienen las mismas facultades, pero únicamente para el negocio jurídico expresado en el poder mismo. 7.6. El autocontrato Con esta paradójica expresión se abre la puerta a la cuestión de los negocios concluidos por el representante consigo mismo. Siempre ha sido muy discutido si el representante podía llevarlos a cabo. Hay quienes han admitido la posibilidad del autocontrato, eso sí,

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con ciertos límites, y otros excluyendo en absoluto la contratación al considerar que esa hipótesis conllevaba una imposibilidad, tanto jurídica como natural.

Desde el derecho romano se viene planteando como principio general el que para la existencia de un pacto o convenio, es absolutamente indispensable la concurrencia de dos o más personas. Sin embargo, en el derecho contemporáneo se ha ido imponiendo la figura del autocontrato, habiéndose señalado por la doctrina que tal figura constituye un acto unilateral que en lo único que pueda tener que ver con el contrato es en lo semántico, es decir, su propia denominación y la posibilidad, como la tiene el contrato, de producir efectos jurídicos, creando relaciones jurídicas que afectan a dos conjuntos patrimoniales. No obstante, ciertamente, el autocontrato vincula no solo a dos patrimonios, sino también a dos personas. La representación entonces no suma ningún nuevo elemento a aquel.

De por sí y respecto a quienes defienden la tesis positiva de la validez del autocontrato, cabe enfrentar que la falta de dos personas distintas en el negocio ―requisito y característica del contrato― es razón más que suficiente para, por lo menos, eliminar esa terminología. Así lo entendió la doctrina alemana, la cual llegó a prohibir el llamado ‘autocontrato’ del representante, por los riesgos de que el representante cuidara su propio y personal interés sobre el interés del representado e, incluso, pudiéndose dar el caso de que ambos intereses pudieran ser contrapuestos.

En Costa Rica, se ha seguido en alguna medida la doctrina alemana en el sentido de permitir el llamado autocontrato cuando exista una autorización especial, bien de la ley, bien del representado. Y aunque en nuestra legislación no se establece un precepto concreto de autorización, podemos encontrar algún ejemplo sobre el particular y que precisamente afecta al tema que estamos tratando relativo a la representación. Piénsese que solamente en esta institución, por lo que se refiere a la representación convencional, es donde se concreta la hipótesis del autocontrato. Así, en el Código Civil viene determinado lo siguiente:

Artículo 1263.- No podrá el mandatario por sí ni por interpuesta persona,

comprar las cosas que el mandante le haya ordenado vender, ni vender de lo

suyo al mandante lo que éste le haya ordenado comprar, si no fuere con

aprobación expresa del mandante.

Si tuviere encargo de tomar dinero prestado, podrá prestarlo al mismo interés

designado por el mandante, o a falta de esta designación, al interés corriente;

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pero facultado para colocar dinero a interés, no podrá tomarlo prestado para sí,

sin la aprobación del mandante.

Aunque en esta parte del trabajo se están analizando cuestiones relativas a la representación convencional, no está de más recordar cómo el Código de Familia establece prohibiciones en situaciones que tienen que ver con la denominada autocontratación. De esta forma, se disponen prohibiciones para el tutor, como representante legal del menor; y para el curador, representante del mayor de edad incapaz.

Así, se tiene que el artículo 217 del Código de Familia prohíbe al tutor: “1. Contratar por sí o por interpósita persona con el menor, o aceptar contra él, derechos, acciones o créditos, a no ser que resulten subrogación legal. Esta prohibición rige también para el cónyuge, los ascendientes, descendientes y hermanos del tutor”.

La citada norma es igualmente aplicable a los curadores, al disponer el artículo 241 del mismo Código que “lo dispuesto para la tutela se observará también respecto a la curatela en cuanto fuere aplicable y no contrario a lo determinado en este Título”.

Por su parte, el Código de Comercio también establece la prohibición de la llamada autocontratación, pero igualmente bajo la tesis de la autonomía de la voluntad, en los casos en que el convenio entre comitente y comisionista permita llevar a cabo ese tipo de negocio. De esta manera, en el artículo 290, la norma establece que

salvo convenio en contrario, el comisionista no puede adquirir directamente para

sí, ni por medio de otra persona, los efectos cuya enajenación le haya sido

confiada. Tampoco podrá vender sus propios artículos al comitente, salvo

convenio en contrario. Comisionado para colocar dinero, no podrá tomarlo para

sí aun cuando rinda garantía, salvo expreso y previo consentimiento del

comitente.

De todo lo dicho se puede deducir que no existe en nuestro ordenamiento jurídico privado una prohibición general de autocontratación, sino que las dichas anteriormente son excepciones a la regla general de permisividad y, en consecuencia, tienen el carácter de numerus clausus. En realidad y aplicando simples reglas de lógica jurídica, lo que habría

 

 

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que investigar en cada caso sería la existencia o no de conflictos de intereses o de intereses contrapuestos entre representante y representado. 8. Extinción o terminación de los mandatos El Código Civil, en el artículo 1278, indica cuáles son las causas específicas por las que se terminan los mandatos, lo que no impide que este tipo de contrato pueda extinguirse conforme a las reglas que aplican a este negocio jurídico, así podría ser por caso fortuito o fuerza mayor, transacción o nulidad declarada. De tal suerte, el mandato puede perfectamente terminar a través de una convención en la que los interesados estén de acuerdo en finalizarlo. Las causas especiales de extinción de los mandatos, según legislación civil costarricense, son las siguientes:

Artículo 1278.- El mandato termina:

1.- Por el desempeño del negocio para que fue constituido.

2.- Por la expiración del término o por el evento de la condición, prefijados para

la terminación del mandato.

3.- Por la revocación del mandato.

4.- Por la renuncia del mandatario.

5.- Por la muerte del mandante o mandatario.

6.- Por la quiebra o concurso del uno o del otro.

7.- Por la interdicción del uno o del otro.

8.- Por la cesación de las funciones del mandante, si el mandato ha sido dado en

ejercicio y por razón de ellas.

9. Teoría del órgano. Representación de las personas jurídicas. Personería jurídica La teoría orgánica de la persona jurídica concibe a esta como un órgano natural ―al igual que a la persona humana―, con una voluntad propia y propio interés distintos de la voluntad e interés de las personas físicas de sus miembros. La persona jurídica obra directamente por medio de sus órganos, cuyos actos son propios de ella y cuya voluntad vale como su voluntad.

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Díez-Picazo (1979) señala que las personas jurídicas necesitan indispensablemente un representante para actuar, pero que la representación en aquellas no corresponde al tipo de la legal, y así lo expresa el autor:

Sin embargo, ésta no es una representación legal puesto que no surge

directamente de la ley, sino de un acto voluntario y de un acto de autonomía

privada de la persona jurídica, como puede ser su regla funcional o sus estatutos.

La persona jurídica no puede actuar sin representante, pues al no tener de

existencia corpórea, requiere ejercitar sus derechos y obligaciones a través de sus

órganos sociales representativos, cuyas facultades de representación las establece

la ley y los estatutos. El representante orgánico expresa la voluntad de la persona

moral y para la ciencia jurídica, es su voz misma. No hay pluralidad de sujetos,

sino que se le considera como parte integrante del todo, como un verdadero

órgano. Todos los negocios del ente que el representante cristalice, se le imputan

a la sociedad directamente (p. 287).

Sobre el nombramiento de los administradores de las entidades mercantiles, el Código de Comercio, artículo 18, inciso 12, dispone la necesidad de proceder a la indicación de los que hayan de tener la representación de la sociedad con su aceptación, si fuere del caso. Los administradores constituyen el órgano de gestión y representación de la sociedad cuyo nombramiento corresponde a los socios y el procedimiento para su designación o elección se establece en los estatutos sociales o reglamentos.

La teoría orgánica ha tenido aceptación en el seno de la Sala Primera de la Corte Suprema de Justicia. En el Voto 489-F-05, de las 9:30 horas de 13 de julio de 2005, se consideró que una sociedad tiene incluso cuatro órganos, a saber: órgano deliberativo, órgano gestor, órgano de vigilancia y un órgano representativo (encarnado en el presidente).

Personería jurídica es la cualidad jurídica que hace referencia a la condición de personero o representante. Este actúa a nombre de la persona jurídica que representa, debiendo hacerlo dentro de los límites estrictos que le autoriza el ordenamiento jurídico. La personería jurídica es el documento que faculta al representante de la persona jurídica ante terceros para negocios a favor de su representada, y es expedida por un notario público quien da fe pública de que la persona moral existe en el Registro y que el personero quedó facultado para ejercer la representación.

 

 

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10. Sinopsis básica de representación en derecho privado • Representación propia:

• Legal:

• Menores:

• Patria potestad: padres (Art. 140, C. Familia)

• Tutela: tutor (Art. 175, C. Familia)

• Concebidos sin nacer:

• Padres (Art. 31, C. Civil)

• Mayores:

• Curador (Art. 230, C. Familia)

• Ausente:

• Medidas provisionales: curador (Art. 67, C. Civil)

• Ausencia: administrador (Art. 74, C. Civil)

• Menores abandonados:

• PANI (Art. 70, C. Civil)

• Sociedades mercantiles:

• Agente residente (Art. 18-13, C. Comercio)

• Apoderado generalísimo (Art. 226, C. Comercio)

• Sucesiones:

• Albacea (Art. 548 C. Civil)

• Insolvente declarado:

• Curador (Art. 899, C. Civil)

• Voluntaria:

• Mandato:

• Mandante (Art. 1251, C. Civil)

• Mandatario (Art. 1251, C. Civil)

 

 

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• Apoderamiento:

• Apoderado (Art. 1251, C. Civil)

• Poderdante (Art. 1251, C. Civil)

• Representación impropia:

• Supuestos puntuales:

• Coacreedores sin solidaridad (Art. 636, C. Civil)

• Acreedor en acción subrogatoria (Art. 718, C. Civil)

• Representación necesaria. Teoría del órgano:

• Persona jurídica privada:

• Personería:

• Personero / Personeros

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Referencias

Albaladejo, M. (1972). Instituciones de derecho civil I. Parte general y derecho de obligaciones (2da ed.). Zaragoza, España: Cometa.

Brenes, A. (1998). Tratado de los contratos. San José, Costa Rica: Editorial Juricentro.

Calatayud, V. (2015). Temas de derecho privado (2da ed.). Heredia, Costa Rica: Vicente Calatayud Ponce de León.

Casares, J. (1999). Diccionario ideológico de la lengua española. Barcelona, España: Editorial Gustavo Gili.

Castro y Bravo, F. (1972). Temas de derecho civil. Madrid, España: Marisal.

Díez-Picazo, L. (1979). La representación en el derecho privado. Madrid, España: Civitas.

Serna, E. (1993). Comentarios al código civil y compilaciones forales. T. XVII, V. Madrid, España: Revista de Derecho Privado.

Valverde, C. (1935). Tratado de derecho civil español. T. I. Parte general. Valladolid, España: Talleres Tipográficos Cuesta.

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La  garantía  parlamentaria  de  la  Constitución  

Juan  Alberto  Corrales  Ramírez  El  autor  es  abogado  y  notario  público,  máster  en  Acción  Política  de  la  UFV  

(España).  Ha  sido  asesor  parlamentario  del  ministro  de  Trabajo  y  Seguridad  Social,  director  jurídico  de  SENARA  y  actualmente  es  director  de  la  Escuela  de  

Derecho  de  ULACIT.  

“Si este esbozo se exagera o se debilita, incitará la risa de los indolentes; pero no puede menos que disgustar a los de buena razón cuya reprensión debe ser para vosotros de más peso que la de toda la multitud”. Acto III, Escena VIII, Hamlet. W. Shakespeare

Resumen La labor de la Asamblea Legislativa no debe ser valorada por la cantidad de leyes que dicta, sino por el ejercicio responsable de sus atribuciones para fiscalizar la actividad pública. La función parlamentaria de observación política y la obligación de los funcionarios de rendir cuentas a la ciudadanía son tópicos primordiales de la democracia.

Abstract Activities of the Legislative Assembly should not be assessed by the number of laws dictated, but by the use of its powers to monitor public activity. The parliamentary political observation function and duty to officials hold accountable to the public are essential topics of democracy.

Palabras clave Parlamentarismo, control político, actividad conminatoria parlamentaria, historia constitucional.

Keywords Parliamentarism, political control, comminatory parliamentary activity, constitutional history.

 

 

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La ineptitud de muchos administradores ha dañado la convicción que la ciudadanía tiene cifrada en las instituciones republicanas. La “lucha anticorrupción y evaluación de resultados” conquista devociones de una ciudadanía ansiosa por respuestas inmediatas. Detrás de esa máscara de dos caras y corrección ética se esconden estrategias electorales y espejos de “eficiencia” presidencial. El reclamo constante por la ausencia de respuestas advierten cansancio y desesperanza. La soberanía como elemento fundamental del Estado se debilita ante la percepción de que las negociaciones se hacen entre la presidencia, el Ministerio de Hacienda, el Banco Central y el correspondiente organismo internacional o las empresas transnacionales. ¿Se debería dar vigencia al parlamento como órgano central de cambios trascendentales? ¿Debemos cifrar así nuestro contrato social? La cuestión básica con respecto a las limitaciones institucionales es el grado de discrecionalidad que los presidentes tienen para actuar arbitrariamente dejando de lado a las otras ramas del gobierno. Las facultades del Poder Ejecutivo y sus buenos oficios son relevantes en el caso de medidas administrativas que pueden practicarse en un corto término. No obstante, las reformas políticas complejas requieren un beneplácito más amplio propio de asambleas ciudadanas. En ese modelo, los mecanismos de censura parlamentaria determinan la actuación que enfrentan los liderazgos políticos y los costos de impulsar medidas en contra de la ciudadanía. Las restricciones sobre el Poder Ejecutivo se manifiestan como puntos perentorios determinados constitucionalmente en el proceso de toma de decisiones o acciones que afectan a la colectividad, linderos del poder político que se vislumbran como crítica ante la continua decadencia de la imagen ante la política. La incongruencia entre el actual modelo constitucional y su aptitud para ordenar el resultado de los nuevos procesos electivos tendientes a disgregar el poder legislativo, plantean el establecimiento de formas propias del parlamentarismo en Costa Rica, con el fin de evitar periodos improductivos resultantes del anacronismo y balancear esta disyuntiva a favor de un nuevo régimen representativo. Las democracias varían considerablemente con respecto a las limitaciones o medios de control en el funcionamiento de sus instituciones. La estructura, los procedimientos legislativos y las normas que regulan las relaciones entre los poderes en sistemas parlamentarios y sistemas presidencialistas están entre los determinantes del constitucionalismo.

 

 

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La ausencia de protagonismo del parlamento debe servir de advertencia para llamar a su evolución institucional, con el fin de que su valoración sea dada primordialmente por el cumplimiento diligente de procedimientos que otorguen y garanticen una dinámica especial a las relaciones entre los poderes del Estado y la sociedad, artificio que se repite sin sentido por los directores de la escena política como frecuente inspiración. No obstante, el comportamiento práctico que se impone a las reglas preestablecidas para acomodarse en todos los casos a este pseudo misticismo responde a los intereses predominantes de grupo dominantes atrás, y por encima de la Asamblea Legislativa que desemboca en la abolición práctica del parlamento. El autor del siglo XVI Althusius (1990), escribió que “la práctica y forma de la censura consiste en la investigación y nota de la infamia” (p. 430). Hay una serie de elementos prácticos que han impedido que el control parlamentario se constituya en una garantía efectiva contra el tráfico de influencias, la confusión entre el interés público y privado, y en suma, contra la descomposición del régimen. Todo esto acrecienta la idea de que los delincuentes de cuello blanco, al ser funcionarios de alta jerarquía, están cubiertos por una inmunidad pétrea, que los ayer cuestionados y censurados en la Asamblea Legislativa son impunes, pues son nombrados de nuevo depositarios de un importante cargo de dirección pública, con lo que se resquebraja y debilita el protagonismo del primer poder del Estado, a tal extremo, que se puede afirmar que en la actualidad se ha perdido el sentido y valor del control parlamentario de la actividad de interés público. Enmanuel Sièyes (como se cita en Blanco, 1994) con claridad decía que

es correr detrás de una perfección quimérica querer darle guardianes a una

Constitución y vigilantes a los poderes constituidos superiores, los más seguros y

naturales guardianes de cualquier constitución son los cuerpos depositarios del

poder y, después, la totalidad de los ciudadanos (p. 307).

Subyacen preguntas perennes: ¿representa nuestro parlamento a la ciudadanía? ¿Merece la Asamblea ser investida con nuevas atribuciones para fiscalizar la actividad pública? ¿Qué cualidades éticas deben reunir quienes ejercen el control parlamentario? Debemos proponer que quienes lleguen a las curules sean aptos para ejercer de manera responsable sus potestades y que los diputados cumplan con requisitos elementales de probidad. Si no nos planteamos estos cuestionamientos, una reforma a los medios de

 

 

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control político no infligiría un beneficio, por el contrario, sería un grave daño a la democracia, lo cual resulta paradójico si precisamente se desea una evolución institucional dentro del marco de la Constitución. El sometimiento público de las pesquisas parlamentarias por parte de los medios de comunicación tiende al malentendido y la tergiversación consciente o no, ya sea a causa de interrogatorios sutiles (a favor del relacionado con los hechos objeto de pesquisa) o de la adhesión manifiesta a una pauta preconcebida de corrupción (en contra del relacionado con los hechos objeto de pesquisa). Platón, en Las Leyes, plantea que si una sociedad adquiere un grado de corrupción y consunción donde la indolencia y el vicio dominan, nunca un gobernante o un agregado de composturas legales harían retornar la integridad a ese pueblo. En verdad no se cambia la sociedad con mandatos, los principios no aprovechan de nada si no hay arrojo de emplearlos; al contrario, valen para demostrar el descaro y la falsedad de quienes se escudan en ellos o los manipulan solo para juzgar y escarmentar al enemigo. A este respecto, Huxley (1944) escribió:

Puesto que los medios de que nos valemos determinan inevitablemente la índole

de los resultados que se logran; ya que por bueno que sea el bien a que

aspiramos, su bondad no basta para contrarrestar los efectos de los medios

perniciosos de que nos valgamos para alcanzarlo; del mismo modo, una reforma

puede ser todo lo deseable que se quiera, pero si la contextura en que se

establece es inconveniente, los resultados serán, inevitablemente,

desilusionadores (pp. 60-61).

En nuestro medio se evidencia una manifiesta desidia de la ciudadanía ante un Estado que parece ajeno a su realidad; corre un pensamiento mayoritario de su utilización para la obtención del voto y la poca validez de su opinión ante aquellos que en su nombre toman las decisiones. Somos gobernados y no poseemos el derecho de revocabilidad y rectificación de la calidad representativa sobre el gobierno. Nuestra coexistencia se encuentra en directa subordinación con la capacidad del régimen para evolucionar, y su reforma toma tanta trascendencia que no es posible realizar las transformaciones económicas y jurídicas bajo las actuales condiciones. No hay soluciones ni perfiles unidimensionales; la fortuna de lo existente es tan colosal, que el debate incesante hace que nunca brote la unidad que excluya las discrepancias de

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una conciencia dominante, lo cual no impide y más bien invita a tomar posiciones fundadas y así practicar una verdad personal. Esto se manifiesta en la confrontación de ideas y la posibilidad de la discusión permanente sobre los grandes problemas nacionales, disputas que se han reducido a pequeños grupos.

El debate ciudadano nos aleja del populismo. Se debe considerar la salvedad hecha por Ferrajoli (1983) cuando nos advierte que las divergencias entre los juristas son innumerables y la verdad de sus opiniones es la mayoría de las veces indecible. Lo anterior es aplicable a los institutos parlamentarios, debido a las múltiples interpretaciones suscitadas en la jurisprudencia, la doctrina, el derecho comparado y la falta de uniformidad en la determinación de sus atribuciones.

Como nos dice la Sala Segunda, en el voto 161-1992:

La naturaleza misma de la función legislativa, sobre todo con su aditamento

esencial de fiscalizadora y contralora de todo el ejercicio del poder político, la

orientan en un sentido diferente, en el que la discreción se volvería complicidad,

y el recato hipocresía, además de que es la representatividad y no la

profesionalidad lo que interesa, y la politicidad le es consustancial, de manera

que lo que hace plausibles las investigaciones, fiscalizaciones y hasta censuras

parlamentarias, es precisamente lo que a menudo distorsiona la administración

de la justicia.

Esa desviación de la justicia es notoria en los casos en que a los sometidos a investigaciones y censuras por parte de la Asamblea Legislativa, también les corresponde ser indiciados por los órganos de instrucción penal (Ministerio Público y Procuraduría). El enjuiciamiento de los miembros de los supremos poderes está regulado por el privilegio de la inmunidad, que en su sentido literal no quiere decir impunidad aunque su práctica así lo ha consentido. Con lo anterior no se pretende establecer categóricamente la inconveniencia de la inmunidad.

La dispensa parlamentaria es una precaución contra las potenciales represalias del poder como medio de afirmar el derecho de las minorías o de la oposición para enfrentar, si es preciso, al gobierno de turno. Como escribió Florian (s. f.), “el ejercicio del control político es impensable sin el resguardo que brindan las indemnidades en favor de los diputados” (pp. 160-165). No obstante, eso no puede dar lugar a desviaciones que siguen a la falta de claridad de lo que figura y constituye su levantamiento.

 

 

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Las prácticas en relación con la iniquidad del poder incoada muchas veces desde el parlamento, otras veces por el gobierno y sus partidarios, nos hacen recordar las aseveraciones del prolífico escritor inglés William Blake (1991) que en referencia al parlamento de su tiempo resumía en 1810: “La Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores están formadas por falsarios. Todo ello me parece algo que no forma parte de la vida humana” Baudelaire (2009) en Mi corazón al desnudo escribió:

Política

No tengo convicciones, tal como lo entienden las gentes de mi siglo,

porque carezco de ambición.

En mí no hay base para una convicción.

Hay una especie de cobardía, o más bien una cierta indolencia

entre las personas honradas.

Únicamente los bandidos están convencidos, ¿de qué?

De que les hace falta el éxito. Algo que también consiguen.

¿Por qué iba yo a tener éxito, si ni siquiera tengo ganas de intentarlo?

Se pueden fundar imperios gloriosos sobre el crimen,

Y nobles religiones sobre la impostura.

Sin embargo, tengo algunas convicciones, en un sentido más elevado,

y que no puede ser comprendido por la gente de mi tiempo.

La aspiración de disponer de garantías para la aplicación de los postulados requiere una noción clara de ‘constitución’. A través de las múltiples transformaciones sufridas, la noción de estatuto ha conservado un núcleo permanente: la idea de un principio supremo que determina el orden estatal en su totalidad y la esencia de la comunidad organizada por este orden. Como refiere García De Enterría (1974) “la Constitución es el

 

 

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fundamento del Estado, la base del ordenamiento jurídico. La institucionalidad coincide bajo este prisma, en virtud de que la Constitución expresa el equilibrio de las fuerzas políticas. (p, 35). Nos dice Fontán (1998):

La vida privada y las condiciones morales de los funcionarios o de los hombres

públicos tienen suficiente relación con el interés de la sociedad, especialmente

en los países que aspiran a regirse por instituciones libres, que reclaman mayor

honradez en los que han de practicarlas, para que pueda amurallarse la

moralidad del individuo (pp. 174-175).

Para Pedro Cruz Villalón no cabe menos que subrayar el salto cualitativo, e incluso la mutación histórica operada en la Constitución, y por extensión en la ciencia del Derecho Constitucional, como consecuencia del paso de la garantía política a la garantía jurisdiccional de la Constitución (Blanco, 1994). No obstante, en la historia del constitucionalismo, el papel de moderador e intérprete no ha sido unánimemente asignado al Poder Judicial. Concepto El parlamento aparece como un órgano imprescindible dentro de la organización democrática; su función de garantía constitucional sostiene el ejercicio del control político llevado a cabo, entre otros instrumentos, por medio de las comisiones de investigación y el voto de censura. Hernández (1991) refiere que el parlamentarismo surge como una línea de resguardo de la democracia, ya que esta no puede permanecer si los ciudadanos no saben lo que está pasando en las esferas de poder, ni cuando los intereses particulares y partidistas conspiran para sustraer del conocimiento del electorado acciones censurables. La doctrina es pacífica al reconocer tres funciones primordiales del parlamento, a saber: - La legislativa: creación, modificación y derogación de las disposiciones de alcance general. - La representativa: intermediación entre la ciudadanía y el Gobierno. - La garantía de la Constitución: en la que se ubican las variedades del denominado control parlamentario (Manzella, 1987; Santaolalla, 1982).

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La responsabilidad política debe verse en nuestro sistema alrededor del concepto de ‘garantía constitucional’, como el instrumento de tutela que asegura la conservación del texto constitucional.

La tutela incluye para Montero y García (1984) por un lado, el control propiamente dicho, entendido como la verificación de las actuaciones de los órganos y funcionarios públicos a los parámetros preceptivos, legales, morales y políticos que deben enmarcar su actuación. En segundo término incorpora, a la par del control, algunos mecanismos de conminación para sancionar y hacer cesar las actuaciones irregulares, evitar su eventual repetición y determinar posibles efectos correctivos.

Galeotti (1969) también nos dice que

La garantía es el mecanismo jurídico mediante el cual se asegura la adecuación

de los comportamientos a las normas que le sirven de parámetro. Por ello la

garantía precisa de tres elementos concurrentes: a) la existencia de un interés

jurídicamente tutelado; b) la posibilidad de que ese interés resulte amenazado y

c) la instrumentación de recursos jurídicos idóneos y suficientes para hacerle

frente a esa amenaza contra el interés tutelado (p. 490).

Este último punto se muestra como una falencia en el sistema presidencialista costarricense, debido a que los dos únicos medios conminatorios de la Asamblea Legislativa sobre el gobierno son los votos de censura contra los ministros, y las medidas que se toman con motivo de los informes de las comisiones de investigación; ambos institutos con carencia de efectos jurídicos.

La función de garantía tiene como objetivo proteger el ejercicio del gobierno por quien está obligado como su primer titular. Dicha función cumple dos propósitos definidos en el Estado moderno: por una parte, halla su comienzo en la correlación orgánica que adhiere al parlamento con la población en tanto cuerpo electivo y con el Estado-Gobierno del otro, lo que consiente hacer cargo a la Asamblea, de la titularidad de los dos intereses esenciales que describen la analogía gobernante-gobernados (Carvajal, 1990).

La garantía parlamentaria incorpora y rescata conceptualmente la representación popular de la Asamblea Legislativa, al trasladar al pueblo elector información sobre el poder gubernamental que de otra manera no llegaría a él. Asimismo, provee criterios para el

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ejercicio de la función legislativa distintos de los de la iniciativa del Poder Ejecutivo, al suministrar información para la reforma de normas e instituciones sometidas al escrutinio parlamentario.

A la Asamblea Legislativa, como titular de la soberanía depositada en ella por el pueblo con el acto de elección, le corresponde regular el funcionamiento de los otros poderes, básicamente del Poder Ejecutivo, para que se ciña a los parámetros determinados en el texto constitucional. El parlamento debe dirigir políticamente la actividad del gobierno, realizando un examen crítico de sus actos, de aquellos de los que, si bien no le corresponde su cumplimiento, sí debe revisar su ejecución. Lo cierto es que el inicio de este control radica más en las investigaciones de la prensa que en el foro parlamentario, y sus resultados pueden deberse más a la presión ejercida por los medios escritos y televisivos, que a la propia acción parlamentaria.

Es necesario que la Asamblea Legislativa cuente con: - Los medios para lograr un preciso conocimiento y realizar la confrontación de la actividad gubernamental o de interés público. - Mecanismos o procedimientos específicos que le permitan establecer sanciones de tipo político y social contra los responsables de una actuación pública irregular, sin perjuicio de su potestad de trasladar determinados asuntos que llegaren a ser de su conocimiento a la sede jurisdiccional (Monterrosa, 1998).

A lo anterior hay que sumar la voluntad de los diputados para alcanzar un buen propósito. Es aquí donde se hace evidente la importancia de deslindar el campo de acción de la garantía parlamentaria de la Constitución, en tanto que de eso depende en alto grado la capacidad real de la Asamblea Legislativa de inducir cambios observables en la realidad del país, por medio de los trabajos e informes de sus comisiones de investigación y las demás instancias del control político en nuestra sociedad (Aragón, 1995).

Aunque la función de control se ejerce por medio de todos los procedimientos parlamentarios, lo cierto es que existen en nuestra Constitución tres institutos específicos para ello, en los incisos 23 y 24 del artículo 121: - La interpelación de los ministros - El voto de censura - Las comisiones especiales de investigación

Estos institutos tienen por rasgo común su carácter subjetivo y el ejercicio voluntario por parte de la Asamblea. Su regulación no los circunscribe dentro de los parámetros de

 

 

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valoración de los medios de control jurídico. A diferencia de los controles jurídicos como los tribunales judiciales o administrativos, la Asamblea no se rige por un carácter objetivo en sus decisiones. Los actos de los mecanismos de control jurídico están basados necesariamente en criterios preestablecidos de valoración, resueltos por un órgano independiente e imparcial dotado de competencia para resolver cuestiones de Derecho. En el control parlamentario no existe un conjunto de normas escritas que determinen el impulso de los procedimientos, los cuales están sujetos a criterios de oportunidad de la mayoría, aunque la investigación y censura derivadas de esta sí tienen como punto de referencia el marco de los derechos fundamentales, la separación de poderes y el precepto universal de razonabilidad y proporcionalidad. La regulación normativa de cualquier actividad no la convierte en jurídica, así canaliza la Constitución el control parlamentario, el cual no deja de ser político porque el derecho regule sus aspectos de procedimiento. La garantía parlamentaria opera de forma distinta, según el sistema de que se trate. En los regímenes parlamentarios, el nexo que se establece entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo es de subordinación/superioridad y conlleva la destitución de los jerarcas del gobierno en caso de violación de sus directrices o el establecimiento de las medidas de presión suficientes para lograr esa finalidad. En los modelos de gobierno presidencialistas, las relaciones entre los poderes se establecen en términos de coordinación y supuesta igualdad, aunque el fenómeno del régimen de los partidos hace ilusoria las posibilidades efectivas de control. Rubio (1993) afirma la inexistencia de garantía en regímenes políticos donde el control no implica exigencia de responsabilidad, lo cual se ajusta al supuesto jurídico y fáctico costarricense. Como resultado de su independencia, Costa Rica instruye a partir de 1821, su ciclo de auto-determinación política, con el establecimiento de la llamada Junta de Legados de los Pueblos, que aprobó el 1 de diciembre de ese mismo año el Pacto Social Fundamental Interino o Pacto de Concordia. Dicha Junta fue nuestra primera Asamblea Constituyente, instituida por delegados votados públicamente, siendo entonces una legítima y efectiva representación de la población, lo que evidencia que ocupase todos los dominios de un poder constituyente originario. Lo anterior es enunciado en el artículo 12 del Pacto mismo, al establecerse que los pueblos transferían por razón de sus delegados parroquiales y estos mediante los de partido, los derechos de autoridad para ratificar el documento.

 

 

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En la historia constitucional de Costa Rica, encontramos, desde temprano, mecanismos de control parlamentario. En el Pacto de Concordia de 1821 se estableció un Tribunal de Residencia, para exigir responsabilidad a los integrantes del gobierno por el ejercicio de sus funciones (Sáenz, 1985). Nos dice Vargas (1975) que estos tribunales eran un resabio de la colonia y sus instituciones. En su origen consistía en un juicio al que eran sometidos los gobernadores y otras autoridades que la Corona nombraba en América, cuando así lo disponía la Real Audiencia del territorio respectivo. El Segundo Estatuto Político resucitó el Tribunal de Residencia liquidado en marzo de 1823 y además

introdujo una modificación de importancia, al distinguir claramente entre las

responsabilidades políticas y comunes de los integrantes del Gobierno,

señalando que las primeras las conocería el Tribunal de Residencia, y las

segundas un tribunal especial nombrado por la Junta Gubernativa (Vargas, 1975,

p. 234).

Con el golpe de Estado de Braulio Carrillo en mayo de 1838 se truncó este texto. El Decreto de Bases y Garantías suprimió de golpe incluso la apariencia de una división de poderes. Se ha dicho sobre esa dictadura que “las circunstancias del momento exigían un Gobierno fuerte y con instituciones, hasta donde se pudiera, vigorosas, para evitar la anarquía” (Vargas, 1975, p. 376). El 8 de marzo de 1841, Carrillo Colina publicó la Ley de Bases y Garantías en la que se estableció en el artículo 4 el Poder Supremo del Estado, el primer jefe, una Cámara Consultiva y otra Judicial, se cumplieron elecciones para designar al segundo jefe, a los miembros de la Cámaras Consultivas y Judicial, jefes políticos y consejeros, oficiales elegidos por el pueblo, en el carácter que allí se instauró. Después del golpe de Estado contra Carrillo dirigido por el general hondureño Francisco Morazán, se emitieron dos decretos, de fecha 6 junio y 27 de agosto de 1842, que anularon la Ley de Bases y Garantías y dictaron la vigencia de nuevo de la Constitución de 1825.

La Constitución de 1871, al igual que la de 1848, no fue oposición del Poder Ejecutivo fuerte, lo que dificultó el control político que debía ejercer el Congreso. De esta Constitución se ha dicho que

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Como no establecía un sistema efectivo de frenos y contrapesos, y la tendencia

presidencialista encontró el campo cubierto en la función legislativa, se llegó

paulatinamente a consagrar un personalismo arbitrario, susceptible siempre de

fallar, toda vez que se sustentaba exclusivamente en el elemento humano que

ejerciera el poder. Y no obstante que el Capítulo de las Garantías Individuales

era bastante extenso e importante, no pudo contrarrestar el abuso del poder

presidencial (Vargas, 1975, p. 20).

Esa Constitución de 1871 es una de las de mayor supervivencia dentro de la historia constitucional de Costa Rica y fue fruto de una pausada preparación.

En la presidencia de Alfredo González Flores, su gobierno sancionó una serie de medidas de tipo económico que incomodaron a los grupos propietarios del capital más fuerte del país, por lo que Federico Tinoco Granados dio un golpe de Estado y se adueñó del poder el 27 de enero de 1917. Al día siguiente, pronunció un mandato convocando a elecciones para una Asamblea Constituyente que se emplazó el 1 de mayo del mismo año.

Esta Asamblea tomó como plataforma un plan confeccionado por los expresidentes Bernardo Soto, Carlos Durán, Rafael Iglesias, Ascensión Esquivel y Cleto González Víquez, siendo proclamada esta nueva Constitución el 8 de junio de 1917. Más tarde, un movimiento alcanzó destronar a los Tinoco y al ser la Constitución de 1917 declarada nula, se aplicó de nuevo la de 1871 que rigió hasta 1949.

En el caso costarricense, la actual carta fundamental surgió, entre otros motivos, como reacción al desequilibrio de poderes presente en la Constitución de 1871, su inmediata antecesora y a su vez de la inestabilidad política costarricense del s. XIX. Como es sabido, la Constitución de 1871 consagraba una concentración de poder en manos del presidente de la República y un papel muy débil del Congreso ante esta. De ahí que fue inevitable que se produjeran abusos como los que ensombrecieron la década de los años cuarenta del siglo XX y que culminaron en la Guerra Civil de 1948 (Ortiz, 1976).

En el Proyecto de Constitución presentado a la Asamblea Nacional Constituyente por la Junta Fundadora de la Segunda República, en el artículo 184 dice:

Fuera de las otras atribuciones que le confiere esta Constitución, corresponde

exclusivamente a la Asamblea Legislativa. (...) 16) Nombrar comisiones de su

 

 

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seno para que investiguen cualquier asunto que la Asamblea les encomiende e

informe a la misma, para que se dicte las medidas que considere apropiadas. Las

comisiones tendrán libre acceso a todas las dependencias oficiales para realizar

las investigaciones y recabar los informes que juzguen necesarios. Podrán recibir

toda clase de pruebas y hacer comparecer ante ellas a cualquier persona con el

objeto de interrogarla en materias relacionadas con sus funciones. 17) Nombrar

necesariamente comisiones especiales encargadas de vigilar el uso que el Poder

Ejecutivo haga de cualquiera de las facultades extraordinarias que se le conceden

conforme al artículo 137 y por todo el tiempo que esa facultad esté en vigor

(Asamblea Nacional Constituyente, 1955, Tomo I, p. 50).

El citado artículo 137 decía:

La Asamblea Legislativa, mediante voto no menor de las dos terceras partes del

total de sus miembros, podrá en caso de evidente necesidad pública: Suspender

uno o varios de los derechos enumerados en los artículos 21, 22, 24, 25, 30, 36,

37 y 87 incisos 5) y 6). a) Autorizar la conscripción militar en caso de defensa

nacional. b)Autorizar al Poder Ejecutivo para establecer por decreto y como

medida de emergencia, el racionamiento de mercaderías o servicios de utilidad

común o la fijación de precios máximos en la venta de mercancías, a las

empresas privadas. Autorizar al Poder Ejecutivo, en caso de guerra internacional,

para intervenir la administración de los bienes pertenecientes a nacionales de

países enemigos, y para enajenar tales bienes cuando ello sea indispensable a fin

de aplicar su producto a indemnizaciones de guerra, debiendo sujetarse el Poder

Ejecutivo a lo que establezca la ley (Asamblea Nacional Constituyente, 1955,

Tomo III, pp. 654-655).

Ese proyecto fue redactado por una comisión integrada por Fernando Volio Sancho, Fernando Baudrit Solera, Manuel Antonio González, Fernando Lara Bustamante, Rafael Carrillo Echeverría, Fernando Fournier Acuña, Rodrigo Facio Brenes, Eloy Morúa Carrillo y Abelardo Bonilla Valdares (La Gaceta n° 36 del 13 de febrero de 1949).

 

 

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En las elecciones celebradas para la integración de la Asamblea Nacional Constituyente de 1949, el Partido Social Demócrata, aliado con la Junta Fundadora, resultó minoritario frente a la mayoría conservadora que optó por desechar el proyecto de Constitución presentado por la Junta de Gobierno y tomar como base de discusión de la nueva Carta Constitucional, el texto de 1871. Romero (1982) menciona lo siguiente:

En las elecciones del 8 de diciembre de 1948 el Partido Social Demócrata obtiene

6.500 votos, los cuales le dan derecho a llevar cuatro diputados constituyentes

propietarios (Rodrigo Facio Brenes, Fernando Fournier, Rogelio Valverde y Luis

Alberto Monge). Como suplente quedó electo el historiador Carlos Monge Alfaro

(p. 120).

Ante esa situación, los diputados socialdemócratas aplicaron la estrategia de ir introduciendo por la vía de mociones y artículo por artículo, las reformas que consideraban más importantes. Así fue presentada una moción para agregar un artículo a la Constitución de 1871, que estableciera mecanismos para garantizar desde la Asamblea la actividad de interés público. En el acta n° 68 de la Asamblea Nacional Constituyente encontramos la discusión sobre la aprobación del actual marco de las comisiones de investigación

El Diputado Fournier explicó los alcances de la moción anterior. El propósito

que persigue la moción es darles en el futuro mayor vitalidad e importancia. Es

necesario que las comisiones parlamentarias se interesen por los problemas

nacionales, lo que dará mayores oportunidades a la democracia costarricense.

Chacón Jinesta declaró que no votaría la moción, por cuanto el asunto de

Comisiones debe quedar al arbitrio del Reglamento Interior de la propia

Asamblea y no consignarse como precepto constitucional. El representante

Zeledón dijo que la votaría, pues se tiende a que las futuras Asambleas se

interesen más por los problemas de la vida nacional. Sometida a votación fue

aprobada (Tomo II, p. 131).

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Romero (1982) señala que La participación de los pocos diputados socialdemócratas fue muy importante en

esa Asamblea. Una serie de reformas estratégicas se llevaron a cabo, como se

nota cuando se analiza la acción de Rodrigo Facio en esa constituyente. De esta

forma, el reformismo socialdemócrata tuvo su impacto en la sociedad

costarricense y en la estructura estatal (p. 121).

El origen de la norma que les dio creación nos muestra el significado que estos órganos parlamentarios tuvieron para los constituyentes. Así, en la exposición de motivos, la comisión redactora de la Constitución presentada por la Junta Fundadora, nos legó el alcance de las comisiones:

En el capítulo referente a las atribuciones de la Asamblea Legislativa introdujimos

algunas variantes, en relación con la Constitución de 1871, que consideramos

convenientes y suprimimos ciertas disposiciones que, a nuestro juicio, salían

sobrando.

Modificamos el capítulo de la formación de las leyes y dejamos claro todo el

procedimiento del veto presidencial.

Dimos a los diputados la facultad de formular votos de censura contra los

Ministros de Gobierno, reglamentamos el ejercicio de esa atribución y señalamos

las consecuencias de la misma. Obligamos a los diputados a analizar los

mensajes del Presidente y de los Ministros de Gobierno y a pronunciarse sobre

ellos, y dimos amplios derechos a los miembros de las comisiones parlamentarias

para investigar y estudiar en las esferas gubernativas los asuntos que les

encomiende el Plenario. (Asamblea Nacional Constituyente, Tomo III, p. 632).

La actual Constitución, la del 7 de noviembre de 1949, establece varias formas de control parlamentario, en un solo artículo, el 121, en dos de sus incisos, iniciativa de la fracción social demócrata:

 

 

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Artículo 121 (...)

23) Nombrar Comisiones de su seno para que investiguen cualquier asunto que

la Asamblea les encomiende y rindan el informe correspondiente.

Las Comisiones tendrán libre acceso a todas las dependencias oficiales, para

realizar las investigaciones y recabar los datos que estimen necesarios. Podrán

recibir toda clase de pruebas y hacer comparecer ante sí a cualquier persona,

con el objeto de interrogarla.

24) Formular interpelaciones a los Ministros de Gobierno, y además, por dos

tercios de votos presentes, censurar a los mismos funcionarios, cuando a juicio

de la Asamblea fueren culpables de actos inconstitucionales, o de errores graves

que hayan causado o puedan causar perjuicio evidente a los intereses públicos.

Se exceptúan de ambos casos, los asuntos en tramitación de carácter diplomático

o que se refieran a operaciones militares pendientes.

En Costa Rica, una fuerte tradición presidencialista, consagrada en la larga vigencia de la Carta Política de 1871, no permitió el desarrollo de una tradición de control parlamentario. Muñoz (2000) nos dice:

La falta de tradición histórica en este campo, por la ausencia de normas antes de

la Constitución de 1949, sorprendió a los parlamentarios, a partir de su creación

por primera vez en esa Carta Política; tuvieron que hacerlo sin contar con

precedentes, sin una regulación adecuada de carácter reglamentario que confiera

garantías idóneas dentro del proceso investigativo (pp. 87-88).

Antecedentes históricos del control político En la antigüedad, la fiscalización se dio desde los espartanos con los éforos (inspectores) que controlaban las finanzas; a los jueces inferiores; y llamaban ante sí, si era del caso, incluso a su rey.

 

 

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Para encontrar referencia del control político, nos remontamos al constitucionalismo antiguo que se refiere a la polis griega, donde el ciudadano estaba obligado frente al poder y sus derechos estaban limitados frente al gobierno censitario. Durante el siglo de oro de Atenas, la Asamblea de Ciudadanos, el Areópago, era el foro donde se cuestionaba la actuación del Senado y de los hombres poderosos, sometiendo su actuación no a un control de legalidad, sino a un control de oportunidad y eficacia. El funcionario era sometido al menos a dos juicios. El primero versaba sobre su conducta ciudadana y su lealtad a la idea democrática, el segundo era un juicio en el que debía rendir cuentas del ejercicio de su cargo tras finalizar su periodo (Loewenstein, 1966). En caso de que la persona fuera encontrada culpable en este juicio, era condenada al destierro, el máximo castigo que se podía aplicar a una persona sin ejecutarla, mediante un proceso similar a la grafhe paranomon, que era una acción popular que se podía presentar contra los agentes públicos que distorsionaran las leyes. En muchas oportunidades, este tipo de control sirvió también para que la ciudad se deshiciera de un político que acrecentaba su poder más de lo que se pensaba “conveniente” para el Estado, y que podía convertirse en tirano. No fue sino hasta el final del siglo V que la potestad del Areópago de calificar estos casos es prescindida por las reformas de Efialtes, aproximadamente en el 463 a. C. (García, 1980). El profesor Ugo Paoli nos dice en su obra sobre el proceso ateniense, que en la supervivencia de algunas atribuciones inquisitorias, el pueblo podía nombrar comisiones para investigar hechos que pusieran en peligro al Estado. No obstante, esa instancia estaba reservada a casos de alta traición y sacrilegio, y normalmente la justicia se aplicaba mediante procesos informados por los principios acusatorios (Antillón, 1997, pp. 1-2). En la Roma republicana, la vida política correspondía a los vaivenes que sufría la lucha entre patricios y plebeyos por obtener la hegemonía en la estructura política. En Roma se instauró desde el año 509 a. C., la República, sistema liderado por dos cónsules elegidos por los senadores. Para el año 367 a. C., ya se había promulgado la ley que establecía que al menos uno de los cónsules debía ser plebeyo. Para el 287 a. C., se le concedió a la Asamblea de la Plebe poder legislativo similar al Senado, aunque este debía ratificar sus decisiones. Al final, la formación de una nueva orden patricio-plebeya daría al traste con este régimen, al permitir el monopolio del consulado y el tribunado de la plebe en manos de una pequeña oligarquía, que conjugaba la riqueza con la posibilidad de acceder a los puestos de mando político.

 

 

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El profesor Piero Fiorelli señala que en Roma, durante el siglo segundo antes de Cristo, se estableció el proceso de las quaestiones perpetuae, es decir, de las comisiones permanentes, que al comienzo eran extraordinarias, y a las que fue delegada la jurisdicción en materia criminal. La primera questio perpetuae fue establecida por la Ley Capurnia del año 149 a. C., para juzgar las concusiones cometidas por magistrados provinciales. En el año 123 a. C., les fue dada una nueva regulación con la Ley Sampronia, cuyo texto se conoce por una tablilla de bronce que se conserva en el Museo de Nápoles. Por virtud de esta ley, los procesos por concusión, que al comienzo se dirigían solo a la recuperación de los bienes sustraídos y que no se distinguían de procesos privados, vinieron a tomar un carácter de intervención del Estado en materia de delitos públicos (Antillón, 1997, pp. 11-17). Durante el siglo I antes de Cristo, la República Romana entró en una crisis de grandes proporciones, que la llevó a un estado de guerra civil durante más de cincuenta años, donde los diferentes magistrados utilizaron el poder militar para deshacerse de sus enemigos, disfrazando su decisión con juicios políticos por su mala actuación como funcionarios públicos, cónsules, tribunos, censores, dictadores, etc. Las guerras civiles terminaron con la República romana que se derrumbó bajo el mando de quienes combatieron entre sí hasta que el conquistador y su bando dictaban la muerte de los otros regentes y todos sus gregarios. Finalmente, la vicisitud de las familias patricio-plebeyas aleccionada tras la guerra civil de Julio César contra Pompeyo, compuso un Senado que había perdido la dominación para disputar las decisiones de los sucesivos emperadores. Una función trascendente en el trabajo del Senado romano era el registro de los gastos públicos. Empezando por Julio César, se instituyeron dos balances: la Lista Civil (que concernía a los fondos prudenciales del emperador o de su familia) y el Tesoro Público. Este control fue desapareciendo de forma paulatina, hasta que durante Tiberio, las dos contabilidades fueron decisión del emperador y así continuamente ocurrió con otro tipo de decisiones. La posterior marcha del gobierno romano lo llevó al imperio. Tras las incursiones bárbaras del siglo IV y V, la supremacía romana desapareció. Los estados sucesores, durante la Edad Media, no formularon ninguna teoría de control político propiamente dicho, sino que este se confundió con el poder religioso y posteriormente con las prerrogativas de la burguesía. Aragón (1995), a este respecto, comenta:

 

 

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El control sobre los poderes públicos es algo que existe en las formas políticas

más antiguas, que reaparece, después de un cierto declive, en la organización

medieval y que se expande con el Estado moderno. El nombre, en cambio, con

el que se le ha designado es relativamente más joven, ya que arranca de hace

solo seis o siete siglos. La palabra “control” proviene del término latino-fiscal

medieval contra rotulum, es decir “libro registro”, que permite contrastar la

veracidad de los asientos realizados en otros. El término se generalizó hasta

ampliar su significado al de fiscalizar, someter y dominar (p. 69).

No fue sino hasta el siglo XVII con Locke en Inglaterra, y en el siglo XVIII con Montesquieu (1964) en Francia, que nuevamente se volvería a formular un concepto elaborado de control que sirve de génesis para el constitucionalismo moderno. John Locke, en 1689, en el Segundo Ensayo sobre Gobierno Civil, establece el punto de partida de la moderna teoría de la división de poderes al distinguir las funciones del Estado: a) poder legislativo (hace las leyes); b) poder ejecutivo (las ejecuta permanentemente), y c) poder federativo (se encarga de las relaciones exteriores). Desde la perspectiva de Locke, y de acuerdo con la realidad inglesa de su tiempo, el parlamento era la institución central del régimen político (primus inter pares), pues representaba directamente a la burguesía en ascenso y la primacía de la ley sobre los otros poderes. Nótese que la función judicial no desempeña en Locke todavía ningún papel, debido a que hasta 1701 se hicieron los jueces ingleses independientes en virtud del Act of Settlement. Asimismo, no existían aún los frenos y contrapesos y en el panorama institucional se imponía la soberanía parlamentaria. Montesquieu (1964), en 1748, perfeccionó las propuestas de Locke en El espíritu de las leyes, por lo que se le considera el verdadero precursor de la teoría de la división de poderes. Él pretendió fraccionar las potestades como reacción ante el absolutismo de los monarcas anteriores, estableciendo órganos que asumieran las funciones de aquél y las ejercieran de forma independiente. Estudió la Constitución inglesa después de que los jueces obtuvieron independencia en 1701, por eso él distingue, a diferencia de Locke, los tres dominios fundamentales: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Perseguía asegurar con el equilibrio constitucional un equilibrio social; no obstante, al transcurrir el tiempo, al envolver la clase burguesa todos los órganos estatales y al componerse el Estado liberal, la ponderación social idealizada se esfumó.

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El Constitucionalismo moderno inicia con la Revolución Francesa, que nos lega las Constituciones de 1791, 1793, 1795, 1799 y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). La Revolución Francesa se sustentó en el principio de que el poder emana del pueblo (principio de soberanía popular).

La teoría clásica de la división de poderes establece una clasificación desde el punto de vista orgánico; sin embargo, hoy esa separación no es sino la forma ancestral de expresar la necesidad de distribuir y controlar el poder político. En 1789, el propietario fue el beneficiario de ese rito, del régimen de supremacía social, pues la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano está referida al propietario. El elector, el nuevo peón del gobierno, del control social y su tierra: el capitalismo, en donde todos figuran en la condición de mercadería o bien sumisos al mercado. A su vez la Declaración de Derechos (Bill of Rights) es una adherencia pactada entre el parlamento y el soberano inglés Guillermo de Orange, convocado al estrado por la burguesía para gobernar, sometido a los designios de sus electores en 1688.

El parlamento surgió en el Estado liberal como una oposición de la burguesía ascendente contra el poder de los reyes. En el siglo XX se superó la concepción del Estado liberal y el sufragio censitario se sustituyó por el voto universal. Los partidos se fueron consolidando hasta que su inclusión en el ámbito político trasladó el centro de toma de decisiones fuera del parlamento y su adopción en la cúpula del partido gobernante. Durante el siglo XIX, los parlamentos europeos ejercían sobre los gobiernos, como poder independiente de este, una labor fiscalizadora.

En el momento en que los grupos parlamentarios mayoritarios en forma de partidos coinciden con el gobierno, las asambleas ciudadanas se convierten en un instrumento del Poder Ejecutivo, con lo que resulta imposible realizar a plenitud la función fiscalizadora de control, tal y como ha ocurrido en nuestro país desde su fundación como Estado. Esta relación estrecha conlleva que el control sea garantizado por grupos parlamentarios de oposición, los medios de comunicación y, en última instancia el electorado. Es por esta razón que Sánchez de Dios (1992) señala que el control político no es un examen interorgánico entre el parlamento y el Poder Ejecutivo, sino más bien entre mayorías y minorías.

El control parlamentario no simboliza la carga de una gestión moralmente virtuosa para los órganos de la función pública. Ningún poder ostenta la autoridad de incriminar la probidad exhaustiva por razón de normas legales.

 

 

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El control político ha de ser ilustrado más bien como un acontecimiento de la voluntad y el juramento, en lo que esta contraría en forma directa, objetiva e inmediata ciertas proposiciones de la convivencia social, y propiamente aquellas que se relacionan con un cargo considerado y eficiente de los dignatarios del poder y la apropiada función que estos deberían redimir. Los agentes burocráticos del Estado con discrecionalidad limitada por la propia naturaleza de sus funciones y, sobre todo, por reivindicaciones derivadas de la analogía libertad-responsabilidad, deben permanecer fuera de todo ensayo de ordenación de grado forzoso y de alcance jurídico-positivo por parte del parlamento como garante de la Constitución. Resultado de lo anterior es que el examen político, como control, hace informe a su naturaleza de instrumento jurídico, mientras que el adjetivo político remite al tipo de principios y deberes deontológicos que por su medio se procura alcanzar. Kant (1968) delineó la teoría de la separación del derecho y la moral como órdenes disímiles de regulación de la conducta humana. Así, mientras la moral es interna, autónoma y no coactiva; el derecho es externo, heterónomo y coactivo. Sin embargo, la verificación de que, con frecuencia, cierto tipo de materias reciben un proceso simultáneo tanto por parte del derecho como parte de la moral, ha hecho a otros autores buscar puntos de vista intermedios, que revelan esta aproximación diferenciando, por un lado, planos comunes, al tiempo que reconocen la preexistencia de áreas prerrogativas a cada uno de ellos. La corrupción es la desviación de la conducta moralmente consentida. Nos dice Ramírez (1999), que las comunicaciones estimulan en la población más conciencia de los menoscabos que se producen contra la sociedad, en específico los graves desajustes en la repartición de los recursos públicos, lo cual ha concebido críticas y decididos reclamos en busca de soluciones que no siempre son las más convenientes.

Nos decía el más notable iuspublicista costarricense, el profesor Eduardo Ortiz, que es preferible la política de los jueces que la justicia de los políticos, lo cual es de considerar dentro del fenómeno del control jurisdiccional de las comisiones parlamentarias (como se cita en Muñoz, 1999, p. 117). Estados Unidos cuenta con una larga tradición histórica en materia de investigaciones parlamentarias. Ese procedimiento es una atribución del Congreso para formular preguntas y exigir respuestas veraces. Thomas Jefferson (como se cita en Loewenstein, 1966) escribió:

 

 

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El despotismo electivo no fue el Gobierno por el que nosotros luchamos;

nosotros luchamos por un Gobierno que no estuviese fundado solo en los

principios de la libertad, sino por uno en el que los poderes gubernamentales

estuviesen de tal manera divididos y equilibrados entre las diferentes autoridades,

que ningún poder pudiese traspasar los límites legales sin ser eficazmente

controlado y restringido por los otros (p. 132).

Sobre la investigación parlamentaria en Estados Unidos, Johnson (1963) comenta que

El procedimiento de las investigaciones se usa cada vez con mayor frecuencia,

con propósitos a veces admirables y a veces criticables. Todo depende de quien

dirige la investigación. Si se trata sinceramente de llegar a la verdad, y nada más

que a la verdad, siempre hay en ella algo bueno. Hasta cuando muestra que los

cargos son infundados, o sea que no hay nada que investigar, es también eficaz,

porque descubre a los embusteros que han tratado de dañar a gente inocente.

Pero si a la persona que ejerce el cargo no le importa la verdad, y desea

simplemente enlodar al partido opuesto, o destruir a algún enemigo personal, o

aumentar su propia reputación, la investigación del Congreso se convierte en un

arma de tiranía.

El Congreso debe reconocer los hechos para poder legislar sensatamente sobre

cualquier tema, y el único camino para conocer esos hechos es la investigación.

En este sentido el procedimiento es absolutamente necesario para el buen

gobierno. Al mismo tiempo es un arma aterradora en manos de personas falaces

o fanáticas y puede servir a fines opresivos. El problema entonces es hallar los

medios por los cuales este método de gobierno pueda ser usado para buenos

fines y no se desvalorice (p. 50).

El profesor Fabián Volio (2002) ha sistematizado la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos, la cual ha establecido en materia de derechos fundamentales algunos aspectos que a nuestro criterio constituyen por sí mismos doctrina interpretativa

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valiosa, considerando eso sí el contexto que tienen estos órganos parlamentarios en un sistema presidencialista como el estadounidense, donde el control es una atribución residual y extraordinaria. De esta forma, Stone, Seidman, Sunstein, Cass y Tushnet (1996) anotan lo siguiente:

El poder de investigación no es ilimitado. En Kilbourn v. Thompson, 103 U.S.

168 (1881), por ejemplo, la Corte sostuvo que el Congreso no puede usar el

poder de inquisición para servirse de una función “judicial” y que el Congreso no

tenía poder o autoridad “de investigar los asuntos personales de los individuos,

donde la investigación podría no resultar en ninguna legislación válida… Sobre

el tema. Similarmente, en Sinclair v. United States, 279, U.S. 263 (1929), la Corte

declaró que el poder de investigación “debe ser ejercido con debido respeto para

los derechos de los testigos” y observó que “un testigo puede legalmente

rehusarse a responder cuando los límites del poder son excedidos o cuando las

preguntas hechas no son pertinentes a la materia bajo investigación (p. 1481).

Los autores citados se refieren al terrible efecto personal que causan estas investigaciones políticas:

En Barenblett v United States, 360 U.S. 109 (1959); en voto disidente del Justicia

Hugo Black dice: El castigo impuesto es generalmente castigo por humillación y

vergüenza pública. Para cumplir este resultado, el Comité llama testigos que son

sospechosos de su filiación comunista e insiste que cada uno diga los nombres

de cada persona que él haya conocido sean comunistas. Estos nombres son

entonces indagados, publicados e informados por el Congreso, y frecuentemente

a la prensa. Todo esto hace el Comité para castigar y exponer las muchas partes

de actividades antiamericanas que no pueden ser alcanzadas por la legislación.

Yo no cuestiono el patriotismo y sinceridad del Comité al hacer esto. Yo

simplemente siento que esto no puede ser hecho por el Congreso bajo nuestra

Constitución. Esta sentencia luego fue parcialmente revocada por Gibson v.

Florida Legislative Investigating Commitee, 372, U.S. 539 (1963) que declaró

inconstitucional la condena hecha a un miembro de la National Association for

the Advancement of Colored People. NAACP.

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Por su parte, los profesores Nowak y Rotunda (1995) sostienen que la investigación legislativa no puede basarse en motivos político-partidistas, o deseos de venganza:

En Watkins, dijo la Corte que no hay duda que no hay un poder del Congreso de

exponer por el fin de exponer. Dicen, además, que las investigaciones deben

operar en función de auxilio a la legislación o con ocasión de funciones de

Fiscalización Política. Pero en todo caso, no puede negarse al ciudadano el

derecho de defensa: “Un testigo declarando ante un Comité del Congreso tiene el

derecho de la Quinta enmienda a rehusarse a auto incriminarse. El privilegio es

uno personal (p. 254).

Por esto es que la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos no admitió que las investigaciones legislativas sean “actos políticos por naturaleza” y que por ello se les considere inmunes a la jurisdicción constitucional. Los actos dictados por esas comisiones de investigación o los actos dictados por el Congreso no pueden violar los derechos de los ciudadanos investigados, con el argumento de ser actos políticos (political questions) o actos de Gobierno. Dice el profesor Volio (2002):

En United States v. Brewster, 408 U.S. 501, 92, (1972) “La Corte distinguió entre

actos legislativos que son claramente una parte del proceso legislativo -el debido

funcionamiento del proceso- y actividades que, mientras legitimas son “políticas

en su naturaleza”. En Gravel v. Unites States decidida el mismo año, 408, U.S.,

606 (1972), la Corte desarrolló más la distinción entre legislación-política del caso

Brewster al afirmar que los actos no resultan legislativos por “naturaleza”

simplemente porque los miembros del Congreso generalmente los ejecutan en su

capacidad oficial.

Aunado a lo expuesto, Tribe (1988) considera que la razón por la que deben someterse esas comisiones de investigación a un mínimo de reglas se debe a que la legislación en sí también debe respetar los derechos de las personas, lo anterior entendido dentro del contexto constitucional estadounidense, el cual no establece en el texto preceptivo a las comisiones investigadoras que han sido sobreentendidas por la jurisprudencia como parte de la buena marcha del proceso legislativo.

 

 

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Entonces, ese mínimo de reglas deben ser respetadas también por las comisiones de investigación que no promulgan leyes, sino actos de censura o recomendaciones:

Aun cuando restringiendo solo vagamente el alcance sustantivo de las

investigaciones congresionales, la Suprema Corte ha exigido al Congreso adoptar

importantes salvaguardias procesales en la conducción de sus investigaciones.

Porque la Carta de Derechos limita la producción legal así como la legislación,

las investigaciones congresionales deben respetar el privilegio de la quinta

enmienda contra la auto acusación, la prohibición de la cuarta enmienda de

irrazonables allanamientos y secuestros, y el requerimiento de debido proceso,

puesto que, si los actores del Gobierno promulgan reglas limitando su propia

conducta, ellos deben cumplir con tales reglas. Quizás más significativamente, la

Corte ha sostenido que el debido proceso y el carácter formalmente limitado del

poder de investigación exigen al Congreso, al delegar su autoridad a comités

particulares, a establecer claramente el ámbito de la autoridad de un dado

comité. (Tribe. p. 377)

Por su parte, Medina (1994) plantea que

Las facultades de las Comisiones de Investigación, es decir, los poderes y, por lo

tanto, los límites a los mismos, ha suscitado mayor preocupación en la doctrina

comparada. La razón de ello está en que, en el caso italiano, por ejemplo, la

Constitución y lo reglamentos parlamentarios atribuyen verdaderos poderes

excepcionales (…) Lo que plantea dos cuestiones ampliamente debatidas por la

doctrina italiana, a saber: (…) La conculcación de derechos individuales que

pudiera derivarse de la obligatoriedad en la comparecencia ante las Comisiones

de Investigación y por las sanciones penales en que se puede incurrir por

incomparecencia. Tampoco en este caso puede entenderse que la legislación

española en materia de Comisiones de Investigación propicie o permita una

injerencia ilegítima en los derechos de las personas (p. 52).

Por último, Ardant (1996) llama la atención hacia el efecto frecuentemente negativo que estas investigaciones causan contra los derechos de las partes:

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En definitiva, se puede bien comprender que la solicitud de creación de una comisión de investigación no corresponde a una necesidad gratuita de informarse, de saber. Es en general, un acto político destinado a dañar al adversario al explotar un hecho, una situación, un expediente, en los que se interesa la opinión pública. El hecho de lograr su creación es ya un acontecimiento (p. 553).

§

Parafraseando a Nicolás Maquiavelo, la política ha de ser ciencia de lo posible, no de nuestras utopías o apetitos. Célebres son sus párrafos al respecto en el inicio del capítulo XV de El Príncipe, escrito en 1513, cuando nos dice:

Sé que muchos han escrito sobre esta materia y temo que al hacerlo ahora se me

tenga por presuntuoso, sobre todo porque me aparto de las reglas que han

seguido los demás. Pero, siendo mi intención escribir sobre cosas útiles a quien

las lea, me ha parecido más conveniente ir directamente a la verdad efectiva de

las cosas que a la imaginación de las mismas. Porque muchos han imaginado

repúblicas y principados que jamás se han visto ni conocido como reales.

Debemos sumirnos en la reflexión del dilema que plantea una política eficaz, pero liberada de las normas morales corrientes; y otra sujeta a las normas comúnmente aceptadas, pero ineficaz.

Ya Rousseau había escrito: Con el pacto social le hemos dado vida al cuerpo político, se trata ahora de darle el movimiento y la voluntad con la legislación.

El constituyente concibió las comisiones de investigación y el voto de censura como armas en el intento perenne de preservar a la principal instauración gobernante, pero a una institución no se la puede juzgar moralmente y en la práctica la corrupción no ha caracterizado ningún peligro hasta que amenaza de forma directa los intereses de la oposición de turno.

Althusius (1990), en el siglo XVI, afirmó:

La investigación para la censura se hace sobre aquellos vicios que no llegan a

juicio por falta de acusador o de denunciante y, sin embargo, ofenden los ojos

 

 

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de los ciudadanos piadosos y buenos, y son merecedores, por razón de ejemplo,

de seria reprensión y advertencia, aunque pueda verse libre de castigo.

La censura es la investigación y pesquisa sobre las costumbres y lujo que no están excluidos o castigados por las leyes, pero con los que se corrompen las almas de los súbditos o se consumen inútilmente los bienes de los mismos (p. 430). El voto de censura en Costa Rica ha sido inoperante, ya que se ha usado exiguamente y las proposiciones presentadas no prosperan. Concurre un recelo en esgrimirlo, por la idea de que su uso induciría a conflictos de alcance nacional que adquirirían resultados graves en la institucionalidad del país. Uno de los motivos que pueden producir el rebote de la moción de censura es la comunicación que medie entre el presidente de la República y el ministro contra el que se tantea la moción. Si esa amistad es afanosa, el presidente puede desplegar su influencia sobre los diputados del partido en el poder. No puede dejarse de lado que entre el primer gobernante y estos diputados existen relaciones más o menos animosas obedeciendo al liderazgo del gobernante. Estas relaciones le consienten practicar autoridad en las providencias de los diputados, lo que ablandaría una votación negativa en caso de una censura. La naturaleza de estos órganos les otorga rasgos propios, como el efecto político que sobrepasa el efecto jurídico de los informes o las censuras. Huxley (1946), con su practicada agudeza, asignó los términos del control social, al aseverar que su objeto es perpetuar un credo, un ritual y una organización político-financiera considerada necesaria para la salvación de la sociedad. Esta perspectiva nos permite introducir el problema: las consideraciones morales del control parlamentario no pueden abordarse mientras sigamos siendo creyentes de una corporación fundada en el carácter de lo que debe verse como una estructura estatal-económica, en lugar de aplicarle el término conveniente de “democracia”. Nos encontramos con la pregunta fundamental: ¿Vale la pena preservar el actual régimen? El parlamento debe examinar los hechos para poder imponerse de forma prudente sobre cualquier argumento, y la única vía para estar al tanto de esos hechos es la investigación, procedimiento necesario para el buen gobierno, instrumento terrible en favor de personas falaces o fanáticas y puede valer para fines arbitrarios. La quimera consiste en acertar los medios por los cuales un nuevo régimen de gobierno pueda ser usado para buenos fines, y que no se deprecie y convierta a las reuniones de obedientes en legítimos representantes.

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La condición del parlamentarismo es hoy criticada porque el progreso del actual régimen ha transformado la disputa pública en réplicas de una rectitud vacía. Algunas reglas del derecho parlamentario existente son los resultados superfluos, improductivos e incluso vergonzosos.

Los partidos (que, según el texto de la constitución son de interés público) no se oponen entre ellos, sino como grupos activos que automatizan los intereses y riesgos de conseguir el poder, acarreando desde esta plataforma, adeudos y alianzas temporales. En relación con esto, Schmitt (1990) escribió:

El argumento, en el real sentido de la palabra, que es característico de una

discusión auténtica, desaparece, y en las negociaciones entre los partidos se

pone en su lugar, como objetivo consciente, el cálculo de intereses y las

oportunidades de poder; en lo tocante a las masas, en el lugar de la discusión

aparece la sugestión persuasiva en forma de carteles, o bien (como lo denomina

Walter Lippmann en su inteligente, aunque demasiado psicológico, libro

americano) el símbolo (p. 9).

Es de suponer que todo el mundo echa de ver que en la negociación no se trata de persuadir al contendiente de lo correcto y efectivo, sino de obtener la suma para gobernar.

El parlamentarismo utópico obliga al gobernante a un canje del poder ante la ponencia pública, figurando así el régimen del más fuerte en una proporción entre individuo y apariencia.

Las numerosas definiciones de la institución parlamentaria en las que aparece como el gobierno de la discusión perenne deberían ser meditadas como un ensueño oxidado. Si se sigue profesando fe en la existencia de la Asamblea Legislativa, se deben ofrecer nuevas motivaciones que las ofrecidas en la actualidad.

En la tradición de las ideas políticas hay tiempos de grandiosos impulsos y ciclos de quietud de un statu quo carente de ideas. El presidencialismo vigente podría estar agotado, y persiste ante el semiparlamentarismo rechazado en 1949 e indicado en el texto del artículo 121, inciso 24, de la carta política (donde la utilidad de la censura ordena sin efectos conminatorios y el que debería obedecer, presidente de turno, no se somete).

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Los trances del funcionamiento de la Asamblea Legislativa nacen a partir de las circunstancias fundadas en la formación cívica que se refleja en la inmadurez de las decisiones del electorado y los gobernantes. En la democracia, la equivalencia y la voluntad están limitadas, así el cumplimiento de las reglas del procedimiento parlamentario están supeditadas en función de la praxis política.

Nietzsche (1883) escribió en El Nuevo Ídolo, en Así Habló Zaratustra, que

donde aún hay pueblos no se comprende el Estado y se le detesta como a los

malos ojos, como una trasgresión de las costumbres y de las leyes. Yo os doy

este signo: cada pueblo habla una lengua del bien y del mal, que el vecino no

comprende. Se ha inventado su lengua para sus costumbres y sus leyes. Pero el

Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal, y en cuanto dice, miente;

y cuanto tiene lo ha robado (p. 50).

Como reflexión quede el diálogo de Sócrates y uno de sus alumnos en la película de Rossellini de 1970:

Alumno: ¿La virtud es el conocimiento del bien?

Sócrates: El conocimiento y la práctica.

Alumno: ¿Entonces para gobernar la polis sin ser nocivo para sí mismo, un poderoso debe poseer la virtud?

Sócrates: Sí, porque si alguien es de valía, servirá de ejemplo a todos. Para sobrevivir, los Estados no necesitan arsenales o incluso dominios. Si tienen valor y poseen la virtud, los ciudadanos darán gustosos la vida para defenderlos.

Alumno: No hace mucho refiriéndote a los tiranos les llamaste locos, pero nuestros tiranos no están locos Sócrates. Son criminales.

Sócrates: Es lo mismo. ¿Conoces esa canción que dice que el mayor bien es la salud en primer lugar, luego la belleza y luego tener riqueza?

Alumno: Sí, la conozco.

 

 

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Sócrates: Bien. Esa canción miente. La mayor felicidad es ser justo. Tan grande es ese bien que los que hacen mal son locos. Alumno: Y sin embargo es una locura de que sacan provecho. Sócrates: ¿Qué provecho? ¿La riqueza? ¿El dominio sobre otros? Pero cuando pierden ese poder ¿Qué les va a quedar? El recuerdo de sus crímenes ¿Y qué más? La perpetua ansiedad…

§ º §

 

 

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Introducción  a  la  justicia  constitucional  costarricense  

Ricardo  Madrigal  Jiménez  

Máster  y  doctor  en  Derecho  Constitucional  de  la  Universidad  Estatal  a  Distancia.  Es  juez  superior  contencioso  administrativo  y  magistrado  suplente  de  la  Sala  

Constitucional  de  la  Corte  Suprema  de  Justicia.  Profesor  investigador  en  Derecho  Público  en  la  Facultad  de  Derecho  de  ULACIT.  

Resumen La promulgación de la Ley de la Jurisdicción Constitucional causó un efecto directo en la reforma de los artículos diez y cuarenta y nueve de la Constitución Política, pues generó un resurgimiento del derecho constitucional en la realidad costarricense. Naturalmente, dentro de esa tesitura se han generado varias investigaciones tanto desde la óptica del derecho sustancial, como del procesal, la mayor parte a nivel de tesis de grado de licenciatura en la carrera de derecho, en universidades públicas y privadas, sin perjuicio de algunas compilaciones jurisprudenciales, pues al margen de las posibles faltas de coherencia jurisprudencial, el mayor problema que presenta la jurisdicción constitucional es su carácter disperso, lo que hace difícil conocer a ciencia cierta el alcance y amplitud de sus determinaciones.

El presente artículo es un material didáctico para estudiantes que se adentran en el estudio del derecho procesal constitucional.

Abstract The enactment of the Law of Constitutional Jurisdiction caused a direct effect on the reform of articles ten and forty-nine of the Constitution, generating a resurgence in Constitutional Law for the Costa Rican reality. Naturally, within this frame of mind several inquiries were generated both from the viewpoint of procedural and substantive law, mostly at the graduate thesis level in the law major. The biggest problem with the constitutional jurisdiction is its dispersed nature, making it difficult to know for sure the scope and breadth of its determinations.

This article is a teaching aid for students who begin the study of constitutional procedural law.

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Palabras clave Derecho constitucional, jurisdicción constitucional, Sala Constitucional, recurso de amparo, habeas corpus, acción de inconstitucionalidad.

Keywords Constitutional Law, Constitutional Court, Amparo, Habeas Corpus, unconstitutionality.

Introducción Para 1989 había una gran determinación legislativa que implicaba una toma ―en principio― de postura sobre el acceso directo a la vigencia constitucional en el ordenamiento costarricense. Ya era de conocimiento de los señores magistrados y legisladores que la justicia constitucional se había tornado lenta y de difícil acceso, lo que causaba que el fin último de este tipo de justicia se apartara de su principio constitucional. Era necesario permitir un acercamiento a la justicia constitucional, donde los habitantes encontraran la facultada para acceder a ella y no convertirse en un medio rebuscado y de casi imposible acceso, como era hasta aquel momento. El que la mayoría de los redactores no lograban visualizar los alcances de la reforma, es un hecho incontrovertible.

La Ley de la Jurisdicción Constitucional y la reforma de la Constitución Política, en tal pensamiento, fijó la existencia de un sistema concentrado (en contraposición al sistema difuso que venía imperando), mediante un único tribunal constitucional, denominado Sala Constitucional, dentro de la estructura del Poder Judicial. Este órgano, incluso por imperio de ley, actúa bajo un sistema único, sin la presencia de más órganos en su jurisdicción. No puede dejar de sumársele a la reforma (como uno de los principales elementos) la apertura en la legitimación, la simplificación de trámites y el retiro de obstáculos hacia la justicia constitucional.

La simple determinación de colocar al tribunal en la estructura del Poder Judicial no dejó de despertar una serie de críticas, desde la misma vigencia normativa, por parte de muchos distinguidos constitucionalistas, discusión que está vigente actualmente. Al margen de tal determinación, comenzaron a surgir críticas a otros aspectos que incluían desde la misma operación del órgano colegiado, hasta la conveniencia de tener un sistema unificado. Sin perjuicio de algunos señalamientos en cuanto a la forma de elección de los magistrados constitucionalistas, se debe tener claro que la reforma en cuestión del segundo semestre de mil novecientos ochenta y nueve generó dos puntos básicos en el estudio del derecho constitucional, el fenómeno antes y el después de dicho período, pues las reglas de uno y otro han resultado diametralmente diferentes.

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Ambos períodos no se mezclan, salvo que sea para realizar estudios comparativos entre sí. Por otra parte, es fácil criticar y considerar mejoras (lo que de por sí no es negativo), pero no debe olvidarse el origen histórico de cada instituto y por qué no la negociación política que le dio sustento.

Al margen de la discusión, positiva y negativa, lo que resulta innegable es que a partir de dicha innovación, los habitantes han concurrido hacia los estrados de la Sala Constitucional a fin de resolver una serie de situaciones que anteriormente no presentaban solución alguna. El derecho constitucional cobró una vigencia normativa dentro en nuestro ordenamiento, como nunca antes en nuestra historia había tenido. En buena medida, era otorgar a los habitantes un mecanismo ágil y sobre todo eficaz, del control de la actividad pública, en cuanto a las acciones que directamente les perjudicaban. Ese aspecto ha calado sustancialmente en la conciencia nacional.

Esta avalancha de gestiones ante el Tribunal fue minimizada por la mayoría de los especialistas en la materia al inicio, quienes sostenían que en la medida que el tribunal fuera marcando postura en las diferentes materias, mediante su jurisprudencia, las gestiones se reducirían o al menos se mantendrían estables de forma numérica, lo que implicaría una reducción porcentual, permitiendo al órgano una actuación más holgada. Supuestamente, al conocerse la posición jurisprudencial de la Sala Constitucional, esta calaría en los diferentes estrados judiciales y administrativos, todo sin perjuicio de que se generaría una conciencia nacional sobre la materia. De una u otra forma, las premisas del razonamiento se han cumplido, pues la jurisprudencia del órgano jurisdiccional (pese a ser en muchos casos ambigua) no ha dejado de calar en las diferentes determinaciones tanto de los órganos estatales como de la misma sociedad civil. Pese a esto, la desmedida cantidad de gestiones no ha disminuido. Por el contrario, se ha marcado históricamente un crecimiento paulatino, a niveles no imaginados por el mismo legislador de mil novecientos ochenta y nueve. Naturalmente, tal situación ha determinado una gran cantidad de defensores y detractores del giro realizado por la justicia constitucional.

En el plano del operador jurídico, si bien la justicia constitucional por su misma condición es accesible, no se puede perder de vista que presenta muchas aristas, las cuales deben ser conocidas. No resulta lógico pretender siquiera que un abogado bien formado presente gestiones sin ninguna lógica o fundamento, como lo hace la mayoría de la colectividad, sino que por el contrario, tanto desde la visión formal como material, se esperaría que fuera bien planteada.

Este pequeño estudio surge como notas y apuntes sobrantes de mis estudios formales, pero procurando acoplarlos para los estudiantes de la carrera de Derecho, y como

 

 

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material didáctico le han sacado provecho en los últimos años. Debo confesar que ha sido el impulso que ellos le han dado, lo que me ha motivado a actualizar algunos apartados y a modificar otros, para hacerlo más accesible. Quiero pensar que el fin se ha cumplido a cabalidad. He pretendido sintetizar los aspectos más relevantes de los institutos surgidos en el aula académica, el ejercicio profesional y mi experiencia como magistrado suplente en los últimos años. Es un trabajo complejo, en constante actualización y variación. Si bien dudo que resuelva algún problema, pienso que al menos sirve como material referencial para a partir de allí exponer conocimientos más acabados. El presente artículo se ha dividido en dos partes: una primera donde se analizan los institutos de forma general, y otra donde se orienta a considerar esas figuras en la realidad concreta nacional. Por demás está decir que este texto corresponde y corresponderá siempre a un estudio inacabado, con los datos que se han podido agregar tanto en el plano teórico, como en el profesional, en el ejercicio de mi práctica profesional privada y cuando he participado en conformar la voluntad jurisdiccional.

Consideraciones de la justicia constitucional La justicia constitucional se deriva del carácter fundamental y superior de la Constitución Política, pues ella sirve para imponer el cumplimiento de su texto y de su superioridad. Surge, pues de la necesidad de defender esa estructura base del Estado consagrada en la carta política fundamental (Jiménez, 1991, p. iv). Igualmente, se presenta como elemento legitimador de la defensa de los derechos y garantías que acreditan los habitantes, consagrados en el acuerdo político que permitió la existencia misma del Estado. El hito histórico directo de la Justicia Constitucional se ubica en los Estados Unidos de Norteamérica en el año 1803, con el precedente judicial de la Corte Suprema de Justicia, Marbury versus Madison, aun cuando debe reconocerse que la doctrina ha aceptado la existencia de una serie de precedentes que datan de muchos años antes (Cappeletti, 1987, p. 46). De esta forma, es posible ubicar antecedentes desde el mismo pueblo hebreo, donde se realizaba una limitación de las leyes con respecto al poder divino, aunque se acepta que esta remisión hacia un plano superior resulta discutible si debe ser considerado como manifestación precursora de la justicia constitucional, en la medida que la jerarquía la determina una prelación teísta y no laica, como la propia del derecho (Loewenstein, 1979, p. 154).

 

 

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Seguidamente, en la antigua Grecia (Alvarado, 1920, p. 157), se ubican las leyes de Solón ―aproximadamente entre los años 640 a 558 a.C.― por medio de las cuales se pretendió democratizar el sistema político. Estas normas introdujeron cambios importantes en la sociedad griega, entre los que se encuentra la creación de la “Bula”, que era un Consejo que tenía facultades legislativas y controlaba la actividad administrativa del Estado; y la “Eclessia”, que era una asamblea popular y máximo cuerpo político de Atenas. Sin embargo, el más importante de todos los cambios fue en cuanto a la administración de justicia, ya que la jerarquizó de la siguiente manera:

1- Los jueces inferiores o de comunicad, que ejercían sus funciones deambulando

por todo el territorio ático. 2- La “Helia” que era un Tribunal Supremo integrado

por seis mil heliastas, ciudadanos atenienses de buena conducta y mayores de

treinta años, que juraban impartir la justicia con imparcialidad y absoluto apego a

las leyes; y 3- El “Areópago”, que era un ilustre consejo formado por todos los

exArcontes, con facultades amplísimas, entre las cuales ostentaba el ejercicio de

las más importantes funciones políticas, que lo constituían en el guardián de la

moralidad y legalidad en Atenas (Cubero, 1986, p. 46).

Tales regulaciones realizaban también la distinción entre los “nomoi” (ley) y la “psefisma” (decreto) y la validez de estos cuando eran contrarios a los primeros, considerados superiores en jerarquía, por lo que el magistrado no estaba obligado a fallar de acuerdo con un decreto contrario a la ley. Sobre las primeras expone Cappelletti (1987):

que, bajo ciertos aspectos, se podrían aproximar a las modernas leyes

constitucionales (…) no solamente porque concernían también a la organización

del Estado, sino igualmente porque modificaciones de leyes vigentes no podían

ser introducidas sino a través de un procedimiento especial (p. 46).

En tal sentido el “areópago” se convertía en un verdadero tribunal constitucional, que tenía entre sus facultades la de servir como un órgano contralor de las leyes, y al cual se podía recurrir en caso de duda ante la ilegalidad de las mismas (Campos, 1983, p. 6). Naturalmente, tal tipo de protección procesal era de forma incipiente, pero no por ello menos eficaz, pues la historia le reconoce que además de existir de la nulidad por inconformidad de la una con la otra, también existían consecuencias criminales, pues “resultaba de ella una responsabilidad penal a cargo de aquel que había propuesto el

 

 

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decreto (…). Por el otro lado, se considera que derivaba también la invalidez del decreto contrario a la ley” (Capelleti, 1987, p. 47).

Lamentablemente, este alto nivel de compromiso con la institucionalidad fue a la larga ―según alguna doctrina― uno de los principales motivos por los cuales el sistema colapsó, acusado principalmente por un alto grado de corrupción (Cubero, 1986, p. 50). En el imperio romano no se estableció un sistema de control tan efectivo y demarcado como en Grecia, pese a esto se puede decir que sí hubo algún control sobre las personas encargadas de ejercer el poder político y jurídico, tales como

la existencia de una estructura colegial en las altas magistraturas, períodos cortos

en los cargos, no reelección inmediata, intervención de los tribunos de la plebe

ante la conducta ilegal de cualquier alto funcionario, la participación del Senado

en el nombramiento de los funcionarios (Campos, 1983, p. 7).

A estos precedentes deben sumársele los datos que arroja la tradición jurídica española en el reinado de Aragón, con el juicio de manifestación (antecedente del ombusdman corpus como se considerará) que permitía asegurar un cumplimiento mínimo de garantías procesales para los habitantes del reino (Fernández, 1984, p. 27). No existe claridad de cómo surgió ese instituto (Alvarado, 1920, p. 20), pues una parte de la doctrina sostiene que durante el medioevo existió en España un funcionario llamado ‘juez medio’, ante el cual era lícito recurrir contra toda decisión de autoridad e incluso la del mismo rey; pero no es sino hasta el siglo XIII que se conoció la institución con el nombre de Justicia de Aragón. Por su parte, otra doctrina sostiene que en España, en tiempos del Califato de Omeyas, existía un funcionario de alta jerarquía denominado ‘Zalmedina’, que en las puertas del palacio rodeado de gran pompa y auxiliado por importantes personajes, administraba justicia, por lo que en su hacer diario ejercía un control sobre los actos de funcionarios que pudieran infringir los derechos de los ciudadanos; y al dividirse el califato, se multiplicó el número de jueces, existiendo tantos como reinos árabes existían y de esta forma nace el Justicia de Aragón. Por último, una tercera teoría se ubica en el pueblo musulmán, en el cual se tenía un jefe o gobernante de injusticias, institución que había tomado de Persia, el cual se ha extendido a Egipto, Túnez y España. Al margen de tales discusiones, la Justicia de Aragón tenía entre sus funciones las siguientes:

 

 

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A. La de resolver dudas que en materia de interpretación de la ley le

indicaran oficiales y jueces inferiores.

B. Servir de tribunal de apelaciones en toda clase de sentencias.

C. Prevenir los agravios mediante el recurso llamado de “Firmas de

Derecho”, entablado por quienes se consideraban víctimas de atropello

por parte de la autoridad e incluso del propio rey.

Tal acercamiento permite decir que el instituto necesariamente es un antecedente importante de la justicia constitucional, sin poderla subsumir dentro de alguno de los institutos actuales de ella, en algunos aspectos podría ser precursor del habeas corpus y en otros corresponder más a la figura del defensor de los habitantes, sin dejar de tener rasgos propios de un recurso (posiblemente apelación) dentro del proceso penal. El “Justicia de Aragón” tuvo su surgimiento legal y su razón de ser en el privilegium generale aragonum o fuero de Aragón, que le impusiera la aristocracia al rey Pedro el 3 de octubre de 1282, por medio del cual se le dieron privilegios y exenciones a los habitantes, y tanto el rey como estos últimos le debían respeto, era como una carta fundamental, y lo que se hacía en contra de él era nulo ipso iure; era una ley suprema. También es posible ubicar antecedentes en la tradición inglesa, dentro de la estructura de la defensa de la supremacía constitucional (Zeledón, 1945, p. 63). De igual forma, en el derecho medieval se distinguió entre dos órdenes de normas: el jus naturale, superior e inderogable; y el jus positivum, que no podría estar en contra del primero. Tal posición fue retomada posteriormente por la escuela jus naturalista de los siglos XVII y XVIII, que incluye desde Grocio hasta Rousseau. La doctrina de la llamada “heurense imprisance” del rey (o facultad del soberano a legislar normas por encima de cualquier rango), sobre el Parlamento fue perdiendo terreno en la realidad europea, salvo en Inglaterra. En el Reino Unido, sir Edward Coke (1552-1634), en los primeros años del siglo XVII, sobre la base de la teoría del derecho natural como norma suprema de toda ley o autoridad, identificándola como el Common Law, argumentó que “cuando un acto del Parlamento es contra del derecho o la razón, el Common law controlará y considerará dicho acto como nulo” (Campos, 1983, p. 14). Él combatió desde los tribunales y el Parlamento inglés la inexistencia del poder absoluto (Ortiz, 1991, p. 4), reconociéndole a los primeros la facultad de declarar la nulidad de los actos. Fue sobre esta base que las

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cortes de justicia inglesas declararon nulas algunas resoluciones del Parlamento y manifestaron respecto del Rey que no podía intervenir para disminuir la potestad del juez, afirmando con ello la supremacía del Common Law (Campos, 1983, p. 14). Sin embargo, esta concepción hábilmente elaborada solo tuvo vigencia en su país natal durante unas pocas décadas, pues el sistema se vio continuamente interrumpido por las luchas revolucionarias libradas por Oliverio Cromwell y totalmente transformadas por la revolución de 1788, lo que eliminó ―finalmente― la superioridad del Common Law en relación con el Parlamento.

Posteriormente, el primer pensador con mayor arraigo en la materia es sin duda John Locke (1632-1704), corriente que a su vez influyó en las trece colonias que posteriormente conformaron a los Estados Unidos de Norteamérica (García de Enterria, 1985, p. 52). Es con el pensamiento de Coke y Locke que resulta posible sostener el parámetro superior a las leyes positivas, sobre la base de un derecho natural.

De esa forma, en la tradición jurídica inglesa, se produjo una remisión de la facultad de dictar normas sin ninguna limitación del Rey a favor del Parlamento, por intermedio de la Revolución Gloriosa de 1688, situación que se mantiene hasta hoy en esa realidad. Aun así, es posible ubicar la existencia en el derecho inglés, de la defensa de un derecho natural, sobre la base del Common Law. Durante el siglo XVII (Hernández, 1978, p. 36), este tipo de derecho ha marcado la concepción en los Estados que presentan constituciones flexibles, al extremo de poderse considerar en muchos casos como parámetros de constitucionalidad (Linares, 1970, p. 43). La teoría del derecho natural sostiene su existencia como parámetro superior a las leyes positivas.

Elementos base Sobre el tema del control de constitucionalidad, la doctrina ha acuñado una serie de institutos y basamentos entre los cuales se ubica el surgimiento histórico del sistema de control de constitucionalidad a partir de la sentencia Marbury versus Madison y la contraparte de la doctrina formada por el jurista Hans Kelsen; el principio de supremacía constitucional; y la importancia, necesidad y legitimidad de la justicia constitucional. Esos tres aspectos, agrupados en contenidos temáticos, se considerarán en el presente capítulo no solo para permitir aclarar conceptos y el empleo de un lenguaje común, sino también por ser fundamento de una serie de aseveraciones y conclusiones medulares de esta investigación.

De esa forma, el presente capítulo se dividirá en cinco secciones: la primera que comprenderá la sentencia Marbury versus Madison, la importancia del juez Marshall en tal determinación y el surgimiento del sistema difuso de justicia constitucional. La

 

 

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sección segunda comprenderá la teoría pura del derecho y el sistema concentrado de justicia constitucional; mientras que la tercera analizará el principio de supremacía constitucional. Las últimas dos analizarán los aspectos faltantes. El sistema difuso de justicia constitucional Si bien las posiciones de sir Edward Coke y Locke no presentaron el efecto deseado en la realidad inglesa, sí encontraron un campo fértil en las colonias inglesas de Norteamérica:

Fue así que durante el período colonial, funcionó una especie de mecanismos de

revisión de los poderes de denegación ejercidos por el consejo privado inglés,

con referencia a las leyes de las legislaturas de las colonias (…). Luego de la

independencia, la euforia revolucionaria hizo que se considerase a las legislaturas

populares como garantías suficientes contra la restricción de la libertad. Pero la

experiencia recogida de la actuación de legislaturas poderosas sirvió para

evidenciar los abusos de la autoridad incontrolada, y por lo menos en tres

flamantes Estados se ensayaron prontamente remedios institucionales

encomendados a proteger la Constitución local de las usurpaciones. La

Constitución de Pensylvania de 1776 creaba un consejo de censores, renovables

cada siete años, con la misión de vigilar para que no fuera trasgredida la ley

suprema estudual. Podían formular censuras públicas, disponer de juicios

políticos y recomendar la derogación de las leyes que reputaran

inconstitucionales. El primer consejo reuniose en 1783 sin mayor éxito. El

Estado de Vermouth adoptó fielmente el plan de Pensylvania, el que persistió

hasta 1869. Nueva York instituyó en su Constitución de 1777, un consejo de

revisión, integrado por el gobernador, el juez de los tribunales de equidad y los

jueces de la Corte Suprema del Estado, los cuales debían revisar todo los

proyectos de leyes y ejercer una especie de veto contra los que considerase

inconstitucional” (Pritchet, 1965, p. 185).

De esa manera, había una conciencia clara del sometimiento de la ley ordinaria a la Constitución que le otorgaba sustento, aun cuando el problema siempre radicaba en el órgano garante de la supremacía. Sirva a manera ilustrativa la siguiente conclusión del profesor argentino Linares (1953):

 

 

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se llega a la conclusión de que si el legislador debía ser constreñido a no salirse

de su facultades, correspondía a los tribunales ejercer tal contralor. Es decir, la

doctrina de la revisión judicial de las leyes fue un producto natural de la

revolución americana (p. 259).

A nivel estadual, la limitación del poder público y más aún, la existencia de un control de constitucionalidad, aun cuando presentaba una naturaleza política:

Cuando las trece colonias americanas proclaman su independencia en 1776,

reemplazaron estas viejas cartas, por constituciones nuevas, y por estas

constituciones dieron a sus correspondientes asambleas legislativas cierto número

de poderes de legislación especificados y limitados…. En el caso de que al

sancionarse un estatuto se excediera del ámbito de los poderes conferidos… el

estatuto era nulo y también lo eran los actos ejecutados de conformidad con sus

disposiciones. Esta cuestión, como toda otra de derecho, era resuelta finalmente

en las cortes del Estado (Bryce, 1987, p. 24).

A nivel estadual norteamericano, se presentaron algunos casos importantes antes de la emanación de la Constitución Federal de los Estados Unidos del 17 de septiembre de 1787, las cuales conviene analizar en detalle. En 1782, el Tribunal de Apelaciones del estado de Virginia, en el caso de Common Wealth versus Catón, decidió la inconstitucionalidad de una ley local que quitaba al poder ejecutivo estudual la facultad de otorgar perdón en causa criminal, que la Constitución confería (Tribunal de Apelaciones del Estado de Virginia, de los Estados Unidos de Norteamérica, caso Common Wealth versus Caton -4 call’s report 20, 1782). El principio fue reafirmado por el Tribunal Superior de Nueva York en 1782, en el caso Rudgers versus Waddington, en el que también se declaró la invalidez de una ley (Tribunal Superior de Nueva York, de los Estados Unidos de Norteamérica, caso Rudgers versus Waddington, 1782):

Esta decisión suscitó profunda conmoción popular y dio lugar a que la legislatura

del Estado aprobara una resolución estableciendo que ‘la sentencia era en su

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orientación subversiva de todas las leyes y el buen orden, conduciendo

directamente a la anarquía y la confusión’ (Linares, 1953, p. 553).

Dos años más tarde (1784), la sentencia de la Corte Suprema del estado de Rhode Island, en el caso Trevett versus Weedon, rehusó aplicar una ley local que no proveía el juicio por jurado en las causas criminales, considerando que por dicha razón era contraria a la constitución estadual (Corte Suprema del Estado de Rhode Island, de los Estados Unidos de Norteamérica, caso Trevett versus Weedon, -2 Chandler`s Criminal Trials, 269, 1784). Los magistrados que fallaron en este caso fueron sometidos a juicio político, y aunque no alcanzaron a ser removidos por dicho procedimiento, a la expiración de su término no obtuvieron la reelección (Linares, 1953, p. 553). El Tribunal Superior de Carolina del Norte (1887), en el caso Brayard versus Singlenton (1 Martín North Carolina) declaró inconstitucional una ley estadual que contrario a la constitucional local disponía la privación de la propiedad de alguna persona sin previo juicio por jurado.

A los antecedentes judiciales debe agregarse que con la Convención de Filadelfia, que luego se convirtió en asamblea constituyente, se presentaron algunas mociones tendientes a incluir en la Constitución Federal un sistema de control de constitucionalidad.

El convencional Randolph presentó un plan para establecer un Consejo de Revisión, integrado por el Poder Ejecutivo y un cierto número de magistrados judiciales, con autoridad para examinar todos los actos del Poder Legislativo; en el cual, sin embargo, no se confería atribución al Poder Judicial de declarar la inconstitucionalidad de las leyes. De todos modos, y aunque en el seno de la Convención constituyente no se hiciera propuesta concreta en este último sentido, fluye nítida, de las palabras de varios convencionales y en particular de las de Martín, la convicción de la conveniencia de que el Poder Judicial tuviera la potestad de revisar la legislación y en su caso declararla inconstitucional (Watson, s.f., p. 1171).

Naturalmente, el tema fue por demás manifestación polarizada de tendencias. La lucha de partido y las tendencias no eran ajenas a la situación, ya que los partidarios del localismo (republicanos) querían reservar a los Estados el control de la legislación federal, mientras que los defensores del gobierno central (federalistas) sostuvieron la competencia de los ‘jueces’ (Vanossi, 1976, p. 69).

Lo que sí resulta claro de la discusión era la existencia del control de constitucionalidad de los actos:

 

 

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El espíritu americano, que cimentó sólidamente con luchas y sacrificios

inolvidables las construcciones políticas modernas, ha estatuido también

columnas y firmes garantías para el derecho de todos los hombres jamás sea

vulnerado por la arbitrariedad de alguno de ellos. Cada pueblo es mandatario

prudencial de una alta misión redentoria; y ya es magno honor que en el

diccionario jurídico figuren como sinónimas de las palabras América y Libertad

(Alvarado, 1920, p. 12).

Fueron James Madison (quien ocupara la presidencia de la nación norteamericana entre 1809-1817), representante por el estado de Virginia; y principalmente Alexander Hamilton, representante del estado de Nueva York, quienes escribieron una serie de artículos periodísticos tendientes a promover en el año 1788 una campaña a favor de la aprobación de la Constitución de Filadelfia, en conjunto con John Jay (primer presidente de la Suprema Corte de los Estados Unidos); estos escritos fueron posteriormente compilados en la famosa obra denominada “El Federalista”, donde se sostiene abiertamente la existencia del control de constitucionalidad a cargo del poder judicial federal y que posteriormente generó la “judicial review of legislation”, de lo cual se hablará en los próximos párrafos (Fernández Segado, 1984, p. 18). La autoría de este texto normalmente se le atribuye a Hamilton, aunque presentaba considerable participación del señor Madison, al punto de que fue este último quien redactó el capítulo LXXVIII, donde se considera más claramente el tema (como se cita en Hamilton, 1943, p. xv). Comentando el control fijado por la Constitución Federal norteamericana, Madison (como se cita en Hamilton, 1943) comenta:

El imprudente celo de los adversarios de la Constitución les ha incitado a dirigir

también un ataque contra parte de ella, sin la cual hubiera sido evidente y

radicalmente defectuosa. Para hacernos completo cargo de esto sólo

necesitamos suponer momentáneamente que la supremacía de las constituciones

de los Estados, hubiera quedado intacta gracias a la cláusula que hiciera una

salvedad en su honor. En primer lugar, como estas instituciones confieren una

soberanía absoluta a las legislaturas de los Estados, en todos los casos no

exceptuados por los actuales artículos de confederación, todas las facultades

contenidas en la propuesta de Constitución habrían sido anuladas en cuanto

excedieran de las enumeradas en la confederación, y el nuevo Congreso habría

 

 

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quedado reducido a la misma situación de impotencia que sus predecesores. En

segundo lugar, como las constituciones de algunos Estados ni siquiera reconocen

expresa y plenamente los poderes actuales de la Confederación, la salvedad

expresa de la supremacía de aquellas habrían puesto en duda todos los poderes

contenidos en la Constitución propuesta. En tercer lugar, como las

constituciones de los Estados difieren grandemente entre sí, podría ocurrir que

un tratado o una ley nacional, de gran importancia para todos los Estados,

estuviera en pugna con algunas de las constituciones, aunque no con todas, por

lo que resultaría válido en algunos Estados, al mismo tiempo que no tendría

efecto en otros. … Finalmente, el mundo habría visto por primera vez un sistema

de gobierno fundado en la inversión de los principios fundamentales de todo

gobierno; habría visto la autoridad de toda la sociedad subordinada en todos los

aspectos a la autoridad de las partes; habría visto un monstruo con cabeza bajo

las órdenes de sus miembros (p. 198).

En el mismo sentido, se señala que

Una constitución limitativa en la práctica no puede ser defendida sino por medio

de los Tribunales de Justicia, cuya labor debe consistir en la declaración de

nulidad de todas las leyes contrarias al sentido manifiesto de la Constitución (…),

tal autoridad, en forma alguna supone una superioridad del poder judicial sobre

el legislativo; solo supone que el poder del pueblo es superior a ambos

(Hamilton, 1943, p. 33).

De esa forma, la Constitución Política Federal del 17 de septiembre de 1787 consagra claramente la supremacía constitucional, específicamente en el artículo sexto, párrafo segundo y el artículo 13, donde se señala:

Esta constitución, las leyes de los Estados Unidos que se dicten de acuerdo con

aquella, y todos los tratados que se celebren o que se lleguen a celebrar, bajo la

autoridad de los Estados Unidos, serán sometidos a ella, aun cuando se disponga

otra cosa en la Constitución o en las leyes de cualquier estado. (…) El Poder

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Judicial se extenderá a todos los casos, en derecho o en equidad que surjan bajo

la Constitución, las leyes de los Estados Unidos y los tratados que se celebren o

que se lleguen a celebrar bajo su autoridad (Constitución Federal de Estados

Unidos).

Debe tenerse presente que con la independencia de Norteamérica (1789), las colonias remplazaron sus cartas de gobierno por constituciones, en las que se limitaba la función legislativa y se supeditaba la función a las cortes de los estados y, consecuentemente, a la Corte Federal de los Estados Unidos de Norteamérica (Morelli, 1957, p. 250). Debe aclararse que aunque la carta política fundamental norteamericana establecía la competencia de mantener la supremacía constitucional, no regulaba de forma expresa el efecto en cuanto a la norma contraria a esta, sin perjuicio de no establecer claramente la competencia, en los términos requeridos para aquella época. Quizá por la carencia de normas que indicaran expresamente los efectos de la disposición inconstitucional o por la novedad del instituto, se formularon tres casos anteriores a 1803 en el sistema judicial federal norteamericano que fueron declarados sin lugar, estos son Hayburn’s vrs. United States, de 1795; Hylton vrs. United States, de 1796; y, finalmente, Calder vrs. Bull, de 1798 (García de Enterria, 1985, p. 54).

En el primero de estos casos, llama la atención que la Corte Federal sí reconoció además de la división de poderes, la supremacía constitucional, aun cuando no logró establecer el efecto de nulidad que podía proceder sobre la supuesta imposibilidad de un Poder de la República de imponer determinaciones sobre el otro. Conviene considerar en específico un extracto de la determinación:

diferencia entre el sistema inglés y el americano sobre la base de que en aquel la

“autoridad del Parlamento es trascendente y no tiene límites”, no tiene

Constitución escrita, ni ley fundamental que limite el ejercicio del poder

legislativo. En contraste, en América, la situación es radicalmente diferente; la

Constitución es cierta y fija; contiene una voluntad permanente del pueblo y es el

derecho supremo de la tierra; es superior al poder del legislativo (…) que por la

Constitución de los Estados Unidos, el gobierno por eso es dividido en tres

distinta ramas independientes, y es el deber de cada uno de ellas abstenerse de

usurpaciones en su facultades. Ni el ejecutivo, ni las ramas legislativas pueden

constitucionalmente asignar al judicial cualquier deber (Hayburn’s versus United

 

 

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States, 1795, como se cita en García de Enterria, 1985, p. 54) (Traducción del

autor).

De igual forma, existen otras resoluciones de importancia en el Tribunal Federal, aun cuando no fuera ante la Corte Suprema de Justicia. En un considerable estudio de Linares, de mediados del siglo pasado, este establece que en 1792, un tribunal federal del circuito declaró por primera vez en los Estados Unidos, la inconstitucionalidad de una ley del Congreso (Linares, 1953, p. 263), lamentablemente, no se citan los datos de ubicación de tal determinación judicial. Así mismo, en 1795, el Tribunal federal del circuito conoció el caso Van Horn’s versus Dorrance, donde se señaló:

Adopto la clara posición de que si un acto legislativo se opone a un principio

constitucional, el primero debe ceder, y ser desechado a causa de repugnancia.

Considero que es una posición igualmente clara y correcta, que en tal caso constituya el

deber del tribunal adherir a la Constitución y declarar a la ley nula e inválida (Corte

Suprema de Justicia de los Estados Unidos de Norteamérica, caso Van Horn´s Lessee

versus Dorrance de 1795, caso 2 Dall. 309.).

Por último, el caso Cooper versus Telfair, el Tribunal Federal del circuito conoce una situación similar, pero de forma más tímida todavía:

La Constitución de los Estados Unidos contiene los mismos principios generales y

restricciones; pero nunca fue imaginado que fuera aplicada a un caso como el

presente; y para autorizar a este tribunal a pronunciar la validez de una ley debe

existir una clara e inequívoca violación de la Constitución, y no una aplicación

dudosa y argumentativa (Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos de

Norteamérica, caso Cooper versus Telfair de 1782 (4 Dallas 14).

Un aspecto que debe tenerse claro es que la Corte de los Estados Unidos no emite opiniones consultivas:

 

 

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De acuerdo con el razonamiento (…) las cortes derivan su poder de revisión

judicial del Artículo III (de la Constitución de los Estados Unidos de

Norteamérica), que extiende el poder judicial federal a “casos y controversias”, la

Suprema Corte, desde el comienzo, se ha negado a entender sobre la validez de

un estatuto si ello no va envuelto en un caso real o en una controversia

presentada para su decisión. La Corte, en resumen, no emite “opiniones

consultivas” sobre cuestiones constitucionales. En 1793, el Presidente

Washington envió a la Corte veintinueve preguntas relacionadas con la redacción

de un tratado pendiente. El presidente del tribunal, Jay, las devolvió con la

explicación de que la Corte no las contestaría desde que, de hacerlo así, tendría

que ejercer un poder no-judicial, porque ningún caso o controversia estaba ante

la Corte para ser resueltos. Como resultado, algunas cuestiones constitucionales

nunca llegan a la Corte para fallo y otras llegan sólo después de un largo

período, puesto que se debe esperar hasta que las demandas surgen y que ellas

sean concretamente presentadas para fallo (Cushman, 1958, p. 222).

Influenciados por todo este marco de sustento, la Suprema Corte de los Estados Unidos dio lugar a la moderna justicia constitucional en el citado caso Marbury versus Madison, de 1803, influenciados por el presidente de la Corte, el juez John Marshall:

En los claros y lógicos razonamientos de Hamilton estaba la clave en cuestión.

Solamente faltaba la consagración positiva de esa tesis doctrinal, a la que se llegó

con el voto del Chief Justice John Marshall en el caso Marbury Versus Madison (1

Granch 137), aquí, el punto de partida es el mismo Hamilton, o sea la afirmación

de que toda la base de la edificación constitucional de U.S.A. se asienta sobre el

principio de que el pueblo tiene el derecho original de establecer los preceptos

fundamentales para su gobierno futuro, que proceden de una autoridad suprema

y están destinados a ser permanentes (Vanossi, 1976, p. 71).

Las bases del caso se pueden resumir de la siguiente manera: Thomas Jefferson, un antifederalista o republicano, que derrotó a John Adams, un federalista, en la elección presidencial de 1800, debía tomar posesión de su cargo el 4 de marzo de 1801

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(Cushman, 1958, p. 220). El 20 de enero de ese año, Adams, el titular derrotado, nombró a John Marshall, que era su secretario de Estado, como cuarto presidente de la Corte Suprema de Justicia. Marshall asumió su cargo el 4 de febrero de 1801, pero continuó sirviendo como secretario de Estado hasta el final de la Administración de Adams. Durante el mes de febrero de 1801 el Congreso aprobó la Ley Circuit Court Act, que duplicaba el número de jueces y la Ley Organic Acta, en la que autorizaba el nombramiento de 42 jueces de paz en el distrito de Columbia, todo sin perjuicio de trasladar algunas competencias hacia estos nuevos tribunales.

Mientras los Federalistas habían estado durante algún tiempo considerando planes para reformar las cortes federales, remodelando la Ley de Organización Judicial de 1789, aún en la última hora se abocaron animosamente a la tarea con renovadas energías, para asegurarse de que los cambios necesarios serán hechos por ellos antes de que los Republicanos que entraban triunfantes, e indudablemente, para asegurar su fortaleza a fin de los principios federalistas no fueran fácilmente destruidos (Cushman, 1958, p. 220).

La confirmación del Senado, de los tardíos nombramientos de Adams, afines a sus creencias, se completó el 3 de marzo de ese año, pese a que los últimos dieciséis días de mandato los había dedicado a tal fin, pero la tarea resultaba gravosa si se consideraba que eran 67 nombramientos y debía ratificarse uno por uno. Los nombramientos debían ser firmados por Adams y refrendados por Marshall. Lamentablemente, debido a la premura, a varios de los jueces de paz (incluido William Marbury) no fue posible notificarles su nombramiento, acto que en aquel tiempo se realizaba entregando un original del documento (Swinshs, 1958, p. 92). Jefferson asumió la presidencia el 4 de marzo de 1801 y ordenó a su secretario de Estado, James Madison, retener los nombramientos no entregados.

Las cortes federales habían provocado la más amarga animosidad del partido jeffersoniano, principalmente a causa del vigor con el cual habían ejecutado las odiosas Leyes de Extranjeros y de Sedición, de 1798; y los Republicanos estaban indignados ante la medida que ellos juzgaban una afrenta de los Federalistas, al sancionar el estatuto (…). La magistratura fue cáusticamente designada por Randolph como “hospital para políticos decadentes”, mientras Jefferson escribió a un amigo: “Los Federalistas se han retirado a la magistratura como a una fortaleza, (…) y desde esa batería todos los trabajos de los republicanos van a ser vencidos y destruidos (Cushman, 1958, p. 220).

 

 

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A finales de 1801, Marbury y algunos otros jueces le solicitaron a la Corte Suprema de Justicia que obligara a Madison a entregarles los nombramientos. La Corte le ordenó a Madison que expusiera los motivos de la retención del nombramiento y dispuso su discusión para las sesiones del año 1802. Mientras esto ocurría, el Congreso Republicano hizo esfuerzos para derogar la Ley de Circuit Court. Los federalistas argumentaban que esa derogatoria sería inconstitucional, pues quebrantaría el artículo 11 de la Constitución que garantizaba la inamovilidad en el cargo siempre que el funcionario mostrara buen comportamiento, así como el quebranto a la división de poderes. En tal discusión, los republicanos hicieron ver que la Corte no presentaba facultades para declarar la inconstitucionalidad de la ley. La Ley Derogatoria fue aprobada a principios de 1802, y para evitar una posible impugnación de inconstitucionalidad de la Corte Suprema de Justicia, el Congreso eliminó además el período de sesiones de la Corte para ese año. De esa manera, la Corte se reunió hasta febrero de 1803. Cuando el caso entró para su resolución, se le otorgó el matiz de una lucha abierta entre el presidente de los Estados Unidos de Norteamérica y el Poder Judicial (Cushman, 1958, p. 221). Con respecto a la resolución de tal conflicto político, debe señalarse que no bastó con la declaratoria de inconstitucionalidad para ser una resolución de gran nivel de complicación ―aún hasta nuestros días―, pues la determinación establecida no es a instancia de parte; por el contrario, es disconforme a los intereses del petente y su contraparte y tampoco fue invocada por el representante estatal (Zúñiga, 1966, p. 151). Tan es así que la demanda es declarada sin lugar y remitida a una vía ordinaria, pues se trataba de un proceso especial abreviado ante los tribunales estaduales, toda vez que la norma declarada inconstitucional es de carácter procesal, lo que permitía concurrir directamente a la vía federal sin requerimiento previo ante un tribunal estadual, como lo consagraba la Constitución Federal. De esa forma, la solicitud debía plantearse nuevamente ante un tribunal estadual y en caso de no compartir la determinación, seguir las diferentes instancias, hasta concluir en la Corte Suprema de Justicia, lo que hacía carente de interés la pretensión, pues para el momento que se resolviera el nombramiento ya había concluido. Igualmente, el caso resulta discutible si se considera que hay una defensa hacia la exclusión de materias del control de constitucionalidad, basados en la alta investidura e importantes funciones encomendadas al presidente de la federación; razonamiento jurídico que aún en estos días sigue siendo aplicado por ese tribunal. Aun así, el caso es de especial importancia en consideración de la limitación de los poderes a la Constitución escrita o rígida, y el señalamiento de la competencia de los tribunales para declarar la inconstitucionalidad (Daza Ordanza, 1973, p. 24).

 

 

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Pese a lo expuesto, es innegable la influencia que marcó y sigue desplegando dicho hito jurisprudencial de la sentencia Marbury versus Madison, así como la doctrina que la informa, en la cultura jurídica mundial (Morelli, 1957, p. 255). Cabe traer a la memoria uno de los pasajes que con mayor claridad determina la primacía constitucional:

Es una proposición demasiado sencilla para ser respondida la de que, o la

Constitución prevalece contra cualquier acto legislativo incompatible con ella, o,

que la legislatura puede alterar la Constitución por medio de una ley ordinaria.

Entre esas dos alternativas no existe término medio. O la Constitución es una ley

suprema, inmodificable por medios ordinarios, o se sitúa en el nivel de las leyes

ordinarias y, al igual que esas leyes, puede ser alterada cuando la legislatura

desee hacerlo. Si la primera opción de esta disyuntiva es cierta, entonces un acto

legislativo contrario a la Constitución no constituye derecho; si es cierta la

segunda opción, entonces las Constituciones escritas son proyectos absurdos, por

parte del pueblo, para limitar un poder que por su propia naturaleza es

ilimitable. Ciertamente, todos los que han construido Constituciones escritas las

han contemplado como formando la ley suprema y fundamental de la nación, y

consiguiente, la teoría de cada uno de esos gobiernos deber ser que una ley de

la legislatura, incompatible con la Constitución, es nula, esta teoría guarda una

relación con la Constitución escrita, y por consiguiente, debe ser considerada por

este Tribunal, como uno de los principales fundamentos de nuestra sociedad”

(traducción del autor del texto original de la sentencia Marbury versus Madison).

No puede dejar de advertirse que el mismo presidente de aquel entonces, Thomas Jefferson, manifestó su rechazo a la resolución, al advertir el peligro de que la Constitución se convirtiera en un objeto de cera al que los jueces pudieran modelar a su gusto. Como casos ilustrativos donde se considera la facultad, aun cuando no se aplicó, son de señalar Martín versus Hunter, Cohens versus Virginia, Dodge versus Woolsey y Ableman versus Booth (Linares, 1953, p. 268). Poco a poco, la citada sentencia fue adquiriendo confirmación, pero las declaraciones de inconstitucionalidad no volvieron a darse hasta 1857, época en la que se desarrolló la judicial review, a partir del famoso caso Dred Scout.

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El próximo caso en el que una ley del Congreso fue invalidada por la Suprema Corte fue el famoso caso Dred Scout, fallado en 1857. Por esa época había transcurrido aproximadamente setenta años desde la formación de nuestro sistema constitucional, y la Corte estaba compuesta por hombres que mantenían miras nacionalistas menos fuertes que las de Marshall y sus colegas (Cushman, 1958, p. 221).

La revisión judicial (judicial review) es uno de los temas centrales en el debate constitucional de los Estados Unidos de América, y el desarrollo de la constitución estadounidense no se entiende sin esta institución, que ha sufrido una mutación profunda en los últimos tiempos. La importancia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos se debe en parte a esta herramienta jurídica que, mal empleada, puede convertir a los jueces en dueños y señores de la política de cualquier país, por muy democráticamente estructurado que esté. De ser la boca muerta de la ley, los jueces podrían devenir en la nova vox de la Constitución, arrinconando incluso a los propios padres fundadores (founding fathers). En efecto, la revisión judicial concede a los jueces una legitimidad de control que va mucho más allá del mero ejercicio de la potestad jurisdiccional. De esta manera, el poder judicial puede asumir, abusivamente, un protagonismo expansivo y devastador para la vida democrática de los pueblos. Esta supremacía judicial ha sido criticada durante decenios, por los constitucionalistas y politólogos, pues difícilmente es compatible con la doctrina de la soberanía popular.

Se basa en dos ideales (ideals), mejor que ideas o principios propiamente dichos, a saber: el sometimiento al derecho del país y el deber de juzgar. En efecto, corresponde a los jueces asumir el deber judicial de decidir conforme a derecho. Esta decisión judicial, y por tanto jurídica, es una limitación de su arbitrariedad, pues cualquier decisión que no sea adoptada dentro de los términos del derecho no es vinculante. De los ideales se deriva la obligación de declarar judicialmente contrarios a derecho, y por tanto nulos, todos los actos inconstitucionales. Esto explica que se centre en la historia de estos dos conceptos, en la tradición del Common Law. Se trata, en definitiva, de anclar en ellos la institución de la revisión judicial, eludiendo la necesidad de vincularla a la propia Constitución estadounidense, que no contiene una referencia expresa a la revisión judicial.

En consecuencia, la revisión judicial en los Estados Unidos es la capacidad de un tribunal para examinar y decidir si un estatuto, tratado o regulación administrativa contradice o viola las disposiciones de la legislación existente, una constitución política del Estado o, en última instancia, la Constitución de los Estados Unidos. Si bien la Constitución de Estados Unidos no define explícitamente un poder de revisión judicial, la autoridad para la revisión judicial en los Estados Unidos se ha deducido a partir de la

 

 

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estructura, disposiciones y la historia de la Constitución. John Marshall sostuvo que la responsabilidad de la Corte Suprema para revocar la legislación inconstitucional fue una consecuencia necesaria de su juramento del cargo de defender la Constitución como se indica en el artículo sexto de la Constitución. A manera de ejemplo, hasta el 2014, la Corte Suprema de Estados Unidos ha celebrado 176 actos del Congreso de Estados Unidos inconstitucional. Es pertinente traer a colación lo señalado por el juez Fiel en 1886, cuando siguiendo el precedente expuso:

Una ley inconstitucional no es una ley, no confiere derechos, no impone

obligaciones, no proporciona obligación, no crea funcionarios; es desde el punto

de vista legal, tan inoperante como si nunca se hubiere sancionado (Corte

Suprema Norton Vs Shelby, 1886).

En América, el sistema difuso encuentra eco, tal es así que también es conocido como sistema americano en virtud de su gran aceptación. Aunque en algunos países europeos como Dinamarca, Finlandia, Grecia, Irlanda, Noruega, Suecia y Suiza, también lo han aceptado. Si bien, en este momento resulta aventurado establecer una primacía entre este sistema y el a considerar en la sección siguiente, resulta incuestionable que el difuso es de mayor aceptación en los regímenes federales. Dejando de lado el caso de Alemania, la mayoría de los Estados Alemanes optan por el sistema difuso, dentro del sistema de competencias estaduales y federales, como mecanismo que asegura una jurisdicción regional previa a cualquier consideración estatal. En relación con los efectos que produce la declaratoria de inconstitucional en el sistema norteamericano, es importante anotar que estos están divididos en cuanto al tiempo y en lo atinente a la materia. De acuerdo con los primeros, se debe indicar que la norma no resulta aplicable al caso concreto, lo que determina su posible aplicación a casos semejantes, aun cuando el sistema del Common Law se ha mostrado respetuoso de la jurisprudencia, lo que a la postre determina su inaplicación a futuros casos. La inconstitucionalidad en cuanto al tiempo se retrocede al momento en que la norma nació. En lo atinente a la materia, se limita el efecto al tema objeto de discusión, sin prologarse a otras conexas (Jiménez Mata, 1991, p. 11), aun cuando en excepciones ha declarado la inconstitucionalidad por conexión (Corte Suprema Bailey Versus Drexel, 1922).

 

 

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Naturalmente, se han generado varios casos donde la Corte Suprema de los Estados Unidos de Norteamérica han reafirmado sus competencias los cuales no resultan necesarios considerar en detalle para esta investigación; pero que algunos autores han dedicado algún esfuerzo importante (Cushman, 1958, p. 226 y ss). En resumen puede anotarse sobre las características del sistema lo siguiente:

Ø Todos los órganos judiciales pueden pronunciarse sobre la constitucionalidad de las leyes, con ocasión de las controversias suscitadas ante ellos.

Ø La ley sospechosa de inconstitucionalidad no es susceptible de impugnación directa,

Ø Los efectos de la declaración de inconstitucionalidad son: la nulidad preexistente de la ley (retroactividad) y dado el carácter incidental de la demanda, limitados al caso concreto (Fernández, 1984, p. 30).

Debe advertirse que si bien este modelo ha servido de base para los restantes Estados que tomaron este sistema, se han marcado sensibles diferencias. A manera de ejemplo, es posible señalar que en el caso de Argentina, se conoce el sistema oficio de revisión constitucional (Mercado, 1980, p. 184) que no es concebible en la estructura tradicional. El sistema tema concentrado de justicia constitucional Si bien el juez Marshall, con la sentencia Marbury versus Madison de 1803 establece las bases fundamentales del sistema de revisión judicial de las leyes en los Estados Unidos, es cierto también que en Europa, específicamente en Austria, Hans Kelsen se encargó de alinear y sustentar el otro gran sistema de control constitucional que se conoce, bajo el apelativo de concentrado (Hernández, 1978, p. 14). Debe quedar claro que la introducción del sistema europeo fue excesivamente tardío, sobre las siguientes bases:

La fundamental law, como derecho que puede exigir justificación a la legislación

ordinaria y en cuanto superior a ésta hace nula la que se le sea contraria, va a

parecer en Europa a raíz de la Restauración que subsigue a la aventura

napoleónica, por los ataques concentrados a la derecha y a la izquierda. Por la

derecha, porque en ese momento la Restauración monárquica lleva a la

consagración del llamado principio monárquico por antonomasia, que hace del

monarca una fuente preconstitucional del poder, y de la Constitución, por tanto,

aparte de articular el monarca como representación burguesa, poco más que

retórica de su parte dogmática. Y, por otra parte, por la izquierda; la izquierda

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hegeliana, a través de Ferdinand Lasalle en su famosa conferencia en Berlín, de

1862 “Sobre la esencia de la Constitución”, concreta pronto la idea de que la

Constitución como tal es (términos literales de Lasalle) una “mera hoja de papel

(Hernández, 1978, p. 38).

Debe reconocerse, que previo a la construcción filosófica de Kelsen, el primer país en Europa con un sistema de control de constitucionalidad fue Suiza, con la constitución de 1848, la cual creó un tribunal federal que tenía como función controlar la legislación cantonal, pero no podía hacerlo con la federal. Luego, a finales del siglo XIX y principios del XX, este instituto tuvo acogida en Noruega y Dinamarca, pasando luego a Grecia, Rumania y Portugal. Según la doctrina, presentó escasa significación en todos estos casos (Hernández, 1978, p. 38). Tal y como lo reconoce el ilustre jurisconsulto español Eduardo García de Enterría, es después de la posguerra que el instituto acredita una verdadera construcción:

la recepción en Europa del sistema de justicia constitucional no va a tener lugar

hasta la post-guerra de 1919, por dos vías principales, y a la vez con una

sustancial transformación del modelo. Una vía que viene de las fórmulas

complejas de articulación de los dos convulsos que fueron el Imperio Alemán y

la Monarquía Austro-Húngara, concluye en la Constitución alemana de Weimar y

monta un Tribunal al que confían los conflictos entre los poderes

constitucionales y especialmente entre los distintos entes territoriales propios de

la organización federal. El segundo sistema, que es el más importante y que va

a consagrarse definitivamente, aunque con matizaciones significativas, en esta

segunda post-guerra, es el sistema austriaco, obra personal y sin duda alguna

genial (una de las más grandes creaciones históricas debidas a un solo jurista) de

Kelsen, sistema expresado por vez primera en la Constitución austriaca de 1920 y

perfeccionado en su reforma de 1929 (García de Enterría, 1985, p. 56).

Kelsen establece los alcances de su razonamiento en su célebre obra “Teoría Pura del Derecho”, donde llega a la conclusión de que la Supremacía de la Constitución debe estar garantizada por un órgano centralizado de tipo judicial y no político (Fix, 1980, p. 46). El razonamiento se fundamenta en la premisa filosófica de que todo el ordenamiento parte de la Constitución para obtener validez, presentando cada

 

 

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disposición un carácter descendente con respecto a su sustento (Hernández, 1978, p. 14). Así, entonces la creación de una norma jurídica de menor grado en la escala debe estar determinada obligatoriamente por otra norma de mayor grado en la misma escala jerárquica y, a su vez, esta otra norma de mayor grado deberá estar determinada en su creación por otra norma superior, hasta la constitución política que se fundamenta en una “Norma Básica Fundamental” (Fernández Segado, 1984, p. 25). La unidad de estas (las normas) hallase constituida por el hecho de que la creación de una norma –la de grado más bajo- se encuentra determinada por otra – de grado superior- cuya creación es determinada, a su vez, por otra todavía más alta. Lo que constituye la unidad del sistema es precisamente la circunstancia de que tal regressus termina en la norma de grado más alto, o norma básica, que representa la suprema razón de validez de todo el orden jurídico. La estructura jerárquica del orden jurídico de un Estado puede expresarse toscamente en los siguientes términos: supuesta la existencia de la norma fundamental, la Constitución representa el nivel más alto dentro del derecho nacional (Kelsen, 1949, p. 128). Todo este engranaje jurídico construido por Kelsen va a recibir el nombre de Teoría de la Regularidad Jurídica, que Hernández (1978) define como la “relación de correspondencia y conformidad que debe existir entre un grado inferior y el superior del ordenamiento jurídico” (p. 14). La regularidad presenta como principal virtud el otorgar a la Constitución el carácter de norma jurídica, aspecto que aunque hoy resulta muy obvio, no por ello implicó profundas transformaciones sociales para su reconocimiento, máxime considerando que durante muchos años se acuñó el concepto del carácter de voluntad soberana de la ley lo que contradecía la idea de supeditarla a otras fuentes del derecho (Campos, 1983, p. 196). La regularidad jurídica solo puede ser entendida a partir de una premisa, la jerarquía del ordenamiento jurídico, donde se incluyan todas las fuentes de este, sean escritas o no escritas (Kelsen, 1949, p. 148). No puede perderse de vista que todo el ordenamiento es a la vez manifestación de creación jurídica y aplicación del derecho existente, en la medida que la norma inferior presenta sustento en su superior que le confiere validez. De acuerdo con toda esta estructura, Kelsen (1949) sostiene como necesario que la aplicación de la Constitución en cuanto a las normas relativas a la legislación, únicamente pueden hallarse efectivamente garantizadas siempre y cuando sea un órgano totalmente distinto del que las creó quien las verifique, o sea, un órgano distinto del legislativo. Este órgano es el llamado a comprobar la constitucionalidad de las normas y de ser necesario anulará aquella que no esté conforme con la Constitución Política. Este órgano es especializado en su función, lo que permitirá conocer los verdaderos alcances de las

 

 

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diferentes disposiciones a su consideración. Este tribunal, aunque acredite este nombre, no es propiamente un tribunal en sentido propio: el Tribunal Constitucional no es propiamente un Tribunal, por que un Tribunal es un órgano que aplica una norma previa a hechos concretos y el Tribunal Constitucional no enjuicia hechos concretos, sino que se limita a controlar la compatibilidad, entre dos normas igualmente abstractas las dos: la Constitución y la ley. No es, pues, un Tribunal porque no enjuicia situaciones concretas, hechos específicos, sino que limita su función a resolver este problema de la Vereinbarkeit, de la compatibilidad entre dos normas abstractas, eliminando la norma incompatible con la norma suprema, pero haciéndolo ex nuc, no ex tunc (García de Enterría, 1985, p. 131). Con el fin de asegurar la regularidad jurídica del sistema, para preservarlo como un todo armónico y homogéneo, es que Kelsen (1980) desarrolla una serie garantías, mecanismos o procedimientos, a saber: los preventivos, posteriores, personales y objetivos (p. 18). La preventiva o previa está orientada a asegurar que el tribunal debe ser un órgano independiente y único, encargado de controlar la regularidad jurídica, ya que si un acto inconstitucional no es declarado como tal, la Constitución no estaría garantizada y podría ser violada a cada instante. La represiva tiene por objeto atacar un acto irregular una vez que este ha sido realizado, para evitar su reincidencia en el futuro, el resarcimiento del daño causado, la desaparición del acto o su eventual reemplazo por uno regular. Las garantías personales refieren a las responsabilidades civiles, penales y disciplinarias que debe aparejar una conducta irregular; y las objetivas refieren a la necesidad que tienen todas las autoridades de estar seguros de la regularidad de su actuar previo a su cumplimiento. Recuérdese que en la concepción Kelseniana no existe la nulidad absoluta, ya que si los actos fueran de tal manera dejarían de ser jurídicos (Kelsen, s.f., p. 158), lo que lleva consigo la supresión de la disposición del ordenamiento. En Europa, el desarrollo de la justicia constitucional a través de los tribunales constitucionales se realiza en el primer tercio del siglo XX, en el período entre las guerras, con la Constitución Política Austriaca y el Tribunal Constitucional (1920); después pasa a Checoslovaquia (1920), Liechtenstein (1921), continúa después de la Segunda Guerra Mundial en Italia (1948), República de Alemania (1949), Turquía (1961), España (1978), Yugoslavia (1963), Portugal (1976), Bélgica (1983) y Polonia (1985), entre otros muchos países (Fernández, 2002, p. 15). En el caso específico de Austria, su composición actual no difiere mucho de la original, y las principales modificaciones son en relación con el incremento de competencias, específicamente ampliando el espectro de los funcionarios legitimados, y de normas afectas al control y regulando de forma más clara el efecto jurídico.

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Es posible argumentar que el sistema concentrado se caracteriza por ser mucho más ágil que el difuso, en la medida que es un solo tribunal quien resuelve exclusivamente esta materia. De esa forma, este órgano no tiene la limitación de estar conociendo todas las demás materias que corresponden a un tribunal federal de última instancia; además de permitir hacer al órgano mucho más técnico, toda vez que como tribunal de alzada de diferentes materias, los funcionarios que la componen llevarán consigo esos diferentes bagajes culturales, mientras que si el órgano es especializado, la lógica es que acreditarán sus estudios en materia constitucional.

El principio de supremacía constitucional La doctrina ha sido elaborada por la teoría constitucional moderna, a partir del constitucionalismo clásico, y en ella se encuentra inmersa la teoría de los controles constitucionales, ya que sin la supremacía, estos últimos no tendrán razón de ser. Es la supremacía constitucional lo que justifica la armonía del sistema, la necesidad de una coherencia en el ordenamiento y lo que determina la posibilidad de un control. Si todas las normas presentaran el mismo valor, potencia o resistencia jurídica, procurar generar una armonía sería un mejor ejercicio académico sin mayor sentido práctico.

La doctrina de la Supremacía de la Constitución que se apoya en la diferente

jerarquía de las normas en el Estado de derecho es, sin ninguna duda, la garantía

más eficiente de la libertad y la dignidad del hombre. Esta afirmación se sustenta

en el hecho de que, a partir de la acepción de la aceptación de semejante

supremacía, los poderes constituidos tienen la obligación de encuadrar sus actos

en las reglas que describe la ley fundamental. Si los actos cumplidos por dichos

poderes tuvieran la misma jerarquía jurídica que las normas constitucionales,

entonces, la Constitución –y así todo el sistema de amparo que la libertad y la

dignidad humanas que ella consagra- podría ser en cualquier modo dejadas sin

efecto por los órganos institucionales a los cuales aquella pretende limitar en su

actuación (Martínez y Solano, 1991, p. 52).

El principio tiene como fundamento el otorgarle mayor valor normativo a la constitución política con respecto a las leyes ordinarias, y encuentra su origen en el constitucionalismo norteamericano del siglo XVIII, sobre la base del derecho natural (García de Enterría, 1985, p. 51). El principio no se materializó hasta la ya señalada sentencia de 1804 en el caso de Marbury versus Madison, redactada por el juez John Marshall, sobre la base del desarrollo doctrinario de Coke y Locke, ya considerados.

 

 

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En cuanto al concepto de “constitución política” como tal, se debe recordar que la doctrina constitucionalista se ha debatido durante años, entre las definiciones de corte formal y aquellas de carácter material. Las primeras hacen énfasis en el carácter de norma fundamental, a partir de las cuales se encuentra subordinado el ordenamiento jurídico de un Estado (Bidart, 1988, p. 14), y las restantes ponen énfasis en cuanto a sus contenidos, normalmente orientados a que ordena, configura y delimita el poder público, así como que establece los ámbitos mínimos de acción de los habitantes (García, 1985, p. 49). Naturalmente, como manifestaciones de una misma realidad, ambos enfoques son correctos y al mismo tiempo insuficientes, en la medida en que dejan de lado lo apuntado por su contraparte. El dilema de adoptar a ultranza un sistema en materia de constitución política se genera a partir de que en el momento de establecer los contenidos mínimos que debería presentar el instrumento, es posible ubicar en la realidad en concreto instrumentos que por múltiples situaciones históricas no las satisfaga, lo que generaría el problema de tener que asegurar que no deberían llamarse de tal manera. Ensayando una definición que englobe ambos conceptos, podría asegurarse que una constitución es la norma suprema, o conjunto o complejo normativo que obliga a interpreta como conjunto, es decir, correlaciona y coordina la unidad del ordenamiento jurídico, donde se establece la estructura política de un Estado, configurando y ordenando los poderes del Estado por ella construidos; estableciendo los límites al ejercicio del poder, y el ámbito de libertades y derechos fundamentales, así como los objetivos positivos y las prestaciones que el poder debe de cumplir en beneficio de la comunidad. La supra legalidad constitucional se traduce en la aspiración ―bajo forma de deber jurídico― de que todo el orden jurídico infraconstitucional se subordine a ella y no lo transgreda, y de que ocurrir la trasgresión, se pueda alcanzar una sanción invalidante a través de algún mecanismo de control (Bidart 1988, p. 13). No puede perderse de vista que la legitimidad de la constitución se establece en la unidad del Estado y sobre la manifestación libre y democrática del consenso popular. Recuérdese que la constitución no es más que un acuerdo político de las diferentes fuerzas existentes en un Estado (en especial las políticas), es ante todo una manifestación democrática de los acuerdos llegados y es legitimador del sistema político existente en un momento determinado. La unidad política del Estado surge de la misma carta fundamental y su existencia depende de que el acuerdo se mantenga; sin perjuicio claro está de la redirección que puedan otorgar los poderes públicos y la interpretación que se extraiga de ella misma, como norma viviente que es.

 

 

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Se ha establecido recientemente por parte de la doctrina constitucionalista, que el ordenamiento jurídico no es caótico, ni desordenado, y la teoría de la supremacía constitucional busca evitar eso, al establecer una graduación jerárquica y escalonada, donde la ley presenta un plano subordinado con respecto a la Constitución Política y subordinante sobre el restante ordenamiento. Esta estructura piramidal presenta como gran arquitecto al jurista germano Hans Kelsen (1949), donde se destierra la existencia de normas yuxtapuestas y equivalentes. Las bases de la posición son las siguientes:

A. Las normas del Estado se estructuran en pirámide jurídica ideal, cuyo ápice lo forman las normas menos generales o individuales.

B. Las normas de la base presentan su validez en razón de otras normas menos concretas, y así de forma progresiva hasta llegar a lo que el autor denomina la “norma hipotética fundamental”.

C. La pirámide es dinámica en todos sus componentes. No puede perderse de vista que desde la visión formal, la carta política proclama su jerarquía desde el procedimiento especial y agravado de emanación y reforma (rigidez constitucional), así como el control sobre las leyes que se ejerce, con la sanción de la declaratoria de inconstitucionalidad en caso de incumplimiento. No puede olvidarse, como se señaló anteriormente, que aún en las constituciones políticas flexibles, si bien no existen límites formales de reforma, la relevancia del acto y una serie de aspectos propios culturales, se constituyen en límites para considerarla una ley ordinaria (Linares, 1970, p. 45). Desde el punto de vista material, las normas del texto político llevan por sí mismas una superioridad con respecto a las leyes ordinarias (Campos et al., 1983, p. 113), lo que obliga al legislador a su cumplimiento, cualquiera que sea su contenido, toda vez que la autoridad del legislador deviene de la misma carta política fundamental. Valga sostener que salvo en algunos supuestos donde las normas constitucionales presentan ejecución por sí mismas y sin mayor desarrollo, en la mayoría de los casos estas requieren una serie de disposiciones de implementación, y el órgano legislativo es el mejor llamado a integrarlo (sin perjuicio de que en algunos casos hay abierta remisión hacia él), en la medida en que como garantía del principio de legalidad constitucional y se reserva de ley, es la norma legislativa en sentido formal la llamada a regular los derechos fundamentales. La defensa de la Constitución hace referencia al conjunto de actividades encaminadas a la preservación o reparación del orden jurídico establecido por la carta política fundamental, y en particular, de la misma Constitución Política en cuanto a la ley

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suprema de todos los habitantes. De acuerdo con Kelsen (1980), el principal elemento de defensa ─elemento más pulido─ de la Constitución se encuentra en la labor judicial, específicamente en la jurisdicción constitucional. En tal papel, el órgano judicial adquiere el carácter de legislador negativo, sea la labor contraria del legislador ordinario, que en lugar de promulgar leyes las deroga (Kelsen, 1980, p. 30). Claro está que la postura de este autor se orienta hacia un único órgano jurisdiccional responsable de tal tarea (como se analizará más adelante), argumentos que se han extendido hacia todos los tribunales en los sistemas difusos e incluso hacia los sistemas políticos de control de constitucionalidad (Schmitt, 1931, p. 20).

Importancia, necesidad y legitimidad La noción de Estado de Derecho surge en la evolución del derecho constitucional, como una idea que pretendía el sometimiento de los gobernantes a un cuerpo predeterminado de leyes. En este sentido, se presenta como una reacción al período absolutista, cuya manifestación externa más característica es la ausencia de una regulación jurídica para el accionar de los detentadores del poder. Históricamente, corresponde a la Revolución Francesa introducir una visión o modelo diferente para la concepción del Estado, sobre la base de principios liberales, dando lugar así a la doctrina del imperio de la ley y la implantación del Estado liberal de derecho (García, 1984, p. 157).

Para conseguir el sometimiento del Estado al derecho, se generan cuatro técnicas: por un lado, el debilitamiento del poder mediante su división, especialmente a través de la separación de los supremos poderes públicos; seguido de la limitación del Estado a la ley; la responsabilidad del Estado por sus entuertos; y el control jurisdiccional autónomo (Ortiz, 1976, p. 56). Se entiende que la justicia constitucional y en ella la jurisdicción constitucional deviene como un requisito indispensable para la supervivencia de esa situación jurídica, dentro del marco del Estado de Derecho. La garantía de este Estado es la supremacía de la Constitución y este es el objetivo de la jurisdicción constitucional.

El Estado de Derecho se perfecciona con el control de legalidad de la Administración (lo contencioso administrativo) y el de constitucionalidad mediante la justicia constitucional. Esta es una pieza fundamental de la democracia moderna. El fin último de todo control es garantizar el cumplimiento del principio de supremacía que lleva presente el ordenamiento jurídico, fijando una sanción jurídica ante el incumplimiento.

En atención a la relación entre justicia constitucional y democracia, es posible señalar algunas motivaciones (Fernández, 2002, p. 15):

 

 

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a) Sin una justicia constitucional, regulada por la carta fundamental y las leyes, esta sería un documento sin importancia, porque no existiría un instrumento de su defensa y cumplimiento.

b) Es un instrumento de control del cumplimiento de las competencias de los poderes u órganos constitucionales del Estado, lo mismo que de los derechos fundamentales por parte del Estado y de los particulares.

c) Es un medio de defensa de las minorías para hacer valer sus derechos e intereses. d) El activismo de la justicia constitucional ha provocado grandes avances a favor de

la justicia económica, culturas y social. e) La inconstitucionalidad por omisión que avanza en su consagración constitucional

y reconocimiento jurisprudencial, es una institución de vital importancia para promover el cumplimiento de los derechos económicos, sociales y culturales.

f) Sirve para controlar la separación del poder en la solución del conflicto entre los poderes.

No puede perderse de vista que el poder público tiende a salirse de los márgenes de sus competencias acumulando más poder, de esta forma la carta magna presenta la condición de restringir el poder permitiendo orientarlo hacia sus cánones normales. Es ante todo una protección hacia todos los grupos confortantes del Estado mismo. Dos son los argumentos entrelazados que se esgrimen para impugnar de ilegítimo el control de constitucionalidad de las leyes, los cuales al margen de compartirlos es necesario evidenciarlos, el primero hace ver que al negarle valor a una ley por inconstitucional, se hace el papel de legislador negativo, lo que implica una trasgresión de la división clásica de poderes, pues al Poder Judicial no le corresponde legislar, sino aplicar las leyes. Por el otro vértice, se señala que la justicia constitucional no acredita representación popular ni responsabilidad política ante el electorado, lo que genera una actividad sin verdadero sustrato. La gran defensa ante tales argumentaciones se orienta a señalar que una norma inconstitucional es en el fondo una extralimitación de las facultades constitucionales del órgano legislativo y que su existencia es un rompimiento del orden constitucional. Igualmente, entre los argumentos en favor de la legitimidad del mecanismo se suelen señalar:

o Los poderes políticos (Ejecutivo y Legislativo) no siempre representan el electorado o sus intereses; así como con frecuencia se alejan del control de sus mandantes, por lo que el control de constitucionalidad se convierte en un correctivo.

 

 

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o En algunos países los magistrados son electos por votación popular y por lo tanto son representación del electorado para tal función; igualmente, si esta es la motivación, la discusión debería girar sobre este punto y no sobre la legitimidad de la actividad. Por otra parte, en los estados donde no presentan elección popular, el nombramiento corresponde al órgano legislativo, lo que de manera manifiesta les otorga legitimidad de la actividad y algún grado de representación derivada, teniendo en cuenta que se trata de que los diputados son representantes populares. De esa forma, la elección de un magistrado de tal investidura trae el sustrato de la representación popular, en la medida que son electos de forma directa; o se establecen una serie de mecanismos que garantizan de forma indirecta al pueblo que al final de cuentas es quien los elige.

o Los jueces son responsables ante los otros poderes o el electorado, máxime teniendo en cuenta que en muchos casos el nombramiento es por períodos e incluso considerando que en el caso de los cargos de judicatura el juez debe procurar mantenerla intachable.

o La legitimidad de la judicatura depende de su imparcialidad. o Un sistema de justicia activa y creadora es un elemento que contribuye a mantener

el sano equilibrio de poderes, frente a las ramas políticas. o La aceptación generalizada en el constitucionalismo moderno es manifestación

evidente de su legitimidad. o Las facultades de control dependen del constituyente que a su vez es

manifestación de la voluntad popular. En el caso costarricense, la mayor parte de estos parámetros resulta aplicables, en la medida en que la elección del órgano es competencia exclusiva del Poder Legislativo, mediante un acto por demás complejo en virtud de la mayoría calificada que se exige. El sustrato popular se configura a partir de esa votación cualificada. Además, la función de equilibrio de poder y restablecedor del orden constitucional se configura a partir de lo polémico de sus decisiones. A manera de síntesis, es posible asegurar que el control de constitucionalidad en sus diferentes modalidades presenta la debida legitimidad en la medida que existe el adecuado fundamento para su existencia sobre las vértices antes expuestas, de tal suerte que los supuestos yerros en esta materia no son más que argumentos carentes de un verdadero valor jurídico. Dos son los argumentos a favor de su necesidad, el ser un instrumento de equilibrio frente al crecimiento del Poder Legislativo y el Ejecutivo, y la protección de los derechos humanos. En cuando al primero de los argumentos, resulta incuestionable el crecimiento del poder público, especialmente en el área del Ejecutivo, el cual no es controlado de forma adecuada por el Legislativo. Ante esta situación, es necesaria no

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solo la justicia constitucional, sino también la contenciosa administrativa, como contrapeso del crecimiento del Legislativo y el Ejecutivo, lo que les permite a las personas defenderse de un Estado poderoso que todo lo controla. En lo que se refiere al segundo elemento, no se puede negar que han sido los tribunales constitucionales los que han otorgado vigencia a la parte dogmática de la Constitución, incorporando la normativa en materia de derechos humanos.

Es de señalar que el Código Contencioso Administrativo sobre las bases del profesor español Eduardo García de Enterría y el costarricense Dr. Manrique Jiménez, tiene la pretensión de generar un verdadero contrapeso a la función pública, mediante mecanismos como la supresión del agotamiento de la vía administrativa, el establecimiento de algunas vías sumarísimas y el establecimiento de procedimientos de antecedente de caso. Tal iniciativa fue aprobada por la Asamblea Legislativa a mediados del 2006 y entrará en vigencia a principios del 2008, lo que avecina que si la voluntad política de realizar un cambio integral se da completamente, ya los instrumentos jurídicos se han establecido.

Precisiones terminológicas La justicia constitucional está compuesta por el conjunto de normas constitucionales y por los instrumentos de protección por ellos acordados, con los cuales un determinado sistema garantiza y protege a sus ciudadanos. Por tal razón, le corresponde la materia pertinente al derecho constitucional como objeto abstracto y con base en él crear mecanismos aptos que sirvan de tutela y salvaguarda a los ciudadanos mediante la jurisdicción constitucional (Martínez y Solano, 1991, p. 232). La justicia otorga un carácter pragmático y concreto a los principios fundamentales establecidos en las constituciones políticas, evitando que se conviertan en letra muerta. Consecuentemente no se trata de un mero encuadre normativo (Verdu, 1976, p. 688), máxime ante la amplitud e imprecisión de las disposiciones constitucionales, que generalmente se ven influenciadas por el marco político que las informa. El carácter histórico y político de la Constitución Política se ve directamente reflejado en la interpretación constitucional, más abiertamente que en las restantes jurisdicciones.

A la justicia constitucional se le reconocen tres principios básicos, obligación de garantizar el máximo acceso al quejoso, efectividad e interpretación pro quejoso (Ortiz, 1990). La vocación de permitir el acceso, presenta dos sub principios: el informalismo y la celeridad. En cuanto al informalismo, se le reconoce un llamado a suprimir las formas, la inversión de la carga de la prueba y el establecimiento de plazos accesibles, buscando lo mínimo hacia el interesado, con el fin de saltar obstáculos que solo entorpecen la administración de justicia. En cuanto a la celeridad, se presupone que

 

 

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persigue agilizar el proceso, al proteger los derechos humanos y la Constitución Política misma. La efectividad se refiere a la búsqueda de la suspensión de la acción pública o privada lesiva a los derechos fundamentales, procurando la vigencia de la carta política. Finalmente, la interpretación pro quejoso se refiere a la tendencia de hacer interpretaciones amplias, en provecho de los perjudicados. La doctrina normalmente utiliza los conceptos de control de constitucionalidad, defensa constitucional, jurisdicción constitucional, garantías constitucionales y derecho procesal constitucional, casi como sinónimo, aun cuando es posible encontrar algunas diferencias. En todo régimen de derecho existen ─al menos en cuanto al sistema jurídico─ dos propósitos o pretensiones principales: el regular las acciones entre los sujetos privados para conseguir una adecuada convivencia, y el de limitar el accionar público con tal de proteger a los ciudadanos comunes ante cualquier ejercicio que amenace violentar los derechos por ellos ostentados con fundamento en las cartas políticas (Abellán, Cervantes, González y Zapata, 1993, p. 22). En tal sentido, se puede expresar que la justicia constitucional es la más alta garantía de protección ciudadana de un Estado de derecho, bajo el entendido de que uno de sus fines principales es la fiscalización del poder. En una expresión muy elemental, pero funcional, la jurisdicción constitucional responde a la función del Estado de administrar justicia constitucional (González Pérez, 1980). El término corresponde a aquellas competencias reservadas hacia el órgano del Estado que tiende a asegurar la aplicación del derecho constitucional, en el caso concreto. En la realidad costarricense, se haría referencia a las competencias de la Sala Constitucional, toda vez que la justicia es concentrada. La acepción de control de constitucionalidad hace referencia a la potestad jurisdiccional de establecer y declarar la relación entre la constitución y todos los demás actos del poder público, como medio para mantener la supremacía de la norma constitucional (Ortiz, 1991, p. 4). De esa forma y en palabras del Dr. Rubén Hernández Valle, el control de constitucionalidad no agota la jurisdicción constitucional, la cual abarca también otras instituciones (Hernández Valle, 1978, p. 30). En tal sentido, la naturaleza del control tiene íntima relación con el órgano llamado a ejercerlo, por lo que puede ser jurisdiccional, legislativo o de carácter autónomo o independiente. En lo que se refiere a la expresión de defensa de la constitución, esta se le dirige a las funciones de controlar y motivar las actuaciones públicas que se realicen conforme a la carta magna, verificando el cumplimiento de los límites constitucionales y concretando los valores jurídicos (Verdú, 1976, p. 692), asociándosele con lo que actualmente se conoce como control previo de constitucionalidad. El tema de control jurisdiccional de la

 

 

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constitucionalidad de las leyes hace referencia a uno de los aspectos de la justicia constitucional (Cappelletti, 1987, p. 25). En lo que refiere a las garantías constitucionales, se hace referencia a los

Instrumentos jurídicos, predominante de carácter procesal, que tiene por objeto

lograr la efectividad de las normas fundamentales cuando existe incertidumbre,

conflicto o violación de las referidas normas… El derecho procesal

constitucional, debe entenderse como la disciplina jurídica que estudia los

instrumentos de justicia constitucional, es decir, las garantías constitucionales,

entendidas en un sentido más amplio que el estricto de mecanismos procesales

propiamente dichos (Fix, 1991, pp. 47 y 48).

A manera de corolario, debe sostenerse una abierta posición en defensa de la justicia constitucional, como mecanismo para defender el acuerdo político que da sustento al Estado mismo. Evolución histórica de la jurisdicción constitucional Es posible ubicar el desarrollo en específico de la jurisdicción constitucional costarricense desde el mismo nacimiento del Estado Nacional y su independencia (Gutiérrez, 1990), pero presenta un nivel diferente con cada uno de los mecanismos de protección. De manera introductoria, se procurara realizar una síntesis del desarrollo costarricense, sin perjuicio de algunos análisis particulares en cada apartado. Desde el principio de la vida constitucional costarricense, las constituciones han consagrado el Principio de Supremacía Constitucional (Sáenz, 1991, p. 36), pero la mayoría presentan una redacción carente de claridad, además de que son omisas en el establecimiento del órgano llamado a garantizar el cumplimiento del principio, lo que determinó que este recayera en el Poder Legislativo. Sin embargo, Hernández (1978) considera que precisamente el hecho de que las Constituciones no establecieran expresamente los medios de control, provocó que los tres poderes del Estado se creyeran con facultad para hacerlo, empleándose en cada caso un sistema diverso al momento de la declaratoria y sobre fundamentos distintos (p. 92), tal es así que es posible ubicar declaratorias de inconstitucionalidad incluso en el Poder Ejecutivo, tal y como se señalará en las próximas líneas (Gutiérrez, 1990, p. 5).

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A pesar de que no resulta posible considerarla como una Constitución de Costa Rica, en vista de que para la época no se había llevado a cabo la independencia, sí constituye un antecedente importante en el desarrollo nacional, la denominada Constitución de Cádiz, dictada por las Cortes reunidas en esa ciudad española en 1812. Dicho texto normativo entraría a regir no solo para el territorio de España, sino que cubriría a los territorios españoles en América. La Constitución, en lo que se refiere al control de constitucionalidad de las leyes, no sustentó principios sólidos que establecieran fundamentos importantes dentro del régimen constitucional posterior a su promulgación. Únicamente contenía un principio general de observar la Constitución en todo momento, pero no se establecieron mecanismos jurídicos para garantizar dicha observancia. Lo único ubicable es una reincidencia por utilizar la expresión de que los actos públicos se realizarían con arreglo a la Constitución (Constitución de Cádiz, 1812). Tal redacción, como se verá en las próximas líneas, es retomada de forma consistente por las restantes cartas normativas, con evidentes retrocesos y con algunos avances.

En cuanto a la influencia de la Constitución de Cádiz, dijo en su oportunidad el Dr. Carlos José Gutiérrez, que “si bien en algunos aspectos de la organización de nuestro sistema de gobierno se tomó del modelo de la Constitución de los Estados Unidos, en muchos otros, se tomó de la Constitución de Cádiz y de la Constitución Española” (Gutiérrez, 1990, p. 1).

Luego de las luchas políticas que se dieron para lograr la independencia de Centroamérica en Guatemala, el 1 de diciembre de 1821 se procedió a dictar en Costa Rica el Pacto Social Fundamental Interino de la Provincia de Costa Rica, norma que se considera como la primera constitución. El Pacto de Concordia, como se conoció el instrumento jurídico, establecía algunas libertades de los pobladores de la región y escuetamente definía la organización de la provincia. Sobre el tema del control de constitucionalidad de las normas son dos los artículos que reflejan la intensión de cuidar celosamente la actuación de los hombres que vendrían a gobernar la región. El artículo veinticuatro reza literalmente:

Art. 24.-La Junta reasumirá la autoridad superior de capitanía y superintendencia

general, mando político, diputación provincial y de audiencia, en cuanto lo

protectivo, no en lo judicial. Y en consecuencia podrá expedir y dictar todas las

providencias que demande la libertad, seguridad y buena administración de la

provincia en sus respectivos atributos, conforme a este Pacto y la Constitución

española y leyes vigentes, en lo que a él no se opongan (Costa Rica, Pacto,

1821; el resaltado no es del original).

 

 

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Implícitamente se indicaba que las providencias de citar no debían oponerse al pacto, pese a la carencia de sanción al incumplimiento, entendido esto como el efecto jurídico en cuanto al acto viciado, al menos si acreditaba el efecto jurídico personal. Tal enunciación es posible ubicarla en el numeral cuarenta y ocho del cuerpo normativo de la siguiente forma:

Art. 48.-La Junta plena y sus comisiones no podrán excederse de las facultades

que se les conceden en este Pacto, si lo hicieren incurrirán en crimen de

acusación popular (Costa Rica, Pacto, 1821; el resaltado no es del original)

El Pacto fue sustituido por el Primer Estatuto Político de la Provincia de Costa Rica, que se emitió luego de profundas crisis, entre los criterios republicanos (soberanía e independencia absoluta) y anexionista, de donde resultaron victoriosos los primeros. Se trató de una carta política que en realidad reproducía en mucho lo que estaba establecido en el Pacto de Concordia. Ratificaba la libertad e independencia del Estado de Costa Rica, por lo que suprimía la tesis de los imperialistas de anexarse a México, pero sin dejar de lado tal posibilidad o de cualquier otra anexión (Cubero, 1986, p. 263). Sobre el tema en estudio, el artículo treinta y cinco, en cuanto a los deberes de la Junta de Gobierno, expresaba:

Artículo 35°: Tendrá a la vista la Constitución y leyes vigentes en sus operaciones

y muy especialmente las decisiones del actual Congreso y el presente Estatuto,

de cuyo espíritu no podrá desviarse (Costa Rica, Primer Estatuto.., 1823).

Es de señalar que la norma es incipientemente el reconocimiento del principio de supremacía constitucional en los términos hoy conocido, al realizar abierta remisión hacia el cumplimiento de la Constitución y las leyes vigentes. Es de señalar que el documento no estableció mecanismos de protección de la supremacía, salvo la acusación por incumplimiento de las funciones, medida que eventualmente podía implicar la pérdida del cargo o las sanciones penales necesarias; pero no existía una medida de protección directa hacia el ciudadano. En cuanto a la primera medida, no puede olvidarse que se trata de una sanción política, lo que implicaba una posibilidad de tergiversación de la supremacía constitucional, aun cuando hasta hoy se conservan institutos como el antes mencionado en muchas regulaciones internacionales. De esa forma, puede asegurarse

 

 

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que los dos documentos fijaban un control político, sentado en la Junta Administrativa, que presentaba tanto facultades legislativas como ejecutivas. La vigencia de este Estatuto, como es sabido, fue efímera, pues se sobrevino la primera guerra civil de Costa Rica, lo que determinó que la capital fuera trasladada a la provincia de San José y se promulgara un nuevo estatuto político el 16 de mayo de 1823 (Cubero, 1986, p. 267). Sobre el control de constitucionalidad, en este nuevo instrumento se mezcla tanto el Pacto de Concordia como el Primer Estatuto. Se establece, como en el segundo documento, la obligación de los representantes populares de actuar conforme dictan la Constitución y la legislación vigente y además retoma la idea del Pacto en el sentido de establecer una acusación por acción popular contra los miembros de la Junta de Gobierno que se excedieran en el cumplimiento de sus funciones, con el mismo procedimiento que establecía el Pacto, e incluso este Segundo Estatuto resultaba aplicable a cualquier alcalde de provincia (y ya no solo el de la vecindad) para recibir la denuncia. En realidad estos tres documentos jurídicos de la provincia, de acuerdo con las realidades históricas y los contextos sociales, políticos y económicos de la época, con relación al desarrollo del derecho constitucional latinoamericano, establecieron y regularon adecuadamente el principio de la supremacía constitucional en la región, por cuanto se constituyeron en el antecedente de gran vía para el posterior desarrollo de los mecanismos del control constitucional costarricense (Jiménez, 1991, p. 53). Con el fracaso de Iturbide y del Imperio Mexicano, las provincias centroamericanas, para decidir su suerte, acordaron la integración de una República Federal regional, promulgando un texto el 22 de noviembre de 1824. Esta carta política contenía algunos preceptos tendientes a garantizar el principio de supremacía constitucional, resaltando que el artículo ochenta y uno facultaba al Senado a vetar los proyectos de ley que evidenciaban una contrariedad con los preceptos constitucionales. Por su parte, el artículo 69, inciso 29, autorizaba al Congreso a anular una ley que fuera contraria a los derechos del individuo que establecía la Constitución. Por su importancia, conviene transcribir literalmente esa norma:

Artículo 69°: Corresponde al Congreso:…. 29. ° Velar especialmente sobre la

observancia de los artículos contenidos en los Títulos X y XI y anular sin las

formalidades prevenidas en el artículo 194° toda disposición legislativa que los

contraríe.

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Tómese nota de que se trata de una especie de procedimiento jurisdiccional (resolución de conflictos) de fundamento constitucional, pero a cargo de un órgano esencialmente político. Aunque el tratamiento es razonable, todos los argumentos expuestos en cuanto a la inseguridad del mecanismo, así como del marcado sesgo político, le resultan aplicables.

Sobre el desarrollo de las siguientes constituciones, Gutiérrez (1990) expone lo siguiente:

Esta fórmula que tendía a que fuera el Poder Legislativo quien controlara la

observancia de la Constitución, fue transcrita, en el artículo 9 de la Constitución

Federal de Centro América, e igual se hizo en la derivación de esto sea en la ley

fundamental del Estado de Costa Rica de 1825. // La misma solución se

mantuvo en cuanto a las cartas fundamentales costarricenses en las

constituciones de 1844 y 1847, con diferencia, que en la Constitución de 1947, de

que el control se hacía no por el órgano legislativo sino por el ejecutivo. //Este

criterio de que fuera el Poder legislativo el que ejerciera el control, debe

atribuirse al criterio de finales del siglo XVII y principios del XIX de que los

legisladores eran los legítimos representantes del pueblo y, en consecuencia, los

únicos con capacidad de ejercer la soberanía. // Lo importante es que, durante

toda la época en que estuvo vigente este sistema, en ningún momento, ninguna

comisión de las Cortes de Cádiz, del Congreso Federal, del Congreso de Estado

de Costa Rica, informó sobre ninguna violación a la Constitución. // En 1848 se

cambió el sistema y se adoptó la fórmula que aprecia en el artículo 10 de la

Constitución de 1949, con anterioridad a la reforma hecha… El párrafo primero

expresaba: “Las disposiciones del Poder Ejecutivo, contrarias a la Constitución

serán absolutamente nulas, así como los nombramientos hechos sin los

requerimientos legales”. Esta fórmula aparece en la Constitución de 1848 y se

reproduce en las constituciones de 1859, 1869, 1871, 1917 y 1949 (p. 2).

La constitución de 1859 fue la primera que fijo de forma clara el principio de supremacía constitucional en Costa Rica, aun cuando no estableció un órgano responsable de realizar esta actividad. El texto en consideración señalaba:

 

 

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Artículo 11°: Toda Ley, Decreto u Orden, ya emane del Poder Legislativo, ya del

Ejecutivo, es nula y de ningún valor siempre que se oponga a la Constitución.

Son nulos igualmente los actos de los que usurpen funciones públicas y los

empleos conferidos sin los requisitos prevenidos por la Constitución o las Leyes

(Costa Rica, Constitución 1859)

Pese a esto, Gutiérrez (1985) sostiene que a partir de la Constitución de Cádiz de 1812, por una norma que aun cuando formalmente estaba derogada, en la cultura nacional siguió vigente la idea de que era función judicial, bajo el sistema difuso, conocer de la constitucionalidad de las leyes (p. 58). Es de señalar que en esencia, la norma contenida en el Pacto de Concordia para definir la supremacía constitucional es repetida de forma sistemática en las restantes constituciones hasta la de 1869, con la supresión de la remisión hacia la Constitución Española. En el caso de esta última, su regulación es en el artículo 12, con el siguiente texto:

Artículo 12°: Las disposiciones del Poder Legislativo o del Ejecutivo que fueron

contrarias a la Constitución son nulas y de ningún valor, cualquiera que sea la

forma en que se emitan. Lo son igualmente los actos de los que usurpen

funciones públicas y los empleos conferidos sin los requisitos prevenidos por la

Constitución o las leyes (Constitución de 1969).

De igual forma, la Constitución Política de 1869 fue la primera en definir la competencia, señalándose que correspondía a la Corte Suprema de Justicia (Costa Rica, 1946), lo que definió un sistema difuso de control. Evidentemente, se trataba en esencia de un sistema de control de constitucionalidad al mejor estilo de la Constitución Política de los Estados Unidos de Norteamérica, que si bien nunca llegó a funcionar ─pues esta Constitución fue abrogada sin que la Corte suspendiera la ejecución de ninguna disposición legislativa y poco tiempo después, con la Constitución de 1871, se eliminó la norma, remitiendo nuevamente a un sistema legislativo de control─, lo cierto es que no por eso le resta el carácter de hito histórico. Debe evidenciarse que al amparo de que es ambigüedad, el mismo Poder Ejecutivo llegó a declarar inconstitucionalidades; por ejemplo, en 1911, el presidente Ricardo Jiménez Oreamuno declaró inconstitucional una ley de carrera docente que restringía su derecho

 

 

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a remover libremente a todo funcionario público, tal y como establecía la Constitución Política (Gutiérrez, 1990, p. 6). Estando en vigencia la Constitución de 1861, se promulgaron algunas leyes tendientes a otorgar validez al Principio de Supremacía Constitucional, entre ellas la Ley Orgánica de los Tribunales de 1888, que fijaba un sistema difuso de control (Sáenz Carbonell, 1991, p. 40). Entre las normas que convienen rescatar se señala el artículo 8, que prohibía a los jueces aplicar normas contrarias a la Constitución, disposición que si bien ahora no presentaría extrañeza, en aquel momento fue motivo de crítica por otorgar demasiadas facultades a los jueces, máxime ante el escaso conocimiento de la materia (Jiménez Mata, 1991, p. 329). Sobre la aplicación de la facultad de control de constitucionalidad a nivel judicial, es de señalar:

En 1914 se produce un caso que tiene verdadera trascendencia, porque se da en

momento de una gran conmoción política para el país… el Poder Ejecutivo

comienza a legislar y dicta un Decreto no. 2 de 28 de noviembre de 1914 que

eleva el impuesto de la beneficencia, exige una serie de requisitos y establece –

entre otros- el famoso de que las partes en una escritura deben declarar su

parentesco para ver si se aplica el impuesto de beneficencia (…). Al serle

denegada la inscripción de un documento en el Registro Público, por no cumplir

los requisitos del decreto, el ciudadano Rolando Alfaro Corrales presenta una

escritura al Registro y éste la declara defectuosa porque no llenaba los requisitos

del decreto respecto al impuesto de beneficencia. // Don Rolando, dentro del

procedimiento existente, apela ante la Sala de Apelaciones y cuando ésta se

pronuncia desfavorablemente, presenta el recurso de casación. En la sentencia

de Casación, del 2 de marzo de 1915 acoge el recurso y da la siguiente

argumentación: que alegándose como fundamento el recurso, la

inconstitucionalidad del referido decreto, el que por lo mismo no debió ser

aplicado por la Sala para apoyar su resolución, se hace preciso examinar el valor

legal desde el punto de vista de nuestro derecho constitucional, tiene el citado

decreto, porque, siendo la Carta Fundamental la suprema ley de la República, no

puede coexistir con ella, ninguna ley contraria, siendo nulas y de ningún valor,

cualquiera disposición del Poder Legislativo y del Ejecutivo que la contraríen

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conforme lo estatuye el artículo 17 de la misma Constitución Política (Gutiérrez,

1990, p. 5 y ss).

Es en esencia nacional la declaratoria del principio de supremacía constitucional, en los mismos términos que la sentencia Marbury versus Madison de 1804 de la Corte Suprema de los Estados Unidos de Norteamérica. Claro está que no declara la inconstitucionalidad, por no considerar que presentaba facultades, simplemente se limita a indicar que no resultaba aplicable, lo que implicaba tácitamente la supresión de la disposición normativa del ordenamiento.

Posteriormente, mediante la ley 35 del 13 de julio de 1922, que estableció el Código de Procedimientos Civiles, expresamente se reguló el recurso de casación, para el caso de que en un juicio se hubiera dictado sentencia sobre la base de una ley supuestamente inconstitucional. Se debe reiterar que la pretensión del legislador era evidenciar su preocupación por las amplias facultades del control de constitucionalidad y la procura de limitar aquellas a las actividades más básicas y fundamentales; que en este caso era la existencia de un juicio donde la base fuera la inconstitucionalidad, previamente alegada en el curso del proceso. Por cierto, es de indicar, que la Constitución Política de 1917 introdujo expresamente la indicación de que los tribunales de justicia no obedecerían normas inconstitucionales, en concordancia con la ley de 1888, y se estableció el veto por razones de inconstitucionalidad, mecanismo que por cierto es un medio preventivo de control.

El artículo 7 de la Constitución de 1917 establecía: “Las disposiciones de los Poderes Legislativo o Ejecutivo que fueran contrarias a la Constitución, son nulas y de ningún valor ni efecto, cualquiera que sea la forma en que se emitan. Los Tribunales de Justicia no las obedecerán ni aplicarán en ningún caso.” Esta norma establecía en nuestro país un control difuso aunque no tuvo real aplicación debido a que ese texto normativo presentó una vigencia corta, volviendo a tomar vida jurídica la Constitución de 1871.

En el año 1937, se estableció el sistema de control de constitucionalidad que rigió a Costa Rica hasta 1989. Se hace una revisión a la ley orgánica y a los códigos de procedimientos, y se creó en el de procedimientos civiles un acápite para el recurso de inconstitucionalidad (Gutiérrez, 1985, p.55). Dicha modificación, al igual que en la ocasión anterior, no implicó una reforma constitucional:

La del 49 tiene un cambio muy importante, porque con referencia al principal

problema que creó esta fórmula, después de la declaratoria de que los actos

 

 

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contrarios a la Constitución son nulos, no se dijo quién debía declarar la nulidad.

Por el contrario, se creó a finales del siglo XIX y hasta 1937 una situación

ambigua. Porque la Constitución no dijo quién debía ejercer el control de

constitucionalidad. (…) Así las cosas, en 1937, se crea el sistema de control de

constitucionalidad que rigió en Costa Rica hasta 1989. Se hace una revisión de la

ley orgánica y de los códigos de procedimientos y, en la ley orgánica, el artículo

que prohibía a los funcionarios que administraban justicia aplicar normas

contrarias a la Constitución, le hacen un agregado: “cuando ello sea declarado

por la Corte Suprema de Justicia”. Y en el Código de Procedimientos Civiles, se

incluye, en el título referente a recursos, un capítulo que crea el recurso de

inconstitucionalidad. // Podemos entonces decir que es en 1937 nace en Costa

Rica el sistema de control de constitucionalidad de una norma formal. // Es de

advertir que es relativamente reciente este nacimiento porque, en ese momento,

fuera de los Estados Unidos y de Argentina, que fue creado en la Constitución de

1853, no existe en ningún otro país del conteniente americano (Gutiérrez, 1990,

p. 7)

El artículo 10 de la Constitución Política de 1949 consagró el principio de supremacía constitucional y estableció ─en su texto original─ un sistema de control difuso. Cabe aclarar que al mantenerse vigente el esquema de protección ya resumido, no existió acción de inconstitucionalidad directa hasta 1989, sino únicamente el incidental. Sobre el procedimiento de este último, conviene evidenciar cuando menos, que la sentencia que rechazaba la inconstitucionalidad inhibía la posibilidad de plantear nuevas demandas sobre el mismo punto, ya sea por el mismo gestionante o por otros, basados en motivos iguales o diferentes; así mismo, la norma no establecía si los efectos eran erga omnes o si fue vía jurisprudencial que se estableció una regulación hacía el futuro (ex - nuc), salvo para el caso en concreto (Jiménez Mata, 1991, p. 81) y los casos pendientes. Aunque en cantidades muy pequeñas, es posible sostener que el sistema originalmente consagrado en la Constitución Política de 1949 presentó algunos efectos prácticos, mediante sentencias bastante polémicas propias de la justicia constitucional. Al respecto, conviene evidenciar:

 

 

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Hubo también sentencias (…) muy importantes, como la que se produce en

1948, cuando la Corte recién nombrada por la Junta de Gobierno, que asumió el

poder en mayo de 1948, declaró inconstitucional un decreto ley, que proscribía

al Partido Comunista; especialmente declaró inconstitucional la norma que

señalaba que, el haber pertenecido al Partido Vanguardia Popular, se consideraba

como demostración de ser comunista y, en consecuencia, estar sujeto a las

sanciones de la ley. La Corte declaró que esta ley pretendía tener un efecto

retroactivo y, en consecuencia, era contrario a los títulos de garantías nacionales

e individuales que habían quedado vigentes al anularse la Constitución por la

Junta, y ordenó la libertad de los dirigentes comunistas. // Sin embargo, con

posterioridad la Corte sostuvo en una serie de sentencias, que no cabía declarar

la inconstitucionalidad de ellas, que habían sido dictadas en un período de facto

y, que en consecuencia, lo que cabía era derogatorias por parte del Poder

Legislativo, y pudiera decir que se amputó asimismo, el control de

constitucionalidad sobre todas las disposiciones legales dictadas entre mayo de

1948 y noviembre de 1949. // Hay que advertir que, sin embargo, en los

últimos años, en la década de los ochenta, se produjo un cambio de criterios en

la Corte Suprema, que comenzó a afirmar la propulsión de la función de control

constitucional, en una forma más efectiva, con mucho mayor peso, reconociendo

que es la parte del poder político que le corresponde al Poder Judicial en el

balance de poderes. // A partir de una sentencia dictada en 1981, en el caso de

la Beneficiadora Santa Elena, en el cual se declararon inválidas unas

disposiciones del Poder Ejecutivo por considerar que se había producido una

delegación para la fijación de ciertos impuestos; la Corte afirma su función

constitucional y ello produce el fenómeno característico de los ochenta, que es el

crecimiento del número de recursos de inconstitucionalidad (Gutiérrez, 1990, p.

15).

En cuanto al surgimiento del actual sistema, es de señalar que antes de 1982 se habían dado conversaciones entre el ministro de Justicia y Gracia de aquel entonces, el Dr. Carlos José Gutiérrez, con el presidente de la Corte Suprema de Justicia, el Lic. Ulises Odio Santos, sobre la necesidad de realizar una reforma integral en el tema de la

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jurisdicción constitucional, en el cual se refundieran todos los institutos procesales en una sola ley, pero de manera sistemática (Fonseca y Rojas, 1988, p. 2), lo que generó posteriormente la presencia del exmagistrado Lic. Fernando Coto Albán, siendo este último a quien le encargan integrar una comisión para redactar el proyecto de la reforma legal.

Entre los profesionales que integraron la comisión se encontraban el Dr. Carlos José Gutiérrez, Dr. Hugo Alfonso Muñoz Quesada, Dr. Rubén Hernández Valle, Dr. Carlos Jovel Asch, Lic. José Luis Molina Quesada, Dr. Mauro Murillo Arias, Lic. Guillermo Pérez Merayo, Lic. Enrique Pochet Cabezas, Dr. Enrique Rojas Franco, Lic. Ismael Vargas Bonilla, Lic. Francisco Villa Jiménez y Lic. Juan José Sobrado Chaves. Actuó como coordinador el Dr. Carlos José Gutiérrez de forma inicial y posteriormente el Dr. Muñoz Quesada. Como base de discusión sirvió un anteproyecto redactado por el Dr. Hernández Valle (junto con los aportes del profesor argentino Néstor Pedro Sagües y del nacional Antonio Picado Guerrero) que en junio de 1982 el Dr. Gutiérrez hizo llegar al Magistrado Coto para su estudio (Expediente 10,273, Asamblea Legislativa y Campos Arias, 1983).

Posteriormente se hicieron dos anteproyectos, los cuales fueron discutidos ampliamente por la comisión, y finalmente, sobre la base de las enmiendas, el magistrado Coto procedió a redactar el primer proyecto de comisión. Después de allí se generó una serie de discusiones tanto a nivel de Corte Plena del Poder Judicial, como en seminarios promovidos por este poder de la República. Concluida esta etapa, se redactó un segundo proyecto que fue distribuido el 7 de junio de 1985, el cual fue el texto antecedente de la actual Ley de la Jurisdicción Constitucional.

Es de señalar que el texto vigente es la refundición de dos proyectos que se tramitaron por separado y se integraron en el mismo cuerpo legislativo. Si se analiza la propuesta de modificación legal, en sí misma ampliaba los institutos, pero desde la parte orgánica evitaba realizar reformas importantes. Por otra parte, se gestaba la enmienda a los artículos 10 y 48 de la Constitución Política, que generaba la Sala Constitucional como un órgano del Poder Judicial. En el acople de ambos proyectos presentó una considerable influencia el exdiputado José Miguel Corrales Bolaños (Fonseca y Rojas, 1988, p. 126) y entre los promotores estaban don Eduardo Ortiz y Rubén Hernández Valle.

La variación del texto a la carta fundamental quedó aprobada el día 18 de agosto de 1989, y sirvió como fundamento para realizar los acoples necesarios al proyecto de Ley de la Jurisdicción Constitucional (Cervantes Villalta, s. f., p. 1). Entre las principales ventajas del texto vigente deben señalarse un carácter orgánico y sistemático donde se

 

 

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recogen los actuales mecanismos de tutela constitucional, además de presentar coherencia (CANAMEC, 1987). Debe recordarse que anteriormente la regulación era por separado. La ley de reforma constitucional, tramitada bajo el número 7128, estableció de forma expresa la existencia de una Sala, al igual que las restantes con que cuenta el Poder Judicial, como órgano especializado en la justicia constitucional. Tal posición aleja el ordenamiento nacional de los sistemas que presentan un tribunal que sesiona de forma esporádica, como fue la tónica en los primeros años del siglo pasado (Fix, 1985, p. 154). Al margen de la discusión ya considerada sobre la conveniencia que el órgano forme parte de ese Poder, lo cierto es que con la regulación constitucional le permite al tribunal constitucional costarricense un nivel de independencia considerable al amparo del artículo 154 de la Constitución Política vigente. La reforma aleja a Costa Rica del sistema difuso, para ubicarlo en un sistema concentrado al más propio estilo de la doctrina de Kelsen ya considerada; sin embargo, a nivel de sus competencias, presenta algunos elementos propios del sistema difuso, lo que lo configura como un híbrido, tal y como se analizará en las próximas líneas, aun cuando, sin lugar a dudas, fija un sistema jurisdiccional, sin perjuicio de las relaciones inter orgánicas. Ubicación general del Poder Judicial El Poder Judicial de Costa Rica tiene la obligación de hacer respetar las leyes y administrar la justicia, objetivo fundamental que le designa la Constitución Política y la Ley Orgánica del Poder Judicial, ley número 7333 del 5 de mayo de 1993 , que establece en el artículo primero:

Corresponde al Poder Judicial, además de las funciones que la Constitución le

señala, conocer de los procesos civiles, penales, penales juveniles, comerciales,

de trabajo, contencioso-administrativo y civiles de hacienda, constitucionales, de

familia y agrarios, así como de las otras que establezca la Ley; resolver

definitivamente sobre ellos y ejecutar las resoluciones que pronuncie, con la

ayuda de la Fuerza Pública si fuere necesario (Costa Rica, Ley 7333).

Para el cumplimento de estas funciones, el artículo 2 de ese mismo cuerpo normativo refuerza la independencia funcional del Poder Judicial al señalar:

 

 

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El Poder Judicial solo está sometido a la Constitución Política y a la Ley. Las

resoluciones que dicte, en los asuntos de su competencia, no le impone otras

responsabilidades que las expresamente señaladas por los preceptos legislativos.

No obstante, la autoridad superior de la Corte prevalecerá sobre su desempeño

para garantizar que la administración de justicia sea pronta y cumplida.

Sustentado en el principio de independencia que se reafirma en el artículo 9 de la Constitución Política, que otorga a este Poder de la República una independencia total y absoluta, y que constituye una garantía de que la justicia se imparte en Costa Rica en estricto apego al espíritu de la Ley, la administración de justicia, para evitar arbitrariedades y lograr una pronta y expedita justicia, se organiza por principios importantes, como es el debido proceso, del que se desprende el derecho de audiencia, de defensa, de igualdad y lealtad procesal, a ser juzgados por tribunales imparciales e independientes, por juicios competentes mediante procedimientos preestablecidos (Poder Judicial 2003, p. 13). Para el logro de sus objetivos, el Poder Judicial se estructura y organizada en tres ámbitos diferentes, que dependen de la Corte Suprema de Justicia; a saber: ámbito jurisdiccional, ámbito auxiliar de justicia y ámbito administrativo. El ámbito jurisdiccional está conformado por:

♦ Corte Plena cuando ejerce función jurisdiccional. ♦ Salas ♦ Tribunales ♦ Juzgados de mayor y menor cuantía

De conformidad con el artículo 49 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, la Corte Suprema de Justicia se compone de cuatro salas: tres denominadas Salas de Casación: Primera, Segunda y Tercera; y una Sala Constitucional. Las Salas de la Corte, con excepción de la Constitucional, conocen principalmente de los recursos de casación, que se trata de un recurso extraordinario que procede contra las sentencias o autos con carácter de sentencia que son dictados por los tribunales colegiados de todas las materias. En los casos de asuntos que corresponden a mayor cuantía o cuantía inestimable, el Juzgado resuelve en primera instancia. Si hay apelación, el tribunal colegiado de la materia correspondiente resuelve, y si la cuantía sobre pasa el monto fijado para que tenga entrada el recurso de casación, resuelve en definitiva la Sala Primera en materia civil, mercantil y agrario. La Sala primera comparte competencia con

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el Tribunal de Casación Contencioso Administrativa para el conocimiento del recurso de casación, en atención a una clasificación directamente relacionada con el sujeto emanador del acto según lo dispuesto por el Código Procesal Contencioso Administrativo (artículo 136 y siguientes). La Sala Segunda atiende en materia de familia, sucesorios, juicios universales y laboral. En lo que corresponde a la materia civil y laboral, en menor cuantía, lo que resuelven los juzgados en primera instancia puede ser revisado por medio de apelación por los juzgados de mayor cuantía, pero estas causas no llegan a ser de conocimiento de las salas ya que no tienen casación. La Sala Tercera y el Tribunal de Casación Penal no distribuyen su competencia por aspectos propios de la cuantía, sino por el órgano que ha dictado la sentencia que se pretende recurrir. En caso de que la sentencia fuere dictada por un tribunal colegiado, la casación corresponde ser conocida por la Sala Tercera; cuando la sentencia es dictada por un juez unipersonal, la casación la resuelve el Tribunal de Casación Penal.

Es de señalar que el Poder Judicial se enrumba hacia un proceso de reorganización, marcado por la oralidad, donde las determinaciones presentarán un nivel de conocimiento y una sola posibilidad de recurso, situación que fue consolidada en materia contenciosa administrativa con el código de la materia que entró a regir en el año 2008. En cuanto a las restantes materias, la normativa está todavía agrupada, pero parece existir consenso a nivel legislativo para su aprobación.

La Sala Constitucional es la encargada de proteger y conservar el principio de la supremacía constitucional. Su principal función es conocer y resolver asuntos de materia constitucional, por lo que las personas pueden recurrir ante la Sala mediante tres vías, a saber: acción de habeas corpus, acción de amparo y la acción de inconstitucionalidad. También conoce esta Sala las consultas legislativas y judiciales de constitucionalidad y la acción de protección al derecho de respuesta.

La Corte Suprema de Justicia está integrada por veintidós magistrados propietarios y 37 magistrados suplentes; cada magistrado propietario podrá contar con un abogado asistente de su nombramiento, con aprobación del Consejo Superior del Poder Judicial. Los magistrados propietarios estarán ubicados en 4 salas, según se ha explicado. Las 3 primeras están integradas cada una por 5 magistrados, mientras que la Sala Constitucional está conformada por 7. De los 37 magistrados suplentes, 12 corresponden a la Sala Constitucional, 9 a la Sala Primera y hay 8 para cada una de las restantes Salas (Segunda y Tercera); estos magistrados suplentes son nombrados por la Asamblea Legislativa, por un período de 4 años.

 

 

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Para ser magistrado de la Corte se requiere cumplir con los requisitos que establece el artículo 159 de la Constitución Política, a saber: ser costarricense por nacimiento o por naturalización, con domicilio en el país no menor de 10 años después sé obtenida la carta respectiva, pero el presidente de la Corte Suprema de Justicia deberá ser costarricense por nacimiento; ser ciudadano en ejercicio; pertenecer al estado seglar; ser mayor de 35 años; y poseer el título de abogado, expedido o legalmente reconocido en Costa Rica, y haber ejercido la profesión durante diez años por lo menos, salvo que se tratare de funcionarios judiciales con práctica judicial no menor de 5 años. El mismo procedimiento utilizado en la elección de los magistrados es el que se utiliza en la reelección; serán ratificados por períodos iguales, salvo que en votación no menor de dos terceras partes de la totalidad de los miembros de la Asamblea Legislativa se acuerde lo contrario. Las vacantes serán llenadas para períodos completos de 8 años (artículo 158 de la Constitución Política de Costa Rica, reformado el 24 de setiembre del 2002). Según lo establece la Constitución Política en su artículo 165, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia no podrán ser suspendidos sino por declaratoria de haber lugar a formación de causa, o por los motivos que señala el artículo 191 y 192 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, donde se indican las causas que se consideran faltas gravísimas y graves que generan la suspensión o revocatoria del nombramiento. En el caso de esta última sanción, le corresponderá a la Asamblea Legislativa resolver si se revoca o no el nombramiento del magistrado; mientras que le corresponde a la Corte Plena decretar la suspensión, el acuerdo habrá de tomarse por dos tercios del total de sus miembros. Si se quisieran emitir correcciones de advertencia y amonestación, se requiere mayoría simple del total de los magistrados de la Corte Plena. Se consideran faltas gravísimas y motivo de revocatoria de nombramiento las siguientes actuaciones:

− Abandono injustificado y reiterado del desempeño de la función. − Acciones u omisiones funcionales que generen responsabilidad civil. − La comisión de cualquier hecho constitutivo de delito doloso, como autor o

partícipe.

− Adelanto de criterio respecto de los asuntos que están llamados a fallar o conocer. − Interesarse indebidamente, dirigiendo órdenes o presiones de cualquier tipo, en

asuntos cuya resolución corresponda a los tribunales. Las faltas absolutas de los magistrados (definitivas y de renuncia a sus cargos), se llenan según lo establecido por la Constitución Política en sus artículos 158 y 163 para la elección y reposición de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, indicados en párrafos anteriores. En estos casos, el presidente de la Corte, de inmediato, deberá

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poner la falta en conocimiento de la Asamblea Legislativa, a fin de que se llene la vacante.

Los tribunales y juzgados están creados sobre la base de competencias que tienen relación con la materia de su conocimiento, a la cuantía y al territorio. Además, según lo establece el artículo 111 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, estarán integrados por el número de jueces que sean necesarios para la prestación de un servicio público bueno y eficiente. Hay diversos tribunales colegiados, los cuales se dividen en: Tribunal de Casación Penal, Tribunales Civiles, Tribunales Penales, Tribunal Penal Juvenil, Tribunal de Casación Contencioso Administrativo, Tribunal Contencioso Administrativo, Tribunal de Familia, Tribunal de Trabajo y Tribunal Agrario. En cuanto a los juzgados, estos se clasifican en Juzgados de Menor Cuantía, Juzgados Contravencionales, Juzgados de Primera Instancia que conocen la materia civil, familia, agrario, pensiones alimentarias, laboral, violencia doméstica y niñez y adolescencia, Juzgados Penales, Penales Juveniles y de Ejecución de la Pena y Juzgados de Tránsito. Por tal razón, los diferentes órganos de la administración de justicia realizan su función dentro de un determinado territorio o plano geográfico previa y claramente delimitado, dentro de una materia de conocimiento específica, sin perjuicio de que se establezcan juzgados que se dediquen a varias materias; es decir, juzgados mixtos, cuando así lo justifique el número de asuntos que debe atender.

La labor en lo relativo a la cuantía se determina de acuerdo con el valor de las pretensiones en litigio; esta no es propia de todas las materias y funciona de dos formas: la primera divide la competencia de los tribunales en mayor y menor cuantía. Según lo establece el artículo 114 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, le corresponde a la Corte fijar a estos juzgados su competencia territorial por materia y cuantía, y esta última se revisará cada 2 años para lo cual, previamente, se solicita al Banco Central de Costa Rica un informe sobre el índice inflacionario del momento, y a partir de aquel, se fija el monto que delimita la competencia de los juzgados de menor cuantía. Los asuntos que no pueden ser estimados, o que tengan una estimación superior a ese monto, serán de conocimiento de los juzgados de mayor cuantía. La segunda forma de aplicar la cuantía tiene que ver con el acceso a la casación en materia civil y laboral. El Recurso de Casación procede contra las sentencias o autos con carácter de sentencia dictados por los tribunales colegiados, siempre y cuando sobrepasen la cuantía, que para estos casos, debe fijar la Corte de conformidad con las reglas de los artículos 591 del Código Procesal Civil y 556 del Código de Trabajo.

La competencia por territorio la determina la Corte Plena mediante una división territorial propia, que no es la misma que contempla el artículo 168 de la Constitución Política,

 

 

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donde se establece que para efectos de la Administración Pública, el territorio nacional se divide en provincias, estas en cantones y los cantones en distritos. La división judicial parte de un principio: el adecuado servicio público, de ahí que se determina tomando en consideración aspectos relativos al fácil acceso de los ciudadanos a la justicia. El tema de la competencia en razón del territorio resulta de especial importancia en atención a las proyectos de reforma a la Ley de la Jurisdicción Constitucional, como se considerará en el título VI de la presente investigación. El ámbito auxiliar de la administración de justicia está constituido por todos aquellos órganos y departamentos que coadyuvan diariamente en la labor de administrar justicia, en el cumplimiento de las funciones que constitucionalmente le están asignadas. Las labores de estas dependencias son variadas, como colaborar con los tribunales mediante la realización de investigaciones, recolectar y verificar pruebas, efectuar interrogatorios y registros, o capacitar y formar al personal del Poder Judicial; así como evacuar consultas de los funcionarios judiciales en aspectos de procedimiento, recopilar, seleccionar y publicar material emanado en los procesos judiciales a fin de confeccionar una guía a los profesionales, ejercer la acción penal pública y coadyuvar en la investigación de los ilícitos y defender gratuitamente a los imputados de escasos recursos económicos. Las oficinas u órganos que constituyen este ámbito, de acuerdo con lo establecido por La Ley Orgánica del Poder Judicial en su artículo 149, son el Ministerio Público, el Organismo de Investigación Judicial, la Defensa Pública, la Escuela Judicial, el Centro Electrónico de Información Jurisprudencial y el Archivo y Registros Judiciales. Por último, al ámbito administrativo le corresponde atender todos los aspectos logísticos, relacionados con el recurso humano, presupuesto, equipo, materiales, infraestructura, entre otros, del ámbito jurisdiccional y del ámbito auxiliar de justicia. Cada Sala de Casación presenta como apoyo administrativo, una secretaria, que se encarga de coadyuvar en la atención al público, transcribir la sentencia, se pasa la sentencia en limpio, y recogen las firmas de cada uno de los magistrados, el trámite completo de notificaciones y una vez firme la sentencia se devuelve el expediente a la oficina de origen. Por su parte, la Sala Constitucional cuenta con varios órganos auxiliares que colaboran en funciones administrativas (Poder Judicial, 2003, p. 21), a saber. Al secretario de la Sala Constitucional le corresponde resolver todas las funciones administrativas de la Sala, confeccionar las certificaciones y ejecutorias de los expedientes de la Sala, recibir los documentos que se presentan a la Sala, atender al público, armar, perforar, foliar, rotular y numerar los expedientes de conformidad con la numeración del sistema jurídico, y el trámite completo de notificaciones, entre otras. Correlativamente existen las oficinas de admisibilidad acciones y consultas y la oficina de admisibilidad de amparos y habeas corpus, con labores asistenciales entre las que destaca redactar proyectos

 

 

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de resolución; a lo que debe sumarse un centro de información, llamado a compilar jurisprudencia, sin que esa compilación presente vinculancia alguna. Así mismo, existe una revista jurisprudencial de carácter oficial. Necesario es de advertir que cada uno de estas oficinas cuenta con personal profesional en Derecho, que otorga sustento a la Sala Constitucional. La estructura administrativa de la Sala Constitucional supera en varios tantos la de las restantes salas, tanto individualmente consideradas, como agrupadas, incluyendo la misma secretaria del Poder Judicial. Incluso, es normal el crecimiento en todos los años, especialmente en el acápite de letrados, tanto en la oficina de admisibilidad, como de soporte a los magistrados. Recuérdese que estos funcionarios son los llamados a redactar los proyectos de las resoluciones a cargo de la Sala Constitucional. El modelo de organización que se ha venido desarrollando en este circuito judicial, pretende impulsar como eje fundamental un mejor servicio público, ofreciendo por una parte, eficiencia, celeridad, información, transparencia y comodidad para los usuarios; y por otra, mejorar las condiciones organizacionales y estructurales de las oficinas en que se desempeñan los servidores judiciales, aun cuando el modelo ha sido abiertamente criticado por los usuarios, quienes lo califican de excesivamente lerdo y cargado de trabas administrativas. Condiciones generales de la jurisdicción constitucional El artículo 1 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional dispone el ámbito de cobertura de la jurisdicción, hacia la supremacía de la carta fundamental y los instrumentos internacionales en materia de derechos humanos, de la siguiente forma:

ARTÍCULO 1.- La presente ley tiene como fin regular la jurisdicción

constitucional, cuyo objeto es garantizar la supremacía de las normas y principios

constitucionales y del Derecho Internacional o Comunitario vigente en la

República, su uniforme interpretación y aplicación, así como los derechos y

libertades fundamentales consagrados en la Constitución o en los instrumentos

internacionales de derechos humanos vigentes en Costa Rica.

Esta norma, como se adelantó, es aplicación directa del artículo 10 de la Constitución Política y que resulta acorde con el artículo 1 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En su jurisprudencia, la Sala Constitucional ha señalado que la función básica de la jurisdicción radica en la actualización de la carta fundamental, sin

 

 

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que ello implique la posibilidad de la reforma (Sala Constitucional, voto 720-91); así como la defensa hasta sus últimas consecuencia de los derechos humanos (Sala Constitucional, voto 76-92), hasta el extremo de otorgarles eficacia normativa superior a la Constitución Política (Sala Constitucional, voto 1319-97). En carácter de norma general, en lo que se refiere a los alcances subjetivos de la competencia, como adelanto al tema, debe desarrollarse en cada acápite, el tribunal ha expuesto que las dependencias públicas (entre las cuales incluye a las fundaciones, bancos públicos y corporaciones) presentan un acceso limitado a la jurisdicción, supeditado a los casos donde la ley expresamente les otorga tal facultad. Lo cual en la práctica corresponde a restringir la posibilidad a ser sujetos pasivos del proceso y no activos. El fundamento es posible extraerlo del siguiente razonamiento:

Lleva razón la Procuraduría General de la República, al señalar que esta acción

es inadmisible, por ser el actor un ente de derecho público. Ya en una

oportunidad anterior esta Sala había resuelto que las entidades de derecho

público, no son acreedoras de derechos fundamentales. En lo que interesa, la

sentencia 0174-91 de las catorce horas treinta minutos del veinticinco de enero

de mil novecientos noventa y uno, señaló: "La acción de amparo está consagrada

en el artículo 48 de la Constitución Política, y, al alcance de toda persona, como

un medio para mantener o restablecer el goce de derechos fundamentales

(constitucionales y contenidos en instrumentos de derechos humanos), distintos

al de la libertad e integridad personales que están protegidos por el hábeas

corpus. No obstante la amplia concepción el instituto, en criterio de esta Sala, no

puede entenderse concebido para proteger también a entidades de Derecho

Público, pues para que éstas puedan defender su autonomía, o la competencia

que les ha sido asignada por el acto de creación, perfectamente puede acudir a

otros mecanismos previstos por el ordenamiento jurídico. Es claro que la

objeción formulada no hace al tema de la personalidad del (…) actor, sino, más

bien, a la titularidad que pueda alegar de derechos amparables en esta vía. Es

claro, de acuerdo con la sentencia parcialmente transcrita, que los entes de

derecho público no pueden alegar la violación de derechos fundamentales -

como lo es el artículo 39-, jurisprudencia que a juicio de esta Sala resulta, por las

mismas razones, aplicable a las acciones de inconstitucionalidad, pues es lógico

 

 

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que de ser acogido su reclamo, sería un derecho fundamental el que se le estaría

restituyendo a la parte actora; no existiendo razones para variar de criterio o

motivos que justifiquen reconsiderar la cuestión, lo procedente es rechazar de

plano la acción, sin que sea procedente hacer consideraciones sobre el fondo,

por no haberse reunido los requisitos de admisibilidad a que se refiere la ley

(Sala Constitucional, voto 357-95).

El artículo 2 de la ley establece de una forma clara las acciones o gestiones que resultan posibles deducir ante la Sala Constitucional costarricense, fijando en su inciso 1 las acciones de habeas corpus, de amparo, en sus diferentes modalidades que son desarrollados en la restante normativa. El segundo inciso se refiere al control de constitucionalidad de las normas de cualquier naturaleza. El tema de los conflictos de competencias es considerado en el inciso 3, y el 4 inciso expone los restantes asuntos que le señalen la Constitución y la ley, que en el caso en estudio no se han generado, correspondiendo a una norma abierta de prevención por supuestos futuros. El artículo 3 establece un parámetro de constitucionalidad, al fijar las condiciones en las cuales se considera que la carta magna ha sido transgredida, establecido de la siguiente manera:

ARTÍCULO 3.- Se tendrá por infringida la Constitución Política cuando ello

resulte de la confrontación del texto de la norma o acto cuestionado, de sus

efectos, o de su interpretación o aplicación por las autoridades públicas, con las

normas y principios constitucionales.

Debe evidenciarse que la norma hace referencia solo a autoridades públicas, pero como se verá del artículo 57 de la misma ley, es posible considerar la actuación de particulares. A partir de esta norma la Sala Constitucional ha desarrollado el concepto de razonabilidad de la norma como elemento diferenciador de la existencia o no de la infracción (Sala Constitucional, voto 1739-92); así como el instituto de la interpretación acorde con la constitución (Sala Constitucional, voto 2996-92), como mecanismo para reorientar la disposición evitando así su declaratoria de inconstitucional. El artículo 4 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional es una aplicación directa del artículo 10 constitucional, en cuanto dispone la centralización de la jurisdicción en un

 

 

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único tribunal, bajo el nombre de Sala Constitucional. Esta norma define un sistema positivo, completo y concentrado de justicia constitucional, con el siguiente texto:

ARTÍCULO 4.- La jurisdicción constitucional se ejerce por la Sala Constitucional

de la Corte Suprema de Justicia establecida en el artículo 10 de la Constitución

Política.

La Sala Constitucional está formada por siete magistrados propietarios y doce

suplentes, todos elegidos por la Asamblea Legislativa en la forma prevista por la

Constitución. Su régimen orgánico y disciplinario es el que se establece en la

presente y en la Ley Orgánica del Poder Judicial.

La Sala Constitucional no está sometida al plan de vacaciones establecido en la

Ley Orgánica del Poder Judicial y, en consecuencia, fijará las fechas en que sus

miembros tomarán vacaciones, de manera que haya siempre una mayoría de

magistrados propietarios.

Si la ausencia de propietarios fuere por licencia, se aplicará la regla anterior,

excepto en los casos de enfermedad o de otro motivo justo.

El tema de centralización, pese a lo simple y llana de su regulación, no ha dejado de ser causa de discusión a nivel del órgano jurisdiccional constitucional, en buena medida presionada por la saturación de expedientes. Como se había adelantado, el régimen de nombramiento de los magistrados constitucionales corresponde a un asunto que no deja de ser complejo en sí mismo, pues conforme con el transitorio de la reforma constitucional se requiere una mayoría calificada (dos tercios del total de los miembros de la Asamblea Legislativa) para acceder al cargo de magistrado constitucional. Lamentablemente, el texto del transitorio refiere únicamente al primer nombramiento de magistrados, aun así se puede interpretar que es aplicable a los restantes nombramientos, aun cuando en la práctica se ha mantenido por parte de la Asamblea Legislativa la señalada mayoría, lo que de alguna forma ha generado ─en términos del mismo autor─ una costumbre constitucional de mantener esa mayoría para los restantes nombramientos. El asunto se tornaría más complejo el día que la Asamblea Legislativa no logre obtener esa mayoría cualificada. Igualmente, el mismo transitorio dispone que la Sala estará integrada por 7 magistrados (mientras las

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restantes salas se componen de únicamente 5 magistrados) y los suplentes que determine la ley, lo cual es desarrollado por el artículo 4 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional, que dispone que los suplentes serán 12 (el doble que las restantes salas). Esto permite ver que los suplentes nombrados lo serán únicamente de la Sala Constitucional y no de las demás salas de la corte, como ocurre en otras jurisdicciones. En el mismo orden, el artículo 4 en su párrafo 3, establece que el régimen de vacaciones de estos magistrados no estará sometido al plan ordinario del Poder Judicial.

Cabe agregar que el artículo 157 de la Constitución Política (con la reforma operada) dispone además de los aspectos básicos de esta situación, el que no resultará posible disminuir el número de diputados salvo que se concurra al trámite de reforma parcial de la constitución, por demás gravoso.

En lo atinente al artículo 5 de la Ley, establece la regulación para recepción de documentos fuera del horario ordinario, en el caso de habeas corpus y amparos, en relación con asuetos y feriados, de la siguiente manera:

ARTÍCULO 5.- La Sala Constitucional regulará la forma de recibir y tramitar los

recursos de hábeas corpus y de amparo, si se interpusieren después de las horas

ordinarias de trabajo o en días feriados o de asueto, para cuyos efectos habrá

siempre un magistrado de turno, quien les dará el curso inicial.

Es de señalar que la Sala, mediante su jurisprudencia, ha expuesto que todos los días y horas resultan hábiles para interponer o responder gestiones ante ese tribunal (Sala Constitucional, voto 835-98), lo que implica una ampliación de la misma norma del artículo 5 de la ley, en la medida en que no se restringe la apertura de horario a una determina gestión, sino que se faculta para todas aquellas que pudieran acreditarse.

El artículo 6 está dedicado al tema de los impedimentos, recusaciones o excusa de los magistrados, definiendo que corresponde el conocimiento de esta al presidente de la Sala, lo que la costumbre judicial ha plasmado mediante una resolución. Si bien la ley no prevé un clausulado que establezca las causales, la Sala ha interpretado que la normativa procesal civil corresponde a meros auxiliares, afectos a la especial naturaleza de la jurisdicción (Sala Constitucional, resolución de las ocho horas del 10 de octubre de 1991), lo que determina que dichos motivos no resultan plenamente aplicables. Igualmente, ha señalado que cuando el asunto motivo de disputa presenta afectación directa sobre funcionarios judiciales o a la misma Corte Suprema de Justicia, no consolida causal de recusación (Sala Constitucional, voto 1066-92).

 

 

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Por su parte, el artículo 7 se refiere a la facultad de la Sala para declararse competente o incompetente para conocer de una determinada materia, así como para conocer de las incidencias que pueden acreditarse durante el proceso. Es de advertir que el tema que más se ha considerado sobre este aspecto es la declaratoria de incompetencia para conocer el cobro de honorarios profesionales por el ejercicio de la abogacía (Sala Constitucional, voto 730-91, 1006-91, 1514-91 y 383-93); así como la facultad que presenta la Sala para variar la gestión, encaminándola a una que resulte legalmente factible (Sala Constitucional, voto 2000-04501). Como se analizara de manera reciente, este artículo ha generado una interpretación diversa a su sentido, con la figura del "amparo de legalidad", el cual es imperativo analizarlo con mayor cuidado. La Sala ha interpretado que sobre la base de esta norma es posible que la Sala considere que una jurisdicción ordinaria sea competente para resolver algún aspecto propio de la justicia constitucional, aplicando para tal efecto no las normas ordinarias de la justicia respectiva, sino las de la Ley de la Jurisdicción Constitucional. El ejemplo se ubica en el amparo de legalidad, donde el tribunal constitucional resolvió que correspondía a la jurisdicción contenciosa administrativa conocer los amparos por petición y respuesta frente a administraciones públicas dependientes del Poder Ejecutivo, en esencia donde solo hay que constatar la presentación de la gestión y el vencimiento del plazo respectivo. Para tal efecto, tanto Sala Primera de la Corte Suprema de Justicia, como la Constitucional son del criterio que debe aplicarse la mencionada Ley de la Jurisdicción Constitucional. La postura es una reforma por vía pretoriana de la ley antes indicada. El tema por demás es amplio y es motivo de una discusión interesante, pero escapa por ahora de los tópicos que estamos considerando. Por el volumen de trabajo, resulta totalmente comprensible la medida, pero desde el plano jurídico no es más que una delegación. Fue a partir de esta postura que se dio pie al amparo de legalidad (nombre por demás rimbombante para lo que en realidad es), o sea que la jurisdicción contenciosa administrativa conociera los amparos por petición y respuesta contra la administración ordinaria. El mecanismo ha dado una solución ágil a un problema de números creciente que no tenía salida ante la ausencia de voluntad política de una reforma en la materia (máxime cuando cada proyecto que ingresa a la corriente aprovecha para poner sobre la mesa otros aspectos que generan resentimiento legislativo ─justificado o no─, lo que a final de cuenta termina desechando la iniciativa. No está demás indicar que la propuesta inicial no se limitaba al traslado únicamente de los temas de mera petición y respuesta, sino que cubría mucha de la actividad administrativa, pero la discrepancia de criterios y resentimientos personales entre algunos magistrados de la Sala Constitucional y la Sala Primera de la Corte Suprema de Justicia

 

 

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determinaron que la delegación se limitara a ese tema. No dudamos de que en el tanto las diferencias de criterio se limen, sea posible que se retome la propuesta original. El artículo 8 resulta de especial importancia, por lo que conviene trascribirlo literalmente:

ARTÍCULO 8.- Una vez requerida legalmente su intervención, la Sala

Constitucional deberá actuar de oficio y con la mayor celeridad, sin que pueda

invocarse la inercia de las partes para retardar el procedimiento. // Los plazos

establecidos por esta ley no podrán prorrogarse por ningún motivo. Cualquier

retardo en su cumplimiento será sancionado disciplinariamente, sin perjuicio de

la acción por responsabilidad del funcionario. // Los términos para las

actuaciones y resoluciones judiciales se contarán a partir del recibo de la gestión

que las motive, y, para las actividades de las partes, desde la notificación de la

resolución que las cause. Ni unos ni otros se interrumpirán o suspenderán por

ningún incidente, ni por ninguna actuación que no esté preceptuada

expresamente en la ley. En materia de hábeas corpus los plazos por días son

naturales.

Es evidente que la disposición lleva manifiestamente implícito la celeridad procesal. De la norma es valioso rescatar varios aspectos, en primer lugar, al ser una actividad procesal oficiosa, está vedada la posibilidad de declarar la deserción, salvo cuando se previene la acreditación de un requisito y este no es presentado (Sala Constitucional, voto 219-95). De igual forma, del penúltimo párrafo es posible sostener que los plazos son en días hábiles, salvo en el tema de los habeas corpus por disposición expresa legal (Sala Constitucional, voto 790-93). Por último, no es viable considerar en esta jurisdicción la suspensión del proceso, en los siguientes términos:

La Ley de la Jurisdicción Constitucional no autoriza a las partes ni a la Sala a

suspender el trámite de un asunto que esté pendiente de resolución. Nótese, en

efecto, que el numeral 8 de ese texto legal dispone que: a) requerida legalmente

su intervención, la Sala Constitucional debe actuar de oficio y con la mayor

celeridad; b) los plazos establecidos no pueden prorrogarse por ningún motivo;

y, c) los términos para las actuaciones y resoluciones no se interrumpirán o

suspenderán por ningún incidente o actuación que no estén preceptuados

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expresamente por la ley. Así las cosas, no procede mantener este asunto

indefinidamente en suspenso; y, en la medida en que lo solicitado denota que no

existe un interés actual en la continuación de su trámite, lo pertinente es ordenar

que se archive, sin perjuicio de que -en su momento- la parte pueda recurrir

nuevamente si lo estima necesario (Sala Constitucional, voto 7066-96).

El artículo 9 se refiere al rechazo de plano o por el fondo, sobre lo cual resulta conveniente realizar algunas precisiones terminológicas. El término “rechazo de plano” se refiere al estudio de admisibilidad por razones de procedencia, sin considerar el fondo del asunto. Por su parte, el rechazo por el fondo es una denegatoria por razones sustantivas. Una tercera opción acuñada por la justicia constitucional costarricense es “estése a lo resuelto”, en la cual la Sala desestima interlocutoriamente el asunto por tratarse de mera reiteración de otro idéntico por mismas partes, a excepción de lo resuelto en acciones de inconstitucionalidad, donde ni siquiera se considera las partes en concreto. En todo caso la disposición establece:

ARTÍCULO 9.- La Sala Constitucional rechazará de plano cualquier gestión

manifiestamente improcedente o infundada. Podrá también rechazarla por el

fondo en cualquier momento, incluso desde su presentación, cuando considere

que existen elementos de juicio suficientes, o que se trata de la simple reiteración

o reproducción de una gestión anterior igual o similar rechazada; en este caso

siempre que no encontrare motivos para variar de criterio o razones de interés

público que justifiquen reconsiderar la cuestión. // Asimismo, podrá acogerla

interlocutoriamente cuando considere suficiente fundarla en principios o normas

evidentes o en sus propios precedentes o jurisprudencia, pero si se tratare de

recursos de hábeas corpus o de amparo deberá esperar la defensa del

demandado. “

La Sala ha establecido considerable jurisprudencia en esta materia; por una parte es claro que los asuntos de legalidad no son conocidos en la vía constitucional (Sala Constitucional, voto 1235-90), correspondiendo su conocimiento a la jurisdicción contenciosa ordinaria (Sala Constitucional, voto 3379-96), aun cuando la posición tampoco es monolítica (Sala Constitucional, voto 6330-99), siempre que esté acompañado

 

 

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de otra trasgresión constitucional. Por otra, se ha establecido la posibilidad de omitir la vista oral sin que esto sea tomado como trasgresión del procedimiento legal, bajo el criterio de que las etapas procesales tienen por fin asegurar el conocimiento del tribunal, del asunto sometido a su consideración, sin que sean necesariamente obligatorios (Sala Constitucional, voto 2084-96). De igual forma, se señaló la posibilidad de prescindir de la audiencia a la Procuraduría General de la República en materia de acciones de inconstitucionalidad bajo el argumento de que la función de este órgano del Estado es de consulta no obligatoria, lo que puede ceder en caso de que el órgano tenga clara su determinación (Sala Constitucional, voto 4702-93), todo, a excepción de las acciones de amparo, donde por imperio del artículo antes trascrito, se exige la audiencia a la contraparte (Sala Constitucional, voto 988-94). Por último, se establece la posibilidad de resolver el asunto de forma interlocutoria, facultad que por cierto es poco utilizada por la Sala Constitucional, pese a la manifiesta reiteración de gestiones ante ese órgano. Este tema es de vital importancia para esta investigación, lo que obliga a exponer el razonamiento utilizado: Es errónea la consideración del promovente de que al rechazársele por el fondo la acción en forma interlocutoria se le coarta un presunto derecho a defender públicamente sus argumentos en la vista oral y pública pues este es un acto procesal del que la Sala puede prescindir precisamente, cuando con base en aquella disposición legal considere que está en condiciones de resolver el asunto interlocutoriamente (artículo 10 de la Ley (Sala Constitucional, voto 544-92). El artículo 10 regula la oralidad como regla dentro del proceso constitucional, aun cuando en realidad se garantiza únicamente en materia de acciones de inconstitucionalidad, en el caso de la vista. Este último instituto es propio de la última instancia en cada jurisdicción frente a la correspondiente sala, pero en materia constitucional se ha manifestado como inoperante. La mecánica usual de la vista consiste en que el presidente de la sala otorga un plazo de quince minutos a cada uno de los intervinientes para que expongan sus puntos de vista. Al final de la diligencia, los magistrados pueden formular preguntas a las partes. Con autorización del presidente, se ha permitido la utilización de medios audiovisuales. El numeral siguiente establece el tipo de determinaciones del tribunal constitucional costarricense, así como las facultades recursivas en los siguientes términos:

ARTÍCULO 11.- A la Sala en pleno le corresponde dictar las sentencias y los

autos con carácter de tales, que deberán ser motivados. Las demás resoluciones

 

 

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le corresponden al Presidente o, en su caso, al magistrado designado para la

instrucción. // No habrá recurso contra las sentencias, autos o providencias de la

jurisdicción constitucional.

Es de precisar que la norma no establece un formato específico con respecto a la determinaciones, como si está regulado en materia civil, penal y agrario, entre otras; sea bajo el estilo de “resultando”, “considerando” y “por tanto”, realizando únicamente la remisión a la debida fundamentación; empero a esto, el tribunal ha optado desde el inicio de su gestión en el cumplimiento formal de tal requerimiento. Por otra parte, un aspecto no resuelto por esta norma �ni por las restantes� es el tipo de cosa juzgada que establece el órgano constitucional, sea esta formal o material. Un primer acercamiento dirá que resulta especialmente peligroso otorgarle el carácter de cosa juzgada material, con el sentido de que no se trata de un tribunal de hechos, con amplia participación de elenco probatorio, máxime considerando que las sentencias tienden a abordar una serie de temas anexos, que en muchas ocasiones no son considerados de la mejor manera ante la carencia de especialidad de los magistrados en todas las áreas del derecho. Además, establecer el carácter de cosa juzgada formal restaría la relevancia propia de la jurisdicción, máxime considerando que corresponde a uno de los órganos de mayor jerarquía dentro del Poder Judicial. En materias como acción de inconstitucionalidad, resultaría fácilmente asegurable que su efecto debe ser el de la cosa juzgada material, sin perjuicio de ser considerada nuevamente ante futuras situaciones. En los restantes casos, resultaría discutible si se trata de una cosa juzgada formal. Pese a lo interesante de la discusión, la jurisprudencia de la Sala Constitucional ha optado por otorgar el efecto de cosa juzgada material para todas sus determinaciones, de la siguiente manera:

La Sala estima prudente hacer las siguientes reflexiones sobre el valor de sus

sentencias. De los principios que se derivan de los artículos 10, 42, 48, 153 y 154

de la Constitución Política, desarrollados por los artículos 11, 12 y 13 de la Ley

de la Jurisdicción Constitucional, las sentencias que dicta la Sala en los asuntos

que conoce, carecen de recursos, tiene el carácter de cosa juzgada formal y

material y además, vinculan erga omnes produciendo efectos generales. Esto

quiere decir que en nuestro sistema queda claramente expuesto el carácter

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jurisdiccional de las decisiones constitucionales, de su naturaleza de sentencia,

como lo define la más calificada doctrina constitucionalista, y queda destacado,

también con nitidez, los efectos que le son propios y característicos derivados de

su autoridad de cosa juzgada formal y material. Así las cosas, a las sentencias

constitucionales le son aplicables los principios generales del derecho procesal y

por ello los efectos de la sentencia son definitivos e inmutables. En este sentido,

la cosa juzgada corresponde a los efectos jurídico – procesales del proceso, en su

alcance declarativo, que tiene que ver con la imposibilidad de que cualquier

órgano jurisdiccional dicta un nuevo fallo sobre el mismo asunto (Sala

Constitucional, voto 240-I-95).

Como excepción a la posibilidad de recurrir, debe indicarse que el artículo 80 garantiza que tratándose de acciones de inconstitucionalidad, cuyo estudio de admisibilidad corresponde al presidente del órgano, cabrá recurso de revocatoria frente al rechazo por incumplimiento de requisitos cuyo conocimiento corresponde al órgano en pleno. La carencia de recurso no le impide al órgano jurisdiccional revocar sus propias resoluciones cuando exista error en la apreciación de los hechos (Sala Constitucional, voto 292-92), señalar y eventualmente la Sala podrá acoger nulidades absolutas, especialmente por error de hecho o por indefensión (Sala Constitucional, voto 2062-91) o incluso revisarse la determinación (Sala Constitucional, voto 1028-92). Debe quedar claro también que si bien las resoluciones pueden ser adicionadas o aclaradas (según dispone el artículo 12), el ejercicio de tal medida no impide el carácter ejecutorio que ellas presentan (Sala Constitucional, voto 4797-94).

Resulta discutible si la carencia de recurso de esta jurisdicción no constituye en el fondo una trasgresión a los artículos 8 y 25 de la Convención Americana de Derechos Humanos, donde se garantiza la doble instancia, aun cuando la Sala Constitucional en su jurisprudencia ha señalado lo contrario:

Procede declarar sin lugar la acción en cuanto se dirige contra lo dispuesto en el

párrafo segundo del artículo 11 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional porque

esa norma tiene sustento en lo que establecen los artículos 10 y 48 de la

Constitución Política y en doctrina universal sobre la irrecurribilidad de las

sentencias dictadas por los tribunales constitucionales. La imposibilidad de

recurrir las sentencias, no se aplica únicamente a la Sala Constitucional, sino a

 

 

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otros tribunales, como la propia Constitución lo establece en el artículo 103 para

el Tribunal Supremo de Elecciones. De la peculiar naturaleza de la jurisdicción

constitucional y de las competencias que le atribuye la Constitución se deriva el

hecho de que ante el órgano que las ejerce no quepan recursos de alzada, pues

si existiera otro al que correspondiera revisar sus resoluciones, Este sería el

Tribunal Constitucional y no aquel. Si bien la Sala ha reiterado el criterio de que

la correcta interpretación y aplicación de los principios del debido proceso, que

tienen asidero en los artículos 39 de la Constitución y 8 y 25 de la Convención

Americana Implican el derecho a que un tribunal superior examine o reexamine,

por vía de recurso, la legalidad y razonabilidad de toda sentencia o resolución

jurisdiccional que imponga a la persona un gravamen irreparable o de difícil

reparación (cfr. voto N 300-90) esa regla no es aplicable en forma irrestricta pues

hay casos que por su naturaleza excepcional están eximidos de ella -como por

ejemplo el Juzgamiento de los miembros de los supremos poderes y ministros

diplomáticos de la República por parte de la Corte Plena en ejercicio de la

competencia establecida en el artículo 71 inciso 99 de la Ley Orgánica del Poder

Judicial- y que para brindar mayor garantía de Justicia, los legisladores siempre

han atribuido su conocimiento a tribunales colegiados como la Corte Plena o en

el nuestro a la Sala Constitucional. De ahí que la norma impugnada no constituye

violación al artículo 39 constitucional y 8 25 y 29 de la Convención Americana

sobre Derechos Humanos. La Sala ha admitido en forma reiterada su facultad de

anular sus propias sentencias ante la evidencia de manifiestas nulidades en

perjuicio de los derechos fundamentales de los justiciables (Sala Constitucional,

voto 125-92).

Se debe señalar que tanto en aquel momento como ahora, la discusión no deja de ser acalorada. Naturalmente, otorgar la posibilidad de recurrir implicaría en esencia una variación a todo el sistema concentrado vigente, con la correspondiente reforma constitucional. Incluso, resultaría discutible, desde la óptica de la justicia pronta, si a la larga no implicaría un incremento en la firmeza de la determinación y eventualmente podría hacer nugatorio el derecho en consideración. Ahora bien, ante la carencia de recurso en los términos del artículo 11, el único remedio es concurrir ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, según lo dispuesto por la Convención Americana.

 

 

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Un efecto directo de la ausencia de recursos es la ejecutoriedad automática de la determinación, con la sola parte resolutiva (el Por Tanto), incluso sin haber sido notificada (Sala Constitucional, voto 97-I-97), según señaló la jurisprudencia de la siguiente forma:

No lleva razón el recurrente al afirmar que las resoluciones de esta Sala sólo

pueden ser ejecutadas hasta el momento en que sean debidamente notificadas,

toda vez que por fallo número 683-91 de las catorce horas treinta minutos del

cuatro de febrero de mil novecientos noventa y uno, se dispuso que: "...La

ejecución de una sentencia, que por disposición de la Ley de la Jurisdicción

Constitucional debe considerarse firme, por no caber recurso alguno en su

contra, es posible desde el mismo momento en que se dicta el fallo, en la

medida en que lo que se ejecute lo sea de total conformidad con lo resuelto. Al

efecto y en el mismo sentido, véase el artículo 140 de la Ley General de la

Administración Pública. Proceder de esa forma, antes de recibir la notificación,

no implica desobediencia, ni tampoco es materia amparable puesto que no se

causa una lesión directa al accionante (Sala Constitucional, voto 76-95, en el

mismo sentido 507-1-97).

Claro está que esta ejecutoriedad depende de muchos factores, como que resulte claramente deducible la voluntad del tribunal con el solo “Por Tanto”. Debe tenerse en cuenta, que el señalamiento de aceptar la ejecución con solo una parte de la resolución, en el fondo, es un reconocimiento tácito del órgano colegiado de que en la redacción de la parte considerativa e incluso de la misma firma, pueden transcurrir muchos días y en algunos casos hasta meses, lo que determina que se ha tratado de prevalecer la celeridad procesal, conociendo el juez constitucional que existen considerables dilaciones en el cumplimiento de la determinación. Además, la ejecutoriedad es aplicable a todas las gestiones de conocimiento constitucional, con excepción de la acción de inconstitucionalidad estimatoria, que presenta otras reglas como se verá. Debe advertirse que la solicitud de aclaración o adición no deben ser concebidos como recursos (Sala Constitucional, 3274-93) y más aún no impiden la obligación de ejecución de la determinación (Sala Constitucional, 4797-94) al amparo de la norma del artículo 12 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional y la jurisprudencia, lo que resulta un sin sentido, pues si se solicita una aclaración o adición es �en teoría� por no tener claro los alcances de la determinación.

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Otro elemento rescatable es la obligación de fundamentar las determinaciones, lo que de manera general está siendo cumplido por el órgano judicial, pero sí se echa de menos la indicación expresa de si se está siguiendo una línea jurisprudencial ya definida o si por el contrario se está apartando de esta. Es normal ubicar citas de resoluciones del mismo órgano, pero llegar con esto a establecer que se establece la fundamentación completa, resultaría incorrecto.

Una de las normas que presenta mayor relevancia, y que es efecto directo de la supremacía constitucional, se ubica en el artículo 13 de la Ley, que reza así: “ARTÍCULO 13.- La jurisprudencia y los precedentes de la jurisdicción constitucional son vinculantes erga omnes, salvo para sí misma”.

A partir de esta norma, la Sala ha interpretado que cuando una persona presente un caso idéntico a otro resuelto por el tribunal constitucional costarricense, la Administración Pública está obligada a cumplir lo señalado aun cuando no haya sido parte, siempre y cuando estén en la misma condición (Sala Constitucional, voto 279-I-98), en los siguientes términos:

Lo más que le puede indicar esta Sala a quien presenta la gestión es que

conforme lo dispone el artículo 13 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional, la

jurisprudencia y los precedentes de la Sala son vinculantes "erga omnes" salvo

para sí mismo, de tal forma que quienes se encontraren en la misma situación

que los recurrentes en cualquier dependencia de la administración pública,

deben ser beneficiados -en acatamiento al fallo y al artículo citado- con lo

resuelto en la sentencia; pero si no pudieren obtener ese beneficio por negativa

de la administración a declararlo en su favor, pueden plantear acción de amparo

citando como antecedente la resolución 341-91 de esta Sala. Asimismo, los

funcionarios no contemplados en el fallo y que se encuentran en las situaciones

que se describen en los puntos b) a d) -que no fueron planteados en este

amparo- pueden recurrir en amparo, independiente, si consideraran que se les

están violando sus derechos constitucionales (Sala Constitucional, voto 115-92).

La vinculación al precedente incluye tanto la parte resolutiva o “por tanto”, como al razonamiento o “considerando” de esta (Sala Constitucional, voto 7062-95).

 

 

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Todo esto se traduce en lo dispuesto por el artículo 14 de la Ley de la Jurisdicción Constitucional, que establece que la Sala Constitucional y su jurisdicción estarán sometidas únicamente a la Constitución y a la ley. El esquema de integración del ordenamiento procesal constitucional es el siguiente: principios del derecho constitucional, principios del derecho públicos, principios del derecho procesal general (del cual el principal instituto reconocido por la jurisdicción constitucional es el de libre prueba, según la Sala Constitucional, voto 76-92-), principios del derecho internacional, principios del derecho comunitario, Ley General de la Administración Pública (debe quedar claro que, en la Sala por jerarquía de normas, ha prevalecido esta ley sobre el Código Procesal Civil, según la Sala Constitucional, votos 3069-93 y 474-I-96-), Ley Reguladora de la Jurisdicción Contenciosa Administrativa, y códigos procesales. Sobre la penúltima debe entenderse el actual Código Procesal Contencioso Administrativo. Efecto directo de tal esquema es el principio de libertad de prueba (Sala Constitucional, voto 76-92), el sistema de notificaciones de la Ley General de la Administración Pública (Sala Constitucional, voto 3069-93), así como el cómputo de plazos de esa normativa (Sala Constitucional, voto 474-96). En seguida se analizará en concreto las competencia asignadas a la Sala. Esta amplitud de funciones es efecto directo de la norma de protección, la Constitución Política (Fix Zamudio, 1986, p. 15). En cuanto a las medidas como tales, se han dividido en aquellas de alcance individual, las de carácter general y el tema de los conflictos de competencia. Un aspecto que de alguna manera viene evidenciado en los primeros artículos y que se podrá apreciar en cada uno de los institutos en particular, se ubica en que de forma manifiesta el ordenamiento jurídico procesal constitucional costarricense se enmarca dentro del régimen de legitimación ampliada. Tal toma de partido cala verticalmente en todo el ordenamiento jurídico nacional y corresponde a uno de los rasgos definitorios de este. Pretender algún retroceso sobre este aspecto, en las condiciones actuales, resulta de difícil consideración, pues ha representado una institución que se ha consolidado. Sin embargo, se advierte que como las determinaciones en esta materia presentan afectación directa sobre las estructuras políticas, naturalmente presenta considerables grupos que bien podrían pretender cualquier intento de reforma en el ordenamiento para restarle competencia.

 

 

 

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Referencias

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Ponencia:  el  constitucionalismo  social  en  el  siglo  XXI  

Fernando  Zamora  Castellanos  

Doctor  por  el  Programa  Latinoamericano  en  Derecho  entre  la  Universidad  Complutense  de  Madrid  y  ULACIT.  Summa  Cum  Laude  

Resumen La ponencia que aquí se transcribe acompañó la clase del curso Socialdemocracia, impartida por el autor, en noviembre del 2015. Se desarrollan los retos del constitucionalismo del siglo XXI ante la transición de edad de la historia; y se analiza como contenido ontológico del constitucionalismo, la preocupación por lo social, el parlamentarismo como forma de gobierno, la reforma constitucional y aspectos de la ética del desarrollo a la luz de los derechos fundamentales.

Abstract This paper reproduced a class course in Social Democracy dictated by the author in November of 2015. Constitutionalism challenges the transition from XXI century of history. It develops as the ontological content of constitutionalism, social concerns, the parliamentary form of government, constitutional reform and ethical aspects of development in the light of fundamental rights.

Palabras clave Derecho Constitucional, Estado de Derecho, desarrollo económico, constitucionalismo social, parlamentarismo.

Keywords Constitutional law, rule of law, economic development, social constitutionalism, parliamentarianism.

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Ante el desafío del constitucionalismo social ¿Qué agregar al constitucionalismo social para enfrentar el desafío de la pobreza? Sabemos que dicho constitucionalismo nace como respuesta a la necesidad estatal de fomentar los derechos humanos de segunda generación, que son básicamente garantías de adecuado acceso   a   los   servicios  públicos   esenciales,   además  de   educación,   vivienda  y  asistencia  médica,   entre  otros.   Sintéticamente,   es   el   reconocimiento  que  hace   la  doctrina  jurídica  respecto  de  los  remedios  que  el  Estado  debe  ofrecer  al  ciudadano  frente  al  drama  de  la  pobreza.  Dada  la  profusa  literatura  y  estudios  al  respecto,  en  América  Latina  el  tema  de   sus   causas   y   soluciones   está   diagnosticado   y   ante   la   magnitud   del   desafío,   debe  proseguirse  con  el  esfuerzo.    

Entre  los  estudiosos  del  tema,  parece  existir  un  tácito  acuerdo  sobre  qué  la  origina  y  cuáles  son   las  alternativas   frente  a   la  pobreza.    Las  causas  en   las  que  existe  consenso  son:  A)  el  exceso   de   mano   de   obra   no   calificada.   Como   la   era   del   conocimiento   requiere   cada   día  menor  proporción  de  esta  ─la  no  calificada─,  su  exceso  provoca  el  sostenido  desempleo,  la  profusión  de  la  economía  informal  y  la  depreciación  del  salario  del  trabajador  no  calificado  frente  al  de  aquel   sí   calificado,  aún  en   las  altas  de   los  cíclicos  períodos  bonanza-­‐crisis,   lo  que  también  estimula  la  desigualdad  social.  B)  Las  inmigraciones  masivas  provocadas  por  los  ciclos  económicos  de  prosperidad,  y  con  ello,   la  recurrencia  del  problema  de  mano  de  obra   no   calificada.   C)   La   tercera   causa   en   la   que   convergen   los   estudiosos   es   la   que  denominan  ‘marginalidad’,  esencialmente,  un  implacable  estado  de  desesperanza  asumida  ante   la   cronicidad   de   su   condición.   D)  Un   cuarto   elemento   dentro   de   esa   “no   declarada”  sinopsis  a  la  que  han  llegado  los  especialistas  es  la  doble  vía  de  desconfianza  en  el  aporte  del   capital   social,   cuyas   dos   caras   de   la  moneda   son,   por   una   parte,   la   desconfianza   que  tiene  el  contribuyente  ante  la  ineficiencia  de  la  administración  pública;  y  a  la  percepción  de  negligencia   de   los   administradores   públicos   se   suma   la   picardía   o   “viveza”   de   los  receptores   de   la   asistencia   social,     cuando   engañan   al   sistema   en   los   casos   que   no   son  merecedores   de   ella.   Esto   mina   los   esfuerzos   de   inversión   pública,   y   obliga   además   al  endeudamiento  público  para  paliar  las  necesidades  sociales  no  resueltas.    Finalmente,  otra  razón  de  la  pobreza,  en  la  que  existe  total  coincidencia,  radica  en  E)  el  problema  ético,  esto  es,   el   de   la   corrupción   en   la   función   pública.   Resulta   impertinente   recordar   sus   funestas  consecuencias.    

Igualmente   existe  un   tácito   acuerdo   respecto  de   cuáles   son   las   soluciones   de   la  pobreza.  Como   no   es   el   propósito   de   este   artículo   enfocarse   en   aquellas   en   las   que   ya   existe  

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consenso,   las   resumiré   someramente:   primeramente,   la   vital   importancia  de   la   inversión  pública   en   educación   formal,   vocacional   y   la   adecuada   capacitación   sectorializada;     en  segundo  término,  la  necesidad  de  incentivar  la  iniciativa  privada  a  través  de  políticas  que  estimulen   un   crecimiento   económico   alternado   con  medidas   distributivas   de   la   riqueza,  pues   sabemos   que   el   crecimiento   ─por   sí   solo─   no   resuelve   el   dilema   de   los   sectores  desposeídos;     así   mismo,   procurar   la   sostenibilidad   de   las   medidas   tendientes   a   lograr  salarios  crecientes;    y,  finalmente,  políticas  públicas  solidarias  en  función  de  la  promoción  de   la   organización   social   dentro   de   las   comunidades   marginales,   que   incluyan   además  iniciativas  asistenciales  a  la  actividad  microempresarial.    

Quien  quiera  escrutar  de  propia  cuenta  la  realidad  de  los  consensos  que  lacónicamente  he  enumerado,  puede  estudiarlos  seleccionando  de  las  diversas  investigaciones  académicas  y  diagnósticos   serios   sobre   combate   a   la   pobreza,   y   encontrará   la   certeza   de   que   ─como  causas  y  soluciones  a  la  desigualdad─    existe  un  acuerdo  general  en  al  menos  los  aspectos  precitados.   Por   supuesto   que   existen   otras   innumerables   propuestas,   pero   en   ellas   no  existe  una  convergencia  contundente.  Sin  embargo,   llegó  a  mis  manos  un   libro  publicado  por  la  Universidad  Monteávila,  el  cual  es  un  riguroso  estudio  denominado  La  erradicación  drástica   de   la   pobreza,   elaborado   por   el   destacado   doctor   en   economía   Carlos   Urdaneta  Finucci,   de   nacionalidad   venezolana   y   actualmente   jubilado   en   Costa   Rica.   El   trabajo  expone   un   inusual   elemento   del   que   siempre   he   estado   convencido,   como   importante  salida   a   la   pobreza.   Aunque   el   enfoque   de   su   análisis   ya   ha   sido   tratado   por   otros  pensadores   como  Max  Weber,   lo   que  más   llamó  mi   atención   es   que   un   elemento   de   esa  naturaleza  fuera  invocado  en  el  diagnóstico  académico  de  un  economista  latinoamericano.  Se  trata  de  lo  que  el  Dr.  Urdaneta  sintetiza  como  el  capital  moral  que  debe  subyacer  en  los  valores   espirituales   de   la   comunidad   o   individuo   que   pretenda   superar   su   estado   de  pobreza.  Es   la  sincera  asunción  de  valores  espirituales  y  morales  por  parte  del   individuo,  así   como   la   existencia   en   la   comunidad   de   lo   que   llama   “modelos-­‐testimonio”   ─o   sea  referentes  por  emular─,  personas  que  al  lograr  mejorar  su  condición  de  postración  gracias  a  su  transformación  espiritual,  con  su  ejemplo  persuaden  a  otras.  En  un  proceso  integral  y  sostenible   que   pretenda   superar   permanentemente   el   estado   de   miseria,   este   “capital”  moral  y  espiritual  es  primordial.  Trátese  de  un  individuo  o  de  una  comunidad,  de  no  existir  este,  todo  esfuerzo  estatal  resulta,  al  final  del  camino,  nugatorio.  

 

 

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El parlamento y la libertad A la salida de un reciente concierto de Joaquín Sabina, cuando un periodista entrevistaba ciudadanos escogidos al azar, uno de ellos le espeta con todo desenfado que el sentido de su vida era el mismo que el del cantante: “comer bien, beber bien y andar con mujeres bonitas”. Por supuesto que como tales, dichos goces no son censurables en sí. No sea que se me responda lo que Descartes le contestó al conde de Lamborn (hombre famoso por su simpleza e indiscreción) cuando este le reclamó al filósofo su afición por los manjares: “¡¿Acaso Dios hizo estos deleites para goce exclusivo de los tontos?!”. Pero afirmar con tal osadía y a un medio de comunicación masiva, que tal pueda ser el sentido de la vida, refleja sin duda el espíritu de una época de vacíos. Como primera pregunta de fondo, deberíamos respondernos qué es lo primero que se pierde cuando decae el nivel de la clase política de una nación; y como segunda interrogación deberíamos plantearnos si acaso una era de vacíos puede producir generaciones políticas de alta calidad. Surgiendo la imprenta de Gutenberg, el poder se percató del peligro de la circulación de las ideas. Lamentablemente fue un parlamento, el inglés, el que en 1643 creó las primeras barreras de contención de la libertad como fueron la censura previa y la exigencia de permiso para imprimir. Por eso la libertad y el progreso de una nación requieren que en su parlamento participe lo mejor del espectro del pensamiento. El parlamento es lucha constante entre pensamiento y palabra, la cual solo aflora en libertad frente al poder, y la naturaleza de este es constreñirla. El Congreso es el escenario de la palabra y en la actividad parlamentaria, no hay peor tragedia que la devaluación de ella. Los parlamentos han alcanzado momentos de gloria en la enumeración de importantes libertades, para después sumirse en etapas oscuras de su negación. Tal y como afirmó Granados Chapa, la realidad política usualmente oscila como péndulo entre la proclamación de las libertades por un breve tiempo, para regresar a la imposición de medidas para restringirlas. Vivimos tiempos de paulatinos y progresivos estrujamientos de la libertad. Como son graduales, resultan disimulados, sutiles. Si se tratarán de realizar fuera de ese omnipresente poder, al final del camino y sin percatarse, el ciudadano se halla con sus posibilidades coartadas frente al imperio público. En esa situación puede encontrarse el ciudadano, ya sea por motivo de cruentos e intempestivos golpes políticos, o de forma progresiva, como nos está sucediendo. En la democracia de representación, la dimensión política del hombre se circunscribe a su derecho de votar. El votante es dueño de un fragmento microscópico de poder, pero como no ejerce la actividad política, se ve obligado a delegarlo en otro que, al ejercerla, lo sustituye. El resultado final es una compulsión de quien ostenta el poder: la del olvido

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de que las libertades son resultado de certezas que ofrecen leyes breves, generadoras de seguridad jurídica, y que son correctamente interpretadas por tribunales independientes. Así, la respuesta a la primera pregunta es que la primera damnificada de la devaluación del debate político siempre han sido las ideas y la libertad.

Procedo ahora con la segunda pregunta. En general, la crisis de los parlamentos, es la de la anemia del debate intelectual que allí se manifiesta, y sin una confrontación verdaderamente profunda de las filosofías políticas que allí se deberían confrontar, no es posible extraer las soluciones que ofrezcan balance a las políticas públicas. Si nos atenemos a los acontecimientos en Occidente en relación con los parlamentos, todo parece indicar que es una crisis a la que no se le avizora pronta salida, pues la conquista de una mayor calidad en la integración del parlamento es un proceso que depende de la confluencia de factores que hoy no existen. Ciertamente se requiere más democracia, como afirman muchos, pero esta por sí sola no resuelve el problema. Por el contrario, sin las condiciones adecuadas, lo puede empeorar. Por eso, quienes refutan a los que se limitan a simplemente exigir mayor apertura democrática para lograr una mejor conformación del Congreso, traen a recuerdo el plebiscito para escoger entre Jesús y Barrabás. Precisamente en este episodio, desde hace dos mil años, la justicia y la verdad atestiguan en contra del ánimo plebiscitario como fin en sí mismo. Pero la tesis que subyace en el extremo contrario, la propuesta que suspira por el gobierno de las élites, es también un escape simplista.

Ortega y Gasset acertaba cuando afirmaba que las circunstancias eran condicionantes esenciales del carácter humano. Las generaciones fundadoras de conquistas sociales portentosas y nuevos paradigmas, necesariamente surgen como derivación de un enfrentamiento a situaciones sociales traumáticas, insufladas por una moral inspiradora que representa el ensueño que los sobrepone a la dura realidad que les toca afrontar. Al igual que sucede con la generalidad de las cosas, las generaciones políticas ostentan gradualidades en su calidad, pues también son hijas de sus circunstancias. Si las circunstancias son tormentosas, la generación que las enfrenta tiende a agigantarse. La pluma de José Ingenieros fue maestra para describir esta verdad. Sostenía que las mejores generaciones son portadoras del nuevo ideal como una hipótesis de perfección. Visionarios que anticipan lo porvenir, y así influyen en sus congéneres por la fe que tienen en la viabilidad de la quimera con la que sueñan. Sus almas se acrisolan con las de sus contemporáneos. Por ello el libertador Juan Rafael Mora se hermanó, en la lucha, con el general Cañas. Por eso el general San  Martín   redactó  para  Belgrano  cuadernos  de  estrategia  militar. Por el contrario, en tiempos de recibir herencias, de solaz disfrute de tiempos bonancibles, es más fácil que surja un Gil Blas y no un Vasconcelos. Cuando la bonanza surge después de la brega, cuando se transitan etapas históricas en las que se

 

 

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reparte el festín, las generaciones políticas que se suceden van degenerando paulatinamente. Es tiempo de cortesanos. Tiempo en el que tener alma de siervo ofrece múltiples ventajas. No son épocas de afirmaciones ni de negaciones, sino de dudas. Pues creer es ser alguien. La democracia constitucional que viene La revolución digital de los últimos cincuenta años ha incubado un escenario pasmosamente diferente al que ofreció la revolución industrial. El nuevo paradigma demanda un desafío de tal magnitud para los Estados nacionales, que hoy deben repensarse estrategias graves que permitan sentar las bases de una nueva cultura constitucional democrática. Resumo aquí algunas ideas que años atrás tuve la oportunidad de exponer como conferencista invitado al Congreso de la Asociación Iberoamericana de Derecho Público. Gracias a los medios digitales de información instantánea, el ciudadano ha dejado de ser el convidado de piedra del sistema democrático. Hoy tiene la posibilidad ─y lo hace─ de interactuar agresivamente en defensa de sus intereses y aspiraciones. Por ello, está surgiendo lo que se ha dado en llamar democracia interactiva o participativa. El arrastre provocado por la fuerza de este nuevo oleaje está entronizando lo que Kuhn denominó, un nuevo paradigma. Al extremo que detona los mismos cimientos de la vieja democracia representativa, haciéndola tambalear hacia la inexorable sustitución de esta. Para fortalecer las garantías e ideales contenidos en el derecho de la Constitución, las democracias occidentales están urgidas de sentar las bases que permitan una pronta transición hacia la democracia de participación. Para quienes soñamos con el nuevo horizonte que se otea, la quimera es alcanzar algo cercano al arquetipo democrático de la Grecia antigua. Pero esta vez, a través de un ágora virtual. Uno dimensionado a la realidad de sociedades con millones de habitantes, que les permita a estos pronunciarse constantemente, de tal forma que sea posible, con celeridad, resolver las diferentes cuestiones públicas que se les plantean. Desde ya, el desarrollo tecnológico digital contemporáneo puede permitir la existencia de una administración pública electrónica, con una capacidad comunicativa instantánea de tipo bidireccional, en la que el administrado accede fácilmente a la información y puede interactuar con la administración pública. Desde una perspectiva tecnológica estricta, la democracia digital es posible a corto plazo. Lo que se requiere es una adecuada sistematización jurídica y constitucional de los procesos democráticos y de administración pública, de tal forma que sea posible catalizar una mejor y mayor interacción de la ciudadanía con el Estado. La apertura constitucional de la democracia digital facilitará incluso una mayor fiscalización social sobre materias

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tales como la contratación administrativa o del control de los recursos del erario público. En esta era digital, ¿por qué no soñar con una verdadera revolución constitucional en nuestro hemisferio occidental? Fortalecer la digitalización de la democracia permitirá auditar la actividad pública de forma tan eficaz, que incluso se podrían implementar nuevos institutos constitucionales como el censo revocatorio electrónico o el referendo cibernético. Este tipo de procesos electrónicos deberán llegar a contemplarse en las constituciones occidentales, y tan forzosamente, como sucede con otras figuras jurídicas que hoy ya son indudablemente reconocidas. Estos son cambios constitucionales que deberían estar valorándose en cualquier democracia que se precie de innovadora. De hecho, en Europa se desarrolló el proyecto denominado Cybervote, en el que empresas y entidades ensayaron diseños prototipo en materia de encriptación y seguridad de sufragios y datos. Se investigó para determinar los requerimientos técnicos que permitieran cambios legislativos que hiciesen segura la emisión de sufragios desde computadoras base o móviles. Sumadas las ventajas de eficiencia y celeridad, vale advertir que, por el ahorro de recursos, la implementación de los procesos electrónicos de la democracia implica además una ventaja económica descomunal.

Aún más, en materias como la contratación con el Estado y la electoral, los procesos electrónicos son agresivos promotores de la transparencia y la democracia económica, porque el ahorro de recursos materiales que generarían administraciones públicas sustentadas en la red, alentarían la igualdad de condiciones para sus administrados, lo que es fundamental en procedimientos jurídicos como las licitaciones o aun los electorales. Igualmente, la democracia digital aumentará el protagonismo ciudadano en razón de la facilidad comunicativa que esta permite. Es la necesaria transformación de ese estado burocratizado, vertical, distante y costoso, en uno cercano y dinámico, gracias a la eficacia que la digitalización conlleva, con información permanente ─sin restricciones horarias ni de espacio físico─, y donde los requerimientos de traslado se reducen drásticamente. Es la conquista del anhelado ideal descentralizador.

Algunos de los obstáculos por vencer para determinar cuánto tardará en consolidarse plenamente esta nueva cultura democrática, pueden enumerarse en una primera enunciación. En primer término, dependerá del tiempo que le tome al Estado entender que su responsabilidad es educar y habituar a la ciudadanía en la actividad digital. En segundo término, de la disposición tanto del mercado, como del poder público, para facilitarle a la totalidad de la población el acceso masivo a los medios tecnológicos básicos. Como ocurrió con la televisión, dichas herramientas requieren algún período, tanto para que sean accesibles a todos, como para que todos puedan familiarizarse con su manipulación básica. También depende de que las entidades logren implementar los mecanismos tecnológicos que garanticen la seguridad de la participación electrónica del

 

 

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ciudadano. Dudas con los conteos electrónicos han desprestigiado democracias. Sabotajes o fallas en dichos sistemas pueden provocar la alteración de los resultados, dobles sufragios, irregularidades con la identidad de los participantes o la caída del sistema informático antes de lo previsto. Todo lo anterior hace desconfiar de su implementación hasta que no se conquisten mejores garantías en esta materia. El último obstáculo es la resistencia de los estamentos políticos para promover los cambios. Aparte de la implementación de los nuevos institutos constitucionales que ya mencioné, enfrentar jurídicamente el reto de la digitalización en los diversos procesos públicos requiere, además, una ley marco que establezca un régimen integral de gobierno digital y una verdadera sistematización de la actividad. Por ejemplo, la ley de Certificados, firmas digitales y documentos electrónicos es un esfuerzo encomiable, pero frente al ideal de una sinfonía, ella es apenas un sonido gutural. Desafíos del modelo constitucional En una edición de 1995, la Revista Parlamentaria me invitó a participar en un debate que entonces se gestaba: ¿era el presidencialismo o el parlamentarismo la mejor forma de gobierno para nuestra vida constitucional? Recordé la discusión a raíz de la fraccionada conformación parlamentaria que recién el pueblo escogió. Al distribuir la toma de decisiones entre tantos agentes parlamentarios independientes, se puede interpretar que la sociedad ha impuesto de nuevo un voto de censura al presidencialismo. Ese fenómeno es coherente con la realidad de la nueva era de la información. En el estadio histórico que vivimos, ha sido revolucionada la capacidad del individuo de obtener información de forma inmediata y abundante. Por la vía de la comunicación digital, hoy cualquier individuo tiene incluso la capacidad de difundir ─en forma independiente─ información masiva e instantánea. Al controlar de tal forma la información, el individuo aspira a participar en la toma de decisiones. Se ha cumplido la profecía de José Ortega y Gasset, contenida en su genial obra La rebelión de las masas. Allí vaticinó que, a raíz de la revolución técnica mundial, llegaría un momento en que las distintas vertientes del poder serían controladas por el hombre ordinario. Es la llegada de un punto en la evolución social en el que, al tiempo que se consolida el avance tecnológico, atestiguamos cómo el poder del hombre común avasalla incluso a quien ose salirse de la masa. En el pasado el líder estaba obligado a señalar un derrotero al colectivo. Pero el líder contemporáneo ya no dirige. Por la vía de las encuestas de opinión, se limita a conocer y a medir cuáles son los caprichos de las masas ciudadanas y toma sus decisiones de conformidad con lo que tales mediciones sugieren. Por eso, los gobernantes hoy son dirigidos. Es una era en la que ejercer liderazgo, o concentrar poder político, enfrenta grandes resistencias. Hoy el ciudadano común se resiste a que su representación política esté concentrada. En la democracia representativa, el votante es

 

 

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propietario de un fragmento microscópico de poder, por lo que, en conjunto con los demás, se ve obligado a delegarlo en quien logre representarlos. Pero ahora el habitante promedio está confrontando esta realidad. Comprender esto es fundamental en el debate acerca de las formas constitucionales de gobierno. Así las cosas, la interrogante puede plantearse mejor. ¿Debe adaptarse nuestra Constitución a la realidad de una presidencia cercada por múltiples factores que le imponen coto a su poder? La progresiva influencia de un parlamento cada día más independiente y fraccionado, en conjunto con otros poderes supervisores, como lo son el Tribunal Constitucional o la Contraloría de la República, han hecho que, en la práctica, estemos viviendo un presidencialismo minado. La creación y empoderamiento de una importante cantidad de poderes supervisores, sumado al fenómeno político de la atomización parlamentaria, ha ejecutado una progresiva mutación constitucional que nos ha hecho pasar, del típico presidencialismo constitucional, a una suerte de semiparlamentarismo. Por ello, parece natural cualquier cambio que propenda a armonizar nuestra Constitución con dicha realidad práctica. Un ejemplo de un cambio constitucional semipresidencialista es la instauración de la figura de un ministro de la presidencia cuyo mandato pueda ser revocado por el mismo parlamento. Ahora bien, con cambios de ese tipo, debe advertirse que surge la amenaza de una excesiva politización de la vida nacional. Pero hay dilemas de mayor calado. La primera cuestión demanda responder si el bajo nivel que en los últimos lustros ha evidenciado la clase política parlamentaria le da mérito para exigir más poder del que ya ostenta. Al fin y al cabo, de la obra literaria que cité, se deduce que lo que el pensador madrileño pretendió allí fue advertirle al mundo los graves riesgos de una vocación excesivamente plebiscitaria del poder. Si se asume como fin en sí mismo, el ánimo plebiscitario es un canto de sirena. Recordemos que, en la escogencia de Barrabás sobre Jesús, la verdad acusa duramente a los líderes que, como Pilatos, evaden tomar decisiones; o que las delegan en colectividades que no tienen la suficiente formación para asumirlas. Veamos el segundo dilema. Si lo que se pretende es adecuar la constitucionalidad costarricense a esta era del conocimiento, entonces conviene advertir que ni el presidencialismo, ni aun el parlamentarismo son respuestas satisfactorias para enfrentar los desafíos del mundo que ha nacido. Ambos constituyen formas de gobierno de la democracia representativa, típica de la anterior revolución industrial. Modelos que surgieron como respuesta a la necesidad de expresión de la democracia de representación, más no de la de participación. Poco ofrecen para enfrentar los retos de la era digital y de la democracia participativa. Son reminiscencias del mundo que fenece.

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Vestigios de un centralismo cuyo espíritu ha muerto. En todo caso, recordemos que para Costa Rica, el parlamentarismo no es algo nuevo. Pese a que durante nuestros primeros años de vida independiente, el localismo sobrevivió ante los aún tímidos intentos centralistas, nuestro país dio sus primeros pasos de la mano de claras expresiones de parlamentarismo. En principio, sin una orgánica división de poderes, pero a partir de 1825 con un Congreso fortalecido. Incluso con la instauración de un parlamento bicameral. Desde aquella fecha en que escribí para la revista, he pregonado que el modelo ideal se acerca a lo que el tratadista Karl Loewenstein denominó ‘constitucionalismo directorial’. Tal modelo estimula formas más directas de participación a través del cantón. Países como Suiza han asumido esta forma de gobierno. En dicho modelo, el centro de gravedad del poder político no está en el Ejecutivo ni en el Legislativo, sino en el poder local. Así, es posible trasladar funciones vitales del gobierno hacia formas públicas de organización cercanas al individuo y la comunidad; y en otra vía, también fomentar formas de ejecución no gubernamentales de las obras y políticas públicas. Bajo la rectoría, pero sin la ejecución por parte de la burocracia estatal. La forma directorial de gobierno hace viable que los actores públicos locales asuman actividades típicas del gobierno central, como son por ejemplo, la educativa, de seguridad ciudadana, administración sanitaria y hospitalaria. En Suiza, los cantones controlan incluso cierto desarrollo de infraestructura, gestión aduanera, portuaria y aeroportuaria, y hasta el desarrollo de proyectos energéticos o científicos. En esencia, una verdadera revolución constitucional.

Constitución y descentralización Para que se desarrolle adecuadamente el engranaje de la democracia constitucional, al menos como la entendemos en Occidente, es requisito que la anatomía de su proceso gubernamental sea coherente con el tipo de gobierno que la caracteriza. Lo anterior significa que, en un tipo presidencialista como el nuestro, para que el proceso gubernamental sea consecuente con el sistema, este debe caracterizarse, por ejemplo, por la interdependencia mediante coordinación a través del liderazgo del Poder Ejecutivo. En este tipo de sistema, quienes controlan el poder gubernamental son un parlamento y un gobierno separados, pero constitucionalmente obligados en función de un proceso de coordinación. Existe un proceso de interrelación mas no de subordinación o integración y en el que, en la práctica, quien asume el rol de liderazgo es el Poder Ejecutivo. Eso es lo propio del presidencialismo, que es el sistema que desde 1871 prevalece en nuestro ordenamiento constitucional. Si al hecho de que a este tipo de gobierno le debemos sumar la realidad jurídica de que somos una República unitaria, esto implica que ─nos convenga o no─ el nuestro es sin duda un modelo de tendencia centralizada. En esta forma de organización estatal, las autoridades centrales poseen poderes reforzados frente a los que se asignan a las autoridades locales. Así la mayor parte de las funciones

 

 

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públicas competen directamente al Estado central, y en un sistema de este tipo, a las autoridades locales se les asignan únicamente competencias subsidiarias. Lo anterior no es mi opinión, es la realidad de la teoría constitucional traducida de forma práctica en nuestro ordenamiento. Por sus graves implicaciones fiscales, importantes protagonistas del escenario político y de la opinión pública han debatido sobre el proceso de descentralización que se impulsa como resultado de la reforma al artículo 170 constitucional y de su ley derivada número 8801, conocida como ley de descentralización. Por las razones inicialmente indicadas, aunque en lo particular soy un convencido de la necesidad y de las bondades de un proceso político descentralizador para Costa Rica, con la misma vehemencia que creo lo anterior, no me cabe duda de que pretender resolver esa aspiración descentralizadora mediante el simple desvío de recursos a los cantones, como de buena fe lo plantearon los diputados que reformaron el artículo 170 constitucional, al final del camino resultará un parche que arriesga reabrir la puerta al vicio del clientelismo electoral, el cual por cierto el país trata de superar. Lejos de resolver la justa demanda por la descentralización, arriesga desprestigiarla y tornarla inviable. Sabemos que desde que se consolidó nuestro Estado nacional, cuatro décadas después de nuestra independencia, el centralismo (y con ello el presidencialismo) fue asumido como nuestro tipo de gobierno. La razón original fundamental fue la de fortalecer al débil Estado de la época, de tal forma que pudiese atender las urgentes necesidades de infraestructura de la dinámica economía agroexportadora que surgió a partir del siglo XIX. Esto en tanto el presidencialismo, como el parlamentarismo, son tipos de gobierno que surgieron como respuesta a la necesidad de expresión de la democracia de representación. Sin embargo, los nuevos retos de la era digital y del conocimiento han traído consigo en la población una demanda de participación democrática que impulsa un justo afán descentralizador, pero que, como lo ha denunciado la prensa nacional, está siendo mal contestado por algunos actores políticos. La reforma del artículo 170 constitucional sin duda es bien intencionada, pero fue mal concebida. Es pretender colocarle llantas de tractor, al eje delantero de un auto urbano. Si lo que se pretende es trasladar mucho mayor poder y control a los gobiernos locales, para que esta pretensión sea coherente con la integridad del sistema constitucional, lo que Costa Rica requiere es algo más cercano a lo que es un modelo constitucional directorial, como el que se practica en algunas naciones de Europa. En este modelo, el centro de gravedad del poder político no está en el Ejecutivo, ni en el legislativo, sino en el poder local, cantonal y provincial. Así es posible trasladar funciones vitales del gobierno hacia formas públicas de organización local y de la comunidad; y en otra vía, también la apertura del Estado mediante el fomento de formas públicas de ejecución no gubernamentales, más eficientes, supervisadas y reguladas por el Estado, y en quienes se

 

 

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pueda delegar cada vez mayores tareas ejecutivas. Tal y como sucede en países más adelantados en esta experiencia, como lo es Suiza, un tipo de gobierno directorial hace viable que los actores públicos locales asuman actividades típicas del gobierno central, como lo son por ejemplo, la actividad tributaria, educativa, de seguridad ciudadana, ambiental, de desarrollo de infraestructura pública, administración sanitaria y hospitalaria, administración aduanera, portuaria y aeroportuaria, y hasta el desarrollo de proyectos energéticos. No obstante, una transformación constitucional de este tipo, para que sea responsable, implica un cambio constitucional serio y una estructura tributaria distinta, que permita el traslado de buena parte de la recaudación fiscal a la administración del gobierno local. En países como Suiza, su constitución traslada en los cantones aspectos tan impensables como la investigación científica, tal como dispone el artículo 64 constitucional, las conciliaciones extrajudiciales y aunque la sección décima de la Constitución Suiza mantiene la promulgación de la legislación civil y penal como competencia del poder central suizo, traslada al poder local la administración de justicia. Sin embargo, todo se hace a través de un modelo constitucional coherente para ese objetivo. En otras palabras, responsablemente. Para ello, entre otros aspectos fundamentales, esa Constitución establece un adecuado equilibrio fiscal entre el poder central y los cantones, obligando a la Confederación a establecer principios que permitan armonizar los impuestos directos del poder central, y de los cantones y municipios, de tal forma que la descentralización no sea fiscalmente gravosa y afectada por duplicidades. Así las cosas, para que este proceso sea posible de forma integral, se requeriría emprender un nuevo camino constitucional que solo parece factible por la vía del poder constituyente. Constituyente: ¿cuál de los dos caminos? El ex presidente Arias ha anunciado recientemente que apoya la idea de la convocatoria constituyente. De aprobarse este proceso, parece que estaremos cautivos de una disyuntiva: encaminarnos hacia la necesaria descentralización y con ello, a una mayor democratización del poder político; o, a la inversa, ir hacia su concentración. Lo infiero de las manifestaciones y propuestas esgrimidas en los últimos meses por quienes han opinado sobre el tema. Antes de que conociéramos sobre la posibilidad de la Constituyente, había escrito un artículo donde expuse su necesidad sobre la base de que el país debía enrumbarse hacia un sistema constitucional que permitiera sentar los fundamentos de la impostergable descentralización, y en donde el protagonista fuese el poder local, con el objetivo de desatar la participación de una cada vez mayor cantidad de nuevas fuerzas sociales que coadyuven en el desarrollo nacional. Sin embargo, a raíz del anuncio gubernamental, otros sectores han aprovechado para promoverla con la intención inversa de fortalecer el agotado modelo presidencialista central, algo así como

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inyectar estimulantes a un cuerpo que ya emite estertores. El espíritu que los motiva se sustenta en una premisa incierta: que si el sistema le otorgase al gobernante más poder político, la gobernabilidad sería más eficaz; pero la tesis, en apariencia bondadosa, es un espejismo.

Con escasas excepciones, la historia humana, incluso la que hoy se escribe, ha demostrado lo contrario: que la concentración del poder insufla la ingobernabilidad y alimenta la corrupción. Ejemplo son las actuales experiencias latinoamericanas, donde los presidentes promueven referendos, constituyentes y sentencias con la evidente intención de concentrar el poder. Amén del hecho de que la era del conocimiento, paradigma del nuevo tiempo histórico que hoy vivimos, lo que demanda es participación y desconcentración del poder, y no lo contrario. Peor aún, algunos azuzan la pretensión de promover cambios que eliminen controles propios entre los distintos poderes del Estado y para ello insisten que puede lograrse sin la molestia de convocar constituyente. Como bastan reformas legales para desmarcarse de lo que consideran un molesto sistema de controles públicos, he escuchado incluso la propuesta de eliminar el efecto suspensivo garantizado por el artículo 41 de nuestra jurisdicción constitucional, barrera contra las actuaciones arbitrarias de la Administración, lo que sería un rudo golpe contra nuestro sistema de control administrativo, pues dicha medida ha representado, sin duda, un arma eficaz contra los abusos del poder.

En síntesis, proponen acudir en sentido contrario al que han venido marchando sistemas constitucionales modernos que han desechado la centralización presidencialista. En Suiza, distribuyeron el poder en las administraciones públicas locales, trasladando a ellas funciones vitales y resultó tan eficaz el sistema, que hoy su Constitución traslada en los cantones aspectos como la seguridad y la protección de la población; la educación pública general, incluida la superior; la cultura; la protección del medio ambiente; el desarrollo y administración de la infraestructura de las aguas; las conciliaciones extrajudiciales; y, aunque la sección décima de la Constitución suiza mantiene la promulgación de la legislación civil y penal como competencia del poder central, traslada al poder local la administración de justicia. En materia fiscal esa Constitución establece un adecuado equilibrio fiscal entre el poder central y los cantones, obligando a la Confederación a establecer principios que permitan armonizar los impuestos directos del poder central, y el de los cantones y municipios. Aunque parezca increíble, aquel país ha llegado al traslado de competencias cantonales aún en materia de investigación científica o carreteras nacionales, tal y como disponen los artículos 64 y 83 de su Constitución. Porel contrario, en la actividad pública costarricense, el poder local es prácticamente inexistente como factor de solución real de los problemas de la comunidad. Hasta hace poco, todo el presupuesto de las 81 municipalidades del país resultaba en un mendrugo

 

 

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de tan solo un 1,6 % del total del gasto público, y una transformación constitucional trascendente, por ejemplo, debería implicar una delegación tributaria que permita el traslado de buena parte de la recaudación fiscal a la administración local. Este tipo de cambios sí ameritan la Constituyente. En el sexagenario de nuestra Constitución Política “El nuestro no es un problema de paz, sino de vida. Estamos perdiendo, a tambor batiente, el sentido de la vida en su doble acepción: el porqué de vivir y el respeto a la vida... ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Hacia dónde vamos? Tres preguntas vitales. Este es el emplazamiento que hace a sus lectores, en su columna del 23/09/2009, el abogado Julio Rodríguez, periodista del diario costarricense La Nación. En esta coyuntura histórica, cuando el 7 de noviembre celebramos el 60 aniversario de nuestra Constitución Política, intentar como sociedad responder interrogantes de ese calibre encierra un desafío imprescindible para nuestro futuro constitucional. Debemos reconocer como nación, de dónde venimos, reafirmar qué es lo que somos, y consecuentemente, la senda por seguir. Primeramente, contestar de dónde venimos es un ejercicio de honradez intelectual e histórica. Sabemos que la nacionalidad y la constitucionalidad costarricenses se forjaron en el crisol de la lucha por la libertad, entendida esta en su naturaleza más íntima, concibiéndola como la autodeterminación hacia el bien. Realiza un acto libre quien obra el mal, pero su elección es moralmente defectuosa por carecer de la perfección específica de la libertad, pues ella tiene su sentido final en la vida moral. Aunque pretendan negarlo quienes disienten de los consensos que permitieron fundar nuestra nación, sabemos que desde nuestro nacimiento como comunidad, el origen esencial de nuestros ideales deriva su fuerza moral de la misma argamasa empleada para construir la cultura occidental: los ancestrales principios cristianos. El cuestionario se complica con la segunda pregunta con la que nos reta: ¿qué somos? Parece obvio que esa pregunta no se reduce a nuestra identidad folclórico-cultural, la cual por cierto, ya Láscaris describió años atrás con un trazo literario genial. La identidad a la que la cuestión refiere reviste mayor gravedad. Para contestarla, más que responder lo que somos, escudriñemos ¿qué amenaza lo más preciado que hemos tenido como sociedad? La mayor amenaza que hoy como sociedad enfrentamos es la irrupción de una cultura de ingravidez moral. Una era del vacío. En otras latitudes donde la están sufriendo la conocen con un anglicismo: cultura light. ¿En qué consiste esta amenaza? Básicamente es la abdicación de los conceptos morales y espirituales que históricamente dieron identidad a nuestras nacionalidades. Consensos sociales que fueron fundamentales para nuestra convivencia y desarrollo equitativo están siendo sustituidos por una cultura exclusivamente enfocada en el consumo y la satisfacción de los sentidos

 

 

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naturales como ley máxima de comportamiento, cual si aquello fuese la respuesta existencial del ser humano. Un antropocentrismo esencialmente egoísta, en donde el hombre invierte los valores centrados en la idea de lo trascendente para, en su lugar, exaltar un sentido de autosuficiencia, al tiempo que se proclama autor de un código propio de vida. La necesaria consecuencia de ello es la aversión contra toda noción de lo trascendente y la claudicación de responsabilidades frente a ella; el “descompromiso” como norma de conducta. ¿Cuáles son las características de esta cultura? Primeramente, es una sociedad consumista, aunque para los cultores del postmodernismo, aquella sea el epítome de la libertad. Allí el individuo es socialmente valorado por lo que posee, no por lo que es. Por otra parte, es una cultura materialista. Pretende justificarlo todo desde aquella perspectiva. Aún los portentosos misterios de la vida y la naturaleza deben explicarse apelando a fenómenos materiales. Así mismo, es una cultura relativista. Todo es relativo para quienes están influidos por la ingravidez del postmodernismo. Por eso son intolerantes con las verdades morales objetivas. Quienes se autoproclaman “progresistas” las consideran atavismos impropios que son indignas de su intelecto. Además, es una cultura hedonista. Al estar su despropósito centrado en la exclusiva exaltación de los goces y sentidos materiales, esta cultura representa la muerte del ideal. Sociedades en las que caben los Gil Blas de este mundo, pero jamás los Stockmann. En donde un subrepticio consenso puede ser aquel axioma de Maquiavelo que reza: “aún los heroísmos éticamente justificables son estériles si no logran un resultado práctico satisfactorio”. Esencialmente, la corrupción del carácter humano. También es una cultura sin sentido de propósito. Al priorizar en lo que alimenta los apetitos, repugna toda dirección donde apunte la luz del faro moral. La conciencia deja de ser norte de sus decisiones, arribando así el desconcierto generalizado como convidado de piedra. Finalmente, es una cultura permisiva. Atropella todo dique de contención que pretenda imponer límites sustentados en convicciones morales trascendentes. Un ejemplo dramático de ello es que el gobierno español pretende autorizar el aborto en menores sin el consentimiento de sus padres. Por cierto, ese superlativo antropocentrismo es el indudable trasfondo de quienes promueven las prácticas abortivas y el laicismo extremo para nuestro sistema constitucional. En este sentido valga reconocer que el mayor acierto de nuestra corte constitucional ha sido su firme defensa de los valores originarios que informan nuestra constitucionalidad. La última pregunta es, ¿hacia dónde vamos? para lo cual es preferible intentar el hacia dónde ir. El camino es reafirmar la identidad de nuestros grandes ideales como nación, amante tanto ─de la libertad sustentada en un marco ético─ como de sus

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convicciones fundadoras. Tengámoslo por cierto que el camino equivocado es el que nos lleve corriendo a realizar cambios constitucionales y jurídicos para importar cuanto código extraño sea la última corriente de moda. Somos una nación mundialmente reconocida como defensora de las mismas libertades, derechos y valores que acrisolaron lo más preciado de la cultura occidental. En momentos en que algunas de las naciones occidentales pretenden, condenándose a un mediato rumbo al despeñadero social, renegar de sus valores originarios, sea hora en la que, apelando a nuestro carácter y sosteniéndonos firmes, los reafirmemos sin darles la espalda.

La fuerza moral del poder constitucional En la era de la información, ya no es posible ejercer con eficacia el mandato constitucional, si este no se fundamenta en la fuerza moral de las políticas públicas que se pretenden imponer. Es un fenómeno mundial. Por eso Barbara Tuchman se preguntaba el porqué de tanto disparate en la toma de decisiones políticas. La lección esencial que nos han dejado muchos de los proyectos recientemente frenados por la irresistible resistencia de los pueblos es la necesidad de que las políticas públicas cuenten con sólido sustento moral. Tal sustento surge a partir de la claridad de una visión nacional, y tal visión es hoy, más que nunca, la diferencia que hace al estadista. El líder podrá sostener su quimera hasta convertirla en realidad si ese fundamento existe, pero si las políticas públicas carecen de este, insistir en ellas degenera en obstinado suicidio político. Más que por el atropello del derecho administrativo y constitucional, es por esta realidad ─propia de la era del conocimiento─ que proyectos políticos en los que gobiernos se empeñan son reprobados.

Aunque es novedosa la forma en que se manifiesta el fenómeno del poder ciudadano, la esencia del problema permanece intacta.

Los filósofos clásicos de la teoría del Estado plantearon la salida desde hace más de dos siglos. Por una parte, la que Hobbes advirtió: la riesgosa creencia de que la coerción que se impone desde la autoridad es la vía para solucionar los problemas de la sociedad. El sustento ideológico que hoy gradualmente nos lleva hacia una peligrosa espiral ultrarreguladora en todos los órdenes de nuestra existencia; una incultura contra la libertad. La otra salida es la confianza en nuestra capacidad para regirnos por medio de contratos sociales. Por esta razón no es viable una política pública que carezca de fuerza moral, pues careciendo de tal insuflo, el gobernante no puede convencer al pueblo que suscriba el contrato social indispensable para ejecutar su visión.

Para enunciar un marco de consenso social que dé viabilidad a las políticas públicas, me aboqué a analizar con detenimiento las conclusiones de diversas mesas ciudadanas, en

 

 

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una de las cuales tuve el honor de colaborar, y que durante el último año han aportado ideas a la región. Pues bien, todos los foros llegan al convencimiento de que existen al menos cinco parámetros dentro de los cuales las iniciativas políticas deben transitar. El primero de ellos es el de la evolución hacia la democracia participativa. Cualquier iniciativa política que ofrezca un mayor poder de decisión a la ciudadanía tendrá un poderoso soporte que lo hará viable. Un segundo parámetro tiene que ver con la promoción de la renovación energética y la protección ambiental, que implica, entre otros aspectos, la implementación de energías limpias, una política de vivienda vertical que promueva el repoblamiento en los centros urbanos y desincentive la invasión urbana de zonas tanto naturales como agrícolas, y una política agresiva de reforestación. Un tercer consenso es el de la necesidad de que las economías domésticas estén plenamente insertas en la global, pero no por el hecho de que participemos de una subasta de regalías de los bienes nacionales, sino por la vía digna del valor agregado en innovación y educación tecnológica. Otra inquietud de todas las mesas ciudadanas es la urgente necesidad de mejorar la infraestructura pública para el desarrollo. La realidad de nuestros estados nacionales obliga a que, en función de ello, ciertamente exista una alianza público-privada en la consecución de este cometido. Sin embargo en adelante, esta necesidad deberá subordinarse tanto a las necesidades reales de la visión país de cada Estado, como a los principios fundamentales de la sana administración. Siendo esto así, ¿por qué los últimos acontecimientos referidos a inversión en infraestructura han convertido a este neurálgico tema en algo controversial? En este último sentido, malas experiencias, como el excesivo precio final pagado a las concesionarias han minado la fuerza moral del concepto de “alianza público-privada”. Lo cual es peligroso en las actuales circunstancias de necesidad en que América Latina se encuentra. Por tal razón, en cualquier nueva propuesta de desarrollo de infraestructura que en adelante se plantee, nuestros gobernantes están hoy obligados a cumplir con estos dos requisitos de viabilidad: por una parte, que el proyecto sea coincidente con la visión país que la sociedad exige, y por otra, que sea cual sea la vía de ejecución que se escoja, se respete de forma celosa la ética propia de una sana administración. El último vector es el de la transformación de un estado ejecutor y burocrático en función de un estado rector. Esto significa liberar la potencia y la iniciativa de la misma sociedad civil a través de organizaciones no gubernamentales, asociaciones y colectivos cívicos que progresivamente lo sustituyan en la ejecución de acciones que ordinariamente ha venido realizando el Estado, con cada día mayor costo y menor eficacia. Ahora bien, una nación que se precie de serlo, tiene plena comprensión de que su principal creación es la cultura. Todo lo ya escrito es letra muerta si la nación no

 

 

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resguarda su capital social, su capacidad de resolver los problemas colectivos ampliando las posibilidades vitales de sus ciudadanos. Es su más preciado valor. Como bien lo plantea José Antonio Marina, por el contrario, las sociedades sin inteligencia social no empoderan a sus individuos y así destruyen su capital comunitario, encanallando a sus ciudadanos y degradando la cultura. La cultura es indispensable en la creación de la inteligencia social. Es el acervo existente en el subsuelo de la historia de nuestra nación; son los principios de los cuales el grupo social “echa mano” para escoger el conjunto de soluciones por implementar, la herencia social. Quiérase o no aceptarlo, en ello también existen grados de calidad. Por eso existen culturas fracasadas y culturas exitosas. Por ello además, veo en la rabiosa ofensiva que exige importar cuanto fenómeno social se ponga en boga en las sociedades de consumo, una peligrosa tendencia que amenaza dilapidar nuestra herencia cultural. La economía según la Constitución La teoría económica nos recuerda que son los recursos naturales, el capital y el trabajo, de lo que las sociedades echan mano para crear riqueza; pero está estadísticamente demostrado que en la actual era del conocimiento, el principal motor que genera la riqueza es el trabajo, traducido en servicios y creatividad humana. La economía de la información ha demolido todos los viejos supuestos de la economía industrial, entre otros, aquel de que los motores de la riqueza ya no son primordialmente los tradicionales factores de tierra, capital y mano de obra; para ser ahora la inventiva y el trabajo en servicios complejos, ambos característicos de la economía del conocimiento. Cuando en el 2004 los compradores se peleaban por las acciones de Google, estaban compitiendo por invertir sus dineros en una empresa cuya propiedad y operaciones son prácticamente intangibles. Por ello, la nueva verdad que la economía del conocimiento ha hecho surgir es que el grueso de la riqueza, hoy más que nunca, la crean los ciudadanos a través de su propia iniciativa, esto por cuanto, la naturaleza estructural de los Estados le impide a las administraciones públicas generar la iniciativa indispensable para crearla. Los Estados no están estructuralmente diseñados para las actividades de creación, que es lo que hoy genera la riqueza. Que lo digan los venezolanos. Por ese motivo, en su obra La Revolución de la riqueza, Toffler se quejaba de que la economía del conocimiento no surgió a merced, sino a pesar, del inmovilismo propio de una suerte de rigor mortis jurídico. Cuando las instituciones públicas no están en la misma sincronía o velocidad que exige la actual economía del conocimiento, es imposible que una economía progrese. Mientras la economía generada por la inventiva y el esfuerzo del sector privado demanda un ritmo acelerado y constante, le obstruye el paso un Estado cada vez más obeso, lento y anquilosado. No solo porque transita muy por debajo de la velocidad recomendada para conquistar el desarrollo, sino porque, además, impone obstáculos traducidos en cada vez más cargas tributarias y regulaciones. Como dato confirmador de esta realidad está el

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resultado de que, en las economías prósperas, el porcentaje de población económicamente activa que labora en la función pública, es mucho más limitado en referencia al resto de la población incorporada en la privada. Por ello, un atentado directo contra la prosperidad es el uso irracional y desequilibrado de los recursos por parte del Estado. Esta situación es particularmente preocupante si reconocemos, como verdad de Perogrullo, que no hay forma de salir de los baches económicos sino creando riqueza.

¿Qué nos dice nuestra Constitución al respecto? El título XIII constitucional establece el ideal constitucional de racionalidad del gasto público. Tal principio refiere a la inconveniencia del gasto público que carece del respaldo financiero de ingresos sanos. Cualquier otra interpretación es contraria al derecho de la Constitución. El coherente acatamiento de tal parámetro le hubiese evitado a la clase política caer en los excesos que nos han arrastrado a la actual crisis fiscal. Coincido con Johnny Meoño cuando afirma que, más que un problema de leyes, lo que tenemos es un problema de no aplicación o inobservancia de estas, y buena parte de lo que nos arrastró a tal desequilibrio es el prejuicio ideológico. Más ha valido aquí una lectura a pie juntillas de lo que hace 78 años dijo Keynes, que los principios económicos estatuidos en la Constitución misma.

Nadie objeta las bondades del gasto público en infraestructura, en educación o en investigación científica, pero si el gasto no coadyuva en la generación de riqueza y desarrollo, entonces resulta insensato aplicar al pie de la letra las añejas teorías propulsoras del dispendio público. El gasto no es una acción bienhechora en sí misma. Incluso, desde hace muchos años, el grueso de los recursos se ha aplicado en un improductivo gasto corriente. Por eso me referí a la inconveniencia de hacer una lectura de Keynes a pie juntillas. Porque las teorías del célebre economista no deberían recetarse como una pomada canaria, y menos si se aplican contradiciendo los principios constitucionales de equilibrio fiscal. No se niega el hecho de que las ideas de Keynes se han implementado exitosamente en determinadas etapas históricas, pero no menos cierto es que ellas arrastran tras de sí otros perniciosos lastres. Su mayor problema es que no es una doctrina ética con las futuras generaciones. Está sustentada en el lastre del inmediatismo. Cuando se promueve el gasto público sin respaldo, como si el gasto fuese una acción bienhechora en sí misma, se compromete el bienestar de nuestros hijos. Incluso crueles civilizaciones antiguas, como la grecorromana, valoraban celosamente el principio de paternidad y de herencia. Entendían que no se recoge lo que aún no se ha sembrado, y que la semilla no se consume sino que se planta, para continuar con el ciclo vital. Ante la cuestión acerca de las dañinas consecuencias a futuro de una peligrosa política tributaria creciente y un gasto ascendente, el economista replicó con su

 

 

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célebre frase, “a largo plazo todos estaremos muertos”. Allí está encerrado el germen de su ignominiosa filosofía inmediatista y unigeneracional. Cuando los ciudadanos, y en especial los padres de familia, no piensan más con una visión de futuro y de herencia a través de la acumulación de bienes a largo plazo, y por el contrario, se sumen en el consumismo inmediato, la pérdida de sacrificio generacional es absoluta. La política de gasto y de impuestos crecientes atenta contra el sano ideal de herencia generacional y por ello es contrario al derecho de la Constitución. Es maximizar los resultados a corto plazo aunque las consecuencias futuras sean desastrosas. Pero hay más razones para defender el ideal constitucional de limitación del gasto público. La lógica perversa que existe detrás de una política de gasto público y de impuestos crecientes radica en la idea de que el ciudadano delegue su responsabilidad y su iniciativa particular en el Estado. A cambio de tal delegación de responsabilidad e iniciativa, el ciudadano, ya despojado de ellas, espera del Estado la solución a sus problemas sociales e individuales. Es la proscripción del principio de responsabilidad individual. La perversión de esta tesis la confirman los estudios económicos. Para la mayoría de los estudiantes serios de planificación, son familiares los informes como el publicado por Charles Murray en su libro Perdiendo Terreno. Allí se demuestra la total futilidad de gastos públicos como el de la asistencia social incondicional. Por lo general, los receptores de ese tipo de asistencialismo pierden el sentido de responsabilidad individual y se sumen en una pobreza mayor. En síntesis, la filosofía de ese celo estatista radica en la convicción de que el cambio no vendrá a partir de la consciencia y la iniciativa responsable del ser humano, sino desde afuera. Desde esa entidad engañosamente todo poderosa, a la que popularmente llamamos gobierno. Lo grave es que maleducamos al pueblo transitando por ese camino. Conquistar el desarrollo Un pueblo educado sabe que el desarrollo no se alcanza por decreto, aunque la artimaña de enunciar utopías grandilocuentes permita al demagogo convencer al ciudadano simple de que es posible alcanzar por esa vía, algún tipo de arcano Shangri-lá. Citando nombres como el de Lincoln, reconocemos que, aunque excepcionalmente, el mesianismo político es posible, pero lo usual es que el político con aires mesiánicos sea peligroso. Sino recordemos que son mayoría los personajes estilo Chaves en Venezuela; Trujillo, en República Dominicana; o en Camboya, Pol Pot. Déspotas todos que arrastraron a sus pueblos al abismo. Es que la responsabilidad del liderazgo no implica únicamente señalar el camino, pues lo verdaderamente esencial es que este sea correcto; porque mientras el líder plantea ideales, el demagogo lo hace con riesgosas utopías. De ahí la necesidad de hacer distinción. Los ideales son visiones anticipadas de perfecciones venideras y las utopías delusorios y peligrosos espejismos. El ideal es hijo de la inspiración, la utopía

 

 

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engendro del delirio. No por casualidad los regímenes totalitarios de la historia siempre han sido precedidos por panfletos imbuidos de delirios mesiánicos. Por ello entendamos que, como un proceso gradual, el desarrollo no se decreta, sino que se construye a través de la cultura. En 1986, al finalizar su discurso de toma de posesión, Alan García hizo una serie de anuncios grandilocuentes. A la salida de la ceremonia, la prensa abordó al expresidente José Figueres, que ya anciano, era uno de los invitados internacionales. Se le preguntó no solo respecto de las exageradas pretensiones de García, sino, en general, acerca de lo que podía hacerse por el desarrollo del Perú. Figueres espetó sin titubear: “¡No gran cosa antes de cincuenta años de escuela!” y allí murió la entrevista. Por ello, apuntemos que el factor fundamental que condiciona el desarrollo de una nación es la cultura de su pueblo. Ahora bien, la pregunta sería entonces, ¿cuáles parámetros determinan la calidad de la cultura? Al menos son cuatro esenciales: a) que la población eleve sostenidamente sus niveles de complejidad educativa y de conocimientos. Aunque los conocimientos no necesariamente implican cultura, esta es imposible sin información de calidad. B) Dependerá también de la calidad y dimensión de los objetivos nacionales y de la conciencia que exista en la comunidad para alcanzarlos. Por demás está anotar que uno de los graves peligros que como sociedad enfrentamos es la incapacidad de la clase política general de señalar derroteros, pues estos son la argamasa que elabora el común sentido de destino. C) Que la población resguarde y practique coherentemente los valores que permitieron forjarla. Las culturas que han decaído son las que renegaron de sus valores. De ahí los peligros de la actual intransigencia laicista que actualmente afecta a las sociedades de consumo. D) Finalmente, generar condiciones para una convivencia social lo más justa posible. Con una ilustración explico esto último. Cuando en la ciudad de Lima, la Universidad de San Marcos realizaba graduaciones, la región de Boston aún era un pantano. Si esto era así, ¿qué sucedió en el ínterin de entonces a hoy y cuál la explicación de nuestro actual atraso? Los historiadores Nevins y Commager señalaban que lo que los colonizadores norteamericanos hicieron fue trasplantar al nuevo mundo los valores judeocristianos que con fidelidad practicaban, y al hacerlo, aprovecharon seis mil años de cultura. Otra razón es que el gradual asentamiento de las sociedades norteamericanas se hizo por colonos con un sentido mucho más igualitario de convivencia, y en territorios con menor población de etnias antagónicas. A diferencia de gran parte de las comunidades latinoamericanas que, desde el inicio, ostentaron abismales distancias socio-culturales en grandes mayorías de su población. Pues bien, la segunda premisa del desarrollo consiste en que la ciudadanía posea garantía de libertades delimitadas por fronteras jurídicas y morales estables. La libertad es

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el factor que estimula la imaginación y por ende la iniciativa de los ciudadanos, por lo que la prosperidad la alcanzan solo las sociedades cuyos habitantes disfruten de mejores condiciones para ejecutar lo que imaginan. Las naciones en proceso inflacionario de regulaciones son cada día menos libres, pues existe una relación proporcionalmente inversa entre ambas. Falaz es creer que la estatura cultural y espiritual de una nación solo depende de sus leyes. La tercera premisa: la sociedad que pretenda el desarrollo debe limitar los poderes dentro de un equilibrado balance que evite abusar de ellos. En esta premisa de orden constitucional no me extendiendo, pues es harto conocida desde los tiempos de Montesquieu. La cuarta condición del crecimiento depende de la equidad y estabilidad de las leyes del país. Demos por descontado que Estados con leyes desproporcionadas e irrazonables, o con regulaciones que constantemente están siendo variadas mediante una pertinaz alteración de las reglas del juego, destruyen las condiciones del desarrollo.

El quinto presupuesto del desarrollo dependerá de la vocación universal que tenga la comunidad. Las sociedades cerradas son autofágicas. El Estado debe proteger ese cáliz sagrado que es la identidad de los valores nacionales, pero no por ello debe ser hostil al mundo exterior. El desarrollo no depende exclusivamente de la comunidad nacional, sino también de cuan inteligente sea la inserción de ella en el mundo, de tal forma que le sea posible aprovechar lo positivo del progreso mundial en lo científico, técnico y comercial. A pesar de su pésima política social y de distribución del ingreso, no podemos negar que gracias a su vocación cosmopolita, Panamá tiene una economía dinámica que ha evitado caer en las graves honduras en las que se han sumido los otros países centroamericanos. Por ello es que las políticas migratorias draconianas no son inteligentes. Estas deben ser selectivas, pero nunca injustamente hostiles con el buen migrante y con quien viene a invertir. Ambos son motores de progreso. El postulado final de una prosperidad integral está sujeto al equilibrio entre crecimiento económico y adecuada distribución de la riqueza. Uno de los ejemplos históricos más dramáticos de esta verdad, lo protagonizaron los reformadores estadounidenses antimonopolio. Las cruzadas de estadistas como Woodrow Wilson o ambos Roosevelt salvaron a su nación de la quiebra económica y moral, y dejaron al mundo la lección acerca de la vital importancia de un sano equilibrio en la distribución de la riqueza generada.

Ética económica del Estado constitucional Lo que las últimas crisis bursátiles revelan no es el fracaso de la libertad individual en materia económica, sino el de la manifestación monetarista especulativa del sistema. Como en su momento lo hizo el llamado socialismo real, esa faceta especulativa del capitalismo está colapsando; y decae por ser profundamente injusta, pues lo que usualmente se oculta tras la especulación financiera es el beneficio sin respaldo

 

 

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productivo. Sin embargo, reconocer lo anterior no implica abrazar el dogma de que la actividad productiva libre por sí sola es perversa. Esto sería satanizar la libertad de las fuerzas económicas, lo cual es un extremo igualmente injusto. Si hay algo que requieren los pequeños y medianos agentes de la economía, esos que anhelan surgir y sostenerse, es precisamente libertad. Las cada vez mayores regulaciones e imposiciones tributarias, por encarecer la actividad productiva, a quienes más afectan no es a los grandes, sino a los protagonistas menores que están en escena. Creo que la lección que debería aprenderse en las crisis actuales es que las fuerzas productivas libres, más que ser limitadas, lo que deben es ser conducidas. En el mundo del comercio global, pretender oprimir la productividad libre no solo es un error, sino que es una utopía; más aún si aceptamos que el capitalismo, como tal, tanto puede ser el problema como puede ser la solución. Es solución cuando las fuerzas productivas son guiadas de tal forma que estas se conviertan en promotoras de soluciones ante los actuales desafíos colectivos; pero si solo existen en función de codiciosas ganancias, son sin duda parte del problema. Toda libertad debe ser orientada en razón de propósitos sublimes, nunca devaluada. A lo que me refiero es a que las políticas públicas y los ideales constitucionales pueden convertirse en conductores de las fuerzas del capital, de tal forma que actúen como poderosos motores capaces de enfrentar los desafíos de hoy. El camino no transita por la vía de depreciar la libertad, o acariciando las quimeras que aspiran abolir lo que Smith denominaba la ‘mano invisible del mercado’, sino afirmando la necesidad de que esa mano exista, pero visiblemente orientada. Por ello, de fondo, el monetarismo especulativo es enemigo de esa misma libertad de la que se alimenta, en el tanto abusa de ella siendo incapaz de responder hacia qué fines morales dirige los recursos que indebidamente usufructúa, recursos que al fin y al cabo son resultado de todo el monumental esfuerzo productivo de la sociedad, recursos que en su origen son sanos, en tanto son derivación de la ética de trabajo de los ciudadanos libres. Así las cosas, en el monetarismo especulativo, la pregunta de hacia qué fines morales se dirige la maquinaria económica de la sociedad carece de respuestas, y se limita en función del despropósito exclusivo de activar una vorágine de consumo sin objetivos provechosos para el desarrollo material, cultural o moral de la República, y menos aún para el desarrollo sostenible con el ambiente. Ciertamente esa vorágine consumista carente del sentido teleológico aludido, es más bien un suntuoso exceso que ya el planeta no puede tolerar. Ahora bien, si es cierto que el sistema de mercado sin dirección moral fracasó, también es cierto que el sistema de mercado puede ser la más útil herramienta ante los desafíos, pero solo si se canalizan las tremendas potencias que desata, en función de fines éticos. En esencia, el capitalismo, como cualquier otra herramienta, puede ser lobreguez o

 

 

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puede ser luz, todo dependerá de los fines hacia los cuales sean conducidas sus fuerzas. Como en la tragedia de la mitológica princesa de Argos, las potencias del mercado son capaces de ser tanto monstruosas como mesiánicas. Ninguno de sus detractores niega la descomunal capacidad que poseen las fuerzas del capital para conquistar objetivos. En todo caso son profusos los ejemplos que al respecto ofrece la historia. El problema es cuando esa maquinaria productiva no tiene fines morales, o peor aún, cuando la actividad productiva oculta objetivos tenebrosos. Así sucedió en la segunda mitad del siglo XX con el corporativismo fascista, que era materialmente eficiente pero moralmente abyecto. Igualmente inconveniente es cuando las fuerzas del capital se desatan ingobernadas y vesánicas. Son como la Caja de Pandora, promotora de muchos males. El reto es conducirlas moralmente, porque cuando esto se alcanza, esas mismas fuerzas actúan como un Prometeo sin cadenas: en beneficio del hombre. Las estadísticas declaran el augurio de que a largo plazo los recursos naturales del planeta no sobrevivirán el ritmo actual de consumo mundial. A esta sombría predicción, que representa un portentoso reto ambiental, se le suman, concatenados, los descomunales desafíos de la humanidad en materia energética y alimentaria. Entonces, ante la ingente necesidad de sostener la actividad económica humana, ¿cuál es la alternativa? Creo que es posible reconducir las fuerzas del capitalismo instaurando políticas públicas que aspiren a dirigir las potencias del sistema de mercado hacia la solución de los grandes desafíos humanos. Ejemplo de lo anterior es la decisión del gobierno estadounidense de exigir a su industria automotriz reconducir la producción de sus ineficientes vehículos en función de vehículos más amigables con el ambiente a través de tecnologías energéticas novedosas. Esa política del gobierno estadounidense se insinúa como una vía realista para enfrentar la emergencia. En dicho caso particular, desde el Estado rector, no ejecutor, se le impone norte a las potencias económicas de la industria automotriz, sujetándolas para que contribuyan en la solución de un desafío energético y ambiental. Todos los Estados nacionales y las organizaciones internacionales deberían promover este tipo de políticas públicas a escala global y en las actividades económicas en las que se torna indispensable la investigación y el desarrollo de tecnologías que contribuyan a combatir los desafíos humanos referidos. La extorsión de las naciones petroleras y la insuficiencia energética, por ejemplo, es otro de los acuciantes dilemas que ya enfrentamos. Los países latinoamericanos, la mayoría de los cuales poseen capacidades hídricas envidiables, habrán de desarrollar infraestructura hidroeléctrica de tal magnitud, que requerirán de la confluencia de buena parte de la iniciativa privada para conquistar obras de tal envergadura. Estoy convencido de que si las fuerzas económicas que operan sobre el fundamento de la libertad individual son éticamente dirigidas hacia los fines del desarrollo sostenible, estas son capaces de revertir la decadente tendencia de la que estamos siendo testigos. La vertiginosa dinámica de la

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era del conocimiento rebasó a los Estados constitucionales y los obliga a convertirse ya no en ejecutores desde sus burocracias directas, sino en rectores de políticas públicas.

Desde el punto de vista de la administración y ejecución de obra pública, institutos novedosos como por ejemplo el de la concesión, van permitiendo enfrentar desafíos con los que se topan los Estados nacionales, ante la manifiesta imposibilidad de que estos puedan resolver dichos retos por sí solos. De ahí además la importancia de que este tipo de institutos, como el de la concesión, sean ejecutados sobre la base de altos principios éticos y de transparencia, y en el que la prensa habrá de ser siempre atalaya, pues los medios y los estrados judiciales de nuestros países han sido escenario de constantes escándalos sustentados por la corrupción existente alrededor de las intrincadas redes tejidas en derredor de los grupos de interés asociados a las contrataciones con el Estado, y el poder económico e influencia generada por ellos.

¿Cómo insertarnos en el primer mundo? Lo que le falta a la política costarricense es visión de grandeza. Si Costa Rica se decide a implementar con determinación la monumental empresa de un corredor ferroviario transcontinental de contenedores, habremos logrado insertarnos a la economía del mundo desarrollado. De paso contribuiríamos a desactivar la amenaza ambiental que representa el canal interoceánico nicaragüense. Todas las condiciones para implementar un proyecto de tal envergadura están dadas. Veamos. Existe una necesidad en el mundo desarrollado: pese a la ampliación del canal de Panamá, no es posible que los barcos de gran calado, como los de tipo Maersk Clase E, puedan cruzar el continente en su parte meridional y angosta, y trasladar sus mercaderías entre los océanos Pacífico y Atlántico. Así las cosas, el centro de nuestro continente necesita un corredor ferroviario transcontinental de contenedores. ¿En qué consistiría tal corredor? En un canal ferroviario que una dos “hub” o centros de transporte y distribución de contenedores. En este tipo de centros se clasifica y almacena la carga de los grandes barcos, para enviarla de un océano a otro del continente americano por vía férrea, y de allí, a distintas regiones. De esta forma, los barcos de enorme calado que no pueden cruzar el canal de Panamá, y que son cada día más usuales en el transporte de mercancías, arribarían y a la vez zarparían desde los dos megapuertos. Uno en la zona pacífica y el otro en la atlántica. Al arribar los enormes buques a dichos puertos, allí la carga despachada se distribuiría y transportaría por vía ferroviaria hacia el otro océano.

De lograrse, se superaría el servicio que ofrece el Canal de Panamá, pues recordemos que dicho canal se limita a trasladar los buques de un océano a otro, mientras que nuestro corredor interoceánico no se limitaría únicamente a esa posibilidad, pues un corredor antecedido por dos megapuertos, permitiría además la clasificación y

 

 

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almacenamiento para una distribución interregional de la mercancía. Recordemos que tal corredor transcontinental ofrece la solución de una necesidad cada día más urgente de la economía mundial, como lo es la existencia de grandes puertos en la cintura del continente, que no solo permitan el simple paso entre un océano y otro de la mercadería, sino además la redistribución y transporte a alta velocidad de los contenedores que arriban en los buques. Este tipo de infraestructura no es novedosa ni riesgosa. Desde años atrás, en las costas de California y del Este de los Estados Unidos existen grandes puertos estadounidenses en donde se clasifica y almacena temporalmente la carga, según su lugar de destino y tipo de mercadería, para transportarla por medio de una red terrestre a la otra costa norteamericana. El problema es que, en los Estados Unidos, el recorrido terrestre de una costa a la otra aparte de muy extenso, es además complejo y por ello poco práctico, amén de estar en la zona septentrional del continente, lo que lo hace aún menos práctico para las mercancías que deben ser distribuidas en regiones más meridionales. Esta razón asegura que Costa Rica conquistaría una enorme cantidad del mercado de transporte naval de gran calado que actualmente descarga y distribuye su mercadería en los diversos puertos de América, y que debe ser trasladado de un océano a otro. Además, la viabilidad del proyecto en Costa Rica es ideal. Entre los posibles megapuertos, en zonas cercanas a Cuajiniquil en el Pacífico y Parismina en el Atlántico, existe una extensa llanura que cruza el país y que permitiría la construcción de un corredor ferroviario, de alta velocidad y bajo consumo energético, pues no hay cordilleras que esquivar. Así las cosas, el norte de Costa Rica, actualmente azotado por el bandolerismo, sería la región turbina de nuestro desarrollo. A diferencia de la locura del canal nicaragüense, la ventaja natural del norte de nuestro país permitiría que el proyecto tenga un costo mucho menor que el que tiene la ecológicamente riesgosa iniciativa nicaragüense. He tenido conversaciones extensas y comunes anhelos con el colega Federico Martén, buen amigo y conocedor del tema. Federico es hombre culto, hijo de Don Alberto Martén, prócer de la Segunda República. A lo largo de los años se ha convertido en un investigador consumado del asunto y está convencido -con datos y estadísticas serias-, de que con un presupuesto cercano a los seis mil millones de dólares, un proyecto de este tipo es posible. No es una cifra inalcanzable si nuestro gobierno invitara a las empresas del mundo desarrollado a invertir en ello. De hecho, la idea original fue planteada hace más de veinte años a nuestro gobierno por un grupo de inversionistas estadounidenses.

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Además, hay otro beneficio colateral que traerá el corredor ferroviario transcontinental de contenedores: la posibilidad de desestimular el canal interoceánico nicaragüense, y con ello, proteger el ecosistema de la región. De todos es sabido que, con tal de hacerse de los servicios de un canal interoceánico de mercancías, el presidente Ortega está dispuesto a involucrarnos en una catástrofe ecológica. Entre otros, poner en riesgo una de las reservas de agua dulce más importantes de América, como lo es el lago Cocibolca y sus afluentes. Diversas organizaciones han denunciado ya el peligro que representa para el ecosistema, la excavación de 278 kilómetros de tierra, lago, humedales y ríos, incluidas siete áreas protegidas.

Lo único que frena la consolidación de este proyecto es la duda respecto de su viabilidad económica. Esto por el exagerado costo y por el hecho de que la ampliación del Canal de Panamá les impone a los nicaragüenses una dura competencia. El inicio de nuestro canal seco terminaría de desestimular ese absurdo delirio. Lanzo este formidable “guante” a las autoridades del gobierno. En especial al señor presidente de la República. Un objetivo nacional de este tipo, que insertaría nuestra economía a las necesidades del mercado mundial, amerita la designación de algún zar responsable que asuma la ejecución del tema con verdadero respaldo presidencial. Este es el verdadero plan fiscal que Costa Rica necesita. Más que imponer tributos nuevos y desestimular aún más la economía, lo que requerimos es conquistar grandes objetivos nacionales para dinamizarla. Por ello insisto en lo que anoté al iniciar este escrito: ¿qué es lo que nuestra política más requiere, sino atreverse a soñar en grande?

Esbozos de un nuevo estado a la luz de la historia A la luz de una interpretación histórica, podemos comprender las características que debe poseer nuestro próximo Estado. Cuatro etapas de nuestra evolución social pueden identificarse por a) la economía y el modelo de estado que la caracterizó, b) su polo de influencia mundial, c) los agentes de liderazgo emergentes, d) los mecanismos de poder que delinearon la sociocultura de cada período y finalmente e) por sus referentes, esto es, los sucesos que a manera de límites simbólicos, insinúan donde ella muere sugiriendo la siguiente. El primer período, que podríamos llamar “prehistoria” republicana, inició con la confluencia de nuestro origen. Entre otros, el proceso colonizador y la independencia. Se caracterizó por una economía basada en agricultura familiar de pequeña propiedad rural y un Estado localista sustentado en los ayuntamientos. El liderazgo social fue ejercido por estamentos eclesiales y de poder militar colonial, y el centro de influencia fue unipolar, Europa. Finaliza con los hechos de la década de 1840 propulsores del Estado centralista, y que incubaron la autocracia propia del segundo período. El más importante de ellos, la fundación de la República.

 

 

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Dicha segunda etapa la caracterizó un incipiente mercantilismo agroexportador en alternancia con rasgos supervivientes de la anterior economía de subsistencia, tendencia a la proletarización agrícola y a la concentración de la tierra. El Estado fue de autocracia militar con tímida vocación constitucional, pues fueron constantes los cuartelazos; el centro de influencia mundial fue bipolar: Europa-Estados Unidos; y el agente social emergente, la clase agroexportadora, y el mecanismo de control fundamental, el ejército. Aquel contexto fue enterrado por los acontecimientos del decenio 1940, haciendo surgir una tercera etapa: la del Estado interventor social de derecho. Nace con los procesos de cambio promotores de las garantías sociales y la Constitución del 49. La caracterizó un mercado protegido, una economía estatalmente intervenida, agroexportadora y con pretensiones industrializadoras, que ensayó lo que se denominó el modelo de sustitución de importaciones. El Estado, en apogeo del constitucionalismo presidencial, conservó el diseño centralista experimentado desde el carrillismo. El centro de poder mundial permaneció bajo otra bipolaridad, la de la guerra fría. El agente social emergente fue el estamento profesional que, desde la función pública, dirigió el Estado interventor, incluyendo el monopolio público financiero y de energía. Tanto así que, a la par del agroexportador tradicional, surgió un fuerte sector industrial y agroindustrial al amparo del crédito controlado por dicho monopolio financiero. El poder público y sus fuentes paralelas fueron una vía usual de ascenso social, lo que inyectó prestigio a sus funcionarios. Ese contexto iniciado con los hechos de la década de 1940, sufrió sus estertores con el colapso monetario de los albores de la década de 1980, que derrumbó nuestros índices económicos, la etapa actual y sus desafíos. Dolor de parto que en nuestra versión doméstica hizo nacer, con sus amenazas y posibilidades, la actual cultura, la del conocimiento. Esta es una masificación absoluta de la comunicación e interrelación global que vaticinó Ortega y Gasset en su Rebelión de las masas; es un desafío de competitividad global que nos obliga, no a inhibir el crecimiento, como algunos se han atrevido a insinuar, sino a ligar la protección ambiental y el desarrollo agrícola e industrial, a la alta tecnología. Y como país, nos urge a irrumpir con excelencia en la economía de los servicios, especialmente informáticos, turísticos, tecnológicos, inmobiliarios y financieros. Sin que parezca conveniente impedir la apertura de nuevos actores en la economía, como ya sucedió al implementar la banca mixta. Más que sustentado en burocracia centralizada, el Estado debe convertirse en un poder público regulador de carácter descentralizado y concesionario, fundamentalmente sustentado en mecanismos de participación y poder ciudadano. Mientras el gran mecanismo de influencia que hoy moldea la sociocultura nacional son los medios de comunicación, incluida, cada día con más fuerza, la vía digital, el liderazgo emergente

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hoy es básicamente empresarial, asociado al mercado global de alto valor en conocimiento. De ahí la importancia de la educación para garantizar distribución de riqueza. Finalmente, al ser ahora el centro de influencia mundial multipolar, un fenómeno ocurrido en alguna área, en apariencia ajena a la realidad de una nación, incide en ella, sin que exista superpotencia autosuficiente capaz de evitarlo. Por eso, aún Estados Unidos ha debido buscar asociaciones comerciales, como lo hicieron antes los países europeos. Igual Centroamérica debe seguirlo intentando con Europa.

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doscientas   palabras,   a   espacio   sencillo.     Además,   se   deberá     incluir   una  lista  de  no  más  de  diez  palabras  clave  en  español  e  inglés  (“keywords”).  

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