Número 4 - VuelaPluma

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P uma Ejemplar gratuito Número 4 — Febrero. 2015 Terror, Fantasía, Ciencia ficción, Romance, Poesía... ¡Y todas las fotografías e ilustraciones que nos habéis enviado! @RevVuelaPluma www.revistavuelapluma.com

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Número 4 de la revista literaria VuelaPluma. Febrero de 2015.

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Terror, Fantasía,

Ciencia ficción, Romance, Poesía...

¡Y todas las fotografías e ilustraciones que nos habéis enviado!

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¿Escribes?¿Dibujas?

¿Te gusta el arte. la fotografía, el diseño...?

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Revista Vuelapluma

Número 4. Revista bimensual.Febrero 2014

Quienes somos

Dirección: Noe C. Castillo (@NoeCC)

Colaboración: Tanis Barca (@Tanis_Barca) Adri “Stelios” Moreno (@AdriStelios)

Miriam C. Castillo (@MiriCC_21)

Corrección: Tanis Barca

Maquetación: Noe C. Castillo

Páginas colaboradoras: La Era de las Mariposashttp://mipropiahistoria92.blogspot.com.es/

Fotografía de la portada: Miriam C. Castillo y Noe C.C

Los principios de VuelaPluma

Este es un ejemplar gratuito, realizado con fines culturales y divulgativos. Queda prohibida su venta o comercialización, o difusión que pueda tener fines comerciales.

Revista VuelaPluma pretende publicar los trabajos escritos, plásticos o fotográficos de artistas tanto prin-cipiantes como experimentados, sin dejar fuera ningún estilo ni género.

En esta revista no se publicarán trabajos con dere-chos de autor registrados, derivados de otras obras ya comercializadas. Es decir, no se publicará ni fanart ni fanfiction.

Todos los trabajos publicados en cualquier número de VuelaPluma pertenecen a sus respectivos autores, cuyos nombres o alias aparecerán junto a él.

Dichos autores no nos ceden sus derechos de autor en ningún momento, si no que nos otorgan el derecho a publicar la obra de forma íntegra y gratuita, en uno o varios números de la revista.

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Introducción

La Silla del Director

La Taza del Café

Más tarde de lo esperado pero… ¡Aquí tenemos el Número 4! A pesar de tener que retrasar un poco la publicación aquí seguimos como siempre, con las mismas ganas y el mismo esfuerzo para que todos vosotros podáis leer y disfrutar de otro número más. La verdad es que, desde la última publicación he-mos notado un aumento de seguidores en nuestras redes sociales, por esto os quería dar las gracias sobre todo por seguir confiando en nosotros, y gracias también a esos colaboradores nuevos, que en este nuevo número son bastantes y que depositan la confianza en nosotros.

Espero que disfrutéis del Número 4 igual que nosotras disfrutamos cuando nos mandáis vuestras colaboraciones o nos llega un mensaje de alguno de vosotros diciendo que contemos con él o que ha mandado su proyecto.

¡Nos vemos por las redes sociales! Miriam C. C.

#LaWeb

Bueno, bueno, este número se ha hecho de rogar.

En todos los anteriores hemos terminado retrasando un poco la fecha de salida para que aque-llos rezagados que nos pedían un poco más de tiempo, tuvieran la oportunidad de colaborar; sin embargo esta vez se ha alargado un mes el plazo debido a exáme-nes y contratiempos varios.

Pero al fin, ¡aquí estamos!Otro número lleno de relatos,

capítulos y arte gráfico que nos habéis mandado para que poda-mos compartirlo.

Cada vez va siendo más difícil encontrar el momento para lle-var la revista, poder maquetar con el tiempo y la calidad que de-searía. A partir de abril además termino el curso y empiezan mis prácticas, espero poder seguir al pie del cañón. Seguro que sí, todos los que colaboráis con no-sotros nos enviáis relatos mucho

más interesantes y revisados de lo que habíamos podido esperar en un principio y los trabajos de corrección son mínimos, así que es algo de trabajo que nos qui-táis, ¡gracias!

Me hace ilusión pensar que seguimos consiguiendo sacar la revista adelante y que la gente se va animando a colaborar, y sobre todo que pronto haremos un año. Habrá que pensar algo para celebrarlo.

En fin, espero que disfrutéis de este número, al fin y al cabo, vo-sotros lo hacéis posible.

Noe C. Castillo

«Los jefes con valor son temidos y amados al mismo tiempo».

Y sin nuestra querida directo-ra, no estaríamos aquí un número más, con más historias que contar, más fotografías que enseñar y más talento al que alentar. Sé que siem-pre digo lo mismo en la sección de la Taza, pero qué menos que daros las gracias por participar en la revista de nuevo y ayudarnos a mantener-la a flote. Somos pocos, nos cuesta mucho y apenas recibimos feedback, pero lo que tenemos es suficiente y es gracias a vosotros, colaboradores y lectores anónimos. Siento ser tan escueta esta vez, supongo que no quiero babosear mucho la página.

No me olvido de ti, atractivo es-critor de relatos de terror, tus obras no me dejan dormir por la noche. Sueño con horrorosos reflejos en el espejo, maniquíes vivientes y tumbas en los que uno no está tan muerto.

Espero que estés satisfecho y que tu próximo relato me asuste tanto como los demás.

Tanis Barca

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¿Has leído los números anteriores?

Léelos o descárgatelos todos en:www.revistavuelapluma.com

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Romance

La fuerza del viento contra la ventana le despertó. ¿Lo habría soñado? Probablemente sí, aunque parecía tan real…

En el sueño, la chica lo miraba desde lejos con una tímida sonrisa. Cuando intentó acercarse, ella desapa-reció y a él le embargó la incertidumbre de no volver a verla. No la conocía y no sabía quién era. Tal vez un producto de su imaginación. Como sólo era un sueño, se olvidó y a ella le inundó una inmensa tristeza.

Tras dudar un poco, la chica decidió actuar. Decidió salir de sus sueños y gritarle que existía, que no se olvi-dase de ella. Pero cuando entras en un lugar desconoci-do corres el peligro de perderte.

La chica vagó durante meses por una desconocida ciudad hasta que lo encontró. Cuando lo hizo se dirigió a él con una tímida sonrisa, sabiendo que nunca volve-rían a separarse. El chico le ignoró, parecía no verla. Ella le llamó, pero no podía oírla. Intentó agarrarlo, pero sus dedos atravesaron su chaqueta. Desesperada por ver su viaje inútil comenzó a sollozar. No debió venir, al menos antes, podían verse en sueños. Ahora estaba perdida.

El chico levantó la mirada y se fijó en ella, en la otra ella, pues detrás se encontraba una chica muy parecida a sí misma, incluso iguales se dijo. La diferencia era, pensó apenada, que ella estaba en la dimensión adecuada. Tras mirarla con recelo se percató de que a su lado había un chico que la contemplaba con los ojos que saben que nunca la podrán alcanzar. Cuando el chico reparó en que alguien le observaba, alzó la vista, y la miró con los mismos ojos por los que ella lloraba.

Los sueños también existen

Puedes leer más relatos de Pablo en su blog:http://cuentosdelviernes.blogspot.com.es/

PABLO FRAYLE

Escritor Sin Pluma

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Romance

TANIS BARCA

1945

Ryan Bell entró en Berlín a pie, rodeado de otros tantos soldados estadounidenses compatrio-tas, canadienses y algún que otro francés o bri-

tánico perdido. Delante y detrás, los carros de combate avanzaban a paso de tortuga entre los escombros y los regimientos dispersos y entremezclados del ejército alia-do. Por todas partes se observaban uniformes, insignias y armas al hombro. Y soviéticos. Ryan se tragó un gru-ñido al ver a los cachorritos rusos tan panchos, campan-tes y felices por la ciudad. Por lo que sabía, el ejército rojo llevaba días allí, saqueando, violando, destrozando a placer en una vorágine de venganza y odio que no pa-recía que fuera a terminar todavía.

Sin embargo, el rechazo que le causaba que se reba-jaran al nivel de los nazis se diluyó un poco en cuanto los rusos empezaron a recibirles como si fueran ángeles caídos del Cielo. En un alarde de alegría inflamada por el fin de la guerra en Europa, los soviéticos abrazaron a todo yanqui que encontraron en su camino, ofrecieron vodka y tabaco, y cantaron alabanzas por la victoria, la paz y la caída de los alemanes. Ryan no pudo evitar sonreír un poco, conmovido.

Entonces le vio.Apoyado contra uno de sus tanques, Vlad Sokolov

sostenía un cigarrillo casi terminado mientras habla-ba con un soldado sin galones. Incluso a esa distancia, Ryan pudo notar lo magullado y cansado que estaba y, sin darse cuenta, contuvo la respiración, caminando más despacio hacia ellos. Antes de que consiguiera acercarse del todo al carro de combate, Vlad giró la cabeza y lo divisó entre la muchedumbre. Esbozó una sonrisa, una muy pequeña y tenue, tan resplandeciente que ilumina-ba las nubes que cubrían el cielo. A Ryan se le congeló

el aliento en la boca. A pesar de las ojeras, de las con-tusiones y el tono macilento de su piel, Vlad parecía un niño a punto de abrir sus regalos de Navidad y quizá eso hizo que su corazón saltara un poco más deprisa en el pecho. Ryan apretó el paso haciendo a un lado a los soldados que se cruzaban en su camino. Vlad tiró el pitillo al suelo, acortó la distancia que les separaba y lo abrazó con fuerza. No llevaba guantes y cuando le acarició el pelo, Ryan sintió el tacto helado de sus dedos. Su abrigo era como un mullido montón de nieve, frío y compacto, pero aún así le resultó agradable poder apoyar la barbilla en su hombro. Aspiró el olor amargo, cálido y familiar del tabaco, sintiéndose como si hubiera vuelto a casa.

Pensar eso le hizo sonreír para sí.¿Cuantos años hacía que no se veían, cuantos?

¿Cuanto tiempo había pasado desde que se despidieran en aquel aeropuerto, antes de que aquel avión se llevara al ruso de Estados Unidos a una muerte casi segura en la antigua Madre Patria? Eones. Ya no eran chicos de bien, estudiantes de universidad. Ahora Ryan era capitán, Vlad teniente... Y las cosas habían cambiado mucho.

Se abrazaron en silencio durante más tiempo del que se podría considerar adecuado para dos camaradas que se reencontraban en el frente de una guerra, pero no les importó. Vlad lo estrechó un poco de más, antes de soltarlo. Su gesto continuaba siendo suave, demasiado dulce para alguien que había entrado al asalto a Berlín hacía pocos días.

—Sigo siendo más alto que tú.La broma hizo reír a Ryan. Desde que se conocieron

en Stanford, siempre había sido tema de reencuentro en-tre ellos, porque Vlad era una cabeza más alto que Ryan.

—Al menos yo sigo siendo más guapo. ¿Te has visto? He visto abrigos con más carne que tú. Estás en los pu-tos huesos.

Vlad amplió su sonrisa.—El oso acaba de salir de su hibernación con la pri-

mavera, puedes invitarle a comer.Ryan bufó con una mezcla de irritación y regocijo. No

dijo que no. Después de todo él también tenía hambre. Y le había echado terriblemente de menos.

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* * *

No había mucho entre lo que elegir. La ciudad se en-contraba inmersa en el caos y era difícil, incluso para ellos, el agenciarse algo medianamente decente que co-mer en esos momentos. Sin embargo Ryan se las arregló para conseguir unas cuantas salchichas y huevos a cam-bio de chocolatinas de manos de oficiales canadienses.

Se instalaron en un pequeño edificio que antaño debía de haber sido un hostal y que ahora estaba habilitado como cuartel militar provisional. Sin prisas acomodaron junto a la única ventana de la habitación una mesa un poco desvencijada y un par de sillas en la planta baja y se dedicaron a observar las idas y las venidas de los soldados soviéticos que pasaban cerca. Los dos llevaban sin comer caliente en varios días, así que no hablaron mucho durante el improvisado almuerzo, concentrados en engullir.

Al terminar, Vlad le ofreció el primer trago de una botella de vodka sin empezar, de la cual Ryan no se mo-lestó en preguntar procedencia. Los recursos de los so-viéticos eran muy limitados y no le habría sorprendido saber que la había... confiscado.

El alcohol le bajó caliente por la garganta como un chorro de oro líquido. Tosió a medias. También había echado de menos el poder beber algo como eso.

—Así que —comentó el estadounidense—, aquí esta-mos...

—Ryan...Vlad contempló la expresión tensa del hombre, que

apenas se relajó cuando pronunció su nombre de pila. Ryan mantuvo la vista fija en el exterior, absorto en sus pensamientos. Echó un trago pequeñito y exhaló un sus-piro seco y cansado. Vlad le observó, también en silen-cio durante un rato, hasta que decidió desviar la mirada hacia la calle. Dejó que su amigo se terminara lo que quedaba de alcohol.

—Oye, Vlad.—¿Qué?—¿Tienes idea de lo que pasará después de esto?Ryan le miró serio, demasiado para que se le hubiera

ocurrido justo en ese momento. La pregunta hizo que Vlad girase la cabeza, despacio, y le observase con idén-tica reserva.

—¿A qué te refieres con «esto»?

—Ya sabes: la guerra, los nazis. —Ryan chasqueó la lengua, con desprecio, al vocalizar esa última palabra.

Vlad apretó los labios en una línea fina. Podía mentir y decir que no, que no lo sabía y que no se atrevía a con-jeturar. Esa sería la opción fácil, la salida más sencilla para conservar la delicada amistad personal que mante-nían desde los años de universidad. O podía decir la ver-dad y destruir la relación que, en la práctica, ya no iban a poder mantener. Decirle que el vacío que iban a dejar los nazis serviría para que la Unión Soviética controlara el este de Europa y poco a poco extender sus ideas de un mundo sin desigualdad de clases. Y que eso chocaría aún con más fuerza contra el sistema capitalista. Que ese va-cío lo ocuparían los soviéticos, como enemigos número uno de Occidente.

De Estados Unidos.Que él no iba a volver a ese país...—Alguien tiene que formarse como la nueva super-

potencia —afirmó, de forma pausada y lenta. Inglaterra seguía considerándose un Imperio, pero la realidad era bastante diferente. Dos nuevos titanes habían escalado el pedestal y estaban a punto de hacer caer al Reino Uni-do—. Así que...

La cuestión en el aire alimentó un silencio denso y pesado, asfixiante. No hacía falta terminar frase alguna, las cosas estaban claras. No había lugar —nunca lo ha-bía— para dos países en la cima del Mundo.

Estados Unidos o Rusia. Rusia o Estados Unidos. Uno u otro. No los dos, nunca los dos.

Ryan se levantó y dejó la botella vacía entre ellos. El vidrio resonó contra la madera y el silenció sofocante se rompió como si hubiera sido el cristal el que se resque-brajara.

—Bueno, será mejor que me vaya, mis superiores de-ben de estar subiéndose por las paredes.

—Dale recuerdos de mi parte a tu general Patton.—Eso será si le veo, ¿no?Ryan esbozó una pequeña sonrisa mientras se dirigía

a la puerta, tomaba la manija y la giraba. Sin embargo la sonrisa vaciló y en vez de abrir apoyó la frente en la madera, soltando un suspiro resignado que a medio ca-mino se convirtió en gemido de angustia. Vlad se levantó también, siguió sus pasos y se detuvo a su espalda. Una expresión triste se dibujó al mismo tiempo que colocaba suavemente una mano en el hombro del hombre.

—Ryan.Sonó tenue, tierno, dulce. Formas que no debería usar

con él, que no serían justar de usar. Se dejó llevar por el recuerdo y el último retazo de mala costumbre que le

Romance

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quedaba. Apretó un poco los dedos, con cariño mal disi-mulado, notando los huesos bajo la ropa, el músculo, el calor olvidado de aquel campo de girasoles...

Ryan gimoteó con un hilo de voz y se despegó de la puerta.

—Estoy bien.Mentía. Vlad entornó los ojos, afligido, y apretó sua-

vemente los dedos en un gesto de apoyo. Imágenes del pasado se agolparon de repente frente a sus ojos y sacu-dió la cabeza, soltándolo.

—Estarás bien —corroboró el ruso en voz baja.Hacía muchos años que ya no podía permitirse pensar

que podía estar con él. Ni siquiera cuando eran jóvenes y estaban a salvo de la guerra y todos esos ideales. Sabía que, a partir de ahora, él iba a ser su «enemigo». Y le do-lía reconocer que le molestaba a pesar de las decisiones que había tomado.

Ryan asintió despacio y abrió la puerta. El vestíbulo estaba iluminado por el haz de luz que entraba de la ca-lle a través de los portones rotos. La penumbra dibujaba formas extrañas en el suelo y las paredes, fantasmas de los antiguos dueños del edificio. Los soldados entraban y salían sin prestarles atención. Ellos permanecieron en el quicio de las grandes puertas de salida mientras con-templaban el movimiento de las tropas de ocupación. Escombros salpicaban ambos lados de la calle todavía, entre los cuales circulaban algunos civiles, más preocu-

pados porque los soviéticos se fijasen en ellos que de los cascotes amontonados en la vía.

Ryan empezó a bajar las pequeñas escaleras del hos-tal, que conectaban con la acera. Al pisar el último pel-daño se volvió hacia Vlad, metiendo las manos en los bolsillos de la chaqueta.

—Estaba pensando... —Vaciló durante un segundo sin saber cómo continuar. Vlad alzó un poco las cejas, expectante—. Estaba pensando que podríamos vernos hasta que... Bueno, hasta que nos vayamos de Alemania.

Vlad sintió el cosquilleo y el calorcito de siempre tre-pándole por la garganta.

—Estoy de acuerdo. —asintió.—¡Bien!Ryan sonrió ampliamente, e hizo un gesto de despe-

dida militar —demasiado personalizado y, todo había que decirlo, sexy— antes de darse la vuelta y dirigirse hacia el final de la calle. Vlad bajó las escaleras también, aunque ahí se quedó, al pie...

… Observando los pasos que cada vez más alejaban a su amor de él.

Romance

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Ilustración

Licántropo

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Andrea “Rengadre” Obregón.

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Ilustración

En este número hemos tenido la colaboración de dos ilustradores, Rengadre y

(en la página siguiente) Demiurgo17

¿Qué os parecen sus trabajos?

Licántropo

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Dragón

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Dragón

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Demiurgo17

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Romance

Capítulo 1Los papeles encima del escritorio empezaban a amonto-

narse desordenadamente. Era el 2005, y por aquella época no era más que un joven con muchas y muy altas ambiciones, como primer secretario al mando de la empresa The Seam SL tenía claros mis objetivos: continuar con el imperio que estaba naciendo del esfuerzo de mis padres y cumplir sus expectativas para un día ocupar el puesto de director de fi-nanzas, tal y como mi progenitor lo estaba haciendo en esos momentos.

Primogénito de una familia de bien, la vida no me fue muy complicada. Nací en un lluvioso invierno de 1979, en Madrid. Mi madre tuvo la fabulosa idea de llamarme como a mi abue-lo, Rafael, al cual no llegué a conocer, y me pesa decir que desde el momento de mi nacimiento mis decisiones estuvieron ligadas a las de mis padres: la chica que me convenía o no, los estudios que debía elegir, y el lugar que debía de representar en la empresa y la familia. Por un lado fue más fácil ya que de ésta forma no podía decepcionarles, amoldándome a ese patrón creía encontrar la clave del éxito convenciéndome de que ellos deseaban lo mejor para mí.

Tantas veces me comparé a Lucas, mi hermano menor, que no podría contarlas. Pero a pesar de compararme tantas veces con él no podía encontrar punto de similitud. Un año tan sólo de edad nos diferenciaba y bastaba para ser tan distintos, el hijo rebelde en tantas ocasiones para mis padres. Lucas había esquivado con éxito todos los intentos de mis padres de se-guir con el negocio familiar y en lugar de ello estudió historia porque era lo que verdaderamente le apasionaba. “Tú quédate entre corbatas y papeles” me solía decir, “mi mundo está en los libros de historia, y los únicos números que puedo manejar correctamente en mi cabeza son los de las fechas históricas”.

Así que estudié para ser el hombre de negocios que debía ser y me centré en formarme. Como primogénito era mi res-ponsabilidad, y desde luego que si no lo hacía yo Lucas no iba a hacerlo por mí.

El teléfono sonó encima de la mesa y descolgué el auricular de manera automática para contestar.

—Rafael Fernández —contesté más brusco de lo que debía.—¿Todavía estás en la oficina, Rafa? —mi madre sonó es-

candalizada—. Son casi las doce, deberías plantearte trasladar la oficina a casa, no puedes seguir así.

—Querrás decir a mí apartamento. Te recuerdo que no es muy grande, allí me comen los papeles —una ojeada rápida por el escritorio me hizo comprobar que allí también me iban a comer los papeles—, ¿cómo está papá?

El suspiro resignado de mi madre era toda la respuesta que necesitaba, pero aún así ella prosiguió.

—Pues no sé qué decirte, él dice que está bien y que quiere volver al trabajo pero yo no lo veo bien… no quiero que nos dé otro susto y el médico ya le dijo que debía descansar, pero no es capaz de quedarse quieto y dejar que nos ocupemos del trabajo tú y yo. Éste hombre…

—Tranquila, ¿vale?—¿Cómo voy a estar tranquila? Fue un infarto, Rafa, es

una cosa muy seria. Y justo ahora que estamos hasta arriba… hacía tanto que tu padre quería que esto funcionara, y ahora que todo marcha sobre ruedas y vamos a abrir la nueva fábrica se nos viene todo en contra.

En efecto Rosa y Alejandro llevaban toda la vida haciendo florecer poco a poco la semilla de su esfuerzo, empezando en un modesto taller de costura y evolucionando a unos gran-des almacenes. Poco a poco habían comprado nuevas naves, una de ellas en el último año, donde pensaban instalar nuevos talleres de costura para atender más pedidos y abrir nuevas posibilidades.

—Descansad, mamá, y no te preocupes que yo ya estoy re-cogiendo y me voy. Mañana es la entrevista.

—Suerte, hijo. Seguro que les gusta todo lo que les tengas que decir.

—Gracias, mamá, un beso.Al día siguiente se suponía que mi padre estaba citado con

una revista de moda no muy conocida a nuestro pesar, pero a causa de su convalecencia me tocaba a mí lidiar con ello. Él pensaba dar detalles de la nueva colección de ropa y hacernos un hueco para luchar contra la competencia. Por supuesto que preferíamos contestar a las preguntas de una revista de mayor magnitud, pero sería de estúpidos no aprovechar la oportuni-dad que se nos presentaba.

Colgué el teléfono y me levanté de la silla con la espalda adolorida, por lo que estiré los brazos y la hice crujir. Pron-to iba a necesitar un masaje o algo para calmar esos dolores. Amontoné en un rincón del escritorio los papeles sin importar-me mezclar la documentación, ya tendría tiempo de revisarla a otro día, y di por concluida mi tarea.

Cogí el abrigo del perchero y salí de la oficina cerrándola con llave, fuera ya no quedaba más que la limpiadora que ta-rareaba para amenizar su tarea.

El hijo predilecto

LADY TURBALINA

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Romance—Buenas noches —le dije al pasar por su lado.No se molestó en contestarme, nunca me había parecido

simpática pero tampoco veía un motivo para enemistarme con ella así que simplemente lo dejaba pasar.

Atravesé los pasillos desiertos deseando entregarme al sue-ño al llegar a casa y salí al exterior dejando que el frío me golpeara en el rostro.

—¡Joder…! –dije para mí mismo—-. Menos mal que he dejado el coche cerca.

Efectivamente, el Ford blanco estaba en la misma calle. Sa-qué las llaves del coche del bolsillo del abrigo y pulsé el bo-tón para abrirlo cuando estaba prácticamente a su altura. Fue un alivio entrar dentro del mismo, porque aunque hacía frío, evidentemente se estaba mejor que en el exterior. Arranqué el coche y puse la calefacción para combatir el frío de ese mes de enero, y acompañé mi vuelta a casa con el sonido de la radio.

Después de quince minutos conduciendo, por fin divisé el bloque de apartamentos y me congratulé de conseguir un apar-camiento vacío casi en la puerta del bloque. Salí del coche y lo cerré, comprobándolo después probando a abrir una de las puertas; Era una manía que había adquirido casi al momento de comprar el coche. Una vez seguro de que estaba cerrado, entré en el bloque y subí hasta mi apartamento, el 2B.

El pequeño salón que encontrabas nada más entrar para mí era acogedor, al contrario de lo que opinaban mis padres. Pare-des blancas interrumpidas en una parte por unas cortinas bei-ge un tanto austeras ocultando las ventanas, y por mobiliario se componía de un sofá verde de lo más cómodo en el centro frente a una mesa de madera, un sillón al lado de éste que era a juego, y ambos encarados a la que era la protagonista de la sala: la televisión colocada sobre una mesa baja. Tenía además una lámpara de pie en la esquina del fondo y un jarrón sobre la mesa, ambos viejos regalos, ¿para qué más?

Me quité el abrigo y lo dejé sobre el sofá, donde seguiría hasta que al día siguiente volviera a utilizarlo. Pasé a la coci-na, haciendo chirriar la puerta que siempre lo hacía y la cual siempre me prometía arreglar pero nunca hacía, y calenté en el microondas un vaso de consomé dado que a esas horas ya no me apetecía preparar nada. Me senté en una de las dos únicas sillas que había y descansé mientras bebía y miré el calendario, al día siguiente era sábado y sólo trabajaría por la mañana con lo que por la tarde atendería al entrevistador.

Después, agotado me fui directamente a acostar. Mañana sería otro monótono día de trabajo.

La mañana del sábado transcurrió como debía, ajetreos de última hora y cosas a medio acabar que se quedarían para el lunes, pero eran las dos y decidí que mi jornada laboral había terminado ese día. Recogí y volví para dejar todo a punto para la entrevista, ya le había mandado un e-mail a la revista días antes para indicarles la dirección de mi apartamento y aclarar-les que sería yo quien les atendería. Para mi sorpresa contesta-ron casi en el acto y no habían puesto ninguna objeción.

Al llegar advertí en el teléfono de la cocina que había llamadas perdidas, la luz parpadeaba insistente en el aparato mostrándo-me que alguien estaba esperando mi respuesta. Le di al botón para ver quién había llamado, apareció “Lucas - 2 llamadas”.

—¿Pasará algo? —pregunté para mí mientras marcaba su número para devolverle la llamada.

Después de dos toques de teléfono, descolgó y sonó su jovial voz al otro lado.

—Buenas, Rafa.—Buenas, Lucas. Acabo de llegar de trabajar y he visto tus

llamadas…—Sí, te llamé al móvil pero tampoco contestaste —lo saqué

del bolsillo del pantalón y vi que en efecto ahí había más lla-madas perdidas—. Así que te llamé al apartamento para ver si te pillaba.

—Sabes que trabajo los sábados por la mañana, no podía cogértelo en casa.

—Lo miso estabas allí por la entrevista…Maldije entre dientes, lo había dejado caer muy sutilmente

pero ya caía en la cuenta del motivo de su llamada.—La entrevista es por la tarde, a las siete —le contesté a la

espera de que estallara.—¿Cómo iba a saberlo si a mí nadie me ha dicho nada hasta el

día crítico? —ya había estallado, su tono era duro y con razón—. Supongo que no era importante, ¿verdad? Como yo no partici-po… ¿cómo dice papá? De manera activa en el negocio familiar, no tenéis porqué informarme de la entrevista.

—Perdona, Lucas, hemos estado muy liados y no te he avi-sado pero pensaba decírtelo más tarde.

—¿Cuándo, Rafa? ¿Antes o después de que yo ya la hubiera leído en la revista? Te has olvidado de mí.

Suspiré buscando una excusa donde no las había, así que respondí lo que verdaderamente debía decir.

—Llevas razón, ¿vale? —añadí conciliador—. No volverá a pasar.

Mi hermano debió meditar unos segundos porque no con-testó inmediatamente, luego volví a oír su voz en un tono más sosegado.

—Espero que sea así, Rafa… sé que papá y mamá se toman muy a pecho que yo no esté allí codo con codo pero es lo que hay. No es motivo para ser siempre la oveja negra.

—No eres la oveja negra, Lucas —repliqué.—Pues así es como me siento.No quería ni mucho menos que nuestra relación siguiera

así, pero nos estábamos distanciando cada vez más y lamenta-blemente yo no hacía grandes logros para evitarlo.

—Te mantendré informado, ¿vale? Te llamo luego para con-tarte cómo ha ido la entrevista.

— ¡Que no se te olvide, que tomo nota! —volvía a ser el Lucas risueño que conocía—. Venga, que se dé bien.

—Gracias, hablamos luego.Colgué apesadumbrado ante la certeza de que había obrado

mal, y esa idea me persiguió durante el día. Mientras comía

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me preguntaba qué opinaría Lucas sobre el resto de la familia, principalmente de mí, sospechaba que su opinión no era muy buena. Debía de parecerle un hermano restirado y despegado, hecho que merecía la pena cambiar. Durante la ducha recor-dé cómo habíamos sido de niños, siempre inseparables siendo todo lo contrario a la actualidad; habíamos peleado, como to-dos los hermanos, pero eran riñas tontas que al día siguiente se solventaban.

Y finalmente llegaron los últimos preparativos para la en-trevista. Limpié el salón siendo allí donde pensaba recibir al entrevistador y me vestí cuando quedaba apenas media hora con un traje formal color gris oscuro. Me miré en el espejo del dormitorio y me enorgullecí de presentar una imagen impeca-ble. El hombre que se reflejaba en él parecía profesional, ésa era la imagen que quería dar, me peiné el cabello rubio hacia atrás como último toque y ya estaba listo.

Caminando al salón, donde pensaba esperar la hora, sonó el timbre de la puerta y miré instintivamente a través de la puerta de la cocina el reloj, llegaba con diez minutos de antelación. Para mí eso era bueno, prefería a las personas puntuales.

Me apresuré a abrir la puerta y encontrarme con mi en-trevistador, que para mi sorpresa resultó no corresponderse a la imagen que me había formado. Esperaba a un hombre más bien mayor y trajeado, y por el contrario el moreno que allí estaba no pasaría de la treintena y vestía unos informales vaqueros y una camisa blanca.

—David, encantado. El Sr. Fernández, supongo.Me extendió la mano y se la estreché al tiempo que contestaba.—Mucho gusto. Rafael, si no te importa.—Claro, mucho más cómodo.Le dejé pasar al tiempo que éste echaba un vistazo a su al-

rededor. Parecía bastante confiado a pesar de no haber estado allí nunca, dejó una mochila que llevaba consigo en el suelo al lado del sillón y se dejó caer sobre éste sin siquiera pedirme permiso. “Menuda educación” pensé para mis adentros.

—¿Quieres un café o algo mientras hablamos?—No soy muy de café, ¿tienes una cerveza?—Claro, espera.Me dirigí a la cocina en busca de la bebida, concluyendo

que David era bastante despreocupado a la hora de intentar causar una buena primera impresión; yo desde luego no ha-bría pedido una cerveza mientras trabajaba. De vuelta en el salón lo encontré con una carpeta sobre las rodillas, con varios folios en blanco preparados y bolígrafo en mano, una graba-dora estaba sobre la mesa.

—¿Te importa si aparte de grabarte tomo notas? Grabar las voces es una cosa, pero prefiero hacer anotaciones de otras cuantas.

—¿Cómo de qué?— inquirí dejándole la cerveza en la mesa frente a él.

—Ya sabes, cosas del tipo “y el señor Fernández mira pen-sativo la ventana antes de responder esta pregunta”—debió de entrever que me desconcertó un poco así que aclaró—, cosas que pueden no valer mucho, pero amenizan la lectura de la entrevista.

—Anota lo que quieras, por mí no hay problema.Sonrió mostrando una dentadura perfecta y haciendo que

aparecieran unas diminutas arrugas bajo sus ojos.—Comencemos, pues —se inclinó y pulsó el botón de la

grabadora para que esta comenzara a grabar, al tiempo que yo tomaba asiento en el sofá—, veintidós de enero de dos mil cinco. Estoy reunido con el Sr. Rafael, segundo al mando de The Seam SL. Buenas tardes, Rafael.

—Buenas tardes.Intenté no delatar en mi voz el nerviosismo que en realidad

me invadía.—Háblenos un poco de The Seam SL para que podamos

conocerles un poco mejor, ¿cómo fueron los comienzos?— Bueno, fue el sueño de mis padres desde jóvenes así

que puedes imaginar que los comienzos, aunque duros, fue-ron también provechosos. La empresa se fundó en 1984, pero como comprenderás no era ni de lejos lo que es ahora. Mi padre compró un pequeño taller donde mi madre y unas pocas trabajadoras se dedicaban a coser.

—¿Puedo saber cuántos talleres tienen en España?—Por supuesto, dos talleres aquí en Madrid y otros ocho en

diferentes localidades españolas.—En cuanto al comercio internacional…—aventuró David.—Ahora mismo no está previsto nada al respecto — era

mejor que responder “ahora mismo sería un suicidio lanzarnos al mercado internacional”.

Tras abordar otros tantos temas empresariales durante algo más de una hora, David apagó la grabadora y apuntó algo en el cuaderno.

—¿Algo más que quiera añadir? Alguna anécdota sobre su familia, el negocio o lo que sea.

—Nada más, creo que eso es todo.—¿Pareja?—añadió sin levantar la vista del papel.—No…—la confusión hizo que tardara en reaccionar—.

No veo qué puede tener de relevante mi vida personal para los lectores.

Sus ojos castaños me miraron atrevidos y sonrió.—Para mí sí es relevante, ¿sabes?Me sonrió y parecía que de algún modo lo estaba divirtiendo.

Romance

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El rubor apareció de manera inmediata y me dispuse a de-cirle que estaba siendo muy poco profesional, que se metiera en sus asuntos y que hiciera el favor de marcharse. Pero no lo hice.

Todo pasó muy deprisa y a la vez muy lento para mí. No me di cuenta de cuándo él había dejado el bolígrafo y los apuntes a un lado, ni de cuándo se había inclinado sobre mí para be-sarme, pero lo hizo. Mientras tanto una voz en mi cabeza me gritaba que lo parase y que no era lo correcto, los dos éramos hombres así que debía detenerlo; y otra voz me decía que no escuchara y que me rindiera al momento. Finalmente, la segun-da ganó la batalla y en unos minutos estábamos en la cama.

Al día siguiente vinieron las lamentaciones, y aunque no al inicio, no se hicieron esperar.

Desperté sólo en la penumbra del dormitorio con un dulce recuerdo de los minutos que había pasado allí con David, todo aquello había sido en resumen para mí un tanto raro. Encendí la lámpara de la mesita y comprobé que eran las siete y media de la mañana y que en efecto mi acompañante no había hecho tarde en marcharse. Sentí una punzada de desilusión ante tal hecho.

—¿Qué te esperabas, idiota? Era un rollo, nada más —me recriminé.

Oí el timbre de la puerta y me sobresalté, ¿sería David que había salido a por algo y ahora volvía? ¿El desayuno quizás? La agradable sensación que me había acompañado en el des-pertar ahora se transformaba en dudas, ¿esto debía continuar o no? Era la primera vez que mantenía relaciones con alguien que no era una pareja sentimental, y además un hombre, ¿eso me convertía en homosexual? A lo mejor era que en realidad era bisexual.

Me incorporé deprisa y somnoliento, poniéndome los pan-talones y los zapatos al tiempo que el timbre volvía a sonar insistente.

—¡Vooooy! —grité al tiempo que a grandes zancadas avan-zaba hasta la entrada.

Abrí sin molestarme en preguntar por quién era, y me en-contré de cara con mi padre, el cual me lanzó una mirada elo-cuente. Él, allí plantado perfectamente arreglado con su jersey azul y sus pantalones negros, y yo con un aspecto totalmente desaliñado o incluso peor, podía imaginar todas las cosas que estaba preguntándose por su cara de desconcierto.

Se pasó la mano por el pelo plateado y me volvió a echar una mirada desconcertada de arriba abajo.

—Buenos días, papá —fue la única estupidez que se me ocu-rrió soltar para romper el silencio.

—Rafael, ¿está todo bien? —Me hice a un lado y entró en el apartamento cerrando la puerta tras de sí mientras se expli-caba—. Como anoche no me llamaste para contarme cómo había ido pensé en pasarme por aquí y preguntarte personal-mente, ya sé que es un poco temprano.

Y entonces fue cuando la vi, la puñetera mochila, tirada al lado del sillón tal cual la había dejado el día anterior David, ¿dónde se había metido? El ruido de la puerta de la cocina al chirriar me dio la respuesta y se me heló la sangre. El desenfa-dado periodista apareció en escena en ropa interior y con una cerveza en la mano, al menos se mostró tan boquiabierto como yo y mi padre ante el incómodo encuentro.

—Yo ya me iba —nos aclaró y se escabulló al dormitorio, posiblemente a buscar su ropa.

—¡Tú… vosotros…!Mi padre echaba chispas por los ojos y su rostro estaba rojo

y congestionado. Me dispuse a calmarle, no debía alterarse después del infarto que había sufrido.

—¡Papá, tranquilízate! —la vergüenza hacía que quisiera meter la cabeza bajo tierra y desaparecer, pero no iba a ser posible — No pasa nada…

—¿Que no pasa nada? ¡No pasa nada, dice! —gesticulaba con las manos exageradamente al tiempo que se me acercaba, yo retrocedía instintivamente—. ¡No estoy ciego! ¿O acaso crees que soy idiota?

David nos interrumpió volviendo ya vestido, recogió su mo-chila y salió por la puerta sin despedirse. Me desconcertó su despegada actitud, aunque tampoco era de extrañar, ¿acaso iba a dar la cara por alguien que acababa de conocer? Ahora sí que me arrepentía de no haberlo parado cuando pude.

Mi padre abrió la boca para volver a tomar la palabra, pero lo interrumpí.

—¡Ya vale! —me encaré—. Lo hecho, hecho está, ¡No tienes porqué ponerte así, joder!

El bofetón que me dio me dolió más emocional que físi-camente, contuve las lágrimas de rabia e hice a un lado toda esperanza de poder razonar con él. Estaba terriblemente de-cepcionado conmigo.

—No quiero volver a hablar de esto.Fueron sus últimas palabras antes de coger de nuevo la

puerta y desaparecer.

Romance

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El MonstruoAdrián Moreno Castro

Terror

Hacía horas que la madre de Charlie parecía alterada. Era de noche, y la mujer servía la cena para la familia en la mesa del comedor. Tres platos, aunque solo ha-bía dos personas en aquella pequeña casa de dos pisos. Aunque mamá intentaba aparentar tranquilidad, Charlie sabía que le pasaba algo. Podía ser pequeño, pero siempre había sido particularmente avis-pado para sus cinco años.

Mamá tenía miedo del Monstruo.Tanto él como su madre temían la

visita del Monstruo. Siempre pasaba cuando ella y papá discutían. Gritaban, gesticulaban, e incluso mamá arroja-ba cosas al suelo. Mientras, el pequeño Charlie fingía que no pasaba nada y veía los dibujos en la televisión. Así podían pasar horas hasta que su papá cerraba la puerta del vestíbulo con fuerza y no volvía. Cuando pasaba eso, el Monstruo aparecía por la noche.

Charlie vivía con miedo al Monstruo, un ser que tomaba la apariencia de su padre y llegaba a casa gritando con su voz. Rompía cosas, rugía, y en ocasiones les atacaba. Nada grave, un moratón de recuerdo que levantaba miradas de sos-pecha en el colegio al día siguiente. Por la mañana el Monstruo había desapare-cido, y solo quedaba Jonathan Baker, un hombre arrepentido que hablaba en voz baja, tomaba aspirinas y pedía perdón a todas horas.

Aquella tarde había pasado lo que tantas otras. Charlie no sabía muy bien por qué se gritaban sus padres esa vez. Lo único que había retenido era el grito histérico de su madre “¡Agarro al niño y no vuelves a vernos, maldito psicó-pata!”. No había entendido muy bien aquella frase, pero su padre parecía ha-ber reaccionado a aquello. No le gritó

nada en contestación, sino que se dio la vuelta, salió a la calle y no volvió.

Eso había sido algo nuevo. Charlie pensaba que si su padre no había gritado ni dado un portazo, entonces era posible que el Monstruo no apareciera aquella noche. Cuando se marchó casi parecía tranquilo, relajado. El niño sonrió para sí. Quizá todo cambiara desde aquel día. Podía ser que sus padres ya no discutie-ran tanto, ni se gritaran, ni se arrojaran cosas. Podía ser que el Monstruo no vol-viera nunca. Solo existiría Jonathan, su padre, el hombre amable y cariñoso al que él quería.

Charlie y su madre estaban terminan-do de cenar cuando la criatura trató de abrir la puerta, rabiosa. El pestillo esta-ba echado, y aún con las llaves, el Mons-truo no podía entrar en casa. Sus rugidos en el exterior se dejaron oír como un te-rrible aviso de lo que estaba por venir.

—¡Linda! ¡Abre la maldita puerta!El Monstruo había vuelto. Char-

lie saltó del asiento, sintiendo como su pulso se aceleraba, golpeando su pecho con fuerza. Su madre, al oír los golpes en la puerta y los gritos, se levantó de la silla como si algo la hubiera pellizcado debajo de la mesa. Había palidecido por completo. El niño miró a su madre con una mezcla de miedo y confusión. ¿Por qué estaba allí el Monstruo? ¡Papá no estaba enfadado cuando se marchó!

Los dos se quedaron de pie, como en trance. Hubo un breve momento de si-lencio interrumpido por un nuevo rugi-do del Monstruo.

—¡Linda! ¡Sé que estás ahí! ¡Abre la puerta!

La madre de Charlie por fin reaccionó. Antes de que el pequeño dijera nada, es-

taba en los brazos de la mujer, que corría escaleras arriba. Entraron en el dormi-torio infantil como una exhalación. Una vez allí, Linda abrió el armario y dejó a Charlie dentro.

—No hagas ruido y quédate aquí, ¿vale? Mamá va a hablar con papá y todo se va a arreglar. No salgas de aquí, pase lo que pase.

El chico hizo amago de protestar, pero su madre se llevó un dedo a los labios. Silencio.

Sin añadir más, Linda entornó la puerta del armario y corrió escaleras abajo mientras Charlie se quedaba allí, en aquel oscuro interior, lidiando con el impulso de llevarse el pulgar a la boca. Un nuevo grito del Monstruo acompañó la escena, rugiendo para que abriera la puerta.

Temblando, el pequeño cumplió con las órdenes y se quedó en el armario, guardando silencio. Se sentía asfixiado por la oscuridad, y cada roce en su hom-bro de los abrigos colgados sobre él le sobresaltaba. Oía el ruido de la planta baja amplificado, como si una cruel en-tidad maligna quisiera que fuera bien consciente de lo que estaba pasando. El Monstruo había entrado en casa, y esta-ba gritando a mamá. Apenas entendía frases sueltas, como “No permitiré que te lleves a mi hijo”, y a veces se escucha-ba el sonido del cristal roto. El Monstruo parecía fuera de control, y sus balbuceos y rugidos le ponían el pelo de punta. Charlie cerró los ojos y se abrazó las ro-dillas con fuerza. Casi podía ver a su ma-

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Terror

dre arrojando platos al Monstruo en el salón. Quiso llorar, gritar, pero debía es-tar callado y quieto. Aquella noche todo era distinto. El Monstruo era distinto.

En ese momento su madre gritó y sonó un disparo.

Fue un estampido muy fuerte, segui-do del ruido de algo pesado cayendo al suelo. Charlie se quedó helado, sentado en aquel armario con los ojos abiertos como platos. No reconoció el ruido, aunque le recordaba a las series de la te-levisión que sus padres veían por las no-ches después de acostarle. Uno de tantos sonidos nocturnos que escuchaba antes de poder dormir.

De pronto no había gritos ni cristales rotos. Solo un agobiante silencio en toda la casa, como si algo la hubiera abando-nado para siempre.

En ese momento escuchó el crujir de la escalera. Alguien subía por ella.

El Monstruo.Charlie sintió que se encogía cada vez

más, abrazado a sus rodillas en aquel estrecho armario, esperando a que el Monstruo le encontrara. La oscuridad le agobiaba cada vez más, acompañada de aquel sonido pausado de pasos que se acercaban cada vez más. No hubiera podido moverse aunque hubiera queri-do. Se encontraba casi en shock, miran-do por la rendija del armario hacia la puerta de su dormitorio, esperando a la criatura que se parecía a su padre.

La luz del pasillo se encendió y ahí estaba, un monstruo con forma de hom-

bre. Su silueta se detuvo en el umbral del cuarto del niño, desde donde obser-vó. Charlie sabía que le buscaba, que iba a hacerle daño, más daño que otras veces. Parecía un autómata, una figura sin mente propia. Eso no era su padre, aquel hombre que le subía en sus pier-nas y le sacaba monedas del oído. No, aquello que acechaba la habitación era el Monstruo.

Cuando aquello entró en el cuarto, la luz del pasillo se reflejó en el metal de lo que el Monstruo llevaba en la mano. Una pistola, un arma que su padre te-nía en la mesilla de noche, “sólo para emergencias” le dijeron una vez. “No la toques, porque puede hacerte mucho daño”.

Puede hacer mucho daño. ¿Le habría hecho mucho daño a mamá con eso?

El Monstruo se sentó en la cama de Charlie. Miraba hacia el frente, el pasi-llo, como si estuviera hipnotizado. Sos-tenía el arma con ambas manos. Charlie podía verle de perfil desde el armario. Se sentía como una estatua, casi sin respi-rar, paralizado dentro del mueble espe-rando que el Monstruo no fuera capaz de olerle, de sentir que estaba allí.

La voz de la criatura, que tanto se pa-recía a la de su padre, sonó baja y áspe-ra. Apenas un balbuceo.

—Charlie, campeón, sal.Sabía que estaba allí. Lo sabía. El

Monstruo siempre le encontraba, por mucho que se escondiera. Pero esa vez no había gritado, ni siquiera se había movido. Solo le había pedido que salie-ra. Charlie miró el perfil del Monstruo, confundido. ¿Se había marchado, enton-ces? ¿Era su padre el que le llamaba? El Monstruo nunca hablaba con tranqui-

lidad. Solo sabía gritar, rugir y babear. Quería hacerle daño a él y a su mamá. Pero su papá no, él no era el Monstruo.

¿Debía salir?—Charlie, hijo. Sal de ahí. Ven conmi-

go para que hablemos.El niño iba a salir del armario cuan-

do dudó. Sus padres lo eran todo para él. Eran dioses dentro de aquella casa. Y aunque no supiera expresarlo con pala-bras, percibía cuando estaban contentos o enfadados, sobre todo si era con él. Y algo, puede que aquel instinto primario infantil, gritaba “peligro” dentro de él. Puede que la voz fuera la de su padre, que no gritara enfadado, pero aquella silueta sentada en la cama no emanaba amor o seguridad. Aquello era peligroso.

Era el Monstruo. Pero para cuando su cerebro infantil

comprendió, ya había hecho el amago, y la madera del armario en el que se en-contraba crujió. La criatura alzó la cabe-za y se levantó de la cama. Su expresión era pétrea, reflejaba determinación.

Se acercó al mueble donde se escondía el niño.

—Ven, Charlie. Es hora de irnos.Y el Monstruo abrió el armario.

El texto va acompañado del tema “The Cue from Hell” de la película Scream, dirigida en 1996 por

Wes Craven. El compositor fue Marco Beltrami. Recomiendo el uso de cascos para un mayor efecto.

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Soldados de Acero. Capítulo 4Suzume Mizuno

El búnker

Vía de Ruhr, territorio de los Soldados de Acero

—¡Despierta!Río soltó un grito y llevó la mano a

la pistola del cinturón. Antes de que pu-diera ni rozarla, unos dedos fuertes se le cerraron como un cepo en torno a la muñeca.

—Cálmate. No soy un raptor. Jadeando, fue emergiendo poco a

poco del sueño y se le aclaró la visión. Sobre ella, con una expresión que no era ni de reprobación ni de nada, porque desde que la conoció tenía esa maldita cara de palo, Noel la sujetaba con fir-meza.

—Vale —masculló Río, con la boca seca como el esparto—. Suéltame ya.

Noel esperó, valorando si ya estaba completamente despierta, y luego la pre-sión de sus manos desapareció. Río tuvo que reprimir el impulso de frotarse, pues se le había cortado la circulación, y salió del saco de dormir entre gruñidos.

Había muchos búnkers distribuidos a lo largo de la Vía de Ruhr. La mayoría no contenían ni comida ni medios para ac-ceder a agua potable, pero sí unas pare-des gruesas e impenetrables y unas puer-tas que sólo se abrían de día. Es decir, cuando no había raptores. Aun así, a Río le había costado mucho conciliar el sue-ño por el estúpido traje. Noel también llevaba uno que difuminaba su figura, fusionándola con las metálicas paredes. Si no se prestaba atención, uno vería una cabeza flotante. Tenían que llevarlo por las noches como medida de seguridad, ya que las protegía hasta cierto pun-to de la visión térmica de los raptores. Pero era incómodo y limitaba mucho los movimientos. Río lo odiaba con toda su alma. En el Bastión Blanco nunca había tenido que llevar más que una capa.

Por suerte, tanto ella como Noel ha-bían decidido —en una ocasión en que

intercambiaron más de un par de pala-bras— que por el día debían quitárselo para que no les resintiera los músculos. Imaginaba que lo había dicho por ella, ya que la maldita cyborg parecía incan-sable, pero no se quejó.

De buen grado comenzó a quitárselo, con los dedos rígidos y torpes. Noel ya estaba poniéndose sus pantalones ne-gros. La miró de reojo. Aunque tenían más o menos la misma edad, Noel era muy diferente. No sólo le sacaba dos ca-bezas, sino que parecía una de esas esta-tuas cinceladas en el mármol que había visto en las fotos de los libros antiguos, con piernas largas, hombros anchos y no demasiado pecho. De nuevo, consideró que no debía haber tenido ningún hijo.

Luego recordó que en Ahura había es-cuchado que la gente de acero no tenía niños, sino que los criaban en probetas.

Le dio la espalda y se deshizo con ra-bia del traje. Jamás lo reconocería en voz alta, pero se avergonzaba de las manchas de su piel y las estrías de su vientre. Ade-más, ese cuerpo falso, no natural, ¡era estúpido sentirse acomplejada! Se llevó una mano a la máscara y suspiró. No se atrevía a quitársela cuando el sistema de ventilación de los búnkers funcionaba tan mal, pero las ganas de rascarse eran insoportables…

—Démonos prisa. Nos quedan menos de ocho horas diurnas y tenemos que llegar al Río Contaminado —informó Noel con su voz de autómata.

—Al contrario que tú, yo necesito co-mer algo.

—Come por el camino. —¡No puedo arriesgarme a respirar

aire contaminado!Noel emitió un suspiro de irritación.

—Pues come rápido. O mejor, come mucho. No vamos a detenernos hasta la noche para que te alimentes.

Río se sonrojó violentamente. Otra vez esa actitud, como si no fuera más que un estorbo.

Y lo eres, ¿no es verdad? No puedes aguantar su ritmo, ni tampoco pasar días sin comer. No tienes ni su puntería ni su fuerza. Ni siquiera puedes sobrevi-vir sin tu máscara.

Y, sin embargo, aquella Soldado no tenía ni idea de cómo moverse por la Zona Negra.

Tendría que haber ido sola. Le habría bastado con que le dieran armas. Pero claro, si le pedías ayuda a la gente de ace-ro, ellos iban a querer su trocito de gloria en la destrucción del Nido. O bueno, se suponía que esas cosas no les interesaban. Que sólo querían asegurarse de que la misión se cumplía con éxito. Por eso ha-bían enviado a uno de los suyos a morir.

No lo entendía. Ella tenía motivos. Noel no. Pero la tipa había aceptado aquella misión suicida de un día para otro y parecía todavía más determinada que ella a llevarla a cabo.

En el fondo, no es tan raro que vayan a suplantarnos… Al darse cuenta de lo que estaba diciendo sacudió con fuerza la cabeza, enfadad consigo misma.

No debía admirarlos. Eran monstruos y por su culpa su pueblo se moría bajo los efluvios de la Zona Negra. Nunca los perdonaría.

Nunca. *

Aquel era el cuarto día de su viaje. Desde que dejaron atrás Athal, el mal-humor de Río no había hecho más que agriarse. Se pasaba la mayor parte del día sin comer porque el jeep no tenía un sistema de ventilación apropiado para los humanos. Si hubiera sido un poco más joven no le habría dado importan-

Ciencia Ficción

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cia; mucha gente solía arriesgarse, levan-tando un poco la máscara para ingerir pequeñas porciones de agua y comida. Ella lo hizo durante bastante tiempo. Hasta que descubrió que había pagado muy cara su temeridad, como tantos otros. Claro que los hombres no lo su-frían de la misma manera.

Y aunque ya era inútil ser precavida, porque lo había perdido todo, no estaba dispuesta a enfermar y tener que dejar todo en manos de la chica de acero.

Viajaban en silencio, sin intercambiar más que un par de palabras cuando en-contraban el camino interrumpido, ha-cer una parada para que Río se aliviara —no dejaba de preguntarse cuándo lo haría Noel— o al repartir las provisio-nes. Una vez al día repasaban las armas, las municiones y se aseguraban de que las bombas estuvieran en buenas condi-ciones. A Río le sorprendía que estas úl-timas fueran tan pequeñas, no más gran-des que su mano, aunque parecían ser bastante pesadas. No se atrevió a pre-guntar si podrían destruir el Nido, pero no dejaba de mirarlas con escepticismo.

Por lo demás, tanto habría dado via-jar sola.

Río se acurrucaba en su asiento y tra-taba de dormir, pero las dudas, el miedo y la furia la atosigaban, por no hablar de los baches del camino. Cuando su estó-mago comenzaba a rugir y creía que iba a morir de sed solían encontrarse cerca de un bunker. Revisaban los alrededores, ponían a resguardo el jeep en su interior y cenaban sin apenas intercambiar pala-bra. Y todas las mañanas, Noel la des-pertaba sacudiéndole un hombro, por mucho que Río se prometía que la si-guiente vez no la pillaría dormida. ¿Qué tenía, un reloj interno?

El plan era continuar por la Vía de Ruhr hasta el Puente de Hierro, hacer una parada en la ciudad de Nehea para recargar provisiones y, entonces, dirigir-se hacia la Frontera. Allí tendrían que abandonar el jeep.

Río creía que todo seguiría igual has-ta que alcanzaran la Frontera Negra.

Pero esa noche se toparon con un pro-blema: las puertas del búnker se estro-pearon al cerrarse.

*Noel intentó cerrarlas manualmente,

pero eran demasiado pesadas incluso para ella y no consiguió desplazarlas más que un par de milímetros antes de que se quedaran atascadas.

—No hay manera —dijo, frotándose las manos enguantadas—. Tenemos dos opciones: arriesgarnos y continuar hasta el siguiente bunker o intentar pasar la noche aquí.

A Río se le encogió el corazón. ¡No, no podía estar saliendo tan mal cuando ni siquiera habían recorrido la mitad del camino! Tragó saliva y apretó los puños. No podía dejarse llevar por el miedo. Palpó sus armas y se sintió un poquito más segura.

—Hay… Demasiada distancia hasta el siguiente. Y no tendríamos ningún si-tio donde escondernos cuando nos pille la noche. Es mejor aguantar aquí. Qui-zás no vengan…

Pero no había forma de saberlo. Nun-ca habían terminado de comprender el comportamiento de los raptores.

Se pusieron a trabajar. Por primera vez desde que comenzó el viaje Río se sintió útil, pues era ella la que tenía que dar indicaciones a la chica de acero. For-maron una barricada con todo lo que encontraron; mesas de metal, sillas que tuvieron que desclavar a contrarreloj, armarios, cajas y vigas. Después rocia-ron con spray la entrada para intentar eliminar su olor. Colocaron el jeep frente a la entrada cuando las sombras devo-raban ya las colinas y prepararon las armas.

Mientras trabajaban, Río se dio cuen-ta, con un vuelco de estómago, que las puertas se habían quedado atascadas de tal forma que no podrían sacar el jeep al día siguiente. La furia y la frustración la invadieron, pero se obligó a contenerse.

Lo que debía hacer era concentrarse en sobrevivir: el coche no importaría si los raptores las encontraban.

Acabaron poco antes de que se hiciera completamente de noche. Río se quedó conforme con sus preparativos. En caso desesperado, podían estampar el jeep contra la entrada y retirarse al fondo del bunker…

—Comamos algo —dijo Noel, que había sacado un par de galletas del ma-letero.

Eran grandes y del tamaño de una mano. A Río no le terminaban de gus-tar por su gusto pastoso, pero al menos llenaban bastante y la mantendrían des-pierta. Tras vacilar un poco, se levantó la máscara, cogió la galleta y la mordis-queó con ansiedad, sentándose contra el jeep con el fusil apoyado contra un brazo y toda una batería de pistolas des-plegada a su alrededor.

—Si entran, cúbreme como puedas desde atrás —dijo Noel, mientras repa-saba el buen estado de sus pistolas.

Río la miró de reojo.

Como puedas, ¿eh? No crees que pue-da ayudarte.

Pero, por otra parte, le había pedido que la cubriera, no que se apartara…

Las horas fueron pasando y las manos de Río volvieron a sudar como lo hacían en el Bastión Blanco. Se preguntó cómo sería escuchar sus pisadas acercándose poco a poco y tuvo que cerrar los ojos para respirar hondo y rebajar los ace-lerados latidos de su corazón. Pero era muy difícil. Porque una cosa era dispa-rar unas murallas y otra muy distinta aguardar en ese bunker desprotegido.

¿Y si no pasaba de esa noche?De pronto toda su misión le parecía

una estupidez, una bravata, una pérdi-da de tiempo. La desazón le hundió los hombros y le anegó los ojos de lágrimas. Era todo tan estúpido. Allí estaba, con una enemiga de la Humanidad, a punto de morir sin haber ni siquiera llegado a la Frontera Negra.

Se mordió la lengua. No era la prime-ra vez que experimentaba uno de esos ataques agudos de desesperación. Ade-más, comenzaba a notar una picazón insoportable en los pulmones y la gar-ganta. Para desviar sus pensamientos del

Ciencia Ficción

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peligro rumbo que estaban tomando, se encontró preguntando:

—¿Es cierto que te cargaste a un rap-tor?

Su voz sonó hueca y vacía en medio del bunker. Echó de menos poder en-cender las luces, pero no se lo podían permitir; atraería a los raptores. Exami-nó la oscuridad con sus visores y fijó la mirada en Noel, inmóvil como un gato, vigilando la entrada.

—Sólo a uno. Hace unos días —con-testó la chica.

Río se encontró sonriendo. —Yo no sé a cuántos he matado —

soltó, no sabía si para lucirse o sentirse más segura—. Pero no es lo mismo ha-cerlo con un fusil que cuerpo a cuerpo.

—No. No lo es. —La voz de Noel no tenía ningún matiz despectivo—. He de informarte de que sólo he luchado con-tra dos, y estaban atados.

Oh, de puta madre.

Pero eso ya era tener más experiencia que ella.

Cambió de postura, maldiciendo el traje.

—¿Qué hago si se me echa encima?—Trata de cegarlos o atacar a la ca-

beza, pero no te servirá de mucho: son muy rápidos.

Vamos, que una homo sapiens no puede vencerlos, ¿no?

—Ya. Siempre había sido difícil acertarlos

cuando se acercaban demasiado a la mu-ralla. Aun así, Río nunca había visto a uno a menos de veinte metros de distan-cia. Joder, cómo le picaba la garganta.

¿Se sintió así su madre? ¿Fue porque tampoco les funcionó un bunker? Se es-tremeció y, a pesar de que cerró los pár-pados con fuerza, vio las heridas supu-rantes que habían deformado el cuerpo de Arel. Se la imaginó huyendo, escon-diéndose entre los arbustos, cediendo a la sed y bebiendo agua contaminada, gastando toda su munición, corriendo, corriendo, corriendo y…

Jadeando y conteniendo un gemido de horror, Río apretó el fusil.

No quiero morir así. Miró de nuevo hacia Noel. ¿Cómo lo hacía? ¿Cómo podía mantenerse tan serena?

*El corazón de Noel latía desenfre-

nado, por lo que tuvo que activar sus endorfinas para rebajar su pulso a un ritmo más aceptable. Con todo, no lo obligó a ir al ritmo habitual; el miedo afinaba sus sentidos. Y esa noche los iba a necesitar más que nunca.

Escuchaba con claridad la respiración desacompasada de la homo sapiens. Sólo había visto a los Soldados más jóvenes perder así el control. Los demás estaban entrenados para reprimir sus emociones. Debía ser duro no poder reconducir el sistema nervioso…

Pero ahora lo último que necesitaba era que la chica sufriera un ataque. Qui-zás los raptores ni se acercaran, pero en caso de que lo hicieran, iba a necesitar toda la ayuda posible, incluso si era es-casa.

Por ello decidió seguir haciéndola ha-blar. Si con eso conseguía entretenerla…

El problema era que no tenía ni idea de qué decir. Río era una niña irascible y cualquier cosa podía sa-carla de sus casillas y Noel no estaba acostumbrada a sostener conversa-ciones banales.

—Si entran, enciende las bengalas —dijo—. Los despistará y tendremos una oportunidad.

—Ya lo sé. Se hizo el silencio.Perfecto. ¿Cuánto tiempo habría pasado? ¿Dos

horas?—¿Quieres dormir? —ofreció. —No. Sería incapaz. —Mañana vamos a tener que cami-

nar.—Se había percatado bastante antes de que no podrían volver a usar el jeep.

—He estado en la Frontera Negra —respondió Río con un tono chillón—. Sé lo que es viajar y no dormir.

Cierto, en la reunión había escuchado que Río era una exploradora.

—¿Cómo es? —preguntó al final. —¿La Frontera? —Noel asintió—. Un

infierno. Como entrar a otro mundo. De día es asfixiante y de noche parece que los árboles se te vayan a echar encima. Todo está mustio, el olor es dulzón y hay una humedad insoportable… Lo peor es la lluvia. No hay casi sitios para re-fugiarte y en seguida te puede llegar a las rodillas. No queda otra que trepar a los árboles.

Así que por eso quería comprar gan-chos…

—¿Desde cuándo vas a la Frontera? ¿No eres muy joven?

Por las palabras de la Gobernadora, estaba claro que Río no era fértil o no la habrían enviado a una misión de este tipo. Los humanos protegían como oro en paño a sus cada vez más reducidos miembros con capacidad de reproduc-ción. Y, aun así, muchísimos niños na-cían enfermos. Noel lo había averiguado mientras preparaba esa maldita tesis y no podía menos que experimentar cierta lástima por ellos.

—Desde hace un año. Sólo fui una vez, pero fue suficiente. Me pasé un jodi-do mes recorriendo la Frontera. Y nunca lo olvidaré —añadió con voz ronca.

Tras un rato, Noel iba a intentar revi-vir la conversación cuando escuchó algo. Todo su cuerpo se puso en tensión y, si-lenciosa como un gato, se acuclilló con agudizando el oído. Hizo un gesto a Río para que se estuviera callada.

Sí. Indudablemente. Eso eran pasos. Respirando hondo, alzó la pistola

y apuntó hacia la puerta. Río la imitó, levantando el pesado fusil y mirando a través de la mirilla. Fue un alivio com-probar que no le temblaban las manos.

Durante unos instantes de infinita angustia, Noel pudo notar cómo se le ponían los pelos de punta y que un esca-lofrío le recorría la espalda.

Descubrió una figura que se asomaba por al puerta. Caminaba a cuatro patas, con lentitud, sin prisa. Como si supiera que lo estaban esperando.

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Tengo que acertarle. Tengo que dejar-lo ciego antes de que nos ataque.

Pero, ¿y si había más?¿No les atraería el ruido?No importaba. Tarde o temprano,

aquel les descubriría. Noel apuntó y disparó. Uno de los

ojos del raptor explotó. Rápido como una centella, retrocedió para ponerse a cubierto. Noel hizo un gesto a Río para que se subiera al coche al mismo tiem-po que se trasladaba hacia un lado: los raptores tenían buena memoria y sin duda recordaría de dónde había venido la bala. Se parapetó detrás de una mesa y volvió a apuntar.

Esta vez, el raptor cargó contra la ba-rricada, que se estremeció con violencia, pero no cedió. Noel entrecerró los ojos. Escuchó cómo cogía carrerilla antes de arremeter de nuevo.

Esta vez consiguió tumbar una placa y su zarpa asomó entre las patas de una silla. Hubo una detonación y una bala le agujereó la piel. Noel lanzó una mirada fugaz a Río. No tenía mala puntería.

El raptor retrocedió y durante diez angustiosos minutos no volvieron a es-cucharlo. Noel sabía que debía estar ins-peccionando los alrededores del búnker para entrar. El miedo le contrajo los pulmones. Habían repasado cada centí-metro de su refugio para asegurarse de que estaban a salvo pero, ¿y si se habían saltado algún sitio?

No, no. Esta es su estrategia. Quiere que nos pongamos nerviosas. Probable-mente ni siquiera sepa cuánta gente hay dentro y está esperando a que cometa-mos un error.

Pues no pensaba hacerlo, aunque tu-viera que quedarse toda la noche en la misma postura.

El raptor pasó por delante de la barri-cada tres veces en la siguiente hora y en todas las ocasiones a Noel le preocupó que Río perdiera la calma y disparara. Tuvo que abusar de sus endorfinas para mantener los nervios bajo control, repi-tiéndose que, tarde o temprano, el raptor atacaría. Estaban diseñados para no de-jar escapar a su presa.

Y de pronto, tan silenciosamente que la cogió desprevenida, la barricada re-ventó por los aires. Se lanzó hacia un lado para evitar que una silla la aplas-tara y rodó con todas sus fuerzas hasta ocultarse detrás de una columna.

Giró con brusquedad, buscándolo en medio de la oscuridad y descubrió una figura borrosa que se dirigía hacia el coche. ¡Maldición, si había rociado de spray incluso los trajes para eliminar su olor! ¿Cómo…?

Un disparo resonó en medio de la es-tancia. Y luego un grito. De pronto el jeep se sacudió y estuvo a punto de volcar. La humana gritó desde el interior y subió las ventanas. Una sombra se movió y cargó contra el jeep una vez más. En esta oca-sión se tambaleó sobre dos ruedas.

Noel analizó la situación todo lo rá-pido que fue capaz. Si disparaba descu-briría su posición, pero, si no lo hacía, la chica podía romperse el cuello si el jeep volcaba. Además, estaba dentro porque ella se lo había ordenado…

El raptor se encaramó sobre la venta-na, que golpeó una y otra vez hasta que logró quebrarla.

¡Muévete, muévete!Y, de pronto, una bengala salió despe-

dida por la ventana, acertando al raptor en plena cara. Noel se cubrió el rostro en el último instante para evitar que-darse cegada por la pequeña explosión que llenó de luces y sombras el búnker. El raptor cayó hacia atrás, pillado por sorpresa, sacudiendo los miembros. Y Noel se precipitó hacia delante, pistola en mano, para dirigir una ráfaga de dis-paros contra sus patas.

—¡No te asomes! —advirtió a Río, a la que captó por el rabillo del ojo mo-viéndose cerca de la ventanilla.

El raptor también la vio y una zarpa trató de atraparle la cabeza. Al no conse-guirlo, se removió hasta ponerse bocaba-jo. Noel se arrojó al frente y asestó una patada con todas sus fuerzas. Su pierna se resintió por el golpe, pero consiguió que el raptor perdiera el equilibrio.

Entonces una garra le desgarró el

muslo. Noel suprimió el dolor en un acto reflejo, aunque se quedó sin aliento por la impresión, y saltó sobre su pierna sana hacia atrás. Pero el raptor se aba-lanzó sobre ella, abriendo sus descomu-nales mandíbulas.

Antes de que Noel tuviera tiempo de utilizar el láser de su muñeca escuchó una nueva detonación y la cabeza del raptor se sacudió con brusquedad.

—¡Apártate! Noel obedeció casi sin pensarlo y es-

quivó por un suspiro la embestida de la criatura. Cuando se incorporó, la huma-na había abierto la puerta trasera del jeep de par en par y sostenía un lanza-misil sobre su hombro. El chasquido del gatillo resonó en la oscuridad.

El misil atravesó en un parpadeo el búnker y acertó al raptor en la espalda, levantándolo del suelo y estrellándolo contra una pared. La explosión sacudió hasta los cimientos del refugio y les llovió polvo encima. Pero la estructura resistió.

Y el raptor dejó de moverse. Noel volvió la cabeza. Río dejó caer el

arma y se apoyó contra la puerta, tem-blorosa. De pronto comenzó a estreme-cerse, sufriendo un violento ataque de tos que le dobló las rodillas y la obligó a aferrarse al coche. Noel se levantó, no-tando un tirón en el muslo herido y un dolor agudo en la otra pierna —se pre-guntó si sería una mera contusión o si el impacto directo contra la pata del raptor le habría quebrado un hueso— y se acer-có a ella para sujetarla por un brazo.

—¿Alguna medicina?Río carraspeó, tosió y negó con la ca-

beza. Poco a poco el ataque se fue cal-mando y pudo ponerse en pie.

—Ya está —respondió con voz ron-ca—. ¿Está muerto?

Noel lanzó una mirada de reojo hacia los restos.

—Lo has fulminado. La escuchó reír por lo bajo y toser un

poco más. —De puta madre. Para su sorpresa, Noel se encontró es-

bozando una ligera sonrisa.

Ciencia Ficción

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*Resultó que era un raptor joven.

Aquello explicaba que hubieran con-seguido acabar con él tan rápido. Pro-bablemente era la primera vez que se enfrentaba a sus presas. Noel no se mo-lestó en intentar ocultar su olor; el misil lo había reventado y había demasiados restos desperdigados.

Pasaron el resto de la noche rearman-do la barricada y durmiendo por turnos. La humana sufrió reiterados ataques de tos que empezaron a preocupar a Noel. ¿Se había enfermado de verdad? ¿Por qué no se tomaba una medicina?

Cuando percibió el cambio en la at-mósfera que anunciaba la salida del sol, se incorporó y comenzó a guardar todo lo que podrían necesitar en bolsas. Sa-bía que tendría que cargar con casi todo para agilizar la marcha. Si hubiera ido sola, quizás habría tardado poco me-nos de dos semanas. Pero estaba claro que su viaje se iba a alargar… Intentó no lamentar su suerte y, con resolución, trabajó en silencio.

La muchacha despertó al cabo de un rato y se puso a ayudarla. Se repartieron la munición y las armas, además de la comida más ligera. En caso desesperado, Noel podía aguantar varios días sin ali-mentarse, de modo que todo lo que co-gió lo hizo pensando en la homo…En la chica. No podía dejar de darle vueltas a cómo le había salvado la vida. O, como mínimo, le había evitado heridas más graves. Se merecía que la tratara con un mínimo de respeto.

—¿Quién llevará las bombas? —pre-guntó entonces.

Noel lanzó una mirada evaluadora a la caja.

—Yo. La otra asintió en silencio y tosió un

poco. Con el ceño fruncido, Noel reco-gió el botiquín y se lo extendió.

—Tómate lo que creas necesario. No puedes estar tosiendo todo el día.

Río gruñó algo por lo bajo. —¿Y tú? ¿Qué vas a hacer con tus

heridas?

—Están bien, se curarán pronto. —Noel se encogió de hombros. Se había desinfectado, cosido y vendado aprove-chando una de las vigilias y, por suerte, no se había roto la pierna, de modo que no había nada por lo que preocuparse.

La chica no insistió; buscó a regaña-dientes una inyección en la caja y se la clavó en el brazo. Cuando terminó tiró a un lado la jeringuilla y se colgó el fusil al hombro.

—¿Contenta? Vámonos ya. Noel terminó de ajustarse la pesada

mochila a los hombros. En los bolsillos de su traje llevaba municiones, pistolas y cuchillos que entorpecían un poco su movimiento, pero todo era cuestión de acostumbrarse. Río cargaba con dos alargados bidones de agua atados al cinturón, otra mochila y varias armas, aparte de su fusil. Parecía tan pequeña bajo la mochila que Noel se preguntó si no se hundiría bajo su peso. Pero cuando se ofreció a llevarle algo recibió la una mirada fulminante.

Noel suspiró para sus adentros. Des-pués de lanzar una mirada al jeep pasó por el hueco de la barricada con deci-sión. Tenían un largo camino por delan-te y muy pocas horas de luz. Debían lle-gar al siguiente búnker antes de que los raptores las descubrieran.

Alcanzó a la muchacha, cuyas zanca-das abarcaban mucha menos distancia que las suyas, y se adaptó a su ritmo.

—Gracias. La chica pegó un respingo y volvió la

cabeza en su dirección. Noel no alteró la expresión, pero supuso que para ella supondría una infantil victoria recibir el agradecimiento de un Soldado.

Y, en efecto, pareció que parte de la tensión se evaporaba del aire.

—No hay de qué —farfulló. Noel se sintió satisfecha. Puede que,

si les daba tiempo, pudiera aprender a entenderse con la humana.

Rodeadas de una niebla sucia, baja y pesada, que se pegaba a la piel, se perdie-ron en medio de la llanura, acompaña-das por el sonido de sus pasos.

*

El Soldado Abel frenó su jeep delante del bunker y bajó sin hacer ruido. Ape-nas sí arrugó la nariz cuando lo golpeó el potente olor a pólvora y a sangre. Se le pasó por la cabeza que su trabajo podría haber terminado incluso antes de haber empezado —no habría sido la primera vez— y se aproximó a la entrada que se había quedado a medio cerrar con una pistola en la mano.

Una vez hubo comprobado que sus objetivos no se encontraban cerca, exa-minó el bunker con fría indiferencia. Pasó por encima de los restos del raptor muerto y estudió el jeep, sin encontrar más cuerpos. Trasladó las escasas muni-ciones que encontró a su propio medio de transporte y después se acuclilló a es-tudiar el camino que habían dejado la Soldado y la humana. Por suerte para él, aunque la Vía de Ruhr era de las pocas rutas transitadas, la agresiva vegetación se esforzaba por poblar el liso camino negro, por lo que había quedado un li-gero rastro.

Ahora se moverían mucho más des-pacio.

El Ministro le había encargado que las matara cuando llegaran a la Fronte-ra, pero quizás sólo tuviera que esperar a que los raptores se encargaran de ellas.

En cualquier caso, debía reducir la marcha, lo cual se convertía en un pro-blema. Tendría que buscar otros búnkers donde pasar la noche y perder durante cierto tiempo la pista…

No importaba. Pocos rastreadores eran tan buenos como él.

Cuando llegara el momento, las en-contraría y se aseguraría de matarlas. Y si un raptor se le adelantaba, no pararía hasta encontrar sus cadáveres.

Porque los Soldados nunca fallaban en sus misiones.

Ciencia Ficción

Continuará...

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Fotografía

VidaFotógrafa: Sol

“...es una fotografía que representa mi vida, en ella se recoge una mano, que

utilizo para hacer numerosas actividades como dibujar, fotografiar... acompañada

de muchos colores, pues así es como a mi me gusta

ver el mundo, repleto de colores, cada uno distinto y diferente pero especial,

como lo somos cada uno de los que formamos parte de

este mundo. Por último decir, que las cosas dibujadas con

acuarelas son las que forman parte de mí ahora mismo,

cosas importantes, tanto los dibujos como las palabras y números, han entrado en mi

vida como por arte de magia y no quiero perderlas”.

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La bandera sobre el puenteMiriam C.C.

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Fotografía

La PlayaMiriam C.C.

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Ángel de hielo

Sé mi ángel de hielo. Sé la luz de inviernodel humilde poeta de cristal y sueños,que esta promesa tatúa con sangre y hueso:Mías serán tus sonrisas. Tuyo será cuanto siento.

Poesía

Autor: Eduardo “Korvinian”

Fragmento

De ónice y mármol el camino a sus piesbañados en plata y cristal,De esmeraldas y perlas el manto de hielque cubre el tenue puñalque es su poesía, su cantar,por la dama que en piedra espera su final.

Inconcluso

Son cadenas de libertadlas rosas teñidas de lágrimas por lo perdido,la luz que, apagada, teme perder su eterno bri-llo.

El cristal que aleja de mi sonrisa tu dulce sus-piroes sempiterno camino en que mi voz busca co-bijo.Son los sueños que se van

Es la vida que perdí…

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Poesía

Autora: Irina García

Berlín

Puede que no vayamos a morir.

Si Berlín está latiendo en la habitación,como témpanos de hielo,tú y yo;nos fundimos sin abrazo.

Corre la brisa sin aliento.En mi cama le declaro la guerraa ese muro al que llamas corazón.

Quiero hacer graffitis en la boca detus miedos.Morder el fuego.

No te temo.

Huir a medianoche y sin postales.Con la luna durmiendo en los soportales.

Borrachos de amanecer y estrella.

Si debo aterrizar,que sea entre tus piernas.

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Lucas se acercó un poco más a la ve-reda de la calle y observó a su alrededor. Aunque ya era pasada la medianoche, no podía escuchar todavía el silencio. Por supuesto, eso no era ninguna no-vedad. Aunque la ciudad durmiera y lo cubriera todo con sus altos edificios de concreto y sus anuncios brillantes de co-ches y perfumes, nunca había silencio. No realmente. A unos metros de distan-cia, El Grupo estaba compartiendo unos trozos de pan con el chico nuevo.

Lucas siempre sentía que el estómago vacío le daba un vuelco cuando veía una cara nueva en El Grupo, especialmente si era tan joven como ese muchacho. No solían durar mucho, porque los jóvenes eran agresivos y rabiosos, algunos se drogaban y simplemente desaparecían un día. Para los viejos como Lucas, que estaban acostumbrados a la dureza del suelo y el olor apestoso de las frazadas, a las hallullas con fiambre cuando había suerte y a los perros llenos de pulgas que calentaban en invierno, ver a un chico con la ropa rota, la cara sucia y los ojos de hielo era muy triste.

Lucas se levantó del suelo y se dirigió hacia El Grupo. No miró demasiado al chico, porque si había algo que el viejo odiaba era a la gente que se los quedaba mirando con una mirada compungida. Sin embargo, era evidente que ese niño no tendría más de ocho años. Tenía el pelo negro reseco y los ojos oscuros ane-gados en lágrimas. Quizás durara. Qui-zás era un nuevo compadre en El Grupo. Quizás también estuviera escapando.

—Se llama Nacho —dijo el Tuerto, que amaba los apodos y que nunca había re-velado su nombre— y tiene ropa gruesa. Seguro que a Cant no le importará com-partir su cartón con él. —Señaló al perro negro de pelaje sucio y suave que roncaba en el rincón más protegido de la esquina.

Lucas asintió, pero no hizo más pre-guntas. Nacho masticaba el pan con la mirada perdida. No parecía entender

demasiado lo que estaba haciendo, pero Lucas no se preocupó. La mayoría lo en-tendía con el tiempo. El Tuerto le dio un codazo a Johnny que dejó de hurgarse la ropa y le dio un mordisco a su trozo de pan. Johnny era el único del grupo que usaba gorro, aunque fuera pleno verano y el sudor le chorreara por la cara. «Un regalo de mi hijo», había dicho la cuarta vez que se lo preguntaron y de ahí nadie más preguntó. Quizás porque Johnny no tenía hijos.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!Lucas frunció el ceño y la tensión

se instaló en El Grupo como un perro muerto. El viejo pudo intuir las miradas de desagrado en los demás y escuchó con toda claridad los chasquidos de lengua y los murmullos entre dientes. Siempre pa-saba eso cuando Benito aparecía luego de haberse rajado varias noches. Siem-pre volvía borracho y con las costillas molidas y ya hacía tiempo que ni Lucas ni El Grupo estaba para esas mierdas.

Lucas se volvió un instante y vio que El Tuerto le estaba diciendo al niño nue-vo que no se preocupara y que tratara de pasar desapercibido, que no le iba a pasar nada. Era evidente que el crío no se tragaba una palabra, porque tenía la mirada de un conejo esquelético que acabara de escuchar el gruñido de un lobo hambriento. Lucas no lo culpaba. Estar solo, en la calle, con un montón de andrajosos que podían o no ser de fiar —y lo más sabio era siempre asumir que no— sin más remedio que aceptar su suerte, porque no tenía otro lugar… Lucas vio cómo Nacho asentía y se iba a acurrucar junto a Cant, aunque sin acercarse demasiado al bruto dormido.

—«Iba una señorita… cant… mier-da… ja ja ja… Iba una señorita cantan-

do, cantando, por las calles de la luna…»Benito todavía era demasiado joven

para entender que cantar borracho a esas horas, a todo pulmón, tropezando y gritando, despertando a todo el mundo y alertando a los pacos —«Los señores Carabineros, viejo de mierda», había bromeado El Tuerto una vez— no era una buena idea. Lucas más de una vez lo había tumbado de un puñetazo para que dejara de chillar y todos los del Gru-po le habían dicho que si quería ser un borracho podía buscarse otra esquina o, mejor, el puente. Pero nunca lo echaban. Ya era uno de ellos. Y todos apestaban a mierda y querían sentirse mejor. A veces todos querían ser Benito.

—¿Por qué las caras tan… laaargas? —preguntó el borracho con una voz pastosa y retumbante. Era el que tenía el pelo más largo de todos ellos y se le pegaba a la boca y a la cara—. ¿Acaso no… querían… verme?

El Tuerto gruñó algo que sonó a «mierda» y «puta», pero Benito no se dio por aludido. Solo se tambaleó un par de veces y cayó como un saco de harina en mitad de la calle, riéndose a carcajadas. Johnny chasqueó la lengua y se encogió de hombros. Se acomodó el gorro y caminó hacia el bandejón cen-tral para fumarse el último cigarrillo que le quedaba. A menos que tuviera un gol-pe de suerte, no volvería a fumarse otro hasta el próximo otoño cuando hubiera reunido suficientes monedas y no quería desperdiciar todo el humo distrayéndose con el idiota.

Drama

Guarda tus secretos en una caja de cartón

LINDA RAVSTAR

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—¿Está… está bien?Lucas y El Tuerto se giraron al mismo

tiempo. Nacho tenía la voz todavía agu-da de los niños, pero se había esforzado para no titubear y tratar de sonar más valiente de lo que en realidad se sentía. Cant estaba oliéndole la pierna y parecía a gusto con lo que percibía, pero el chi-co, era evidente, le tenía miedo al perro y trataba de acurrucarse y empequeñe-cerse contra la pared. Sin embargo, pese a todo lo que transmitía con el miedo de su cuerpo, tenía los ojos oscuros fijos en el cuerpo, ahora inerte, de Benito.

—No está muerto si eso quieres decir —soltó El Tuerto con una sonrisa apes-tosa—. Ojalá el muy mierda estirara la pata alguna vez y nos librara de… —Se interrumpió y soltó un escupitajo—. Bah, qué sé yo. Puede hacerse cagar si quiere, pero que lo haga en otra parte. Si mete tanta bulla, luego vienen los pa-cos y nos sacan a patadas de aquí por «molestar a la comunidad». Como si le debiéramos una mierda a la comunidad. —Soltó una carcajada.

Lucas lo miró con el ceño fruncido. Luego miró a Benito, tirado en el piso como muchas otras veces y no sintió nada más que una lástima infinita.

—No le hables así al Nacho. —Eso fue lo único que dijo Lucas.

El Tuerto rodó los ojos, pero se dis-culpó con el niño que se había vuelto a tragar la lengua y solo miraba a Cant con desconfianza. El perro se había echado sobre sus piernas y dormía pláci-damente como si no existiera nada más que él y sus ronquidos. Lucas tomó el cuerpo de Benito de un brazo y lo arras-tró hasta el rincón para que nadie lo viera si pasaba por la calle. No es como si nadie los mirara de todas formas. Si había algo que había aprendido estando en las calles era que la gente los tenía a raya lo máximo posible y pasaban a su lado como si fueran baldosas rotas en la pared. Era mejor eso a que lo miraran como apestados. O como locos. O como mierda de perro.

O aun peor, como pobres almas perdi-das a las que entregarles un trozo de pan

a cambio de un sermón o una oración. Lucas volvió a su sitio en la vereda

y vio cómo Johnny le daba las últimas caladas a su cigarrillo. El viejo había de-jado de fumar a los treinta años, pero todavía recordaba el gustillo amargo de la nicotina y la sensación del humo al abrirse paso por su nariz y su boca. Y el olor que dejaba su ropa y la sonrisa de ella cuando le agarraba la chaqueta y se envolvía en ese mismo aroma. Ella. Ella. El dolor lo sorprendió como un puñe-tazo de un amigo. Se sentó en el borde de la calle y pensó que la vida no era tan mierda como decía El Tuerto. Pero lo cierto era que no había nacido en los cartones y había tenido suerte de tener al Grupo. Y tenía un antes.

Empezó a correr brisa, aunque to-davía las altas temperaturas del verano se mecían en los rincones de la ciudad. Lucas se pasó una mano por el pelo grasiento y miró al otro lado del ban-dejón central, encima del puente de la Redención. Ya no corría agua por el Estero y había pocas luces en la calle contigua al puente. Ese era el problema de estar siempre pegado al suelo. Lucas recordaba que, cuando era niño, y an-daba sucio por elección y comía trozos de pan viejo cuando le apetecía, podía ver todas las luces de la ciudad desde su propia habitación. Le encantaba verlas como puntitos a lo largo de la ciudad. Cuántas luces. Cuántas personas.

Escuchó a sus espaldas que Johnny se reía. Seguramente de Benito. O quizás intentaba conseguir que el niño concilia-ra el sueño con más facilidad al demos-trarle que no eran putos o folla-niños o criminales. Lucas no sonrió. Sabía que el niño se pasaría toda la noche despierto. Quizás fingiría dormir para que nadie se fijara en él, pero se mantendría despierto y aterrado. Aterrado por el hambre, el frío, la peste y el mundo que había de-jado atrás, aunque fuera otro basural. Lucas se preguntó si Helena podría ave-riguar más de Nacho. La voluntaria de «Esperanza humanista» siempre tenía los contactos adecuados y quizás pudie-ra sacar al chico de la calle. Lo pensaría después de saber de dónde venía. Si ese

agujero de mierda, perros y borrachos era mejor que su viejo mundo, era me-jor mantener la boca cerrada. A Lucas lo invadió una pena terrible el pensar en que era probable que sí, que ese callejón, territorio del Grupo, fuera un mejor ho-gar para ese niño de ojos apaleados que aquel de donde había venido.

Lucas se sacó esos pensamientos pegajosos de la cabeza —pensamien-tos del viejo Lucas, del Lucas que tenía una cama y una vida— y sacó la carta del bolsillo de su pecho. Los del Grupo siempre lo veían leyendo esa misma hoja de papel, pero ninguno, como siempre, se había atrevido a preguntarle directa-mente por ella. Quizás porque sabían que todos tenían sus propias «cartas», sus propios secretos, de este mundo o del anterior, que eran solo suyos, que no podían ser de nadie más. Sin embargo, para Lucas el asunto era bien diferente.

La hoja de papel que tenía en las ma-nos solo tenía unas pocas líneas y estaba ajada en una esquina. Se le había moja-do en la primera lluvia que pasó sobre un trozo de cartón y se había llenado de barro. Recordó que había llorado como un crío al notar que algunas letras se ha-bían borroneado por las gotas y la sucie-dad. Ver a un hombre viejo, zaparrastro-so, tirado en el suelo, cubierto de lodo, mugre y ropa sucia, llorando a lágrimas viva por un trozo de papel… Patético.

Ahora tenía la carta dentro de un plástico impermeable. Había tenido que comprarlo, pero el hambre que pasó esos días no era nada. Nada. Nada de verdad. Lo único importante entonces era impedir que esa carta se borrara. La idea de perder alguna letra o alguna pa-labra lo aterraba de maneras que no ha-bría podido entender nunca antes. Algo maltratada, pero aún entera, la hoja de papel había sobrevivido ya ocho invier-nos. No quería pensar en cuántos más tendría que sobrevivir con él.

Lucas se sabía de memoria las líneas que estaban escritas en la carta. Conocía a la perfección los borrones, los titubeos, los «ja ja ja ja» y los «Te quiero» que había en ella. No la leía para recordar

Drama

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Dramalo que decía. La leía porque era lo único que le quedaba de ella. Las curvas en las «g», el borrón sobre «entiendo», las «t» demasiado pequeñas y las enormes «p» mayúscula que siempre había escrito.

Ella. Ella. Ella. Ella escribiendo. Ella, en esa carta. Ella, que ya no existía. Ella, que le había dicho que lo quería y lo ha-bía dicho de verdad y ya no estaba.

—¿Leyendo de nuevo, viejo?El torrente de pensamientos de Lucas,

esa desesperada retahíla de recuerdos y de trazos, se interrumpió de sopetón cuando Johnny se sentó al lado suyo. Lucas se dio cuenta de que sus propias manos estaban temblando, pero que to-davía no hacía el frío suficiente. Johhny apestaba a nicotina barata, era un olor reconfortante, aunque no entendía por qué. El viejo volvió a doblar el plástico de la carta y se lo guardó en el bolsillo, casi como si fuera un cachorro de lobo escondiendo el último hueso de carne de una manada enemiga.

—Vale, vale, son tus asuntos. No es que quiera meter las narices. —Johnny se encogió de hombros y desvió la mira-da que, hasta entonces, había clavado en Lucas. Una mirada suficiente para pene-trar todas las máscaras del mundo—. El chico ya se durmió. O al menos ya está quieto y echado con Cant. Deberías in-tentar hacer lo mismo.

—Dale. Ya voy. —Su voz volvió a ser la de Lucas, el mendigo. Sin embargo, su mirada parecía aun tambaleándose en dos mundos. Incluso tres. Antes. Ahora. Y aún más antes. Antes y a la vez de an-tes. Lucas entornó los ojos y bajó la vis-ta. Solo ella lo habría entendido, aunque no lo hubiera sospechado cuando debía. Por eso ahora Lucas se escondía. Por eso

ahora Lucas temblaba. Por eso ahora Lucas odiaba sangrar. —Gracias —soltó de pronto y miró al hombre a su lado con la serenidad que El Grupo conocía.

Johnny escupió en el suelo y le dio unas palmaditas en la espalda. Él era el único que se atrevía a afeitarse con lo que encontraba y que siempre andaba buscando agua para lavarse las manos. Por eso, tenía la cara echa una mierda de cortes y magulladuras oscurecidas, pero era el de las manos más limpias de toda esa esquina.

—Quizás algún día vuelvas a verla —dijo Johnny luego de un rato—. Quizás te esté esperando, si tienes suerte, viejo.

Lucas no respondió. Johnny siempre había sospechado que esa carta era de una mujer. No se equivocaba, claro, pero tampoco tenía la más mínima pizca de razón. La perspicacia solo podía llegar hasta donde empezaban los secretos. Lucas se levantó de la vereda en donde estaba sentado y caminó de vuelta a la esquina. Se tiró en su trozo de cartón y escuchó roncar a Benito y vio jugar al Tuerto con un trozo de hilo. Masculla-ba y maldecía con una sonrisa cansada. Todos tenían un antes. Lucas tenía dos. Uno que había perdido. Uno que todavía lo buscaba. Se quedó mirando las cica-trices de sus nudillos, blancas, delgadas, que nadie había notado, y apoyó la ca-beza en la pared.

Recordó la carta. Ya apenas la re-cordaba a ella. Quizás porque no que-ría. Quizás porque era mejor formar su nombre en letras llenas de curvas y

«p» gigantes y «t» pequeñas que recons-truir su rostro cubierto de sangre. Ella. Ella. Ella, eterna. Ella, que ya no existía. Como todas las noches, Lucas cerró los ojos y pensó que ya no la vería nunca más. Unos cuantos centímetros más allá, Cant se movió y se apegó más al cuer-po del niño nuevo. Cuando Lucas abrió los ojos, sonrió al ver que ambos esta-ban durmiendo. Se había equivocado. El niño dormía de verdad.

El antes le hacía arder el corazón, pero el ahora sonreía con el cansancio de ese niño y la generosidad del perro. Lucas se olvidó del antes por un segundo y pensó que mañana gastaría sus últimas monedas en un té bien caliente y una bo-llo con crema para Nacho.

«Te quiero, te quiero». Lucas volvió a cerrar los ojos y dejó que el frío lo al-canzara. Otro día. Todo lo mismo y todo distinto. La ciudad seguía distante y al-tiva, devorándolos a su alrededor. Los hijos de las miradas de piedad y las mue-cas de asco. Los indigentes, los vagos, los malolientes, los dementes, los borrachos, los algo habrán hecho para estar así, los por qué no los sacan de aquí que apes-tan todo el lugar. Los que se escondían y los que no tenían donde ir tampoco. Los viejos y niños. Los que pensaban dema-siado y los que sabían que antes y ahora es igual cuando tienes hambre. Los del Grupo. Los que simplemente eran.

Lucas se rio de sí mismo y acarició torpemente la barriga de Cant. No pen-só en nada más mientras empezaba a quedarse dormido. Ella se desvaneció en su pecho.

Y la ciudad se quedó en silencio.

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Reflexión

La muerte está ahí y se puede ver, aunque solo en cuerpos corrompidos, cercanos a ser uno con la naturaleza, en un brillo de ojos me-tálico, triste y frío que se presenta como el

telonero que acontece al final. Prendarte de esa mirada te absorbe hasta tal punto que solo por un instante, te aturdes tanto que crees ser tú quien se marche.

Porque la muerte está ahí y se puede ver y es tangible en cierto modo, pues posas las manos sobre una carcasa viviente y tibia que sientes poco a poco resentirse bajo tu caricia. Se extingue su llama.

Notas el funcionar interno, en un pasado vivaz y enér-gico, agotarse poco a poco y perder fuerza del esfuerzo tras tantos años, todo bajo las yemas de tus dedos. Es-cuchas con la piel los quejidos de las vísceras que paula-tinamente se abandonan a un eterno descanso en parte merecido. Éstas se oxidan dada la extenuación, y no es si no cuando se ejercen con un cansancio ya desorbitado que tus sentidos se alertan de su pronta llegada.

Porque la muerte está ahí y se ve, y se siente, y se res-pira cuando aquel que tiene bajo su abrazo exuda ganas de vivir (a ratos) miedo (a veces) y temple (en contadas ocasiones) todo de una manera tal que tuerces la nariz presa de esas esencias oportunistas.

Entonces despegas tu cuerpo del contrario inerte, aun sonrosado: Y lo palpas, y lo hueles, y lo ves y lloras. Y te das cuenta, en un breve lapso de lucidez, que aquellas miradas caídas y aquellos gestos cuidados que provo-caban la congoja en tu pecho que aun insiste en doler de impotencia, no eran más que formalidades de una despedida que no creías tan temprana.

C’est la vie

ANA ISABEL

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Fantasía

Olvenemory

ALEJANDRO FERNÁNDEZ MÁRQUEZ

Prólogo.Lirio amarillo.

Se acercaba la tarde en los valles de Olvenemory, acariciados por el aroma de nuevas flores recién germinadas.

Una pequeña criatura del tamaño de una mano adulta humana, con brillan-tes alas translúcidas, volaba a toda prisa sobre los jardines. Lulurel no paró en ningún momento a saludar al resto de hadas y duendes que la saludaban a su paso. La angustia la eclipsaba y necesita-ba ayuda cuanto antes.

Volando lo más rápido pudo llegó al valle central, la zona más urbanita de Olvenemory, y, sin pedir permiso, entró estrepitosamente en el Árbol Celeste.

—¡Rénis, Ángar! ¡Necesito vuestra ayuda!

—¿Qué sucede, querida? —preguntó Rénis, distraída con un paciente que se había fracturado un pie.

—Cálmate, Lulu —dijo Ángar, ayu-dando a la joven hada a tomar asiento sobre una bellota de aragary—. Cuando cojas aire, cuéntanos qué ha pasado —el duende se sentó a su lado, dándole pal-maditas en la espalda.

Lulurel respiró varias veces, agitando la mano derecha nerviosamente, mien-tras que su mano izquierda reposaba sobre su pecho, queriendo evitar que el corazón se le saliese del mismo.

—Es que hoy a nacido otra hada, pero… ¡Ha nacido del revés y necesita ayuda para salir!

Ángar soltó una risa y Rénis se le unió. El duende se levantó para recoger

una bolsa tejida con hojas de rumbelda morada y volvió junto a Lulurel.

—Una pequeña hadita que ha nacido del revés, supongo que con las piernas hacia arriba, ¿verdad?

—¡Sí! ¡Por eso necesita enseguida que la atendais!

—Relájate Lulurel. No pasa nada, solo hay que aplicar una cesárea en los pétalos y en breve la pequeña estará re-voloteando entre las flores —Ángar notó que Lulurel parecía muy angustiada—. ¿Qué te preocupa?

—Ángar... ha nacido del revés y en un lirio —agachó la cabeza y se llevó las manos al pecho, parecía apunto de echarse a llorar.

El duende se acercó a ella y la estre-chó entre sus brazos.

—Lo siento, Lulu. No lo sabía.—La verdad es que me imaginaba

algo por el estilo, al ver a Lulurel así —Rénis había terminado con su paciente y se había preparado con su bolsa para acompañarlos—. Querida, son cosas que suceden, pero lo peor pasó mucho antes de que la pequeña, que nos espera patas arriba, naciese. Venga, vayamos a sacar a esa hadita que seguramente patalea por salir —añadió acariciando a Lulurel, que parecía más calmada.

Antes de salir, Ángar dio el aviso a unos duendes y hadas, que estaban de aprendices en el Árbol Celeste, para que cuidaran de los pacientes y atendieran las urgencias durante su ausencia.

Lulurel salió disparada. Ángar y Ré-nis la siguieron muy de cerca, volando lo más velozmente que les permitían sus alas sobre los valles de flores. No mucho más tarde, alcanzaron el destino que Lu-lurel indicaba: Un lirio amarillo del cual

sobresalían dos pies desnudos que pata-leaban. La flor se movía sin parar ante el nerviosismo de la pequeña hada. A pesar del color amarillo del lirio, se podían ver pequeños destellos de luz que provenían de la joven que luchaba por salir.

—¿¡Ha-habéis visto eso!? —exclamó Lulurel señalando la flor desde un late-ral—. ¡Ha brillado! ¡Es un hada de luz!

—¿Estás segura, pequeña? —Rénis se acercó hasta su posición, observando atentamente, esperando ver algún deste-llo. Escasos segundos después, otro bri-llo se dejó ver entre los pétalos cerrados del lirio—. ¡Haditas y duendecillos! ¡Es cierto, es una hada de luz! —voló hasta la parte superior de la flor—. Ángar, de-bemos sacar a este angelito ya de aquí.

—Estoy listo, Rénis. Es emocionante ver nacer a un hada de luz, hace varios siglos que no nace ni un hada o duende de luz —se puso en el lateral izquierdo, mientras Rénis hacía lo mismo en el lado derecho—. Preparaos para cerrar los ojos en cuanto abramos este lirio.

El hada y el duende empezaron a practicar una cesárea al lirio amarillo. Cortaron las uniones de los pétalos con piedras de liveno, de la forma más cuida-dosa posible, intentando no herir ni a la flor, ni al hada de su interior.

—Rénis, ¿has terminado? —preguntó Ángar, al cual se le resistía una hoja del lirio, que no decía al corte— Tengo un problema con un pétalo. No se puede cortar.

—A mi me pasa lo mismo. Debería-mos probar a tirar de los pétalos desde arriba, quizá así cedan y se abra del todo —Rénis buscó a Lulurel con la mirada— Querida, tendrás que ayudarnos, son cinco pétalos, tendrás que tirar de uno.

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Fantasía

Los tres ascendieron a la copa de la flor y agarraron con fuerza las hojas del lirio.

—Recordad cerrar los ojos en cuanto empecemos a tirar —añadió Ángar.

Siguiendo el consejo, los tres cerraron los ojos y comenzaron a tirar lentamente de los pétalos en dirección al tallo. Lulu-rel no pudo evitar ser curiosa y dejó sus ojos entre abiertos al poco de empezar a tirar de la hoja de la flor. Pudo ver como las piernas tenían espacio suficiente para hundirse dentro del lirio. En su interior vio por fin ver al hada que tanto disgus-to le había dado. Se trataba de una jo-ven, vestida con un pétalo de su flor, de piel algo pálida, cabello castaño liso, que le caía hasta los hombros, y ojos verdes, que se encontraron los de Lulurel obser-vándola. Lulurel esperaba un destello cegador en cualquier momento, propio de las hadas de luz recién nacidas, pero en cambio, la desconocida se puso en pie lentamente, emitiendo progresivamente una brillante luz por todo su cuerpo, sin dejar de mirar a Lulurel. Cuando la luz cesó, la flor había terminado de abrirse.

—Estrellas… —murmuró la recién nacida.

Rénis y Ángar se acercaron hasta Lu-lurel, para observar a la nueva hada de Olvenemory. Lulurel se aproximó lenta-mente hacia la recién nacida.

—Estrellas… —repitió.—Tranquila, no pasa nada. ¿Cómo te

llamas?—Lulu, déjanos esto a nosotros —

dijo Ángar, apartándola un poco—. En cuanto esté bien te avisaré.

—Pero...—No pasa nada, lo peor ya pasó, ¿re-

cuerdas? —dijo mientras la acariciaba la cabeza—. Deberías descansar. Cuando comprobemos que la pequeña está bien, te avisaremos para que la guies. Eres su madrina y tendrás que mostrarle todo Olvenemory.

—Gracias Ángar. Aunque me queda-ré con vosotros, no quiero separarme de ella.

—Está bien.Rénis examinó a la joven y Ángar pre-

paró un brebaje con semillas de rumbelda verde, que dio de beber al hada de luz. En pocos segundos la medicina hizo efecto y

la chica se desmayó sobre los brazos del duende.

—Vamos a llevarla al Árbol Celeste para que descanse. Cuando despierte ma-ñana podrás encargarte de ella.

Un poco antes del amanecer, Lulurel salió de su casa en dirección al Árbol Ce-leste. No quería llegar tarde al despertar de la, aún desconocida, hada, sobre todo porque seguía extrañada por el naci-miento. Normalmente, las hadas y duen-des al nacer lo primero que dicen es su nombre, pero en este caso fue distinto, la chica solo mencionó las estrellas.

Lulurel se detuvo brevemente en la estación de los campos de flores y re-cogió una bolsa de semillas. La joven sin nombre tendría que escoger la que más le gustase y con ella crear su hogar, como habían hecho todos los habitantes de Olvenemory.

Ya había comenzado el amanecer y Lulurel llegó al Árbol Celeste. Aunque estaba ansiosa y algo nerviosa, entró con calma. Rénis la recibió.

—¿Cómo está? —dijo, señalando a su ahijada.

—Aún duerme, pero está bien. Su ex-periencia tuvo que ser dura, ha dormido profundamente y no se ha despertado en ningún momento.

—Pobrecita… —Lulurel advirtió que Ángar no se encontraba allí—. ¿Dónde se está Ángar?

—Le he destinado al Árbol Blanco un par de semanas. El duende Blof se lasti-mó ayer y su aprendiz es aún muy nova-to para valerse solo.

—Vaya... esperaba poder saludarle.—Volverá antes de que te des cuen-

ta, querida —dijo, guiñandole un ojo. Notó como Lulurel se ruborizaba, pero no quiso distraerla mucho más de su la-bor—. Veo que traes el saco de semillas. Esperemos que despierte pronto para que le enseñes todo. Voy a ver a mis otros pacientes.

—Gracias por todo Rénis.Lulurel se acercó hasta la camilla del

hada durmiente. Más de cerca, observó que la joven tenía la nariz algo chata y unos labios muy finos. Se la quedó mi-rando un buen rato, esperando a que despertase, pero no abrió los ojos. Abu-rrida, Lulurel se dedicó a seguir con la mirada el trabajo de Rénis con los otros pacientes. Siempre le había parecido el hada más amable y atenta que había conocido y no le extrañaba en absoluto que la vocación de Rénis fuera de curan-dera.

Distraída en sus pensamientos, Lulu-rel no vió como la joven se despertaba y se incorporaba sobre la camilla.

—¿Hola? —dijo la chica.Lulurel dio un respingo, pero mantu-

vo la calma. Se volvió a ver a el hada, que la miraba confusa.

—Hola, preciosa. Por fin has desper-tado. ¿Qué tal te encuentras?

—Bien… ¿Quién eres?—Oh, claro, no me he presentado.

Soy Lulurel, una hada matrona —ex-plicó en tono orgulloso—.Yo fui quien vigilaba tu flor hasta que germinó.

—¿Qué es un hada matrona?

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—Es mi trabajo. Me gustaban los va-lles de flores, por ello quise dedicarme a vigilar y ayudar a las hadas a nacer cuan-do fuera el momento oportuno. Aunque en tu caso yo no hice nada, tuve que avi-sar a las hadas curanderas para que me ayudaran —hizo una pausa mientras la joven asimilaba lo que le había dicho—. Y… ¿Cómo te llamas?

—Aymara.—Bonito nombre, me gusta —Lulu-

rel se sorprendió, pues esperaba que la respuesta a su nombre fuera Estrellas, pero aquella contestación le gustó más. Se puso en pie y agitó la bolsa llena de semillas con el rostro iluminado por la ilusión que le hacía guiar a un hada re-cién nacida— Bien Aymara, hoy te toca conocer todo Olvenemory y tener tu propio hogar. Vamos, tienes mucho que aprender.

Aymara hizo el amago de levantarse pero sus piernas fallaron y fue incapaz de sostenerse en pie apenas se separó de su camilla. Rénis dio cuenta de ello y se acercó a ayudar a la joven.

—Me temo que tendrás que dejar la visita guiada para mañana, Lulurel. Esta jovencita tiene que descansar un poco más.

—¿Qué le pasa? —No le pasa nada, solo que está ago-

tada. La primera vez que atendí a un hada de luz, tras su descarga de brillante fulgor, la pobre acabó agotada.

—¿Hada de luz? —preguntó Aymara.—Sí, eres un hada de luz, pero ya te

explicaré todo mañana más tranquila-mente. Ahora descansa, que mañana nos espera un gran día.

Lulurel se alejó hasta la salida del ár-bol y se despidió de las dos hadas. Voló ilusionada hacia los jardines, deseando mostrarle todo Olvenemory a Aymara.

Continuará...

Fantasía

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No podía parar de contemplar a Helen pues estaba tan elegante y co-queta como siempre. Se había reco-gido el cabello en una graciosa tren-za cobriza que descansaba sobre su hombro derecho y le llegaba hasta la cintura, y para la ocasión vestía un vestido esmeralda que combinaba perfectamente con el tono verdoso de sus ojos.

Todo en ella era sofisticado, desde su apariencia hasta las palabras que pronunciaba a través de su boca.

—Me alegro de verte tan bien, tie-nes más energía y eso es bueno. La última vez que tuve el placer de to-mar un té contigo estabas tan delga-do… y ahora te veo tan feliz.

Edgar en cambio no tomaba té, ya que la teína era perjudicial para su insomnio, así que en lugar ello se conformaba con beber un zumo de frutas para acompañar a su prome-tida.

—Aún no duermo como debería pero sí es cierto que estoy mejoran-do, tengo que continuar con el tra-tamiento.

—Pero son buenas noticias —con-templó Helen esperanzada—, aque-lla vez que te desmayaste estuve tan preocupada, ojalá y no vuelva a pa-sar.

Ambos cogieron sus respectivas bebidas y dieron un sorbo mientras intercambiaban miradas, se llevaban muy bien y Edgar la apreciaba mu-

cho pero le entristecía admitir que no sentía nada más que una pura amistad por ella y que no iba mal encaminado al pensar que a la joven le ocurría lo mismo con él. Algunas veces se echaba las culpas a sí mis-mo por la situación, si fuera más apuesto, más carismático y menos enfermizo quizás lograría ser lo que Helen buscaba. Pero no encontraba manera alguna de llegar a ser digno de una muchacha tan distinguida que además era mucho más madura que él, teniendo ella 25 años. La di-ferencia de edad naturalmente tam-bién la notaban uno y otro.

—Adivina qué he soñado esta noche.

FantasíaSueño de Media Noche

Capítulo 3

Lady TurbalinaTwitter: @LadryTurbalina

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—¿Qué? —la repentina sugeren-cia lo sorprendió—. Déjame pensar, ¿conmigo? Si me lo estás diciendo es por algo…

—¡Sí! —exclamó presa del entu-siasmo para luego dedicar una mira-da suspicaz a los alrededores. Vien-do que nadie más estaba cerca para oírla prosiguió—. Soñé que estabas casado con una mujer preciosa y venías a presentármela, ¡después de casarte! ¿Cómo es que no me invi-taste a la boda?

Helen dejó la taza sobre la mesa y le miró sonriente aguardando su respuesta. Que alguien escuchara a Helen hacer bromas sobre el matri-monio de Edgar con otra podría ser un escándalo, pero para ella no era ningún problema.

—¿No te llegó la invitación? Cul-pa del cartero —ambos rieron la broma, tras lo cual Edgar concluyó sincerarse—. Ojalá logres casarte con quien desees, de verdad que te lo deseo, Helen; No mereces casarte por obligación conmigo.

—¿No te he dicho que venías a presentarme a tu mujer a mí y a mi marido? ¡Que en el sueño yo ya es-taba felizmente casada! Qué sueño tan maravilloso…

Las risitas jocosas y bromas cómplices volvieron a dominar la sala, que se fueron mezclando con el sonido de los pasos de alguien aproximándose. Edgar reconocería en cualquier parte aquellos pasos rítmicos y pausados.

—Señorita Helen, el chófer la está esperando —anunció su padre apa-reciendo tras la puerta—. Edgar, haz

el favor de acompañar a la señorita.—Sí, padre.La pareja apuró de un sorbo sus

respectivas bebidas y se pusieron en pie, Edgar miró el reloj de la pared y comprobó que apenas habían estado juntos una hora. No sabía a ciencia cierta cómo funcionaba el compro-miso en el resto de familias, pero lo que sí que no lograba comprender era cómo su padre pretendía que conociera a su prometida citándo-se con ella una o dos veces al mes y pasando una hora juntos. Cuando protestaba contra ello, él siempre alegaba que por su condición débil no era adecuado que hiciera el viaje de seis horas expresamente para ver a Helen en el distrito Este, pero que tampoco era conveniente instarla de venir continuamente a visitarle a él.

Caminaron por el pasillo y ba-jaron las escaleras hasta la planta baja, donde cogió el abrigo beige del perchero que estaba al lado de la puerta y se lo tendió a Helen para ayudarla a ponérselo antes de salir, ella lo agradeció dándole dos calu-rosos besos en las mejillas, después se le quedó mirando sin sonreír esta vez.

—¿No tienes miedo de que no po-damos evitar casarnos? —no esperó la respuesta—. Yo continuamente.

A continuación se giró elegante-mente para nuevamente desaparecer durante un mes.

Edgar la observó atravesar el um-bral de la puerta al tiempo que em-pezaba a caer una fina llovizna en el exterior, y reprimió las ganas que tenía de ir a abrazarla y decirle que no sufriera, que no iban a casarse, que iba a ser feliz, que no debía te-ner miedo; Lo mejor era aguardar a los acontecimientos que estaban por llegar, si decía algo pensarían que es-taba loco.

Decidió ir a la cocina en busca de comida, con un poco de suerte habría algo que poder llevar a Mid-night. Subiendo las escaleras se cru-

zó con su padre que las bajaba, lle-vando con él un maletín negro que era su inseparable acompañante en la jornada laboral.

—¿Vas atender a un paciente, padre? Abrígate, está empezando a llover.

—Efectivamente —se detuvo el médico al pie de la escalera—. Esta-ré ocupado.

Y continuó su marcha, porque para el Dr. Ivory el tiempo era valio-so, y el trabajo aún más.

El joven no le dio mucha impor-tancia a la nueva ausencia de su padre, ya estaba acostumbrado a que sus obligaciones laborales los mantuvieran separados. Atendía a importantes pacientes de los cuatro distritos y ello requería en muchos casos traslados duraderos de varias semanas. Edgar suponía que su pa-dre debía de estar muy satisfecho con lo que hacía y no le cabía duda de que la importante paga que re-caudaba era otro de los motivos.

Volvió a la tarea que le ocupaba y una vez en la cocina rebuscó en la nevera y dio rápidamente con varias cosas que podrían gustarle a Midnight: queso y unas manzanas. Le calentó además unas sobras del guiso de Marie para que también pudiera disfrutar de una comida ca-liente y lo dispuso todo sobre una bandeja metálica. En su opinión le quedó una comida bastante apete-cible compuesta por tres trozos de queso, dos manzanas y un cuenco del guiso acompañado de una grue-sa rebanada de pan. Cogió por últi-mo unos cubiertos y se encaminó a llevarle todo al piso superior.

Ascendió por los pisos con sumo cuidado para no tropezar y perder el equilibrio con el consecuente ries-go de derramar la comida. Mientras

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subía podía oír la lluvia convertirse en tormenta en el exterior. Se alegra-ba de estar dentro y abrigado puesto que fuera el tiempo pintaba verdade-ramente mal, no quería ni imaginar-se tener que salir en esos momentos.

Llegó a su destino y encendió las luces, comprobando contento que Midnight había hecho caso de sus advertencias y no las había encendi-do. Dejó la bandeja en el suelo del pasillo y se dirigió a revisar las habi-taciones al mismo tiempo que llama-ba a Midnight.

—Midnight, soy yo, puedes salir —se asomó a la primera, donde no estaba—, ¿Midnight?

Esperó unos segundos por res-puesta en el pasillo creyendo que el búho aparecería, pero no fue así. Fue rápidamente al dormitorio principal diciéndose a sí mismo que debería estar durmiendo y por eso no con-testaba, pero estaba equivocado.

Encontró el dormitorio con todas las ventanas abiertas, ocasionando que la una lluvia y fuerte viento se colara en la estancia, Midnight esta-ba peligrosamente asomado por una de ellas contemplando algo que sin duda había captado por completo su interés.

—¡Vas a caerte! —ni así logró des-viar su atención—. Midnight…

Como si fuera invisible, siguió siendo ignorado y muy pronto atis-bó la causa. Las ventanas abiertas desvelaban un paisaje aterrador que lo dejó petrificado.

El Bosque del Norte ardía bajo la imponente tormenta eléctrica y un manto de humo negro se arremoli-naba en el cielo sobre éste, la causa más probable era que un rayo hu-biera alcanzado los árboles y estos hubieran ardido.

—Los he abandonado. Podría estar allí con ellos ayudando, y en cambio estoy aquí, a salvo —Edgar no sabía si las palabras iban dirigi-das a él o simplemente era un pen-samiento en voz alta, la culpabilidad impregnaba la voz de Midnight—. No se lo merecen.

—Tú no tienes la culpa, nadie sa-bía lo que iba a ocurrir.

El rostro de Midnight se volvió desvelando las lágrimas que resbala-ban por sus mejillas en un torrente de emociones.

—¿Porqué me consuelas?—Porque somos amigos, es lo que

hacen los amigos.—¿A pesar de ser tan distintos,

humano?— Sí —fue toda la respuesta que

fue capaz de darle.— El destino es injusto, ¿sabes? —

Midnight apartó la vista de su hogar y caminó hacia la cama y se sentó, ensimismado—. Les he robado, he robado a mi padre. Todo por perse-guir algo que ni siquiera sé que es.

Alargó la mano y la metió bajo la almohada, sacando de debajo la her-mosa brújula que había traído con-sigo. La manecilla giró varias veces y apuntó de nuevo a Edgar.

—Estoy seguro de que tenías tus motivos.

—Mi padre está enfermo… él fue quien hizo esta brújula. A diferencia de mí, él sí puede usar algo de magia. La hemos ido perdiendo con el paso de las generaciones pero unos pocos de nosotros aún la conservan.

—¿Estás preocupado por él?Era evidente, pero Midnight ne-

cesitaba alguien que hablara con él y eso hizo el muchacho, hablarle y

escucharle. Se sentó a su lado e in-tentó acompañarle en la medida de lo posible.

—Terriblemente preocupado —un sollozo hizo que tuviera que pa-rar para recobrar fuerzas—. Él la fabricó para buscar algo que nunca se atrevía a alcanzar, lo sé. Miraba al horizonte donde apuntaba la brú-jula y se resignaba a no perseguirlo. Le dije que yo no iba a ser como él.

—¿Discutisteis?Un leve asentimiento de cabeza se

lo confirmó y después ambos calla-ron. La tormenta se intensificaba y la estancia se iluminaba por los ra-yos que se sucedían a cada momen-to. Midnight dio un largo y ronco suspiro, más bien parecido a un la-mento.

—Quédatela.El búho tomó sus manos y le con-

fió la brújula. Edgar no sabía lo que estaba pasando.

—¡No, es muy importante para ti! Si es de tu padre, deberías tenerla tú —protestó firmemente.

—Te apunta a ti, así que volveré, no lo dudes.

Y sin que el humano tuviera tiem-po a reaccionar el búho se puso en pie, se acercó con paso decidido a la ventana que tenían enfrente, inclinó el cuerpo hacia afuera dejando todo el tronco bajo la furiosa lluvia y ex-tendió las alas. Edgar se levantó y corrió hacia él para impedirlo, sería muy peligroso volar con aquel tem-poral.

—¡Midnight…!Y se precipitó al vació haciendo

que por unos instantes desaparecie-ra, para reaparecer alzando el vuelo dirección norte hacia su hogar. Ed-gar se sintió tremendamente sólo.

Continuará...

Fantasía

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¡Aquí termina nuestro Número 4!

Esperamos que te haya gustado.

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