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Reconfiguraciones

A l f o n s o A lf a r ~

EDITORIAL

i un elemento fundamental que nos per­mite calibrar la consistencia de un sistema político es su capacidad para llevar a cabo transferencias de poder de manera ágil y sin sobresaltos, la prueba de fuego de las socie­dades consiste en su flexibilidad para reconfigurarse a sí mismas en el momento en que su acuerdo fundacional -el equilibrio de fuerzas internas y externas que la ubican en el mundo- alcanza su caducidad: cuando un sistema se muestra incapaz de mantener los ni­veles de consenso que lo hacían funcional' con cierta fluidez, cuando no puede conservar en el exterior su rango de autonomía o su esfera de influencia, cuando sus anhelos de ser dis­tinta de sí misma la impulsan a mirarse en el espejo de sus vecinos. El imperio español tu­vo la angustiosa conciencia de haber alcanzado ese tope fatídico hacia el último tercio del siglo XV III; emprendió entonces una vertiginosa carrera de modernizaciones que fueron ejecutadas de manera autoritaria y que obtuvieron tal éxito que transformaron a fondo el sistema imperial, tanto que acarrearon su hundimiento. La víctima emblemática de ese proceso fue la Compañía de Jesús: sus miembros fueron expulsados de los dominios del rey, cuyos ministros no descansaron hasta obtener de la Santa Sede, a través de un despliegue de presiones y amenazas, la supresión canónica de la orden. Los cerca de 680 jesuitas de la Provincia Mexicana formaban un contingente internacional del cual más de dos terceras partes eran nativos de esta tierra. Su reacción ante la autocrática medida que los alejaba de su patria, los desarraigaba de su familia y los sometía a una vida de incertidumbre y humillaciones fue admirable: continuaron dirigiendo su energía intelectual en la misma

dirección en que la habían canalizado antes de su partida , la construcción de la sociedad de la que habían sido arrancados con violencia. No es una de las menores paradojas de este dramático periodo el que estos jesuitas, miembros de una institución cuya naturaleza universalista aducían las Coronas como elemento de radical incompatibilidad con la sacra­lizada razón de Estado (motivo suficiente para buscar su aniquilación), hayan consagrado los duros años del exilio donde encontrarían la vejez y la muerte a construir pacientemen­te una sociedad que había de convertirse, en buena parte gracias a sus esfuerzos, en una nación. Hay reconfiguraciones logradas (las de las sociedades medievales en el horizonte renacentista) y otras fallidas (las que intentaron transformar desde el interior a los países del "socialismo real" del Este europeo); las hay onerosas (las que produjeron las revolu­

ciones inglesa en el siglo X V II Y francesa en el xv 111), Y aparentemente tersas (la llamada t ransición española, o la checa). El éxito nunca está asegurado y depende en buena medida de la capacidad de imaginación y coordinación necesarias para general' revoluciones tec­nológicas (como la industrial o la cibernética) o innovaciones sociales (como las políticas de protección de las poblaciones más vulnerables o de promoción de los derechos humanos, que son cimientos de la armonía de las naciones prósperas). La posibilidad de suscitar re­voluciones tecnológicas e innovaciones sociales descansa en la capacidad interna de las so­ciedades para integrar a sus diversos actores en la negociación de los proyectos comunes.

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Ahora podemos ver con claridad que la pírrica victoria de las reformas borbónicas, que desencadenaron las fuerzas que a mediano plazo habían de provocar tanto la desaparición del imperio como la del estamento social que las había promovido, se debe, en buena medi­da, al autoritarismo y a la falta de concertación con que fueron implementadas. Así, mien­tras el sistema imperial se iba desarticulando en su base a consecuencia de la intolerancia y la insensibilidad de sus dirigentes, los novohispanos expulsos se empeñaban en tejer la­boriosamente los lazos que iban a dar forma a una de las sociedades que habían de brotar de los escombros de la fallida monarquía transcontinental. Estos episodios nos recuerdan una evidencia acerca de la historia de las sociedades: así como los acuerdos, incluso los que podemos llamar fundacionales, tienen necesariamente una fecha de caducidad (de la que se pierde conciencia cuando el plazo es muy largo), los efectos de las medidas de gran ca­lado, tanto constructivas como disruptivas, tienen, a su vez, periodos de incubación que a veces pueden ser también muy amplios (no son raras las que requieren de un plazo mayor a una generación). Por ese motivo, la mayoría de los actores de este violento proceso de modernización no estaban ya al mando cuando la crisis napoleónica derrumbó un orden social fragilizado por sus iniciativas. México vivió hace algunos años un proceso que en al­gunos aspectos recuerda la reconfiguración forzosa a la que la monarquía española se en­frentó durante el reinado de Carlos III. El frági l equilibrio construido arduamente por las generaciones surgidas de la Revolución de 1910 alcanzó hace ya varias décadas su nivel de caducidad, víctima de sus propios éxitos (crecimiento demográfico, emergencia de las cla­ses medias, industrialización, recomposición de las elites .. . ) y de cambios sustantivos en el entorno geopolítico (nuevas realidades económicas, ecológicas y energéticas, transfor ma­ción de los campos ideológicos y de los equilibrios de las potencias, surgimiento de espa­cios de integración regional, mundialización ... ). Los intentos de construcción de un orden que refleje la actual situación interna y se integre de manera armoniosa en un paisaje in­ternacional en plena transformación no han sido exitosos. No hemos sabido reconfigurar la sociedad que heredamos de la Revolución para adaptarla a las exigencias de la historia. Hemos sido particularmente ineficaces en encontrar nuevos derroteros para una fuerza de trabajo que se hallaba integrada (aunque de manera precaria y corporativista) en los espacios formales de la vida social, tanto en el terreno económico como en el político. En lugar de impulsarla, a travé de un gran esfuerzo educativo particularmente en el campo tecnológico, a desarrollar las capacidades que le permitieran desempeñar actividades de alto valor agregado, la hemos canalizado a competir en el ámbito internacional por los más bajos escalones de la remuneración. Al mismo tiempo, hemos desarticulado las redes (tan poco modernas y democráticas, de naturaleza clientelar) que integraban a las bases de la pirámide social en el interior del marco de la vida política y, en lugar de ampliar para ellas el espacio de vigencia de las instituciones, las hemos arrojado hacia las tinieblas exteriores de un corporativismo todavía más corrosivo que el de los caciques tradicionales, puesto que se encuentra estructurado por las redes de la economía criminal y de la delincuencia. La descomposición de los vínculos sociales que se expresa a través de la creciente vio-

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lencia que aqueja a este país no data, pues, de la víspera ni es tampoco algo que pueda revertirse a breve plazo: la necesaria reconfiguración del orden social demandará tanto esfuerzo e imaginación (ojalá que no tanto tiempo) como los que desplegaron los expulsos (o los miembros de esas generaciones que, entre la Constitución de 1917 y los festejos del centenario de la consumación de la Independencia en 1921, fueron capaces de inventar un nuevo pacto social). El ejemplo de estos novohispanos que quisieron ser mexicanos, de estos desterrados que enfrentaron el infortunio con entereza construyendo desde el exilio la patria que nunca verían y cuyo gentilicio fueron los primeros en adoptar, puede ser para nuestras generaciones sumamente inspirador. Estos individuos no sucumbie­ron a la desesperanza y canalizaron su energía en forma productiva aun sabiendo que no verían el resultado de sus empeños. Dado el tiempo que se requerirá para articular de manera funcional lo que nuestras generaciones no supieron rediseñar, es muy probable que el destino de muchos jóvenes mexicanos se asemeje al de estos ilustres coterráneos. Nuestro país ha ido poco a poco edificando un altar patriótico, un panteón de personajes ilustres cuyas figuras constituyen un soporte indispensable de nuestro sistema de inte­gración simbólica. Ese retablo de la nación refleja, sin embargo, las fracturas de nuestra historia. Hay en él héroes que, por su posición ideológica o por su desempeño político, no son para todos los mexicanos objeto de consenso. Los protagonistas de estas páginas fueron todos hombres de paz, creativos, laboriosos, cuyas únicas armas eran la inteli­gencia y la sensibilidad; sus contribuciones a la concordia nacional han sido insignes: la construcción de una memoria común, la preocupación activa por el cuidado y el mejor aprovechamiento de estas sierras que nos separan y estas costas que nos unen y por el desarrollo de la fuerza de trabajo de cada uno de sus habitantes, así como por la integra­ción de la sociedad en unos horizontes abiertos a la humanidad toda y al mismo cosmos. Sus compatriotas los han convertido ya en factores de convergencia y unidad; ahora pue­den ser también ejemplo de entereza y de una actitud propositiva ante un presente som­brío y un futuro cuya construcción demanda tanta imaginación como firmeza y empeño.

A" o y mes mexicanos, lámina de la Storia Antica del Messicu. Cesena" 1 iSO. Biblioteca Francisco Xavier Claviqero.

l rniIH:T:,idad iberoamericana,. ciudad de 1\!lé:cicn.

En una publicación que tiene como protagonistas a los jesuitas expulsos, la figura de Cla­vijero no podía dejar de ocupar un lugar capital. La figura de este ilustre historiador y naturalista, renovador de la investigación filosófica y de la práctica pedagógica, polemista brillante, incansable promotor del desarrollo económico y tecnológico, sacerdote ejemplar, ha llegado a ocupar un lugar insigne entre los héroes patrios. La memoria oficial lo ha con­vertido en figura de proa de una brillante generación de intelectuales mexicanos y le ha tributado los máximos homenajes. Gracias a las investigaciones del historiador Arturo Reynoso, S.J., podemos presentar en este número tres documentos de extraordinario inte­rés surgidos de su pluma. El primero es el testimonio personal de Clavijero acerca del proceso de la expulsión, que abarca desde la angustiosa acumulación de nubarrones pre­vios al drama hasta el exilio en Italia, pasando por las vicisitudes de la larga y accidentada travesía. Además de su gran interés historiográfico, esta obra tiene el mérito de una vívida prosa que lo hace tan entrañable como apasionante. El segundo texto es la síntesis de un documento inédito, estudiado por Reynoso en la Biblioteca Nacional de Madrid, donde Clavijero da cuenta minuciosa del último curso que tuvo a su cargo como profesor en el colegio jesuita de Santo Tomás (antecedente de la actual Universidad de Guadalajara). Se trata de una pieza clave para la historia de la ciencia en México que nos muestra una radio­grafía precisa de la fecunda tensión que se había establecido entre los diferentes sistemas cognoscitivos que se enfrentaban en el universo hispánico, en un momento en que parecía posible conciliar las ambiciones de claridad de la cultura ilustrada con los principios del mensaje cristiano. El tercero, también inédito, identificado igualmente por Reynoso en una biblioteca boloñesa, es una traducción, de puño y letra de Clavijero, de un sermón predica­do por CarIo Borgo, antiguo correligionario suyo. Esta obra constituye el indispensable complemento de los dos documentos clavijerianos presentados en el número anterior de esta serie y también la pieza esencial que permite integrar los otros dos nuevos textos publicados ahora. Porque además del Clavijero narrador y testigo (de la Relación) y del Clavijero científico (del Ve. jamen), tenemos ahí al Clavijero jesuita, al hombre de fe que lo­gra finalmente asumir el sentido que tuvo el sacrificio de su familia religiosa concebido como una inmolación al servicio de la Iglesia. Esos tres documentos excepcionales, que forman la columna vertebral de esta publicación, se inscriben en la tradición ignaciana que insta a conceder una importancia capital a los ejercicios de la memoria y muestran que la Provincia jesuítica mexicana, desde los años de Florencia, Oviedo, Pérez de Ribas o Ale­gre, no ha dejado de ilustrarse en una tradición que llega viva hasta nuestros días. IHS

"(Jue el oro fascine a olro,..,. pa.ra mí el '(('yola es lI lUJ,\; / ra, gratitud".

Drlalle de la ¡Jorladilla de la "azeta de lit erat.ura de ~Iéx ico, de José .4 III01l io Alzale Ramirn Puebla, / 83/, Fondo José auliérrez Casillas, S, J ..

dI' la Biblioleea Eusebio f? Kino dI' la PrOl' i ¡, (,ú, .l/PJ'icana de la Compmiía de Je,;¡;",