Mr Tompkins en el Pais de las Maravillas

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El país de las maravillas Autor: GEORGE GAMOW PRESENTACIÓN PRÓLOGO Primer sueño: Un universo de juguete Tercer sueño: Velocidad máxima Cuarto sueño: Más Incertidumbre Quinto sueño: El señor Tompkins sale de vacaciones Sexto sueño: Aventura final Primera conferencia: La relatividad del espacio y el tiempo LECTURAS COMPLEMENTARIAS Gamow, George. El país de las maravillas http://lectura.ilce.edu.mx:3000/sites/fondo2000/vol1/pais-maravillas/indice.html [13/11/2002 01:40:57]

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El país de las maravillas   Autor: GEORGE GAMOW

      

PRESENTACIÓN 

PRÓLOGO

Primer sueño: Un universo de juguete

Tercer sueño: Velocidad máxima

Cuarto sueño: Más Incertidumbre

Quinto sueño: El señor Tompkins sale devacaciones

Sexto sueño: Aventura final

Primera conferencia: La relatividad delespacio y el tiempo

LECTURAS COMPLEMENTARIAS

 

     

Gamow, George. El país de las maravillas

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EL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAha publicado cuatro librosdel eminente físico GeorgeGamow, en su colecciónBreviarios. Se trata deobras que han sidoreeditadas varias vecesdebido a su agradablelectura y a su anchaaceptación entreestudiantes y público engeneral. Esta doble virtudse debe a que el doctorGamow ofrece en sus librosuna sugestiva serie derelatos que tienen elpropósito de encaminar allector, profano de lasciencias o curioso pornaturaleza, por diversostemas y ramificaciones dela física.

Mucho del éxito que tienenlos textos de Gamow se debea su personaje, el señorTompkins, un hombresimpático y aventurero quese embarca en exploracionesraras y bizarras: recorrelos paisajes de la teoríade la relatividad y seinterna en los bosques dela teoría cuántica.Tompkins se vuelve unasuerte de maestroentrañable, al mismo tiempoque uno de los mejoresguías para adentrarnos enel mundo de la ciencia.

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FONDO 2000 presenta aquíuna selección de En el paísde las maravillas.Relatividad y cuantos,donde Gamow, a través delos sueños de Tompkins, nospasea por el campo de lasnociones fundamentales dela física, como el espacio,la gravitación, la materiay la energía. Estas páginasnos confirman la claridadde sus exposiciones, y suestilo, aun con un toquehumorístico, no lo alejadel rigor científico.

George Gamow nació enOdessa, Ucrania, el 4 demarzo de 1904, con elnombre de Georgy AntonovichGamow. Estudió en la ciudadde Leningrado, que hoy sellama de nuevo SanPetersburgo; en 1924 setrasladó a Gotinga y,posteriormente, estuvo enel Instituto de FísicaTeórica de Copenhague. En1934 emigró a los EstadosUnidos. Allí fue primeroprofesor de la UniversidadGeorge Washington, enWashington, D. C., y en1956 pasó a ocupar lacátedra de física en laUniversidad de Colorado, enBoulder. Gamow perteneció alas más prestigiosasacademias científicas delmundo; sus teoríascontribuyeron de manerasignificativa al procesodel conocimiento y

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reconocimiento del DNA, y ala consolidación de lasteorías del big bang,aquellas que sugieren queel Universo se formógracias a una megaexplosiónocurrida hace billones deaños. Sin embargo, Gamowfue mejor conocido por suslibros de intencióndidáctica dirigidos a loslegos en temas científicos,y en particular por suserie de libros en dondeinventó al señor Tompkins.George Gamow murió el 19 deagosto de 1968 en Boulder,Colorado.

 

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Prólogo

Desde la infancia nos acostumbramos almundo que nos rodea, percibido a través denuestros cinco sentidos; es en esta etapadel desarrollo mental cuando seconstituyen los conceptos fundamentales deespacio, tiempo y movimiento. La mente notarda en aferrarse a estas nociones, hastatal punto que más tarde llegamos a creerque nuestra imagen del mundo externo,basada en ellas, es la única posible;imaginar la menor transformación nosresulta demasiado paradójico. Pese a todoesto el desarrollo de métodos físicosexactos de observación y el ahondamientoen el análisis de las relacionesobservadas han conducido a la cienciamoderna a la conclusión de que estefundamento "clásico" fracasa al seraplicado a la descripción detallada de losfenómenos generalmente inaccesibles a laexperiencia cotidiana. Lo cual exige, parala descripción correcta y coherente denuestros nuevos y precisos experimentos,introducir ciertas modificaciones en losconceptos fundamentales de espacio, tiempoy movimiento.

En el campo de la experiencia ordinaria,sin embargo, las desviaciones introducidaspor la física moderna en las nocionestradicionales son insignificantes. Nadaimpide, por otra parte, imaginar mundossometidos a las mismas leyes que elnuestro, pero con diferentes valoresnuméricos en las constantes físicas quedeterminan los límites de la aplicabilidadde los antiguos conceptos: de esta manera,las ideas correctas de espacio, tiempo y

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movimiento, que la nueva ciencia alcanzasolamente tras investigaciones tan largascomo complejas, se volverían patrimoniocomún, hasta el grado de que cualquiersalvaje en semejantes mundos estaría, sinduda, bien familiarizado con losprincipios de la relatividad y la teoríacuántica, los que incluso aplicaría a susnecesidades más inmediatas o a la caza,por ejemplo.

El héroe de las historias siguientes va aparar, en sueños, a varios mundos de estetipo, en los cuales los fenómenos quesuelen escapar a nuestros sentidosaparecen tan exagerados que resultanfácilmente observables, como los demásacontecimientos de la vida cotidiana.Confiamos en que las extraordinariasexperiencias del señor Tompkins en estosmundos ayudarán al lector a formarse uncuadro claro del trasfondo oculto delmundo físico que nos rodea.

Como Apéndice a estas historias seincluyen tres de las conferencias* delprofesor acerca de la relatividad y lateoría cuántica, dirigidas al oyenteordinario. La asistencia a esasconferencias indujo en el señor Tompkinslos sueños que vamos a relatar. En estasconferencias, cualquier lector —con ciertaidea de los elementos de la físicaclásica— encontrará un análisis de loshechos e ideas que han introducidomodificaciones revolucionarias en losconceptos físicos, e igualmente laexplicación de los numerososacontecimientos inesperados que salen alpaso a nuestro héroe.

Es un placer para el autor expresar aquísu agradecimiento al doctor C.P. Snow,quien publicó por primera vez estos sueños

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en la revista Discovery y a la CambridgeUniversity Press por la excelente ediciónde esta obra.

G. GAMOW

 Universidad George Washington

Marzo, 1939

En esta edición de Fondo 2000 sólo seincluye la primera.

 

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Primer sueño:Un universo de juguete 1

El señor Tompkins, modesto empleado de un gran banco de la ciudad,estaba muy cansado. Su jornada, dedicada totalmente a sumar lascolumnas interminables de las cuentas bancarias, lo había sumido enun completo embotamiento. Indudablemente, necesitaba distraerse unpoco. Cogió un diario de la tarde y buscó la página deespectáculos. Pero no se sintió atraído por ninguna película.Detestaba todas esas historias de Hollywood, llenas de innumerablesromances entre los artistas de moda. ¡Con que hubiera una solapelícula de verdaderas aventuras, con algo extraordinario, oincluso fantástico! Pero no había nada de eso. Su mirada se posósin querer en un anuncio pequeño, en la esquina de la página. Launiversidad local anunciaba una serie de conferencias sobre losproblemas de la física moderna; la de aquella tarde versaría sobreel espacio, el tiempo y la cosmología. ¡Ya era algo! Recordóvagamente haber leído en su juventud un libro que describía lasaventuras de un astrónomo, a bordo de una nave cohete que cruzabael espacio interestelar y que le servía para visitar diversosplanetas y hasta algunas estrellas lejanas. Iría a la conferencia;bien podría ser eso lo que necesitaba.

Cuando llegó al gran auditorio de la universidad, ya había empezadola conferencia. El local estaba lleno de estudiantes, jóvenes en sumayoría, que escuchaban atentamente al caballero alto, de barbablanca, que estaba junto a la pizarra. Precisamente en el momento

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en que el señor Tompkins entró, el profesor estaba escribiendo unafórmula matemática de aspecto escalofriante, que rezaba más o menosasí:

Rµν -1/2 g µν R= XT µν

Como los conocimientos matemáticos del señor Tompkins se limitabana las cuatro operaciones fundamentales de la aritmética (de lascuales le bastaban dos para su trabajo en el banco), el sentido deaquella fórmula extraña quedó oculto para él. Sentía una vagaesperanza de que, después de cubrir la pizarra con fórmulas todavíamás complicadas que la primera, el profesor orientaría su pláticahacía cuestiones más accesibles y acabaría por describir la imagenque se hacía del universo.

No fue así, sin embargo; y el señor Tompkins no pudo sacar nada enlimpio, de no ser la frase tantas veces repetida: "Vivimos en unespacio curvo, cerrado sobre sí mismo y, además, en expansión". Noes que semejante expresión le resultase mucho más comprensible queel resto de la conferencia, pero al menos lo impresionóprofundamente. Mientras volvía a su casa trató de concebir unespacio curvo, sin que se le ocurrieran más que cosas parecidas alparachoques de un Ford antiguo... No, nunca debió asistir a laconferencia; las cumbres de la ciencia no eran para él. En esteestado de depresión mental, se desnudó y se echó las mantas sobrela cabeza.

El señor Tompkins despertó con la extraña sensación de yacer sobre

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algo duro. Abrió los ojos y su primera impresión fue que estabatendido sobre una gran roca junto al mar. No tardó en descubrir queera ciertamente una roca, de unos nueve metros de diámetro, perosuspendida en el espacio sin soporte visible alguno. A trechoscrecía musgo y por las grietas asomaban unos pocos matorrales.Alrededor, el espacio estaba iluminado por una luz incierta y habíamucho polvo por todas partes; nunca había visto tanto, ni siquieraen las películas que representaban tormentas de arena en eldesierto. Se ató el pañuelo delante de la nariz y sintióconsiderable alivio. Pero no faltaban a su alrededor cosas máspeligrosas que el polvo. A cada momento revoloteaban cerca de suroca piedras tan grandes o más que una cabeza; algunas seestrellaban con un ruido extraño y sordo. Advirtió también un parde rocas, en todo similares a la suya, que flotaban en el espacio acierta distancia. Mientras el señor Tompkins reconocía así losalrededores, se aferraba desesperadamente a las escasas salientesde la piedra, temiendo sin cesar precipitarse en las simaspolvorientas que se vislumbraban abajo. Pronto cobró valor y sedecidió a deslizarse hasta el filo de la roca, para ver siefectivamente no tenía nada que la sustentase. Al irse arrastrando,advirtió con gran sorpresa que no corría el menor peligro de caer,porque su propio peso lo comprimía contra la superficie de la roca,pese a que ya había recorrido más de un cuadrante de sucircunferencia. Se asomó por detrás de un montón de piedras sueltasen el polo opuesto a aquel en que despertara, pero no descubriónada que sostuviese la roca en el espacio. Distinguió con granasombro, sin embargo, la silueta de un hombre alto, de larga barbablanca, que estaba de pie pero de cabeza (tal parecía) y tomabanotas en un librito. Reconoció al profesor a cuya conferencia habíaasistido aquella tarde.

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El señor Tompkins empezó a comprender. Recordó haber aprendido enla escuela que la Tierra es una enorme mole esférica que giralibremente alrededor del Sol, a través del espacio. Recordó tambiénuna ilustración en que se representaba un par de antípodas, enpuntos diametralmente opuestos del planeta. Sin duda, esta roca eraun minúsculo cuerpo celeste que todo lo atraía hacía su superficiey contaba con él y el anciano profesor por toda población. Estosrazonamientos lo consolaron un poco. ¡Al menos no había peligro decaer!

—¡Buenos días! —dijo el señor Tompkins, para llamar la atención delanciano, sumido en sus cálculos. El profesor alzó los ojos de sulibro de notas.

—Aquí no hay días —dijo— ni sol. Ni siquiera una estrella luminosa.Afortunadamente, los cuerpos exhiben algún proceso químico en susuperficie. De no ser así, me resultaría imposible observar laexpansión de este espacio. Dicho esto, volvió a su libro.

El señor Tompkins se sintió muy infeliz. ¡Que la única persona deluniverso entero fuera tan insociable! De pronto, uno de losmeteoritos pequeños vino en su ayuda: con un crujido arrebató ellibro de notas de manos del profesor y lo lanzó al espacio en velozcarrera, que lo alejaba cada vez más del diminuto planeta.

—Ya no podrá recuperarlo —exclamó el señor Tompkins, mientras ellibro iba desapareciendo en la lejanía.

—Todo lo contrario —replicó el profesor—. Ya ve usted que el

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espacio que nos rodea no es de extensión infinita. Sí, sí; bien séque a usted le enseñaron en la escuela que el espacio es infinito yque dos paralelas jamás se encuentran, Sin embargo, todo eso es tanfalso en el espacio que habita el resto de la humanidad como enéste. El primero, ni qué decir tiene, es enorme; los sabios leatribuyen una extensión de más de 15 000 000 000 000 000 000 000kilómetros, lo cual para una mentalidad ordinaria coincideciertamente con el infinito. Si hubiera perdido allí mi libro,tendría que esperar un tiempo increíblemente largo para quevolviera. Pero aquí la situación es muy distinta. Lo último quealcancé a apuntar es que el diámetro de este espacio asciendeapenas a unos ocho kilómetros, si bien está en rápida expansión.Cuento con recuperar el libro de notas antes de media hora.

—¿Es que, según usted, el cuaderno va a comportarse como elbumerang de un australiano, es decir, seguirá una trayectoria curvapara caer a sus pies? —se aventuró a decir el señor Tompkins.

—De ninguna manera —fue la respuesta—. Para comprender lo querealmente sucede, piense en un griego antiguo, quien no sabía quela Tierra es esférica. Supongamos que ordenase a alguien marcharindefinidamente hacia el norte, en línea recta. Imagínese suasombro al ver volver al viajero por el sur. Nuestro griego nosabría lo que es dar la vuelta al mundo (a la Tierra, quiero deciren este caso) y opinaría que el trayecto del viajero no había sidorecto sino curvo. En realidad el recorrido se hizo a lo largo de lalínea más recta que puede trazarse sobre la superficie terrestre,pero dio la vuelta al planeta y retornó al punto de partida por ladirección opuesta. Lo mismo le pasará a mi libro, a no ser quetropiece con alguna piedra y se desvíe de su trayectoria

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rectilínea. Tome estos prismáticos y vea si puede distinguirlotodavía.

El señor Tompkins miró por los prismáticos y, aunque el polvo hacíabastante confuso el panorama, alcanzó a distinguir el libro denotas del profesor viajando por el espacio muy, muy lejos. Lesorprendió mucho la coloración rosada de todos los objetos lejanos,y del propio libro.

—¡El libro está volviendo! —exclamó al poco rato—. Cada vez lo veomayor.

—No —dijo el profesor—. Sigue alejándose. Si usted lo ve másgrande, como si estuviera de vuelta, es en virtud de un efecto deenfoque peculiar del espacio esférico cerrado sobre los rayosluminosos. Volvamos al antiguo griego. Si se pudiera hacer que losrayos de luz marcharan siempre al ras de la superficie terrestre(por refracción en la atmósfera, digamos), el griego podría, usandounos prismáticos muy poderosos, seguir al viajero durante toda sujornada. Si mira usted un globo terráqueo, advertirá que las líneasmás rectas posibles en su superficie, los meridianos, empiezan poralejarse entre sí, partiendo del polo, pero una vez cruzado elecuador, convergen hacia el polo opuesto. Si los rayos luminososviajaran por los meridianos y usted se situase, por ejemplo, en unode los polos, vería al viajero cada vez más pequeño, conforme sealejara, hasta que alcanzase el ecuador. Desde ese momento susdimensiones irían aumentando y a usted le parecería que seacercaba, si bien andando de espaldas. Cuando el viajero llegase alpolo opuesto, lo vería usted tan grande como si lo tuviera al lado,mas no podría tocarlo, como no puede tocarse la imagen que produce

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un espejo esférico. Gracias a esta analogía bidimensional, puedeusted imaginarse lo que sucede con los rayos luminosos en elespacio tridimensional misteriosamente curvado. Me parece que laimagen del libro debe estar ya bien cerca de nosotros.

Efectivamente, el señor Tompkins dejó los prismáticos y vio ellibro a pocos metros. Pero ¡qué extraño era su aspecto! Suscontornos no eran definidos, sino un tanto desleídos, y lasfórmulas escritas en sus páginas por el profesor eran apenasreconocibles. El libro entero recordaba una fotografía fuera defoco y a medio revelar.

—Como puede usted ver —dijo el profesor —, se trata únicamente dela imagen del libro, profundamente deformada por la luz, que hatenido que recorrer la mitad del universo. Para convencerse deltodo no tiene más que observar cómo se transparentan a través desus páginas las piedras que están detrás del libro.

El señor Tompkins trató de cogerlo, pero su mano pasó a través dela imagen sin encontrar resistencia.

—El libro verdadero —explicó el profesor— se encuentra ahora muycerca del polo opuesto del universo, y desde aquí puede usted verdos imágenes de él. Precisamente le está usted dando la espalda ala segunda. Cuando se superpongan ambas, el libro pasaráexactamente por el polo opuesto.

El señor Tompkins no atendía; estaba demasiado embebido tratando derecordar cómo se forman las imágenes de los objetos en los espejoscóncavos y en las lentes, según la óptica elemental. Cuando dejó el

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asunto por la paz, las dos imágenes se alejaban en direccionesopuestas.

—Pero ¿qué es lo que curva el espacio y produce todos estos efectostan divertidos? —preguntó al profesor.

—La presencia de materia ponderable —fue la respuesta—. CuandoNewton descubrió la ley de la gravedad, creyó que se trataba de unafuerza ordinaria más, del mismo tipo, por ejemplo, que la producidapor una cinta elástica tendida entre dos cuerpos. Pero queda enpie, sin embargo, el hecho misterioso de que todos los cuerpos,independientemente de su peso y dimensiones, reciben la mismaaceleración y se mueven todos de idéntica manera bajo la acción dela gravedad, con tal que se elimine la fricción del aire, desdeluego. Einstein fue el primero en demostrar claramente que elefecto primario de la materia ponderable es una curvatura delespacio y que las trayectorias de todos los cuerpos que se muevenen campos gravitatorios son curvas por la simple razón de que elpropio espacio tiene una curvatura. Pero me parece que serádemasiado difícil para usted entender todo esto, sin sabersuficientes matemáticas.

—Así es —concedió el señor Tompkins—. Pero, dígame, si no hubieramateria, ¿tendría validez entonces la geometría que nos enseñaronen la escuela, y las paralelas no se juntarían nunca?

—Nunca, efectivamente —respondió el profesor—. Pero tampoco habríacriaturas materiales para comprobarlo.

—Pues bien, a lo mejor Euclides jamás existió y pudo así construir

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la geometría del espacio absolutamente vacío.

Pero el profesor no mostró el menor interés por entrar en estadiscusión metafísica.

Mientras tanto, la imagen del libro volvió a alejarse en ladirección original, y ahora volvía por segunda vez. Era todavía másdefectuosa que antes y apenas podía reconocerse, lo cual, según elprofesor, se debía a que los rayos luminosos habían dado ahora lavuelta al universo entero.

—Si se vuelve usted —advirtió al señor Tompkins— verá por finvolver a mi libro, cerrada ya su jornada en torno del universo.

Extendió la mano, tomó el libro y se lo guardó en el bolsillo.

—Como usted ve —dijo entonces—, hay tanto polvo y piedras en esteuniverso, que es casi imposible distinguir claramente losalrededores. Esas sombras informes son probablemente imágenes delos objetos que nos rodean y de nosotros mismos. Pero están tandeformadas por el polvo y las irregularidades de la curvaturaespacial, que no puedo siquiera decirle qué es qué.

—¿Se produce el mismo efecto en el gran universo en que estábamosacostumbrados a vivir?

—Preguntó el señor Tompkins.

—Naturalmente —fue la respuesta—. Pero aquel universo es tan grandeque la luz necesita miles de millones de años para darle la vuelta.

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Para verse cortar el pelo en la coronilla, sin espejo, tendríausted que esperar miles de millones de años después de haber ido ala peluquería. Aunque, ni qué decir tiene, el polvo interestelarconfundiría enteramente la imagen. Por este camino, un astrónomoinglés llegó cierta vez a la conclusión de que algunas de lasestrellas que vemos ahora en el cielo no son sino imágenes de otrasque existieron hace mucho tiempo. Pero era una broma.

Fatigado de esforzarse por entender todas estas explicaciones, elseñor Tompkins miró a su alrededor y quedó muy sorprendido aladvertir que el aspecto del cielo había cambiado profundamente. Alparecer había menos polvo, de modo que se quitó el pañuelo que lecubría la cara. Las piedras menores eran mucho más raras, ychocaban contra la roca con violencia mucho menor. Por otra parte,las rocas grandes, comparables con la que ocupaban y que distinguiódesde el primer momento, se habían alejado tanto que apenasresultaban visibles.

—Bueno, la vida se va haciendo más cómoda —pensó el señor Tompkins—Temí constantemente que una de esas piedras voladoras mealcanzasen. —Y volviéndose hacia el profesor. —¿Puede ustedexplicar estos cambios en los alrededores?

—Con toda facilidad. Nuestro pequeño universo se expanderápidamente y en el tiempo que llevamos aquí sus dimensiones hancrecido desde cinco hasta ciento sesenta kilómetros,aproximadamente. Desde que llegué advertí la expansión por elenrojecimiento de los objetos distantes.

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—Efectivamente; yo también he notado que todo adquiere un tinterosado cuando se halla a gran distancia —dijo el señor Tompkins—.¿Acaso es un síntoma de expansión?

—¿Ha notado usted alguna vez que el silbato de un tren que seacerca produce un sonido muy agudo, pero que, una vez que el trenha pasado, el tono desciende notablemente? —explicó el profesor—.Es el llamado efecto Doppler: la relación entre la altura delsonido y la velocidad de la fuente. Cuando el espacio entero estáen expansión, todos los objetos comprendidos en él se alejan delobservador con velocidad proporcional a la distancia que lossepara. De aquí que la luz emitida por esos objetos se enrojezca,lo cual en óptica corresponde a una menor "altura". Cuanto másalejado está un objeto, tanto más de prisa retrocede y más rojo nosparece. En nuestro bueno y viejo universo, que también está enexpansión, este enrojecimiento, o desplazamiento hacia el rojo,como solemos llamarlo, permite a los astrónomos determinaraproximadamente las distancias de los cúmulos estelares muyremotos. Uno de los más cercanos, la nebulosa de Andrómeda, muestraun enrojecimiento del 0.05%, lo cual corresponde a la distanciarecorrida por la luz en ochocientos mil años. Pero hay tambiénnebulosas, en los límites del alcance actual de nuestrostelescopios, que exhiben enrojecimientos próximos al 15%,correspondientes a distancias de varios centenares de millones deaños luz. Es de suponerse que tales nebulosas se encuentran cercadel punto medio del ecuador del gran universo, de modo que elvolumen total de espacio accesible a los astrónomos terrestresrepresenta una fracción considerable del volumen total deluniverso. El ritmo actual de expansión es más o menos del0.00000001% anual, lo cual demuestra que, cada segundo, el radio

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del universo recibe un incremento de dieciséis millones dekilómetros. El pequeño universo en que ahora nos hallamos crece encomparación mucho más rápidamente, pues sus dimensiones aumentan enalrededor de 1% por minuto.

—¿Nunca cesará esta expansión? —interrogó el señor Tompkins.

—Claro que sí. Y entonces empezará la contracción. Todos losuniversos oscilan entre radios máximos y mínimos. El periodo deluniverso grande es bastante largo, de unos cuantos miles demillones de años; pero este universo pequeño tiene un periodo deapenas dos horas. Observamos, si no me equivoco, el estado demáxima expansión. ¿No nota el frío que hace?

En efecto, la radiación térmica encerrada en aquel universo,distribuida ahora en un volumen muy grande, calentaba apenas elpequeño planeta, y la temperatura se acercaba a la del hielo.

—Tenemos la suerte —indicó el profesor— de que desde un principiohubo la radiación suficiente para mantener cierta temperatura,incluso en este grado de expansión. De no ser así, el frío bienpodría llegar hasta el extremo de que el aire que rodea nuestraroca se licuara y muriéramos congelados. Pero ya se ha iniciado lacontracción y pronto hará calor otra vez.

El señor Tompkins miró al cielo y vio que todos los objetos mudabande color, del rosa al violeta, fenómeno que explicaba el profesorsuponiendo que ahora todos los cuerpos estelares se movían haciaellos. Recordó asimismo la analogía que el profesor trazara, en

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relación con el tono agudo del silbato de un tren que se acerca, yse estremeció de espanto.

—Si ahora todo se contrae —preguntó angustiado al profesor— ¿nodebemos esperar que, bien pronto, todas las rocas de este universose junten y nos trituren?

—Exactamente —contestó el profesor con la mayor tranquilidad—. Perosupongo que antes la temperatura se elevará tanto que seremosdisociados en átomos separados. Es una imagen en miniatura del findel universo grande: todo se convertirá en una esfera uniforme degas caliente. Con la nueva expansión empezará otra vez la vida.

—¡Dios mío! —murmuró el señor Tompkins—. En el universo grandecontamos, usted lo ha dicho, con miles de millones de años antesque llegue el fin, pero aquí todo marcha demasiado velozmente paramí. Empiezo a tener calor, aunque estoy en pijama.

—Más vale que no se lo quite —aconsejó el profesor— porque de nadale serviría. Sencillamente, acuéstese y observe mientras pueda.

El señor Tompkins no respondió; el aire caliente resultabainsoportable. El polvo, muy denso ahora, se acumulaba a sualrededor y le pareció rodar por un lecho blando y cálido. Hizo unmovimiento para liberarse y sintió el aire fresco en una mano.

—¿Es que he abierto un agujero en este universo inhospitalario?—fue su primer pensamiento. Iba a hacer esta pregunta al profesor,pero ya no lo encontró por ningún lado. En su lugar distinguió, ala media luz del amanecer, los perfiles familiares de su alcoba.

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Estaba en la cama, envuelto apretadamente en una manta de lana, yhabía logrado sacar fuera una mano.

—Con la nueva expansión empieza otra vez la vida —pensó, recordandolas palabras del viejo profesor—. ¡Menos mal que estamos todavía enexpansión!

Y fue a tomar su baño matinal.

1 El universo descrito a continuación corresponde a una velocidad dela luz diez millones de veces menor y a una constante gravitatoriaun billón de veces mayor que en nuestro universo. El radio de taluniverso, en su grado máximo de expansión, es de unos 160kilómetros, y la correspondiente densidad del polvo, de algo más de100 gramos por kilometro cúbico. El periodo de pulsación de dichouniverso es de cosa de dos horas, la densidad de las rocas es lamisma que en la Tierra. 

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Tercer sueño:Velocidad máxima 1

Al señor Tompkins le gustaban sus sueños;por eso esperaba ansiosamente laconferencia de la semana siguiente, que ledaría material para sus aventurasnocturnas. Quedó muy desilusionado, pues,al averiguar que la plática sobre lateoría cuántica había sido la última, yque no se dictarían más en el resto delaño. Algo se consoló, sin embargo, cuandologró agenciarse un manuscrito de laprimera, a la que había podido asistir.

Aquella mañana, el vestíbulo del bancoestaba casi vacío, de modo que el señorTompkins, oculto tras su ventanilla, abrióel apretado manuscrito y trató de avanzarpor la maraña impenetrable de fórmulas ycomplicadas figuras geométricas con lasque el profesor intentaba explicar a susdiscípulos la teoría de la relatividad.Pero sólo pudo comprender el hecho claveen torno al cual giraba la conferenciaentera, a saber: que existe una velocidadmáxima, la de la luz, que ningún cuerpomaterial puede rebasar y que de ello sedesprenden consecuencias de lo másinesperadas y extraordinarias. Seafirmaba, sin embargo, que, como lavelocidad de la luz es de 300 000kilómetros por segundo, los efectosrelativistas son casi imposibles dediscernir en la vida ordinaria. Pero lomás difícil de entender era la naturalezade tan extraños efectos, y el señorTompkins tuvo la impresión de que todoaquello contradecía al sentido común.Mientras trataba de imaginar lacontracción de las varas de medir y el

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comportamiento anómalo de los relojes—efectos que eran de esperar a velocidadespróximas a la de la luz—, su cabeza se fueinclinando sobre el manuscrito abierto.

Cuando volvió a abrir los ojos, seencontró de pie en una esquina de unahermosa ciudad antigua. Sospechó estarsoñando pero, para su sorpresa, no sucedíanada de particular a su alrededor: hastael policía de la esquina opuesta tenía elaspecto que los policías suelen tener. Lasmanecillas del gran reloj de la torre queestaba al final de la calle señalaban casimediodía y todo estaba desierto. Sólo unciclista bajaba lentamente por la calle y,conforme se acercaba, los ojos del señorTompkins se fueron abriendodesmesuradamente de asombro. Porque tantola bicicleta como el joven que iba montadoen ella aparecían increíblemente aplanadosen la dirección del movimiento, comovistos con una lente cilíndrica. El relojdio las doce y el ciclista, con prisainnegable, empezó a pedalear con másfuerza. Al señor Tompkins no le parecióque ganase mucho en velocidad pero, comopremio a aquel esfuerzo, el ciclista seaplanó más todavía y pasó de largo.Parecía exactamente una figura recortadaen cartón. El señor Tompkins se sintió derepente muy orgulloso, pues comprendía loque le pasaba al ciclista: se tratabasimplemente de la contracción de loscuerpos en movimiento, cuya descripciónacababa de leer.

—Indudablemente, el límite natural develocidades es inferior en esta región—concluyo—, y por eso aquel policíamuestra un aire tan aburrido: no tiene quecuidarse de que nadie corra demasiado.

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En efecto, en ese momento pasaba un taxipor la calle y, pese al estrépito quehacía, no avanzaba mucho más velozmenteque el ciclista: no pasaba de arrastrarse.El señor Tompkins decidió alcanzar alciclista, que parecía buena persona, parapedirle más detalles. Cerciorándose de queel policía miraba en otra dirección, seencaramó a una bicicleta que estabaarrimada a la acera y salió dándole a lospedales calle abajo.

Confiaba en aplanarse de inmediato, locual le satisfacía mucho, pues su gorduraincipiente lo había preocupado en losúltimos tiempos. De ahí su sorpresa aladvertir que nada le sucedía ni a labicicleta ni a él. Pero, por otra parte,el cuadro que lo rodeaba cambiócompletamente. Las calles se acortaron,los escaparates se convirtieron enrendijas angostas y el policía de laesquina resultó el hombre más delgado quehabía visto en su vida.

—¡Caramba! —exclamó excitado—. ¡Ya veo eltruco! Aquí es donde encaja la palabra"relatividad". Todo lo que se mueve enrelación a mí, me parece más corto, sinimportar quién pedalee.

Era buen ciclista y hacía todo lo posiblepor alcanzar al joven. Pero no leresultaba nada fácil sacar partido deaquella bicicleta. Ya podía acelerar larapidez con que pedaleaba: su velocidadcasi no aumentaba. Las piernas empezaban adolerle, pero al pasar junto al farol quehabía en una esquina vio que no iba muchomás de prisa que al principio. Parecía quetodos sus esfuerzos por correr eraninútiles. Comprendió ahora, perfectamente,por qué el ciclista y el coche que acababade encontrar iban tan despacio, y recordó

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las palabras del profesor, que decían queera imposible superar la velocidad límitede la luz. Con todo, se dio cuenta de quelas manzanas de casas se acortaban algomás, y el ciclista que iba delante de élparecía más próximo. Después de dar un parde vueltas lo alcanzó al fin, y cuandoempezó a marchar a su lado lo llenó deasombro ver que era un joven de lo másnormal, con aire de deportista.

—¡Ah! —Pensó—. Esto se debe a que ahora nonos movemos en relación uno del otro

Y, dirigiéndose al joven, le preguntó:

—¡Perdone, señor! ¿No le resulta engorrosovivir en una ciudad con un límite develocidad tan bajo?

—¿Límite de velocidad? —preguntó el otro,sorprendido—. Aquí no hay ningún límite develocidad. Voy adonde quiero, tan de prisacómo me place. ¡Podría hacerlo, mejordicho, si tuviera una motocicleta en vezde este artefacto viejo, que no sirve paranada!

—Pues iba usted bien despacio cuando pasójunto a mí hace un momento. Me di perfectacuenta.

—¿Ah, sí? ¿De modo que se dio perfectacuenta?, —replicó el joven, evidentementeofendido—. Lo que parece que no ha notadoes que hemos pasado cinco calles desde queusted me dirigió la palabra. ¿No le parecevelocidad suficiente?

—Es que las calles se acortan —arguyó elseñor Tompkins.

—¿Y qué diferencia hay entre decir quevamos más de prisa o que las calles se

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acortan? Tengo que pasar diez calles parallegar al correo, y si muevo másrápidamente los pedales, las manzanas seacortan y llego antes. Mire usted, yaestamos —dijo el joven, apeándose de labicicleta.

El señor Tompkins miró el reloj delcorreo, que señalaba las doce y media.

—¡Pues bien! —exclamó triunfante—. ¡Seacomo quiera, le llevó a usted medía horarecorrer esas diez cuadras! Cuando lo vipasar eran las doce en punto.

—¿Y usted notó esa media hora? —preguntóel otro. El señor Tompkins tuvo quereconocer que sólo le habían parecido unoscuantos minutos. Además, al consultar sureloj de pulsera vio que no marcaba másque las doce y cinco.

—¡Vaya! —exclamó—. ¿Es que el reloj delcorreo adelanta?

—Naturalmente. O el suyo atrasa: como queviene usted de correr un buen trecho. ¿Quées, pues, lo que le afana? ¿Es que se hacaído de la Luna? —y luego de decir estaspalabras, el joven entró al correo.

Tras esta conversación, el señor Tompkinslamentó de veras no tener a su viejo amigoel profesor, para que le explicaseaquellos sucesos, tan extraños para él.Evidentemente, el joven era del lugar y sehabía acostumbrado a semejante situaciónantes de aprender a andar. De modo que elseñor Tompkins tuvo que resignarse aexplorar por su cuenta aquel extrañomundo. Puso en hora su reloj con el delcorreo y, para cerciorarse de que marchababien, esperó diez minutos. Su reloj noatrasó. Siguió su paseo calle adelante

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hasta que vio una estación de ferrocarrily decidió verificar de nuevo la marcha desu reloj. Comprobó, sorprendido, que habíavuelto a atrasar un poco. —Bueno—concluyó—, debe ser otro efectorelativista. Decidió entonces consultar aalguien más inteligente que el joven.

La oportunidad no tardó en presentarse. Uncaballero cuarentón bajó del tren y avanzóhacia la salida. Una dama muy ancianasalió a su encuentro y, con gran asombrodel señor Tompkins, se dirigió a élllamándolo "abuelo querido". Era demasiadopara el señor Tompkins. Con el pretexto deayudar a llevar el equipaje, inició unaconversación.

—Perdóneme si me inmiscuyo en sus asuntosfamiliares —empezó—, pero ¿es usted deveras el abuelo de esta encantadoraanciana? Vea usted, soy extranjero, ynunca...

—Ah, ya veo —dijo el caballero, esbozandouna sonrisa—. Pienso que me estará ustedtomando por el judío errante o algo por elestilo. Pero la cosa no puede ser mássencilla. Mis negocios me obligan a viajarcontinuamente y, como paso la mayor partede mi vida en tren, es claro que envejezcomás despacio que mis parientes, que vivenen la ciudad. ¡Me da tanto gusto volver yencontrar a mi querida nietecita todavíaviva! Pero discúlpeme, por favor. Tengoque ayudarla a tomar un taxi.

Y escapó, dejando al señor Tompkins otravez con sus problemas. Un par desandwiches del restaurante de la estaciónfortalecieron un poco su capacidad mental.Hasta pretendió haber dado con lacontradicción en el famoso principio derelatividad.

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—Es claro —se dijo; mientras sorbía elcafé—; si todo fuese relativo, el viejo sepresentaría a sus parientes como unanciano, y ellos le parecerían muy viejosa él, aunque en realidad todos fuesenbastante jóvenes. Pero lo que estoydiciendo es absurdo: ¡No hay quien tengabigotes relativos! En vista de lo cualdecidió hacer un último intento poraveriguar la verdad, y se dirigió a unhombre solitario, con uniforme deferroviario, que estaba sentado cerca.

—¿Podría hacerme el favor, señor —empezó—,el gran favor de indicarme quién es elculpable de que los pasajeros del trenenvejezcan mucho más despacio que laspersonas que quedan en la ciudad?

—Yo soy el culpable —dijo el hombre, congran sencillez.

—¡Ah! —exclamó el señor Tompkins—. ¡Demodo que ha descubierto usted el elixir delos alquimistas! Usted debe ser famosísimoen el mundo médico. ¿Ocupa usted unacátedra de medicina en esta ciudad?

—No, por cierto —respondió el hombre,enteramente desconcertado—. No soy sino elguardafrenos de este ferrocarril.

—¡El guardafrenos! ¡El guardafrenos hadicho...! —clamó el señor Tompkins,sintiéndose tambalear—. ¿Quiere decir queusted se limita a poner los frenos cuandoel tren llega a la estación?

—Eso es justamente lo que hago: y cada vezque el tren reduce su velocidad, lospasajeros ganan edad en relación con elresto de la gente. Ni qué decir tiene—añadió modestamente— que el maquinistaque acelera el tren tiene también algo que

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ver en el asunto.

—¿Y eso qué tiene que ver con elconservarse joven? —preguntó el señorTompkins, muy sorprendido.

—Verá usted —dijo el guardafrenos—. Yo nosé exactamente lo que pasa, pero así es.Una vez se lo pregunté a un profesor de launiversidad que viajaba en el tren, perose embarcó en una explicaciónincomprensible y muy larga, y acabódiciéndome que es lo mismo que los"desplazamientos hacia el rojo", creo queeso dijo, del sol. ¿Ha oído usted hablaralguna vez de esos desplazamientos haciael rojo?

—No... —dijo el señor Tompkins, con ciertoaire de duda. El guardafrenos se alejó,meneando la cabeza. Un camarero grandulón,de aspecto sombrío, se acercó a la mesacon una cuenta en la mano, y el señorTompkins empezó a buscar dinero en susbolsillos. Como no encontró nada, preguntóal oscuro personaje que si podía aceptarun cheque.

—No —ladró el mesero—, lo quiero enefectivo.

—Es que no tengo dinero —explicó el señorTompkins, empezando a alarmarse.

—¡En efectivo! —grito el otro—. ¡Enefectivo!... ¡Haga el favor de cambiarlo!—repitió la voz, irritada.

El señor Tompkins levantó la cabeza de lamesa. Al otro lado no estaba el siniestrocamarero, sino su viejo amigo el profesor,que le tendía un cheque.

—¡Oh, me da tanto gusto verlo! —exclamó el

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señor Tompkins—. Precisamente queríapreguntarle si se logra vivir eternamentecon sólo pasarse la vida dando vueltas.

—Lo siento, pero no tengo tiempo —dijo elprofesor—. ¿Quiere cambiarme este cheque?Tengo prisa en acudir a una cita.

Indudablemente, el anciano profesor eramucho menos amistoso en la vida real queen sueños. El señor Tompkins suspiró yempezó a contarle los billetes.

 1 En este relato, la velocidad de la luzes de unos 15 kilómetros por hora; lasdemás constantes fundamentales tienen losvalores ordinarios.

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Cuarto sueño:Más incertidumbre 1

Una mañana gris de noviembre, el señorTompkins dormitaba en su cama cuando cayóen la cuenta de que no estaba solo en lahabitación. Mirando con mayor cuidadodescubrió que el profesor, su viejo amigo,estaba sentado en el sillón, embebido enel estudio de un mapa desplegado sobre susrodillas.

—¿Viene usted? —preguntó el profesor,alzando la cabeza.

—¿A dónde? —el señor Tompkins estabaperplejo al encontrar al profesor en suhabitación.

—A ver los elefantes y los demás animalesde la selva cuántica. Está bien claro. Elpropietario del billar que visitamos mereveló hace poco el secreto de laprocedencia del marfil usado para hacersus bolas de billar. ¿Ve usted esta regiónque he marcado con lápiz rojo en el mapa?Parece ser que en ella todos los objetosse hallan sometidos a leyes cuánticas conuna constante sumamente elevada Losindígenas creen que la región estáhabitada por demonios, así que me temo quenos va a resultar casi imposible conseguirun guía. Pero si va usted a acompañarme,le aconsejo que se levante cuanto antes.El barco sale dentro de una hora, ytenemos que recoger a Sir Richard.

—¿Quién es Sir Richard? —preguntó el señorTompkins.

—¿Es que nunca ha oído hablar de él? —el

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profesor parecía sorprendido—. Es unfamoso cazador de tigres, y se decidió avenir con nosotros en cuanto le prometíuna cacería interesante.

Llegaron al muelle a tiempo de ver cómosubían al barco una porción de cajasalargadas que contenían los rifles de SirRichard y las balas especiales, hechas deplomo extraído por el profesor de unasminas próximas a la selva cuántica. Estabael señor Tompkins ordenando el equipaje enel camarote cuando la monótona vibracióndel barco indicó que había zarpado. Lajornada por mar no tuvo nada de notable, yel señor Tompkins no sintió pasar eltiempo hasta que llegaron a una fascinanteciudad oriental, el paraje poblado máspróximo a las misteriosas regionescuánticas.

—Ahora —indicó el profesor— debemoscomprar un elefante para nuestro viajetierra adentro. Como me parece que ningúnnativo querrá acompañarnos, tendremos queconducir nosotros mismos el elefante, y deeso, querido señor Tompkins, tendrá queencargarse usted. Yo estaré demasiadoocupado con mis observaciones científicasy Sir Richard manejará las armas de fuego.

El señor Tompkins se sintió desdichado alllegar al mercado de elefantes, en lasafueras de la ciudad, y ver los enormesanimales, a uno de los cuales deberíaconducir. Sir Richard, que entendía muchode elefantes, escogió un animal deespléndido aspecto y preguntó el precio alpropietario.

—Hrup hanweck ,o hobot hum. Hagori ho,haraham oh Hohohohi —dijo el nativo,mostrando sus dientes relucientes.

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—Quiere muchísimo dinero —tradujo SirRichard—, pero dice que es un elefante dela selva cuántica: por eso resulta ser tancaro. ¿Lo compramos?

—Desde luego —explicó el profesor—. Oí enel barco que los nativos capturan a veceselefantes provenientes de las regionescuánticas. Son mucho mejores que los demásy, en nuestro caso, representará unaindiscutible ventaja, pues el animal sesentirá a sus anchas en la selva cuántica.

El señor Tompkins examinó al elefante porlos cuatro costados; era un hermoso animalcorpulento, pero no se comportabadiferente de los elefantes que había vistoen el zoológico. Se dirigió al profesor:

—Dice usted que es un elefante cuántico,pero no me parece distinto de los demáselefantes, ni actúa de manera divertida,como aquellas bolas de billar hechas conlos colmillos de sus parientes. ¿Por qué,pues, no se dispersa en todas direcciones?

—Manifiesta usted una comprensiónpeculiarmente lerda —dijo el profesor—. Nolo hace por la razón de que su masa esconsiderable. Hace tiempo le expliqué austed que toda incertidumbre en laposición o en la velocidad depende de lamasa: cuanto mayor es ésta, tanto menorresulta la incertidumbre. De ahí que lasleyes cuánticas no se hayan observado, enel mundo ordinario, ni siquiera en cuerpostan diminutos como las partículas depolvo. Se tornan importantísimas en loselectrones, que son billones de veces másligeros que un grano de polvo. Pues bien,aunque en la selva cuántica la constantecuántica es considerable, no basta, contodo, para hacer que se manifiestenefectos notables en un animal tan pesado

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como este elefante. La única manera deapreciar la incertidumbre en la posicióndel elefante cuántico es examinar de cercasus contornos. Tal vez haya usted notadoque la superficie de la piel no es deltodo definida, sino que aparece algoconfusa. Con el tiempo, esta incertidumbreva en lento aumento, lo cual me parece el.origen de una leyenda de los nativos,según la cual los elefantes muy viejos dela selva cuántica tienen pelo largo.Espero, sin embargo, que todos losanimales de menor tamaño exhibirán efectoscuánticos notables.

—Que suerte —pensó el señor Tompkins— queno vamos a hacer la expedición a caballo,pues no habría sabido si el animal estabaentre mis rodillas o andaba detrás decualquier cerro.

En cuanto el profesor y Sir Richard consus fusiles hubieron trepado a la cestaqué llevaba el elefante sobre el lomo, yel señor Tompkins, en su nuevo papel deconductor, se hubo instalado en el cuello,aguijón en mano, partieron hacia la selvamisteriosa.

Los lugareños les informaron de quetardarían alrededor de una hora en llegar,así que el señor Tompkins, esforzándosepor guardar el equilibrio, decidióaprovechar el tiempo aprendiendo delprofesor más detalles sobre los fenómenoscuánticos.

—¿Tendría usted la amabilidad deexplicarme —preguntó, volviéndose hacíaél— por qué los cuerpos de masa pequeña secomportan en forma tan especial y cuál es,a fin de cuentas, el significado de esaconstante cuántica a la que invoca usted acada paso?

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—No es muy difícil de entender —dijo elprofesor—. El comportamiento divertido queobserva en todos los objetos del mundocuántico se debe, sencillamente, a queusted los está mirando.

—¿Tan vergonzosos son? —preguntó sonriendoel señor Tompkins.

—"Vergonzosos" no es la palabra justa —fuela fría respuesta—. Lo que pasa es que,para efectuar cualquier observación de unmovimiento, es inevitable perturbarlo. Enrealidad, para percibir algunascaracterísticas de un cuerpo en movimientoes necesario que éste ejerza cierta acciónsobre los sentidos o sobre el aparatoempleado. En virtud de la igualdad de laacción y la reacción, debemos concluir queel instrumento de medición también haactuado necesariamente sobre el cuerpo,que ha estropeado su movimiento, por asídecirlo, introduciendo una incertidumbretanto en su posici6n como en su velocidad.

—Estoy de acuerdo —dijo el señor Tompkins—en que si hubiera tocado la bola de billarcuántica con el dedo, habría perturbado sumovimiento. Pero no pasé de mirarla.¿También eso la trastorna?

—Por supuesto. Es imposible ver la bola enla oscuridad, pero si se enciende la luz,los rayos reflejados por la bola (que sonlos que la hacen visible) actúan sobreella y "estropean" su movimiento. "Presiónde la luz" llamamos a este efecto.

—Pero supongamos que utilizo aparatossumamente delicados y sensibles. ¿No puedolograr así que la acción de misinstrumentos sobre el cuerpo móvil sereduzca hasta lo insignificante?

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—Tal era la opinión de la física clásicaantes del descubrimiento del cuanto deacción. A principios del presente siglohubo que reconocer que la acción decualquier objeto no puede ser inferior acierto límite, representado por laconstante cuántica, la cual es designadapor el símbolo h. En el mundo ordinario,el cuanto de acción es diminuto; en lasunidades acostumbradas se expresa por unnúmero con 27 ceros tras el punto decimal,de modo que sólo es importante enpartículas ligerísimas, como loselectrones, que, gracias a su minúscula,masa, son afectados por acciones muypequeñas. Pero vamos rumbo a la selvacuántica, donde el cuanto de acción esenorme. Es un mundo tosco, donde sonimposibles las acciones débiles. Allí, sialguien intentara acariciar a un gatito,no sentiría nada o lo desnucaría al primercuanto de caricia.

—Todo eso esta muy bien —dijo el señorTompkins, pensativo—, pero cuando nadielos esté mirando me imagino que loscuerpos se comportarán normalmente, quierodecir: en la forma a que nos tienenacostumbrados.

— Cuando nadie mira —dijo el profesor—,nadie puede saber lo que está pasando, demodo que su pregunta carece de sentidofísico.

—¡Vaya, vaya! —exclam6 el señor Tompkins.Francamente eso me suena a filosofía.

—Llámelo así, si gusta —el profesorevidentemente se había ofendido—. Enrealidad es el principio fundamental de lafísica moderna: nunca hablar de aquello

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que no se puede conocer, La totalidad dela teoría física moderna se funda en esteprincipio, que el filósofo suele pasar poralto. Por ejemplo, Kant, el famosofilósofo alemán, dedicó muchísimo tiempo aconsiderar las propiedades de los cuerpos,pero no tal como se nos aparecen, sinocomo son "en sí". Para el físico modernosólo tienen sentido los "observables"(propiedades observables, sobre todo), yla ciencia se basa en sus relacionesmutuas. Las cosas imposibles de observarno sirven más que a la especulaciónociosa: puede usted inventarlas a placer,pero jamás logrará confirmar su existenciao aplicarlas a cualquier fin. Debo añadirque...

En aquel preciso instante resonó un rugidopavoroso y el elefante dio tal respingoque el señor Tompkins estuvo a punto decaer al suelo. Una nutrida banda de tigresacosaba al elefante por todas partes. SirRichard se echó el fusil a la cara y tiródel gatillo, apuntando precisamente entrelos ojos del tigre más cercano.Inmediatamente el señor Tompkins le oyómurmurar cierta palabrota que suelen usarlos cazadores: había atravesado la cabezadel tigre sin hacerle el menor daño.

—¡Siga disparando! —gritó el profesor—.¡Reparta el fuego alrededor, sin cuidarsede hacer blancos precisos! No es más queun tigre, pero está disperso en torno anuestro elefante. ¡Nuestra única esperanzaes alzar el hamiltoniano!

El profesor cogió otro rifle y elestruendo de las descargas se mezcló conlos rugidos del tigre cuántico. Al señorTompkins le pareció que pasaba unaeternidad. Finalmente, una de las balas"acertó" y, para gran sorpresa del señor

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Tompkins, el tigre (pues en uno seconvirtió) salió por el aire con talímpetu que, tras describir un arco, fue acaer detrás de un palmar distante.

—¿Quién es el hamiltoniano? —preguntó elseñor Tompkins cuando volvió la calma—.¿Algún famoso cazador que trató usted desacar de la tumba para que viniera ennuestra ayuda?

—!Oh, lo siento de veras! —explicó elprofesor—. Excitado por el combate empecéa utilizar el lenguaje científico, queusted no entiende. Hamiltoniana se llama auna expresión matemática que describe lainteracción cuántica entre dos cuerpos.Toma el nombre de un matemático irlandésHamilton, quien fue el primero enaplicarla. Sólo quise decir que disparandomás balas cuánticas aumentaríamos laprobabilidad de interacción entre la balay el cuerpo del tigre. En el mundocuántico, como acaba usted de ver, porcuidado que se ponga al apuntar, esimposible contar con dar en el blanco.Como la bala se dispersa, lo más que llegaa alcanzarse es cierta probabilidad finitade acertar, jamás la certidumbre. Hemosgastado aproximadamente 30 balas paralograr un verdadero blanco sobre el tigre.Lo mismo sucede en nuestro mundo de todoslos días, pero en escala mucho menor. Loque pasa es que, como ya le he explicado,en el mundo ordinario hay que investigarpartículas diminutas, como los electrones,para advertir estos efectos. Tal vez sepausted que todo átomo consta de un núcleorelativamente pesado, en torno al cualgira determinado número de electrones. Enun principio se creyó que el movimiento deestos electrones en torno al núcleo eradel todo análogo al de los planetasalrededor del Sol hasta que un análisis

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más profundo demostró que las nocionesordinarias acerca del movimiento sondemasiado groseras para los sistemas dedimensiones atómicas. Las acciones queintervienen en los átomos son del mismoorden de magnitud que el cuanto elementalde acción; de ahí que el cuadro .se hagamuy confuso. El movimiento de un electrónalrededor de un núcleo atómico es, enbuena parte, análogo al del tigre por losalrededores de nuestro elefante: parecíaestar en todas partes a la vez.

—¿Y alguien se dedica a disparar a loselectrones, como nosotros al tigre?

—¡Naturalmente! El núcleo mismo emite enocasiones cuantos de luz de elevadaenergía, unidades elementales de acciónluminosa. Y también es posible disparar alos electrones desde el exterior,iluminando el átomo con un rayo de luz.Sucede lo mismo que con el tigre: muchoscuantos de luz atraviesan la zona ocupadapor el electrón sin afectarlo en lo másmínimo, hasta que uno acaba por actuarsobre él, expulsándolo del átomo. Esimposible perturbar levemente un sistemacuántico; o no sucede nada o el cambio esdecisivo.

—Igual que el gatito que no puede seracariciado en el mundo cuántico sinperecer —concluyó el señor Tompkins.

—¡Miren, gacelas! ¡Son muchas! —exclamóSir Richard alzando el fusil.Efectivamente, una manada de gacelassurgía entre los bambúes.

—Gacelas amaestradas —dijo el señorTompkins para sí—. Van tan bien formadascomo los soldados en un desfile. Meimagino que no se tratará de otro efecto

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cuántico.

El grupo de gacelas se acercaba velozmenteal elefante y Sir Richard estaba yadispuesto a disparar cuando el profesor selo impidió.

—No desperdicie sus cartuchos —recomendó—muy poco probable hacer blanco en unanimal cuando se está difractando.

—¿Qué es eso de un animal? —exclamó SirRichard—. Por lo menos hay unas cuantasdocenas.

—¡En modo alguno! Es una sola gacelita,seguramente asustada, que corre entre losbambúes. Ahora bien, la "dispersión" delos cuerpos conduce a propiedades análogasa las de la luz ordinaria, por lo cual alatravesar una serie ordenada de aberturas,como las que separan a las cañas de bambúse produce el fenómeno de la difracción,que quizá le hayan explicado en laescuela. Por eso hablamos del carácterondulatorio de la materia.

Ni Sir Richard ni el señor Tompkinsalcanzaban a explicarse el significado dela misteriosa palabra "difracción", y laconversación se interrumpió.

En su recorrido por las tierras cuánticas,los tres viajeros tropezaron coninnumerables fenómenos interesantes, comolos mosquitos cuánticos, dificilísimos delocalizar, en virtud de su reducida masa,y también algunos monos cuánticos muygraciosos. Al fin vislumbraron lo que,según todas las apariencias, era una aldeaindígena.

—No tenía noticia de que estas regionesestuviesen habitadas —dijo el profesor—.

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El ruido me hace sospechar que celebranuna especie de festival. Escuchen elcampanilleo.

sEra casi imposible discernir por separadolas siluetas de los nativos que bailabanuna danza salvaje alrededor de una enormehoguera. A cada instante se alzaban sobrela turba manos morenas que sacudíancampanas de todas dimensiones. Conforme seacercaban, todo, incluso las chozas y losárboles frondosos, se empezó a confundir yel tintineo de las campanillas llegó ahacerse insoportable para los oídos delseñor Tompkins. Tendió la mano, agarróalgo y lo tiró. El despertador dio en elvaso de agua que tenia en la mesa denoche, y un chorro de agua fría acabó dedespertar al señor Tompkins. Se puso enpie de un salto y empezó a vestirse a todaprisa. Media hora después debería estar enel banco.

1 Debido indudablemente a la terceraconferencia.

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Quinto sueño:El señor Tompkins sale

de vacaciones 1

El señor Tompkins había quedado encantadocon sus aventuras en la ciudadrelativista, pero lamentaba de veras laausencia del profesor, que le hubieraexplicado los extraños acontecimientos queobservó: los misteriosos métodos aplicadospor el guardafrenos para evitar que lospasajeros envejecieran lo preocupabanparticularmente. Más de una noche se metióen la cama con la esperanza de volver aaquella interesante ciudad, pero lossueños eran escasos y casi siempredesagradables; en el último, el directordel banco le echaba en cara laincertidumbre que introducía en lascuentas... De modo que resolvió tomar unabuena semana de vacaciones en algunaplaya. Sentado en un compartimento deferrocarril miraba por la ventanilla cómolos tejados grises de las afueras ibancediendo poco a poco su lugar a la campiñaverde. Cogió un periódico al azar y tratóde interesarse en el conflictofranco-italiano, pero todo era tan soso...y el vagón lo arrullaba tan dulcemente...

Cuando bajó el periódico y volvió a mirarpor la ventanilla, el paisaje habíacambiado considerablemente. Los postes deltelégrafo estaban tan juntos que hacían elefecto de una valla, y los árboles teníancopas tan angostas que parecían cipresesitalianos. Frente a él iba sentado suviejo amigo el profesor, mirando afueracon gran interés. Seguramente habíaentrado mientras el señor Tompkins leía el

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periódico.

—Estamos en el país de la relatividad—dijo el señor Tompkins—. ¿No es cierto?

—¡Caramba! —exclamó el profesor—. ¡Pareceusted bien enterado! ¿Dónde averiguó esosdatos?

— Es que ya he estado aquí, aunque sinpoder disfrutar de su compañía.

— De modo que, por esta vez, usted va aser mi guía —dijo el anciano.

—Me temo que no —protestó el señorTompkins—. Vi una porción de cosas raras,pero la gente a quien interrogué noentendió mi desconcierto.

—Es bien natural —explicó el profesor—;han nacido en este mundo y considerannaturales los fenómenos que los rodean.Pero supongo que se quedarían de una piezasi llegaran al mundo en que vivimosnosotros. Les parecería de lo másextraordinario.

—Quisiera hacerle una pregunta —intervinoel señor Tompkins—. Cuando estuve aquí enotra ocasión, me encontré con elguardafrenos de un tren. Pretendía que losviajeros envejecen menos que la gente dela ciudad por el solo hecho de que el trense detiene y vuelve a partir. ¿Tambiénesto es compatible con la ciencia moderna,o es pura magia?

—Nada justifica apelar a la magia a modode explicación. Todo eso se desprendedirectamente de las leyes de la física.Einstein, en su análisis de las nuevasnociones de espacio y tiempo (que, enverdad, no tienen nada de nuevas, pero

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fueron descubiertas hace poco), demostróque todos los procesos físicos marchan másdespacio cuando modifica su velocidad elsistema en que están comprendidos. Ennuestro mundo, la pequeñez de talesefectos los hace casi inobservables, peroaquí, gracias a la poca velocidad de laluz, son bien evidentes. Supongamos que enestas tierras tratara usted de escalfar unhuevo y que, en vez de dejar quieta lasartén sobre el fuego, la movieracontinuamente, cambiando asíincesantemente su velocidad: si laoperación con la sartén quieta llevaracinco minutos, el movimiento de la sarténharía que se tardara más, tal vez seisminutos, en poner el huevo a punto. De lamisma manera, todos los procesos delcuerpo humano van más despacio si lapersona está sentada, por ejemplo, en unamecedora, o en un tren que cambia develocidad; en tales condiciones se vivemás despacio. Pero como todos los procesosse moderan en idéntica escala los físicosprefieren decir que en un sistema enmovimiento no uniforme, el tiempo fluyemás despacio.

—¿Es que los científicos llegan a observaresos fenómenos en nuestro mundo?

—Los observan, aunque se necesita granpericia. Lograr las aceleracionesnecesarias representa una grave dificultadtécnica, pero las condiciones de unsistema en movimiento no uniforme sonanálogas (más bien diría idénticas) a lasproducidas por un aumento considerable enla fuerza de gravedad. Habrá usted notadoque dentro de un ascensor se siente unomás pesado al recibir una rápidaaceleración hacia arriba y que, por elcontrario, parece que se pierde peso aldescender. Si el cable se rompe se nota

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muy bien. La explicación es que el campogravitatorio generado por la aceleraciónse agrega a la gravedad de la Tierra o seresta de ella. Pues bien, el potencialgravitatorio es mucho mayor en el Sol queen la superficie terrestre, lo cual hacemás lentos los procesos. Y los astrónomoslos observan.

—¿Se van al Sol, acaso?

—No hace falta. Observan la luz que nosllega del Sol. Esta luz es emitida por lavibración de diversos átomos en laatmósfera solar. Si todos los procesosmarchan allí más despacio, se reduceigualmente el ritmo de las vibracionesatómicas, y para apreciar la diferenciabasta con comparar la luz del Sol con laproducida en la Tierra. Y, dicho sea depaso —dijo el profesor, interrumpiéndose—,¿sabe usted el nombre de la estación queestamos cruzando?

El tren pasaba por la pequeña estación deun poblado. En el andén sólo estaban eljefe de estación y un cargador deequipajes, que leía el periódico sentadoen una carretilla. De pronto, el primeroabrió los brazos y cayó de bruces. Elseñor Tompkins no oyó el ruido deldisparo, perdido sin duda entre elestrépito del tren, pero el charco desangre que empezaba a formarse alrededordel cuerpo caído no dejaba lugar a dudas.El profesor tiró inmediatamente del cordónde emergencia, y el tren se detuvo con unasacudida. Al salir del vagón vieron almozo de estación que corría hacia su jefemientras un policía rural entraba enescena.

—Le han partido el corazón —dijo elpolicía, después de examinar el cuerpo, y

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añadió inmediatamente agarrando al mozopor el hombro de un manotazo—: Queda usteddetenido por el asesinato del jefe de laestación.

—¡Yo no lo maté! —exclamó el desdichadojoven—. Estaba leyendo el periódico cuandooí el disparo. ¡Estos señores que bajandel tren seguramente lo vieron todo ytestificarán mi inocencia!

— Sí —dijo el señor Tompkins—; vi con mispropios ojos cómo este hombre leía elperiódico en el momento en que el jefe dela estación caía muerto. Puedo jurarlosobre la Biblia.

—Pero usted estaba en el tren enmovimiento —interrumpió el policía,adoptando un tono autoritario—. Vistodesde aquí bien pudiera ser que estehombre estuviera disparando en ese precisoinstante. ¿No sabe que la simultaneidaddepende del sistema desde el cual seobserve? Vamos, ¡andando! —añadió,volviéndose hacia el cargador deequipajes.

—Perdone usted, sargento —intervino elprofesor—, pero está usted enteramenteequivocado, y no creo que su ignoranciahiciera buen efecto en la comisaria. Esverdad que el concepto de simultaneidad esmuy relativo en este país y que dosacontecimientos ocurridos en lugaresdiferentes pueden parecer simultáneos ono, según el movimiento del observador.Pero ni siquiera en esta tierra es posibleobservar el efecto antes de la causa.Nunca habrá usted recibido un telegramaantes de que fuera enviado ¿verdad? ¿Y seha emborrachado alguna vez antes de abrirla botella? Me parece entender que, segúnusted, el movimiento del tren pudo hacer

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que viéramos el disparo mucho después quesu efecto, de modo que, como salimos deltren en cuanto vimos caer al jefe deestación, nos quedamos sin ver disparar aeste hombre. Supongo que tiene ustedórdenes de no creer más que lo escrito ensus reglamentos. Consúltelos, pues, yprobablemente encontrará algo pertinente.

El tono del profesor impresionóprofundamente al policía, quien sacó enseguida un libro de instrucciones delbolsillo y empezó a leer lentamente. Notardó en aparecer una sonrisa avergonzadaen su cara, ancha y roja.

—Aquí está —dijo—; sección 37, subsección12, párrafo e: "Probará su coartada aquelsospechoso que pueda presentar testigosprobos, de cualquier sistema enmovimiento, que atestigüen que elsospechoso estaba en otro sitio en elmomento del crimen o dentro de unintervalo de tiempo ± ed (siendo e ellímite natural de velocidad y d ladistancia al lugar del crimen)". Quedausted libre, buen hombre —dijo al joven. Yagregó, volviéndose al profesor—: Leagradezco mucho, caballero, el habermesalvado de complicaciones con missuperiores. Soy nuevo en el cuerpo depolicía y todavía no estoy acostumbrado atodas estas reglas. En todo caso, debo darparte del asesinato —y se dirigió a lacabina de teléfonos. Un minuto después leoyeron gritar:

—¡Todo está en orden! Ya han pescado alverdadero asesino cuando escapaba de laestación. ¡Gracias una vez más!

—Debo de ser muy estúpido —dijo el señorTompkins cuando el tren se puso otra vez

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en movimiento—, pero ¿qué enredos son esosde la simultaneidad? ¿Es que no tienesentido en este país?

—Lo tiene —fue la respuesta—, pero sólohasta cierto punto; de no ser así, mehabría resultado del todo imposibleauxiliar al mozo de la estación. Veausted: la existencia de un límite naturalpara la velocidad de cualquier cuerpo o lapropagación de cualquier señal hace que lasimultaneidad, en nuestro sentidoordinario, se vuelva una palabra sinsentido. Me entenderá usted mejor con unejemplo. Imaginemos que tiene usted unamigo en una ciudad distante, con el cualse comunica por carta, y aceptemos que eltren correo es el método más rápido decomunicación. Supongamos ahora que a ustedle sucede algún percance el domingo y quese entera, de paso, que lo mismo le va asuceder a su amigo. Evidentemente, lanoticia que usted le enviara no llegaríaantes, digamos, del miércoles. Por otraparte, si su amigo llegara a saber lo quea usted le iba a suceder, le seríaimposible prevenirlo a usted después deljueves anterior al suceso. De modo que,entre el jueves y el miércoles siguiente,o sea durante seis días, el amigo estaríaincapacitado para influir en el destino deusted el domingo o para enterarse de loque le sucediera ese día. Por así decirlo,desde el punto de vista de la causalidad,se pasó seis días incomunicado de usted.

—¿Y si pongo un telegrama? —sugirió elseñor Tompkins.

—Sea. Acepté que la velocidad del correoera la máxima posible, lo cual sucedeaproximadamente en este país. En nuestromundo, la máxima velocidad es la de laluz, y el radio es el medio de

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comunicación más rápido.

—Como usted quiera —repuso el señorTompkins—, pero aunque la velocidad delexpreso que lleva el correo fuera lamáxima posible ¿en qué afecta eso a lasimultaneidad? Mi amigo y yo comeríamossimultáneamente el domingo ¿no es cierto?

—No; puestas así las cosas, se trata de unenunciado carente de sentido. Ésa podríaser la opinión de un observador, perootros, que hicieran sus observacionesdesde trenes diferentes, no estarían deacuerdo y asegurarían que usted comía eldomingo mientras su amigo desayunaba elviernes, o cenaba el martes, por ejemplo.Eso sí: nadie podría observar a usted y asu amigo comiendo con más de tres días dediferencia.

—Pero ¿cómo va a ser posible eso? —exclamóincrédulamente el señor Tompkins.

—De un modo muy sencillo, como deberíausted haber deducido de mis conferencias.El límite máximo de velocidad permaneceinalterado mientras se le observa desdediferentes sistemas en movimiento,aceptando lo cual llegamos a estaconclusión....

El señor Tompkins advirtió extrañoscambios en el rostro del profesor mientraspronunciaba las últimas palabras. Sucabello gris adquirió un hermoso tonodorado; sus cejas adelgazaron de repente,hasta volverse encantadores arcos. Laspestañas crecieron, la barba acabó pordesaparecer y el señor Tompkins seencontró frente a una preciosa muchachaque había subido en la última estación. Lomiraba sorprendida con oculta sonrisa. Elseñor Tompkins recogió a toda prisa el

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periódico, que había caído al suelo, y seocultó tras él por el resto del viaje. eranuy tímido, sobre todo delante de lasmujeres.

1 Las condiciones son las del tercersueño: la velocidad de la luz es de unos15 kilómetros por hora; las demásconstantes permanecen inalteradas.

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Sexto sueño:Aventura final 1

Una gran sorpresa esperaba al señorTompkins a la mañana siguiente de sullegada al balneario, cuando bajó adesayunar a la gran terraza encristaladadel hotel. En una mesa de la esquinaopuesta del salón distinguió al viejoprofesor, acompañado de la muchacha quehabía encontrado en el tren. La jovenrelataba algo al anciano, alegremente, sindejar de echar ojeadas hacia la mesaocupada por el señor Tompkins.

—Me imagino lo estúpido que debí parecerledormido en el tren —pensó el señorTompkins, cada vez más indignado consigomismo—. Y el profesor recordará todavía latontería que le pregunté sobre elrejuvenecimiento, en vez de cambiarle elcheque. Pero estos detalles me serviránpor lo menos para relacionarme con él ypoder preguntarle una porción de cosas quesigo sin entender.

Ni aun para sí quería reconocer que no erasólo la conversación del profesor lo quele interesaba.

—Oh, sí, sí, creo recordar haberlo vistoen mis conferencias —dijo el profesormientras abandonaban el comedor—. Ésta esmi hija Maud; estudia pintura.

Es un placer conocerla, señorita Maud -dijo el señor Tompkins, pensando que aquélera el nombre más hermoso que oyera en suvida -. Espero que este paisaje le daráespléndido material para sus bosquejos.

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—Ya se los mostrará alguna vez —ofreció elprofesor—. Pero dígame, ¿sacó usted muchoen claro de mis conferencias?

—¡No faltaría más! Gracias a usted estoytan familiarizado con el universo enexpansión que hasta he creído vivir en él.

—Es que vive usted en él —replicó elprofesor, sin entender—. Pero ¿hacomprendido usted, por ejemplo, ladiferencia entre curvaturas espacialespositivas y negativas?

—Papá —interrumpió la señorita Maud,haciendo un puchero—, si otra vez vas ahablar de física me parece que saldré atrabajar un poco.

—De acuerdo, nena, márchate —dijo elprofesor, hundiéndose en una poltrona—.Veo, joven, que no ha estudiado ustedmuchas matemáticas, pero creo que podréexplicarle muy sencillamente la cuestión,tomando, para simplificar, el caso de lassuperficies. Imaginemos que el señor Pozo—ya sabe usted, el propietario de lasestaciones de gasolina— decide averiguarsi sus estaciones están distribuidasuniformemente en cierta región;Norteamérica, por ejemplo. Con este fin,da órdenes a sus oficinas centrales,situadas hacia el centro del país (tengoentendido que se considera a la ciudad deKansas como el corazón de Norteamérica),para que sean contadas las estaciones ensuperficies de radios crecientes: 100,200, 300 kilómetros, etc. Todavía recuerdaque, según le enseñaron en el colegio, elárea de un círculo es proporcional alcuadrado de su radio; espera, pues, que,de ser uniforme la distribución de lasestaciones, el censo dará cifras queaumentarán como la serie de los cuadrados:

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1, 4, 9, 16, etc. Pero al recibir losdatos quedará muy sorprendido al ver queel número de estaciones crece bastante másdespacio, digamos así: 1, 3.8, 8.5, 15.0,etc. - ¡Vaya una lata! - exclamará -. Misrepresentantes en Norteamérica no saben loque hacen. ¿De quién es la brillante ideade concentrar las estaciones cerca de laciudad de Kansas? - Ahora bien ¿estará enlo cierto al llegar a esa conclusión?

—¿Lo estará? —repitió el señor Tompkins,que pensaba en otra cosa.

—No —dijo el profesor gravemente—. Haolvidado que la superficie terrestre no esplana sino esférica. Y sobre unasuperficie esférica, el área comprendidadentro de un radio dado aumenta másdespacio con el radio que sobre unasuperficie plana. ¿De veras no lo veclaramente? Bueno tome un globo terráqueoy convénzase por si mismo. Si se colocausted, por ejemplo, en el polo norte ydescribe a su alrededor una circunferenciacon radio igual a la mitad de unmeridiano, esa circunferencia será elecuador, y el área encerrada por ellacorresponderá al hemisferio norte.Duplique usted el radio de sucircunferencia y abarcará toda lasuperficie terrestre: el área se haduplicado con el radio, en vez decuadruplicarse, como sucedería en unplano. ¿Está claro ahora?

—Lo está —respondió el señor Tompkins,esforzándose por prestar atención—. ¿Y setrata de una curvatura positiva onegativa?

—Se denomina curvatura positiva y, comoacaba usted de ver sobre el globo,corresponde a una superficie finita con

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área definida. La superficie de una sillade montar tiene curvatura negativa y nopositiva como la esfera.

—¿Una silla de montar?

—Sí, una silla de montar o, en lasuperficie terrestre, un collado entre dosmontañas. Imaginémonos a un botánico quevive en una cabaña situada en un collado yse interesa por la densidad con que estándistribuidos los pinos que rodean a suhabitación. Si, partiendo de la cabaña,cuenta el número de pinos que crecen ensuperficies con radios de 100, 200 metros,etc., descubrirá que el número de árbolesaumenta más de prisa que el cuadrado de ladistancia o, lo que es igual: las áreasencerradas por un radio determinado sobreuna superficie de esta forma son mayoresque las correspondientes sobre un plano. Asemejantes superficies se les atribuyecurvatura negativa. Si intenta usteddesplegar sobre un plano la superficie deuna silla de montar, tendrá que hacerlepliegues, mientras que si se trata dehacer lo mismo con una superficieesférica, la desgarrará, de no serelástica.

—Ya veo —dijo el señor Tompkins—. Quiereusted decir que una superficie como la deun collado es infinita, aunque curva.

—Exactamente —aprobó el profesor—. Unasuperficie así se prolonga hasta elinfinito en todas direcciones, sincerrarse jamás sobre sí misma. En miejemplo del collado entre dos montes, niqué decir tiene, la curvatura negativacesa en cuanto se rebasan las montañas yse pasa a la superficie terrestreordinaria, de curvatura positiva. Peronada impide imaginar una superficie con

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una curvatura negativa en cualquier punto.

—¿Y cómo aplicamos todo esto al espaciotridimensional curvo?

—Exactamente del mismo modo. Imagine quetiene objetos distribuidos uniformementepor el espacio, entiéndase: que estánseparados entre sí por distancias siempreiguales. Entonces no tiene más que contarcuántos quedan comprendidos hastadeterminadas distancias de usted. Si elnúmero de objetos crece con el cuadrado dela distancia, el espacio no estarácurvado; si crece más o menos velozmente,el espacio tendrá curvatura negativa opositiva, respectivamente.

—O sea que los espacios de curvaturapositiva encierran menos volumen con unradio dado, y los de curvatura negativaencierran más —dedujo el señor Tompkins,sorprendido.

—Así es —dijo el profesor, sonriendo—. Yahora veo que me ha entendido ustedcorrectamente. Para conocer el signo de lacurvatura del gran universo en quevivimos, sólo tenemos que hacer censos deobjetos distantes. Las grandes nebulosas,de las que tal vez tenga usted noticia,están repartidas uniformemente por elespacio y se distinguen situadas hastadistancias de varios miles de millones deaños luz. Son, por lo tanto, objetos muyapropiados para investigar la curvaturadel universo.

—Y de su estudio se deduce que nuestrouniverso es finito y cerrado sobre símismo —añadió el señor Tompkins,recordando su primer sueño y el extrañoincidente del retorno del libro de notasdel profesor.

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—Verá usted —explicó el profesor, con airereflexivo—; así se aceptaba generalmentey, de hecho, así lo creía yo cuando di misconferencias. Pero hace algunas semanasleí un artículo en la revista Nature dondedos jóvenes físicos sugieren que se tratade una idea equivocada y que el universoes, en realidad, influido, con curvaturanegativa. Y me parece que tienen razón.

—Así que habitamos una silla de montar enexpansión, que jamás se contraerá paraestrujarnos hasta la muerte con nuestrosdescendientes - exclamó el señor Tompkinscon alivio -. ¡Entonces vale la penavivir!

Se volvió para echarse un poco de agua enel vaso, pero aunque vació en él una jarrabien grande, pareció que el vaso seguíacasi vacío.

—El espacio del interior de ese vaso poseeprobablemente una curvatura negativa muypronunciada —indicó la voz del profesor—,de modo que encierra un volumen enorme conuna pequeña superficie. Si encuentra ustedun vaso con gran curvatura positiva en suinterior, bastarán seguramente unas pocasgotas para colmarlo hasta los bordes. Meimagino que van a iniciarse curiososcambios en la curvatura espacial por estosrumbos. ¡Una especie de "terremotoespacial"¡

En efecto, a sus alrededores empezaron apresentarse transformaciones de verassorprendentes: un extremo del salón sevolvió diminuto, con mobiliario y todo,mientras el extremo opuesto crecía hastael punto de parecerle al señor Tompkinsque el universo entero hallaría cabidaallí. Lo asaltó de pronto un pensamiento

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terrible. ¿Y si un trozo de espacio en laplaya, donde estaba pintando la señoritaMaud, se dislocaba del resto del universo?¡Jamás volvería a verla! Mientras seabalanzaba hacia la puerta oyó gritardetrás al profesor:

—¡Cuidado! ¡También la constante cuánticaestá enloqueciendo!

Al llegar a la playa la encontró muyconcurrida. Millares de muchachas corríanen todas direcciones.

—¿Cómo encontrar a mi Maud entre estamuchedumbre? —pensó. Pero enseguidaadvirtió que todas eran idénticas a lahija del profesor y que se trataba de unabroma del principio de incertidumbre. Uninstante después ya había pasado la ondade constante cuántica anormalmenteelevada, y la señorita Maud apareció en laplaya, con mirada aterrorizada.

—¡Ah, es usted! —murmuró aliviada—.¡Mepareció que se me venía encima unamultitud! Debe ser culpa del sol. Espereun minuto, mientras corro al hotel por misombrero.

—¡Eso sí que no! —protestó el señorTompkins. ¡No debemos separarnos! Me temoque también la velocidad de la luz estácambiando. ¡Al volver del hotel meencontraría hecho un viejo!

—Simplezas —dijo la joven, pero deslizó sumano en la del señor Tompkins. Sinembargo, antes de que llegaran al hotellos alcanzó otra onda de incertidumbre, ytanto el señor Tompkins como la muchachase dispersaron por toda la playa. Al mismotiempo, un gran pliegue de espacio comenzóa deformarse desde las cercanas colinas,

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curvando las rocas y las casas de lospescadores de manera muy divertida. Losrayos del sol, desviados por un inmensocampo gravitatorio, desaparecieron delhorizonte, y el señor Tompkins quedóhundido en las tinieblas.

Pasó un siglo hasta que una voz muyquerida lo devolvió a la realidad.

—¡Ay! —decía la muchacha—; veo que mipadre acabó por dormirlo con su charlasobre física, ¿No quiere acompañarme anadar? El agua está espléndida.

El señor Tompkins se levantó de su asientocomo impulsado por un resorte.

—¡Así que sólo era un sueño! —pensaba,bajando hacia la playa—. ¿O es ahoracuando empieza?

Celebraron su boda y fueron felices

1 En esta historia se trastornan todas lasconstantes.

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Primera conferencia:La relatividad delespacio y el tiempo

DAMAS Y CABALLEROS:

E n una etapa muy primitiva de sudesarrollo, la mente humana se formónociones definidas del espacio y deltiempo como el marco dentro del que tienenlugar los distintos acontecimientos. Estasnociones, sin sufrir cambios esenciales,se han transmitido de generación engeneración y, desde la aparición de lasciencias exactas, han constituido losfundamentos mismos de la descripciónmatemática del universo. Posiblemente fueNewton el primero en formular claramentelas nociones clásicas de espacio y tiempo,al escribir en sus Principia:

"El espacio absoluto, por su propianaturaleza y sin relación con nadaexterno, persiste por siempre, inmutable einmóvil" y también: "El verdadero tiempo,absoluto y matemático, por sí mismo y porsu propia naturaleza, fluye uniformementesin relación con nada externo".?

Tan arraigada estaba la convicción de queestas ideas clásicas sobre el espacio y eltiempo eran absolutamente correctas, quelos filósofos han sostenido a menudo sucarácter a priori, y ni un solo científicollegó siquiera a imaginar la posibilidadde dudar de ellas.

Con todo, precisamente al iniciarse elpresente siglo, resultó innegable quediversos resultados, alcanzados por los

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métodos más refinados de la físicaexperimental, conducían a contradiccionesinevitables al ser interpretados dentrodel clásico marco espacio-temporal. Fueesto lo que llevó a uno de los máximosfísicos contemporáneos, Alberto Einstein,a concebir la idea revolucionaria de quees difícil descubrir razones, como no seala tradición, que obliguen a considerarabsolutamente ciertas las nocionesclásicas de espacio y tiempo, que podían ydebían ser modificadas hasta que hallarancabida en ellas los resultados de nuestrosnuevos experimentos. Es claro que, comolos conceptos tradicionales fueronformulados de acuerdo con la experienciahumana en la vida ordinaria, no essorprendente que los métodos refinados deobservación de que disponemos hoy en día,fundados en una técnica experimentalaltamente desarrollada, indiquen que lasantiguas nociones son demasiado groseras einexactas y que, si pudieron aplicarse enla vida cotidiana y durante las primerasetapas de la física, fue únicamente porquesus desviaciones respecto de losprincipios correctos eran suficientementepequeñas. Ni tiene nada de particular quela ampliación de los campos explorados porla ciencia moderna alcance regiones en lascuales tales desviaciones crecen hasta elpunto de volver enteramente inútiles lasnociones clásicas.

El resultado experimental más importanteque condujo a la crítica fundamental denuestros conceptos tradicionales fue eldescubrimiento de que la velocidad de laluz en el vacío representa el límitemáximo de todas las velocidadesfísicamente alcanzables. Esta conclusióntan importante y radical se deriva, antetodo, de los experimentos del físiconorteamericano Michelson, quien, a fines

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del siglo pasado, intentó observar elefecto del movimiento de la Tierra sobrela velocidad de propagación de la luz ydescubrió, para gran sorpresa suya y detodo el mundo científico, que no existetal efecto y que la velocidad de la luz enel vacío es siempre la misma,independientemente del sistema desde elcual se le mida o del movimiento de lafuente en que sea generada. No hace faltainsistir en que semejante resultado es delo más extraordinario y contradicenuestros más fundamentales conceptos sobreel movimiento. Ciertamente, si un cuerpose mueve velozmente a través del espacio yalguien corre a su encuentro, el objetochocará con él con mayor velocidadrelativa, igual a la suma de su velocidady la del observador. Si éste corre, por elcontrario, en la misma dirección y sentidoque el objeto móvil, recibirá el choquepor la espalda, aunque la velocidad serámenor e igual a la diferencia de lasvelocidades.

De análoga manera, si se sale en un cocheal encuentro de una onda sonora que vienepor el aíre, la velocidad del sonidomedida en el coche será mayor que laordinaria, pues se le habrá sumado lavelocidad del coche, la que, en cambio, sele restaría si el coche recibiera elsonido por detrás. Se trata del teorema dela adición de velocidades, que siempre seconsideró evidente por sí mismo.

Sin embargo, las experiencias máscuidadosas han demostrado que, en el casode la luz, dicho teorema no es válido,pues la velocidad de la luz en el vacío noaltera su valor de 300 000 kilómetros porsegundo (designado siempre con la letrac), independientemente de la velocidad delobservador.

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—De acuerdo —dirán ustedes—. Pero ¿no esposible construir una velocidad mayor quela de la luz sumando velocidades menoresque la de ésta, físicamente alcanzables?

Podemos considerar, por ejemplo, el casode un tren velocísimo, cuya velocidad esigual a tres cuartas partes de la de laluz, y un polizón que corre sobre lostechos de los vagones, igualmente con unavelocidad de 225 000 kilómetros porsegundo.

Según el teorema de la adición, lavelocidad total del polizón será una vez ymedia la de la luz, con lo cual podríarebasar al rayo luminoso de un faro. Enrealidad, sin embargo, como la constanciade la velocidad de la luz es un hechoestablecido experimentalmente, lavelocidad resultante en este casohipotético debe ser inferior a laesperada, pues no puede sobrepasar elvalor crítico c. Llegamos así a laconclusión de que el teorema de adicióndebe ser falso, incluso para velocidadesmenores.

El tratamiento matemático del problema,que no es mi intención desarrollar aquí,conduce a una nueva fórmula sencilla, quepermite calcular la velocidad resultantede dos movimientos sobrepuestos.

Sean v1 y v2 las velocidades que van asumarse. La velocidad resultante es dadapor

V = v1+-v2 / (1± (v1v2 / c2))

Mediante esta fórmula apreciarán ustedesque, en caso de que ambas velocidadesoriginales sean pequeñas —en comparación

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con la de la luz, se entiende—, el términode la derecha en el denominador de (1)podrá despreciarse si se compara con launidad, y así tenemos la fórmula clásicadel teorema de adición de velocidades.Pero si v1 y v2 no son pequeñas, elresultado será siempre algo menor que lasimple suma aritmética. En el caso delpolizón que corre sobre el tren,

v1= 3/4 c         y          v2= 3/4 c

y nuestra fórmula da la velocidadresultante,

V= 24/25 c

que es todavía menor que la de la luz.

En el caso particular de que una de lasvelocidades originales sea igual a c, lafórmula (1) da el valor c a la velocidadresultante, independientemente de cuál seala segunda velocidad. Así, sumandocualquier número de velocidades no sepuede rebasar la de la luz.

Tal vez les interese a ustedes saber queesta fórmula se ha verificadoexperimentalmente y se ha encontrado quela resultante de dos velocidades essiempre algo menor que su suma aritmética.

Una vez reconocida la existencia de lamáxima velocidad posible, podemosemprender la crítica de las ideas clásicasde espacio y tiempo, asestando el primergolpe al concepto de simultaneidad que deellas se desprende.

Cuando decimos que "la explosión en lasminas próximas a la Ciudad del Caboocurrió exactamente en el mismo momento en

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que los huevos con jamón eran servidos ennuestro departamento de Londres", creemossaber lo que decimos. Voy a demostrarles,sin embargo, que no es así y que,estrictamente hablando, este enunciadocarece de significado preciso. ¿Quémétodo, pues, se usará para comprobar sidos acontecimientos en dos lugaresdiferentes son simultáneos o no? Diríanustedes que el reloj marcaba la misma horaen los dos sitios, pero entonces surge lacuestión de cómo podrían acoplarse losrelojes separados, de modo que marcasen lamisma hora simultáneamente, con lo cualcaemos en el mismo problema.

En vista de que la independencia de lavelocidad de la luz en el vacío respectodel movimiento de su fuente o del sistemaen que se le determine es uno de loshechos experimentales establecidos conmayor exactitud, hay que aceptar que elmétodo siguiente es el más racional paramedir las distancias y acoplar los relojescorrectamente. Si reflexionan ustedescuidadosamente, tendrán que reconocer quees el único razonable.

Desde la estación A se envía una señalluminosa que, al llegar a la estación B,es devuelta instantáneamente a A. Ladistancia entre A y B quedará definidacomo la mitad del tiempo transcurrido enla estación A entre el envío y el regresode la señal, multiplicado por la velocidadde la luz, que es constante.

Se dice que los relojes de las estacionesA y B estarán de acuerdo si, en el momentoen que llega la señal a B, el relojsituado en ella marca la misma hora que elpromedio de los tiempos registrados en A,al partir y al retomar la señal. Mediante

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este método se obtiene el marco dereferencia indispensable entre cualquiernúmero de puestos de observaciónestablecidos sobre un cuerpo rígido, locual nos pone en condiciones de respondera los problemas planteados por lasimultaneidad de dos acontecimientos endos lugares diferentes, o por losintervalos de tiempo existentes entretales sucesos.

Ahora bien. ¿Serán aceptados losresultados así obtenidos por parte de losobservadores colocados en otros sistemas?Para responder a esta pregunta, imaginemosque sobre dos cuerpos rígidos diferentesse han establecido los correspondientesmarcos de referencia. Tomemos, paraprecisar ideas, dos largas plataformas deferrocarril que se mueven en direccionesopuestas, y veamos hasta qué puntoconcuerdan los dos sistemas. Supongamosque en cada plataforma hay un par deobservadores, uno en cada punta, y quedesean poner de acuerdo sus relojes. Cadapareja puede aplicar en su plataforma unamodificación del método descrito, sin másque poner sus relojes en el punto cero enel instante mismo de recibir una señalluminosa proveniente del centro de laplataforma (medida con una vara de medir).Así, cada pareja de observadores lograráestablecer, de acuerdo con la anteriordefinición, el criterio de simultaneidaden su sistema, pues sus relojes marchan"acordes" (desde su punto de vista, porsupuesto).

Deciden ahora averiguar si los relojes desu plataforma están de acuerdo con los delos observadores de la otra, que han hechootro tanto. ¿Señalarán la misma hora, porejemplo, los relojes de dos observadores,cada uno en una plataforma, cuando pasen

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uno al lado del otro? Es fácil imaginar elexperimento siguiente: en el centrogeométrico de cada plataforma instalan unconductor eléctrico cargado, en forma talque, cuando pasen precisamente una junto ala otra, salte un chispazo entre losconductores que haga partir sendas señalesluminosas desde el centro de cadaplataforma, rumbo a los observadores enlos extremos. Mientras las señalesluminosas, que avanzan a velocidad finita,se acercan a los observadores, la posiciónrelativa de las plataformas cambia en talforma que los observadores N1 (en la

plataforma A) y N4 (en la plataforma B) seaproximan al punto del que partió la luz,en tanto que a los observadores N2 y N3les sucede lo contrario.

Es claro que cuando la señal luminosaalcance al observador N1 (plataforma A,)el observador N3 habrá retrocedido unpoco, haciendo que la señal tarde algo másen llegar a él. Así que, en caso de que elreloj de N3 marche en tal forma que marqueel tiempo cero a la llegada de la señal,el observador N1 insistirá en que el reloj

de N3 va atrasado.

De la misma manera, otro observador, N2,sobre la plataforma A, llegará a laconclusión de que el reloj de N4(plataforma B), quien recibió la señalantes que N2, anda adelantado. Hemosaceptado que la pareja de observadores dela plataforma A está de acuerdo en sudefinición de la simultaneidad y que susrelojes marchan acordes: sus observacionesharán aceptar a ambos, sin embargo, quelos relojes de los observadores en laplataforma B no están de acuerdo entre sí.Mas no hay que olvidar que otro tanto

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ocurre con los observadores de laplataforma B; quienes aceptarán que suspropios relojes tienen la misma marcha,pero llegarán a la conclusión de que noocurre otro tanto con los relojes de laplataforma A.

Dado que ambas plataformas sonperfectamente equivalentes, esta discusiónentre los dos grupos de observadores sólopodrá zanjarse diciendo que cada parejatiene razón desde su propio punto devista, pero que el problema de saberquiénes están "absolutamente" en lo ciertono tiene sentido físico.

Temo haberlos cansado demasiado con estaslargas consideraciones, pero confío enque, si las siguen ustedes cuidadosamente,acabarán por aceptar que, adoptandonuestro método para las medidasespacio-temporales, el concepto desimultaneidad absoluta se desvanece y queun par de acontecimientos en lugaresdiferentes, considerado simultáneo desdeun sistema de referencia, se veíaseparado, desde un segundo sistema, por unintervalo definido de tiempo.

Esta proposición suena muy rara alprincipio, pero aparece como bien naturalsi decimos que, comiendo en el tren,ingerimos de la sopa al postre en el mismopunto del vagón comedor, pero en puntosmuy separados sobre la vía delferrocarril. Este enunciado, sin embargo,equivale a decir que dos acontecimientosdiferentes en un solo punto de un sistemade referencia se verán separados por unespacio definido, desde el punto de vistade un segundo sistema.

Al comparar esta proposición tan "trivial"

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con la otra, tan "paradójica", apreciaránustedes que son enteramente simétricas, einterconvertibles con sólo intercambiarlas palabras "tiempo" y "espacio".

Y éste es el punto clave de la teoría deEinstein: mientras la física clásicaaceptaba el tiempo como algo absolutamenteindependiente del espacio y el movimiento,"fluyendo uniformemente sin relación connada externo" (Newton), para la físicanueva el espacio y el tiempo estáníntimamente ligados y representan, ni másni menos, dos secciones a lo largo de un"continuo espacio-temporal" homogéneo enel cual se producen todos losacontecimientos observables. La resoluciónde este continuo de cuatro dimensiones enespacio tridimensional y tiempounidimensional es puramente arbitraria, ydepende del sistema desde el cual seefectúen las mediciones.

Dos acontecimientos separados, para unsistema dado, por la distancia: l en elespacio y el intervalo t en el tiempo,resultarán separados por una distanciadiferente, 1', y un intervalo de tiempodistinto, t ,,al ser considerados desdeotro sistema, lo cual en cierto modo nosautoriza a hablar de transformación deespacio en tiempo y viceversa. Tampoco esdifícil comprender por qué estamosenteramente acostumbrados a latransformación de tiempo en espacio—recuérdese la comida en el tren—, entanto que el caso inverso, que conduce ala relatividad de la simultaneidad, se nosantoja bien poco común. Es que si medimoslas distancias en "centímetros", porejemplo, la correspondiente unidad detiempo no debería ser el "segundo"ordinario, sino cierta "unidad racional",

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represnetada por el intervalo de tiempoque necesita cualquier señal luminosa pararecorrer la distancia de un centímetro, osean 0.00000000003 segundos.

Es claro que, en el campo de laexperiencia ordinaria, la transformaciónde intervalos de espacio en intervalostemporales conduce a resultadosprácticamente inobservables; de aquí queparezca correcto el concepto clásico segúnel cual el tiempo es algo enteramenteindependiente e inmutable.

Sin embargo, si investigamos movimientoscon velocidades enormes, como en loselectrones emitidos por los cuerposradiactivos, o en los que corren dentro delos átomos, casos, en fin, en que lasdistancias cubiertas en determinadointervalo de tiempo son del mismo orden demagnitud que ese intervalo expresado enunidades racionales, en esos casos, digo,tropezamos sin remedio con los dos efectosque hemos discutido, y la teoría de larelatividad adquiere importancia capital.Bastan velocidades un tanto reducidas,como las de los planetas en nuestrosistema solar, para hacer observables losefectos relativistas, gracias, desdeluego, a la extremada precisión de lasmedidas astronómicas. Señalemos sólo quela observación de tales efectos exigeapreciar cambios en los movimientosplanetarios que ascienden apenas a unafracción de segundo angular por año.

He intentado explicar a ustedes cómo lacrítica de las nociones de espacio ytiempo lleva a la conclusión de que losintervalos espaciales son parcialmenteconvertibles en intervalos temporales yviceversa, lo cual implica que el valornumérico de una distancia o periodo

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determinados variará con el sistema enmovimiento desde el cual se verifique lamedición.

Un aná1isis matemático relativamentesencillo de este problema, que no es miintención exponer ahora, conduce a unafórmula definida que expresa el cambiosufrido por ambas magnitudes. Todo objetode longitud 1, en movimiento relativorespecto al observador con velocidad v, seacortará en función de esta velocidad,haciendo que su longitud sea igual a

l´ = l ( 1- (v2 / c2 ) )1/2          (2)

De análoga manera, cualquier proceso quese lleve un tiempo t será observado desdeel sistema en movimiento relativo como sise llevara un tiempo mayor, t´ dado por

t´= t / ( 1- ( v2 / c2 ) )1/2          (3)

Esto es el famoso "acortamiento delespacio" y la "dilatación del tiempo" dela teoría de la relatividad.

Lo común es que v sea muy inferior a c, locual reduce los efectos relativistas hastala insignificancia; pero, al alcanzarvelocidades suficientes, las longitudesmedidas desde un sistema en movimientollegan a reducirse y los intervalos detiempo a alargarse tanto como se desee.

Debo insistir en que ambos efectosconstituyen sistemas absolutamentesimétricos, así que mientras los pasajerosde un tren que se mueve velozmente seasombrarán de la delgadez y lentitud demovimientos de los que ocupan un trendetenido, otro tanto pensarán estos

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últimos de los viajeros del tren enmovimiento.

Otra consecuencia importante de laexistencia de una velocidad máxima afectaa las masas de los cuerpos en movimiento.De acuerdo con los fundamentos mismos dela mecánica, la masa de un cuerpodetermina la dificultad con que setropieza para ponerlo en movimiento o paraacelerar un movimiento ya existente;cuanto mayor es su masa tanto más difíciles incrementar su velocidad en un valordeterminado.

El hecho de que, en ninguna circunstancia,ningún cuerpo puede exceder en velocidad ala luz, nos conduce directamente a laconclusión de que su resistencia a laaceleración o, en otras palabras, su masa,debe incrementarse ilimitadamente conformesu velocidad se aproxima a la de la luz.El análisis matemático conduce a lafórmula de esta dependencia, que esanáloga a las fórmulas (2) y (3). Sí m0 esla masa a velocidades muy pequeñas, lamasa m a velocidad v será

m = m0 / ( 1- ( v2 /c2 ) )1/2

y la resistencia a la aceleración tiendeal infinito cuando v se acerca a c.

Es fácil observar experimentalmente estamodificación relativista de la masa en laspartículas muy veloces. Por ejemplo, lamasa de los electrones emitidos por lassustancias radiactivas (a velocidad igualal 99% de la velocidad de la luz) esvarias veces mayor que la observada en laspartículas en reposo. Y las masas de loselectrones que constituyen los rayos

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llamados cósmicos, tan rápidos quealcanzan sin dificultad el 99.98% de lavelocidad de la luz, son 1 000 vecesmayores que la masa del electrón enreposo. Por lo que toca a talesvelocidades, la mecánica clásica resultadel todo inútil y entramos en los dominiosde la pura teoría de la relatividad.

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Lecturas Complementarias

George Gamow, En el país de lasmaravillas. Relatividad y cuantos, FCE,1958.

---------, Los hechos de la vida, FCE,1966.

---------, La investigación del átomo,FCE, 1968.

---------, El breviario del señorTompkins. El país de las maravillas y lainvestigación del átomo, FCE, 1992..

 

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Diseño de Portada: Pablo Toledo SotoIlustración: Julio Cesar Quiroz

Vargas

Primera edición, 1997Fondo de CulturaEconómicaISBN 968-16-5318-1Impreso en México

Fragmento de En el paísde las maravillas

Se ofrece aquí un mágicorecorrido por los temasfundamentales de lafísica, a través de lasperipecias del simpáticoaventurero señorTompkins, inventado porGeorge Gamow (1904-1968),uno de los científicosmás eminentes y popularesdel siglo XX

FÍSICA    

 

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