Monografia Cristianismo y Sacralización

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Universidad de Concepción Facultad de Humanidades y Arte Departamento de Cs. Históricas y Sociales Asignatura: Historia del Mundo Medieval LA SACRALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA DEL CRISTIANISMO ANTES DE LA REFORMA GREGORIANA EN EL OCCIDENTE MEDIEVAL SIGLO IV AL XI. Alumno: Rodrigo Berríos Fuentealba Fecha: 25 de Agosto de 2008 Profesor: Luís Rojas Donat Ayudante: Cristián Guzmán Diego Mundaca Ciudad Universitaria, Concepción

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Universidad de Concepción Facultad de Humanidades y Arte Departamento de Cs. Históricas y Sociales

Asignatura: Historia del Mundo Medieval

LA SACRALIZACIÓN DE LA VIOLENCIA DEL CRISTIANISMO

ANTES DE LA REFORMA GREGORIANA EN EL OCCIDENTE MEDIEVAL

SIGLO IV AL XI.

Alumno: Rodrigo Berríos Fuentealba

Fecha: 25 de Agosto de 2008

Profesor: Luís Rojas Donat

Ayudante: Cristián Guzmán

Diego Mundaca

Ciudad Universitaria, Concepción

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INDICE

• INTRODUCCIÓN 3

1. CRISTIANDAD ROMANA Y TARDORROMANA OCCIDENTAL: LA PERCEPCION DE LA GUERRA 5

2. CRISTIANISMO EN EL NUEVO OCCIDENTE: LA GESATCIÓN DE LOS CONCEPTOS BÉLICOS

a. IMPERIO CAROLINGIO ¿PROTECTOR DE LA IGLESIA? 8

b. LOS GERMÁNICOS: PODER TEMPORAL ¿AL “SERVICIO” DE LA IGLESIA? 9

3. LA IGLESIA Y LOS INTENTOS DE PACIFICAR EL OCCIDENTE SEÑORIAL

a. PAZ DE DIOS, TREGUAS Y CONCILIOS 12

4. VIOLENCIA SANTIFICADA Y SACRALIZADA

a. LA FUERZA DE LOS “MILAGROS”, LOS SANTOS Y LA “DEFENSA DE LA FE” 14

b. SANTOS GUERREROS Y GUERREROS SANTOS. EL CAMINO HACIA LA DEFENSA DE “SAN PEDRO” 16

5. CONCLUSIÓN 20

6. BIBLIOGRAFIA 22

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INTRODUCCIÓN

La historia del occidente medieval se remite principalmente al rol que tuvo una de las pocas instituciones sobrevivientes a la caída del sistema imperial que dominaba a la ecúmene: la Iglesia, primitivamente estructurada a la par de la institucionalidad romana, que dispersó el novel mensaje del cristianismo, ya cobijada por el imperio a fines del siglo IV. Ser “heredera” de esa “civilización” una vez políticamente derrumbada, comparada con la incursión germánica llena de “barbarie” y violencia, le fue otorgando al cristianismo y su institucionalidad, influencia que, al ver amenazados sus intereses, fue trastocando uno de los principios fundamentales de la doctrina de la fe cristiana y católica latina en particular: el uso de la violencia para la religión de Cristo.

Es esta transformación sufrida del concepto de violencia, la legitimidad, la valoración y la creciente aceptación de la Iglesia en general, los principados, los monasterios, y desde allí, a la población, laica y cristiana, se contextualiza en una crisis mental y política que responde a la urgencia eclesiástica de afirmar su autoridad en Occidente, más allá de lo temporal para consolidar su sustento. ¿Cuán arraigada se encuentra, la violencia en la cristiandad, como para transformar sus principios? ¿La violencia, se genera en defensa de la fe? ¿Es posible sacralizar a quienes en nombre de la fe utilizan la violencia? ¿Cómo evolucionó el concepto, principalmente en la Alta Edad Media? Estas y otras inquietudes buscan ser aclaradas principalmente en la obra del historiador, teólogo y doctor en Ciencia Humanas, el francés Jean Flori, La guerra santa, la formación de la idea de cruzada en el occidente cristiano, visualizando esencialmente, la progresiva “institucionalización” de la violencia para los cristianos con fines “espirituales” y también “terrenales” desde el siglo VIII, cuando el poder de los germanos asoma como un nuevo orden que puede manejar al convulsionado occidente y cómo actúa la Iglesia, cuando el desorden vuelve a amenazar a la “civilización”, con nuevas oleadas durante el siglo X hasta el siglo XI, tiempos claves que redefinen estructuras y mentalidades y organizan los poderes, respondiendo a las nuevas “riquezas” de la época. También, cómo, la violencia, además de legitimada por la oficialidad, es “venerada” y hecha venerar, para conformar, entre cristianos, laicos, terratenientes y campesinos, las bases que justifican o mas bien, responden al llamamiento papal a la recuperación de los santos lugares en las cruzadas, eventos que no atienden al objetivo de la obra, pero que encuentran base en la construcción progresiva de la “guerra santa cristiana” y la sacralización de sus combatientes antes de la plenitud de la reforma gregoriana. Cada uno de los problemas planteados, busca ser respondido siguiendo la lógica del autor consultado en su obra, abordando cada factor posible de visualizar que responda a la inquietud central y concluyente: cómo se va sacralizando la violencia para la cristiandad, de parte de la oficialidad y

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también de parte de la población común, respondiendo a los llamados que hagan, los señores (laicos y eclesiásticos) a defender lo que ellos sienten que deben defender: la fe, o la tierra, cual sea la percepción otorgada a estos llamados.

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CRISTIANDAD ROMANA Y TARDORROMANA OCCIDENTAL: LA PERCEPCIÓN DE LA GUERRA

La cristiandad anterior al mundo medieval se caracteriza por preservar una ética pacifista, a pesar de estar alineada en su estructura espacial y administrativa con un imperio romano que mostraba signos de transformación arribado el siglo IV. El cristianismo toma un rol preponderante para unificar al inestable imperio romano luego de la “revelación” recibida por Constantino que le permitió vencer a Majencio en los puentes de Milvio. Una revelación que no significo una conversión al dogma de los seguidores de Cristo, pero que trascendió en el apoyo oficial del poder temporal a la Iglesia, consolidando una alianza entre el estado y la Iglesia. El favor hecho por el emperador a su fe significó entre los fieles, una adhesión a la figura “cristianizada” del monarca, lo cual suponía vivir entre dos “obediencias”, una cívica, con el poder imperial visto como una obra divina, las leyes humanas y la justicia, y otra, ante lo espiritual, las leyes de Dios que regían el mundo celestial aspirado por los devotos. Esta situación se tradujo en múltiples conflictos, dado que las convicciones cristianas rehuyen a cumplir con algunas obligaciones de la civitas romana, como el servicio militar, ofrecer sacrificios al culto imperial y la idolatría1 La conversión imperial al cristianismo, consolidada entrando al siglo IV, y las concesiones entregadas a la ecclesia, permitieron el aumento en el número de adeptos a la fe cristiana, adjunto a una baja en la intensidad de su fe y la caída en la pureza de sus motivaciones, que se acentúa con la oficialización de la cristiandad en el imperio, lo que dejo en manos del clero, cada vez mas trascendente en la difusión de la fe, el cumplimiento de preceptos religiosos que se fueron convirtiendo en leyes humanas. Tal lejanía y distinción entre los seguidores de Cristo favoreció la división entre laicos y clero, estos últimos, alejados de toda acción que significara un derramamiento de sangre; al contrario de los laicos que fueron asumiendo para sí, y para la comunidad cristiana, el rol de defensores de la fe, en un imperio devenido en cristiano, significando el deponer las armas en tiempos de paz, motivo para “apartarlos de la comunión”. La expresión en tiempos de paz, presente en el concilio de Arlés en el 314, puede ser vista desde la base que, los cristianos en tiempos de guerra, podían ser objetores de conciencia, frente a la alta posibilidad de matar, que contravendría a sus principios. Esta disyuntiva no logro ser resuelta hasta recién encaminado el proceso de consolidación latina en occidente. El cristianismo en la realidad occidental de la caída del imperio romano, se fue erigiendo como la institución sucesora de esta tradición,

1 Flori, Jean, La guerra santa: la formación de la idea de cruzada en el Occidente Cristiano, 1° Edición en español, Traducción de Rafael Peinado Santaella, Granada: Trotta, 2003, pp.35. ISSBN 81-8164-634-2.

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afrontando un escenario difícil para la mantención de la prescripción respecto al uso de las armas entre sus fieles. La Iglesia, propugnó siempre el valor de sus “fieles ordinarios” como base de su actividad, incompatibilizando las practicas bélicas con la fe cristiana. Una vez que se vuelve evidente la decadencia imperial romana en occidente, la corriente pacifista trataba de persistir dentro del espectro cristiano, donde la barbarie y las herejías, acosaban a la christianitas. San Agustín, para combatir esta amenaza, justificó el uso de la fuerza, matar sin ser culpados de homicidios ni contravenir la ley divina, basado en principios alegóricos que argumentaban que era la Iglesia, la que cumple en este mundo, las profecías de corte escatológico que proliferaron entonces. Los cristianos contemporáneos viven el “tiempo de la Iglesia”, “Dios reina desde ahora en el seno del imperio, en que La Ciudad de Dios ha descendido a la tierra”, encontrando en el imperio, la base para su expansión y su desarrollo. Por ello, es conveniente infundirle al mundo terrenal, valores cristianos, y participar en la defensa de la Iglesia (y del imperio) contra quienes lo atacan.2 Tal doctrina es notoriamente contraria a la primitiva percepción cristiana de la guerra, claro es, que es respuesta a la hostigante situación que siente el mundo romano-cristiano occidental, entendiendo a la violencia como un mal necesario para evitar desgracias mayores, atendiendo a principios bíblicos, propios de la mentalidad medieval, del Antiguo Testamento, donde las guerras, si son “ordenadas y queridas por Dios” era “santo”, emprender contra pueblos infieles, una acción militar violenta adoptada a iniciativa suya. Esta sería la primera perspectiva de sacralización de violencia en este nuevo orden, aun no evidenciado como doctrina, en que solo se termina ejecutando, “la obra de Dios, único soberano, Juez Supremo del bien y del mal”3, en este mundo encaminado a la primacía cristiana, mostrando una moralidad en la practica de la violencia en defensa de la fe que no seria del todo respetada a posterioridad, tal como resume Máximo de Turín respecto a la responsabilidad soldadesca: “no es pecado militar (de milites), sino hacerlo por afán de rapiña”4 La germanización de occidente entre los siglos V y VII, presenta un nuevo desafío a la Iglesia: combatir a los “idólatras” o tratar de integrarlos a la nueva civitas cristiana, la nueva “civilización”. Mas aún, cuando el espacio se fracciona en reinos menores que, entre sí, entraban en conflicto. La percepción de la guerra es distinta y a la vez, cercana a la floreciente visión cristiana. Distante, porque es un modo de subsistencia, por medio del botín, y cercana al tener rasgos de sacralidad relacionados con las fuerzas de la naturaleza a las que en combate, mostraban sus fuerzas para obtener dividendos de los dioses del Walhalla. 2 Ibíd. pp. 37 3 Ibíd. pp.38 4 Ibíd. pp.39

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La diversidad de la base religiosa de los germanos, paganos y arrianos, exigió una planificada labor de la Iglesia para su “cristianización”, no solo para adscribirlos a la fe, sino también, para contrarrestar la inferioridad numérica de los romano-cristianos frente a los allegados a occidente y mantener el legado latino en esta región. La misma organización jerárquica de los germanos permitió la adhesión, superficial, de estos pueblos en occidente, sin antes, contemporizar la Iglesia ante la contrastante cultura “barbárica”, predicando un Cristo distinto al pregonado a griegos y romanos en su minuto, manteniendo el precepto de guerra justa, pero con transformaciones a su “definición” y área de aplicación, alejada de la percepción agustiniana de guerra santa que en la base germánica, tuvo otros alcances, dado que la divinización de lo material, formó siempre parte de su cultura. Este “sincretismo”, forzado por la contingencia histórica en que la única autoridad occidental era el obispo de Roma, incidió en nuevas prácticas para la Iglesia que sacralizaron la guerra, por ejemplo, la bendición de las armas y de los guerreros que “combatían por la nueva fe del rey”. La Iglesia lentamente en cada uno de los pueblos germanos, se fue consolidando como ente unificador de la región, pensando siempre en la gloria romana como fin máximo, aunado con la primacía de la cristiandad en el orbis, pero entendiendo esta nueva realidad, donde lo privado es mas relevante que la communitas propiciada por el cristianismo, tal como tuvo que suceder en su momento en la frontera romana, “entre culturas clásicas, germánicas y célticas, que ahora, se ven dirigidas por la Iglesia cristiana”5 5 Carrol Bark, William, Orígenes del Mundo Medieval, 1° Edición en español, traducción de León Mirlas, Buenos Aires: Eudeba, 1972, pp. 93

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CRISTIANISMO EN EL NUEVO OCCIDENTE: LA GESTACION DE LOS CONCEPTOS BÉLICOS

a) IMPERIO CAROLINGIO ¿PROTECTOR DE LA IGLESIA?

El mundo occidental vuelve a encontrar, luego de décadas marcadas

por el “desorden” y la “anarquía”, la paz que tanto buscaba de la mano con la unción de Carlomagno el 25 de diciembre del año 800. La nueva autoridad temporal del imperio carolingio, consagrado por el papa León III, es un acto que respondía a la búsqueda del clero romano de potenciarse frente al poderío que mostraba el mundo bizantino, en todo orden de cosas, principalmente dadas las pugnas con el catolicismo, por la primacía de la autoridad eclesiástica y la idea de volver a conjurar a la cristiandad en una sola Iglesia. Con este principio, en Occidente ya es posible vislumbrar la primacía de una autoridad en cada “poder” existente en la humanidad: en el temporal con Carlomagno y los carolingios, y lo espiritual, con el Papado.

El cristianismo en su momento se comportó como un orden pionero al incursionar en el abandonado mundo occidental. Las misiones monacales se erigieron profusamente en el territorio, dada la valoración temporal de la nueva institución que le dio legitimidad ante otros reinados para imponerse como monarca pleno del pueblo franco en esta ocasión, y por su trascendencia en la preservación del antiguo conocimiento romano.

El imperio carolingio se caracterizó por ser prácticamente, estructurado bajo el orden monástico. La cristiandad aquí se encontraba refugiada y la civilización, lentamente apadrinada por el monarca, investido como un “nuevo David”, bajo la nueva percepción que presenta para los cristianos, la llegada de “paganos” e “infieles” a occidente. Con este margen, la violencia y la guerra como conceptos, toman nuevos aires intentando su materialización a favor de la fe.

La fortaleza que tenía la dinastía carolingia desde Carlos Martel (siglo VIII), y la valoración de las hazañas militares en contra de los musulmanes, reafirmaron la idea respecto al rol que debía asumir el imperio franco para con la cristiandad y la unidad, dada la defensa simultánea de su imperio en occidente y de la cristiandad en las campañas carolingias, reavivando la idea de guerra justa con un nuevo prestigio y dando rasgos de sacralidad a sus acciones, de orden militar. La connotación religiosa de sus actos, se ve lentamente implicada en cada uno de ellos. La Iglesia las promueve, dignificando el poder carolingio y sacralizando la figura imperial cada vez, con una mayor autoridad sobre occidente.

La protección del imperio, implica a su vez, la protección del papado, algo que responde a la necesidad recíproca de imponerse sobre sus propios enemigos: reyes locales, duques y condes en tierra franca, y sobre los lombardos y bizantinos en la península itálica.

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Cada vez mas, occidente se reconoce como “Europa”, una comunidad humana cuya dimensión religiosa se añade a una entidad geográfica o cultural6, que es comandada por una figura cada vez mas vinculada a un renacimiento del imperio romano o del reino de Israel, en tanto es erigido como un combatiente cristiano en contra de los “paganos”. Aún mas “divinizado”, a veces puesto a la mano derecha del Papa por algunos panegiristas, el imperio franco carolingio se consolida para la cristiandad como su protectora al defender la obra eclesiástica y la fundación de Iglesias, quizás también, en pro de los intereses materiales del papado, que apoyó el “golpe de estado” que permitió la llegada de Pipino el Breve, devolviendo los favores éste, restituyendo territorios reivindicados en la “donación de Constantino”. Tal comunión entre francos y Roma, continuó con la labor de Carlos, Carlomán y el citado Carlomagno, ungidos por el papa, que una y otra vez, recurrió a los compromisos de la Constitutio Constantini para afrontar sus “amenazas” y “recuperar posesiones”, sean lombardos, normandos, sarracenos o musulmanes en tiempos posteriores Esto resume que, tal sacralidad dada a la labor del imperio franco, no es mas que producto de la labor militar propia de la defensa del espacio imperial, que a su vez, logra alejar a Roma de peligros a la cristiandad y a los intereses materiales, situación invocada en cada evento a revisar posteriormente: los concilios. Las guerras imperiales eran legítimas por la venia papal, cargadas de religión, pero de por sí, no eran santas.

b) LOS GERMÁNICOS: PODER TEMPORAL ¿AL SERVICIO DE LA IGLESIA?

El Sacro Imperio Romano Germánico, gestado en el siglo X, debió

afrontar un panorama aún más complejo que el propio imperio romano en su decadencia. No solo estaba asolado por nuevas oleadas migratorias paganas desde las estepas orientales (magiares, eslavos) y pueblos islamizados, tuvo que hacer frente a la crisis generada por el poder eclesiástico en sus reinos, los cambios en la espiritualidad cristiana, las pugnas internas y un progresivo trastorno de las estructuras socio-económicas que configuraron el panorama característico de la Baja Edad Media o del período feudal. El emergente imperio mantuvo débilmente el ideal ideológico de los carolingios, puesto que el ascenso de los principados, los poderes locales y sus reinos, tal como el imperio franco, mermaron la unificación en un solo orden para occidente. Tal como con sus predecesores, las guerras emprendidas por los Otónidas, la principal dinastía de origen sajón que comanda el imperio desde el siglo X, eran en nombre del imperio, pero contra pueblos paganos, por tanto, el reconocimiento eclesiástico es

6 ob.cit., Flori, pp.42

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evidente. Cuando son de orden defensivo, el emperador cumplió su misión de proteger a las Iglesias y al pueblo contra los enemigos del nombre cristiano, como también entonces, las bendiciones consagratorias de los reyes francos que se imponían bajo la influencia pontifical romano-germánico, así como las oraciones sobre las fuerzas reales que se ponían en campaña contra los paganos7. El nombre de los reyes germánicos se enalteció para la cristiandad, principalmente Otón I, cuando venció a los húngaros en Lechfeld en 955 y luego, sobre los eslavos. Después de aquello, los otones incursionaron en políticas de “dilatación” de su poder hacia el este, con un tinte misionero evidente, ya que esta expansión, militar, trajo tras de si, la llegada de ordenes monásticas que conviertan a los paganos, configurando, llegado al poder Otón II, de la mano de Bruno de Querfurt, la idea de la unidad de los reinos para un combate frontal contra el paganismo, sobre la base del “obligadles a entrar”, situación que no prospero en la Iglesia. A pesar de ello, es plausible pensar que el clero no vio de mala manera la opción de pasar de una actitud defensiva a una ofensiva, sin existir una ruptura en la ideología defensiva de la guerra justa agustiniana, que también, dio margen, en su planteamiento, a la opción de un reconocimiento de la existencia de límites en que el combate de defensivo, pasa a ofensivo, algo que no dividió en la mentalidad imperial, y significó una progresiva influencia sobre los paganos. La posibilidad de conversión acrecentó la legitimidad, pero por sí mismo, no resultaba suficiente para tomarlo como evidencia de sacralización. Para ello, la satanización del otro difundiendo la inhumanidad de su conducta, como sucedió antes con los normados, que ahora forma un imaginario respecto a húngaros y eslavos, aún después de conversos. Otro medio de sacralizar el combate, es verse flanqueado por santos protectores, por ejemplo, San Miguel, que figuró en los estandartes de Otón I y Enrique II contra los magiares, que son bendecidos, acompañados de invocaciones a arcángeles al frente de estas “legiones celestiales”8, en contra de una lucha, terrenal y también “espiritual” contra el pagano. A pesar de esta valoración y legitimación progresiva, llegando al siglo XI la Iglesia aún no autoriza a los clérigos a participar en estas prácticas con espada en mano, oponiendo claramente los milites Christi, el clero, de los milites saeculi, los laicos, únicos que pueden ir con armas contra los paganos. El clérigo siempre debe resistir, y si mata a un pagano, aunque sea por defenderse, sale de su orden. Los penitentes, por otro lado, están autorizados a matar un pagano, aunque no deberían llevar armas. Tal restricción, se fijó reiteradamente en los concilios carolingios durante los

7 Ibíd. pp. 54

8 Ibíd. pp. 56

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siglos VIII y IX, dando solo a los clérigos, la “función” de rezar por la victoria del emperador y solicitar la intercesión de la divinidad. Fuera de estas limitantes, muchos formaron parte de las empresas imperiales, protegiendo las reliquias, celebrando misas o confesando. Tal implicación tiene una razón: las Iglesias eran importantes bienes raíces, eran señoríos eclesiásticos donde el obispado se convertía en condado y por ello, debían prestar “servicio militar” exigido por el monarca. La Iglesia aspiraba a la paz de Dios, pero por lo general sólo era posible por medio de la violencia, por la guerra, inducida a se sacralizada de una nueva manera9

9 Ibíd. pp .57

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LA IGLESIA Y LOS INTENTOS DE PACIFICAR EL OCCIDENTE SEÑORIAL

PAZ, TREGUA Y CONCILIOS El panorama predominante en los albores del siglo X, mostraban una profunda crisis que trastocó la estructura emergente del occidente medieval. La “anarquía feudal” generada por los señoríos feudales, que buscaban detentar las prerrogativas que antaño caracterizaban a la realeza carolingia10, y sus caballeros estaba cargada de una violencia indescifrable, por lo cual, la única opción para encontrar freno a la codicia laica y en ocasiones, también señorial, era que la Iglesia encontrara su propio camino para defender su destino, en función del preponderante rol moral que ostentaba. El clima de terror de esta “edad de hierro” del siglo X, incidió en que se sustrajera, a la espera del año mil, a los hombres sin armas (inermes) de las acciones de aquellas violencias guerreras de los caballeros (milites). El combate en favor de la paz, fue sacralizando algunas acciones, en contra de los que produjeran alteraciones dentro de los tiempos delimitados por la Iglesia en que la practica bélica era condenada, siendo soldados de la moralidad que intentaba extender la institucionalidad religiosa. Tal idea, es la sustentación de la “paz de Dios”, una institución destinada a limitar las incursiones militares privadas de los señoríos, indicar conductas en los conflictos feudales y a apartar la violencia caballeresca de aquel pueblo desarmado, prestando juramento, en presencia de reliquias y símbolos (desde fines del siglo X), de no matar, robar o despojar a los inermes so pena de excomunión. Entrando al siglo XI, precisamente en el concilio de Elna, la Iglesia intenta contener la furia violentista de los milites, estableciendo períodos de tiempo de calma en el fragor de los desórdenes, restringiendo lo mas posible, la brutalidad de las armas. Esta propuesta es reconocida como la “tregua de Dios”, inicialmente limitada a las festividades litúrgicas, para luego, ser extendidas los días de recuerdo de la Pasión de Cristo. Tal era el afán de la Iglesia de manejar los períodos de violencia para evitar los abusos, que en instantes posibilitó la creación de milicias que contraataquen a los caballeros que propicien disturbios, obligándolos a respetar la paz, como sucedió en el concilio de Bourges en 1038. Toda esta estructura trato de controlar la anarquía privada en una nueva estructura social donde los vínculos feudales y vasalláticos, comenzaban a predominar, siendo la Iglesia, un ente no ajeno a esta realidad, intentando adecuar sus principios a la ya incontrolable fuerza

10 AA. VV., Textos comentados de época Medieval. Siglo V al XII, Barcelona: Teide, 1975, pp. 713

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caballeresca. Por ello, de modo tajante, en Narbona, se establece que “quienquiera que mata a un cristiano, derrama indudablemente la sangre de Cristo”11. Esta premisa deja entrever una segunda lectura. La violencia contra los paganos, no era necesariamente condenada, por lo cual, para el cristianismo y su ideal de combatir a los pueblos cifrados con él, se convertía para los milites, una forma de “cristianizar” sus prácticas. Fuera de toda esta intención, la Iglesia nunca tuvo un afán plenamente anti señorial, desde el punto de vista territorial, en la posesión de sus dominios, lo cual queda plasmado en los “concilios” y asambleas de paz, dado que a ellas, la Iglesia y la alta aristocracia, se unían en torno a las reliquias para unir “aspiraciones” junto con el pueblo que sufría de la violencia armada, promovidas por el interés o por la faida. El marco institucional en que se estructuró esta concepción, fue propio de la realidad del territorio franco, donde la progresiva fuerza condal, ponía en aprietos al poder central del reino. La Iglesia, con esta “regulación” debía afrontar múltiples inquietudes internas, originadas principalmente por el poder de los obispados franceses y su trascendencia para con las acciones de paz, puesto que, secundariamente o no, trastocaban su margen de influencia, que trataba de dar sustentabilidad al régimen intentando devolver la “paz pública” que en su momento, en el imperio carolingio, tan recurrentemente fue proclamada en comunión al rey, por los concilios propiciados por el monarca. La “legislación de la guerra” de la Iglesia, la paz de Dios, respondió limitadamente a las exacciones de los milites12, dando progresivo curso a una teologización de la guerra, que ciertamente, era contextualizada en la protección reiteradamente cifrada en sínodos y concilios, de los bienes eclesiásticos, de abadías y misiones, y de los clérigos, separando aún mas, a lo monacal y clerical, de los laicos, como se da desde el sínodo de Laprade a mediados del siglo X, pasando por eventos claves para el reino franco como Charroux (938), Poitiers (1010), Limoges (1031) o Bourges (1038), incluyendo en función de la “realidad” existente, a la población como parte de las limitaciones de la práctica violenta, hasta la decisión de Narbona en 1054. La paz terminó convirtiéndose en una institucionalidad tendiente a protegerse de las usurpaciones laicas de bienes y alejarse de su ilegítima influencia, lanzando amenazas de anatema y oprobios para consolidar su postura, hasta que, en el siglo XII, el orden normando, volvió a centralizar al reino franco, convirtiéndose ahora, en una ordenanza real. Por ello, por las limitantes dadas a la violencia por parte de la Iglesia, la violencia no puede considerarse justa, pero también, “moralizó” las acciones de los milites y la

11Ob.cit. Flori. pp. 61 12 Ibid. pp. 70

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guerra en función de sus objetivos e intereses, alejándola de la perspectiva “santificadora” que en ocasiones se intentó otorgar.

LA VIOLENCIA SACRALIZADA

a) LA FUERZA DE LOS “MILAGROS”, LOS SANTOS Y LA “DEFENSA DE LA FE”

Más allá que la historia considere el milenarismo o los terrores del año mil

como una falsedad, es inobjetable prescindir de este “imaginario colectivo” que no esta ajeno a la sociedad y la mentalidad que dominaba el mundo medieval. La espiritualidad de occidente durante la clasificada “Alta Edad Media”, mostró evidentes signos de retorno a principios bíblicos del antiguo testamento, quizás, entendiendo que el retorno a lo primitivo, promovido insistentemente desde los monacatos y predicadores mas influyentes en respuesta a la “crisis moral” del clero y al temor popular por la escatología, entregaron a las acciones de algunos hombres o respuestas frente a eventos naturales, el carácter de milagrosos. La necesidad de encontrar “esperanza” de una salvación al venerar una reliquia o celebrar a un santo, no puede ser considerado mas que como una percepción natural frente al vacío popular de no poder acceder a ello de otro modo mas que convirtiéndose en monje, puesto que los cristianos laicos estaban impedidos de conocer la palabra que era difundida por estos hombres privilegiados.

El mundo monacal poco a poco entendía que la violencia era a su vez, una forma de proteger estas reliquias que controlaban, y las intervenciones de quienes protegían estos símbolos, principalmente laicos que aspiraban a ser “santificados” tal como los monjes, sacralizaron sus acciones.

El poder de la santidad y de sus defensores, se iba acrecentando aceleradamente. El culto de los santos motivó la creciente peregrinación y masivas procesiones de la población, otorgando por consecuencia, donaciones, ofrendas, regalías a la institución protectora, tanto de simples peregrini, como también de parte de señores de creciente poder. Tal práctica estaba matizada de paganismo, una representación concreta de Cristo era peligrosa, casi un signo de idolatría, lo que no era algo de plena aceptación en el clero.

En este tiempo, de “incertidumbre”, la superstición reconjugaba con la aspiración de alcanzar la palabra de Dios por parte de la población, por ello los milagros que se atribuyen a las reliquias y restos de santos, fueron paulatinamente construidos por el clero, buscando antecedentes entre los monjes mas antiguos, para que la vinculación entre el santo y su estatua o representación concreta, no se vea envuelta de paganismo, así como también para con la comunidad que rodeaba al santo, defendida por sus seguidores en ocasiones por la vía violenta. Aunque este objetivo era posible para el monacato, como Cluny, por medio de la vida contemplativa, el Papa

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propicia un llamamiento a la acción para también, reformar la Iglesia y la sociedad. Para salvar al mundo, en este marco reformador del siglo XI, no bastaba con orar, era imperativo tomar su dirección, propiciando el combate por la fe.13 Los milagros de los santos relacionados a la protección de diversos peligros (ahogamientos, incendios, derrumbes, etc.) se van conjugando con aquellas intercesiones a favor de ataques o combates armados, donde los caballeros son enaltecidos aún más que las curaciones milagrosas. La violencia utilizada por los santos y sus protectores se oponía a aquellas violencias que sean inflingidas a él y los suyos. Los milagros involucran variadas “categorías”: de glorificación, donde se busca imponer respeto sobre las reliquias de un santo e imponer su voluntad, llegando a arrebatar objetos preciosos para demostrar su capacidad. También se dan los milagros de venganza, aun mas violentos dado cuando se atenta contra el honor de un santo, sus derechos materiales o sus intereses y por ello, los de la comunidad adyacente, como sucede con la “violencia de Santa Fe”, un monasterio que cobró trascendencia después de 1050 con los relatos de Bernardo de Angers, luego de una intercesión a favor de un caballero que capturo a un cura que abusaba de un campesino.

La cultura monacal, que manejaba en gran medida estas reliquias, hizo llamamientos a su protección, tanto dirigidos al santo para que intercediera, como al pueblo ligado a su influencia, para defenderse ante la “humillación” que sufres las reliquias de los caballeros. Oraciones, ritos litúrgicos, procesiones y un sin fin de actos, eran formas de suscitar el poder protector o vengador del santo, que debe defender su señorío terrenal de las codicias que despertaba entre sus enemigos y vecinos. Con esta premisa, también, avanzaron en la extensión de dominios del poder feudal, acudiendo a los “acuerdos de Quiercy” y a la donatio, con la procesión de santos y reliquias de modo intimidatorio, incluso, cuando señores eclesiásticos trastocaban su poderío.

Otro santo, San Benito, y su orden, fueron tan vindicativos como la Santa Fe contra los expoliadores, clericales y caballeros laicos, que acosaban sus dominios materiales pretendiendo ocuparlos. Con las mismas prácticas, el envío de reliquias, recuperaban una y otra vez los feudos amenazados en Orleáns y Aquitania, contra los citados y saqueadores paganos (normandos) utilizando milites reclutados de su monasterio, que ante algún atrevimiento ante la autoridad divina, también sufrían de su poder con la venganza divina (divina ultio). La defensa de lo material de las Iglesias y monasterio es, fue por lejos, la primera preocupación de cada obispo y abadía en cada cónclave y en cada relato milagroso de los santos, que fueron difundiéndose en todo el espacio occidental a pesar de las transformaciones que se vislumbraban en

13 Vauchez, Andre, La espiritualidad del Occidente Medieval, Traducción al español de Paulino Iradiel, Madrid: Cátedra S.A., 1985, pp. 59.

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el siglo XI y que saldrían del orbe franco para alcanzar España y los reinos germánicos con alcances mentales y sociales muy trascendentes.

La feudalidad alcanzaba a ambos señoríos: laicos y eclesiásticos, y era algo imposible de obviar. La necesidad de purificarse de la Iglesia, de separarse del mundo cada vez mas trascendente en su realidad para el clero, implicaba dos vías: separarse de lo material espiritualizando su accionar, o tomando en plenitud el poder temporal, alejándose de los poderes laicos, para utilizarlo conforme a su propósito. Este fue el camino de la reforma gregoriana que estaba en curso, empleando a aquellos otrora “expoliadores” mas cercanos para reclutar milites ecclesiae, mercenarios o vasallos defensores de los recintos espirituales, añadiendo la espada a todas las formas de los santos de imponerse ante sus amenazas. La lucha ahora, es de Milites contra milites14, protegidos por los santos.

b) SANTOS GUERREROS Y GUERREROS SANTOS: EL CAMINO HACIA LA “DEFENSA DE SAN PEDRO”

La idea de guerra santa que se configura en el nuevo milenio, se debió

en gran medida al acercamiento progresivo de dos modelos de vida: el del santo y el del guerrero, ilustrado profusamente entre los siglos X y XI, implicándoles significativos comunes: la ayuda que prestaron los santos militares, la sacralización gradual mediante la liturgia de la acción guerrera, la santificación de algunas guerras mediante oraciones, bendiciones de armas y símbolos, protección de los santos, el socorro de los ejércitos celestiales y las nociones de martirio de los guerreros caídos en combate por esta causa justa y la eventual participación de los bienaventurados en la acción armada junto a los guerreros, que, por su muerte gloriosa, se podían reunir con ellos en el paraíso.15

Algunos clérigos aún propugnaban por convencer a algunos caballeros a alcanzar la cima de la vida cristiana abandonando la caballería y asumiendo el hábito, pero el perfil guerrero de la nueva “santidad” respondía a la realidad evidente de la vida occidental, como lo reflejaban los cantares de gesta, evocando a Roldán y Bibiano como mártires que decidieron llevar a la acción, la lucha contra los paganos, pero enalteciendo su vida apostólica, dado que los primeros mártires santos aceptados por la Iglesia, fueron aquellos que resistieron a la espada de los paganos, como los mártires de Tánger, San Martín de Tours o San Sebastián, protectores de los ejércitos cristianos, sobre todo en Oriente.

Pero, la elevación a mártir de la fe, ¿le da forma a la idea de ser una acción de “guerra santa”?. Aún no. Las acciones bélicas imperiales eran en

14 ob.cit. Flori, pp. 121 15Ibíd. pp. 123

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gran medida sagradas, pero no contaban con la venia, ni consagración o sanción clerical hasta el siglo XII, tal como era en Oriente donde era rechazada muchas veces o por lo menos, no internalizada, sin por ello, dejar de contar con la intervención celestial.

Bernardo de Angers, comenta variadas intervenciones santas en luchas dadas en Oriente, también, durante el dominio romano, por ejemplo, contra Juliano el Apóstata, llegando a la idea de que “existen violencias justas y sagradas porque los santos del paraíso se entregan a ellas por orden de Dios”16.

Mismo fenómeno se replicaba en cada momento de lucha contra el paganismo, en el imperio germánico otónida, las luchas de reconquista en España (Santiago, el soldado de cristo) o combates contra los sarracenos, incluso, entregando a la Virgen María, caracteres combativos al interceder en luchas desiguales a favor de los “defensores de la cristiandad”, también defensores de la Iglesia y su influencia, una de las variables y disyuntivas que explicarían la sacralización de las luchas.

El paso de una santidad guerrera a una milicia santificada, se empieza a dar cuando los defensores de la Iglesia son sacralizados por medio de la liturgia. Los reyes, quienes gobiernan a su pueblo, tienen la labor de proteger a los inermes, los que en la nueva estructura feudal, son los laboratores, al clero y a las Iglesias. Las ceremonias de consagración son instancias en que esta misión es recordada a los monarcas, ratificando a su ver, su poder de justicia, coerción y de protección armada, viéndose santificados, asegurando benevolencia con los buenos y siendo severo con los malos, herejes, falsos cristianos y todo quien ose dañar a las Iglesias y al pueblo de Dios. Es a partir del siglo X que estos actos se van cargando de ideología y sacralidad, cuando la lucha contra el “paganismo” (o las migraciones) estaba en apogeo, pidiendo a Dios antes del siglo XI y a los santos después de éste, bendición a la espada de la militia que se avocaba al servicio público, para que “proteja y defienda a las Iglesias, a las viudas, a los huérfanos y a todos los servidores de Dios de las fechorías de los paganos”. Recurrir al Antiguo testamento es otro medio de sacralizar las fuerzas. Aludir a la protección divina concedida a Abraham para permitirle vencer a varios reyes paganos, así también, los triunfos de David conseguidos gracias al poder divino, son costumbre en este período.

Las liturgias para los defensores de las Iglesias, vuelven reforzadas en el siglo XI, quizás para reafirmar su ascendencia temporal sobre sus dominios y, entendiendo, el poder militar que lentamente conformaron los obispados para su propia defensa (vasallos) y que eran solicitados por el imperio. Para estas labores “profanas”, las instituciones clericales tenían representación por medio de los procuradores (advocati), príncipes o señores de la vecindad que asumieron sus armas siendo investidos ceremonialmente

16 Ibíd. pp.129

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muy ricos y muy ideologizados por los clérigos, estructurando paralelamente, la militia ecclesiae, vasallos, dependientes o mercenarios que por él son reclutados para proteger el establecimiento. Tal cargo era muy lucrativo y posibilitaba un ascendiente social y político importante, como se da en el norte francés, donde los condes pasan a ser abades laicos y a la inversa, procuradores en el siglo XI, se convierten en condes, principalmente, porque la protección militar de las Iglesias llega a ser la principal razón de las concesiones de dominios eclesiásticos a los laicos.

Pero no a todos alcanzaba aún este estatus. La caballería, sino recién en el siglo XII es aceptada como parte de grupos o milicias aceptadas a prestar servicio a la fe, porque precisamente, es a este cuerpo militar que la Iglesia trata de contrarrestar con toda la institución dispuesta, que es permeable a pesar de todo a las exacciones de sus propios “administradores”.

El uso de banderas eclesiásticas en las bendiciones litúrgicas contribuyeron aún más a santificar los combates de los guerreros alineados tras de ellas, tras los estandartes (vexilllium). Los santos eran representados en ellas, y en presencia de estos símbolos se recurre a ellos para buscar auxilio. Su defensa y el actuar por ella es tan importante como la defensa del monasterio o la reliquia misma del santo. Los simbolismos comienzan a acaparar importancia en la lucha contra el mal, tal como se evoluciona en el uso de la cruz como signo propio por parte de los combatientes de la defensa de la cristiandad. Los martirios en su defensa, relatados numerosamente posterior al año mil, respecto a la muerte de monjes sin combatir contra la “raza nefasta de sarracenos” en la región de Provenza, asimilados a los primeros confesores del cristianismo romano; y por ello son acogidos en el paraíso por una “legión de ángeles”. Avivados los monjes por el abad Porcario a no huir, sino sufrir heroicamente la muerte, clavó el estandarte de la Santa Cruz, incitando a la resistencia sin empuñar armas.

Este tipo de relatos, aplicados tanto teniendo como enemigos a invasores paganos, sarracenos o expoliadores de la Iglesia, aun muestra a la cruz como signo de paz, con combatientes espirituales, internos, pero opuesto a los promotores de disturbios.17Pero entre tanta confusión, simbolismo y estandarte, fue tomada por reliquia, sacralizando aún más la acción de los santos, o siendo acompañante frecuente de algunos ejércitos, datados incluso desde el siglo IX, y que en la reconquista española fue elemento común en la lucha contra los moros, como sucedió en la toma de Barcelona en 1058, en donde la cruz significó signo de protección de los cristianos frente a los “paganos pestíferos”18. La cruz se convirtió en símbolo de muchas cosas: revelar a algunas personas, el destino que debían seguir para con la Iglesia o la santificación de los combatientes por la causa de una

17 Ibíd. , pp.147 18 Ibíd. pp. 148

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Iglesia (Milán, 1039). Ya alcanzando el siglo XI, la cruz se convierte en signo de guerra santa, aún más representativa que los estandartes, sacralizando de modo supremo, los combates que unían en un fin común, a nobles y plebeyos, aunque no siempre se tratara de luchas contra paganos, sino también señores cristianos.

La relación entre la cruz, la guerra y Roma, sacralizó aun mas las luchas, llegando a ser sus entes emblemáticos, beatificados. El reconocimiento papal a la obra tanto de cristianos como bárbaros a favor del cristianismo era también, producto de aspiraciones de “civilización” de quienes las propiciaron, más aún con la realidad de saqueo que debían afrontar en occidente de parte de los normandos, valorando toda acción que permita preservar la vida cristiana y a los propulsores de la fe, los monjes.

La sacralización y glorificación de estos guerreros de “la Patria y de Cristo” contribuyeron a la idea final que predominaría en la cristiandad ad portas de la Reforma gregoriana y de la cruzada, a la idea del martirio de los guerreros que trasunto en el concepto de “guerra santa”, donde la participación directa o indirecta de los santos, las convirtieron en “guerras de Dios”. Aparecen nuevas percepciones. La cristiandad asume la importancia, para su preponderancia en occidente, de los santos “belicosos” y de los guerreros “santificados”, mostrando un signo más de la evolución vivida por la humanidad, la Iglesia y la cristiandad durante el siglo XI, acelerada en su segunda mitad, que elevó a estos íconos que ahora, entraban a batallar por la cristiandad, bajo la vexilllium sancti Petri, la bandera mas santa de la cristiandad que guiará a los cruzados en los albores del siglo XII.

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CONCLUSIÓN La sacralización de la violencia es un tema de poca profundización en la

enseñanza de la Historia en los niveles secundarios. Pero su análisis, permite entender de mejor manera, una construcción mental de enormes repercusiones en la base de la civilización occidental de orbe cristiano actual. Sin afán de ofender la historia de la cristiandad anterior a la reforma gregoriana, éste es un factor inobjetable a la hora de comprender la concepción guerrera y el actuar violento de una sociedad feudalizada, unida a la mentalidad cristianizada de occidente. Encontrar refugio y ascendiente, de cualquier orden, sea espiritual, político, social o incluso económico en la institución más trascendente de la época era propio de aquellos que vivían en la incertidumbre, entre ser considerado parte de la cristiandad, de la civilización o ser visto como bárbaro.

La institución que construyó el papado en cada dominio temporal y la relación que trató de configurar para encontrar protección y legitimidad, lo llevó a trastocar el principio de la cristiandad primitiva, de ser una religión de paz a convertirse en una fe que esta dispuesta a armarse por proteger lo que es parte del reino de Dios en la tierra, mas aún, cuando la “amenaza” del paganismo o la herejía se veía venir a cada instante.

La guerra justa, mencionada tempranamente por San Agustín de Hipona, se fue transformando en un concepto que transformó también a los hombres, a una percepción de vida distinta, una oportunidad que, para quienes buscaban ser vistos a la par de la santidad monacal, podía significar salir de la demonización de su conducta y también, entrar en la nobleza que a partir del proceso feudalizante del mundo occidental europeo, se estaba estructurando con la posesión de la tierra y las relaciones de vasallaje que se construían.

Aquí abarcamos solo hasta antes de que el papado, entregara a los milites dispuestos, la bandera de San Pedro como nuevo estandarte de lucha, dado que este es un nuevo orden, aun mas preponderante el que sacraliza el combate. La Alta Edad Media se caracterizó por un orden particular: laicos y clero. Ahora, la nueva estructura no hacía distinciones de orden espiritual. La posesión de la tierra y su defensa organizaba las nuevas categorías, aunque se trastocaran de vez en cuando, cuando la defensa de aquellas posesiones, elevó a órdenes supremos a figuras que alguna vez ofendieron a la cristiandad o que se martirizaron en su nombre, para quedar en la memoria de los cristianos como soldados de Cristo, sin a veces, combatir al supuesto anticristo visualizado a fines del siglo XI, sino que a otros cristianos, a señores que amenazaban el patrimonio de la Iglesia, que a su vez se encargó de legitimarlos ante el clero y ante la población.

Santos guerreros y guerreros santos, estandartes alguna vez señoriales, ahora, eclesiales, reliquias, estatuas y mártires, son el producto de la propia sociedad, de la cristiandad y su influencia, que a su vez, es la

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mentalidad del orbe. La guerra santa y la legitimación del concepto se vuelven inevitables. Llevarlos a la práctica, también.

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