MIGUEL ANTONIO CARO: BELLAS LETRAS Y LITERATURA …

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MIGUEL ANTONIO CARO: BELLAS LETRAS Y LITERATURA MODERNA David Jiménez En su famoso Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile, en el año 1843, Andrés Bello definió el sentido y los alcances que te- nía para él la idea de literatura o de Bellas Letras: Aquel departamento literario que posee de un modo peculiar y eminente la cualidad de pulir las costumbres, que afina el lenguaje, haciéndolo ve- hículo fiel, hermoso, diáfano de las ideas (...); que, por la contemplación de la belleza ideal y de sus reflejos en las obras del genio, purifica el gusto, y concilia con los raptos audaces de la fantasía los derechos imprescriptibles de la razón; que, iniciando al mismo tiempo el alma en estudios severos, auxiliares necesarios de la bella literatura, y preparativos indispensables para todas las ciencias, para todas las carreras de la vida, forma la primera disciplina del ser intelectual y moral, expone las leyes eternas de la inteli- gencia a fin de dirigir y afirmar sus pasos y desenvuelve los pliegues pro- fundos del corazón, para preservarlo de extravíos funestos, para estable- yi cer sobre sólidas bases los derechos y los deberes del hombre . Para Bello, la literatura no puede tener un sentido meramente priva- do, interior, propio del sujeto que habla consigo mismo, tal como se ha concebido a partir del romanticismo. Su sentido es público y su función podría definirse como la de educar al ciudadano en los principios uni- versales de la razón, condición necesaria de la vida pública y del ejercicio 1. Andrés Bello, "Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile" en El Repertorio Histórico Colombiano, 41, Bogotá, noviembre de 1881, pp. 310-311. [237J

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M I G U E L A N T O N I O C A R O :

BELLAS LETRAS Y L I T E R A T U R A M O D E R N A

David Jiménez

En su famoso Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de

Chile, en el año 1843, Andrés Bello definió el sentido y los alcances que te­

nía para él la idea de literatura o de Bellas Letras:

Aquel departamento literario que posee de un modo peculiar y eminente

la cualidad de pulir las costumbres, que afina el lenguaje, haciéndolo ve­

hículo fiel, hermoso, diáfano de las ideas (...); que, por la contemplación

de la belleza ideal y de sus reflejos en las obras del genio, purifica el gusto,

y concilia con los raptos audaces de la fantasía los derechos imprescriptibles

de la razón; que, iniciando al mismo tiempo el alma en estudios severos,

auxiliares necesarios de la bella literatura, y preparativos indispensables

para todas las ciencias, para todas las carreras de la vida, forma la primera

disciplina del ser intelectual y moral, expone las leyes eternas de la inteli­

gencia a fin de dirigir y afirmar sus pasos y desenvuelve los pliegues pro­

fundos del corazón, para preservarlo de extravíos funestos, para estable-

yi cer sobre sólidas bases los derechos y los deberes del hombre .

Para Bello, la literatura no puede tener un sentido meramente priva­

do, interior, propio del sujeto que habla consigo mismo, tal como se ha

concebido a partir del romanticismo. Su sentido es público y su función

podría definirse como la de educar al ciudadano en los principios uni­

versales de la razón, condición necesaria de la vida pública y del ejercicio

1. Andrés Bello, "Discurso pronunciado en la instalación de la Universidad de Chile" en El Repertorio Histórico Colombiano, n° 41, Bogotá, noviembre de 1881, pp. 310-311.

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de la ley. La literatura no es todavía una esfera diferente de la ciencia: la enseñanza de las letras es la base sobre la que se construye el aprendizaje de todos los saberes; es la primera forma de la disciplina intelectual y a través de ella se tiene la experiencia inicial del funcionamiento mismo de la inteligencia.

Caro estaría, aparentemente, en total acuerdo con la concepción de Bello. Pero hay una diferencia radical entre ellos. El colombiano carece de la fe en la razón y en las bondades del conocimiento por sí mismo. Cuando Bello afirma con total seguridad que las bellas letras proporcio­nan no sólo la primera disciplina intelectual sino también moral, Caro se vería obligado a discrepar. Su larga lucha política contra la instrucción laica lo condujo a exagerar sus reparos contra el conocimiento como fuente de mejoramiento moral. Ni la literatura por sí misma ni el saber como tal tienen efectos benéficos sobre las costumbres y los sentimien­tos morales de los hombres. "Jamás", dice en una alocución de 1880, "ja­más os diré, con aquéllos que a título de propagar las luces fanatizan la instrucción, que la ciencia en su más alto grado, ni menos cuando es incompleta y superficial, basta por sí sola a formar buenos ciudadanos. No, el saber no es una virtud, ni engendra la virtud, ni suple por la vir­tud. La filosofía, por luminosa y profunda que sea, dice a este propósito el cardenal Newman, no tiene imperio sobre las pasiones, ni motivos que determinen la voluntad, ni principios que vivifiquen las almas"2. Y un poco más adelante trae a cuento una cita de Séneca: "Las artes liberales por sí solas son vana ostentación, porque las letras no saben curar las enfermedades del ánimo. ¿Dónde está aquel cuyos defectos hayan corre­gido, cuyos apetitos hayan ellas enfrenado? ¿Qué corazón podrá preciar­se de que ellos lo hayan hecho mejor, más noble y fuerte, más justo y generoso?". Para Caro existe una distinción esencial entre el saber y la virtud. El primero sólo es admirable en alianza con la segunda. Cuando armonizan, se produce lo que Caro llama "el bello ideal", en el cual con­siste la esencia misma del arte.

2. Miguel Antonio Caro, "Oración pronunciada en el acto de la solemne distribu­ción de premios del Colegio del Espíritu Santo", en Obras, tomo 1, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1962, p. 1.376.

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En otros aspectos, la idea de bellas letras de Caro coincide con la de Bello: los estudios literarios son el verdadero "arte de pensar", la escuela en que se forma el hombre público, incompatibles con la soledad y la interiorización del romántico. En Bello, el "saber decir", la elocuencia, constituían una especie de saber preliminar, indispensable para otros discursos útiles, científicos o políticos. Eran "un paradigma de racionali­dad", "un modo de ajustar la lengua a las necesidades del discurso modernizador", ilustrado3. Para Caro, esa función no es suficiente. La función principal de la poesía tiene que ser de orden suprarracional, debe elevar el alma a la verdad en su sentido religioso.

Un romántico como Pombo distingue entre el periodista, el que escri­be para un público, y el poeta, el que escribe para sí mismo, sin objetivo ulterior. El poeta romántico se separa definitivamente del letrado. Para éste, la literatura es el discurso de la razón y de la persuasión. Para el romántico, las funciones comunicativas pasan a segundo plano. Este pro­ceso culmina con el modernismo, a finales de siglo, cuando la idea de literatura rompe amarras violentamente con los discursos racionaliza­dos y acepta su autonomía, esto es, su soledad. El papel de paradigma del "saber decir" deja su lugar a una noción del saber científico cuya validez es independiente de su forma de expresión. Es entonces cuando la litera­tura surge como saber independiente y disciplina de estudio4. La rela­ción entre la literatura y la vida pública entra en crisis y el poeta moder­nista, nuestro verdadero romántico, proclama que la poesía nada tiene que ver con la vida. Ya no es tanto su expresión, sino su sustituto. El poe­ta no es ya un patriota, un orador, un jurista, un letrado. El modernismo pone de moda el tópico de la antirretórica, incluso, de la antiliteratura. Ya no se puede escribir poesía didáctica, ni patriótica ni devota. Hasta José Martí, el hombre de acción entre los poetas del modernismo, afirma: "a la poesía, que es arte, no vale disculparla con que es patriótica o filo­sófica, sino que ha de resistir como el bronce y vibrar como la porcelana", "no es poeta el que pone en verso la política y la sociología. Poesía es

3. Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina, Fondo de Cul­tura Económica, México, 1989, p. 44.

4. Ibid., p. 62.

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poesía, y no olla podrida, ni ensayo de flautas, ni rosario de cuentas azu­les"5.

Al mismo tiempo, se pone de moda denigrar de la poesía. Ya no es simplemente la desautorización del saber decir y la fragmentación de la república de las letras. Ahora, la poesía se convierte en la forma bella, vacía de contenido, la belleza pura que sólo remite a sí misma. Hacia 1870 Eugenio María de Hostos afirma: "Hay en el mundo demasiados artistas de la palabra, demasiados adoradores de la forma, demasiados espíritus vacíos (...) y yo no quería ser uno... Lo que más falta hace en el mundo: hombres lógicos" . La actividad de las letras aparece aquí como la antíte­sis de la racionalidad. Y es el mismo Hostos quien confiesa que le intere­saba adquirir un nombre literario sólo por lo que esto significa como conquista de un poder. La poesía comienza a ser considerada como "una enfermedad de la inteligencia", "un estado anormal del pensamiento". Hostos, en cuanto pedagogo, propende a una educación científica, pues considera que la imaginación es peligrosa, propensa a la barbarie y debe ser sometida al orden de la razón. Los poetas modernistas, por su parte, no hacen más que ahondar ese abismo y proclamar sus rupturas: con el público, con la modernización, con el mercado literario, con la acade­mia, con la vida pública.

Caro y la controversia entre Bello y Sarmiento

Esta controversia, desarrollada en 1842, es conocida como la polémica del romanticismo y la inaugura Domingo Faustino Sarmiento, por en­tonces refugiado político en Chile, con un artículo en el que sostiene la tesis romántica de la soberanía popular en materia de idioma:

La soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma

(...). Los gramáticos son como el senado conservador, creado para resistir

a los debates populares, para conservar la rutina y las tradiciones. Son a

nuestro juicio, si nos perdonan la mala palabra, el partido retrógrado,

5. José Martí, Obra literaria, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1978, p. 320. 6. Citado por Julio Ramos, op. cit.,p. 53.

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estacionario, de la sociedad habladora... El torrente los empuja y hoy ad­

miten una palabra nueva, mañana un extranjerismo vivito, al otro día

una vulgaridad chocante; pero, ¿qué se ha de hacer? Todos han dado en

usarla, todos la escriben y la hablan, fuerza es agregarla al diccionario, y

quieran o no, enojados y mohínos, la agregan, y que no hay remedio, y el

pueblo triunfa y lo corrompe y lo adultera todo7.

Ya desde el comienzo, como bien lo anota Emir Rodríguez Monegal, la discusión se desarrolla en un doble plano: el de la controversia filológica y el de la controversia política. Sarmiento utiliza el símil del senado con­servador con plena advertencia de sus resonancias partidistas, en el con­texto de la situación chilena del momento. Bello, en su respuesta, se refie­re irónicamente a los que claman por la "libertad romántico-licenciosa del lenguaje", ya sea por "prurito de novedad" o "por eximirse del trabajo de estudiar". La soberanía popular en materia de lenguaje le parece un principio arbitrario, opuesto al buen sentido. Su posición queda clara en estas palabras:

En las lenguas, como en la política, es indispensable que haya un cuerpo de

sabios, que así dicte las leyes convenientes a sus necesidades, como las del

habla en que ha de expresarlas; y no sería menos ridículo confiar al pueblo

la decisión de sus leyes, que autorizarle en la formación del idioma (264).

Soberanía del pueblo o autoridad de los sabios en el campo del len­guaje: éste es, precisamente, el tema de la disertación de Miguel Antonio Caro titulada Del uso en sus relaciones con el lenguaje, discurso de 1881 en la Academia Colombiana de la Lengua. Una de sus mejores frases polé­micas en este contexto es la que afirma que atribuir autoridad absoluta al uso significa dar al César lo que no es del César. Consultar el uso como oráculo equivale a convertir la provincia, la parroquia o la casa en arbitro de la lengua. Entregada al uso como su única ley, la lengua se descompo­ne y se multiplica en dialectos. Es el principio de la anarquía, para Caro.

7. Citado por Emir Rodríguez Monegal en El otro Andrés Bello, Monte Ávila, Cara­cas, 1969, p. 261.

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Las verdaderas autoridades de la lengua, las que garantizan su universa­lidad y unidad, están en la tradición literaria y en la ciencia gramatical. La literatura es "la sal del lenguaje", "el único poder que neutraliza e im­pide la acción disolvente del uso" . Lo cual no le impide agregar de in­mediato que la libertad de los escritores ha de restringirse, en beneficio de la unidad del idioma, y ponerse bajo la dirección de las Academias, que son las encargadas de velar por la conservación del patrio idioma.

Para Caro, la controversia entre Bello y Sarmiento mantuvo validez y actualidad permanentes. Lo que estaba en juego no era una cuestión se­cundaria, de interés meramente polémico y momentáneo. En repetidas ocasiones se refirió a tal enfrentamiento y tomó partido por Bello, inclu­so reduciendo las posiciones de éste a las propias, ya que las de Bello eran bastante más amplias que las suyas. La tesis de Sarmiento, en todo caso, le parecía la expresión de la barbarie. El romanticismo desaforado del ar­gentino, con su idea del idioma como expresión de la vida de un pueblo, convertía las cuestiones gramaticales y de casticismo en pobre discusión académica sin vida. El pueblo degrada todos los días el idioma, introdu­ce neologismos, extranjerismos, todo lo que necesite para expresarse. De­mocracia o demagogia, según se mire, la posición de Sarmiento en el terreno filológico es siempre una posición política:

"A cada uno según sus obras", ésta es la ley que rige en la república de las letras y la sociedad democrática. Y lo que sucede hoy sucederá mañana; porque la forma de nuestras instituciones hace necesarias estas aberra­ciones, y el estado de nuestra civilización actual no pide ni consiente otra cosa. Cuando la prensa periódica, única literatura nacional, se haya des­envuelto, cuando cada provincia levante una prensa y cada partido un periódico, entonces la babel ha de ser más completa, como lo es en todos los países democráticos (266).

Sarmiento liga babel y democracia, libertad política y libertad en el uso de la lengua, literatura nacional y periodismo libre. La autoridad

8. Miguel Antonio Caro, Obras, tomo nr. Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1980, p. 64.

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académica y gramatical sobre el habla popular es una pretensión conser­vadora, una fuerza de contención, rebasada por la vida real de la lengua.

El otro aspecto fundamental de esta controversia fue lo que se llamó la disputa entre clásicos y románticos. Sarmiento asegura que el temor a las reglas y la reverencia por los gramáticos tiene su equivalencia literaria en el respeto y la veneración por los admirables modelos, los autores clásicos. Esos temores y reverencias mantienen "agarrotada" la imaginación de los chilenos y son el motivo real que les ha impedido escribir buena poesía. La literatura española se había convertido para entonces, según Sarmiento, en un modelo negativo, pues había perdido toda su fuerza y su arraigo en la vida popular, por exceso de apego a las reglas. Sin mencionarlo ex­plícitamente, Sarmiento estaba poniendo como ejemplo positivo el de­sarrollo del romanticismo en Argentina desde 1832, año de publicación de Elvira o la novia del Plata, de Esteban Echeverría. En uno de sus artícu­los alude a Bello, supuesto culpable de este exceso de reverencia por los clásicos entre la juventud chilena, y dice que si la ley del ostracismo estuvie­se todavía en uso en esos tiempos de democracia, habría pedido el des­tierro para ese "gran literato que vive entre nosotros" y a renglón seguido explica los motivos: "haber profundizado, más allá de lo que nuestra na­ciente civilización exige, los arcanos del idioma, y haber hecho gustar a nuestra juventud del estudio de las exterioridades del pensamiento y de las formas en que se desenvuelve nuestra lengua, con menoscabo de las ideas y de la verdadera ilustración" (268). Bello, según Sarmiento, es "un anacronismo perjudicial" para el momento que vive la literatura chilena.

De nuevo, para Sarmiento la cuestión literaria, la disputa entre clasi­cismo y romanticismo, es una cuestión política. Su divisa sigue siendo: "Libertad en literatura como en las artes, como en la industria, como en el comercio, como en la conciencia" (273). Su guía intelectual en esta polémica es Victor Hugo y la idea rectora se sintetiza en la consigna que iguala liberalismo en política y romanticismo en literatura. Bello, con su adhesión a la tradición española y sus simpatías monárquicas, era llama­do "godo", con la misma connotación injuriosa que la palabra ha tenido en las luchas partidistas colombianas.

La participación de José Victorino Lastarria en esta polémica tiene interés por tratarse de un discípulo de Andrés Bello que intenta acercar-

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se a las posiciones de Sarmiento, sin llegar a sus extremos, con una acti­tud relativamente conciliadora. Según él, los placeres que ofrece la litera­tura española tradicional son "insípidos y pasajeros", pero los halagos y deslumbramientos de la moderna literatura francesa no le parecen me­jor alternativa, sobre todo si conducen a despreciar la propia lengua y la obligan a adoptar giros y construcciones exóticas, contrarias a la índole del castellano. En últimas, Lastarria aconseja tanto el estudio de los clási­cos españoles como el de los escritores extranjeros modernos, sobre todo los franceses, pues éstos enseñan la lección de la libertad frente a las re­glas. Lastarria concluye: "Fundemos nuestra literatura naciente en la in­dependencia, en la libertad del genio". Luego añade la lección de Bello: "no olvidéis, con todo, que la libertad no gusta de posarse sino donde están la verdad y la moderación" (280). Lo que aprende en Sarmiento es ante todo la idea de una nueva orientación social de la literatura y la importancia de buscar una identidad literaria nacional. El Lastarria ro­mántico, seguidor de Sarmiento, aparece claramente en la siguiente cita, donde se sintetiza una buena parte de la discusión:

La nacionalidad de una literatura consiste en que tenga una vida propia,

en que sea peculiar del pueblo que la posee, conservando fielmente la

estampa de su carácter, de ese carácter que reproducirá tanto mejor mien­

tras sea más popular. Es preciso que la literatura no sea el exclusivo patri­

monio de una clase privilegiada, que no se encierre en un círculo estre­

cho, porque entonces acabará por someterse a un gusto apocado a fuerza

de sutilezas. Al contrario, debe hacer hablar todos los sentimientos de la

naturaleza humana y reflejar todas las afecciones de la multitud, que en

definitiva es el mejor juez, no de los procedimientos del arte, pero sí de

sus efectos9.

La polémica de la soberanía popular sobre la lengua se traslada ahora

a la literatura y el pueblo aparece como el mejor juez en materia de arte.

Esta posición resultaba, en principio, inaceptable para el humanismo tra-

9. En El otro Andrés Bello, p. 281.

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dicional, ajeno a toda especulación sobre el carácter de clase de la litera­tura. Los románticos dan inicio a la larga cadena de quejas contra la cul­tura letrada como cultura de clase embozada bajo apariencias de una supuesta universalidad humana. Lastarria le contrapone la universali­dad de sentimientos de la multitud, su espontaneidad.

El escritor colombiano Juan García del Río, por entonces residente en Valparaíso y quien había sido colaborador de Bello en Londres, escribió un artículo en el que apoyaba la reciente fundación de la Sociedad Lite­raria y el propósito social en literatura. La consigna de prolongar la inde­pendencia política en el campo de la literatura y de ponerla al servicio de la democracia estaba a la orden del día. La palabra socialismo comenzó a resonar en la polémica, traída a la palestra por el escritor argentino Vi­cente Fidel López. El mismo Sarmiento afirmó que el romanticismo ha­bía muerto desde 1830 y que había sido reemplazado por la escuela socia­lista. La fusión de lo estético y lo político marca fuertemente la polémica, del lado romántico. "El socialismo", dice Sarmiento, obedece a "la necesi­dad de hacer concurrir la ciencia, el arte y la política al único fin de me­jorar la suerte de los pueblos, de favorecer las tendencias liberales, de combatir las preocupaciones retrógradas, de rehabilitar al pueblo, al mulato y a todos los que sufren" (298).

En 1882, en un Estudio biográfico y crítico sobre Bello, se refirió Miguel Antonio Caro a las implicaciones políticas de esta polémica y afirmó que en ella estaba en juego no la suerte de un partido, sino de la civilización chilena. "Un género de liberalismo", escribe, "mitad francés y revolucio­nario, mitad llanero y feroz, abrió campaña contra Bello y sus auxiliares en 1842"10. Esta caracterización de Sarmiento como gaucho salvaje e igno­rante hizo carrera a lo largo de toda la polémica. Caro repite, con varia­ciones, la adjetivación utilizada en Chile veinte años atrás: "el indómito hijo de la pampa", "de tendencias selváticas y de instrucción deficien-tísima" son algunas de sus expresiones para calificar a los argentinos de la contienda. Pero lo más interesante es el listado de cargos que hace contra ellos: "burlábanse de los modelos literarios"; "condenaban el es-

10. Miguel An ton io Caro, Escritos sobre don Andrés Bello, Ins t i tu to Caro y Cuervo,

Bogotá, 1981, p. 13.

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tudio del latín, de la gramática castellana, de las humanidades"; "decre­taban el divorcio con el pasado"; proclamaban la "libertad en literatura como en política", y "aconsejaban a los jóvenes que se abandonasen a sus propias fuerzas, sin más regla ni guía que la inspiración" (13). Caro enfo­ca otra vez su ataque a la modernidad por el costado que siempre consi­deró más nocivo: la autonomía. Autonomía de la obra con respecto a la tradición clásica, a sus modelos, a las reglas gramaticales; y autonomía del sujeto que ahora sólo aspira a depender de su yo, de su propia inspi­ración, de su interioridad. Los románticos, dice Caro, "sacando las últi­mas consecuencias del principio revolucionario, protestan en literatura, como en todo orden de cosas, contra la antigüedad y las tradiciones, y aspiran a la imposible independencia absoluta del espíritu moderno"11.

Caro, el romanticismo y la novela

Antes del modernismo, Miguel Antonio Caro había determinado que el enemigo de la tradición clásica era el romanticismo. Veía en las tenden­cias románticas europeas una influencia modernista nociva. José Eusebio Caro, todavía antes, a mediados del siglo xix, había advertido los signos de la decadencia literaria en la tendencia de la novela moderna a disolver los lazos entre verdad y belleza. El desarrollo moderno del género novela les parecía a ambos el síntoma de que la ficción se estaba apoderando de la literatura y sustituyendo la verdad por la imaginación. Novelesco y romántico eran sinónimos entonces. "Esta detestable inundación de no­velas es un fenómeno moderno, modernísimo", escribe José Eusebio Caro en una carta a Julio Arboleda, en 1852. Y continúa: "La literatura de pura ficción tengo para mí que es en su esencia mala... Tengo la convicción profunda de que si se desterrase del mundo toda novela... el género hu­mano haría una ganancia incalculable"12.

11. Miguel Antonio Caro, Estudios literarios, primera serie, Imprenta Nacional, Bo­gotá, 1920, p. 289.

12. José Eusebio Caro, "La frivolidad", carta a Julio Arboleda, Nueva York, 5 de julio de 1852, en Antología. Verso y prosa, Biblioteca Popular Colombiana, Bogotá, 1951, pp. 460-461. M. A. Caro, Estudios literarios, pp. 289 y 292.

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La esencia de la poesía, para Miguel Antonio Caro, es la verdad. Pero la verdad no significa, para él, fidelidad a la vida real observada y vivida, como sería el caso para un novelista del estilo de Tomás Carrasquilla. La verdad, para Caro, significa idealidad13. El arte propone siempre una reali­dad superior a la de la experiencia. No una realidad inexistente, deseada o soñada por el sujeto, como es el caso del romanticismo, sino una reali­dad existente, trascendente, que se mantiene frente a la realidad empíri­ca como un modelo imperativo, aunque en algunos casos no sea recono­cido. Para eso sirve la crítica: para que no se haga en el arte caso omiso de esa relación con el ideal, para que se recuerde y se resalte, o para que se reproche su ausencia en ciertas obras. Se trata de un patrón de valora­ción, pero no de uno cualquiera, sino del fundamental. El arte no es, así, pura imitación ni reflejo de lo empírico, como sucede con la novela, el menos artístico de los géneros literarios, dentro de una jerarquía implí­cita en los juicios de Caro. Su esencia no es tampoco lo subjetivo ni remi­te en primer lugar a la experiencia vivida, como sería el caso del lirismo romántico. Habría que insistir, además, en que el ideal no está en la his­toria ni sometido a sus avalares, según la posición que Caro sostiene: está fuera de la historia, por encima de ella. La idealización es la esencia del arte bello y si bien éste, en sus aspectos secundarios, es incapaz de sus­traerse a los modelos que la historia proporciona, en lo fundamental es invariable. De ahí que los auténticos clásicos de la literatura sean, para Caro, eternos. No tienen por qué pasar de moda si en su obra se encuen­tra realizado lo esencial, de acuerdo con las normas del arte verdadero.

La verdad no es el resultado de la investigación y del conocimiento, opina Caro, pues también la investigación y el esfuerzo de conocer pue­den desviarse y caer en el error. La verdad tampoco procede del interior del sujeto, como creían los románticos. Caro, igual que Menéndez y Pelayo, identifica la verdad no simplemente con Dios, como lo haría cualquier mentalidad religiosa, sino con la autoridad de la Iglesia católica. De ahí su dogmatismo. Gran parte de su manifiesto rechazo del romanticismo

13. Miguel Antonio Caro, "La religión y la poesía", en Artículos y discursos, Bibliote­ca Popular de Cultura Colombiana, Bogotá, 1951, p. 367.

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se explica por la tendencia romántica a identificar verdad y sentimiento y a reducir el contenido religioso a vivencia interior.

José María Samper, Camacho Roldan e, incluso, Vergara y Vergara espe­raban del surgimiento y desarrollo de la novela en Colombia la constitu­ción de una auténtica literatura nacional. Miguel Antonio Caro, por el contrario, avizoraba en este género una puerta de entrada para la fanta­sía desbordada, la literatura de mera diversión sin ideas, la derrota defi­nitiva del clasicismo y el triunfo de la modernidad. En 1874 Caro escribió un artículo sobre el Quijote cuya intención explícita era rebatir a quienes consideraban esta obra como una novela. Eso, para Caro, sería rebajarla. El Quijote semeja novela en cuanto describe costumbres, pero lo hace de modo verdadero, es decir, poético, no novelesco14.

En la tarea de crear una literatura nacional, inquietud eminentemente romántica, ningún género literario parecía tan adecuado como la nove­la, sobre todo si pertenecía al subgénero de las novelas de costumbres. José María Samper, en un artículo sobre Tránsito, breve narración nove­lesca de Luis Segundo de Silvestre, enumera los aspectos útiles de la na­rrativa de costumbres: entretiene, según él, y alivia el espíritu agobiado en las faenas y preocupaciones de la vida diaria, analiza el carácter y las costumbres de los hombres, al mismo tiempo educa y moraliza:

En un país como el nuestro, donde la sociedad está todavía como en forma­

ción, donde hay notable variedad de razas y el espíritu democrático y repu­

blicano ha estado en constante lucha por sobreponerse al poder de los ele­

mentos históricos, y donde la suma diversidad de la topografía y de los

climas necesariamente genera gran diversidad de tipos sociales y de carac­

teres, costumbres, usos y manera de ser de las gentes: en este país, decimos,

la novela está llamada por los hechos a hacer más importante papel litera­

rio que las obras dramáticas, que los poemas épicos y líricos y que la histo­

ria misma. Al apoderarse de los mil y mil cuadros interesantes que ofrecen

en todo Colombia la naturaleza y la sociedad, y enlazarlos y exhibirlos con

arte, y hacerlos servir como múltiple espejo de la verdad, y encaminar esta

14. M. A. Caro, Estudios literarios, p. 151.

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exhibición a nobles fines, la novela no puede menos de ser de sumo interés

para quienquiera que desee conocernos y darse cuenta del modo particular

con que nuestra sociedad se desarrolla, al propio tiempo inspirada por ideas

nuevas, aguijoneada por la necesidad de crearse nuevos intereses, y obliga­

da a contar con los rudimentarios o dificultosos elementos que la rodean15.

Como "múltiple espejo de la verdad", el género novelístico estaba llama­do a convertirse en un instrumento indispensable de conocimiento del hombre y del medio geográfico, de la sociedad y de la historia. Pero el cumplimiento de tales fines sólo era posible si la obra novelística permane­cía fiel, simultáneamente, a "la verdad de los hechos", es decir, a la realidad observada, y a "la verdad ideal", esto es, a los principios religiosos y morales. Según Samper, el novelista debe dar una "imagen fiel de las pasiones y los caracteres", pero "no exhibir en toda su desnudez y fealdad" las miserias y torpezas del ser humano; antes bien, "dignificar y glorificar las excelen­cias de que es capaz el alma en sus mejores movimientos" (226-227). Las tareas propuestas por Samper al novelista hispanoamericano eran no sólo difíciles sino contradictorias y, en últimas, imposibles, como lo son siem­pre los programas que se fijan al arte desde fuera del arte mismo. La novela parece ser, por definición, un género que no admite las ejempla­res armonizaciones de lo real con lo ideal; le es esencial, por el contrario, la interna contradicción entre esos dos principios. No obstante, lo que importa resaltar aquí es la forma de argumentación que Samper esgrime en defensa de un género que venía siendo objeto de rechazo con argu­mentos morales, por parte de autores como José Eusebio y Miguel Anto­nio Caro, acusándolo precisamente de "falta de idealidad". Con su bien conocida inclinación hacia el eclecticismo, Samper imagina una nove­lística futura, fiel a la realidad y fiel, al mismo tiempo, a los ideales, cuan­do habría podido concluir de la lectura del Quijote que la novela es el desarrollo de una tensión entre esas dos "verdades", no su armonización. Así, por ejemplo, en Tránsito, el crítico elogia los "retratos fotográficos" de los tipos regionales, "copiados del natural"; la captación de la vida

15. José María Samper, Selección de estudios. Ministerio de Educación Nacional, Biblioteca de Autores Colombianos, Bogotá, 1953, pp. 227-228.

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popular mediante observación y la "naturalidad" de las descripciones; la "autenticidad" tanto de las escenas tomadas de la realidad conocida y vivida por el autor como del habla de los personajes. Todas las facetas de la obra son "absolutamente reales", según Samper. Del personaje que da título a la obra sostiene, en la misma frase, que "está magistralmente co­piado del natural" y que es "un primoroso tipo idealizado". Desafortuna­damente, no explica cómo se puede idealizar, copiando del natural.

"Hoy por hoy no se reconoce belleza literaria sino en la verdad", escri­be Tomás Carrasquilla en sus Herejías1 . Ésta sería una formulación casi idéntica a la de Caro, si no fuera por la definición de verdad que profesa Carrasquilla, dentro de su estética realista: "un reflejo de la vida, tomada tal cual es, sin mayores complicaciones, con la monotonía y la inconexión de los sucesos ordinarios, con las trivialidades y las insignificancias cuoti­dianas" (631). La novela es, para él, "un pedazo de la vida, reflejado en un escrito por un corazón y una cabeza". La realidad de los hechos observa­dos, pero desde la perspectiva de un individuo, con toda la carga subjeti­va de la experiencia vivida. El individualismo del novelista antioqueño llega a extremos: en cuestiones de arte, "ni la opinión pública, ni la de na­die, ni prejuicios de ningún linaje" son "atendibles". No hay "nada más soberanamente personal". Siendo un conservador en política, Carrasqui­lla proclama que, en literatura, su "(mi) liberalismo es feroz". En su famo­so artículo Herejías, uno de sus primeros textos críticos, Carrasquilla afir­ma que un artista, en su empeño de reproducir la vida, tiene que estar dispuesto a pasar por encima de todas las normas y de todas las imposi­ciones, "desde la moral cristiana y la decencia hasta la gramática" (635). "No hay por qué concederle valor artístico a ninguna gramática ni a nin­guna retórica", dice. Su patrono es en esto Nietzsche y así lo declara: "el arte, por su independencia y soberanía, es naturalmente zaratustriano". La influencia del filósofo alemán le parece, en materias de arte, "saluda­ble y bienhechora", por su lección emancipadora. Carrasquilla extrae de ella conclusiones muy personales. El superhombre será aquel que tenga "el valor y la razón de ser lo que es", pues una doctrina que rompe con

16. Tomás Carrasquilla, Obras completas, tomo 11, Editorial Bedout, Medellín, 1958, p. 630.

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MIGUEL ANTONIO CARO: BELLAS LETRAS Y LITERATURA MODERNA

todas las convenciones y fórmulas no puede basarse sino en la libertad y la individualidad.

Caro y el modernismo

El texto inaugural de la crítica modernista en Colombia es, sin duda, el artículo "Núñez poeta" de Baldomcro Sanín Cano, publicado en 1888, el mismo año en que aparece Azul de Rubén Darío. El artículo de Sanín Cano contiene ya los planteamientos fundamentales del modernismo a favor de la autonomía de lo estético y de la necesidad de emancipar la obra de arte con respecto a toda finalidad extraña a la belleza misma:

El arte verdadero, sin mezcla de tendencias docentes ni exageraciones de

escuela, no es cosa, según se ve de sus versos, muy conocida y respetada

por Núñez. Para él, el arte, más que otra cosa, es un utensilio político de

que ha hecho uso con muy buena pro. No hay para qué censurar una

tendencia que está hoy día tan extendida, como es reducido el número de

los que adoran el arte por el arte; pero a lo menos el público debía hacer

diferencia entre esos versos profesoriles y la poesía verdadera que vive tan

solo de la naturaleza y antepone el sentido de lo bello a toda otra clase de

consideraciones17.

El hecho de que sea la obra de Núñez la ocasión de tales planteamien­tos no demerita sino que, por el contrario, da un fundamento histórica­mente concreto a tales ideas, pues las pone en conexión no sólo con toda una tradición poética anterior, sino con un nombre que parecía enton­ces sintetizarla y representarla. Miguel Antonio Caro pudo ver en el es­crito de Sanín Cano intenciones torcidas de orden partidista, inquina personal, minucias formales de crítica "ratonesca"' . Pero no se le esca-

17. Baldomero Sanín Cano, "Núñez poeta", en La Sanción, Bogotá, sábado 21 de abril de 1888, primera parte. Reproducido en Escritos, Instituto Colombiano de Cultu­ra, Bogotá, 1977, p. 44.

18. Miguel Antonio Caro, Cartas abiertas a Brake, firmadas por Manuel y publica­das en El Orden de Bogotá, entre julio 6 y agosto 31 de 1889, en los números 144,146,147,

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pó, aunque tampoco lo enfrentó directamente, que allí había una nueva, y peligrosa, concepción del arte, basada en la idea de autonomía, algo inadmisible para él. Subordinar todo a un solo principio, el religioso, y derivar de allí todos los valores, especialmente el poético, era el plantea­miento central en la crítica de Caro. No hay poesía sin ideal y no hay ideal sin religión, podría ser la síntesis apretada de su famoso artículo "Religión y poesía". Sanín Cano viene a postular algo diferente y bastante perturbador: la poesía no debe subordinarse a nada, no debe ponerse al servicio de ningún poder, de ninguna doctrina, de nada distinto a la poe­sía misma. Ni política, ni religión, ni moral son instancias superiores que legitimen o justifiquen el arte. Son esferas independientes, cada una con su propia legalidad. El poema sólo se salva como poema, no como so­porte de ciertas verdades provenientes de territorios extraños: "la obra de arte ha venido a ser considerada como un fin y no como un medio", no es un "recurso de dominación", es universal y "se basta a sí misma"19.

Sanín Cano desenmascara en los versos de Núñez, precisamente, un contenido que proviene de la filosofía pero que con anterioridad había sido convertido en lugar común para poder llegar con él a un público amplio, conmoviéndolo con la supuesta profundidad de los temas y de los conceptos. Tal contenido es puesto en forma, siguiendo ciertos patro­nes convencionales de una retórica poética que parece reclamar un valor incuestionado, más allá de toda historicidad. El crítico modernista viene a cuestionar ambos aspectos de la tradición: el contenido de un poema no consiste simplemente en las ideas que se enuncian en sus líneas, sino en la experiencia individual que se expresa en la obra. Las ideas, por más filosóficas que sean, tienen que pasar por la sensibilidad y transformarse en "verdad subjetiva"; de lo contrario, la poesía no tendría otro interés que su función informativa.

Sanín Cano asegura, en una nota de pie de página, que prefiere la duda expresada sinceramente y con brío por un joven poeta, a la metafísica de

148,150 y 152. Brake y Manuel son seudónimos de Sanín Cano y Miguel Antonio Caro, respectivamente. Incluidas en Estudios literarios, tercera serie, Imprenta Nacional, Bo­gotá, 1923, p. 182.

19. Baldomcro Sanín Cano, Divagaciones filológicas y apólogos literarios, Casa Edi­torial Arturo Zapata, Bogotá, 1934, p. 203.

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segunda mano con que el supuesto poeta filósofo amasa silogismos ri­mados "como quien aploma una tapia o cuadra un cercado". En otro pasaje afirma que Leopardi es poeta y filósofo, no poeta filósofo, pues esto último es "menjurje indigesto". La poesía de Núñez puede calificarse de filosófica en ese mal sentido: las ideas son allí préstamos, material ajeno, lugar común, no producto natural de sus combates interiores, por lo cual el crítico la descalifica como insincera, antipoética y, peor aún, como instrumentalización política de una moda intelectual.

De ahí también la importancia que Sanín le otorga a la originalidad formal, como búsqueda de la expresión individual y no como repetición de procedimientos consagrados de antemano por una preceptiva. Todo esto sonaba demasiado extraño en el ámbito estrecho de la literatura co­lombiana. Pero al tiempo con los planteamientos críticos de Sanín Cano, venía abriéndose paso una nueva poesía fundada en los mismos princi­pios de emancipación y de pureza: la de José Asunción Silva. El encuen­tro de los dos personajes podrá ser todo lo casual que se quiera, pero el espíritu de su obra venía de las mismas fuentes y soplaba en la misma dirección, mucho antes de iniciarse la amistad de los dos escritores. La poesía de Silva es un cumplimiento perfecto de todo aquello que el críti­co echaba de menos en los versos de Núñez: poesía pura, que sólo se apoya en la experiencia individual, búsqueda formal nueva para un con­tenido original, independencia con respecto a toda instancia extrapoética; en síntesis, modernidad.

Más allá de las implicaciones políticas que en su momento pudiera te­ner el ajuste de cuentas con la obra poética de Núñez, hoy nos interesa mucho más el planteamiento teórico del artículo. Núñez viene a ser sólo el pretexto, pero un pretexto que, según se ve ahora, no podía haber sido mejor escogido para el propósito de plantear la nueva perspectiva. Des­pués de este ensayo vendrá una serie más o menos larga en la que se irán desarrollando las diversas facetas y los matices de la cuestión. En esa serie vale destacar especialmente: "De lo exótico", publicado en 1894 en la Revis­ta Gris; "El impresionismo en Bogotá", 1904, en la Revista Contemporánea; los escritos de diversas épocas sobre Silva y Valencia y algunos pasajes de sus artículos sobre Brandes, Nietzsche, Taine, Ruskin, donde van revelándose parcialmente las fuentes de su reflexión teórica. El crítico "modernista" no

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desaparece del todo en ninguna fase del desarrollo intelectual de Sanín Cano. Y se manifiesta de manera sorprendente en los momentos más ines­perados, como cuando en "El descubrimiento de América y la higiene" nos dice, con toda seriedad y descartando explícitamente lo que en esta opi­nión pueda sonar como fantástico o humorístico, que los indígenas de América practicaban el arte por el arte con la misma pasión e intransi­gencia de un Gautier o un Flaubert, pues daban más valor a lo bello que a lo útil y en ello coincidían con los más refinados estetas del siglo xix20.

Podría entenderse también como del más auténtico cuño modernista su decisión de aprender el danés para leer a Brandes, una vez éste le infor­ma que las versiones alemanas de su obra, en las que Sanín lo leyó por primera vez, no lograban conservar las virtudes artísticas de su estilo. El colombiano se lanza a la empresa y llega a leerlo en ese idioma, en una de las más admirables hazañas del "esteticismo" hispanoamericano en su sentido más válido. "La lengua hablada danesa es para mis oídos un instru­mento de aspereza suma, una serie de sonidos rocallosos, excesivamente guturales e inarmónicos. Escrita la entiendo; hablada se me escapa. Sin embargo, la frase de Brandes, leída en silencio, ejerce sobre mis sentidos interiores una influencia inexplicable" (177). Algo parecido se sugiere en aquella apreciación sobre Nietzsche según la cual los lectores que no al­canzan a percibir la belleza literaria de su obra no pueden comprender del todo, por eso mismo, el valor y las sutilezas de su pensamiento21.

En "De lo exótico", Sanín Cano dirige sus dardos críticos en dos direc­ciones: contra la tradición clásica e hispánica defendida por Caro, y con­tra la tradición romántica del espíritu nacional y popular. Dice:

Es miseria intelectual ésta a que nos condenan los que suponen que los suramericanos tenemos de vivir exclusivamente de España en materias de filosofía y letras. Las gentes nuevas del Nuevo Mundo tienen derecho a toda la vida del pensamiento (...). Ensanchemos nuestros gustos (...). En-

20. Baldomcro Sanín Cano, Indagaciones e imágenes, Ediciones Colombia, Bogotá, 1926, p. 8.

21. Baldomcro Sanín Cano, La civilización manual y otros ensayos. Editorial Babel, Buenos Aires, 1925, p. 140.

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sanchémoslos en el tiempo, en el espacio; no los limitemos a una raza, aun­

que sea la nuestra, ni a una época histórica ni a una tradición literaria22.

Este artículo de Sanín Cano parece escrito, aunque no lo mencione, pa­ra responder al extremo hispanismo de Caro y al apego a la tradición clá­sica, en especial a Virgilio y Horacio. Sanín Cano era de los que pensaban que seguir atados a la tradición hispánica equivalía a condenarnos al atra­so; por ello su voluntad de impulsar las ideas modernistas en Colombia, con el correspondiente afán de cosmopolitismo cultural. Lo "exótico" no iba, para él, unido a "error", como para Caro; por el contrario, las literatu­ras extranjeras y los modos de pensar extraños a nuestra tradición venían a abrir no sólo la posibilidad de lo nuevo, que para un moderno resulta­ba tan importante, sino de comprender "el alma humana" en su totali­dad, tanto en las regiones del pensamiento como en las de la sensibilidad.

En "De lo exótico", Sanín retoma la vieja cuestión romántica de la lite­ratura nacional y su posición resulta diametralmente contraria a la bús­queda propia de sus inmediatos antecesores: Samper, Vergara, Camacho Roldan. La literatura nacional era para éstos una tarea cultural y política, parte integrante del proceso de consolidación histórica del país. Para el modernista, este tipo de denominaciones que implican una clasificación de la literatura por países son puramente artificiales y no tienen más piso que la lengua en que las obras están escritas: "quitándoles el guía mate­rial y externo de los idiomas, los clasificadores andan a tientas en el labe­rinto de la producción literaria" (217). El amor a la patria y la estrechez de miras le parecen al crítico, ahora cosmopolita, dos aspectos del mismo asunto. El patriotismo en la literatura no consiste en apegarse exclusiva­mente a las imágenes del entorno propio, como querían los románticos, para fundar una tradición y una identidad. El nacionalismo en literatura supondría actuar más bien al revés: abrirse a todos los influjos nuevos y extraños para enriquecer lo propio. El ejemplo que trae a continuación no podía ser más contundente: "Cervantes enriqueció su lengua agre­gándole modos de decir italianos que hoy son rematadamente castizos y

22. Baldomcro Sanín Cano, "De lo exótico", Revista Gris, entrega 9a, septiembre de 1894. Incluido en Divagaciones filológicas y apólogos literarios, pp. 231-233.

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enriqueció la literatura patria sin imitar a ningún autor español" (220). Algo muy semejante afirma de Quevedo y de la influencia benéfica que sobre él ejercieron los autores franceses e italianos a quienes leía y tradu­cía, entre ellos Maquiavelo y Montaigne.

"Las grandes apariciones literarias no fueron nunca fundamentalmente regionales", afirma Sanín Cano, en contra de la convicción romántica (224). Ni el carácter autóctono de los temas que trae la obra literaria le parece decisivo a la hora de juzgar su valor. No es allí donde está el aporte signifi­cativo de la literatura a la riqueza espiritual de una nación. Descree, igual­mente, del postulado básico en el que se fundamenta la búsqueda ro­mántica de la identidad: la idea de que existe un "espíritu nacional" propio de cada pueblo, del cual los grandes autores y las grandes obras han de ser expresiones, poniendo de presente los rasgos predominantes que lo distinguen del de cualquiera otra nación. El ensayista colombiano opta aquí por la aspiración goethiana a una literatura universal. Y multiplica los ejemplos, con erudición y sagacidad, para demostrar al lector que la literatura europea se acerca cada vez más a ese ideal y se aleja del encierro en compartimentos patrios. Dice, ingeniosamente, para ilustrar su tesis, que los seguidores franceses de Tolstoi, lejos de ser apóstatas de la tradi­ción literaria gala, son discípulos indirectos de la escuela psicológica fran­cesa, cuya influencia es palpable en el novelista ruso. De la misma mane­ra, Werther, novela tan alemana que toda una escuela de nacionalismo juró por ella, no se explica sin la influencia de Rousseau. Todo lo cual rea­firma en el autor de "De lo exótico" la sospecha de que las clasificaciones nacionales y raciales en literatura no pasan de ser invenciones artificiosas que no explican nada y confunden mucho:

En los siglos pasados los pueblos estaban muy ufanos, cada uno, de sus literaturas. Las cultivaban aparte, con mucho esmero, y ponían cuidado muy prolijo en que aquellas ideas y sentimientos de que se decía que for­maban uno como fondo de valores intelectuales propios del país, no se fueran a confundir con los de otros. Tenían las naciones su tradición. Creían en la absoluta diferencia de razas. Miraban como fenómenos per­niciosos la mezcla de la sangre de unas razas con otras. Cada nación tenía un porvenir determinado ya por la historia. Todas se esforzaban por lle-

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MIGUEL ANTONIO CARO: BELLAS LETRAS Y LITERATURA MODERNA

gar a esa meta. Las literaturas estaban ahí para servir a dicha causa, para ir

preparando el advenimiento de aquel porvenir. La diferencia tan bien

especificada entre una literatura y otra era entonces muy explicable; pa­

recía, además, muy necesaria. Las naciones vivían aisladas y se figuraban,

con orgullo muy laudable, que podían bastarse a sí mismas. Se trataban,

por regla general, con el rigor que gastan los viejos rivales. Una literatura

dada servía para dar público testimonio de las virtudes de un pueblo y de

los vicios de que adolecían sus vecinos, o los que habitaban en regiones

más apartadas. Después, la obra de arte ha venido a ser considerada como

un fin y no como un medio. La patria y la raza no tienen ya por qué ver en

ella ni un arma contra las otras razas ni un recurso de dominación o de

exterminio. El arte se basta a sí mismo. El arte es universal. Que lo fuese

quería Goethe cuando dijo en su epigrama sobre la literatura universal:

"Que bajo un mismo cielo todos los pueblos se regocijen buenamente de

tener una misma hacienda" (230).

Nada más diciente que las acusaciones de Caro contra Sanín, en la polémica que sostuvieron en 1889 a propósito de las traducciones poéti­cas del primero y del artículo sobre Núñez del segundo: "Eres un ger­manizante desaforado —le dice—, manía sólo interrumpida por citas del italiano Carducci, escritor pagano, cantor del buey, del asno y de Satanás, versificador atildado, que por su falta absoluta de idealidad no merece en rigor el nombre de poeta, y de quien tú andas enamorado"23. Más ade­lante recrimina a su adversario por "antinacionalismo" y "servil extran­jerismo". "Todo lo alemán te parece divino. Te figuras que todo lo escrito en alemán es sentencia sabia y profunda". Para Caro no existía influencia más perversa que la influencia literaria y filosófica alemana, por contra­ria, en su concepto, a la auténtica cultura católica hispánica, Sanín Cano representaba para él la presencia y el peligro de tales ideas en Colombia. Para Caro, por ejemplo, era inaceptable el pasaje de Fausto en el que se celebran las bodas de la belleza griega de Helena con la sabiduría germá­nica representada en el personaje de Goethe. "Consorcio imposible", afir­ma, citando a Menéndez y Pelayo: "en el brillante cielo del mediodía nunca

23. M. A. Caro, "Cartas abiertas a Brake", en Estudios literarios, tercera serie, p. 178.

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dominarán las nieblas del septentrión"24. La alianza verdadera, para él, era la de la belleza clásica con el espíritu católico meridional.

Sanín Cano apenas comenzaba su carrera, pero ya mostraba algunos de los principios a los que permanecería fiel durante su larga vida. Caro no le perdona, para comenzar, el tono y los conceptos con los que Sanín salió a criticar la poesía de Rafael Núñez: "Núñez es un poeta distingui­do", afirma Caro, y por ello "acreedor a una crítica seria, elevada e impar-da!" y no a una crítica "ratonesca", que es como califica la de Sanín. La "contracrítica" de Caro no rebaja adjetivos para descalificar al contrin­cante: "escritor sin carácter", "incompetente", "criticastro", y a sus escri­tos: "colcha de sastre", "lastimosos parrafillos". Pero su defensa de Núñez se dirige, primero que todo, a ponerlo a salvo de la acusación según la cual se sirve de sus poemas a manera de utensilio político. Tal inculpa­ción resultaba demasiado grave para Caro, pues echaba una sombra de duda sobre buena parte de los escritores notables del país de ese enton­ces, no únicamente sobre Núñez. Además, la tesis en que Sanín basaba esa crítica, a saber, que la poesía no debía tener otra finalidad que la belleza misma, resultaba demasiado peligrosa para un hombre como Caro, que había hecho de la literatura un arma de combate al servicio de una causa a la vez religiosa, política y racial. Caro nunca dudó en afirmar que el valor de la literatura se medía por su eficacia en cuanto "propaganda" de la verdad, posición insostenible para un modernista como Sanín que ni siquiera encontraba posible definir la "verdad" en el mismo sentido unívoco en que lo hacía su contendor.

El programa de interiorización de todos los valores en la poesía lírica se cumple, para la literatura hispanoamericana, en el modernismo. En Colombia culmina con Silva, pero ya se había iniciado en algunos poe­mas juveniles de Pombo. La poesía moderna, la que Silva leía y a través de la cual llegó a desear ser poeta, la de Baudelaire o Swinburne, por ejemplo, ya no es más la expresión de ideas generales o de creencias so­cialmente compartidas, mediante la utilización de un acervo convencio­nal de formas que cumplen una función de comunicación con el lector.

24. Miguel Antonio Caro, "Poesías de Menéndez y Pelayo", en Homenaje a don Marcelino Menéndez y Pelayo, Editorial Antares, Bogotá, 1956, p. 23.

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El lugar de la universalidad de la idea lo ocupa ahora la instantaneidad de la sensación. La función comunicativa de la forma, entendida ésta como convención anterior al poema, perteneciente a un almacén de pro­cedimientos disponibles, se cambia por la búsqueda de una palabra li­bre, huidiza y sugeridora, cuyo poder no consiste en ser el equivalente de un concepto o de una creencia, sino en abrir, mediante sus posibilidades musicales, un espacio a la insinuación de lo desconocido. La lectura de poesía se convierte así en un arte difícil, un arte para pocos, pensaba Silva. Siendo una poesía de gran intimidad, el poeta se encuentra, sin embargo, infinitamente lejos del lector. El piso social compartido se ha esfumado. El lector se enfrenta solo al poema y no encuentra en él expli­caciones, al contrario de lo que sucedía con la lírica del pasado, destinada a un lector muy general, no iniciado, para el cual el autor multiplicaba las generalidades explicativas. Si el lector del poema moderno no es tam­bién él un poeta, si carece de disposición para percibir las alusiones y los matices, las resonancias de una música sin grandes contrastes, sin regu­laridades ni simetrías obvias, el efecto estético del poema se perderá para él. Pero también la poesía habrá perdido la mayoría de su público. O más exactamente, ya no habrá más público para la poesía. Ésta se habrá con­vertido en asunto exclusivo para poetas. El lector de poesía es ahora un solitario, sospechoso él mismo de escribir poemas en secreto. Y el arte poético de leer pierde toda relación con la declamación en voz alta y la tertulia, tal como se acostumbraba por la época de Silva, en el Mosaico o la Gruta simbólica, por ejemplo.

Al renunciar a los efectos seguros y comprobados, aquellos que reper­cuten igual en cualquier lector, ha perdido por ello mismo su relación con el público como conjunto. Ya no puede hablar en la plaza pública, como lo hacían Pombo, Caro, Flórez e, incluso, Guillermo Valencia, con poemas como "Anarkos", que son todavía discursos versificados. En la no­vela de Silva, De sobremesa, se alude a esto con el famoso símil de la mesa y el piano: "Golpea con los dedos esa mesa, es claro que sólo sonarán unos golpes; pásalos por las teclas de marfil y producirán una sinfonía: y el público es casi siempre una mesa y no un piano que vibre como éste"25.

25. José Asunción Silva, De sobremesa, Editorial Cromos , Bogotá, s.f., p. 21.

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Los poetas oradores, como Caro o Valencia, cuya finalidad es conmo­ver, persuadir, enseñar a las multitudes, no logran efectos propiamente estéticos ni se valen de los medios propios de la poesía, si se juzga desde la perspectiva de una poética modernista. Pero desde la perspectiva de un Caro o de casi toda la obra de Pombo, no existe un efecto estético au­tónomo, separable de otros efectos simultáneos de la poesía, como la in­citación patriótica, la enseñanza moral y política, el adoctrinamiento re­ligioso. Todos, conjuntamente, hacen parte de la función social de la poesía. Un poema estéticamente puro, sin aditamentos extrapoéticos, es una idea modernista inaceptable tanto para los clásicos como para cier­tos románticos. Fue precisamente esa idea la que recibió el nombre de decadentismo, palabra que fue como una contraseña de modernidad a finales del siglo xix.

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