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METRO Enrique Herrero Heras

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METRO

Enrique Herrero Heras

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MARCELO

Había descendido al Metro tan rápido como le consintieron sus piernas. Ahora que estaba

sentado, con la cabeza reposada en el cristal, se lamentaba porque al bajar sin control por

las escaleras de acceso había atropellado a una chica que se afanaba por subirlas mientras

portaba en brazos, dulcemente, a su bebé. Ahora que estaba sentado, con la cabeza

reposada en el cristal, no podía dejar atrás la escena, ni el rostro desencajado de la

muchacha. Pero en el instante en que todo eso había ocurrido Marcelo no estaba para

cortesías, ni siquiera para perder un segundo mirando atrás y por eso había seguido

huyendo, intentando esquivar como podía al resto de viajeros.

Marcelo tenía sus motivos para correr como un poseso. El primero, el más

urgente, que le persiguieran hombres cuya indumentaria de paisano enmascaraba una

realidad preocupante para su seguridad. Eran secretas, tipos preparados para tratar con

chusma como él, expertos en introducirse en los ambientes barriobajeros que frecuentaba.

Se trataba de profesionales muy hábiles; tanto que Marcelo había decidido confiar

ciegamente en uno de ellos, apodado Jon, que era el que le había vendido. Por su culpa

ahora no podía dejar de mirar atrás.

Pero es que no daba crédito a lo sucedido. Llevaban seis meses juntos y habían

sufrido las mismas penurias, corrido las mismas andanzas, alcanzado las mismas

miserias. Un día incluso compartieron la misma jeringuilla, y eso que Marcelo podía

padecer de todo. ¿Cómo era posible que aquel individuo le hubiese traicionado? ¿Cómo,

si eran uña y carne? Se ve que si él era la uña, Jon era carne podrida; porque Marcelo

podía ser yonqui o ladrón, podía haber regalado su cuerpo a cambio de un chute

adulterado, pero nunca jamás sería un traidor; eso por nada del mundo. Y sin embargo

aquel otro en cuyas manos había confiado su suerte, el que se presentó en su casa un día,

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después de una inmensa borrachera, aquel era un traidor auténtico. Jon, que había

ofrecido a Marcelo desinteresadamente su confianza, había terminado por venderle.

Y eso le había llevado a correr, a esconderse en el Metro. Después de bajar Usera

a toda velocidad, sabía de las obras de Plaza Elíptica y del tráfico demoledor de la zona.

En su estado físico deplorable, en su angustiosa tesitura, intentar pasar hacia Oporto era

un suicidio. Y ese destino, aunque estaba cerca, mejor conseguirlo correctamente. La

alternativa pasaba por introducirse en el Metro e intentar agazaparse en cualquier lugar,

fuese cual fuese el precio. Por supuesto, saltó los torniquetes como pudo; el tiempo

escaseaba mucho como para enredarse comprando un billete. Pero, como siempre en su

vida, aquello fue un error tras otro, porque ahora ya no sólo le perseguía la madera;

también lo hacían los vigilantes de seguridad privada. Dos de los primeros le acosaban

por las escaleras mecánicas, que eran las que él estaba utilizando también; otros dos de

los segundos le atosigaban por las fijas, pensando seguramente que, a menos estorbos,

más rapidez en la bajada. A eso había que sumar otra patrulla - cuya existencia Marcelo

desconocía - que se había introducido en el Metro por el acceso de Oporto y pretendía

cortarle el paso a mitad del andén. Visto desde arriba, aquello podría parecer la caza de

una liebre con galgos.

Marcelo sabía que tenía una posibilidad entre cien de salir vivo. Le faltaba el

aliento, su corazón estaba ya quebrado, sus piernas flaqueaban y sólo le impulsaba el

instinto de supervivencia que había forjado en los años que llevaba enganchado. Por si

fuera poco, tenía que darse una casualidad en el tiempo. Mucha suerte debería sonreirle

para que al alcanzar el andén, el tren se presentase justo a tiempo. Mejor dicho: el tren

debería estar allí cuando él se presentase y cerrar sus puertas antes que los policías o los

vigilantes pusiesen un pie en el pasillo. De lo contrario, todo habría sido inútil. Le

apresarían dentro de los vagones, donde no había escapatoria.

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Dejó las escaleras atrás, corrió el pasillo, giró a la izquierda, luego a la derecha y

se encontró al fin con los accesos a los andenes. En Plaza Elíptica hay tres. Dos laterales,

que desembocan en cada uno de los sentidos de la línea; y uno central, que permite

escoger cualquiera de las dos trayectorias, indistintamente. En una fracción de segundo se

decidió por este último, en la idea cierta de que así aumentaban las posibilidades de que

llegase el tren y lo hiciera en el momento preciso. Y así fue que, cuando se encaminó

hacia el centro la luz apareció fugazmente en su rostro, pues observó que una multitud

subía, estresada, las escaleras, y eso significaba que la primera parte del plan, por fortuna,

se estaba cumpliendo. Su cerebro entonces, animado, comenzó a trasmitir algo más que

un deseo; una orden: vamos, vamos, vamos, que se convertía en la arenga propia de la

batalla final. El destino estaba ahí, a sus pies; un paso más y lo conseguiría. A

trompicones, apartando gente con los brazos, de manera brusca, casi obsesiva, bajó las

escaleras, y a la mitad, en el descansillo, consiguió ver que, en efecto, el Metro

permanecía todavía parado, que tenía las puertas abiertas y que aún estaban subiendo

viajeros. Era el momento.

Sin embargo, su rostro mudó de expresión en un instante, porque en ese mismo

sitio en que se hallaba se divisaba ya todo el andén y, al fondo, en el extremo contrario

del pasillo, pronosticó malas noticias camufladas bajo uniformes de policía. La patrulla

que había entrado por el acceso de Oporto también había llegado hasta los andenes y sus

intenciones no parecían precisamente amistosas para Marcelo. Por suerte, en aquel lado

del túnel sólo hay accesos para los andenes laterales; y para más suerte si cabe, los

policías se encontraban justo en la dirección contraria a la del Metro que Marcelo estaba

ya tomando. Asustado, sintió el aliento de los que le perseguían, que también descendían

las escaleras apartando a puntapiés a los viajeros que subían. Empezó una cuenta atráss

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eterna. Tres: gotas de sudor resbalando por su rostro; dos: el corazón se congela; uno, se

cierran las puertas. Un peligro que se esfuma.

Pero el riesgo no había acabado aquí. Horrorizado, observó que los policías que le

cortaban el paso por el otro lado estaban dispuestos a saltar la vía con tal de detener el

convoy antes de partir. Uno de ellos, el que parecía más atlético, observaba a ambos lados

del túnel para asegurarse que no venía un tren en sentido contrario; el otro agitaba los

brazos al conductor para que no iniciase la marcha. Marcelo contuvo el aliento; no sería

justo que le cazaran ahora. Meneó la cabeza de un lado a otro, mezclando resignación,

rabia, fatiga y pena a partes iguales. Y agachó la mirada. Porque durante unos segundos,

lo que se detuvo con el Metro fue su tiempo.

Toda aquella precipitación reprodujo inconscientemente el sentido último de la

existencia miserable que llevaba; uno ataja en el camino porque quiere solucionar un

problema; pero el atajo es duro y acabas por caer; no logras ponerte en pie, avanzas a

gatas y terminas por dejarte la piel en medio del trayecto. Y si no aprendes, como le

ocurría a Marcelo, entonces vuelves a empezar, a intentar atajar, y de nuevo a caer; y

llega un momento en que ya no hay vuelta atrás. Primero se agota tu popularidad, dejas

de ser creíble ante la sociedad. Luego pierdes las esperanzas y el sistema te saca a

patadas; te conviertes en un tipo marginal. Cuando te acostumbras, ya todo carece de

sentido; incluso llegas a sentirte fuerte en tu nuevo estigma. Mejor ser cabeza de ratón

que cola de león. Al fin y al cabo ¿qué más da, si la vida es un asco?

Entonces llega la caridad, algo que debería desaparecer de la faz de la Tierra,

porque pertenece a quienes ambicionan liberarse de no se sabe qué culpas intentando

salvar a los demás de una quema que es segura. Y te hacen tragar su discurso durante un

tiempo, te comen el cerebro y te alienan, te obligan a creer en un futuro mejor, en una

posibilidad remota a la que ya habías perdido la pista mucho tiempo atrás. Pero la caridad

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es ficticia, desaparece al menor tropiezo, y la esperanza se va al garete. Vuelves a caer,

con la diferencia de que esta ocasión es la definitiva. Ya no vales nada, ni sirve vivir de

las rentas; no eres tan listo, ni tan brillante; se acabó la adolescencia y estás vivo sólo de

presencia.

Por eso es inevitable que llegue el momento de huir; ahora de la policía, mañana

de tus compañeros, ayer de la droga y pronto, seguro, de la muerte. En realidad, es de la

vida de quien huyes; has perdido la perspectiva, el norte, las expectativas, los sueños, el

futuro, y ya nada importa nada; a menudo piensas en dimitir. En esta ocasión la huída

resultó exitosa, una vez más. El semáforo se había puesto verde y el gendarme que

agitaba los brazos no tenía autoridad suficiente allí abajo. El conductor encogió los

hombros, como no queriendo entender; empuñó la palanca, la empujó hacia delante y el

sosiego de Marcelo, por fin, echó a andar.

Sería que la calle enseña tanto que no existen recovecos para callejeros

empedernidos como él. Y ahí estaba, sentado, jadeante, sudoroso, cansado, sobre un

asiento del Metro que había arrebatado en el último instante a alguien seguramente

menos necesitado. Marcelo no era un viejo, ni una embarazada, ni un niño, como dicen

los carteles de los cristales; ni siquiera se parecía a alguno de ellos pero necesitaba ese

asiento más que nadie dentro del vagón. Estaba exhausto, roto por la angustia del

momento y aunque quedaban muchos flecos que coser, aunque nada servía ya para

recomponer su vida, sin embargo ese trozo de plástico horizontal en que apoyarse

suponía el único descanso en su periplo hacia el infierno.

No sabía hacia dónde iba; con las prisas no había tenido tiempo para escoger la

línea más adecuada. Se había montado por azar en la gris, en dirección hacia Manuel

Becerra, el barrio de Salamanca, la zona rica de la ciudad. De haber ido más tranquilo, se

habría montado en sentido contrario, hacia Oporto, porque esa zona respondía más al

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estereotipo de ambiente que él estaba buscando. Por Goya o Príncipe de Vergara también

había droga, pensó, pero es de otro tipo. La gente allí se mete coca igual, pastillas y

heroína, pero lo hace de forma diferente. Se guarda mejor, se cuida mejor y acude a caros

centros de desintoxicación. Es gente a la que se respeta e incluso se venera. Tienen

reconocimiento social, y sus vicios quedan envueltos en la nebulosa de la verdad y de lo

incierto. Mucha gente sabe qué pasa allí, pero los medios ni se atreven a hablar de estos

barrios cuando hacen referencia al mundo de la droga. Eso es tabú; eso sólo existe en Las

Barranquillas y, en menor escala, en Aluche, Carabanchel, Villaverde, Vallecas,

Orcasitas, el Pozo y algunos barrios más.

Por eso se sintió incómodo al ver pasar estaciones en el sentido opuesto al que

quería. Le dieron ganas de bajarse a la primera y coger la otra dirección, pero pensó que

sería peligroso volver a andar por los mismos caminos que tan apresuradamente había

abandonado hacía apenas unos minutos. Así que siguió adelante, como dejándose llevar,

intentando recuperar una respiración ahora agitada. Y empezó a recordar que tan sólo 6

años antes era el deportista más brillante de su barrio. Jugaba a todo lo que se ponía por

delante, pero lo que más y mejor practicaba era el fútbol, en la posición de medio centro.

Tenía un futuro prometedor por delante; los grandes se habían fijado en él y era cuestión

de tiempo que abandonara el Moscardó para probar suerte en alguna categoría decente.

Lo que destacaba en él era la tranquilidad con que afrontaba los retos; su fuerza

residía en su capacidad para saber simplificar las cosas, en la facilidad para encuadrar y

categorizar todo aquello que se encontraba. Nunca había sido necesario repetirle dos

veces la misma frase, al contrario que a la mayoría de los chavales de su edad; era listo

para los asuntos de la vida, pero jamás se jactó de ello. Era un ejemplo a seguir por sus

amigos, que le imitaban cuanto podían.

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Marcelo tenía todo lo que alguien puede desear tener. Todo. Hasta la mala suerte,

que un mal día decidió cruzarse en su camino. Natalie se había dejado caer poco por el

barrio; ella vivía precisamente en Manuel Becerra, pero visitaba Carabanchel de vez en

cuando para ver a sus tíos, vecinos de Marcelo. A los 12, los 13 y los 14 años, sus ojos no

se habrían posado nunca sobre un chico de calle como él; pero fue adquirir notoriedad y

de repente su estilo comenzó a llamarle enormemente la atención. En comparación con

las otras chicas del barrio, Natalie no pasaba por ser la más guapa, si quiera la más lista,

pero era la Natalie, de antepasados franceses, que venía del Barrio de Salamanca, y eso

era apuntar muy alto. Sólo aquello bastó para seducir a un chaval que lo tenía todo por

delante y también para abocarle al fracaso personal más sonoro y comentado. No es que

fuera el único: ejemplos como ese los había habido a patadas en Carabanchel, sobre todo

en los ochenta, cuando la droga y la desinformación habían sembrado las calles de

miseria y desolación. Sin embargo, Marcelo era diferente; era un buen chico, querido por

todos, adorado por madres y niñas, respetado dentro y fuera del instituto, dentro y fuera

de los campos de fútbol. Era un referente, y acabó convertido en un marginado, por más

que todo el mundo lamentara ahora su mala suerte.

Fue precisamente la suerte la que le abandonó durante el verano del 2000, dos

años después de haber besado por primera vez a Natalie. Las cosas no iban bien desde

unos meses atrás. Al principio la falta de compromiso permitía que la relación se basara

en una mezcla entre deseo sexual adolescente y amistad a toda prueba. Sin embargo, el

paso del tiempo abonó el terreno para una relación más fecunda de lo que hasta entonces

habían imaginado. Entonces Natalie sintió miedo; ya de por sí en su casa no veían con

buenos ojos que su hija se liara con un chico del sur, con muchas expectativas por

delante, sí, pero todas ellas todavía por concretar. Aún así pensaron que sería una nube de

verano y la dejaron hacer. Pero cuando las cosas tomaron tintes serios la presión sobre la

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chica se hizo irrespirable, y la cuerda acabó por romper por el lado más débil. Hablaron

una y mil veces. Incluso prometió dejar el fútbol para centrarse en los estudios, en los que

también apuntaba maneras. Estaba dispuesto a sacrificar lo que fuese necesario por

Natalie, pero aquello no bastaba. Porque no se trataba de lo que hiciese o dejase de hacer,

sino de quién era o dejase de ser. Pasara lo que pasara él seguiría siendo el chico humilde

de un barrio encantador pero marcado por no se sabe qué extrañas referencias. El sur es

lo que tiene.

Hubo un día que Natalie, agobiada, dejó de verle; poco después dejó de llamarle.

Finalmente se olvidó de él. El hueco que había dejado en su corazón no sería fácil de

llenar. Era tan grande y doloroso que en cuanto las drogas llamaron a su puerta, el las

aceptó como el menor de los males. Cualquier cosa que callase su desdicha, por fuerte

que resultara, siempre sería mejor que la sensación de olvido y abandono en que el

desamor de Natalie hubo de sumirle. Apostó rojas y salieron todas negras; el primer error.

El segundo, como siempre, atajar por el camino más corto, el más sinuoso; el más

tortuoso. El mismo que le había hecho descender a toda velocidad las escaleras del Metro

en su huida constante hacia el abismo.

Con todo aquello había conseguido reponerse un poco. La sangre que manaba de

su nariz, como un reguero hacia la muerte, había dejado varios asientos vacíos a su

alrededor. Ahora ya no jadeaba, pero su cuerpo estaba empapado en sudor frío en parte

por la carrera, en parte por los efectos del mono que comenzaba a llamar de forma

violenta al torno de su desolación.

En su soledad hizo un sobreesfuerzo por evitar la humillación, y levantó la

cabeza; y he aquí que identificó, entre la muchedumbre que le daba la espalda, a la dueña

del único rostro que le miraba, fijamente. Se parecía a Gina, aunque esa chica llevaba el

pelo mucho más largo; su peinado también era distinto, e incluso diría que de un color

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más claro. Pero todo aquello podía haber cambiado porque hacía mucho que no se veían.

Sin embargo, percibió un detalle que no dejaba lugar a dudas: Marcelo supo que era Gina

porque en sus ojos adivinó el mismo alma sensible e inteligente que había conocido años

atrás; el mismo alma sobre el que había llorado miles de veces la pérdida de Natalie. Al

fin y al cabo Gina fue, durante mucho tiempo, incluido el que Marcelo y Natalie habían

pasado juntos, la mejor amiga de su antigua novia.

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GINA

Después de mirarle fijamente, el Metro se detuvo en Avenida de América, una de las más

grandes y concurridas de toda la línea, y la estación habitual de Gina. Habitual desde

hacía cuatro años, cuando sus padres decidieron poner fin a una relación ciertamente

tortuosa y que la había situado en el epicentro de no pocas batallas. Fue entonces cuando

su progenitor decidió alquilarle un piso en la Calle Ortega y Gasset, el lugar preferido por

ella para alejarse del mundo y poder acabar sus estudios. Siempre había sido así: todo se

resumía a objetos que poseer, y cualquier cosa que ella tuviese en mente, necesaria o

superflua, le había caído en sus manos como por arte de magia. Gina había sido una

adolescente consentida en sus formas, afin en muchos sentidos a Natalie, y de ahí la

profunda amistad entre ellas. En los tiempos en que Natalie y Marcelo atravesaron su

peor crisis, Gina sirvió de paño de lágrimas para él. A simple vista era una sentimental,

pero en el fondo siempre hubo algo más. Ella siempre le quiso con toda su alma. No se

trataba de amor, sino una amistad tan profunda que incrementaba su valor a medida que

él caía hacia el abismo.

Sin embargo, hubo un momento en que no pudo ayudarle. Mientras las

apariencias sirvieron en su casa, ella pudo servir de consuelo a los demás. Pero hacía

cuatro años que la relación de sus padres había llegado a un punto sin retorno. Y este

punto era simplemente que las desavenencias se hicieron públicas, en un entorno social

en el que todo se sustenta mayoritariamente en la ocultación de los problemas.

Que sus padres no se soportaban era algo que ellos sabían desde el día mismo de

casarse. La boda fue, en apariencia, perfecta. Eran la pareja perfecta, dos jóvenes guapos

y con un futuro arrebatador; con las maneras perfectas, de familias perfectas. Y sin

embargo, siempre faltó lo único que puede ser perfecto: el amor. De hecho, nunca había

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existido entre ellos, porque lo único que primó en su unión fue la conveniencia. Así que

el nacimiento de Gina, lejos de solventar las dudas, las disparó de todo punto. Su

nacimiento sólo fue escaparate, y aunque de puertas para afuera sirvió durante años como

la coartada perfecta de la pareja perfecta, de puertas para adentro no hizo más que

ahondar en la brecha. Sólo un extraño sentido de la responsabilidad unió a los padres

durante la infancia de Gina, pero en el momento en que ella adquirió conciencia, los

hechos acabaron por desvelarse tal cual eran. Así las cosas hubo momentos, periodos

enteros en que ninguno de los tres se cruzaba palabra alguna dentro de la casa: hasta el

punto que todos habían aceptado tácitamente la situación y representaban a la perfección,

como no podía ser de otra forma, su papel en la función.

Y en esas se cruzaron dos personas indispensables en su vida. Primero fue

Natalie, que actuó como analgésico. Cuantas más horas pasaba con ella, menos tiempo

estaba en casa, disimulando, jugando a un juego en el que nadie gana. El estudio, los

chicos, la adolescencia sentida, la primera responsabilidad y Natalie, su primera válvula

de escape. Luego vino Marcelo, al que siempre quiso como al hermano que nunca tuvo.

Hubo química desde el principio, hasta el punto que la suya fue una decadencia al

principio compartida. De hecho, decidió confiarle un secreto, el suyo, que Marcelo jamás

traicionó; ni Natalie, ni cualquiera otra de las amigas de Gina merecieron ese privilegio.

El día que ambos desvelaron sus secretos, que no eran sino el mismo, que no

aguantaban más, hubo un quid pro quo tan fuerte que sólo un beso o la sangre podían

haber sellado. Durante un par de meses vagaron juntos, sin rumbo, en una odisea

autodestructiva camino a ningún lugar. Igual que ahora, viajaban en el mismo vagón de

Metro, aunque poco a poco su relación se fue distanciando y llegó un punto en el que sólo

cruzaron, como ahora, débiles miradas.

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Hubo un tiempo en que vagabundearon con los pies negros, una pandilla trufada

de hippies, lumpen y pijos desbordados sin demasiadas ganas de triunfar en esta vida. Les

habían conocido en las fiestas de San Fermín, a las que habían acudido de refilón,

buscando un concierto de Manu Chao que se celebraba entonces. Tras una noche en vela,

ambos se quedaron dormidos en el parque enfrente de La Taconera, y como al levantarse

tuvieron hambre, se juntaron a los únicos que no cobraban por darles de comer. Desde

entonces viajaron con ellos, sin apenas duros en el bolsillo, durmiendo siempre al raso,

jugando con los perros y bebiendo alcohol barato sin cesar. Con ellos aprendieron a vivir

de la nada, haciendo malabarismos o, como ellos le llamaban cultura alternativa. De eso

intentaban vivir, entendiendo por tal actividad la de sacar algunos cuartos entreteniendo a

los chavales.

De Pamplona a San Sebastián, de ahí a Bilbao y, por último, Vitoria. En ese

recorrido se inflaron a recoger comida del suelo, fruta podrida, pan duro y sobras de

contenedor. Lo mejor del todo es que compartían alimentos con los perros, sin duda una

actividad tan altruista como antihigiénica y perjudicial para su salud. Dieron alojamiento

a piojos, hongos y, en general, cualquier bicho raro que pasase por su lado y tuviese

necesidad de un cuerpo que habitar. Conocieron gente ajena, extraña, diversa; la más

ajena, la más extraña y la más diversa que nunca llegarían a conocer. Como Paul, un

belga cuarentón que hablaba muchos idiomas y pasaba por ser el líder de aquel grupo

errante. Con Paul establecieron una relación intensa, íntima, fluida, pues él aceptaba el

rol del maestro que enseña a los pupilos y los introduce sin querer en la manada. Paul era

un tipo majete, que les instruyó acerca de la supervivencia en un grupo como ese, y les

inculcó valores que él creía universales, con el amor al prójimo en el escalón más alto del

podio. Casi todos los miembros de la pandilla se habían puesto un mote; bueno, más que

un mote era un nombre de guerra, válido sólo en clave interna. Algunos como Spirit

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hacían referencia a las cualidades de su poseedor; otros como Winston relacionaban al

sujeto con una fijación particular, en este caso, la del chaval que lo portaba y su afán por

encontrar colillas de dicha marca de tabaco. Marcelo y Gina debían buscarse un apodo

cada uno para integrarse un poco más en la grey, pero no debieron estrujarse demasiado

el cerebro porque pronto hubo quien sacó de la chistera dos epítetos que encajaban a la

perfección con lo que se perseguía: él sería Nano, dada su corta edad, que le convertía en

el miembro más joven del grupo; a ella le apodaron rápido Barbie, porque a pesar de su

pasajera condición de lumpen se notaba a leguas por sus gestos, su expresión y sus

maneras, que procedía de una cuna acomodada, más alta que cualquiera de las de sus

nuevos compañeros. Aunque nunca fue así, durante ese tiempo del todo compartido,

Nano y Barbie fueron pareja a ojos de los demás. Estas habladurías nunca hicieron mella

en el ánimo de ninguno de los dos; la sequía sexual se compensaba con creces con las

lluvias del cariño que cada uno profesaba por el otro. Diríase incluso que el deseo había

desaparecido de sus vidas, como quien intenta limitar al máximo sus funciones vitales

con el fin de no malgastar un tiempo y unas energías que por ningún lado sobraban. Pero

eran mucho más pareja si cabe que otras tantas que comparten lecho pero no

sentimientos, y eso se palpaba entre los esporádicos pies negros solitarios que, de vez en

cuando, de manera silenciosa, se acercaban a ellos como las ovejas al rebaño.

Aquella era una vida degradante, decadente, en la que los días pasaban sin cesar y

se repetían con una monotonía asfixiante. No hubo besos ni sangre y era cuestión de

tiempo que todo acabase sin más. Finalmente, ella se riló. No tuvo agallas y decidió

parar. Aquella no era vida para una chica que había dispuesto de todo, en cualquier

instante, en cualquier lugar.

Por eso, ahora que lo veía demacrado en el Metro, un sentimiento helado le

paralizó el alma. No sabía si era la situación en que se encontraba, o el hecho de haberle

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dejado caminando solo hacia el fin, pero no podía evitar el sentimiento de culpabilidad.

Durante unos segundos, en ese vagón, sus vidas se cruzaron de nuevo como entonces, en

apenas una mirada, pero al rato ella pensó, como años antes, que aquel tren no era el

suyo. Y, ahora, como entonces, la chica del cabello diferente, fuera cual fuera la parada,

decidió apearse.

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MATEO

Gina había bajado en Avenida de América. Pese a sus prisas, era la estación idónea,

porque eso le permitía enlazar con la moderna línea 10, que era la que debía llevarle a

Plaza de Castilla, su destino. Había quedado allí con varias amigas y compañeras de la

facultad de Derecho, con quienes debía asistir a un juicio, actividad incluida dentro de las

prácticas de la asignatura de penal. Al principio se mostró disconforme con la idea de sus

amigas de acudir a los juzgados de Plaza de Castilla, seguramente porque intuía la

posibilidad de encontrarse por el camino con su padre Mateo. Luego dio por sentado que

las probabilidades de toparse de frente con él eran ciertamente mínimas. Por eso, y

porque en la facultad nadie sabía de sus problemas personales, decidió no levantar la

liebre y acudió a la cita.

Mas cuál sería su sorpresa cuando, según subía las escaleras hacia la calle, al girar

la cabeza hacia la izquierda, apareció la figura elegante que tanto odiaba encontrar: era su

padre, vestido de Armani de los pies a la cabeza, portando un maletín de piel de dos mil

euros, perfectamente peinado y con la misma pinta de chulo de putas que recordaba desde

la última vez que le vio.

Mateo era uno de los abogados más brillantes de uno de los bufetes más

importantes de Madrid. Aunque lo suyo era el derecho mercantil, últimamente se había

especializado en asuntos tales que divorcios de famosos: era un campo menos

complicado, con mayor repercusión y con posibilidades económicas igual o más

interesantes que las de los pleitos de las grandes compañías. En realidad este tipo de

casos eran infinitamente más rentables, porque se sacaban las mismas minutas pero con la

décima parte de trabajo y esfuerzo. Además, desde que se separó de su mujer, la madre

de Gina, había perdido en cierto modo el sentido de las apariencias que llevó

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anteriormente. La renuncia a su matrimonio fue total; un cambio brusco de vida que

pasaba por renegar de todo lo que había vivido hasta entonces, incluidas las formas

esclerotizadas e hipócritas de aquellos con quienes se rodeaba. Pasó de 0 a 100, del

blanco al negro, del día a la noche. Y fue precisamente la noche el desencadenante de

todo. Las relaciones con su mujer, la madre de Gina, habían sido siempre insulsas;

carecían de alicientes que impulsaran a luchar por ella. Mientras permaneció la inercia,

las cosas continuaron tal como habían comenzado el día de la boda; pero cuando Mateo

adquirió conciencia de lo desastroso de la situación, decidió cambiar por completo.

Y así fue como conoció a la noche, su nueva amante. Todo comenzó una tarde de

invierno, tras un largo juicio que acabó por ganar. En recompensa, los propietarios de la

empresa cuyos intereses manejaba le agasajaron con una cena opípara en De María, y

acto seguido le convencieron para tomar unas copas en un local de alterne de Castellana.

Aquello no era nuevo, sino más bien habitual. Siempre había dicho que no, más por

temor a encontrarse con conocidos frecuentando esos tugurios que por falta de deseo ante

experiencias nuevas. Pero aquella noche era diferente; se sentía exultante porque nadie

daba un duro por el juicio que acababa de embucharse. Había descubierto un error de

forma que anulaba el procedimiento completo, un pequeño detalle que todo el mundo

había pasado por alto. Y eso reforzó su autoestima por encima de las apariencias; y se

envalentonó, tanto que perdió la vergüenza, el pudor y el respeto por su hija y su pareja,

el sentido de la responsabilidad que tantas veces le había acompañado y que ahora

quedaba a las puertas del burdel.

Aquella noche, embriagado, probó las mieles de un triunfo inédito para él. Lo

saboreó, lo paladeó hasta el límite del paroxismo, hasta un punto sin retorno, hasta una

línea que decidió no franquear en sentido contrario nunca más. Se había sacudido de un

plumazo el yugo de las esposas que le mantuvieron maniatado durante años; y lo había

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hecho de una sola vez y de una vez por todas, porque desde entonces las cosas no fueron

nunca iguales. Llegó la primavera, y con ella las ausencias de casa en las noches cortas

dejaron de necesitar coartadas inverosímiles. Al principio reparó en detalles, más que

nada por salvaguardar los intereses de su familia. Pero con el paso del tiempo su

conciencia quedó abatida, y entonces ya desaparecieron los disimulos. Era de dominio

público que Mateo se había convertido en un noctámbulo empedernido, y eso le afectó en

todos los planos de su vida. En el personal, porque aunque la gente de su barrio, sus

vecinos, familiares y amigos siguieron tratándole con respeto por delante, por detrás

formaban corros de maledicencia. En lo profesional, porque, aun siendo igualmente

brillante, dejó de guardar las formas. Una llamada de atención de la gerencia, dos tal vez,

y a la que iba la tercera él mismo decidió renunciar. Antes muerto que humillado, así que

abandonó el bufete y se instaló por su cuenta, en asuntos de otro calado a los que había

llevado hasta entonces.

Se convirtió en uno de esos que llaman personajes de dominio público. Las dos

esferas de su vida se intercalaron en una sola, evidencia de la falta de control que la

nocturnidad había perpetrado en su vida. Su reconocido prestigio le había aupado al

puesto de abogado preferido por la chusma famosa que decide vender sus almas al mejor

postor de cuché. Y en ese ambiente, un mal día topó con una mujer famosa por su vida al

caer el sol. Ella era inteligente, guapa, dominadora, la experiencia que Mateo necesitaba.

Después de haber probado de todo, sólo alcanzaba el éxtasis en la medida en que iba un

poco más allá. Y por el trato que habían tenido, de sobra sabía que con aquella mujer no

existían límites de ningún tipo. Era una constante barra libre del deseo; bastaba con

pensarlo para poder hacerlo.

Pero cometió un error; pues en su desenfrenó hubo un momento en que no supo

como parar. Y se volvió dependiente, y con ello maleable. Y sucedió al contrario de lo

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que suele, y al contrario de lo que había ocurrido en su vida desde hacía unos meses,

cuando era él quien manejaba las situaciones. Porque se enganchó, mucho, del todo. Y no

acertó a salir. Cuando quiso darse cuenta, ella se había esfumado con la velocidad de un

amante al amanecer; se había ido con otro, otro más, que más da, el caso es que no

molestara. Mateo era un estorbo que convenía remover; y fue así que se quedó solo.

Pero entonces echó mano de no se sabe qué fuerzas de flaqueza; y como era un tío

hábil pudo dar la vuelta a la tortilla. Acudió a los medios y aireó su vida por doquier.

Decidió llevarla a los tribunales y acusarla de juegos ilegales, tráfico de drogas, de

blancas o prostitución, qué más daba. Lo importante era salir ganando, como casi

siempre, y lo bueno es que lo hizo siendo él parte de la acusación. Aquello reflejaba

como nada el bucle vicioso de su nueva vida, en el que lo personal alimentaba lo

profesional y viceversa. Ahora que no necesitaba nadar y guardar la ropa, era el

paradigma de sujeto que vende su alma primero para salvaguardarla a capa y espada

después. Era el defensor de las vidas de los famosos, que había actuado como picapleitos

de su propia vida famosa. Era el mundo al revés. Pero Mateo era feliz, y rico, y por eso

vestía de Armani, y por eso viajaba en Metro, para dejarse ver, por cuantas más personas

mejor. Y en esas, que mientras Gina ascendía hacia la calle, Mateo doblaba la esquina del

siguiente pasillo, para suituarse al lado, sin intención, de la sombra cuyas curvas él

conocía a la perfección. Y aunque no se veía su propietaria, no hizo más que girarse sobre

sí y comenzó a intuir. Y ahora que había visto, habría dado un par de billetes de los que

llevaba en el bolsillo por apostar de quién se trataba.

21

ADRIANA

Porque la dueña de aquella sombra elegante y altiva a cuyo regazo se había situado sin

querer, era la misma que tan rápido había pasado por su vida. Era Adriana; Adriana la de

los ojos verdes y grandes; Adriana la del pelo moreno azabache; Adriana de su vida;

Adriana la lista; Adriana la guapa a pesar de sus orígenes, humildes como los suyos, de

un estigma que marca a los hijos de traperos y cartoneros, como ella era, en los barrios

pobres de Madrid. Porque la pobreza heredada se nota a la legua, casi que se lleva en los

genes. Y por eso su infancia se había debatido siempre entre la alegría de los juegos y la

asunción de su pobreza. Su casa era la misma que la de sus bisabuelos, o incluso antes, y

sus bisabuelos la habían transmitido generación tras generación, al igual que habían

hecho con la profesión, que mantenía ocupado por completo a su padre y contribuía casi

en exclusiva al sustento de la familia. En realidad, su padre no era el hijo de los dueños

de la casa; era el yerno sin recursos que por casualidad o casi por inercia había dado con

los huesos en su mujer y con su manos en el oficio, ancestral y desvencijado, de la

recogida de cartones.

A los pocos años Adriana ya sabía qué le esperaba. Era una niña menesterosa que

jamás puso en duda su estilo de vida y pasaba sus horas en el denuedo de la ayuda

parental. Estudiaba, porque le encantaban los libros, pero lo hacía en casa, cuando podía,

a la sombra de un viejo candil y de forma autodidacta, sin recursos, claro, como

correspondía a una chica de su situación.

Pero Adriana creció pronto, creció rápido y, lo que fue peor, de forma voluptuosa.

Y su físico cambió su parecer. De repente, un día, su pecho se volvió turgente; sus

muslos adquirieron cuerpo; y sus caderas ensancharon hasta el punto de llamar la

atención por donde pasaba. Dejó de ser la Adriana menesterosa que no abría el pico, que

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ayudaba en casa y estudiaba cuando podía. Comenzó a asemejarse a una gata que pasea

por el tejado dominando la situación; a la gata que cimbrea sus curvas al ritmo de los ojos

de los gatos que se acercan. Y ascendió de forma exponencial, a un paso vertiginoso pero

perfectamente controlado. Manejaba a los hombres con la facilidad de un tornero sobre el

barro. Hacía y deshacía; hilaba y deshilaba; corría y recorría a su antojo. Y hasta aquí

todo fue perfecto, porque salió del cascarón y conoció hombres, muchos hombres. A

quien quiso puso a sus pies y a quien quiso apartó de su camino.

Pero cuando todo se había calmado, tres años más tarde de su primera

adolescencia, sus orígenes remontaron a toda prisa el camino que había recorrido sin

pesar. Y se le cruzaron, y le jugaron la primera mala pasada de su vida. Conoció a

Andrés, un fulano de tres al cuarto que pasaba las horas con trapicheos baratos. Andrés

era un macarra de baja estofa, un media hostia y un mierda que fuera de tres calles,

Ballesta, Luna y Desengaño, ni siquiera hubiera pasado desapercibido. Fuera de ese

entorno, a Andrés le hubieran partido la cara un día sí y otro también. Fuera de ese barrio,

que era el suyo, que era el de Adriana, cualquier macarra de medio pelo algo más fuerte

que él le habría dado dos mojás y le habría dejado tirado en un callejón secundario. Pero

en ese hábitat Andrés se desenvolvía sembrando miedo y circunstancias a partes iguales.

A Adriana, sin embargo, nunca le infundió temor; ella tenía clase de sobra para haberle

apartado en un plis plas. Sin embargo, sí que hubo un imprevisible que le empujó a su

lado durante un tiempo. Y ese fue su fin, porque Adriana nunca pudo superar el amor que

un mal día comenzó a sentir por él su corazón.

Pues quiso la casualidad que Andrés pasase por casa de Adriana justo una mañana

en que ella, agobiada, enjugaba sus penas con lágrimas, sentada al borde de las escaleras,

mientras perdía la mirada en el tiempo y maldecía una suerte que por entonces le era

esquiva. Y he aquí que aquel canalla vio la oportunidad de acercarse a una hembra a la

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que, de otra forma, hubiese sido imposible acceder; y le prestó su hombro, nada más que

eso, ni siquiera un poco de ayuda, ni tan solo un mínimo de compasión, sino apenas

treinta minutos de escucha en los que ella desgranó uno por uno sus pesares, que no eran

muchos pero sí de calado. Aquel vómito surtió un inmediato efecto balsámico, pero a la

larga sus consecuencias fueron incluso peores, porque dejó en Adriana la falsa sensación

de que Andrés albergaba en su interior un buen corazón. Y comenzó un baile que no cesó

hasta el momento que Andrés desapareció de la faz de la tierra, quizá asustado porque,

según se desprendía de los rumores, un mafioso local le estaba pisando los talones. Un

baile que consistía en momentos buenos y malos al mismo ritmo, que fueron

incrementando su nivel hasta el límite asfixiante en que Andrés solía desenvolverse cada

día. El error de Adriana, no obstante, tal vez no fuera enamorarse de un fulano como ese,

sino creer o pretender que ella podría cambiarlo, modificar sus maneras de vivir y

entablar con él las bases de un futuro común. Y lo intentó; vaya que si lo intentó, aunque

esos esfuerzos vanos se topasen una y otra vez contra un muro infranqueable.

En una ocasión, Adriana incluso puso su vida a disposición del azar, porque las

drogas y su trapicheo frecuentemente desembocan en un mar de muerte y destrucción al

que van a parar casi todos los que se atreven a desafiar al destino. Como fue su caso;

porque aunque ella nunca probó sus hieles, sin embargo soportó con cinismo que él se

guardara para sí una parte de aquello con lo que mercadeaba. Y de ese gramo para sí,

pasó a dos, que repartía con algún conocido - por mucho que él se empeñase en llamarlos

“amigos”, lo cierto es que en su mundo la amistad no costaba más de una papelina-; y de

ahí a tres y a cinco hubo dos fracciones de segundo; una la que tardó en darse cuenta de

que podía salir ganando algo; y dos, la que tardó en atreverse a dar el paso. Así que

durante un tiempo Adriana daba cobertura a un negocio tan afilado como un puñal.

Porque en el instante que se convirtió en rutina se olvidaron los detalles, se relajaron las

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precauciones, y al poco todo el mundo sabía ya que en casa de Andrés “se pasaba”, había

donde pillar, aunque la calidad fuera ínfima, a un precio más asequible que en cualquier

otro lugar. Y el caso es que aquel negocio ni siquiera resultaba especialmente rentable

para ellos, por lo menos en el plano económico, pero sí es cierto que elevaba su estatus

dentro del barrio. Bueno; elevaba el de Andrés y dentro de unos círculos en los que la

mayoría quisiera no verse envuelta nunca. Porque Adriana no había perdido nunca su

nivel, ni su dignidad ni su orgullo. Para el común de los mortales Adriana seguía siendo

una mujer de los pies a la cabeza que había cometido el error de conocer a aquel

pelagatos. Casi todos coincidían en que ella no había cambiado para nada y cuando

Andrés salía a relucir en sus bocas a ella se le desvinculaba de inmediato.

Quien no hizo distingos fue la madera, un día que invadió su casa. Aunque lo

habitual era que los nacionales les abordasen por la calle para requerirles la

documentación o cachearles, en ocasiones un chivatazo les permitía ir un paso más allá.

Marc, un yonkie enganchado hasta la médula, había ido una noche, a altas horas de la

madrugada, a casa de Adriana y Andrés, en busca de consuelo para sus venas. Aunque

Andrés sabía que el mono no entiende de horas, ni momentos oportunos, aquella noche

no abrió sus puertas. Era tarde y estaba exhausto por el día pasado, tanto que cuando

respondió al telefonillo su negativa sonó a baratija hasta el punto de poner incluso a

Marc, preso de la inconsciencia blanca, al borde del disparador. Y éste comenzó gritar y a

proferir amenazas sin sentido, y a insultar a diestro y siniestro, durante una hora, quizá

dos. A Andrés aquel juego no le pillaba de improviso; lo había visto ya en alguna que

otra ocasión, así que tampoco le dio demasiada importancia. Mañana sabría qué ocurriría:

hablaría con Marc, a sabiendas de su estado, aunque lo más normal es que terminasen

discutiendo, porque resulta complicado hacer entrar en razones a alguien sumido en la

desesperación; y posiblemente se escaparía un puñetazo, y luego decenas de

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justificaciones en el barrio ante sus amigos, en la barra de una tasca, asegurando que era

lo último que hubiese deseado pero que no tuvo más remedio que hacerlo; e incluso,

presumiblemente, todo acabaría con un abrazo entre ambos hasta que pasados unos días,

si Marc llegaba entonces a ellos, si no moría antes, toda esta parafernalia volvería a

repetirse como un bucle sin salida.

Si; todo eso no era nuevo para Andrés, y tampoco para Adriana, pero mucho

menos para sus vecinos, hastiados ya de una circunstancia que se había convertido en

habitual. Por eso, uno de ellos agarró su cámara de video y grabó todo, alaridos incluidos,

y al día siguiente decidió no abrir su tienda, situada justo enfrente de los hechos, y por el

contrario acudir a comisaría, donde hizo denuncia escrita y probada de aquel incesante

quebradero de cabeza. Sin quererlo, posiblemente sin quererlo, Marc se había convertido

en el mejor confidente de la policía, que unos días después consiguió una orden judicial

para deternerle y otra para entrar en casa de Andrés y Adriana.

Por fortuna aquella mañana sólo se llevaron el sobresalto de una madera que ni

siquiera disimuló sus formas para entrar. Llamaron a la puerta y, prácticamente sin dejar

responder a sus inquilinos, la derribaron con una violencia que alertó a todo el inmueble.

Entraron en todas las dependencias, incluido el dormitorio donde encontraron a ambos

despiertos, charlando amistosamente, y les arrastraron por la fuerza, desnudos como

estaban mientras les preguntaban por la droga. Ellos respondieron que allí no había nada

lo que, milagrosamente, era cierto en aquel instante. Los perros olisquearon

absolutamente todo; los polis registraron hasta el último rincón de la casa, pero vieron su

gozo ahogarse en la nada más absoluta, para mosqueo de un sargento que no daba pábulo

a lo que veía o, mejor, a lo que no acababa de ver.

Aquello fue lo último, o de lo último, que Adriana quiso soportar, pues desde

entonces resolvió que su vida ya no debía andar unida a la de Andrés nunca más. Él pasó

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la noche en el calabozo y declaró al día siguiente, después de renunciar al abogado

particular y pasar del de oficio. Durante esas horas Adriana estuvo meditando acerca de

lo que diría al día siguiente; no fue mucho el tiempo que empleó, pero sí la determinación

que puso en su veredicto. Contaría toda la verdad, en la creencia de que el crédito del que

disponía en el barrio habría de servirle para evitarle caer en la consideración de chivata.

Al contrario, posiblemente la gente del barrio, los vecinos, los conocidos e incluso los

amigos entenderían que habría decidido dar un portazo a su vida anterior e iniciar una

nueva. Pero claro; eso implicaba deshacerse de una vez por todas de los lastres que

arrastraba desde hacía un tiempo, incluido Andrés. Y, en efecto, cuando éste salió del

trullo, unos días más tarde, y regresó al piso que ambos compartían, lo encontró vacío de

su presencia. Adriana se había marchado sin dejar más rastro que una nota casi vacía en

la que simplemente decía: Me voy. Esta vida no es para mí y, muy posiblemente, tampoco

para ti. Te deseo toda la suerte del mundo aunque, como yo, sabes que la suerte no es lo

nuestro. Estas dos frases sumieron a Andrés en la desolación y el rencor. Por eso, tras

unos días inermes decidió salir a buscarla. Pero nadie conocía datos sobre su posible

paradero y si alguien lo hubiera sabido, no obstante, lo más seguro que es que no hubiese

dicho nada, tal era el respeto que Adriana se había granjeado entre todos.

Sin embargo, casualidades de la vida, Andrés encontró a Adriana una mañana en

el Metro por la zona de Acacias y decidió seguirla hasta ver dónde desembocaba todo. Al

día siguiente la abordó en la puerta del edificio de la calle Embajadores en que la había

visto introducirse, en el descansillo y allí conversaron de forma acalorada. Él se resistía a

perder lo único valioso que había conseguido en su vida, y ella luchaba por desprenderse

de un pasado al que, sin embargo, seguía queriendo. La aparición de unos vecinos cortó

de un plumazo la discusión y, con ella, cualquier posibilidad de Andrés por recuperarla.

Porque aunque se fue con un sonoro, volveré por ti, te amo, sin embargo no cumplió su

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promesa. En los primeros días ella no salía de su asombro, porque intuía que habría de

presentarse de la misma guisa en cualquier momento, razón por la que procuraba no

atravesar nunca sola el vestíbulo de su portal. Sin embargo, Andrés nunca volvió a

aparecer. Meses más tarde supo que debía haber cambiado Madrid por cualquier otra

ciudad menos incómoda, perseguido como se decía que estaba, por la gente de un chuleta

de tres al cuarto al que el episodio de Marc debía haberse llevado por delante.

Desde entonces Adriana había rehecho su vida dulcemente, sola, sin parejas

extrañas. De sus años jóvenes había aprendido que ella era lo más importante para sí

misma, así que abandonó sueños que a ningún lado llegaban y se fijó objetivos más

modestos, pero reales. Durante meses anduvo alternando empleos hasta que encontró uno

digno que se ajustaba a sus posibilidades. La chica con la que compartía casa, Ainhoa,

trabajaba en una firma de moda y no pasó desapercibida para ella el gusto de Adriana en

la indumentaria, en la decoración, en los pequeños detalles. Cuando decidió invitarla a un

desfile de moda, su intención era la de presentarla ante sus jefes con el fin de aprovechar

su habilidad en este mundo. Y, en efecto, tras una primera prueba, entró de lleno en el

estudio de diseño de la empresa, en un puesto medio, que no quiso abandonar pese a las

reiteradas propuestas de ascenso por parte de los dueños; prefería algo más tranquilo, y

aquel puesto le daba todo lo que anhelaba. Con su nuevo salario alquiló un piso por su

cuenta y trasladó allí a sus padres, a los que cuidaba de la misma forma que había hecho

durante su adolescencia.

En el momento en que Mateo se la había cruzado en el Metro regresaba de la

clínica a la que asistía para someterse a un proceso de fecundación in vitro. De ahí la

sonrisa que le acompañaba mientras ocupaba su asiento, porque el médico le había dicho

que los preliminares estaban ya superados y que en breve daría comienzo todo el proceso.

Y al verla con esa sonrisa, Mateo decidió abordarla para hablar con ella. Pero en ese

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instante, una multitud se interpuso entre ambos. El tren acababa de llegar a Nuevos

Ministerios sin que él se diese cuenta y antes de poder acercarse siquiera a un metro,

decenas de pasajeros bloquearon sus intenciones. Para cuando pudo salir, ella ya estaba

en la esquina, a punto de tomar las escaleras, y cuando tuvo la oportunidad de asaltarla

por detrás para sorprenderla, el sorprendido fue él, pues Adriana había comenzado a

conversar con un desconocido.

Entonces decidió seguir de largo, pasar desapercibido incluso, porque no le

apetecía meterla en un brete. Ya la llamaría después; ahora que la había visto por

casualidad, no se olvidaría de telefonear para preguntarle si había olvidado ella la forma

en que se conocieron, en una fiesta posterior a un desfile de su firma de modas. En

realidad era ella la que había llamado la atención de él, que la cortejó, la lisonjeó, la

halagó e intentó seducirla. Aunque en vano, porque ella lo tenía muy claro, sin embargo

no llegó a atosigarle tanto como para no dejar en ella un cierto poso de alegría. Le había

caído en gracia por mucho que él se esforzó en parecer gracioso, tanto que al final incluso

aceptó su teléfono. Dos veces habían quedado, pero para tomar un café nomás, dos veces

en el Mallorca de Ayala, un sitio céntrico y más o menos discreto, a eso de la media

tarde. Y allí, más relajados, sobre todo él, las conversaciones habían discurrido por

derroteros más normales. En éstas, quien llevaba la voz cantante era ella, pero quien más

desembuchaba de su vida era él, posiblemente porque era quien más lejos deseaba llegar.

Tal vez no a una relación completa, porque por muy bien que se pudiese dar, seguro que

no era tan tranquilo como estar sólo, vivir sólo y a todo trapo. Sin embargo, encontró en

Adriana un pozo en que depositar sentimientos y penas albergados, guardados con celo

durante años, a sabiendas de que no saldrían de allí. Ella, por su parte, tenía muy claro

hasta dónde llegar, que no era más allá del azúcar de los cafés, y si algo temía es que en

algún momento él pudiese plantearle franquear alguna línea que ella no deseaba siquiera

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avistar. Pero mientras ese momento llegaba la relación entró en una vía muerta, porque

Mateo encontró a otra persona, y luego a otra y luego a otra más, y, casualidades de la

vida, ahora que deseaba restablecer ciertos puentes hundidos, era ella la que le daba la

espalda por alguien a quien acababa de conocer.

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ALEXIS

Alexis era un tipo redondo; pies redondos, piernas redondas, estómago ancho, cabeza

redonda, con pelo, pero poco y débil. En el momento que se cruzó con Adriana iba a

ninguna parte en general y a todas en particular. En realidad estaba buscando un regalo

para su hijo Alexis, algo que poder presentarle el día de su cumpleaños. Alexis era un

buen tipo en el buen sentido de la palabra, pero no lo era de nacimiento, sino porque su

padre, Alexis, griego de nacimiento, había conseguido inculcar en él dos o tres aspectos

sobre la vida tan básicos como importantes. En realidad, estos dos o tres aspectos podrían

incluso resumirse en uno sólo: no buscarse complicaciones innecesarias, prescindir de los

elementos superfluos y centrarse en vivir alegremente.

Por la sonrisa que mostraba al encontrarse con Adriana, se diría que Alexis había

alcanzado esa máxima; bueno, más que alcanzarla, se diría que se había apropiado de

ella, hasta el punto de que cualquier otra persona con idéntico propósito hubiese sentido

el fracaso al compararse con él. La clave para tal éxito consistía en ser todo y nada al

mismo tiempo, la tesis y la antítesis en una misma persona. Preocupado por la política,

votaba de forma regular en todos los comicios, pero nunca asistió a mitin alguno ni

participaba en huelgas o actos patrocinados por partidos políticos. Acudía siempre a las

reuniones de vecinos, y participaba con cierto criterio, pero nunca levantaba la mano a la

hora de decidir las propuestas. En su casa se ocupaba de todo, desde las tareas del hogar

hasta el cuidado de los niños, pasando por las facturas y el mantenimiento; sin embargo,

nunca tomó una decisión por sí sólo. Es más; nunca tomó una decisión: todas ellas

correspondían a su mujer Elena, también griega. Y por eso le iba bien, porque se conocía

perfectamente a sí mismo, y sabía que no quería sobre sus espaldas la responsabilidad de

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decidir, era incapaz de soportar que algo que él hubiese decidido pudiera acabar mal.

Aquello le atemorizaba. Así que evitaba siempre tener que agarrar las situaciones, pero

nunca se echó para atrás, ni en el peor de los escenarios, cuando la responsabilidad de los

fallos era de los demás y hubo que apechugar para salir adelante. De lo primero, de su

falta de valor, se le podría acusar siempre; pero de lo segundo, no.

Por eso, cuando Adriana conoció a Alexis encontró en él un taburete para su

conciencia, un baúl para sus recuerdos. Porque antes de su flamante empleo, Adriana

arrastraba una depresión amplificada por el silencio, y era inevitable que alguien tuviese

que escucharla. El punto de encuentro entre ambos fue la firma de moda; ella aportaba las

ideas y él suministraba las telas, y ese vínculo les obligó a estar juntos tanto tiempo como

quisieron. Cuando la mente de Adriana se iluminaba con una propuesta, disponía de

crédito como para llevarla adelante, y de todos los proveedores con los que trabajaba,

Alexis era el único que nunca le había fallado. Cualquiera que fuese la materia que

solicitaba, Alexis se lo proporcionaba. No sólo eso, sino que le indicaba las

características, y le recomendaba cómo trabajar con ella. Hasta el punto que su relación

trascendió las telas, se hizo fuerte e incluso incomprensible para muchos: un hombre

orondo, transportista, padre feliz de familia, que conversa sobre asuntos íntimos con una

diseñadora de moda, atractiva, moderna, casi cosmopolita. Para un anuncio por palabras

en el periódico, aquella situación no daba, no. Y sin embargo, era perfecta. Alguna vez

Alexis pensó que, si hubiese tenido que pugnar por ella como un adolescente enamorado,

hubiese fracasado miserablemente, porque hubiera tenido que decidir cómo hacerlo, y el

miedo al fracaso le hubiera sumido en la desesperación. Pero, y aunque era evidente que

sentía cierta atracción por ella, seguir a rajatabla la máxima de su padre le permitió

acercarse tanto como quiso, casi tanto como ninguna otra persona en la vida de Adriana.

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Pero... ¿Qué buscaba Adriana en Alexis? Pues seguramente nada, y por eso la

relación también era simbiótica para ella. ¿Y qué podía darle? ¿Qué tendría que ofrecerle

a cambio? Nada, porque de sobra sabía ella que él nunca le pediría nada. Todo lo más un

poco de conversación y escucha, sin compromisos, como le gustaba a él, como ella

deseaba. Pero entonces… ¿En qué se basaba aquella relación en apariencia tan

superficial? ¿No existía el riesgo de que aquel cúmulo de conversaciones mohínas

acabaran sepultadas por el vacío y la nada? Posiblemente sí en otras dos personas con

ambiciones diferentes la una respecto de la otra. Pero entre aquellos dos seres, cuyo único

interés consistía en dejarse llevar por la vida, esperando lo mismo rápidos que meandros,

sorteando las dificultades con el mismo temperamento que recibían las buenas sorpresas,

entre aquellas dos almas felices, seguro que no: aquella era la relación ideal.

Prueba de ello es que, tras encontrarse a la subida de las escaleras, ambos

decidieron pausar sus vidas un instante allí mismo, en la barra de un bar de estación, y

filtrar una nueva charla insípida, una más, tras los posos de un café, la bebida preferida,

casualmente, por los dos. Alexis tenía novedades que contarle, relacionadas con su

familia, próxima a aumentar… o no. Porque Elena, su mujer, deseaba dar un hermano a

Alexis Jr., como cariñosamente le llamaba él, ante la idea de que aquel quedase como

hijo único y, por tanto, supuestamente consentido. Sin embargo, Alexis no tenía claro que

aquel fuera el momento apropiado para multiplicar su descendencia, ni siquiera se

planteaba que aquello fuera lo mejor en cualquier caso. Y esa situación le asfixiaba

porque acceder a las pretensiones de Elena supondría quebrar la máxima de vivir sin

preocupaciones y de manera relajada, abrir un boquete en su forma de ver la vida en ese

momento; pero no acceder implicaba la toma de una decisión y con ello, horror, la

posibilidad de equivocarse y, lo que incrementaba sus temores, para siempre, como son

los hijos por lo general.

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Adriana pensó que sería aconsejable dejar aparcado el motivo por el que viajaba

en Metro; precisarle a Alexis que ella venía, en ese momento, de comprobar que su

proceso de fecundación había recibido la luz verde, posiblemente sería como mentar la

soga en la casa del ahorcado. Así que escuchó con atención cuáles eran los asuntos que

entretenían la vida de su querido amigo, procurando sacar un consejo de la chistera por

aquí, un quitarle hierro a las cosas por allá, e intentando que Alexis calzara los zapatos de

su mujer, a quien ella, por compartir condición de fémina, parecía comprender bastante

mejor.

Aquellas palabras de Adriana, sobre todo las últimas, parecieron balsámicas. La

sensación de poder compartir las culpas anticipadas por su aún no tomada decisión era,

como mínimo, aliviadora, aunque en el caso de errar, Alexis nunca echaría en cara a

nadie, y menos a Adriana, un consejo fallido. En realidad, deseaba escuchar a alguien

posicionarse en un asunto tan delicado, porque por sí solo sería incapaz de desequilibrar

la balanza hacia ninguno de los dos lados.

Cuando, con ojos vidriosos, agradeció los consejos a su amiga, ésta intuyó la

posibilidad e incluso conveniencia de contarle por qué razón se habían encontrado allí; y

le habló de su proceso de inseminación y de las ganas con las que esperaba un vástago, el

primero para ella. Y ahí sí que encontró la aquiescencia y la alegría presumibles en

alguien como Alexis que, no obstante, expresó sus temores derivados del tipo de vida de

Adriana. Parecía lógico que una mujer sola, con un trabajo tan absorbente como el suyo y

una vida social rica y variada, casi extenuante, difícilmente podría hacerse cargo de la

educación plena de un niño. Pero ella hizo caso omiso de sus indicaciones y continuó

hablando. Siempre había sido así; ambos hablaban a menudo y de asuntos

trascendentales, íntimos incluso, se aconsejaban y se querían, pero rara vez se hacían caso

el uno al otro. Cada cual era consciente de su vida, de sus posibilidades y sus

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limitaciones, así que cualquier sugerencia del otro alcanzaba, como mucho, rasgos de la

función fática. Y ambos asumían la situación tal cual era, hasta el punto que en un

segundo la charla cambió de tercio una velocidad inusitada, vino a menos y adquirió un

derrotero insulso cuando Alexis preguntó qué era lo que podía comprar para su hijo de

tres años. La respuesta ya la sabía o, cuando menos, la presumía: no hacía falta ser

adivino para barruntar que ella le recomendaría algo relacionado con el textil, un traje, un

pantalón, una camisa o un suéter, que seguro que, además, podría sacarle de la casa de

modas. Adriana sabía que él se negaría, no porque la idea no le pareciese buena, que lo

era, sino porque pensaría que al final el regalo lo haría ella y porque, en cierto modo,

resulta chusco que un proveedor de telas regale a su hijo… precisamente una tela. Así

que, de inmediato, él respondió… ¿Y otra cosa que no fuese eso?. Y ambos hicieron

como que pensaban en algo diferente, cuando en realidad lo que ocurría era que deseaban

que alguna luz se iluminase en sus cabecitas y les sacase del brete en que, sin quererlo, se

habían metido.

Tres no sé, no sé y cinco preguntas sobre las inquietudes del niño más tarde,

precedieron a un bueno, no te apures, que ya se me ocurrirá algo, tan manido que en

realidad esa era la frase que a él se le había ocurrido para finiquitar el encuentro. Por

supuesto, se entabló entre ellos un rifirafe para dirimir quién se hacía cargo de la

invitación, pero hasta en aquello tuvieron suerte, pues Adriana no llevaba suelto y no era

plan abonar dos cafés con un billete de 50. Tras besarse y depararse los mejores

parabienes, cada cual tomó su camino, ella hacia el exterior, por el último tramo de las

escaleras mecánicas, y él hacia las entrañas del suburbano, con idea de dirigirse al centro,

seguramente Sol, Arenal o Gran Vía, donde las posibilidades de encontrar algo

satisfactorio para Alexis Jr. fueran mayores.

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Así que tomó la línea 1, más angosta y vetusta que la 6, hacia el Sur. Aunque

Alexis prefería el autobús – el Metropolitano le producía malas sensaciones – en esta

ocasión había optado por el Metro porque sospechaba de un gigantesco atasco al bajar la

Castellana. Tras su encuentro con Adriana, había dado por buena su decisión, pero

además ahora le tocaba el turno de uno de sus pasatiempos preferidos: despellejar a los

viajeros por su aspecto físico, sus comentarios o cualquier otro criterio tan divertido

como aleatorio. Y es que, dentro de las escasas posibilidades de maldad que se permitía

en esta vida, la de poder pelar a alguien en función de su fachada era una de sus favoritas.

Al fin y al cabo, no hacía daño a nadie, porque nadie se enteraba de lo que él estaba

pensando y, aunque así fuese, el mal sería el menor. ¿Qué de malo podría tener increpar a

alguien en silencio? Todo el mundo lo hace, seguro, aunque sea una tarea casi

inconfesable o confesable sólo para un círculo cercano de amigos. Por su parte, él

prefería no dar pistas sobre su particular hobbie, no sea que alguien fuese a pensar, como

de hecho él pensaba, que quien critica a las espaldas no repara en qué espaldas critica.

A fuer de repetir este pasatiempo una y otra vez, Alexis se había convertido en un

auténtico gourmet del asunto. Se había creado una serie de pautas o reglas del juego sin

las cuales éste se volvía aburrido. En primer lugar, era imprescindible mantener siempre

el mismo rictus, porque muchas veces el rostro actúa como reflejo, no del alma, sino del

pensamiento inmediato: Alexis tenía claro que si se cruzaba con alguien al que

considerara un cenizo, éste podría adivinar en su rostro sus perversas sensaciones. Fuese

o no verdad aquella intuición, resultaba crucial mantener la misma expresión, como el

torturado que no desea mostrar su debilidad ante el castigo.

Ni que decir tiene que había que escoger al personaje ideal, que no valía

cualquiera. Las razones para rechazar candidatos eran numerosas y variadas. En primer

lugar, hay quien queda descartado si padece algún tipo de problema físico o mental que

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impide moralmente jugar al mancille. Esto incluía, obviamente, discapacitados, viejos y

viejas, niños de hasta cierta edad, obesos mórbidos, ciegos, paralíticos y, en general,

aquellos aquejados de complicaciones corpóreas evidentes. En estos casos, el juego se

convertiría en humillación y Alexis no funcionaba de esa manera.

También se eliminan de la selección aquellos a los que resulta

extraordinariamente complejo despellejar, aquellos que ya a simple vista, se entiende que

son personas interesantes, honestas, listas o atractivas. En este último caso, el atractivo se

entiende como personal, de carácter, no físico. Por supuesto que los guapos eran objetivo

de la insidia, incluso más si hacían de su belleza un motivo de orgullo. Pero aquellos que

desprendían personalidad en palabras del propio Alexis, aquellos no encajaban en el

ideal del despelleje.

Pero a los demás, al resto... A esos les caía un torrente de consideraciones,

negativas en la mayoría de los casos, absolutamente funestas incluso. Cuanto más tiempo

observaba Alexis a su víctima, más profundos eran los epítetos silenciosos que ésta

recibía. Casi siempre estos halagos iban acompañados de la muletilla tiene pinta de.... O

en plural, porque la fachada que servía de excusa para la crítica también podía ser una

conversación entre dos o más personas.

Así que, cuando el tren cerró sus puertas, afinó su mirilla y, con mucho disimulo,

escogió una presa. No era hora punta, pero habría cerca de 25 personas dentro, abanico

más que suficiente para sus expectativas. Y se tomó su tiempo; desechados los

descartables, restaban unos 15, candidatos idóneos todos ellos. De éstos, 5 eran hombres

y 10, mujeres; había tres parejas y los otros 9 iban por libre. Y uno de estos sería el

elegido. Había que seguir discriminando y el último criterio fue la cercanía y el ángulo de

visión. Había que escoger a alguien que pudiese ser visto por completo sin torcer para

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ello la postura. Y ahí estaba él, precisamente él, que iba de guapo por la vida. Ese era el

hombre; se iba a cagar.

Lo primero era lo primero: la apariencia externa. Luego vendrían las suposiciones

sobre personalidad, carácter y formas de vida. Pero la apariencia externa no engañaba.

Era alto, cercano al 1,90, rubio con melena a lo Robert Redford en Los tres días del

Cóndor, posiblemente entre 25 y 30 años, ojos claros, azulones, y complexión atlética,

tipo gimnasio, no deportista y rasgos bastante pronunciados. De todo el vagón, hubo al

menos tres féminas que posaron los ojos en él nada más subirse, pero de esas tres dos

retiraron inmediatamente la vista, señal de que era atractivo, pero no tanto como

seguramente él consideraba de sí mismo. La que quedaba, ésa le miró con ojos algo

pillos, pero nunca se lo hizo saber, síntoma de que, en cualquier caso, tampoco estaba

dispuesto a amarle eternamente.

Vestía con ropa algo cara: Armani y Dolce Gabanna, todo auténtico pero de saldo,

seguro, de algún outlet o de mercadillo de Fuencarral, nada de tienda de Serrano, y

combinaba mal con ganas un vaquero estilo viejo con un suéter blanco nuclear y logotipo

gigantesco. Zapatillas deportivas, estas sí, molonas, Adiddas retro, aunque puestos a

poner, Alexis, percudido por la intención de su oficio, hubiese preferido un calzado más

serio y, seguramente, negro. Complementos... pocos y muy malos: un reloj, también de

marca, pero más falso que Judas; unas Ray Ban tipo piloto, que dentro de vagón no

pintan mucho y una esclava en la muñeca, de plata, posiblemente lo más estiloso que

llevara encima en ese momento. Nada más; ni auriculares, ni artilugios electrónicos, nada

que leer entre las manos y, por supuesto, ni señal alguna de gusto por los detalles. De

estos, los típicos en alguien que presume de ir arreglado pero que muestra en realidad

poca clase por los elementos personales. Todo lo más que hacía por gustarse a sí mismo

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era mirar con disimulo hacia el cristal de enfrente para atusarse el pelo con los dedos y

estirarse la camisa hacia abajo.

En resumidas cuentas, había más de cáscara que de yema y clara. De poca monta

como mucho, y eso seguro que tenía reflejo en el interior. Esta idea comenzó a

corroborarla Alexis desde el momento en que observó que había personas de pie, mucho

mayores que él, casi con seguridad, incluso niños, a los que cualquiera con dos dedos de

frente o un mínimo de urbanidad les hubiera cedido el sitio sin pestañear. Pero aquel

personaje, no lo hizo. Estaba demasiado entretenido pagándose a sí mismo como para

hacerlo. Menudo creído, pensó Alexis, que ya entonces comenzaba a subir el tono de sus

increpaciones.

A partir de aquí, toda suposición cabía en la maleta, fuese cual fuese su contenido.

Alexis comenzó a llamarle para sí el flipao, mote que otros habían recibido ya antes, pero

que aquel, pensó, se lo merecía más que ninguno. Así que elucubró que el flipao, debía

haber tenido alguna vez celos de sus compañeros de universidad, más ricos, no tan

guapos a lo mejor, pero, por supuesto, más listos que él en casi todo, incluidas las artes de

la vida. Y en esa tesitura, la amargura sobreviene rápido, porque cuando eres majete de

cara pero tu personalidad se esconde, entonces no ligas ni para atrás, y a la edad de este

baranda, las relaciones – sexuales, se entiende – son lo primordial. Así que, si es guapo

pero folla poco, la amargura es doble, porque no encaja que otros que son más feos follen

mucho más y de forma más variada, ni tampoco concuerda el que sus garitas fueran

peores que las de los demás, porque él era el bonito y, a priori – sólo a priori, que era lo

que él desconocía – siendo bonito el éxito es mucho mayor. Pero como él era guapo y

metía más bien poco, seguro que un día pensó que todo aquello obedecía a que no era tan

cool como los demás, así que decidió dar un giro a su estilo, posiblemente de forma

drástica, a trompicones, como demostrara el hecho de llevar ropa de marca perfectamente

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incompatible entre sí. Y se vio más guapo aún, y aunque no follara, se sentía respaldado a

sí mismo por aquella nueva indumentaria, tanto que ni dejaba de mirarse en el cristal ni

cedía el asiento a los niños que llevaba al lado.

Sin embargo, como todos los tontos tienen suerte, o creen tenerla, más bien, hete

aquí que al flipao le regaló una mirada la chica que al principio le había observado al

entrar. Quizá fue un descuido, quizá un poco de seducción, pero el caso es que aquel

signo fue interpretado, como no podía ser de otra forma, como un cortejo en toda regla,

un oye, que si quieres, me puedes conocer, que de realidad tenía, vamos a decirlo claro,

más bien poco. El problema de estas situaciones, decía para sí Alexis, es que se

retroalimentan, porque basta que una chica mire a un mentecato para que éste se de por

aludido y a partir de entonces no deje de atosigarla con la mirada. Como así fue; que el

chico comenzó a comerla con la mirada, con una frecuencia ahora creciente y entonando

poco a poco una gestualidad más atrevida, primero cada diez segundos y a los ojos, y

finalmente cada cinco o incluso de forma permanente, a las nalgas, el pecho o cualquier

forma que le pareciese lo suficientemente voluptuosa. Al principio, claro, la chica se

sintió adulada por el interés, mas con el paso del tiempo la adulación se convirtió en

molestia hasta el punto que ella sintió apremio por llegar a la siguiente estación, donde

tenía que claro que abandonaría este juego impertinente. El chaval, por su parte, entendió

aquello de manera justamente contraria, y al ver a la chica apearse del metro pensó que la

fortuna en esta vida no es demasiado larga pero que, de haber aguantado un poco más,

aquella ya estaba en el bote. Esto reforzó su consideración de guapo de serial, que

reafirmó con un nuevo atuse de cabello. A todo esto, a Alexis el tiempo se le había

pasado tan rápido que cuando quiso darse cuenta estaba a parada y media de su destino

final, Atocha. Así que se atusó también su pelo, el poco que tenía disponible, se ajustó la

camisa y se encaminó hacia la puerta.

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Sin embargo, aquel fulano estaba a punto de prolongar un poco más su juego,

porque coincidió que en Gran Vía entrase por la misma puerta alguien a quien el flipao

conocía más que de sobra, uno de sus mejores amigos, si se puede decir que el flipao

tenía amigos de verdad.

Sea como fuese, aquel chaval coincidía a la perfección con el típico amigo que de

él se había imaginado. A diferencia de el flipao, éste otro sí que vestía bien, acorde con su

edad, su grupo social y, posiblemente, su personalidad. Bambas de cuadros rosas y

blancos, vaquero nuevo, polo claro y pelo corto engominado hacia arriba. Por si fuera

poco, lucía una sonrisa espléndida, inmaculada, casi tan blanca como la camisa del flipao,

y masticaba sin cesar un chicle, lo que Alexis entendía como un síntoma de quien hace

las cosas rápido y sin pensar. Como fue el saludo que dispensó a su amigo, mil veces más

efectista que sentido, demasiado sonoro para ser cierto, demasiado vistoso para ser

honesto. Y a Alexis le picó la curiosidad, justo antes de que el tren llegase a su destino,

tanto que estuvo a un tris de quedarse una o dos paradas más, para comprobar si aquello

que había pensado era o no cierto. Lamentablemente, se hizo la luz en el vagón y éste se

detuvo. Lo último que pudo escuchar de ambos, que se despedían también, fueron sus

nombres: Borja, el flipao, Ricky, su nuevo amigo.

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RICKY

Cuando el tren reinició la marcha, Alexis pudo ver fugazmente a Ricky. En esas décimas

de segundo, sin embargo, apostaría que el chaval había tenido tiempo como para masticar

su chicle unas tres o cuatro veces, tal era la velocidad a la que lo hacía. Aunque nunca

más supo de aquellos dos amigos, Alexis no se había equivocado un ápice en sus

valoraciones sobre ambos.

Ricky venía, de hecho, de planificar una actividad tan insustancial como

imprescindible para él; la despedida de un amigo común que se iba de Erasmus a

Holanda durante seis meses. Ese día había estado llevando a cabo algunas de las

decisiones tomadas por consenso entre su pandilla acerca de cómo agasajar a Jorge, que

así se llamaba el afortunado. En concreto, había contactado con el local de alterne al que

acudirían después de, cómo no, cenar en un restaurante erótico. En realidad, este tipo de

fiestas corresponden más bien con alguien que abandona la soltería o inicia la vida de

casado, que no siempre es lo mismo; sin embargo, cualquier excusa que le permitiese

correrse una juerga era buena para Ricky y, por extensión para el resto de sus amigos. El

problema es que, de un tiempo a esta parte, estas juergas habían adquirido una monotonía

que sólo el sexo era capaz de justificar, pues llevaban ya un tiempo acabando siempre en

un prostíbulo de la zona de Santo Domingo, hasta el punto de ser casi clientes habituales.

Un cumpleaños, pues de putas; un partido de fútbol, pues de putas; un fin de semana sin

saber qué hacer, pues de putas. Y, claro, como el hábito hace al monje, a Ricky se le

hacía difícil ocultar la pinta de chulete de putas que, sin saberlo, se le había adosado al

cuerpo.

Por esa razón había perdido alguna que otra amistad; las que le habían advertido

que conseguir las cotas más altas e íntimas de cualquier ser humano a cambio de unos

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euros entrañaba el riesgo de considerar que todo lo demás, mucho menos importante,

también podría conseguirse con dinero. Aquellos que prescindieron de su vicio fueron

pronto prescindibles para Ricky, al que se le había metido en la cabeza esa frase hecha y

revenida ya de que sólo se vive una vez, sin darse cuenta de que si cierto tipo de cosas

que se hacen una sola vez no te repugnan, entonces esta vida la estás tirando por la borda

y, presumiblemente, deberías vivir otra para aprovecharla de mejor manera. Pero eso a

Ricky le daba igual, igual que lo mismo le daba cualquiera que viajase con él en ese

instante en el vagón, porque para él sólo él era realmente importante. Incluso su agenda

de contactos, compuesta exclusivamente por amigos suficientes para montar juergas y de

chicas a las que conocer o a las que ya había conocido alguna vez, incluso esa agenda

carecía de valor si alguno de los que en ella se encontraban dejaba de servirle para sus

fines más lúdicos.

Claro que estudiaba; empresariales desde hacía años, tantos que ni siquiera se

acordaba, pero tenía claro que al finalizar le aguardaba un puesto de dirección, primero

intermedio y más adelante avanzado, en la empresa de alguno de los amigos de su padre,

tan fuleros como ambos y de los cuales había aprendido sus malas artes. Aunque ya

apuntaba maneras en el instituto, fue sin embargo en la carrera donde acabó por

despuntar. Mientras estudió bachillerato y preuniversitario, pasó año a año, aunque con

muchos empujones: clases particulares, presiones en la dirección, amiguismos varios…

Sin embargo, en la facultad ese tipo de apaños se estilaban bastante menos; en muchos

casos eran hasta contraproducentes, porque alguien podría levantar la liebre y uno

quedaba estigmatizado de por vida. Así que, salvo dos o tres asignaturas en las que los

profesores medían su voluntad por la precariedad de su contrato, el resto hubo de

ganarlas a pulso, y eso era algo a lo que Ricky no estaba demasiado acostumbrado. De

ahí que llevase más tiempo de lo normal, seis años, para aprobar cuatro cursos

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académicos. Éste era el séptimo, presumiblemente el último, y Ricky había abandonado a

su suerte cualquier compromiso con el estudio, a sabiendas de que seguramente

aprobaría, antes o después y, con el título en la mano, el resto de su vida sería, al menos

hasta casarse, una prolongación de esta tan fecunda etapa.

Bastaría con preguntar a Ricky cuáles eran los mejores recuerdos de su vida, para

percatarse de la escasa profundidad de su espíritu. El amor, desde luego, nunca había

llamado a sus puertas, y no porque no hubiese ocasiones, porque era un chaval con ciertas

posibilidades. Más bien había ocurrido que había pasado de largo antes de tocar el

aldabón de un ser tan poco humano en ese sentido. Todo lo más que había llegado a

descubrir del género opuesto – nunca del propio, por supuesto, que él era muy machito –

era la vez que pudo hacérselo con dos al mismo tiempo; ya que la calidad de los

descubrimientos era más bien escasa, había que optar por la cantidad, aunque esa

información sólo la entendían como verídica sus verdaderos amigos, mientras que los

otros, como Borja, se conformaban con rumorear sobre ello. Hay quien se alegra de estar

enamorado, y Ricky si había echado un polvo, razón por la que esto era cada vez menos

frecuente, pues a medida que pasaban los años sus amigas, que ya le conocían, pasaban

de un rollo nocturno que a ningún lado llega.

A su familia… A su familia, sí que la quería, pero tampoco con locura, sobre todo

cuando entendía que le cortaba la libertad necesaria para poder vivir su vida a su manera.

Eran necesarios, se lo pasaba bien con ellos, sobre todo en vacaciones o cuando se

reunían todos en ocasiones especiales tal que Navidades, cumpleaños etc. De hecho, en

esos momentos era cuando Ricky mostraba su dimensión pública, tan bien labrada que a

los menos cercanos llegaba a engañar – qué majo es, se repetían los que le conocían de

forma superflua – y a los más cercanos les hacía albergar esperanzas de que algún día

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asentaría su cabeza y enderezaría el rumbo de su vida. Algo que, por supuesto, nunca

ocurriría.

Su abuelo Ricardo, de quien había heredado el nombre, era posiblemente la

persona que mejor le conocía; tanto que infundía a Ricky un respeto fuera de lo común

tratándose de él. La razón de ese conocimiento era la capacidad de Ricardo para ver a

través de los ojos de su nieto, que eran como los suyos mismos. La primera vez que los

miró atentamente pensó sin más que eran los suyos, repetidos 60 años más tarde, y vio en

ellos el historial de errores y devaneos que habían sacudido toda su juventud. Por eso, de

forma paciente y severa, como si se tratase de una institutriz casi muda, había intentado

en su adolescencia reconducirle por el buen camino. Pero al cumplir los 18 percibió que

esa empresa era tan imposible como lo había sido la suya y desde entonces se le mudó el

carácter, se volvió arisco, a la espera de que Ricky sufriese algún revés, el revés, que le

sacudiera de una vez por todas del aniñamiento en que estaba aletargado. Pero con toda

su carga positiva, ese revés sería duro, extraordinariamente duro, y le infligiría mucho

daño, y de ahí el carácter arisco de Ricardo, que hubiera preferido una transición menos

traumática, más paulatina.

Pero ahí estaba Ricky, mascando su chicle a toda velocidad y llevando su mente a

recuerdos intensos de su vida. En ese instante en que la mirada se pierde en el túnel, él

había distraído la suya observando el cable de la pared, que al paso rápido del vagón, le

daba la sensación de subir y bajar a la misma velocidad que el ritmo de su vida. Ahora se

encontraba en la parte baja, pero sabía que eso no duraría más que hasta la llegada del fin

de semana. Con pasta fresca en el bolsillo y un motivo de alegría, la diversión volvería a

recorrer sus venas como hacía un par de semanas, cuando al término de un partido de

fútbol él y sus colegas se habían quedado a tomar unas cañas y habían propuesto no

regresar a casa hasta la noche del domingo, gastando las horas en juerga tras juerga. En

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efecto, se habían duchado, habían sacado billetes del cajero y su primera parada fue el bar

Pepe, en Moncloa, donde comenzaría todo con una timba imponente de mus. Se jugaba

con amarracos, no con dinero, porque la única vez que se habían atrevido con el metal

había degenerado en bronca. Entre tres y cuatro horas era lo habitual, a una media de dos

o tres cañas por hora, la salida ya se notaba cargada de alcohol, aunque todavía era muy

pronto como para desfallecer. A menos que uno se encontrase rematadamente mal, había

que continuar. Se trataba entonces de hacer masa en el estómago, según la errónea

creencia de que así se baja el punto, y ahí el abanico de posibilidades se había

incrementado en los últimos años: chino, Kebab, bocadillo de patatas o calamares,

cualquier cosa que pudiese adobar el alcohol ingerido y sentar los cimientos de una noche

loca. La ingesta, sentados en un parque, en medio de la discusión de cuál sería la primera

parada; discusión de media hora al final de la cual se apuntó el nombre de Capital,

porque alguien de la universidad había comentado días antes no se sabía qué de pases

gratis. Y así fue, pero a diferencia de lo que ocurría tiempo atrás, una vez dentro la

música y el baile eran lo de menos. La pose incluía copa en la mano, estética cuidada al

extremo y mirada de esta noche no me importa no ligar contigo, si quieres podemos

hablar. En realidad, ni lo uno ni lo otro; eran cuatro amigos y por lo general el ligue de

uno partía la diversión del resto. Además, después de Capital se acabaría en un puti, así

que tampoco había prisa ni ansias por las conquistas. Era preferible relajarse y esperar

unas horas al sexo sin necesidad de compromiso.

A la mañana siguiente los cuatro amigo estaban exhaustos, pero entre las 8 y las 9

hubo una sesión inesperada de risas sin parar. Alfredo, uno de los mosqueteros había

errado con el florete y, para mayor escarnio, el rumor de su proeza había corrido como un

reguero de dinamita entre las habitaciones de sus colegas. Cada justificación del porqué

amplificaba los ecos de las carcajadas de Ricky y los suyos que, finalmente, intentaban

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quitarle pólvora al asunto – la misma que le había faltado a Alfredo – asegurando que en

breve tendría la oportunidad de resarcirse de su gatillazo. Desayunaron, fueron de tapas,

comieron y, reventados, se tiraron en el Parque del Oeste a dormir la mona mientras

aguardaban que la noche llegase para poder regresar. Si. Aquél había sido un fin de

semana cojonudo.

Ricky volvió en sí poco antes de llegar a su destino, Puente de Vallecas. Allí

descendería para ver, precisamente a Alfredo y planificar el nuevo finde en el que, de

paso, éste colmaría su venganza. Pero antes de apearse detuvo su mirada en un punto en

el que nunca antes se habría fijado: una adolescente sentada, casi acurrucada sobre sí

misma, compungida, consternada, sollozante. Al principio no reparó demasiado, más que

por la situación en que parecía encontrarse. Pero al girar de nuevo su cabeza hacia la

puerta y observar por el cristal, se detuvo en cada uno de sus rasgos, en la tremenda

expresión de tristeza y preocupación que aquel rostro joven destilaba por cada uno de sus

poros. Y así fue que no pudo dejar de girar de nuevo sobre sí mismo, para comprobar de

nuevo si se encontraba bien o no. Curiosa aquella situación, porque seguramente era la

primera vez que Ricky se interesaba por el ánimo de alguien que no fuera el suyo mismo.

Y cuando la chica se sintió observada, agachó más aún la cabeza y rompió a llorar en

silencio. Entonces Ricky se acercó y le preguntó: ¿Te puedo ayudar en algo?

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GABRIELLE

No habían pasado 30 segundos cuando el tren se detuvo en Puente Vallecas; al contrario

de lo que siempre había sucedido, Ricky dejó pasar su parada; ni siquiera reparó en ello.

Había sacado un pañuelo de papel del bolsillo y se lo ofreció a aquella chica de rostro

humedecido. Entre sollozos ella respondió que no, pero un no tan tenue que sonó como el

sí más profundo y potente que Ricky jamás hubiera escuchado. Por eso se sentó a su lado

y le dijo: Sea lo que sea lo que te pase, seguro que tiene una solución, y acto seguido le

indujo a contárselo porque, según él, eso le haría mucho bien. Siempre es bueno contar

los problemas a los demás, mucho mejor es, de todas formas poder contar con los demás

cuando tienes problemas, y por la manera en que él había hablado, ella sabía que podía

contar lo suyo y contar con él, hasta un punto indeterminado, tal vez sí, pero contar al fin

y al cabo, que era más de lo que podría hacer estando sola.

Así que se armó de coraje y desembuchó; dijo llamarse Gabrielle y haber nacido

hacía 15 años. También precisó que vivía en Manoteras y que iba a pasar a cuarto de la

ESO, que era buena estudiante y que no solía meterse en líos… hasta hace apenas un

mes, cuando había comenzado a salir con un chico de su barrio llamado Álex. Álex era

algo mayor que ella, casi tres años más, así que estaba a punto de meterse de lleno en la

mayoría de edad, y con ganas que esperaba, puesto que era un chaval en principio

independiente. Aunque vivía con sus padres, trabajaba desde los 16 en unos grandes

almacenes, manejando el toro mecánico que se utilizaba para subir y bajar los palés. No

era un gran curro; más bien era una mierda de curro, pero le servía para ganarse unas

pelillas, salir y, en cuanto cumpliera los 18, meterse en un coche. Quería uno potente,

convencional, pero lo más maqueado posible, así que en los últimos meses había decidido

reducir considerablemente su cuenta de gastos corrientes. Era muy amigo de La Cubierta

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de Leganés, y hasta entonces solía fundirse una pasta cada fin de semana con sus amigos.

No bebía ni fumaba, era bastante sano, aunque alguna vez que otra había coqueteado con

las drogas de diseño. De todas formas, se cuidaba bastante, tenía un cuerpo soberbio y de

cara… pues de cara no andaba mal el chico.

Gabrielle lo había conocido a la salida del instituto, donde él se apostaba los

viernes al mediodía con sus amigos, los que tenían buga, y vacilaban un poco al personal.

En principio no pegaban ni con cola, porque Gabrielle era la antítesis de Álex; aunque

extrovertida, lo último que se hubiera planteado era salir con un chico como él, cuyos

gustos eran, o parecían al menos, absolutamente incompatibles. Pero siempre

acompañaba a sus amigas cuando éstas decidían coquetear con Álex y sus amigotes. EL

roce hace el cariño, y de ahí a la amistad hay un paso. No puede decirse que se tratara de

amor, porque sobre todo al comienzo, amor no hubo. Sin embargo, ella se sentía segura a

su lado; le entusiasmaba la idea de dejarse ver junto a él delante de todo el mundo, y

soñaba cada vez que recibía un mensaje suyo en el móvil, sobre todo si ese mensaje se

cerraba con la palabra ¿Kdamos?.

Gabrielle confiaba en muy poca gente; para sus adentros consideraba a sus amigas

como algo infantiles, así que casi nunca contaba lo que realmente le pasaba en su interior.

En compensación Alberto, su compañero de pupitre, se había convertido en el cofre de

sus confidencias. Cuando Gabrielle preguntó a Alberto por su relación con Álex, aquel

respondió que no le convenía para nada, que era muy mayor y que pronto le pediría cosas

que ella no estaría seguramente dispuesta a entregar. Ese fue el origen de una de las

discusiones más fuertes que nunca tuvo con Alberto, de quien sospechó que, lo que

pasaba en realidad, es que le comían los celos. Prescindió de sus consejos y,

envalentonada por su carácter y su amor propio, comenzó a salir con Álex. Primero unos

besos, luego juegos de manos y, al fin, él le pidió hacer el amor.

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Cuando esto sucedió, ella tiró para atrás. El primer día resultó violento para

ambos, pero él comprendió parte de la situación. Parte porque ella, para evitar una

circunstancia tan tensa, dijo que ese día en concreto era imposible, que se encontraba

mala. Esta respuesta absurda dio pie a Álex a pensar que otro día sería bueno, y con esas

esperanzas dejó correr el tiempo, hasta que sus cálculos sencillos – si hubieran sido

complejos no habría conseguido resolverlos – le indicaron que aquel podía ser un buen

momento. Y aunque no se puede considerar que Álex forzase a Gabrielle, lo cierto es que

su primera vez fue absolutamente desastrosa. Como había predicho Alberto, Gabrielle no

estaba dispuesta – ni preparada – para ofrecer nada a cambio de nada. Pero lo ofreció en

bandeja de plata y Álex, más breado en estas situaciones, llevó la manija del asunto.

Después de contar todo esto, Ricky entendió que Gabrielle querría hacerse la

prueba de embarazo o tal vez la había hecho ya y se dirigía a recoger la confirmación o

algo por el estilo. En su azarosa vida, Ricky había visto a amigas suyas pasar por trances

parecidos y ahora comenzaba a cuadrarle aquel desencaje de rostro que había observado

hacía unos minutos en el asiento de ese vagón. Se pasó la mano por la cara, como

otorgándose un aire de autoridad y empezó a soltar una charla que la chica escuchó de

manera ausente. Ricky pensó que no sería mala idea repartir un mínimo de su

inalcanzable saber acerca de la vida e instruir a aquella adolescente sobre los pasos que

podría seguir. Incluso le brindó la oportunidad de presentarle a personas que podrían

ayudarle en el caso de que no quisiera seguir adelante con el embarazo. Pero cuando

empezó a preguntarle acerca de los trámites que había seguido ya, ella le cortó en seco, al

decirle que el problema no era que pensase que estaba embarazada. Se había hecho las

pruebas ya y todas habían dado negativo. Su temor era otro, incluso mayor, porque de

haber sido un embarazo tenía muy claro que abortaría, gracias también a que sus padres

nunca le habrían puesto ninguna pega con este asunto.

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Lo que preocupaba a Gabrielle estaba relacionado con la relación sexual

mantenida con Álex, pero se refería a la posibilidad de haber contraído una enfermedad

de transmisión sexual, en especial el VIH, un asunto tabú para ella y los de su generación.

Pero también la hepatitis o cualquier venérea que Álex pudiese traer en el equipaje de sus

otros viajes por alrededor del barrio. Había leído en Internet decenas de páginas

referentes a tamaño asunto y, lejos de disipar todas sus dudas, éstas se acrecentaron aún

más. Sobre el SIDA había leído que se contrae por relaciones sexuales con transmisión de

fluidos, por la sangre y entre la madre y el hijo a través de la leche materna. Eyaculación

había habido – ella decía que por las dos partes – así que posibilidades de contraerla,

también. Por supuesto, Álex había rechazado el preservativo; bueno, rechazarlo del todo

no, pero tampoco había hecho nada por protegerse desde un principio. El caso, decía, es

que él parece sano, no tiene pinta de tener SIDA.

Sobre la hepatitis era sobre lo que más había encontrado, y una de las que más

miedo le daba, porque según se contaba, es una enfermedad que pasa por muchas casas

sin dejar huella, hasta que decide instalarse en una y, a lo peor, pasado el tiempo, se

rebela y te da un susto que te espabila. El resto de las enfermedades, gonorrea, clamidia,

sífilis y el largo etc. Que las acompaña siempre formaban una larga lista que Gabrielle

acumulaba dentro de una carpeta azul que apretaba entre sus brazos en forma de folletos

y páginas de Internet impresas. Cuando acabó de referir estos comentarios, Ricky tenía

los ojos como platos. Le sorprendía que aquella chica estuviese tan preocupada por un

asunto que, estadísticamente, tal vez no fuera tan relevante para ella. Es cierto, pensaba,

que las relaciones sexuales con parejas no conocidas deben llevar implícita una garantía

de seguridad que Gabrielle no había tenido en cuenta. Pero también es falsa la creencia de

que aquellos que se acuestan con desconocidos sin utilizar protección heredan

automáticamente una enfermedad de transmisión sexual. Esto iba a contarle a la chica,

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para tranquilizarla, cuando le asaltó otra idea un poco más preocupante, como era la de lo

poco o nada que en la práctica él conocía acerca de las ETS. LA disertación de la chica

sobre la hepatitis había rebasado sus umbrales de conocimiento, hasta el punto que estuvo

a un tris de preguntarle algo más acerca de un asunto que ya comenzaba a inquitarle. Y

esto iba a preguntarle a la chica, cuando un tercer pensamiento hizo que recorriese su

cuerpo un escalofrío que nunca antes había sentido; pues en su loca carrera de la vida,

alternando cuerpos distintos y ajenos cada dos o tres fines de semana, se percató de que él

sí que había relajado sus costumbres, había bajado la guardia y, en ocasiones, había

corrido riesgos absolutamente prescindibles. En una palabra, le entró acojone porque veía

en aquella chica que acababa de conocer, un espejo de su conciencia, que le alertaba de la

imperiosa necesidad de chequearse a sí mismo, pero no sólo el cuerpo, sino la forma de

vida que había estado llevando hasta entonces. Era posible que en ese mismo instante le

hubiera llegado el revés del que en más de una ocasión le había hablado su abuelo.

Así que Ricky, abatido por la situación desconocida, tornó el rostro a blanco y,

agarrándose a la barra vertical más cercana, dejó caer su cuerpo hasta el asiento que tenía

detrás de sus pies, y empezó a sudar frío, pensando que tal vez no estaría demás que

acompañase él a la chica a hacerse también las pruebas. Por supuesto que la fiesta de

despedida quedaba ahora en un segundo, no, tercer o cuarto plano. Eso ya no le

correspondía a él, sino preguntarle a Gabrielle a qué lugar iba ella exactamente, porque

iría con ella en ese mismo instante. Aunque sólo de pensar que cualquiera de los

resultados podría darle positivo, le invadía un temor mil veces mayor al que acababa de

experimentar segundos antes. Ahora comprendía del todo a Gabrielle, si bien pensaba

que, en comparación con él, ella no tenía nada de qué preocuparse: lo de Gabrielle puesto

al lado de lo suyo no dejaba de ser en realidad un juego de niños.

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Con todo este barullo mental, casi había llegado al final de la línea, apartado como

estaba de todo tipo de realidad. Tan absorto en sus pensamientos que no había reparado

en la presencia de un hombre alto, elegante, de traje marrón y raya diplomática, camisa

blanca también rayada, zapatos marrones castellanos, corbata roja y reloj Seiko de los

que funcionaban con el pulso del cuerpo.

Aquel individuo había estado atento como nadie en el vagón a toda la

conversación mantenida entre ambos, tanto la descripción de los hechos por parte de ella,

como las múltiples sensaciones de él, expresadas en cinemascope a partir de los gestos de

su cara. Y se presentó, de forma seria, diciendo: Hola; me llamo Orestes y soy doctor.

Creo que uno de los dos puede tener un serio problema. Y tras esas palabras enigmáticas,

les instó a los dos a apearse del vagón.

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ORESTES

Habían dejado el Metro en Puente de Vallecas, y Orestes les pidió que le acompañaran

hasta su clínica en la estación de Ópera. Por casualidades que se dan en el suburbano,

donde tantas personas circulan y se concitan, Orestes era especialista en enfermedades de

transmisión sexual, razón por la que había permanecido tan pendiente de la conversación

de aquellos dos ajenos. Como ninguno de los dos tenía prisa, ahora que Ricky estaba

liberado de sus tareas de organización, decidieron acompañarle. No habían decidido si

llegarían con él hasta su destino final, pero entendieron que por lo menos durante el

trayecto él podría contarles algo que no supieran, aunque esto era un arma de doble filo,

siempre que consideres que permanecer en la ignorancia es evitar en cierto modo riesgos

innecesarios.

En efecto, debían volver desde Puente de Vallecas a Sol por la línea 1 y hacer el

trasbordo de una estación por la línea 2 en dirección hacia Cuatro Caminos. Había tiempo

más que de sobra, pues, para recibir una lección interesante sobre este asunto. A

Gabrielle le comentó que la decisión que había tomado era la correcta, pero que eso no

supone necesariamente estar angustiado. Le repitió varias veces que las enfermedades de

transmisión sexual son eso, sencillamente, enfermedades, la mayor parte de las cuales, o

tiene cura, o tratamiento. Lo que ella desconocía como adolescente es que las ETS tienen

muy mala prensa, porque se asocian a actividades que son tabú, las relacionadas con el

sexo o con las drogas, porque siempre se vinculan con la sangre y los fluidos sexuales, y

porque hasta hace poco se entendía que algunas de ellas, como el SIDA sólo afectaban a

grupos de riesgo, tales que prostitutas, drogadictos y colectivos especialmente

promiscuos como los homosexuales. En tiempos que ella no conocía, estas enfermedades

se habían ganado el nombre de vergonzantes, porque con frecuencia desenmascaraban

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infidelidades incluso entre las personas más insospechadas. Pero esas consideraciones

estaban hoy en día anticuadas, no tenían ya vigencia y, como confirmación de lo dicho,

les invitaba a su consulta para que observaran la cantidad de personas que a ella acudían

en busca de tratamiento para su enfermedad.

Todas estas explicaciones le parecían sumamente didácticas a ambos, sobre todo a

Gabrielle, pero también a Ricky, que por primera vez seguramente en su vida estaba

prestando la atención de un alumno interesado en la charla del profesor. Y, como el que

no quiere la cosa empezó a preguntar de refilón y a asegurar que no siempre que se

contrae una enfermedad de transmisión sexual era por haber mantenido relaciones

sexuales- Y puso como ejemplo a un amigo de un amigo que aseguraba que había

contraído ladillas al aposentar sus genitales en un retrete público y que eso no lo había

confirmado el amigo, sino el médico que le había tratado. Esto provocó la carcajada de

Orestes que explicó que, efectivamente, alguien puede contraer ladillas si aposenta su

culo en un retrete público, pero lo hace mientras practica el sexo con alguien que, en

efecto, tiene ladillas. Gabrielle reía sin parar con Orestes; era extraordinario el cambio

que había operado en ella la charla con aquel doctor tan elegante como divertido. Y

quiso saber más, saber sobre todo lo que pudiese en aquella lección acelerada de ETS.

Cuando llegaron a Sol y hubieron de cambiar de línea, Gabrielle estaba tan tranquila que

decidió cambiar su rumbo y volver a su casa, no sin prometer antes dos cosas: que

tomaría precauciones la siguiente vez que mantuviese relaciones, y que acudiría a la

consulta de Orestes para hacerse cuantas pruebas quisiera – el doctor pensó que ella no

debía disponer de recursos y se comprometió a hacérselas gratis – pero, eso sí, bastante

más relajada y tranquila de lo que estaba hacía unos momentos. Ricky continuaría con él

hasta la consulta; daba igual que los resultados no estuviesen disponibles en unos días. La

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cuestión debía ser resuelta cuanto antes mejor; con aquello de la cuestión, Ricky se

refería a su situación personal, que debía comenzar a cambiar de inmediato.

Con estas cábalas, la conversación que le propinaba Orestes en esos momentos

pasó a un segundo plano, como un runrún de fondo que acompaña los pensamientos más

rápidos. Le habló del sinfín de charlas que había dado en institutos y universidades sobre

las ETS, y que, pese a la cantidad de información disponible en estos momentos y

accesible para todos, seguía siendo increíble el desconocimiento supino de una gran parte

de la sociedad, algo que él achacaba al miedo que el sexo y las drogas como asuntos

sociales generaban entre las personas. Curiosamente, decía, los chavales de los institutos

se quejaban en general de que sus padres consideraban aún el sexo como tabú; que sería

normal haberse encontrado una situación así hace 20 años, cuando las generaciones

crecieron bajo el símbolo de los dos rombos, pero que resultaba chocante que ocurriese

ahora, cuando chicos y chicas habían crecido al calor de una verdadera revolución sexual.

En este punto de la conversación, más bien del monólogo, entroncó con sus

propias experiencias en el campo de la sexualidad, pero no desde la perspectiva del

doctor, sino desde la suya propia, desde la personal. Dijo tener entre 45 y 50 años – el no

especificar era una muletilla que solía utilizar para otorgarse cierto aura de misterio – y

que en su juventud había vivido de manera absolutamente relajada. El estilo que

desprendía en el vestir, el hablar y su posición social desahogada hablaban por él de su

alta procedencia; procedencia que él no negaba y que le había permitido durante los años

universitarios disfrutar de todos los placeres de la vida. Cuando dijo esto, Ricky prestó

toda la atención del mundo, porque en esos momentos le interesaba encontrar un

referente en el que apoyarse, un justificante de las que hasta entonces habían sido sus

formas de vida. Pero lo que se encontró, en vez de un espaldarazo de sus convicciones,

fue un revés gigantesco, pues a medida que Orestes avanzaba en el relato de los hechos

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Ricky percibía la enorme distancia entre las personalidades de ambos. Orestes contó que,

aunque había nacido en Barcelona, se había trasladado a Madrid a los 18 años, en el

momento de comenzar sus estudios universitarios de medicina. Los dos primeros cursos

estudió a partir de una beca que había conseguido del ministerio por excelencia

educativa, gracias a su tremendo currículo, que le proporcionaba alojamiento en una

residencia mayor y la gratuidad de todos los estudios. Así que su familia sólo debía

enviarle dinero para la manutención y sus gastos, si bien su familia, una institución en el

mundo de la medicina, podía haber costeado eso y diez veces eso. A partir del tercer año

renovó su beca por excelencia educativa al tiempo que conseguía un trabajo como

ayudante en una clínica local especializada en cirugía facial. Estos ingresos, sumados a

los de la beca, le permitieron emanciparse junto a sus compañeros de residencia, alquilar

un piso coqueto en Reina Victoria y comenzar a disfrutar de su recién adquirida juventud.

Por supuesto que no abandonó su pasión principal, que eran los estudios. Pero

empezó a descubrir que detrás de los libros existía un mundo que estaba ahí, esperándole.

Y se lanzó como siempre había hecho en su vida, sin reservas pero con mucha cabeza e

inteligencia, sin dar pasos en falso, a diferencia de lo que había ocurrido en la vida de

Ricky. Orestes salía por las noches a locales interesantes, de jazz sobre todo, pero

también de cantautores, habituales en esa época. Así conoció a Raimon, Aute y La

Mandrágora, su preferida, en especial El Krahe. Frecuentaba cafés en los que las tertulias

políticas dominaban el ambiente – era un socialdemócrata convencido, por herencia

familiar y también por convicciones personales; le encantaban las excursiones de fin de

semana a la sierra, donde su amigo Blas disponía de una casa de campo sencillamente

espectacular; aprendió a jugar al mus en los ratos libres de la facultad, y en los que no

eran tan libres; vio cine por un tubo y asistió a los video foros organizados por la

filmoteca de la Calle Santa Isabel.

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Descubrió a Rosa, la que sería el gran amor de su vida, la persona con la que

había decidido compartir el resto de sus días. Estudiantes ambos de medicina, acabaron la

carrera y el MIR al mismo tiempo y al mismo tiempo comenzaron la esforzada tarea de

las oposiciones, momento en que aparcaron del todo la vida de placeres que habían

llevado hasta entonces. Se casaron luego más tarde, si bien siempre consideraron que esto

era un mero trámite que facilitaba las tareas ante la administración. Lo importante para

ellos fue, sin duda, Darío, el único vástago hasta el momento en la familia y uno de los

grandes placeres en la vida de Orestes. A diferencia de otros padres de su generación, que

tienen a sus hijos por inercia, impulsados por sus mujeres, Orestes había buscado

descendencia desde el momento que cumplió los 30; y cuando lo consiguió pensó que la

mitad de su existencia ya estaba cumplida. La otra mitad debía pasarla, a partir de ahora,

cuidando de él.

Conoció igualmente la movida madrileña, pero desconfió bastante de ella, porque

le parecía un movimiento tan excesivo como efímero, y a él le gustaba mucho más lo

permanente y mucho más aún si, además, estaba poco masificado. No era un hombre que

se rigiera por el criterio de lo que estaba de moda, y de ahí también su aspecto clásico en

la indumentaria y en las formas. Aún así acudía en ocasiones a los locales que, sin ser de

su agrado, creía que había que conocer: pisó Chicote algunas noches, se introdujo en

locales de Malasaña y cenaba de vez en cuando en Las Cuevas de Luis Candelas o

Cuchilleros. Aunque no eran artes que entendiese demasiado, se dejaba ver por los

teatros, en busca del belcanto, aunque para que esto sucediese normalmente debía ir del

brazo de su querida Rosa. Y fue precisamente así, paseando por Ópera antes de un

estreno en el Real, que habían visto una oficina en venta y alquiler que se convertiría con

el tiempo en el escenario de una pequeña consulta en la que ambos alternaban las tareas

de médicos con las de asesores de ETS. Concertados con varias sociedades médicas,

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atendían a los pacientes que llegaban con algún problema, pero también recibían, de

manera gratuita a quien desease consultar cualquier aspecto relacionado con ellas.

Atendían sobre todo a adolescentes, como Gabrielle, que encontraban cierto apoyo al leer

el anuncio que de la clínica habían insertado detrás justo de los anuncios de prostitución

de los periódicos. Qué mejor lugar que ese, ¿no?

Todo este tramo de la conversación discurrió ya en el andén de Ópera, estación a

la que habían llegado hacía ya un rato. Por momentos Ricky no sabía cómo

desembarazarse de Orestes, cuya conversación-monólogo ahondaba cada vez más en su

triste existencia, por la comparación entre ambas formas de aprovechar la vida.

Necesitaba una evasiva para no seguir con aquella charla que tan crudamente estaba

exponiendo una a una todas las limitaciones de su vida. Por un momento pensó en echar

mano de alguna excusa bien hilada que no levantase las sospechas de Orestes, el hombre

interesante, y tiró de memoria para encontrar alguna que hubiese utilizado en ocasiones

especiales. Pero eso llevaba algo de tiempo, que escaseaba, porque en breve subirían las

escaleras y atravesarían los torniquetes de salida, lo que dificultaría toda la operación. Así

que cogió de su cabeza lo primero que le vino y usó la hora como parapeto para su

heroica huída. Y tras un uf, lo siento, qué tarde se me ha hecho, y las promesas lógicas de

que regresaría en un momento más tranquilo, estrechó con mucha fuerza la mano de

Orestes, le dio las gracias y viró 180 grados sobre sí mismo, en busca del vagón que le

alejara de sus fantasmas. Orestes quedó estupefacto por lo rápido de la apertura, no así

por la acción misma, que del todo esperaba. En cualquier caso, pensó, si ha cogido algo

de la charla de hoy, seguro que habrá aprendido más que en el resto de su vida.

Y Ricky bajó las escaleras con paso ligero, apoyando su marcha en las barandillas

y las esquinas para equilibrarse mejor. Y en uno de esos apoyos, la cadena de su reloj

hizo crack, y la esfera metálica y pesada de éste impactó contra el suelo, dando la

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sensación de que uno de los dos se había hecho añicos. Una puñeta porque Ricky no

sabía vivir sin reloj; era una de sus obsesiones preferidas la de mirar la hora, reflejo claro

del ritmo de vida que llevaba. Y aunque posiblemente abandonase esas maneras en breve,

tal era su propósito, sin embargo aún era demasiado pronto como para derribar hábitos

tan profundos. Y decidió darse un respiro en su regreso a casa y parar a comprar un reloj

en cualquier sitio. Como tenía que tomar el autobús hasta Pozuelo desde Moncloa, debía

coger el ramal desde Ópera hasta Príncipe Pío, y desde ahí la línea 6 hasta la esquina

noroeste de la ciudad. En Príncipe Pío, donde la estación es ancha, recordaba haber visto

puestos de negros montados en el suelo, en los que los chavales vendían desde corbatas a

pulseras pasando por fulares, cintas para el pelo, cinturones y, por supuesto, relojes.

Además, en los últimos tiempos las imitaciones de relojes habían mejorado una

barbaridad. En tiempos, en estos tenderetes uno compraba Trolex, Cucci, Molte y

Cabanna y así un largo etc. De productos más falsos que un duro de madera. Tan falsos y

tan malos que se reconocían a la legua, pues ni siquiera los motivos estaban copiados con

detalle. Pero desde hacía unos meses, los falsificadores se habían puesto las pilas, de

modo que, salvo en la maquinaria, el resto del reloj copiado era clavado al original. Y

como la ropa que llevaba sí que era auténtica y la pose casi también, lo normal es que

nadie se diese cuenta del fraude en un complemento de tan reducido tamaño.

Se detuvo en el puesto de un chaval negro aceituna, casi azabache, altísimo,

fibroso como una espiga, muy fuerte, con un cuerpo davidiano, un adonis oscuro que, de

haber nacido en otro país que no fuera Guinea, probablemente estaría practicando algún

deporte o recorriendo las pasarelas de las firmas más prestigiosas. Y, como quien no

quiere la cosa, Ricky comenzó a regatear con Malik por la compra de un reloj.

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MALIK

Diez euros, dijo Malik, convencido de que aquel sería el precio final. A base de regatear

con todo tipo de sujetos, Malik había se había convertido en un hacha reconociendo

personalidades ocultas. No era el caso de la de Ricky, tan transparente que se adivinaba

desde lejos. Así que procuró una voz firme, porque con aquel chulillo de medio pelo no

quería bromas; hubiera bajado el precio con un niño, con alguien más apurado, si hubiera

sido el regalo de un adolescente a su novia recién echada; pero para nada con aquel

niñato tan bien vestido como mal consentido.

¿De qué vas? Te doy cinco como mucho. ¿Qué te has creído? ¿Qué he nacido

ayer? Este reloj es una imitación y bastante mala. Te doy cinco y me das el reloj.

Aquel no era un buen día para Malik, y estaba a punto de dejar de serlo para Ricky. Lo

bueno que tienen las historias del Metro es que todos somos protagonistas de las nuestras,

pero lo malo es que no pasamos del anonimato de las de los demás. Sin embargo, cuando

dos protagonistas anónimos cruzan sus trayectorias en el Metro, puede ocurrir cualquier

cosa: desde un flechazo a una bronca, pasando por una conversación burocrática e

intrascendente. El encuentro casual entre Ricky y Malik estaba muy a punto de degenerar

en altercado, pues el recorrido de aquel bigardo nigeriano desde su casa hasta la manta de

Príncipe Pío daba en un solo día para bastantes más batallas que la vida entera de Ricky.

Había abandonado su casa hacía ya año y medio, intentando dejar atrás de esa

manera también su innata pobreza. De Utonde, la ciudad de Guinea en que nació, sólo

echaba de menos el mar, la mar en la que tanto había nadado. No tenía prácticamente

nada más. Al poquito de nacer quedó huérfano de madre, que murió poco después del

parto. A los ocho años falleció su padre, víctima de un cáncer largo y doloroso. Sus

hermanos se habían ido de casa mucho antes que él: Teodoro viajó a la capital, parece

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que hizo algún dinero y desde entonces nada más de él se supo; Teresa se casó a los 14

con el hijo de un cacique local, un asiduo de los malos tratos y el alcohol, a los que se

creía con derecho por haberla sacado de la pobreza en que vivía. Lo mejor del asunto fue

que Teresa un día se hartó y comenzó a introducirle en la bebida ínfimas dosis de

cianuro, que acabaron con la vida de aquel indeseable. Nadie se merece la muerte, pero

algunos hacen más méritos que otros por alcanzarla con antelación, y aquel desgraciado

había estado coqueteando tanto que al final ahogó su vida en el último trago de ginebra.

Teresa sabía que jugaba con fuego, porque de haber sido descubierta habría tenido que

abandonar a toda prisa el país junto con sus vástagos, de cualquier manera, sin nada en

las mochilas. Sin embargo, nadie sospechó jamás que pudiese estar detrás de aquel

infarto infausto, ni siquiera cuando al abrir el testamento sus hijos y ella eran los únicos

beneficiarios. Así que, viuda y económicamente desahogada, Teresa no suponía una traba

en las aspiraciones de Malik.

En Utonde se encuentra la desembocadura del río del mismo nombre, que por esa

latitud lleva agua a modo. Malik se había acostumbrado a cruzar de una orilla a otra

desafiando la corriente. No era demasiada distancia, pero sobrevivir al caudal de aquel

coloso era una tarea no exenta de peligros. Conocía también, como la palma de sus

manos blancas y hermosas, las playas de aquel sitio. Las había nadado tantas veces que el

tacto de su piel y el sabor de sus poros se había mimetizado con el color salado de sus

aguas. El océano y él eran casi una misma cosa. Generalmente nadaba paralelo a la costa;

como no había mucho que hacer por allí, podía estar nadando horas y horas sin parar;

diez, quince, veinte kilómetros del tirón, y salir del agua como quien oye toser. Por eso,

ni siquiera las noticias de las muertes de sus amigos intentado cruzar el océano en busca

de otro tipo de vida, ni mejor ni peor, le arredraban de sus empeños. Su idea era

conseguir el dinero suficiente como para embarcarse en esa moneda del suicidio o la

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salvación con forma de patera que, periódicamente, salía de las costas de Guinea, desde

las playas que él conocía, en busca del codiciado paraíso.

No era fácil reunir los mil dólares que exigían los mafiosos locales. Más si eras un

tipo honesto como él y renunciabas a entrar en la cadena infame de los cuatro tráficos:

mujeres, drogas, armas y oro. Pese a todo, su situación no era tan desesperada como para

caer en ese juego sucio. Siempre podía comer en casa de Teresa que, obviamente, nunca

le negó el pan. El problema no era material, no era el hambre lo que le corroía por dentro,

sino la idea de sentirse útil a sí mismo, la necesidad de dar rienda suelta al libre albedrío

y quitarse de encima esa horrible sensación que te sacude cuando no eres dueño de tus

actos, sino prisionero de tus destinos.

Así que cuando, andando por la calle, una noche cerrada y tranquila, calurosa,

encontró un maletín brillante lleno de dólares, no se lo pensó dos veces. Por supuesto que

corrió hacia su casa, sólo como estaba para analizar con detenimiento la situación. De

sobra sabía que aquel golpe de fortuna tenía su origen en el infortunio de otros cuantos

desdichados; dudaba si provenían del oro, las mujeres, las drogas o las armas, pero lo que

sí tenía claro es que no acudiría a ningún sitio a averiguarlo. Sentía si alguien habría

sufrido para cosechar tanto verde, pero lo único cierto en ese momento es que el maletín

era suyo y nadie lo reclamaría en su casa. Ni por asomo se le ocurrió la idea de

comentarlo a nadie, ni siquiera a Teresa, pues de sobra sabía lo que ella pensaría: que lo

habría robado, que debería dejarlo en el mismo sitio que lo encontró y que ella se

encargaría de velar por él el resto de su vida. De hecho, Teresa no compartía la idea de su

hermano de buscar una vida mejor; ni para ella ni para su hermano, a quien intentó

disuadir día tras día, hasta el momento en que entendió que aquello era como ponerle

puertas al cielo.

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Malik dejó pasar un tiempo prudencial. Hubiese sido arriesgado presentarse en el

muelle de un día para otro con mil dólares en el bolsillo para comprar el pasaje. Una cosa

es que nadie se atreviese a reclamar la paternidad de aquel mogollón y otra diferente

atreverse a alardear de haberlos encontrado. Así que empezó a hacer como si currase en

algo; salía pronto por la mañana de casa y llegaba a la caída de la tarde, sudoroso y sucio.

Pocos sospecharon que aquello era un ardid y, sinceramente, como estaban las cosas en

su sitio, a pocos les importaba a qué pudiera dedicarse. Un año después de aquel suceso,

Malik habló con Elobey, el encargado local de las mafias de las pateras. Preguntó cuánto

costaría un pasaje, a sabiendas que él disponía del dinero. Por precaución, y por las

noches, lo había enterrado bajo los cimientos de su casa humilde; resultaba curioso, pero

aquel estuche negro lleno de papeles costaba más que los muros entre los que se había

desarrollado su vida. Así que cuando le dijeron que 1200 dólares, sólo tuvo que

exhumarlos y ponerlos sobre la mano de aquel extorsionador, que los recibió con una

inmensa sonrisa falsa.

Malik sabía que el viaje era arriesgado; muchos no regresaban y los que

conseguían arribar en Europa normalmente no obtenían un resultado extraordinario.

Nadie se llevaba a engaño con estos viajes; de sobra se sabía que lo que esperaba al otro

lado no era ningún paraíso terrenal. Pero la situación en su ciudad era tan desesperada

que bastaba con la lógica para buscar algo diferente. Había que salir de ahí como fuese. Y

aunque su hermana se enfadase, debía contárselo; una vez atados todos los cabos, cantó

lo del maletín, y expresó su intención de partir en breve, de abandonar por un tiempo

aquel país. Teresa lloró amargamente, como no lo hizo con la muerte de su marido, por

supuesto, pero en el fondo de su corazón entendía las razones de Malik. La última noche

cenaron juntos, rieron y se despidieron sin lágrimas, persuadidos ambos de que la buena

suerte habría de acompañarle para siempre. Eso no obstó para que, desde el día siguiente

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y hasta el momento en que Teresa tuvo por fin noticias de su hermano, su vida fuera una

constante agonía.

El trayecto duró 20 días; sólo los más duros sobrevivieron a aquella odisea,

plagada de hambre, sed y llanto. Partieron 150, más de la mitad de ellos mujeres y de

éstas, dos embarazadas. El sol abrasó a una veintena, que hubieron de ser arrojados por la

borda sin más misericordia ni compasión que el silencio y las miradas trágicas que

acompañaron sus últimos momentos. Cada cadáver expulsado del bote se convertía en un

mar de sentimientos encontrados y entrecortados de los que se quedaban en él. El sonido

de las lágrimas se ahogaba rápido en la consciencia de la propia supervivencia: es otro el

que ha caído; yo sigo adelante. Tal era la cruda realidad de los acontecimientos.

Arribaron al puerto de El Hierro. El camino más corto hubiese sido hasta Gran

Canaria, pero los instrumentos de navegación del cascarón en que viajaban eran de lo

más rudimentario. En realidad, todo se fiaba a la intuición y la experiencia de Ahmed, el

pseudopoatrón norteafricano que amenizaba cada travesía con las historietas de las

anteriores. Malik había decidido hacer oídos sordos a las idioteces de Ahmed; ninguna le

interesaba; ninguna salvo arribar a algún sitio seguro. El puerto de El Hierro era, sin

duda, un lugar seguro; pero también era seguro que el futuro a partir de entonces se

volvía incierto. Por lo pronto, les recogió una barca de salvamento de la Guardia Civil.

Aunque no era lo más halagüeño para sus propósitos, sin embargo fue recibido con los

brazos abiertos por aquellos argonautas intrépidos, habida cuenta del estado en que a esas

alturas se todos encontraban ya. Dos noches en un centro provisional de internamiento, y

de ahí volando a la Península, a Madrid, donde fueron soltados como animales en granja

nueva. Ninguno de los implicados había tenido tiempo de departir con los otros más de lo

necesario. El viaje no había sido precisamente un crucero de lujo y el traslado a la

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Península cada cual lo había gastado a su manera, en pensamientos sobre los nubarrones

que, tan negros como ellos, se cernían a partir de aquel momento.

Desde entonces hasta ese momento Malik había descubierto las hostilidades hacia

el foráneo, tan crudas o más que las que podía haber tenido en su país. En las obras de la

M-30 había encontrado su trabajo más estable; dos meses metido en una zanja al final de

los cuales no había cobrado un duro. El pistola que lo había contratado era un pieza de

poco fiar, y el muy hijo puta les dejó tirados y sin sueldo; si te he visto no te recuerdo,

porque luego el Ayuntamiento se lavó las manos aduciendo que ellos habían abonado la

factura convenientemente. Así que para eso, lo mejor ganarse la vida con un trapicheo en

el que las manos intercambian de manera directa productos por dinero; lo mejor, dejarse

de plazos largos. De la mano, los billetes no se escapan.

En circunstancias normales, que alguien le hubiera ofrecido cinco euros por uno

de sus relojes no le hubiera sentado mal; pero aquel día y Ricky se encargaron de

desnivelar la balanza hacia la animadversión más absoluta. De repente, todos los

pensamientos de Malik, desde que dejó a Teresa en Guinea hasta aquel mismo instante,

se reunieron en uno solo. Y cada penuria se transformaba un aldabonazo en su enfado;

cada día amargo, en un escalón de su cólera. Cuando Ricky le soltó aquello a la cara,

Malik bajó la mirada y hundió su mala hostia en el suelo, y evitó así descargar su

adrenalina en los dientes de su incómodo interlocutor.

De aquello pareció no darse cuenta Ricky, que comenzó a sentir la necesidad de

proyectar sobre su particular top-manta sus maneras más arteras de niño pijo y

consentido. Y dio inicio a un vacile sin sentido que a punto estuvo de costarle caro. De no

haber sido porque Malik era tipo tranquilo, sosegado, para nada impetuoso; de no haber

sido porque a Malik le dio por quitarse poco a poco el suéter blanco y amplio, muy al

estilo de la ropa impecable que usan los negros; de no haber sido porque la vista de su

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monumental torso provocaron en Ricky un acojone casi inmediato; de no haber sido por

todo eso, probablemente a Ricky se lo hubieran tenido que llevar en un vehículo de

urgencias. Pero calibrar el volumen de aquel macizo cuerpo y adivinar que las cosas se

estaban poniendo más que feas, fue todo uno. Y como quien se rinde de la forma menos

heroica pero también menos visible, Ricky dio por concluida aquella conversación, y se

largó de allí sin dejar más rastro que el olor de su cobardía. Posiblemente otro día

volvería por más; pero ese en concreto era mejor dejarlo así.

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JOHANNA

Mientras Ricky abandonaba el cuadrilátero con más pena que gloria, Malik recogía sus

enseres con una inmensa lágrima entre los ojos. Comenzó a ordenar pacientemente todo

el género, con una delicadeza fuera de toda lógica en ese menester y en ese instante

concretos; y cuando lo hubo hecho, quiso colocarse de nuevo el suéter. Pero entonces

sintió un rayo romper sobre su espalda; un rayo en forma de mano suave y eléctrica, que

tocó, acarició y rasgó su hombro, todo junto, todo en un instante fugaz y hechicero.

Aún así, Malik no perdió sus hábitos de hombre tranquilo y giró la cabeza

despacio, para posar sus ojos sobre una mujer hermosa como una rosa del desierto,

misteriosa como la luna de medianoche, seductora como si, desnuda, caminase por sus

playas al atardecer.

- ¿Podría ver lo que tienes? Creo que me interesa algo de lo que puedes

ofrecerme, susurró, consciente de su poder, ella. Por supuesto, Malik entendía

perfectamente español. Procediendo de Guinea, el idioma, por lo menos el idioma, no

constituía un obstáculo. Tan bien lo entendía, que desde el primer momento supo que

aquella mujer no había recalado en su tenderete por casualidad. Poco tardaría en darse

cuenta Malik que lo que en realidad buscaba esa mujer era poder recorrer, con la pasión,

su torso semidesnudo; en realidad, fueron fracciones de segundo lo que le llevaron a

enlazar el conato de pelea con Ricky el pijo con aquella situación tan excitante.

Pocas veces en la historia del Metro de Madrid se pudo vivir un cortejo de

seducción igual de interesante y rápido como el que propiciaron en los siguientes minutos

Malik y Johanna, que así se llamaba ella. Mediría cerca de 1,80 y no pasaba de las 40

primaveras pero tampoco cumplía las 35 ya, aunque su aspecto no era precisamente el de

una mujer que empieza a caducar. Antes al contrario, Johanna era una hembra

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impresionante, demoledoramente voluptuosa, con un busto tan generoso que rivalizaba en

tamaño y formas con su admirable trasero. El pelo negro azabache y unos ojos agitados

como el océano le hacían sabedora de su inmenso potencial; Johanna era consciente del

número de miradas que sobre ella se posaban a cada paso que daba; y consciente como

era, había decidido desde joven sacarle el máximo partido a través de la moda, que

ajustaba como un molde a sus impresionantes hechuras. El escote era, no generoso, sino

de un inmenso que cortaba el hipo, pero nunca excesivo; gustaba de vestir como las

ejecutivas – de hecho, no dejaba de serlo en la vida real – porque ese tipo de trajes

cuadraban a la perfección con un carácter igual de contundente que sus trazas. Johanna

manejaba a los hombres con mano muy firme; nunca había engañado a nadie, siempre

había ido con la sinceridad por delante, aunque a decir verdad se contaban con los dedos

de una mano los tíos que habían aguantado los envites de una mujer como ella. La

mayoría habían perecido en el camino, presas de la responsabilidad de saber que Johanna

les superaría en todo; y eso pese a no ser ninguno de ellos pusilánimes ni chicos de tres al

cuarto. Por los ambientes que frecuentaba, la mayoría de estos hombres tomaban

decisiones cada día, cada hora, que afectaban a decenas, centenares o incluso millares de

personas. Hombre de negocios, ejecutivos, deportistas, diseñadores, periodistas, todo lo

que eran en sus profesiones, todos sucumbían ante Johanna; hasta el momento, ninguno

había conseguido resistir sus pulsos.

Ninguno hasta Malik. De eso estaba segura cuando le había visto derrotar a Ricky

tan sólo con desnudarse; de eso estaba segura cuando, dejando fluir su ilusión, había

imaginado a aquel efebo negro sirviéndole de mayordomo personal, más íntimo que

personal, tratándola como lo que en realidad era ella, una reina sin ambages ni medias

tintas. Verlo, quererlo, desearlo para ella sola y sentir la terrible capacidad por poder

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cumplir todo eso, fue uno. Desde entonces, Malik sería su amigo, su consejero, su

sirviente, su acompañante y, por supuesto, su increíble e incansable amante.

Mientras Malik deshacía su hatillo de nuevo y lo ordenaba todo en riguroso orden,

Johanna deslizaba sus miradas y recorría con ellas cada segundo de su piel. Obviamente,

lo de menos era qué adquirir; lo único importante consistía ahora en poder estar cerca de

él un ratito, lo suficiente como para atraerle hacia sí sin despertar sospechas. De haber

sabido que Malik también quedó hechizado por el momento, le hubiera podido comprar a

base de billete; o podría incluso habérselo dicho directamente, porque él no hubiera

resistido la embestida de aquella ola de seducción. Pese a su relevancia corpórea, hacía

mucho tiempo que Malik no saboreaba las mieles del triunfo; no es fácil siendo un

inmigrante. Algún escarceo había tenido, pero los inconvenientes eran miles, empezando

porque compartía habitación con cuatro compatriotas más y la falta de intimidad era

asfixiante.

Pero incluso así, Johanna sentía que había dado con un rival de su talla, y

esperaba ver la talla de su rival en toda su extensión. Sin separar la mirada de los ojos

negros profundos, le susurró que quería un reloj al azar, el que Malik tenía en las palmas

blancas de sus oscuras manos. Era un reloj de chico, plateado, con una esfera enorme y

unos números que parecían neones de ciudad; un reloj de chico que Malik ajustó a la

muñeca de Johanna con la misma delicadeza que hubiera puesto con los dedos al rasgar

su espalda. Al levantar la vista, la mirada de Malik se cruzó sin remedio con los ojos

azules, cegadores, de una Johanna cegada de ansia contenida.

No hizo falta nada más; ni siquiera una palabra. Para no perder su costumbre,

Malik recogió otra vez despacio, aunque en esta ocasión la prisa llamaba a sus puertas

con la misma fuerza con que el corazón aporreaba su tórax. Echaron a andar en dirección

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a los andenes, sin mediar palabra, fascinados el uno por el otro. Evidentemente, se

dirigían a la casa de ella, donde estaba claro que pasarían la noche y lo que hiciese falta.

Lo normal es que Johanna hubiera cogido un taxi para llegar a su domicilio, pero,

casualidades de la vida, aquella tarde la escena de Malik con Ricky le había pillado

tomando un café, sola, en la estación de Príncipe Pío. La idea de acercarse a los andenes

le había surgido de la necesidad de adquirir un regalo para su sobrina Alba, que cumplía

años, ocho, y estaba encantada con la posibilidad de llevar al colegio, al día siguiente, un

reloj de marca. Johanna tenía pasta para aburrir y conciencia como para considerar que

una niña de ocho años no debería llevar un reloj de marca a ningún lado, menos aún a su

clase. Por eso quería uno falso.

Caminar al lado de Malik era ahora, para ella, el regalo que buscaba para su

sobrina y comenzó entonces a reír por sentir vergüenza de la situación. Cosa rara en su

vida, tendría que buscar una excusa para contar a sus cercanos la manera en que había

conocido a aquel chico. No se puede decir a cualquiera que acabas liada con el muchacho

al que has conocido vendiéndote un reloj para el cumpleaños de tu sobrina. De saber que

esa misma tarde te lo llevas a casa, el que menos hubiera pensado que estás loca, pero lo

normal sería que muchos te tacharan de buscona. Normalmente, Johanna tomaba

decisiones controvertidas para los ojos de muchos. Era parte de su carácter indomable e

independiente, y nunca lo había considerado como un peaje ni mucho menos como un

obstáculo para hacer lo que le viniese en gana. Sin embargo, siempre había explicado a

quienes le importaban las razones de sus decisiones. No era para nada una mujer

caprichosa ni hedonista. Antes al contrario, en sus elecciones siempre primaba la

inteligencia, la frialdad y la practicidad; muy rara vez dejaba hueco a los sentimientos.

Por esa razón se había labrado una fama de mujer fría que no se correspondía con la

realidad, ya que, sin embargo, en lo personal su prioridad eran las sensaciones. Cualquier

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posibilidad de experimentar algo novedoso siempre que no pusiese en riesgo su

integridad o su credibilidad, siempre después de haberse asegurado no sufrir por ello,

cualquier novedad era bienvenida en su vida. De todo, lo que más placer le producía era

poder conocer a alguien hasta su más densa y oscura intimidad; en la tarea de descubrir la

personalidad y los lados ocultos de los demás, en eso era una auténtica maga. Le chiflaba

la idea de meterse en la piel de otros, cuanto más ajenos, mejor, de profundizar en sus

pensamientos, de escrutar sus sentimientos hasta un punto que nadie hubiera llegado

jamás. Su capacidad para escuchar sin ser percibida era, sencillamente, impresionante; la

forma en que ganaba la confianza de quien se proponía, simplemente, admirable, de

manual.

En muchos casos esa intimidad derivaba en sexo; sobre todo había ocurrido en el

pasado, con algo más de juventud a sus espaldas. Pero hacía tiempo que el sexo había

quedado relegado sin que ello supusiese trauma alguno. Nada como una cena íntima para

horadar los corazones de sus convidados, disfrutando de sus alegrías, supurando sus

lamentos, compartiendo los que seguramente serían los momentos más intensos de las

vidas de cualquiera de aquellos inadvertidos pasajeros.

Sin embargo, no deseaba conocer a Malik hasta ese punto o no por lo menos en

ese sentido. Deseaba disfrutarle de otra manera, de la forma en que lo disfrutaría si

hubiera podido comprarle en un mercado romano de esclavos. Veía en él al acompañante

perfecto para su vida, la pieza que le encajaba a estas alturas de la existencia, en las que

el compromiso incomodaba tanto como la futilidad. De un tiempo a esta parte, lo único

que se acercaban eran niñatos jóvenes atraídos por su irresistible experiencia o maduros

divorciados, separados o que nunca han conseguido estabilizar una relación y deseaban

tomar el último tren. Y ella no quería ni lo uno ni lo otro; quería un joven impresionante

con el que sus amigas soñaran por las noches; un muchacho que le acompañara a los

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sitios en los que no está bien visto acudir sola; un hombre que la satisficiera en la cama;

un niño al que poder criar sin explicaciones infantiles. Alguien a quien poder querer y

echar de menos justo lo suficiente; alguien que no le abandonara jamás pero se presentase

sólo y en la manera más oportuna en cada momento adecuado.

Y eso era Malik, o eso al menos es todo lo que había visto en él en aquel andén de

Príncipe Pío. Con él a su lado accedió al de la vía 10 en dirección a Nuevos Ministerios,

pues ella vivía en Azca y aquella era la mejor parada. Hubieran podido pasar mil

estaciones; hubieran podido descender hacia los infiernos, haber llegado a las puertas del

Averno, y ninguno de los dos se habría percatado. El suyo fue un viaje hacia dentro,

hacia los sentimientos más cerrados, los que nunca antes se abrieron a nadie: despacio,

como si fuera la última ocasión, Malik mimaba el pelo de Johanna y prolongaba la caricia

por los hombros, hacia las manos, rasgando la piel de sus brazos, surcándola con las

letras del deseo. Johanna se estremecía de placer y cerraba los ojos para no perder ni un

solo instante de ese universo de sensaciones que se incrementaba con la velocidad del

vagón. La distancia entre ambos desapareció de sus cuerpos; se juntaron hasta el límite de

la cercanía; arrimaron sus caderas; follaron con la ropa puesta, mientras las miradas del

resto se confundían con la cotidianeidad. Estaban mojados, empapados, casi habían

empezado a sudorar, pero la felicidad que delataban sus ojos nada tenía que ver con aquel

calentón repentino. Sus pensamientos se fundieron en uno solo, como si se conociesen de

toda la vida pero hubiera pasado otra vida más larga aún sin llegar a conocerse. Al abrir

los ojos, Johanna se encontró dos dagas de fuego negro que apuntaban a su alma; y abrió

sus entrañas para que la prendieran muy adentro y la arrastraran con cariño hacia un lugar

aún por explorar. Y hundió su cabeza en aquel torso descomunal de Malik, buscando

aliento, consuelo, aprecio, amor y un brazo que la abarcase y la acurrucase eternamente

en esta nueva situación.

73

Así, de cerca, pudo notar la respiración tranquila de Malik, los latidos potentes de

su corazón. De nuevo cerró los párpados para intentar comprender lo que le estaba

sucediendo. Encontrar a alguien como Malik había sido una casualidad tremenda en una

ciudad como Madrid, llena como es de personas que ocultan su personalidad tras pasos

agitados en pos del estrés. Que además hubiera un flechazo entre ambos ni siquiera sabría

cómo describirlo; un imposible si acaso. Pero lo cierto es que allí estaban los dos

disfrutando de un instante mágico que, por el momento, habría de llevarles hasta Nuevos

Ministerios.

Tan absortos se encontraban el uno con el otro que no se percataron que al otro

lado del vagón cuatro chicos armaban bulla sin que nadie tuviese la más mínima

intención de querer impedirlo. Eran cuatro chicos totalmente diferentes pero al tiempo

cortados por el mismito patrón. Entre veinte y treinta años; más cerca de los primeros que

de los segundos. El uno alto y espigado; el otro mediano y verdaderamente grueso; el

tercero, un cachas de gimnasio y el cuarto, al fin, de lo más corriente. Parecían piezas de

un puzzle que por ningún lado encaja; pero ahí estaban los cuatro, uniformados de pies a

cabeza, con sus botas negras reforzadas, sus vaqueros por los tobillos, sus camisas

blancas, sus bomber multicolor y sus cabezas al raso, en las que se reflejaba sin pudor el

miedo de aquellos con quienes se cruzaban. Ningún distintivo de su tinte político o

ideológico, si es que alguno tenían; tan sólo una invisible pero claramente perceptible

patente de corso de la intimidación de la que abusaban en la misma medida que lo habían

hecho momentos antes con el alcohol.

Así que empezaron con los empujones al poco de meterse en el vagón del metro,

los gritos y las subidas de tono sin sentido alguno y algunas patadas al aire, mezcla de

baile ská, oi y tozuda pelea entre colegas. Pronto se quedaron solos en su reducto, al

fondo, en una viva imagen de la realidad marginal que pretendían vivir cada día. A

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medida que el círculo del vacío se ensanchaba en torno a ellos, sus miradas viraron y se

concentraron en los huidos del escándalo, a quienes llamaron de todo. La palabra que más

resonaba en el ambiente era la de cobardes, que aumentaba la densidad de su significado

en la misma medida que la mella en sus receptores. Cuanto más se pronunciaba, más se

ajustaba a aquellos a quienes iba dirigida, y más se elevaba la valentía de los cuatro que

la proferían. Entre aquellas voces sobresalía, por su carácter, la de Ian, el que de los

cuatro llevaba una apariencia más normal. Aquel cuyos ojos no se separaban un ápice del

color de la piel de Malik.

75

IAN

Siempre ocurría lo mismo. Era un ritual que amenazaba venganza. Le pelea estaba a

puntito de comenzar. El santuario estaba organizado con precisión milimétrica:

oscuridad, neones, una ciudad, el metro, amigos, alcohol y, lo más importante, el rival.

En aquellas circunstancias, la mente de Ian rebobinaba hasta hacerse pequeña y traía al

presente una vez y otra los recuerdos nebulosos y duros del pasado. Muchas veces trataba

de recomponer el cristal roto de su existencia para encontrar el porqué de aquella

voluntad destructiva; pero la curiosidad desaparecía siempre, ahogada en la satisfacción

de la pelea, una vez soltado el lastre de la adrenalina que la provocaba. De haber

permanecido encerrado en una habitación acolchada habría tenido necesariamente que

dar respuesta a la incómoda pregunta del porqué; sin embargo, cada noche encontraba

contestación en forma de la sangre de sus víctimas y la curiosidad quedaba aplacada hasta

la noche siguiente, en que la cacería daría comienzo de nuevo.

Siempre había un lapso entre el instante en que fijaba el objetivo y el momento en

que daba inicio la pelea. En ese lapso recordaba los episodios más violentos de su vida

porque quizá así llegaría a desgranar la madeja de su implacable sed de violencia. A los

cinco años, recién estrenada su escolaridad, le había clavado un boli a un compañero en

la sien; de aquello no hubo repercusiones serias, más que la labranza de una leyenda que

no le abandonaría jamás: a los siete le pisó la cabeza a uno de su mismo equipo de fútbol

que desconocía por aquel entonces las facturas que cobraba Ian por determinado tipo de

bromas; y cuando, a los 12 años, amenazó a su profesor de plástica con el punzón con el

que habían de tallar en madera palomas de la paz, sus padres decidieron cambiar de

rumbo.

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Él siempre consideró a sus progenitores como unos pusilánimes; más bien

apocados ambos, políticamente correctos; siempre aguantando lo que les viniese encima.

En el trabajo; en el colegio, ellos siempre guardaban obediencia debida. Había escuchado

hasta cansarse la idea de que los mayores mandan y uno obedece; estaba hasta los

mismísimos huevos de que le obligasen a callar cuando tenía razón, de que los maestros

fueran inviolables en su aula, de no poder expresar la furia de su corazón. Sin embargo,

nunca quiso dar a sus padres más motivos de enfado que los meramente imprescindibles;

mucho menos, claro, avisos de sus intenciones de futuro. Les quería por encima de todo;

eran los únicos hacia los que había desarrollado sentimientos de bondad, pero eso no

obstaba para seguir pensando de ellos que eran unos cobardes y que la decisión de

enviarle a un internado era una tremenda injusticia.

Lo que Ian necesitaba, y a los doce años ya lo sabía, era poder canalizar sus

pulsiones, no ahogarlas entre cuatro paredes. De sobra entendía que ningún reformatorio

podría corregir su modo de ver la vida porque, sencillamente, él no tenía conciencia de

que hubiese algo que urgiera corregir. Pero la elección era inamovible. Se trasladaría al

internado sí o sí, lo quisiera él o no; fuese necesario o perfectamente evitable.

Según la propaganda que hacían del centro, en él se utilizaban métodos

pedagógicos ultramodernos adecuados para este tipo de chavales; según los consejos de

otros padres del centro, los resultados eran satisfactorios casi en el ciento por ciento de

los casos – apostaba algo antes de entrar a que él pertenecería al grupo del “casi” que no

tiene rehabilitación -; según el equipo directivo, un tiempo allí e Ian vendría nuevo.

Según Ian, aquello no haría sino empeorar las cosas.

La situación era compleja, como un callejón sin salida: el internamiento era una

realidad, pero también lo era su personalidad, de la que ni quería ni podía escapar. Las

paredes, lisas como el cristal, parecían imposibles de escalar. La única vía de escape

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consistía en quitar la tapa de la alcantarilla y esconder sus emociones durante el tiempo

que durase aquel calvario. Cuatro años en el centro sin posibilidad alguna de remisión;

toda la ESO para compartir falsedades con los demás e intimidades con la almohada. El

panorama era desolador pero la idea permanecía fija en su mente: sobrevivir sin pagar un

alto precio por ello.

Sin un instante que perder, desde el momento en que se vio encerrado Ian

comenzó a trazar planes de supervivencia. Lo primero, conocer el entorno; lo segundo,

calar a las personas; lo tercero, establecer los lazos; finalmente, marcar el territorio. El

terreno que ocupaba aquel internado era inmenso y aunque las cámaras de seguridad

crecían como las setas, Ian descubrió decenas de lugares que quedaban fuera de su

jurisdicción; puntos muertos, como él los denominó, en los que poder ejecutar decisiones

a salvo de miradas indiscretas. El director, un verdadero hijoputa con el que no había que

jugar; las distancias con él, las justas. Los que se acercaban por conveniencia pronto

pagaban las consecuencias; no era un gilipollas al que pudieras engañar, pero tampoco

convenía alejarse demasiado, porque en caso de problemas, mejor que supiera quién eras.

Ni notorio, ni desconocido. El jefe de estudios era peor; jugaba a poli bueno pero sólo

para descubrir cosas que de otra forma nunca conocería. Era un sabandija auténtico; una

sanguijuela. Imprescindible mantenerse muy lejos de su despacho; arrimarse demasiado

era una sentencia de muerte allí dentro. Dadas las circunstancias, entablar relaciones se

presentaba como una tarea estéril. Los compañeros de aula eran tipos de nada fiar; en el

mejor de los casos se trataba de individuos como el propio Ian, carentes de

remordimientos; en el peor, lo mejor era ni siquiera saberlo. Los profesores pasaban en

general del asunto. Casi todos opinaban que ese salario sólo daba para pringarse lo justo.

Alguno había de los que muestran un empuje sólo comprensible desde la óptica de la

abnegación y el gusto por su trabajo; pero en ellos no veía Ian los mimbres

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imprescindibles para fabricar la caja de su confianza. Si había de confiar un secreto no

sería en un voluntarista de la vida, desde luego. Los melifluos y los blandos no encajaban

en su ideario.

La situación no era la más propicia para marcar el territorio, pero las

circunstancias pronto le obligaron a tener que hacerlo. Ramsés y Orfeo eran dos alumnos

procedentes del Brasil que manejaban casi todos los cotarros en el centro. Pasase lo que

pasase, Ramsés y Orfeo andaban cerca del asunto, cuando no eran el epicentro. La idea

de putear a un recién incorporado no era nueva para ellos y el silencio de Ian, que no

respondía a ningún estímulo, se estaba convirtiendo ya en un aliciente difícil de resistir.

Le prepararon una emboscada a la semana y media de comenzar las clases, si es que

emboscada se puede considerar aquel burdo plan de hostigamiento y extorsión. La

cuestión era dejarse ver, provocar de manera continua esperando una reacción de Ian, que

por ningún lado se produjo. Él era lo suficientemente hábil como para no dejarse arrastrar

por las palabras y los gestos insidiosos de aquellos dos barandas. Siempre había atendido

la máxima de que, mientras no existiese peligro físico, cualquier situación era

perfectamente prescindible. Pero aquella actitud, lejos de evitarle problemas no hacía

sino fomentar el odio de Ramsés y de Orfeo hacia él; hasta el punto que, finalmente,

decidieron actuar.

Desde el momento en que sufrió su acoso por primera vez, Ian supo que no podía

quedarse parado ni un solo segundo, así que mientras ellos perdían el tiempo con

provocaciones estériles él actuaba por su cuenta, con el sigilo de un gato callejero. Ser el

novato implicaba allí la elección por parte de uno de los mayores como botones personal;

había que llevarle la cartera, ayudarle en las tareas de clase e, incluso, sustituirle en los

castigos más dolorosos. Ian había pasado a estar bajo la tutela de Armando, un alumno de

segundo de bachillerato que aceptaba su superioridad de un modo bastante natural, para

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nada molesto. Como mayordomo de Armando, Ian tenía acceso a la sala de jefatura de

estudios, porque era el delegado de su grupo y estaba encargado de entregar y recoger

papeles allí a menudo. Así que, en una de estas que vas y que vienes, se apropió de las

llaves de las habitaciones H-101 y H-102, las que pertenecían a Orfeo y Ramsés, lo que

necesitaba para desembarazarse de esos dos estorbos sin dejar huella alguna.

Aprovechando que ambos se largaron durante el puente de octubre, nada más comenzar

el curso, accedió a sus dormitorios con una copia de las llaves que previamente había

mangado y buscó y buscó algo que pudiera darle ventaja, algo que apartara de allí por lo

menos durante un tiempo a Ramsés y Orfeo. No era plan de meterles un puro definitivo,

simplemente había que desviar su atención durante un tiempo; pero de no poder ser así, el

hecho de provocar una expulsión permanente tampoco le asustaba en absoluto. Revisando

sus habitaciones se dio cuenta de que no era casual el que aquellos tipos salieran

indemnes de los fregados en que estaban metidos. Todo estaba perfectamente ordenado;

ni un solo objeto de más ni de menos; nada que pudiera comprometerles ni vincularles

con los problemas que causaban a diario. Impoluto. Ian entendió que esos dos no sólo

eran malos por naturaleza; lo eran también a conciencia, de manera muy meticulosa y

precisa, sin dejar nada al azar. Nada, o casi nada; pues con él habían cometido el fallo de

subestimarle y de pensar que podrían intimidarle como si cualquier cosa. Abandonó sus

habitaciones, fascinado por la altura de sus rivales, pero persuadido también de que su

venganza contra ellos debería ser definitiva. La cuestión ahora era decidir si esperar un

poco más para asestar un golpe mortal o acelerar los pasos a riesgo de no acabar con su

problema. El tiempo, desde luego, aconsejaba lo segundo; la seguridad, lo primero.

Decidió esperar un par de semanas más, consciente de que durante ese tiempo

debería sortear como pudiese sus provocaciones. Además, cualquier acto que llevase a

cabo en sus habitaciones debería ser increíblemente rápido. En ningún caso dispondría de

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tres días, pues el puente más próximo era ya el de diciembre. En ese ínterin, Ian sólo

podía pasearse en lugares muy concurridos, a ser posible cerca de las miradas de los

profesores, cuando no de las del director o del jefe de estudios. Aunque esta situación no

podía perpetuarse, sin embargo le sirvió para salvar el pellejo en más de una ocasión; si

algo había deducido de la visita a los dormitorios de sus dos nuevos amigos eso era la

constancia de que ninguno de ellos atacaría más que en situaciones completamente

limpias de riesgos.

Dos fines de semana más tarde vinieron sus padres a buscarle, así que por lo

menos durante 48 horas dejaría de estar bajo el placaje de Ramsés y Orfeo. Ésta era la

ocasión que estaba buscando, la de poder actuar con un poco más de libertad, aunque

también debería deshacerse de sus progenitores durante un rato para poder ejecutar su

plan. No tenía dudas sobre cuál sería su reacción si les pedía un rato a solas consigo

mismo, pero la decisión estaba tomada, así que, cuando consideró que había llegado el

momento, solicitó un rato para dar una vuelta solo por la ciudad; no tardaría más de

media hora, pero para él significaría como reencontrarse con la libertad. Los dos se

miraron con expresión de extrañeza, pero entendieron la petición y le dejaron ir. Ese

breve periodo de emancipación le sirvió a Ian para visitar antiguas amistades suyas que

pausaban el tiempo entre calada y calada y para comprarles el costo que habría de

empapelar definitivamente a Orfeo Y Ramsés. En efecto, tres días más tarde, el director

del centro recibió un anónimo en su despacho, con los números de las habitaciones y la

sospecha de que en ellas se pasaba droga, un acto penalizado con la expulsión definitiva

del centro. Orfeo y Ramsés no pudieron explicar ante la comisión de convivencia cómo

había llegado aquello allí, así que tampoco pudieron demostrar que alguien lo habría

introducido por ellos. La consecuencia: apertura de expediente y traslado seguro a otro

centro, más moderno, con mejores métodos pedagógicos, más estricto. Nadie dudó de

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Ian; el último en quien hubiera alguien pensado sería él. Orfeo y Ramsés se habían

labrado tantas amistades, que ahora cualquiera de les podría estar devolviendo el favor.

Cuatro años más tarde, Ian salió de allí perfectamente reformado. Era el mismo

chaval violento que había entrado pero ahora sabía cómo manejar ese sentimiento para

que no le causara problemas. Ir siempre acompañado a la cacería era una de las premisas;

escoger los objetivos menos problemáticos, otra; no dar nunca la nota en circunstancias

que no fueran esas, la tercera. Cuando no iba de bronca, Ian modificaba radicalmente su

actitud. Era un lobo vestido como una oveja: pantalones de pinzas, camisa de rayas y

castellanos. Ayudaba a sus vecinos a bajar la basura y a las abuelas en las escaleras del m

Metro. Pero cuando se trataba de dar rienda suelta a su imaginación, Ian se enfundaba en

su traje de faena y llenaba el depósito con el alcohol suficiente para culminar su

particular travesía.

Casi todas las circunstancias aquella noche eran las propicias: el lugar, las

compañías y la hora. Pero si Ian había clavado fijamente la mirada en Malik, eso era

porque faltaba un cabo por anudar. La pieza escogida abultaba más de lo necesario y

cobrársela no sería fácil. Eran cuatro contra uno; contra dos si tenemos en cuenta que ella

también podía hacer frente; pero aquel uno aparentaban ser dos y seguro que repartía

como tres, así que las fuerzas no estarían tan desequilibradas como podría parecer en un

principio. Por eso, cuando el más bajo y gordo del grupo, apodado Stan, dio la orden de

avanzar para provocar a aquel muchacho negro, Ian le agarró del hombro como el amo

que tira de la correa de su perro de presa. Stan, contrariado, preguntó con un gesto por

qué no, pero a Ian no le salieron entonces las palabras. A diferencia de sus tres

compañeros de gesta, Ian se embarcaba en estos asuntos para canalizar de manera

científica su nivel de testosterona. Él no actuaba de manera irracional; no tenía ideologías

adversas, no era un racista ni se movía por dinero; se movía por él mismo y su premisa

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fundamental era no ponerse nunca a descubierto. Con aquel chico negro no las tenía todas

consigo; seguramente habría esa noche objetivos más asequibles. Pero tenía claro que sus

tres colegas de ronda nocturna no atenderían a este tipo de razones; para ellos la violencia

era sinónimo de juerga, nunca de problemas ni de consecuencias. Cuando Stan dejó de

hacerse preguntas con los hombros para empezar a amenazar con la mirada, Ian supo que

la mecha estaba ya encendida y que el cohete estallaría de cualquier manera.

Malik no estaba a ese rollo en ese momento; había descubierto que determinado

tipo de susurros provocaban que Johanna riese a mandíbula batiente, sin parar; y estas

risas alimentaban a su vez las suyas, que dejaban al descubierto una dentadura impecable

y perfectamente bien organizada. Mas en uno de estos trámites, Malik elevó la mirada,

advertido por los ruidos del fondo del vagón. Y en eso que la cruzó con la de Stan,

firmando así el contrato que le comprometía en la pelea. Stan dijo qué y aquello sonó a

toque de corneta entre sus compañeros, entre todos excepto en Ian, que se sumó a la

vorágine con más dudas que ganas. Malik bajó la mirada, pero aquello no resolvía nada

porque de todos los significados que esa actitud podía encerrar, ninguno de ellos era

suficiente para calmar las ansias de violencia de aquellos cuatro magníficos. Podría

tratarse de una metáfora de la cobardía, y eso incitaría aún más los ánimos caldeados;

podría ser que tratase de hacer creer que nada había visto, pero esto hubiese sido tomado

como una provocación. Sinceramente, Malik bajó la mirada porque todo ese asunto no

iba con él; en ese momento, todo lo que no fuese Johanna no iba con él. Daba igual; Stan

estaba decidido a enrolarle en la partida, quisiera él o no. Enfiló sus pasos hacia la inusual

pareja de amantes con la que compartía viaje, comenzó a caminar haciendo todo el ruido

que sus botas le permitían, apartó a una vieja con su brazo ejecutor e introdujo las manos

en los bolsillos de su bomber, como un vaquero del oeste que hubiera desabrochado la

cartuchera de su arma.

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No sería la primera vez que Malik se hubiera enfrentado a una situación de este

estilo; tampoco sería la primera que hubiera terminado por destrozar algunas cuantas

cabezas. Repartir, lo que se dice repartir, sabía un rato. Pero todo aquello le llenaba de

enojo y le obligaba a tomar una serie de cautelas; enojo porque era la segunda ocasión en

un solo día que venían a por él y porque todo el caudal de suerte acumulado en cinco

minutos podría irse al traste en el trayecto de una estación a otra; y cautelas porque ahora

no estaba sólo y aquellos no eran el niñato del andén de Príncipe Pío. No podía cometer

ni el más mínimo error, enfrentarse a todos entrañaba sus riesgos y, por supuesto, en

cuanto se presentase la ocasión, habría de dar la espalda a todo aquello de la manera más

rápida posible.

Entre los tres le rodearon, como cuando los galgos acosan a las liebres en el

campo. Se trataba de no dejarle escapar, pero también de aislarle de cualquier ayuda

externa. Ian, mientras tanto, se mantenía a distancia; la justa como para que nadie le

acusase, la suficiente como para no entrometerse demasiado. Existe un ritual entre todos

estos macarras baratos que aúna palabras provocadoras con una gestualidad seguramente

heredada de nuestros antepasados más salvajes en la línea de la evolución animal; todo

ello trufado con la estética forjada a través de la cultura pop y la televisión. En estas

situaciones los qués se alternan con los y tú qué miras con velocidad creciente, a un ritmo

proporcional al del calentamiento generalizado.

Malik prescindía de este tipo de pensamientos; prefería diseccionar la situación y

observar la ubicación y la capacidad física de sus adversarios antes de entrar en la batalla

o, precisamente, para entrar en ella con mejores garantías. El primer agraciado sería el de

enfrente, que se llevaría un puñetazo certero en la nariz: rotura de tabique y no se levanta.

Luego el cachas, que habría de conformarse con una patada en las gónadas. Con ese, el

único golpe válido sería entre las piernas; con su robustez podría aguantar cualquier otro

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envite y la idea era eliminar efectivos hasta quedarse en uno contra uno. Al gordo,

zancadilla por detrás y empujón, para provocar que se golpeara la cabeza con algún

objeto duro del vagón: daba igual barra que asiento, el caso es que quedara grogui por un

tiempo. El problema sería el cuarto; si le daría tiempo a golpear en la nariz a uno, en los

genitales al otro y empujar al tercero en discordia antes de que el cuarto entrase en liza.

Le daría tiempo si la pelea la comenzaba él, pero eso entraba en contradicción con su idea

de abandonar aquel ring improvisado a la mínima que se presentase. Si los que

comenzaban eran los otros, el margen de actuación se reducía considerablemente.

En dos segundos decidió que él daría el primer golpe. Intentó apartar a Johanna de

la escena con un brazo para minimizar los daños colaterales, pero cuál sería su sorpresa

que se encontró con una resistencia insospechada. Porque, lejos de apartarse, fue Johanna

la que retiró a Malik de la escena para encararse con los rapados; y por la forma en que lo

hizo, los allí presentes entendieron que ellos serían el número, pero ella tenía las armas.

Y, con voz firme y serena, dijo: ¿No estaréis pensando hacer lo que creo que estáis

pensando hacer?

No hizo falta mucho más. La partida había comenzado a decantarse de un lado en

el que teóricamente nunca habría residido la victoria. Y aquello descolocaba a todo el

mundo, desde Malik a Ian, porque cualquiera en su sano juicio entiende que nadie con un

perfil como el de Johanna responde de esa manera si no es que tiene las cosas

extraordinariamente claras. Siendo como era ella, si te encaras a cuatro tipos ataviados de

esa manera pueden ocurrir dos cosas: o que se está muy, muy loco, o que se está muy,

muy seguro. Johanna respondía mejor a la segunda consideración que a la primera, eso

era evidente. Y aunque ninguno dio un paso atrás, aquella demostración de fuerza les

hizo comprender que se habían equivocado de parte a parte, que aquella no era su presa

de la noche.

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Ian estaba igual de sorprendido que los demás; todas las cautelas, todos sus

temores estaban encaminados a protegerse de Malik, nunca de Johanna. Aún así, se había

parapetado de la idiocia de sus compañeros, y desde esa atalaya acertó a preguntar, con

serenidad, a Johanna, qué es lo que ocurriría en caso de atreverse a hacer lo que ella

pensaba que no se atreverían nunca a hacer. Johanna clavó la mirada en él dejando claro

que su postura era tan inamovible como sus ojos, a pesar incluso del traqueteo del tren o

de que fueran veinte contra dos. Y, fríamente, respondió: vosotros mismos.

Hubo segundos que parecieron horas; Malik seguía debatiéndose entre entrar en

acción o esperarla de pie. Ian había desistido. Los otros tragaban saliva sin saber qué

decisión tomar. Las miradas se cruzaron a la velocidad del Metro: todos se comían con

los ojos pero ninguno de ellos veía las cosas con claridad. Ninguno, salvo Johanna, que

permanecía impasible. Aquella situación era muy tensa pero en otras circunstancias a más

de uno le hubieran entrado ganas de reír. A todo esto el vagón se había envalentonado

con la actitud de Johanna, y los que antes se apartaban arrimaban ahora su cuerpo

dejando ver por medio cierta intención de participar en el embrollo. Pero nadie dijo nada;

nadie movió un dedo, y por eso la situación seguía sin aclararse ni decantarse. Parecía

claro que los cuatro habían perdido su ventaja, y ya no atacarían. Pero el resto

permanecían inmóviles porque cualquier gesto podría entenderse como una provocación.

De pronto se hizo la luz en el exterior. El Metro había llegado a Nuevos

Ministerios y se fue parando lentamente, haciendo que la tensión se diluyese con la

velocidad. Cuando las puertas se abrieron, quien más quien menos se había hecho una

componenda de lo que ocurriría. Era obvio que los cuatro amigos permanecerían dentro y

casi todo el pasaje abandonaría el vagón. Algunos lo hicieron a toda prisa, sin disimulos;

otros aguantaron el tipo y, como se habían visto en superioridad al final, hicieron como

que eran valientes y salieron tal que en un simulacro de incendios: con pausa y sin perder

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la calma. Malik y Johanna juntaron sus manos y dieron la espalda a aquel grupo de

impresentables, que sufrieron en sus carnes la ignominia de ver cómo una presa a priori

fácil les había plantado cara y les había vencido sin dificultad.

87

MARCELO

Sin separar sus manos, Johanna y Malik abandonaron el peligro y se introdujeron de

nuevo en su misteriosa relación. Subieron las escaleras, atravesaron la vía por encima y

cambiaron de andén. La misma fuerza invisible que les había acompañado desde que se

conocieron les impulsaba ahora a retroceder sobre sus pasos, a volver al lugar donde se

habían visto por vez primera, al punto más alejado de todo cuanto pudieran conocer,

donde nada ni nadie tuviese capacidad para interferir.

Se montaron en un Metro de la misma línea, pero en dirección contraria, en un

vagón vacío casi por completo; se sentaron juntos y mientras ella buscaba acomodo para

su cabeza en los hombros de Malik, él perdía su mirada en la oscuridad del túnel, a través

del cristal. El traqueteo del tren envolvía ahora sus pensamientos, sordos y mudos, a la

espera que el silencio se adueñara al fin de todas las sensaciones. Malik encerraba un

bucle en su cabeza, que se repetía sin cesar, que comenzaba con la escena que acababa de

vivir y desembocaba en la onza de chocolate blanco que tenía a su lado. Johanna había

conseguido olvidarse de todo eso pues para ella lo que no fuese sentirse cerca de Malik

ahora carecía por completo de sentido. Se dejó llevar por su imaginación, y empezó a

considerar que el Metro había amplificado la intensidad de las sensaciones que estaba

experimentando. Imaginaba que cada vez que volviese allí, los vagones, las luces de

neón, los túneles, el ruido ensordecedor de las ruedas deslizando sin parar por los raíles,

aquel olor a metálico y pedernal, la envolverían de la misma manera que encerraban

ahora la escena y provocarían que se estremeciese en un eterno déjà vu de placer.

Pasar estaciones estaba convirtiéndose en un juego, una catarsis conveniente,

relajante. Suponía entrar en una rutina de abrir y cerrar paréntesis que, como las puertas,

les conectaban y les alejaban del mundo exterior. Gregorio Marañón, Alonso Martínez,

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Tribunal, Plaza de España y, finalmente, Príncipe Pío, el punto de partida. Entonces se

levantaron despacio, detuvieron sus miradas en los cristales y oyeron de fondo, como un

runrún recurrente, la voz mecánica que anticipa siempre la llegada del destino.

Al descender la velocidad, pudieron distinguir una montonera en los andenes, algo

que parecía poco habitual. A pocos metros de donde quedaron detenidos, un tumulto

formado por curiosos ocultaba una escena, de modo tal que despertó la curiosidad de

ambos. No sólo de ellos; también del resto de viajeros del Metro en que viajaban, muchos

de los cuales se agolparon tras los cristales con el fin de adivinar qué era lo que allí estaba

ocurriendo.

Johanna y Malik bajaron del vagón y, despacio, se acercaron al corro de la

indiscreción aunque se mantuvieran a una distancia prudente, tal vez porque ninguno de

ellos era un fisgón, tal vez porque de manera inconsciente les retraía la posibilidad de

comprometerse en otro follón ese mismo día. Aún así, entre los huecos que dejaban los

cada vez más numerosos entrometidos que se agolpaban ya sin disimulo, Malik pudo

identificar dos bultos ataviados con llamativos chalecos fosforescentes, amarillos, con

bandas y letras azules cruzadas. No era difícil intuir que se trataba de personal de

emergencias que estaría atendiendo a algún necesitado. Por los gritos, vivos y elevados,

por los gestos, frenéticos y sistemáticos, se entendía que médicos y enfermeros trataban

por todos los medios de reanimar aquel cuerpo tumbado, desplomado en el andén como si

hubiera caído ya inerte del cielo.

Al acercarse un poco más pudieron distinguir que las ropas del muchacho estaban

rasgadas por completo. Eso era algo habitual, porque los servicios de urgencias no se

detienen cuando el tiempo es un factor en contra. Pero este hecho llamaba la atención de

Malik porque sus carnes desnudas reflejaban el abuso al que su existencia le habría

sometido sin piedad. Sus brazos estaban infestados de pinchazos, la señal del maltrato

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que proporcionan los chutes inyectados. La piel de su torso aparecía pegada a los huesos;

comer y cuidarse no debían estar entre las prioridades de este chico.

Al ver la escena tan cerca, Malik sintió un tremendo escalofrío en la espalda, un

latigazo en sus recuerdos, el aldabonazo de sus miedos infantiles. De manera

inconsciente, quizás azuzado por la presencia de los chamanes de la tribu desde su niñez,

albergaba la extraña sensación de poder ver las almas que abandonan los cuerpos cuando

mueren los vivos. Fuese cual fuese la trayectoria vital del difunto, Malik percibía su alma

elevarse entre los presentes en el momento de fallecer y permanecer allí un instante que

se hacía eterno, como si se resistiese a abandonar este mundo. Y, finalmente,

desvanecerse, difuminarse como cenizas al viento que impregnaban cuanto tocaban. A

mayor cercanía del muerto, mayor la intensidad de la presencia, hasta el punto que en

ocasiones había podido advertir que pequeñas motas de polvo grisáceo, como estrellas

fugaces e incandescentes, se posaban en su piel durante unos segundos antes de

desaparecer para siempre. Nadie le había explicado el porqué de estas cosas, pero Malik

había llegado a la conclusión que esas motas representaban el legado esencial de quien

nos deja, que no quiere abandonar el mundo sin que una mínima parte de él perdure para

siempre.

Había experimentado esto por última vez en su viaje en patera desde Guinea hasta

España; cada una de las almas de los que no aguantaron la travesía rotularon en su

inmenso cuerpo una consigna clara: Sobrevive por mí, haz que mi muerte no sea en

balde; llévanos siempre en tu memoria. Mirando aquel cuerpo yaciente, Malik entendió

que posiblemente en breve vería su espíritu ascender entre el gentío. Y no deseaba

aguardar hasta ese instante. Los mandatos de sus compañeros serían los últimos de su

equipaje; ni un alma más; ni una estrella fugaz más sobre su piel. Con Johanna había

puesto a cero el contador de su vida. Por eso, se giró sobre sí mismo, la estrechó entre sus

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brazos y susurró: Te quiero. Vámonos de aquí; necesito ver tu rostro con la luz del día.

Montaron de nuevo en el Metro, en la misma dirección que traían, con la intención en su

subconsciente de dejar a espaldas éste último mal trago. Johanna se sentó en dirección

contraria a la marcha y, enfrente, Malik. De ahí al final, no dijeron nada; ni una mueca.

Tan sólo cruzaron sus miradas.

Malik perdió la suya, otra vez, en el túnel, y empezó a revivir el día en su

memoria. Y pensó que el Metro encierra miles de historias tan anónimas como los

protagonistas que las interpretan. Cada viajante escribe la suya, con un inicio y un final,

al igual que las líneas de Metro. Y cada cual da forma a capítulos de su vida a los que

asigna nombres de estación: un amor, un nombre; un llanto, un nombre, y así

sucesivamente hasta el final del trayecto. Durante el viaje, como en los trasbordos, suben

y bajan personas, cargadas con sus historias anónimas, que entran o salen de la nuestra

según sea la estación en que crucemos nuestras vidas. Cuando eso ocurre las historias

dejan de ser secretas, afloran a la superficie y muestran hasta el más mínimo de sus

detalles. Como ahora, que el tren había dejado atrás el túnel, en su camino hacia la

estación de Lago y había permitido que el Sol entrara de una vez. Con la velocidad, el Sol

y los árboles dibujaban sobre el rostro de Johanna un incesante juego de luces y sombras

que resaltaban sus matices y la hacían maravillosa a los ojos de él. Era preciosa. Se había

enamorado de ella y jamás renunciaría estar a su lado.

Malik recorrió entonces con la memoria, una por una, las estaciones de su vida.

En este último trasbordo, casualmente, su historia anónima se había cruzado con la de

Johanna dentro de una estación de Metro. Y ahora viajaban juntos en el mismo vagón, en

la misma línea, en la misma dirección. Para siempre.

FIN