MEMORIA, VERDAD Y JUSTICIA. LA LUCHA POR … · 2012-05-28 · También, compartir las políticas...
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1. El terrorismo de Estado. Sustracción de los cuerpos y la memoria
1.1 Genealogía del golpe cívico militar de 1976
1.2 Constitución e ideología del régimen
1.3 La metodología de la represión
1.4 Vida cotidiana bajo el Terrorismo de Estado
2. Las luchas por la memoria y los DD.HH
2.1 Organismos de DD.HH. y resistencia durante la dictadura
2.2 Denuncias internacionales de los crímenes de lesa humanidad
2.3 Del Nunca Más a la Obediencia Debida y Punto Final
2.4 “Leyes del perdón” y surgimiento de nuevas memorias
2.5 Memoria, Verdad y Justicia como política de Estado
3. Educar en la memoria para construir el futuro. Hacia una ética del Nunca Más
Epílogo. Las luchas continúan.
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Afectuoso agradecimiento
a Aitzane Ezenarro, Jesús Loza e Íñigo...
a Daniel Innerarity, Juan José Álvarez, Luxia Iriondo,
a mi hija Lucía,
a mi familia y amigos en la Argentina y Euzkadi,
a Daniel Filmus, Juan Carlos Tedesco, Alberto Sileoni y Daniel Iglesias.
Dedicado a la memoria de Néstor Kirchner y Eduardo Luis Duhalde.
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“He vivido por la alegría, y por la alegría muero. Que la tristeza no sea unida nunca a mi nombre”.
Julius Fucik
“Recordar, del latín re‐cordis, volver a pasar por el corazón”
Eduardo Galeano
A modo de Prólogo
En primer lugar deseo expresar mi agradecimiento por la invitación a participar del Congreso sobre Políticas de Memoria organizado por el Instituto para la Gobernanza Democrática.
Como nieto de vascos y militante de un movimiento nacional y popular, siento un desafío especial de contribuir al diálogo sobre la memoria en el país vasco y en la sociedad española.
Quizás todos los disertantes tenemos la ilusión de aportar reflexiones sobre el pasado reciente, pero con énfasis en la construcción del futuro y la participación de las nuevas generaciones.
El propósito de este trabajo es presentar y explicar el Terrorismo de Estado en la Argentina y la lucha de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y todos los organismos de Derechos Humanos.
También, compartir las políticas de Memoria, Verdad y Justicia desarrolladas desde el 25 de mayo de 2003 por el gobierno de Néstor Kirchner y por la actual presidenta de la Nación Argentina, Cristina Fernández de Kirchner.
Este ambicioso propósito tiene una ayuda clave en algunas fuentes irremplazables para el desarrollo de esta temática.
Una de ellas es la última edición de El Estado Terrorista Argentino, de Eduardo Luis Duhalde.
El libro fue originalmente uno de los ensayos más difundidos en el primer año de la recuperación de la democracia. Eduardo Luis Duhalde expresó que nunca se alegró por el inesperado éxito del libro, ya que provenía de “un testimonio vital y doloroso” de la desgracia colectiva.
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Quince años después de aquella primera edición, transcurridos el informe de la CONADEP, el Juicio a los ex Comandantes, las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final, y luego los indultos, era notorio que simultáneamente con la condena al genocidio se había limitado la revisión histórica y se habían cedido posiciones en lucha contra la impunidad y la desmemoria.
Con clara influencia gramsciana, en la nueva edición Duhalde explica la conformación del “bloque civil” del Estado Terrorista, uniendo la estructura socioeconómica con la superestructura ideológico‐política y su decisiva incidencia en el modelo represivo militar.
En la medida en que este artículo retoma conceptos clave de esa redición, me parece oportuno señalar algunos de los ejes temáticos que Duhalde desarrolla:
La primera parte avanza en la caracterización del Estado Terrorista. Analiza las constantes históricas de la violencia y el terror en la conciencia del poder y de la sociedad argentina (la oligarquía, la violencia institucional y su impacto en la sociedad).
Profundiza la reflexión sobre la perversión consciente del poder terrorista. Aborda el secuestro de niños como expresión unívoca de la negación de la condición humana. Explica con claridad la sumisión del poder judicial a la voluntad de la Junta Militar de la dictadura de 1976, las complicidades de la sociedad civil y los episodios del Mundial de Fútbol de 1978 y la Guerra de las Malvinas, en 1982.
En la segunda parte, describe y analiza el orden democrático frente al Estado terrorista. Legalidad y Legitimidad, Estado de facto y Estado de Derecho, justicia ordinaria o justicia política.
Obviamente, incluye los acontecimientos sucedidos en la democracia recuperada, como las Leyes de Obediencia Debida y Punto Final, los indultos a los genocidas y todas las consecuencias del “pacto implícito cívico‐militar”. También reflexiona sobre el sentido del discurso elaborado desde el poder que intentó imponer el olvido y la impunidad.
Esta obra extraordinaria y de esencial utilidad para cualquier contexto de defensa y difusión de los Derechos humanos y la memoria colectiva y activa, incorpora la edición original, en la cual Eduardo Luis Duhalde describe y explica la estructuración del Estado terrorista, su metodología criminal de aniquilamiento y terror, y los inicios de la lucha del pueblo argentino y de la comunidad internacional contra el Terrorismo de Estado.
Desde los innumerables aportes provenientes de las áreas del gobierno nacional, se destacan dos focos notables de producción por su diversidad y calidad: la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Programa “Educación y Memoria” del Ministerio de Educación Nacional.
La primera presenta una serie de publicaciones que incluyen Bioética, Educación en Derechos Humanos, Identidad, Justicia Penal Juvenil, Normativa, Salud Ambiental, Salud Mental, Sitios de
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Memoria y Terrorismo de Estado. En este ámbito, el Archivo Nacional de la Memoria tiene un rol fundamental. Ubicado actualmente en el Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos, la ex ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), el sitio se recuperó en 2004 como fruto de la lucha de los organismos de Derechos Humanos y el coraje del Presidente Néstor Kirchner.
La UNESCO decidió proteger y salvaguardar este emblemático espacio donde funcionó el trágicamente famoso centro clandestino en el cual se torturó, se asesinó y se sometió a desaparición forzada a 5.000 hombres y mujeres que luchaban y trabajaban por un mundo con más justicia social.
Actualmente, tengo el honor y el privilegio de integrar el Centro Internacional para la Promoción de los Derechos Humanos, creado por Ley 26.708, del 30 de noviembre de 2011, con el auspicio y apoyo de la UNESCO.
El segundo foco de reflexiones, el Programa “Educación y Memoria”, ha generado actividades de capacitación docente, espacios de debate y producción de conocimientos, y en particular una fecunda presencia en el sistema educativo a través de publicaciones y materiales didácticos para alumnos y docentes.
En el marco de la aprobación de la Ley Nacional de Educación, se concretó y organizó la inclusión de contenidos curriculares vinculados con la construcción de una identidad nacional desde la perspectiva de la integración latinoamericana: la causa Malvinas, la memoria colectiva del pasado reciente, como pilares para la construcción de un país más justo y más equitativo, con una democracia que defienda el Estado de Derecho y la plena vigencia de los Derechos Humanos.
La riqueza didáctica, la calidad de enfoques y recursos como “Pensar la dictadura: Terrorismo de Estado en la Argentina. Preguntas, respuestas y propuestas para su enseñanza” me permitieron también estructurar y desarrollar el presente artículo.
Anima mi exposición la convicción de que la memoria no surge espontáneamente. Se construye, se elabora, se trabaja, se transmite. No se constituye en la simple rememoración del horror, sino en la resignificación de ese recuerdo y el análisis de lo ocurrido.
Para conjurar la amenaza del retorno del horror hace falta considerar que no existe una única memoria, y por eso no puede haber una “pacificación” basada sobre el olvido. Las memorias conllevan relatos, voces, discursos. La memoria de los represores busca el olvido en la perpetuación de un discurso y una representación de la Historia bajo la cual intentaron justificar el genocidio argentino y latinoamericano.
La memoria debe generar y sembrar respuestas positivas que permitan construir desde el presente hacia el futuro un muro que impida que vuelvan a ocurrir cosas como las vividas en la Argentina durante la larga noche del horror.
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También, y como consecuencia de este enfoque, la memoria es un combate: significa una nueva lectura de ese pasado oprobioso, no sólo desde el recuerdo de las víctimas sino además desde la experiencia del pueblo, del conjunto de la sociedad que se siente identificada con una condena moral y efectiva del Terrorismo de Estado.
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1. El Terrorismo de Estado. Sustracción de los cuerpos y la memoria
1.1. Genealogía del golpe cívico militar de 1976.
Eduardo Luis Duhalde observaba que además de conocer el pasado es preciso asumirlo en todas sus significaciones desde el presente crítico, porque la dignidad a reparar es la nuestra, para poder legarla a las nuevas generaciones: “Este es el desafío de la institución de la memoria: al asumir colectivamente esa culpa y reparación, podremos rescatar el sentimiento ético de pertenencia a la especie humana”.
En la Argentina el accionar represivo del Estado se inicia desde la constitución misma de la Nación en el siglo XIX y la llamada “conquista del desierto”. En los inicios del siglo XX, para el primer Centenario, se manifiesta frente a las primeras luchas obreras que resistían la explotación durante los inicios del proceso del accidentado proceso de industrialización.
La oligarquía agro ‐ ganadera en el poder reaccionaba asustada ante los primeros movimientos populares organizados, en gran parte conformados por inmigrantes y sus descendientes, obreros, artesanos e intelectuales, que cuestionaban la explotación y al Estado defensor de los intereses de clase y difundían las propias ideas entre toda la ciudadanía.
Cuando la oligarquía fue desplazada del gobierno por la llegada exitosa de movimientos populares al poder, tras elecciones legítimas, sistemáticamente recurrió al Ejército y luego a las Fuerzas Armadas para asaltar el Estado, controlar al conjunto de la sociedad e imponer privilegios. El Terrorismo de Estado venía a imponer y naturalizar los efectos económicos de la explotación.
El régimen iniciado con el golpe de 1976 se inscribe en esta lógica de dominación ejercida por una élite que en nombre de la Patria no ha vacilado en aliarse históricamente con los poderes imperiales para conservar y acrecentar sus privilegios.
Esa élite y sus cómplices locales y extranjeros siempre fue beneficiaria material y simbólica de los episodios de violencia ejercida desde el Estado contra sus adversarios ideológicos y políticos en la Argentina: la represión contra los obreros en huelga en la Semana Trágica de 1919 y en las huelgas de la Patagonia (1921); los fusilamientos de José León Suárez en 1956, la represión a los estudiantes universitarios de la Noche de los Bastones Largos, la masacre de Trelew (que hoy cobra nuevas evidencias) son parte de una lista mucho más extensa.
Sin embargo, hubo un factor crucial que marcó la nefasta experiencia reciente.
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A diferencia de los gobiernos de facto surgidos de anteriores golpes cívico militares en la Argentina, el ejercicio sistemático de implantación del terror ejecutado por las FF.AA. a partir de 1976 tuvo características tales que en muchos análisis se ha llegado a establecer como un “salto cualitativo” de la metodología represiva y la violencia política ejercida desde el Estado.
Se trató esencialmente de desarrollar y ejecutar plan encaminado a la inoculación del terror en el seno de la sociedad de un modo “capilar”, es decir, mediante un alto grado de difusión e interiorización entre ciudadanos despojados de su condición de tales.
Este objetivo se logró mediante técnicas específicas, cuyo eje fue la desaparición forzada de personas y la utilización de centros clandestinos de detención, tortura y exterminio.
1.2. Constitución e ideología del régimen
Instauración de la dictadura
El escritor desaparecido por la dictadura Rodolfo Walsh expresó: “Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas”.
En su Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, que difundió el 24 de marzo de 1974 antes de ser emboscado por un “grupo de tareas” de la represión, Walsh narra de modo ejemplar:
“El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva, lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron”.
El gobierno de facto que, según se explica en la Carta abierta… había venido a restaurar “la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desarrollo de las fuerzas productivas, explotan al pueblo y disgregan la Nación”, estaba encabezado por los comandantes de las tres armas: el general Jorge Rafael Videla (Ejército); el almirante Emilio Massera (Marina) y el brigadier Orlando Ramón Agosti (Aeronáutica).
Tras la toma del poder la Junta se atribuyó la máxima autoridad del Estado, con la capacidad de fijar las directivas generales del gobierno y disponer de las designaciones de los funcionarios.
Es preciso mencionar que, en consonancia con sus objetivos, gran parte de esas designaciones en áreas clave correspondían a los ideólogos y beneficiarios civiles del régimen. El Ministerio de
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Economía se entregó al ultraliberal Consejo Empresario Argentino, en persona de su presidente José Alfredo Martínez de Hoz, asiduo interlocutor de Rockefeller y conspicuo miembro de la oligarquía local.
Del mismo modo Sociedad Rural Argentina recibió la Secretaría de Ganadería, mientras que el Banco Central le tocó a la Asociación de Bancos Privados de Capital Argentino (Adeba), vinculada con el Fondo Monetario Internacional (FMI), y la Cámara Argentina de Comercio asumió la Secretaría de Programación y Coordinación Económica. Hubo asimismo funcionarios civiles en Justicia, Educación, Cancillería y otras reparticiones.
Interesa resaltar este aspecto contra la idea de que unos militares fanáticos tomaron por asalto al conjunto de la sociedad, ya que hubo también responsables civiles de la dictadura y del Terrorismo de Estado.
El gobierno encabezado por la Junta Militar expresó cifradamente sus verdaderos objetivos al autodenominarse Proceso de Reorganización Nacional, dejando claro que su principal designio era la restauración de un determinado “orden” contrapuesto al caos y la desorganización que los había llevado a asumir su obligación patriótica.
Casi inmediatamente a su asunción, la Junta emitió una proclama difundida hacia todo el país en la que afirmaba que se arrogaba la dirección máxima del gobierno nacional como parte de una “decisión por la patria”, en “cumplimiento de una obligación irrenunciable” y en procura de la “recuperación del Ser nacional”. Interpelaba de este modo a toda la ciudadanía, convocándola a ser parte de una “nueva etapa” en la que había “un puesto de lucha para cada ciudadano”.
El país, un gran “cuartel”
Entre sus primeras medidas, el gobierno de facto instauró el Estado de sitio en todo el país.
Los lugares de trabajo y producción se transformaron en objetivos militares; fueron removidos los poderes ejecutivos y legislativos en los niveles nacionales y provinciales; se declaró el cese de funciones para todas las autoridades federales, provinciales y municipales; fueron afectadas las cortes de Justicia nacionales y provinciales y se declaró en comisión a todos los jueces; se suspendió la actividad de los partidos políticos; se intervinieron los sindicatos y las confederaciones obreras y empresarias; se suprimió el derecho de huelga y se anularon las convenciones colectivas de trabajo; se instauró la pena de muerte para delitos de orden público, y una férrea censura de prensa.
El país era de hecho una guarnición militar en gran escala, organizada de acuerdo con particulares funcionalidades operativas. Se dividió el territorio en Zonas, Subzonas y Áreas que coincidían con los respectivos comandos del Cuerpo del Ejército.
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Bajo esta configuración la Junta Militar establecía las responsabilidades para el ejercicio sistemático y planificado de la represión sobre “el accionar subversivo”. Por otra parte, se demarcaba, por medio de una precisa campaña de difusión, el marco semántico según el cual la sociedad argentina debía ser “reorganizada”.
La noción de “proceso”, con sus reminiscencias judicial – burocráticas, alude a una serie de sucesos impuestos para un sujeto o conjunto de sujetos bajo una concepción racional y mecanicista. El “proceso” aparece como una instancia inevitable. Se conoce su inicio, pero no necesariamente su final. Por eso los gobernantes planteaban explícitamente “metas” en lugar de plazo. Incluso el “proceso”, en pos de sus objetivos, podría atravesar sucesivas etapas, no necesariamente previstas de antemano.
Ahora bien, ¿qué era lo que debía “reorganizarse” en la Argentina?
Aunque la pregunta es compleja y no es nuestro objetivo abordar todos sus matices, se puede ensayar una respuesta si se atiende a los sujetos sociales que fueron blanco prioritario de la represión y el terror de Estado: las organizaciones denominadas “subversivas” (que como señala Walsh en la Carta abierta… habían sido ya reprimidas fuertemente por el ejército en la etapa previa), junto con dirigentes obreros y militantes políticos, en su gran mayoría jóvenes.
La “misión” del régimen
Uno de los propósitos fundamentales de la dictadura era precisamente transformar las relaciones de fuerza entre el mundo el trabajo y el del capital y generar las bases perdurables de un nuevo “orden”. La persecución se extendía a los actores políticos, personalidades y en general a cualquier ciudadano que según el régimen representara ideas “nocivas” para el país.
Esta política se enmarcaba, más ampliamente, en lo que se conoce como Doctrina de la Seguridad Nacional, estrategia represiva elaborada para los países de la región desde EE.UU. en el marco del enfrentamiento contra los gobiernos socialistas.
Ese enfrentamiento se colocaba en un plano civilizatorio. En cada país se traducía bajo el supuesto de una “guerra interna” contra el peligro de “invasión” e “infiltración” comunista o del “marxismo – leninismo”. Las fronteras ya no eran geográficas sino ideológicas, por cuanto se oponía la “civilización occidental y cristiana” a la “amenaza marxista”.
Si bien los contextos y procesos políticos y sociales asumían en cada caso rasgos propios, los regímenes impuestos en países como Argentina, Brasil, Chile, Uruguay y Paraguay adoptaban ejes comunes, fundamentalmente el protagonismo político de las Fuerzas Armadas mediante regímenes de larga duración y con pretensión de institucionalizarse, que apelaron terror en una magnitud inusitada.
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En líneas generales, estos regímenes autoritarios decretaron la muerte del Estado de Bienestar y constituyeron el primer paso de la instauración de las políticas neoliberales que tendrían continuidad en los países latinoamericanos durante los años ochenta y noventa, ya bajo gobiernos mayormente democráticos.
Las reformas que venían a instalar tuvieron denominadores comunes como la apertura irrestricta de las economías, la privatización de las empresas públicas, la valorización financiera en detrimento de la producción y el trabajo, el fenomenal endeudamiento externo y la transferencia de ingresos hacia los sectores concentrados y multinacionales.
Con estas concretas intenciones, los militares argentinos y sus socios civiles emprendieron una épica de “pacificación” en resguardo de una entidad que iba más allá de la Patria y denominaban, metafísicamente, “el Ser nacional”.
La esencia misma de la sociedad y el Estado debía “reorganizarse”.
En un país que había alcanzado un nivel atendible de desarrollo de las fuerzas productivas, con un alto grado de educación y movilidad social, el único Estado que podía garantizar la ausencia de conflictos era un Estado represivo, capaz de acallarlos por la fuerza.
Históricamente, el Estado había actuado sobre los sujetos o sobre los conflictos, pero no, como ahora se proponían los militares, eliminando al mismo tiempo a los sujetos y a los conflictos, o mejor dicho: los conflictos en los sujetos.
Parafraseando la metáfora organicista a que apelaba el régimen, digamos que se intentó ejecutar de este modo una cuidadosa extirpación, no solo de los cuerpos considerados “perjudiciales” para el tejido social, sino y sobre todo de cualquier posibilidad de proliferación de esos fragmentos de tejido “enfermo”.
El cambio propuesto era muy profundo; no bastaba con un simple proceso de ordenamiento, sino que debían transformarse normas y marcos institucionales, administrativos y empresariales, pero además políticas, métodos, hábitos y hasta la misma “mentalidad” (como definía el ministro Martínez de Hoz en su escrito Bases para una Argentina moderna: 1976 – 80).
Para alcanzar este objetivo la dictadura ejerció dos tipos de violencia: la violencia del Estado y la violencia del mercado; la política represiva del régimen fue ejecución e inscripción simbólica de sus designios sobre el “cuerpo social” de la Nación Argentina.
1.3 La metodología de la represión
Plan de exterminio
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El régimen se había trazado “etapas”. La inicial se había cumplido con la carta libre para los “operativos” de “combate a la subversión” en el contexto previo al golpe; tras el golpe, al poco tiempo ya habían sido virtualmente “exterminados” los grupos armados, los pilares del movimiento obrero organizado y los núcleos relacionados con la izquierda y los movimientos populares.
Pero el exterminio, ese acto por naturaleza imposible e impensable, debía medrar en la conciencias por medio del terror. Lo impensable (la inequidad, el extermino) debía hacerse tolerable y hasta necesario, mientras que modos arraigados de ver la realidad social (el Estado de bienestar, la defensa de intereses colectivos) se debían transformar en impensables, potencialmente ajenos al “Ser nacional”.
El terror era el instrumento fundamental para que el conjunto de los habitantes del país depusieran cualquier reivindicación. Despojados de todos sus derechos, se debía además convencerlos, íntimamente, de que la disciplina impuesta por el régimen era una opción, literalmente, por la supervivencia y la integridad, una elección propia. En tal sentido, los posibles oponentes políticos se convertían en víctimas y en herramientas del miedo.
La figura del “subversivo” fue la metáfora viral correspondiente. Por una parte, se la identificaba con la violencia, la muerte y el caos que los militares invocaron para erigirse en el poder, y por otra con lo “anormal” y lo “foráneo”. Las características de las personas que recibían el mote no contaban realmente. Bastaba ser señalado, aun en potencia, como subversivo, para ser portador de la peste designada por el régimen como el agente contrario del “ser nacional”.
Citemos otra frase muy conocida del general Ibérico Saint Jean, gobernador de facto de la provincia de Buenos Aires en 1977: “Primero mataremos a todos los subversivos, luego mataremos a sus colaboradores, (…) a sus simpatizantes, (…) a aquellos que permanezcan indiferentes y finalmente mataremos a los tímidos”.
Bajo esta amenaza los lazos sociales quedaban virtualmente suprimidos por un pseudo estado de naturaleza: todos podemos ser contagiados por el mal; pero en ese caso no seremos víctimas, sino portadores pasibles de ser eliminados. El ser nacional era el Ser, y la subversión, la representación misma de la nada. De allí la centralidad de la figura del “desaparecido” en la estrategia represiva.
Sobre este marco conceptual es que pueden identificarse sintéticamente las principales características del terrorismo de Estado en la Argentina:
a) La violencia puesta al servicio de la eliminación de los adversarios políticos y el amedrentamiento de la población por medio de mecanismos represivos: encarcelamiento, destierro, persecución, censura, vigilancia, y fundamentalmente, la puesta en marcha de los centros clandestinos de detención;
b) la utilización del terror como omnipresente herramienta de disciplina social y política; la violencia ejercida por el Estado sobre los designados o sospechados “subversivos” era la regla, no
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la excepción; se trataba de una política sistemática que utilizaba el terror para engendrar más terror, como una suerte de vacuna o antivirus;
c) el terror sistemático por parte del Estado contenía en sí el agravante de ser ejercido por fuera de todo marco legal, sin perjuicio de que la dictadura, como tal, utilizara la estructura jurídica de la nación para justificar sus procedimientos;
d) en consecuencia, el núcleo de las acciones represivas se desarrollaba en la clandestinidad: la dictadura se adjudicó la potestad sobre derechos y garantías, sobre la norma constitucional y sobre los mismos principios legales que instituyen a los Estados modernos en términos del monopolio de la fuerza: transgrediendo el pacto social sobre el que se fundan las modernas sociedades en occidente, el Estado paso de ser el garante de la convivencia de la sociedad civil por medio del uso legítimo de la violencia a constituirse en un omnímodo y ubicuo agresor que utilizaba clandestinamente la violencia para suprimir cualquier atisbo de un orden o un tipo de convivencia diferentes del que los que el mismo régimen buscaba instituir,
e) el enemigo político, al identificarse con una materia orgánica portadora del “mal”, dejaba de ser humano y perdía el último derecho que puede invocarse, el de la dignidad personal; la extrema crueldad de la sistemática sustracción de bebés, por ejemplo, queda despojada desde esta perspectiva de cualquier susceptibilidad de juicio ético, ya que pasaba a ser una suerte de radical acto de purificación o “saneamiento” del cuerpo social.
Figura del “desaparecido”
Este conjunto de características de la metodología represiva adoptada por el régimen desembocan, como hemos ya señalado, en la fundamental figura del “desaparecido”. En efecto, esta figura, al implicar un borramiento de la identidad de las personas, conllevaba el borramiento de las huellas que pudieran suponer la transmisión de un legado de hecho peligroso para el orden instituido.
El jefe de la primera junta de gobierno militar, Jorge Rafael Videla, caracterizó con precisión esta figura al expresar: “El desaparecido no está, no existe, por eso es un desaparecido”.
Ni siquiera la muerte, esa noción constitutiva del sujeto humano, que se percibe a sí mismo en la confluencia de historia e identidad, logra subsistir a esa idea: lo que no es hoy, nunca fue, o mejor dicho, nunca debió haber sido; en la medida en que fue “necesariamente” suprimido en tanto elemento anómalo portador o susceptible de portación del “mal”, su inexistencia responde a un orden de cosas. No existe porque no debe existir. Existió, pero eso no cuenta, porque la desaparición viene a redimirlo de semejante inconveniente.
El desaparecido viene a redimir con su inexistencia al cuerpo social, que sólo permanece sano porque, en tanto cuerpo, es preservado de su inevitable degradación. Que gran parte de la institución eclesiástica diera su explícita y casi necesaria bendición a las desapariciones, no deja
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de ser un hecho significativo: se sabe que los santos comenzaron actuando, providencialmente, desde catacumbas.
La “maquinaria” genocida
Otro aspecto a considerable, concomitante con el marco metafórico que venimos desgranando, es el de los atributos del Estado represivo que venía a imponer el régimen de terror. Se trataba eminentemente de un Estado moderno, con herramientas y recursos sofisticados para perpetrar asesinatos masivos.
El régimen hacía explícita la recurrencia a la técnica, la eficiencia y la sistematicidad. La técnica era otro emblema del régimen. Este aspecto, como veremos, liga ostensiblemente el cómo con el qué. Las mismas motivaciones ideológicas, políticas y económicas por las cuales la dictadura pudo y, desde la perspectiva del opresor, debió imponerse, se relacionan con un permanente recurso a la ideología mecanicista, positivista y eficientista que en las postrimerías del siglo el conservadurismo occidental logró asimilar con el correcto y sano funcionamiento de las sociedades, con la empresa privada como “modelo.
Los atributos y significados de la “máquina” se desplegaban bajo el terror como una virtuosa apelación del orden modernizador. En tal sentido, sociedad, máquina y cuerpo eran signos intercambiables. La metáfora “dar máquina”, que se aplicaba según los testimonios de las víctimas para nombrar las torturas con picana eléctrica en los campos de exterminio, sintetiza este imaginario del particular “iluminismo” que animaba a los restauradores.
Esa eficacia y eficientismo que aunaba autoritarismo, aniquilación sistemática y silenciamiento, también campeaba en lo que los militares denominaban “combate”.
Leamos fragmentos de las “Órdenes secretas antisubversivas. En su inciso a), bajo el ´titulo “Operaciones contra elementos subversivos” el documento dice:
“Aplicar el poder de combate con la máxima violencia para aniquilar a los delincuentes subversivos donde se encuentren. La acción militar es siempre violenta y sangrienta… El delincuente subversivo que empuñe armas debe ser aniquilado, dado que cuando las FF.AA. entran en operaciones no deben interrumpir el combate ni aceptar rendición (… ) El ataque se ejecutará: a) Mediante la ubicación y aniquilamiento de los activistas subversivos. También se podrá operar en forma semiindependiente y aun independiente, como fuerza de tarea. b) Las órdenes: como las acciones estarán a cargo de las menores fracciones, las órdenes deben aclarar, por ejemplo, si se detiene a todos o a algunos, si en el caso de resistencia pasiva se los aniquila o se los detiene, si se destruyen bienes o se procura preservarlos, etc. (…) Emboscada: esas oportunidades de lograr el aniquilamiento no deben ser desaprovechadas, y las operaciones serán ejecutadas por personal militar, encuadrado o no, en forma abierta o encubierta”.
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Nótese que estas “Órdenes” no discriminan entre las situaciones que para los militares podían ser consideradas “combate”. Los defensores del régimen, cuyo discurso sigue vigente en muchos sectores, han procurado equipar la represión de la dictadura con una guerra. El “enemigo” designado por los militares, no tenía derecho a la vida. También se hace explícito aquí un aspecto que ratifica la organicidad y sistematicidad de las distintas instancias de la metodología.
Consta en el documento que aquello se se intentó presentar como “excesos” en el marco de una guerra, era un plan sistemático de acción clandestina y exterminio. Esto queda ratificado en otra serie de instrucciones, que especifican “Elementos a llevar: capuchones o vendas para el transporte de detenidos a fin de que los cabecillas detenidos no puedan ser reconocidos y no se sepa dónde son conducidos.
Tampoco se elude la explícita inclusión de los menores en el plan: “La evacuación de los detenidos se producirá con la mayor rapidez, previa separación por grupos: jefes, hombres, mujeres y niños, inmediatamente después de la captura”.
La perversidad sistemática se extiende a las instrucciones para la selección de “informantes”, que “deberán ser inteligentes y de gran carácter y deberán tener una razón para serlo (creencia, odios, rencores, política, ideología, dinero, venganza, envidia, vanidad, etc.)”. (El subrayado es nuestro.)
La máquina del Terrorismo de Estado operaba así de modo orgánico y planificado en todo detalle imponiendo su voluntad sobre la vida y la muerte, la dignidad humana, mediante órdenes “secretas” de acuerdo con su lógica de borramiento de los cuerpos, la identidad y la historia en procura de la instauración del silencio: un silencio concertado, una suerte de psicosis social que los publicistas del régimen resumieron bajo una ominosa recomendación pública: “El silencio es salud”.
1.4 Vida cotidiana bajo el terrorismo de Estado
“Habrá miedo por varias generaciones”
La frase pertenece al represor Ramón Camps, y fue recogida en el libro El caso Camps, punto inicial, por el periodista y empresario Jacobo Timerman.
Secuestrado en abril de 1977, torturado en un centro clandestino de detención y liberado luego de 30 meses gracias a los fuertes reclamos internacionales, una vez en libertad Timerman escribió sobre su experiencia en varios libros.
En el texto citado reproduce un diálogo con Camps, en el que queda clara la vinculación entre el plan de exterminio, el borramiento de las identidades, la intención de disciplinamiento social por medio del terror y la pretensión (convicción, podría decirse) de olvido e impunidad que ostentaban los represores.
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En el diálogo, Timerman observa que la comunidad internacional ya estaba condenando la represión en la Argentina. “No quedará vestigio ni testimonio”, observó el militar. Timerman le recordó la suerte de la Alemania de Hitler tras los crímenes del Holocausto, con un país divido por las llagas del genocidio. “Hitler perdió la guerra, nosotros ganaremos”, fue la respuesta.
La propia lógica de la represión clandestina, como vimos, necesitaba que mientras los grupos de tareas ejecutaban secuestros y operaban plenamente los campos de concentración, millones de argentinos continuaran trabajando, estudiando, amando, conviviendo y disfrutando de su tiempo libre.
Sin embargo, la condición de la “normalidad” que proponía el régimen era la contracara de una violenta serie de anormalidades institucionales. La ilusión de la “normalidad” de la vida cotidiana podía sostenerse si se escindía del terror diseminado en la sociedad y en las conciencias, que adoptaba la forma de la autocensura y la desconfianza.
Es decir, la vida cotidiana bajo el régimen era posible por medio de la asimilación del terror silencioso sobre el que se sustentaba la maquinaria estatal militarizada.
No hubo apoyos declamativos hacia el régimen. Para las mayorías, temor y asentimiento eran caras de una misma moneda.
Para entender la aparente ambigüedad de la vida cotidiana bajo la dictadura, es preciso asumir que si bien la sociedad argentina padeció en su conjunto el terror bajo el régimen, existía una matriz social y cultural autoritaria, verificable históricamente, que hacía posibles las condiciones para que ese terror pudiera desplegarse.
Es notorio que violaciones a los derechos humanos ocurrían puertas adentro de los campos de detención y exterminio; salvo contadas excepciones, los cuerpos víctimas no estaban a la vista de los demás ciudadanos. Pero al mismo tiempo, los centros de detención y exterminio estaban ubicados en zonas transitadas.
Hubo intentos posteriores de revisar la etapa bajo la falsa idea de que las “mayorías silenciosas” (y “normales”, en el lenguaje del régimen) no estaban al tanto de las características de la represión.
En verdad, los secuestros a cargo de los violentos grupos de tarea se llevaban a cabo ante vecinos, muchas veces en plena luz del día; los centros clandestinos estaban emplazados en centros urbanos, en sitios de gran visibilidad; había una gran cantidad de exiliados políticos, muchos de ellos reconocidos artistas, intelectuales y académicos; los organismos de Derechos Humanos realizaron publicitadas denuncias, en el país y en el exterior; desde 1977 las Madres de Plaza de Mayo pedían por la aparición con vida de sus hijos; los operativos de seguridad se realizaban en rutas y calles de todo el país, donde los ciudadanos “normales” se convertían en sospechosos por el solo motivo de circular.
Uno de los aportes para entender esta dinámica fue realizado por el politólogo Guillermo O Donnel, quien llevó a cabo una serie de investigaciones para analizar la vida cotidiana durante la dictadura. Sin perder de vista el contexto de opresión, no puede dejarse de lado el tema de la
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construcción del consenso para el ejercicio exitoso del terror silencioso impuesto por los militares. Dice el autor:
“Si desde el aparato estatal se nos despojó de nuestra condición de ciudadanos y se nos quiso reducir, por los mecanismos del mercado, a la condición de obedientes y despolitizadas hormigas, en los contextos del cotidiano. Se intentó llevar a cabo una similar obra de sometimiento e infantilización, se acentuaron fuertemente los rasgos más represivos e infantilizantes de muchas familias (modelo patriarcal sobre el cual, por otra parte, machacaron la propaganda oficial y la comercial). Con el surgimiento espontáneo de kapos que colaboraban voluntariamente a nivel micro con la política oficial, lo supieran los que estaban en el gobierno o no, hubo una sociedad que se patrulló a sí misma”.
La dictadura en verdad “soltaba los lobos en la sociedad” y estimulaba rasgos de autoritarismo e intolerancia arraigados en las condiciones de la vida corriente, que en el nuevo contexto se aplicaron “hacia abajo”, desde diversas posiciones microsociales de mando, en las escuelas, oficinas, fábricas, pero también en las familias y los medios de comunicación.
Papel de la prensa masiva
Por otro lado, se contaba con la intervención, la “complicidad” o el silencio autoimpuesto de la mayor parte de la prensa masiva, cuyo papel consistió básicamente en el silenciamiento de esas violaciones, su naturalización o en el mejor de los casos, de la presentación de los horrores como producto de una guerra interna (que el estado, en tanto estado militarizado tenía la obligación moral de librar para bien de todos los habitantes del país), o directamente, como obra de “la subversión”.
Los principales medios, muchas veces intervenidos por el gobierno, operaban a la vez como herramientas de construcción y circulación del discurso oficial, y por otro, como dispositivos de silenciamiento de cualquier discurso opositor.
Ciertamente, muchos profesionales de prensa que se desempeñaban en los medios durante los años 1976 a 1983, se han manifestado en diversos tonos y modalidades, desde declaraciones de mea culpa hasta la justificación de los propios actos apelando a algo así como una “obediencia debida” al gobierno militar.
Lo que sí puede afirmarse, y las evidencias de archivo ratifican, es que los diarios principales del país, obraron en cadena para transmitir las noticias desde el punto de vista del gobierno. Como recuerda el periodista David Blaustein en el libro Decíamos ayer. La prensa argentina bajo el Proceso, “uno de los recuerdos más socorridos sobre los primeros tiempos de la dictadura es el que gira en torno de la súbita interrupción de la transmisión televisiva que daba paso al Comunicado número... Los diarios no hacían sino amplificar socialmente esa misma verticalidad y la consolidan, dándola por imbatible.”
Había órdenes expresas de los altos mandos.
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El Comunicado Nº 19 de la Junta Militar, emitido el 24 de marzo del ‘76 decía que se condenaría a diez años de reclusión “al que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare noticias, comunicados o imágenes con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar la actividad de las Fuerzas Armadas, de seguridad o policiales”.
Desde la Secretaría de Prensa y Difusión se envió a los medios una serie de consejos sobre qué decir y cómo decirlo. Uno de ellos fue la “obligación de inducir a los valores fundamentales que hacen a la integridad de la sociedad, como por ejemplo: orden, laboriosidad, jerarquía, responsabilidad, idoneidad, honestidad, dentro del contexto de la moral cristiana”.
El Comfer (Comité Federal de Radiodifusión) calificaba a los programas como “aptos” o no para su difusión y elaboraba “recomendaciones”, “orientaciones” y “disposiciones” respecto de los temas, los valores nacionales y los principios morales que debían proponerse desde la programación. A su vez, la información del exterior quedó totalmente prohibida.
Por supuesto, hay una diferencia entre la censura, la autocensura y el colaboracionismo, y gran parte de los medios nacionales ejercieron, en virtud de sus propios intereses e ideología, la segunda modalidad.
En el caso del diario Clarín, que aún hoy se promociona como “el gran diario argentino”, los titulares exasperan el silenciamiento hasta caer en el sinsentido de escatimar el quién, el porqué y el cómo de los hechos narrados, bajo un estilo impersonal y burocrático. Por ejemplo, el 3 de abril de 1976 podía leerse: “Anunciaron el Programa para el reordenamiento de la economía nacional”. Todo el periódico era una monocorde magafonía del palabrerío oficial.
En La Nación, de objetivos e intereses muy cercanos a los del gobierno militar, el sinsentido fue autoimpuesto: no tuvo necesidad de ensimismarse en la opacidad informativa de Clarín, ni tampoco salió a batir el parche iluminando con una luz magra los resquicios democráticos que pudiera abrir la dictadura; sencillamente, pareció sentirse cómodo, como en su casa. El primer editorial del diario, una vez inaugurada la dictadura, lleva este título: “La edad de la razón”.
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Política cultural y educativa del régimen
Del mismo modo que ocurría con la prensa, la censura y la autocensura constituyeron una parte significativa de lo que podría entenderse como “política cultural”, pero en un marco de precisas coordenadas establecidas por el gobierno.
El represor Ramón Camps expresó en la revista La Semana la concepción de los dictadores sobre su misión en todas las áreas: “La lucha que se llevó a cabo contra la subversión en la Argentina no termina solamente en el campo militar. Esta lucha tiene varios campos y tiene por finalidad conquistar al hombre. Es decir, todos los sectores de la población deben apoyar esta conquista del hombre, su mente, su corazón”.
Esta otra lucha tampoco era improvisada, sino que se libraba merced a la planificación y el despliegue de una compleja estructura en el nivel nacional y local, mediante equipos dedicados a la censura, abogados, intelectuales, académicos, editoriales y toda una infraestructura dedicada al combate y disciplinamiento en el terreno de la producción simbólica y de conocimientos.
Estas tareas se centralizaban en el Ministerio del Interior, donde funcionaba la Dirección General de Publicaciones (DGP). Con ese organismo interactuaban la SIDE (Servicio de Inteligencia del Estado), los Estados Mayores de las FFAA, el Ministerio de Relaciones Exteriores, y además se mantenía un contacto permanente con el Ministerio de Educación, donde había una delegación específica del servicio de inteligencia del Ejército.
Bajo este aparato de represión cultural y educativa se produjeron hechos de quemas e incluso desaparición de libros. Fueron casos emblemáticos la quema de 24 toneladas de libros del CEAL (Centro Editor de América Latina) y la desaparición de libros de EUDEBA, de la cual militares convocados por personal civil de la empresa secuestraron 90.000 ejemplares.
Reconocido escritores sufrieron la desaparición, como el citado Rodolfo Walsh, Héctor Oesterheld, Haroldo Conti, Paco Urondo, Roberto Santoro y Susana Piri Lugones, y muchos fueron encarcelados u obligados al exilio, como Antonio Di Benedetto, David e Ismael Viñas, Osvaldo Bayer, Pedro Orgambide, Juan Gelman, Humberto Constantini, Mempo Giardinelli o Leónidas Lamborghini.
También se prohibieron y censuraron libros infantiles, bajo la consigna de resguardar los valores de la familia, la religión o la patria. Podían objetare palabras como “vientre” o “camarada”. El libro Un elefante ocupa mucho espacio, de la escritora Elsa Bornemann fue objetado por relatar una huelga de animales. En virtud de esta verdadera cacería de objetos culturales, análoga a la que era cometida en el orden social, fue común que las personas destruyeran libros, discos y revistas en sus propias casas.
Pero el control de la dictadura excedió los objetos y alcanzó al lenguaje mismo; ciertas palabras eran consideradas sospechosas o peligrosas, en particular las vinculadas con teorías identificadas como de “izquierda”. También eran potencialmente subversivos los trabajos grupales. En Córdoba se llegó a prohibir la enseñanza de la matemática moderna, tanto en colegios como en
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la Universidad, ya que en la medida en que todo pudiera estar sujeto a revisión se instalaba el peligro de la inestabilidad y el cuestionamiento. Se llegó a objetar la teoría de conjuntos, que representaba una peligrosa tendencia colectivista frente a la preferible formación del individuo.
En 1979 se llevó a cabo la denominada “Operación Claridad”, bajo la cual se investigó, persiguió y espió a personas del campo de la cultura y la educación, entre ellos Mercedes Sosa, María Elena Walsh, Sergio Renán, Pacho O’ Donnell, Horacio Guaraní, Nacha Guevara, Tato Pavlosky, Litto Nebbia, César Isella, entre otros a los que se les imputaban “antecedentes ideológicos desfavorables”. En las listas de la Operación Claridad se identifican 39 estudiantes y docentes que hoy permanecen desaparecidos.
El sistema educativo en particular era considerado por la dictadura terreno fértil donde la subversión había logrado “infiltrar” sus “ideas disolventes”, por lo que era necesario realizar una “depuración ideológica” en todos los niveles educativos. En 1977 el Ministerio de Cultura y Educación editó un documento bajo el título Subversión en el ámbito educativo (conozcamos a nuestro enemigo), que fue distribuido en todos los niveles del prescolar al universitario.
Allí podía leerse: “Es en la educación donde hay que actuar con claridad y energía para arrancar la raíz de la subversión demostrando a los estudiantes la falsedad de las concepciones y doctrina que durante tantos años se les fueron inculcando”. Estas premisas se fundaban, de acuerdo con el particular núcleo metafórico que adoptó el régimen, en la detección de “una grave enfermedad moral que afecta a toda la estructura cultural y educativa”.
El proyecto educativo perseguía un doble objetivo. Por una parte, la sumisión de los docentes, el control de los contenidos de los cursos y de las actividades de los alumnos y sus padres.
Las escuelas eran concebidas como cuarteles, mediante la regulación de comportamientos, vestimenta y actitudes. Por otra parte, se buscaba la internalización de patrones de conducta vinculados con los valores que obsesivamente enunciaba el régimen bajo apelaciones a la “moral cristiana”, la “tradición” y el “ser nacional”. El docente debía responder a un modelo aséptico y despojado de cualquier sospecha de afinidad con “ideologías foráneas”.
En el citado documento se describe un ámbito educativo amenazado por el “virus marxista” y se remarcaba que los educadores tenían la responsabilidad de ser los “custodios de la soberanía ideológica”, dado que “la incesante búsqueda del ser nacional y la lucha sin tregua por consolidar su conciencia no reconocen final”.
Afirmó el represor Acdel Vilas que con la represión sólo se había afectado la “punta del iceberg de la subversión: “Es necesario destruir las fuentes que alimentan, forman y adoctrinan al delincuente subversivo, y esas fuentes están en las universidades y escuelas secundarias”.
Con ese objetivo se suspendieron el Estatuto del Docente y todas las instancias gremiales.
Las acciones de control y espionaje se llevaron a cabo en el plano cotidiano, incluso mediante la inserción de agentes de inteligencia como celadores. Por supuesto, se dictaban instrucciones para la detección de lenguaje o elementos subversivos en las aulas. Los padres eran instados a controlar, vigilar y denunciar a sus hijos si notaban actividades sospechosas.
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Recurramos, una vez más, a una ilustrativa apelación publicitaria del régimen: “¿Sabe lo que está haciendo su hijo en este momento?”.
2. Las luchas por la memoria
2.1 Organismos de DD.HH. y resistencia durante la dictadura
Los resquicios del discurso oficial
El discurso del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, bajo circunstancias de dominación casi absoluta, no admitía réplicas. Contradecir sus postulados, según la lógica del régimen, era lo mismo que confirmar sus fundamentos: si alguien cuestiona el discurso del Orden, la Autoridad y los defensores de la Patria, no busca otra cosa que el “caos”, el “desgobierno” y la instauración de la “antipatria” contra el Ser Nacional.
Frente a ese discurso monolítico, con un léxico y construcciones metafóricas que eran ensamblados y readaptados en distintos formatos según las instancias de producción simbólica afines al régimen, fueron alzándose voces críticas que lo impugnaban.
Eran pocos los resquicios por los que podían filtrarse esas voces. Algunos, en plena vigencia del régimen, se abrían en la prensa masiva, a pesar del contexto adverso en que se desarrollaba la actividad periodística. Fue notable el caso de revista Humor, que utilizó la sátira para operar una estrategia de producción y lectura que se reflejó en un verdadero fenómeno editorial. Muchas ediciones fueron secuestradas, y las amenazas eran moneda corriente.
Otra de las manifestaciones culturales de difícil control para el régimen fue el movimiento del rock nacional. Si bien en el apogeo represivo la actividad era mínima e todos los ámbitos, debe destacarse que en muchos casos desde un espacio en “no politizado” de la cultura juvenil artistas y público lograron en muchos casos burlar la censura y elaborar una codificación artística sobre la denuncia y la resistencia ante el terror.
Para citar sólo unos pocos ejemplos, entre 1976 y 1978 quien estuviera informado podía escuchar canciones como Sólo le pido a Dios o La navidad de Luis, de León Gieco; las estremecedoras Noche de perros o Los sobrevivientes, de Charly García, o Las golondrinas de Plaza de Mayo, de Luis Alberto Spinetta. Por supuesto, las obras figuraban en las listas de prohibiciones de la dictadura.
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Pero todas estas manifestaciones, que mostraban la pervivencia de sectores sociales resistentes a la ideología del régimen y hasta alumbraban nuevas formas de enunciar las aspiraciones a una sociedad justa e igualitaria, no tenían organicidad ni objetivos precisos, por lo que constituían signos valiosos de resistencia pero no un movimiento articulado.
Primeras luchas, bajo opresión
Paralelamente, alimentando de algún modo esas voces disidentes y prestándoles una secreta coherencia y unidad, se iniciaba la acción fundamental de los primeros movimientos y organismos de Derechos Humanos, que comenzaron a denunciar los secuestros y reclamar la “aparición con vida” de los desaparecidos.
Los organismos de Derechos Humanos comenzaron a buscar a los detenidos desaparecidos mientras se desplegaba el sistema represivo del régimen, desafiando las prohibiciones. Apelaban a distintos recursos, como cartas, presentaciones de habeas corpus, entrevistas, denuncias en el exterior, recorridas por juzgados y dependencias militares, misas recordatorias. El objetivo de la lucha era denunciar los secuestros y reclamar la aparición con vida de los detenidos desaparecido.
Afrontaban un problema difícil de formular: ¿cómo decirle a una sociedad signada por la represión, los mecanismos de control, la censura y la autocensura, lo que estaba pasando? ¿Cómo nombrar la desaparición, hacer presente la ausencia?
Las Madres de Plaza de Mayo constituyen un destacado ejemplo de esas luchas. Adoptaron estrategias que se convirtieron en símbolos mundiales de la lucha contra el autoritarismo y la resistencia al terror, más allá de la etapa de la dictadura.
Las Madres lograron articular sus reclamos y difundirlos mediante la creación de símbolos específicos, la invención de rituales y la visibilización de los desaparecidos. Los famosos pañuelos blancos, muchos de ellos con el nombre de sus hijos bordados, se han convertido en el principal símbolo de su lucha y de la lucha universal por los DD.HH:
El principal ritual de manifestación fueron las conocidas rondas en la Plaza de Mayo, que también se realizaban en plazas de otras localidades del país. Surgieron como un modo de sortear la amenaza de detención, ya bajo el el estado de sitio estaba prohibido reunirse en la vía pública. Cuando un grupo de personas osaba reunirse, se oía la consabida orden policial: “¡Circulen!”.
Las Madres circularon.
La acción de las Madres fue a primera intervención pública ante la represión. Algunas de ellas, como Azucena Villaflor, resultaron desaparecidas. El clima de terror y de silencio imperante determinó que en nuestro país, más allá de los señalados “resquicios” en ámbitos artísticos, intelectuales y periodísticos, no tuviesen mayor repercusión. Tras la restitución democrática llegó
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el reconocimiento a su lucha. Como sostiene el investigador Ulises Gorini, autor del libro La rebelión de las Madres. Historia de las Madres de Plaza de Mayo, las Madres constituyeron un nuevo sujeto político, capaz de crear espacios de resistencia en medio del terror.
Otra de las organizaciones de Derechos Humanos que ha ganado un amplio reconocimiento es Abuelas de Plaza de Mayo. Se formó en mayo de 1977, cuando María Eugenia Casinelli ‐consuegra del poeta Juan Gelman‐ y otras once abuelas firmaron una carta en pedido de un habeas corpus colectivo, dirigido a la Justicia de Morón. Denunciaban la existencia de bebés desaparecidos y pedían que se suspendieran las adopciones. Desde entonces las Abuelas vienen realizando una imprescindible labor en la recuperación de la identidad de los niños secuestrados por lo militares, que hoy llegan a 105.
Además fueron creados otros organismos para denunciar los crímenes de la represión y el terror de Estado, algunos de ellos en la etapa previa a la dictadura.
En 1976 se conformó Familiares de Detenidos Desaparecidos por Razones Políticas, con motivo de la desaparición simultánea de 24 personas en Córdoba. También el Servicio Paz y Justicia (SERPAJ), en 1974; el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH); en 1974, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). En 1975 se había conformado la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), a partir de la convocatoria de personas provenientes de distintos sectores sociales y políticos, preocupadas por el aumento de la violencia y el quiebre de la vigencia de los derechos humanos elementales.
2.2 Denuncias internacionales de los crímenes de lesa humanidad
Aislamiento del régimen
Si bien, como hemos observado, eran voces minoritarias, los organismos de DD.HH. fueron logrando un apreciable grado de consenso, primero en relativa soledad y luego en sinergia con acciones en el campo de la cultura, los movimientos sociales y reclamos de organizaciones de trabajadores.
Las denuncias lograron llegar más allá de las fronteras del país.
Si en una primera etapa de la dictadura, los gobernantes de las principales potencias occidentales vieron con buenos ojos a un gobierno de facto que se proponía aniquilar a los movimientos de izquierda, hacia 1977 la opinión pública internacional comenzó a conocer en detalle las múltiples violaciones a los Derechos Humanos llevadas adelante por la Junta Militar.
En gran parte fueron las distintas comunidades de exiliados quienes llevaron adelante las principales campañas de denuncia. Muchos de ellos, por cercanía cultural y lingüística, residían
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en México y España, pero pronto las noticias sobre lo que ocurría en la Argentina constituyeron parte de una agenda mucho más amplia, con eco en las instituciones.
En 1978 el mundial de fútbol fue una instancia para que el régimen se mostrara en el exterior e imantara las adhesiones internas, asegurando el consenso ya logrado por medio del sistema de terror y control social. El intendente de la ciudad de Buenos Aires explicaba el la utilización que la dictadura quería darle al campeonato frente al contexto de denuncias internacionales: “El Mundial de Fútbol de 1978 es un reto para poder presentar al mundo la imagen auténtica de nuestra patria y no la que suministraban ‐y suministran‐ los mal llamados argentinos que no pueden ser compatriotas, al cubrir con oscuros telones la cabal fisonomía argentina”, declaró el brigadier Osvaldo Cacciatore en La Nación, el 29 de junio de 1978.
En Francia, un grupo de militantes de izquierda, principalmente de origen francés, creó el Comité de Boicot a la Copa del Mundo en la Argentina (COBA).
Sin embargo, contrariando las intenciones del régimen, la atención concitada por el Mundial conmovió a las distintas comunidades de exiliados que aprovecharon el efecto mediático para dar a conocer al mundo las violaciones a los Derechos Humanos en la Argentina.
En nuestro país, los militares y otros sectores del poder denunciaron que los exiliados estaban desplegando una “Campaña antiargentina”.
“Derechos y Humanos”
En 1979 se presentó en Argentina la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA para investigar los centros de detención, el estado de los prisioneros políticos y la situación de los desaparecidos.
“El informe presentado por el organismo en abril de 1980 sobre la situación de los DD.HH. en el país concluye que “por acción u misión de las autoridades públicas y sus agentes, en la República Argentina se cometieron numerosas y graves violaciones de fundamentales derechos humanos”.
Repasemos sintéticamente la enumeración del informe: derecho a la vida; derecho a a libertad personal; derecho a la seguridad e integridad personal; derecho de justicia y proceso regular; falta de garantías. También resalta derechos limitados parcial o totalmente: libertad de opinión, expresión e información; derechos laborales; derechos políticos (…).
No vale la pena detallar el capítulo del Informe referido a las recomendaciones para corregir esa situación, ya que cayeron en el vacío, ignoradas por los genocidas.
Un hecho de fuerte impacto en este contexto fue el otorgamiento en 1980 del Premio Nobel de la Paz para Adolfo Pérez Esquivel, presidente del Servicio de Paz y Justicia.
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Tal vez el inicio del fin de la hegemonía del terror que buscó (y en gran medida, logró) imponer el régimen, se refleja, una vez más, en un eslogan utilizado por los dictadores para contrarrestar la supuesta “campaña antiargentina” elaborada desde el exterior para desacreditar a la dictadura sobre la base de las denuncias internacionales de sus crímenes contra la humanidad: “Los argentinos somos derechos y humanos”.
Últimos actos
Ese estado de creciente aislamiento internacional coincidía con los primeros efectos manifiestamente adversos de la política económica. Había llegado el fin de la “plata dulce” y la especulación como sistema de control social. El quiebre previsible de bancos y financieras, que se sumaba a la cuantiosa pérdida de empresas locales y el desempleo, al tiempo que comenzaba a gravitar el peso del endeudamiento sobre la debilitada economía nacional.
De acuerdo con el sentido regresivo del régimen, el poder de los grandes grupos económicos se había incrementado y reforzado complementariamente al empobrecimiento de los sectores medios y asalariados, lo cual contribuía a un velado malhumor social.
En este punto es preciso mencionar también el papel de los trabajadores, que al ser uno de los principales blancos del régimen, adoptaron estrategias de sobrevivencia y reclamo que atravesaron toda la etapa.
La mayor parte de los conflictos desde 1976 se registraron en sectores industriales, fundamentalmente metalúrgicos, Luz y Fuerza, textiles y automotrices.
En 1979 se llevó a cabo el primer paro general, cuyos organizadores fueron encarcelados.
También hubo otras formas de resistencia, dadas las condiciones de terror represivo en que debían desenvolverse los reclamos. Una de las modalidad se designó como de “resistencia defensiva”, que ponía acento en la lucha por mantener niveles salariales y condiciones de trabajo previniendo las represalias empresariales contra dirigentes y organizaciones gremiales.
Las huelgas se repitieron 1981. Para entonces el gobierno, acorralado en muchos aspectos, incluso por sus propias contradicciones internas, había permitido el reinicio de la actividad política. Se conformó la Multipartidaria, una asociación de partidos políticos con el concurso de casi todas las fuerzas nacionales con el objetivo común de sostener un diálogo con la Junta en pos de la recuperación del Estado de Derecho. Se hablaba del “tiempo democrático”.
El 30 de marzo de 1982 la Confederación General del Trabajo (CGT) convocó a una concentración masiva en Plaza de Mayo para repudiar a la dictadura, pero no pudo llegar hasta la plaza y fue duramente reprimida hubo más de mil quinientos detenidos. Muchos argentinos tuvieron oportunidad de entonar una consigna que cada vez comenzaba a escucharse con mayor frecuencia: “Se va a acabar / se va a acabar / la dictadura militar”.
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En este marco aprovechamos para relatar las instancias finales del régimen, que no pueden saltearse porque involucran un tema tan sensible y actual como la soberanía sobre el territorio nacional en relación con el legítimo reclamo de las islas Malvinas.
El apoyo a la operación en Malvinas no implicaba necesariamente un apoyo a los jefes militares. Para muchos argentinos, incluso para quienes habían sido víctimas de la represión militar y se encontraban en el exilio, Malvinas significaba un símbolo de despojo imperialista y, por ende, una causa justa.
Que la dictadura haya utilizado estos sentimientos como insumos de su política de manipulación y apropiación de los símbolos nacionales, no deslegitima la vigencia del reclamo. Al conocerse y reconocerse aquella verdad, hoy la reivindicación de la soberanía se realiza en nuestro país desde un Estado que asume su tarea de reparación histórica, de modo coherente con el homenaje a los caídos y los ex combatientes, víctimas del régimen. La apertura del informe Rattembach, que describe los crímenes de los dictadores en plena guerra, simboliza este aspecto.
El gobierno militar utilizó a la población como rehén para ir a la guerra con el mismo espíritu exterminador y de desprecio por la vida que había utilizado para instalar la “paz”, con la población joven como “carne de cañón”. El grueso de los soldados que habían sido enviados a Malvinas eran conscriptos de entre 18 y 19 años, bautizados tempranamente como “los chicos de la guerra”.
La guerra duró setenta y cuatro días. En ella murieron 649 soldados argentinos (323 en el hundimiento del buque Gral. Belgrano y 326 en combate en las islas); los heridos superaron los mil. Más de 350 ex combatientes argentinos se suicidaron desde el fin de la guerra hasta nuestros días.
2.3 Del Nunca Más a la “Obediencia Debida” y el “Punto Final”
La primera etapa democrática Tras la derrota en Malvinas deterioro del gobierno militar se hizo irreversible, mientras que a la luz de la actuación aberrante de las jerarquías militares en el conflicto gran parte de la sociedad comenzó a rechazar las prácticas y discursos sobre las que se habían fundado las FFAA para cometer las atrocidades que bajo su imperio habían sido ni más ni menos que “políticas de Estado”.
En 1982 las Madres de Plaza de Mayo organizaron la Marcha por la vida y la Marcha por la Resistencia que congregaron cada una a más de 10.000 personas.
En abril de 1983 se conoció el documento auto exculpador que las FFAA elaboraron bajo el el infausto título “Informe final sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo”. Allí se declaraba: “Quienes figuran en nóminas de desaparecidos (…) a los efectos jurídicos y
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administrativos se consideran muertos”. Además mencionaba la existencia de posibles “errores y excesos que pudieron traspasar los límites de los Derechos Humanos fundamentales y que quedan sujetos al juicio de Dios en cada conciencia”.
Unos 50.000 manifestantes repudiaron ese mismo año el informe. Parte de la opinión pública, pocos años antes hegemonizada por el silencio, la tergiversación y la autocensura, adoptó ahora una postura de reclamo para que se investigasen los crímenes de la dictadura y se conociera la verdad de lo sucedido durante los años del terror. La exigencia de justicia y castigo a los responsables del régimen comenzó a incorporarse en la agenda civil.
Las FFAA también dictaron en septiembre de 1983, cuando ya estaba pronto a asumir el gobierno democrático surgido de las primera elecciones desde 1973, una “Ley de pacificación nacional”. Se trataba ni más ni menos que de una autoamnistía encubierta con el objetivo de que los militares no fueran juzgados por el accionar represivo.
En contraste con esta pretensión, fundada en el discurso de la “guerra antisubversiva” y “los excesos” cometidos en resguardo y prevención del “orden” y la “identidad nacional”,
La restauración democrática con la asunción del presidente Raúl Alfonsín (Vicepresidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos) y la persistencia del reclamo y movilización de los organismos de Derechos Humanos pusieron en el centro de la escena las denuncias de las violaciones de los Derechos Humanos por parte del Estado Terrorista.
Desde el gobierno radical se adoptaron medidas en la dirección dar respuesta a la creciente demanda social de juicio y castigo. Se derogó la Ley de Pacificación Nacional, se realizó el informe de la CONADEP, conocido bajo la publicación del Nunca Más, y luego el procesamiento de las Juntas Militares y las cúpulas de las organizaciones armadas..
Estos hechos demostraron y establecieron como verdad incuestionable la existencia de un plan sistemático de exterminio de personas bajo la modalidad del terrorismo de Estado ejecutado por la dictadura.
En este contexto los organismos de DDHH comenzaban a señalar diferencias con aspectos de las decisiones gubernamentales. Asimismo había divergencias entre los organismos sobre los distintos planteos de exigencias y demandas.
Una de las fundamentales objeciones hacia la concepción oficial fue la prevalencia de un discurso según el cual la sociedad argentina fue víctima neutral del enfrentamiento entre “dos terrorismos” o “dos demonios”. Esta concepción suponía el desconocimiento no sólo de las condiciones de inequidad y opresión en que surgieron las organizaciones contestatarias, que en su momento contaban de no poco asentimiento social, sino sobre todo de las complicidades y modalidades de consenso que amplios sectores sociales brindaron a la “lucha antisubversiva”.
El pedido de enjuiciamiento de los responsables políticos de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura. Un buen ejemplo de esta demanda se vio en la multitudinaria «Marcha por la vida», realizada en octubre de 1982, que tenía como consigan central «juicio y castigo a los culpables».
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La dictadura respondió el 28 de abril de 1983 con un informe conocido como «Documento final», en el que, como era previsible según el título mismo del escrito, la Junta Militar interpretaba la violencia estatal por ella misma instrumentada como parte de una batalla final contra la subversión y el terrorismo.
La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) fue creada el 15 de diciembre de 1983 para llevar adelante la investigación sobre las violaciones a los Derechos Humanos ocurridas entre los años 1976 y 1983. Estuvo integrada por personalidades de diversos ámbitos de la cultura, la ciencia y la religión, entre otros.
La CONADEP tenía como misión investigar, recibir información y denuncias sobre las desapariciones de personas, secuestros y torturas que sucedieron durante el período de la dictadura, con el objetivo final de generar informes a partir de todos estos elementos reunidos. Así sucedió y la comisión entregó su documento final al entonces presidente Raúl Alfonsín (1983‐1989) el 20 de septiembre de 1984.
Luego, el informe sería editado en el libro Nunca Más, también conocido con el nombre de Informe Sábato, dado que el reconocido escritor había redactado parte de su contenido y presidido la comisión investigadora.
Alfonsín tomó una serie de medidas importantes como la derogación de la ley de autoamnistía militar, el enjuiciamiento a siete jefes guerrilleros y a las tres primeras Juntas Militares y la que produjo más polémica: la reforma del Código de Justicia Militar, para que se conformara por su medio un Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas que tendría la potestad de juzgar el accionar militar y las violaciones a los Derechos Humanos.
Por varios motivos, el Nunca Más es uno de los libros más importantes que se han producido en nuestro país desde la reapertura democrática y aún de nuestro siglo XX. El impacto social del libro sigue siendo asombroso. Hasta el año 2007, se habían vendido 503.830 ejemplares y había sido traducido a varios idiomas.
La ofensiva por la impunidad
A pesar del logro histórico que significó el Juicio a las Juntas, este relato resultó funcional con las presiones militares y de sectores afines que buscaron poner fin a los procesamientos de las cadenas de mando del PRN. En un marco de amenaza al orden democrático se sancionaron las “leyes de impunidad” (Obediencia Debida y Punto Final).
Este hecho comenzó a emerger en el espacio público otra modalidad de construcción de la memoria, vinculada directamente con las voces de sobrevivientes de los centros clandestinos de detención, familiares de los detenidos – desaparecidos y los integrantes de los movimientos de Derechos Humanos.
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La figura central de los relatos comenzó a ser la figura del detenido – desaparecido, en torno de la cuál se estableció un debate sobre el modo en que debían ser recordados, si como víctimas, si como militantes políticos, si como revolucionarios o bajo alguna modalidad que combinara algunas de estas opciones.
Mayoritariamente los relatos sobre los desaparecidos no habían puesto el acento sobre su condición de militantes, en particular si la militancia se relacionaba con la lucha armada. A mediados de los ’90 se inició pues una nueva etapa de la construcción de la memoria, caracterizada por la politización de las formas del recuerdo, en contraste con la creciente “despolitización” de la sociedad, que bajo el neoliberalismo triunfante protagonizaba, ahora bajo un gobierno constitucional, la concreción del proyecto socioeconómico que había iniciado el PRN.
2.4 “Leyes del perdón” y surgimiento de nuevas memorias
Indulto neoliberal y resistencias
Bajo el menemismo se impuso el concepto de “pacificación nacional”, según el cual la cuestión de la violación sistemática de los Derechos Humanos durante la dictadura debía quedar saldada. Sin embargo, en esos años una serie de acontecimientos redefinieron el escenario.
El rechazo del Senado al pedido de ascenso de los capitanes de fragata Pernías y Rolón por ser partícipes de la represión ilegal. Las declaraciones del marino Scilingo, quien reconoció su participación en los “vuelos de la muerte”, en los que se arrojaba vivos a los detenidos desaparecidos al mar y al Río de la Plata. La autocrítica del entonces Jefe del Ejército Marín Balsa, al admitir la participación de su fuerza en la represión.
El surgimiento de la agrupación HIJOS (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio). Esta última contribuyó a reavivar el debate político sobre los años 70 y sus vínculos con el presente. Además incorporó una nueva táctica para denunciar a los represores, el “escrache”.
Testimonios militantes
La temática de la militancia de los años 70 comenzó a ocupar un lugar cada vez más relevante en producciones culturales. Por ejemplo, el documental Cazadores de utopías, de David Blaustein
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(1995), y el libro La voluntad. Testimonios de la militancia revolucionaria, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós (1997).
En ellas se privilegiaba el carácter testimonial; las voces y las memorias de los antiguos militantes de las principales organizaciones políticas empezaban a circular y a conformar el núcleo dinámico de esa “nueva memoria”.
Expresión de este surgimiento fue la creación del Monumento a las víctimas del terrorismo de Estado, en una franja costera del Río de la Plata, impulsado por los organismos de Derechos Humanos.
En el seno de la sociedad civil se produjeron asimismo gestos de memoria, como placas recordatorias en barrios, plazas, escuelas y universidades; intervenciones artísticas; charlas; debates; producciones artísticas, etc. Eran formas de verificar que la memoria colectiva no tenía un solo sentido, pero podía construirse sólo en la medida en que la sociedad no estuviera dispuesta a incurrir en el olvido, el silencio y la impunidad.
Con la crisis de 2001 y 2002 quedó claro que la sociedad ya no toleraba la represión como forma de resolver conflictos. Los “escraches” fueron adoptados en la vida cotidiana como forma de aislar a los responsables del descalabro y terror económico, que habían malvendido el patrimonio público, endeudado al país más allá de lo sostenible y creado una ficción equivalente a la de la “plata dulce”.
El “Que se vayan todos” enunciaba un reclamo que, como se comprobó con el tiempo, buscaba no el “fin de la política” y del Estado (como en los tiempos de la dictadura) sino el advenimiento de una política y un Estado que asumieran la responsabilidad de encauzar las demandas populares.
2.5 Memoria, Verdad y Justicia como política de Estado
Puntos de inflexión
Por eso la cuarta etapa en la recuperación de la memoria es la que adviene con la asunción del presidente Néstor Kirchner, en mayo de 2003, como emergente del debate social por un proyecto de país inclusivo, con desarrollo y justicia social.
La actualización del debate sobre los años 70 en la Argentina venía a recordar que la dictadura no sólo había buscado imponer el terror para sostener un esquema de dominación, sino además para impedir precisamente las aspiraciones a mejoras colectivas con sentido popular y mayoritario.
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Esta es la razón por la que el gobierno de Néstor Kirchner desde sus inicios diera prioridad en la agenda política a la reversión de las leyes del olvido y colocara a los organismos de Derechos Humanos en un lugar de privilegio en el proceso de conservación y transmisión de la memoria del terrorismo de Estado. De este modo desde el gobierno se daba respuesta y continuidad a una lucha de 30 años.
La creación de la Secretaría de Derechos Humanos, desde sus inicios a cargo de un emblemático luchador e investigador como Eduardo Luis Duhalde fue un hito de gran significación.
Desde ese ámbito se propició una indispensable revisión de la llamada “teoría de los dos demonios”, que el Estado había hecho propia como explicación sesgada de los hechos en la etapa anterior, equiparando las acciones de la militancia política juvenil con la violencia represiva del Estado.
En un nuevo prólogo agregado a una renovada edición del libro Nunca Más, Duhalde afirmaba: “Es preciso dejar claramente establecido ‐porque lo requiere la construcción de un futuro sobre bases firmes‐ que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares, frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y el Estado que son irrenunciables”.
Esta revisión rectificaba, por parte del Estado, una concepción ambigua de la interpretación de la historia, pero además respondía a una visión más amplia, destinada a desmantelar los preceptos inscriptos por la dictadura, a sangre y fuego, en el “cuerpo social”. La ideología del régimen era refutada desde los máximos niveles de las autoridades democráticas, sentando las bases para revertir “la pedagogía del terror convirtió a los militares golpistas en señores de la vida y la muerte de todos los habitantes del país”.
Parte de la sociedad había asimilado que el Nunca Más podía cobrar sentidos más amplios que poner coto a los intentos de gobernar en virtud de la violencia represiva. Ya no serían tolerados los quiebres institucionales ni el terrorismo de Estado, pero tampoco la imposición de proyectos de país antipopulares, que pusieran en juego la soberanía, la libertad y las aspiraciones a una vida digna de todos los habitantes.
Dos momentos de inflexión dieron cuenta de que gobierno se había comprometido a llevar a adelante esas demandas.
En 2003, el presidente Néstor Kirchner ordenó descolgar los retratos de los residentes de facto del Colegio Militar. La imagen recorrió el mundo y continúa siendo símbolo de la una voluntad firme de reparación histórica y afirmación de las instituciones de la República.
En 2004, en al acto conmemorativo del 24 de marzo, Kirchner se hizo presente en la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), junto con un grupo de sobrevivientes de la represión en el que había sido uno de los principales centros clandestinos de detención y exterminio, y tal vez el más ominosamente emblemático.
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Recuperación de espacios para la memoria
La decisión de transformar y resignificar ese predio de cara a la sociedad nacional e internacional constituyó sin dudas un claro ejemplo de la adopción de una política de Estado con una orientación reparadora. Desde 2007 funciona allí el ente público Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos, creado con el mandato de “preservar la memoria colectiva del terrorismo de Estado, servir a la reparación simbólica de las víctimas, sus familiares y la sociedad en su conjunto frente a la detención – desaparición y contribuir a la promoción integral de los derechos humanos”.
La resignificación y refuncionalización de este espacio se cumple, precisamente, en la preservación de las huellas del terror, conservando aquellos edificios que fueron eje del funcionamiento de la ESMA como centro clandestino de detención y exterminio.
La recuperación de los espacios donde se puso en práctica materialmente la metodología del terror de Estado pone en juego una reversión en los hechos de la estrategia de silenciamiento que hemos descripto como uno de los núcleos de estrategia represiva y de disciplinamiento social durante la dictadura cívico militar de 1976.
La creación del Archivo Nacional de la Memoria opera en el mismo sentido, constituyendo una fuente de documentación activa, que provee a la preservación de la memoria al tiempo que posibilita el descubrimiento de nuevas evidencias para los juicios contra los represores.
También debe mencionarse una consistente política editorial que se ocupa por una parte de crear nuevas fuentes para la información y la reflexión sobre el terror de Estado y los Derechos Humanos, pero además pone en juego el reconocimiento de las voces que fueron silenciadas. Un ejemplo es la edición del volumen Palabra Viva, que reúne textos de escritoras y escritores desaparecidos y víctimas de la represión entre 1974 y 1983.
Estas acciones, entre muchas otras, sintetizan y marcan la diferencia sustancial de la etapa actual con las anteriores en cuanto a la búsqueda de preservación de la memoria, radica precisamente en que el Gobierno y el Estado nacional asumieron como propio el relato de los organismos de Derechos Humanos, afrontando el desafío y los riesgos de constituirse en vehículos de un conjunto de demandas históricas para que las políticas de la memoria puedan consolidarse como políticas de Estado.
3. Educar en la memoria para construir el futuro. Hacia una ética del Nunca Más
La transmisión de la memoria
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Una de las principales vertientes de esa política se verifica en distintas modalidades de institucionalización de la memoria y de la incorporación de la temática del terror de Estado en la enseñanza, con eje en el Nunca Más y la condena a las violaciones sistemáticas de los Derechos Humanos por parte del régimen del ’76.
Hoy puede decirse que en las escuelas se logró una relativa eficacia en cuanto a la transmisión de la condena moral sobre lo actuado por la dictadura de 1976, pero sin embargo es necesario ahondar en la explicación los motivos de esos sucesos, el contexto en que sucedieron, la responsabilidad de cada sector social en la irrupción y la vigencia del terror de Estado.
Asimismo, se hace indispensable trabajar sobre las continuidades, conflictos y omisiones que ya en democracia hacen indispensable avanzar en la construcción de la memoria en el presente.
De acuerdo con estos objetivos, desde el Ministerio de Educación de la Nación se han llevado adelante políticas relacionadas con la enseñanza del terrorismo de Estado.
En 2004 se creó el Programa Educación y Educación y Memoria (originalmente llamado “A treinta años”) con el objetivo de producir materiales didácticos y brindar capacitación docente.
También en 2004, el Ministerio incluyó en el diseño curricular, a través de los Núcleos de Aprendizajes Prioritarios (NAP), la definición de que lo ocurrido en la Argentina entre 1976 y 1983 fue “terrorismo de Estado”.
Por la misma naturaleza dinámica de los hechos políticos y sociales y las lecturas que inscriben en el presente las marcas y las pugnas del pasado reciente, la enseñanza de esta temática sigue constituyendo una tarea cotidiana desde cada aula en cada una de las localidades del país.
Es importante no sólo transmitir los hechos y los conceptos para comprenderlos y analizarlos, sino además abrir la posibilidad de formular preguntas que permitan reflexionar acerca de la especificidad de la enseñanza de este tema.
Esta premisa se refleja en el proyecto “Memoria y Derechos Humanos en el Mercosur”, del Ministerio de Educación y la Organización de los Estados Americanos (OEA). En el documento Educación, Memoria y Derechos Humanos: orientaciones pedagógicas y recomendaciones para su enseñanza se trazan algunas directrices fundamentales para construir una pedagogía de la memoria.
Enunciamos aquí los ejes conceptuales que se plantean en ese trabajo como síntesis de un verdadero programa de acción educativa: 1) La transmisión del pasado reciente: enseñar lo inenseñable; 2) El problema de la transmisión generacional; 3) El problema de la representación; 4) El problema de la dimensión local; 5) El problema de los Derechos Humanos en la actualidad.
Estos ejes parten de la premisa de que ejercer la memoria también es preguntarse permanentemente sobre el papel de la educación, la pedagogía y la escuela frente a estos fenómenos contradictorios y esencialmente, su sentido histórico y social.
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Asimismo expresan la importancia de la formulación de interrogantes en tiempo presente que permitan abrir interpretaciones para la comprensión de un pasado signado por el terror y la inequidad de modo que a la vez permitan proyectar y construir futuros más justos, con nociones de ciudadanía, democracia, respeto de la diversidad, inclusión y justicia social.
“Educar en la memoria para construir el futuro”, una muestra organizada por el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación en 2007 es el concepto central que resume estas prácticas.
Su contenido aborda la genealogía de los movimientos populares y construcción ciudadana en contraposición con los “procesos” de clausura de la voluntad popular, implantación del terror y privatización de la vida cuya máxima expresión, como hemos detallado en la primera parte de este artículo, fue precisamente el régimen instaurado en 1976.
En estos ejemplos de propuestas educativas se trata de poner en primer plano la capacidad de leer e interpretar el pasado desde el presente, y de interpelar el presente desde la experiencia histórica, con la carga de dolor que conlleva en este caso, es una instancia imprescindible para aspirar a la construcción, desde la formación ciudadana, del respeto por los Derechos Humanos.
Por estos motivos también es preciso diferenciar la enseñanza sobre ese pasado de las modalidades de recuerdo que despojan al pasado de su vitalidad. Recordemos la observación del historiador inglés Eric Hobsbawn en su Historia de Siglo XX, donde sostiene que en la época actual muchas veces las personas viven en un “presente permanente, sin relación orgánica con el pasado del tiempo en que viven”.
Los signos de la memoria
Con relación a esta perspectiva pedagógica de la memoria en el presente, es oportuno destacar la importancia de las formas de representación de la figura del desaparecido a lo largo de la lucha de los organismos de Derechos Humanos. Ya hemos visto que los esfuerzos para dar visibilidad social a este tema se vincularon desde el primer momento con la imagen. Ana Longoni refiere que las dos grandes genealogías fueron las fotos y a producción de siluetas, que venían a denotar que el desaparecido tuvo una identidad, un nombre, una biografía, ante de desaparecer.
Años después, las marchas fueron encabezadas por una larguísima bandera con miles de fotos reunidas por las Madres, las Abuelas, los familiares y los militantes. También se publicaron y publican fotos en periódicos, revistas, murales callejeros o en sitios de memoria. Artistas plásticos generaron, ya en democracia, una obra colectiva con las huellas de los cuerpos ausentes, cuantificando el número de víctimas en escala natural.
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Las pinturas con las siluetas en el espacio público, originalmente dispuestas sobre el piso, a pedido de las Madres fueron puestas de pie, erguidas sobre paredes, árboles o rejas, en Plaza de Mayo y otras plazas, edificios públicos, cuarteles. Estas imágenes son símbolos del dolor y de la restitución de la memoria en la Argentina y en muchos países que compartieron y comparten la resistencia, la denuncia y la lucha.
También se puede trazar una genealogía de las luchas a través de la evolución los cánticos y consignas con que los Organismos y militantes fueron enarbolando sus demandas durante las distintas etapas de lucha. Por ejemplo: “Con vida los llevaron, con vida los queremos”, durante las primeras etapas de las Madres. Recuperada la democracia, hacia 1983 se pedía por “Aparición con vida y castigo a los culpables”.
Durante los años siguientes en las marchas podía escucharse: “Milicos, muy mal paridos/¿qué han hecho con los desaparecidos?/ La deuda externa, la corrupción / son la peor mierda que ha tenido la Nación”.
Y también: “Qué pasó con las Malvinas / esos chicos ya no están / No tenemos que olvidarnos / y por eso hay que luchar”.
Y en todo momento, aún alzamos la voz: “Treinta mil compañeros desaparecidos: ¡presentes, ahora y siempre!”.
Theodor Adorno afirmaba que “si la educación tiene un sentido, es evitar que Auschwitz se repita”. La pregunta por cómo fue posible el horror, no sólo pretende mantener abiertas las compuertas de los relatos sobre lo sucedido sino además reflexionar en cuáles fueron las condiciones de posibilidad para que el terrorismo de Estado haya podido ocurrir en nuestro país y bajo modalidades específicas, con complicidades, consenso, resistencias y diversas reacciones sociales, muchas veces contradictorias y complejas.
Asumir la complejidad es asumir la posibilidad de obrar, precisamente, en sentido contrario de las líneas ideológicas profundas sostuvo el régimen del ’76 y en gran medida logró instaurar con marcas perdurables en las conciencias y en la sociedad.
Epílogo. Las luchas continúan
Walter Benjamin señaló que cada generación tiene su propia cita con el pasado. La nuestra debe encontrar los mejores senderos para enseñar el “Nunca Más”. Los sistemas educativos deben favorecer las condiciones de libertad y confianza para que, individual y colectivamente, los jóvenes se apropien del pasado.
Inés Dussel explica que el terrorismo de Estado, como parte de la memoria oficial, arrastró otras cuestiones de la vida en las instituciones educativas: noemas de convivencia, revisión de rituales, organización democrática frente rasgos residuales de autoritarismo.
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Horacio González, en una bella publicación sobre Azucena Villaflor, advierte sobre los riesgos de quedarnos estancados en el culto de los muertos, aunque sean nuestros muertos, admirados luchadores de la justicia social y la libertad. Y recordando a Marx afirma que la historia debe encararse con un sentido de futuro, a medida que el pasado deja de obrar como una pesadilla en el cerebro de los vivos.
Por eso termino este repaso por la memoria del terrorismo de Estado, las luchas por la identidad de las víctimas y por el juicio y castigo a todos los responsables de la represión ilegal y los crímenes de lesa humanidad, y por las políticas de Estado con sentido reparador y de formación ciudadana en el ejercicio de los Derechos Humanos, con una serie de apelaciones por la continuidad de nuestras luchas.
Para que las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo continúen recibiendo el afecto y reconocimiento que merecen.
Para que los nietos recuperados, HIJOS y todos los jóvenes que se educaron en la política sigan acompañando los juicios a los genocidas.
Para que los movimientos sociales y políticos consoliden una democracia con plena vigencia de los Derechos Humanos.
Para que Memoria, Verdad y Justicia sean para siempre nuestra bandera de lucha y el fundamento de la construcción colectiva del presente y del futuro.
Actualmente continúan las causas judiciales por delitos de lesa humanidad. Hasta el momento, de los 1.900 genocidas involucrados en las distitas causas, 800 están procesados, 240 han sido condenados (muchos de ellos con prisión perpetua) y 300 fallecieron antes de que se dictara sentencia.
Como aporte complementario a la presentación durante el Congreso, se proyectó un video sobre el Terrorismo de Estado en la Argentina y la recuperación del predio donde funcionó el Centro Clandestino de la Escuela de Mecánica de la Armada.
Colaboraron con este artículo Leonardo Longhi y Sebastián Masquelet
* Aquí o en la Bibliografía sugiero incluir la info sobre webs de referencia:
http://www.derhuman.jus.gov.ar/publicaciones.html
http://www.derhuman.jus.gov.ar/anm/
http://www.cipdh.gov.ar
http://www.espaciomemoria.ar