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321 MAYORÍAS, MINORÍAS Y ESTADO DE DERECHO Alberto Hidalgo Tuñón Universidad de Oviedo. MPDLA. El argumento que voy a desarrollar en esta ponencia es muy simple. Es muy frecuente desde el punto de vista del ciudadano crítico oponer su visión supuestamente «realista» y pegada a los hechos de la vida cotidiana (donde hay minorías, opresión e injusticia) al mundo etéreo del Derecho, donde los conflictos se resuelven limpiamente mediante normas diseñadas con tiralíneas. Según el enfoque la teoría pura del Estado de Derecho la protección jurídica de las minorías parece cosa fácil: “coser y cantar”. La crítica del ciudadano no se hace esperar, pues bien parece que la teoría jurídica tiene que ver poco con la práctica mundana; en consecuencia, que la teoría es papel mojado, porque lo que realmente importa es la acción práctica y la política. «Obras son amores y no buenas razones», reza el refrán popular. Pero en un segundo momento, cuando analizamos los conceptos mismos que se nos proponen «mayorías, minorías y Estado de Derecho», pronto constatamos que las teorías ni son tan nítidas y transparentes, ni son neutrales, que las razones y las explicaciones no son indiferentes, sino que vienen ya ideológicamente cargadas. Por ejemplo, existen dos conceptos tan diferentes del Estado de Derecho, de tal modo que la suerte que corren las minorías, según se aplique un concepto u otro, resulta completamente antagónica. El concepto liberal del Estado de Derecho conduce directamente al mantenimiento del statu quo de opresión e inferioridad de las minorías, mientras un concepto social del Estado de Derecho conduce a una transformación de su estado de partida y a una mejora efectiva de los derechos que amparan a sus miembros individualmente considerados. Pero además, «mayoría» y «minoría» son conceptos correlativos y su significado varía según el contexto. ¿De dónde sacan su legitimación las mayorías? ¿Qué son realmente las minorías y cuál es su relación con la exclusión social, que es el asunto que aquí nos convoca? ¿Qué diferencias pueden reclamar legítimamente las minorías del Estado de Derecho?

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MAYORÍAS, MINORÍAS Y ESTADO DE DERECHO

Alberto Hidalgo Tuñón

Universidad de Oviedo. MPDLA.

El argumento que voy a desarrollar en esta ponencia es muy simple.

Es muy frecuente desde el punto de vista del ciudadano crítico oponer su visión supuestamente «realista» y pegada a los hechos de la vida cotidiana (donde hay minorías, opresión e injusticia) al mundo etéreo del Derecho, donde los conflictos se resuelven limpiamente mediante normas diseñadas con tiralíneas. Según el enfoque la teoría pura del Estado de Derecho la protección jurídica de las minorías parece cosa fácil: “coser y cantar”. La crítica del ciudadano no se hace esperar, pues bien parece que la teoría jurídica tiene que ver poco con la práctica mundana; en consecuencia, que la teoría es papel mojado, porque lo que realmente importa es la acción práctica y la política. «Obras son amores y no buenas razones», reza el refrán popular.

Pero en un segundo momento, cuando analizamos los conceptos

mismos que se nos proponen «mayorías, minorías y Estado de Derecho», pronto constatamos que las teorías ni son tan nítidas y transparentes, ni son neutrales, que las razones y las explicaciones no son indiferentes, sino que vienen ya ideológicamente cargadas. Por ejemplo, existen dos conceptos tan diferentes del Estado de Derecho, de tal modo que la suerte que corren las minorías, según se aplique un concepto u otro, resulta completamente antagónica. El concepto liberal del Estado de Derecho conduce directamente al mantenimiento del statu quo de opresión e inferioridad de las minorías, mientras un concepto social del Estado de Derecho conduce a una transformación de su estado de partida y a una mejora efectiva de los derechos que amparan a sus miembros individualmente considerados. Pero además, «mayoría» y «minoría» son conceptos correlativos y su significado varía según el contexto. ¿De dónde sacan su legitimación las mayorías? ¿Qué son realmente las minorías y cuál es su relación con la exclusión social, que es el asunto que aquí nos convoca? ¿Qué diferencias pueden reclamar legítimamente las minorías del Estado de Derecho?

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Animado por estas preguntas, emprendo en tercer lugar un análisis de la formación de las nuevas minorías que son objeto de exclusión y/o subordinación desde el punto de vista de las Ciencias Sociales (antropología, sociología y psicología), porque una mejor comprensión del fenómeno mismo puede ayudarnos a resolver sus problemas prácticos.

Por último, hago una reflexión sobre el rebrote actual del

nacionalismo, en tanto constituye una de las fuentes principales de la xenofobia y, paradójicamente, una nueva justificación ideológica para violar «impunemente» los derechos humanos. ¿Puede una minoría nacionalista buscar la separación de un Estado sin traicionar al mismo Estado de Derecho en el que se encuadra?

1. — La visión del jurista y la visión del ciudadano. Vincular estos tres términos en el título («Mayorías», «Minorías» y

«Estado de Derecho»), como me proponen los organizadores de estas Jornadas, puesto que se supone que vivimos en una democracia, en la que rige sin discusión ni apelación el llamado «principio de gobierno de la mayoría», parece exigir que centre mi discurso sobre el excitante asunto de «la protección jurídica de las minorías en la democracia» ¿Por qué sino mentar el «Estado Derecho» —ya en el título de la ponencia— en unas Jornadas dedicadas a «excluidos», «gitanos», «inmigrantes», «presos», «drogodependientes», «enfermos de SIDA», «gays», «lesbianas», «transexuales», «prostitutas», etc.?

Pero como yo no soy jurista, no soy la persona más indicada para

informarles de cómo anda la protección «legal» positiva, efectiva —en nuestro país en Europa o en Latinoamérica— de los derechos de estos colectivos, tan heterogéneos entre sí que el único rasgo común que comparten consiste, al parecer, en «ser minoría». Por otro lado, sin embargo, no se me escapa que la expresión «derechos de las minorías» no es muy afortunada No ya porque cause la sospechosa impresión de que hay un tipo de derechos especiales para personas «especiales», al margen de los derechos generales y fundamentales de todos los ciudadanos, sino porque de hecho y en la práctica, todos los «derechos especiales de las minorías» que en el mundo han sido constituyen o bien «sistemas de privilegios y prebendas» o bien, todo lo contrario, «sistemas de discriminación y exclusión». Por eso, cuando oigo hablar de los derechos de las minorías, no

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se si irritarme o llorar: alguna discriminación —positiva o negativa— va a dejar de ser un hecho escandaloso para entrar en el etéreo mundo de la norma, para convertirse —por mor de la ley— en algo legal y, por tanto, «normal».

Por ignorante que uno sea en asuntos de Derecho, debe saber que lo

único que debe y puede garantizar el ordenamiento jurídico de un Estado de Derecho es la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, la exigencia de un trato igual —sin discriminaciones— por parte de las administraciones públicas y el espacio legal necesario para el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales. El objetivo a lograr por un Estado de Derecho democrático es la igualdad moral, política y jurídica en el disfrute de los derechos y libertades fundamentales sin distinción entre mayorías ni minorías. Así pues, desde un punto de vista estrictamente jurídico el tema de los medios ideológicos, políticos y jurídicos para lograr la protección efectiva de las minorías no puede estar más claro. Pasa por la articulación práctica de dos tipos de actuaciones: (A) las que motu propio debieran promover los gobernantes y demás poderes del Estado de Derecho, y (B) las que pueden enarbolar las propias minorías en defensa de sus intereses y derechos. Ambas constituyen importantes pruebas de la solidez y calidad de un Estado de Derecho. Siguiendo a Eusebio Fernández169, pueden resumirse en cinco proposiciones los mecanismos tópicos que se usan para promover la protección jurídica de las minorías. Los tres primeros se encuadran cómodamente en (A), mientras los dos últimos son de tipo (B):

1ª) El reconocimiento jurídico total del derecho a la autonomía

moral y a la libertad personales de cada ciudadano para elaborar el propio plan de vida, sin más limitación que la exigencia de compatibilidad con la libertad y autonomía de los demás ciudadanos. Para este reconocimiento no se precisa apelar en absoluto a la condición mayoritaria o minoritaria del sujeto dotado de autonomía moral y de libertad, porque la única libertad que se protege es la libertad negativa “de” (libertad de coacción), pero no la libertad “para” (que se supone debe determinar particularmente cada sujeto moralmente autónomo).

2ª) El respeto y garantía de los derechos humanos fundamentales

reconocidos por los tratados internacionales. A este respecto conviene

169Eusebio Fernández, «Identidad y diferencias en la Europa democrática: la protección jurídica de las minorías» Sistema, núm 106, Enero, 1992, pp. 71-80

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recordar que muchas declaraciones internacionales de Derechos Humanos mencionan explícitamente a las minorías: V.g. el artículo 14 de la «Convención de salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales»170 de 1950, el artículo 27 del «Pacto internacional de los derechos civiles y políticos»171 de 1966, «La declaración sobre los principios que rigen las relaciones entre los estados participantes» en el acta final de Helsinki de 1975172, y, sobre todo, la «carta de París para una nueva Europa» de 1990173

3ª) La institucionalización de la tolerancia como virtud cívica de

carácter público, ejercida por los poderes públicos y estimulada y apoyada por las instituciones políticas y jurídicas. La tolerancia supone el reconocimiento del pluralismo filosófico, religioso, axiológico, etc. e implica la renuncia a considerarse portadores de la verdad absoluta. Históricamente aparece como la negación dialéctica de una virtud cristiana que era la «intolerancia hacia el mal». Como quiera que la tolerancia es un instrumento, pero no un fin en sí misma, el concepto laico conserva el formato lógico de su precedente cristiano, por lo que ya Locke tropezó con límites reconocibles: «no se puede ser tolerante ni con los papistas, ni con los ateos, ni con los intolerantes». Las paradojas que suscitan las limitaciones internas de la tolerancia han sido muy analizadas y no voy a

170«El goce de los derechos y libertades reconocidos en la Presente Convención ha de ser asegurado sin distinción alguna, tales como los fundados en el sexo, la raza, el color, la lengua, la religión, las opiniones políticas u otra cualquiera, el orígen nacional o social, la pertenencia a una minoría nacional, la fortuna, el nacimiento o cualquier otra situación» 171«En los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o lingüísticas no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en común con los demás miembros del grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y practicar la propia religión y a emplear su propio idioma» 172«Los Estados participantes en cuyo territorio existan minorías nacionales respetarán el derecho de los individuos pertenecientes a tales minorías a la igualdad ante la ley, les proporcionarán la plena oportunidad para el goce de los derechos humanos y las libertades fundamentales y, de esta manera, protegerán los legítimos intereses de aquéllos en esta esfera» 173«Afirmamos que la identidad étnica, cultural, lingüística y religiosa de las minorías nacionales será protegida y que las personas pertenecientes a minorías nacionales tienen el derecho de expresar, preservar y desarrollar libremente esa identidad sin discriminación alguna y en plena igualdad ante la ley». Cfer. Fernando M. Mariño, «La Carta de París para una nueva Europa», Revista de Instituciones Europeas, Madrid, 1991.

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recordarlas aquí.174 4ª) Reconocimiento y ejercicio efectivo del derecho a la objeción de

conciencia, que en el marco de la civilización cristiana ha servido como muro de contención e instrumento de resistencia contra excesos autoritarios. Aún cuando la objeción de conciencia no esté sancionada jurídicamente, se usa en el marco de la cultura cristiana (sobre todo protestante) como mecanismo de defensa moral contra las imposiciones del derecho. En los regímenes democráticos suele estar sancionada jurídicamente.

5ª) La desobediencia civil, por último, es un mecanismo de defensa

de los derechos de las minorías que, por principio, no puede encontrar apoyo explícito en el ordenamiento jurídico, porque de los contrario no sería desobediencia al Derecho. Para Habermas es la piedra de toque de las democracias porque «su existencia forma parte de su cultura política»175. La polémica se centra en qué tipo de actos de desobediencia civil son compatibles con la democracia. No basta violar alguna disposición legal para encontrarnos con un acto de desobediencia civil. El acto tiene que ser además, «público» o incluso publicitado, «voluntario» y, sobre todo, «no violento».

Aunque la objeción de conciencia y la desobediencia civil hablan

elocuentemente de límites extremos del Estado de Derecho, su existencia parece ser marginal, por lo que no se apartan mucho de la visión típica de quienes ven el mundo sub specie jurisprudentiae. Esta visión contrasta con la percepción de la realidad social que tiene el ciudadano de a pie. Para decirlo en los términos apocalípticos de Alejandro Nieto:

«Dentro del Estado oficial descrito en la Constitución con unos

poderes majestuoso y armónicos, en los que todo está pensado para defensa de los ciudadanos y garantía de los intereses generales, hay otro Estado semiclandestino que es donde realmente se desarrolla la vida pública. Las salas de palacio sólo se utilizan para los actos de ceremonia; la administración cotidiana discurre en pasillos laberínticos en los que resulta

174Cfer. G. Bueno « El concepto de tolerancia», en Diez palabras clave sobre

Racismo y Xenofobia, de F. Javier Ruíz Blázquez (Dir.), Ed. Verbo divino, Estella, 1996. pp. 373- 423 175Jürgen Habermas, Ensayos políticos, trad. de R. García Cotarelo, Península, Barcelona, 1988, pp.54-64.

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imposible encontrar salida sin cierta ayuda. Hay una entrada para señores y una entrada de servicio; hay ascensor y escalera. En los corredores oscuros de los servicios públicos sólo hay una luz que ilumina: la corrupción. El soborno es aceite que abre todas las puertas, motor que de todas las facilidades, bula de todos los persones, llave de todas las arcas, polvo de arena que ciega a jueces e inspectores, viento en popa para los negocios, seguro de políticos cesantes, trampolín hacia el éxito»176

Dicho más sucintamente, el hecho real, que percibe el ciudadano de a

pie, es que no existe la tan cacareada igualdad ante la ley, que existen sectores de la población que se sienten discriminados en cuanto al trato recibido por la sociedad, o en cuanto a su representación en el sistema político o incluso en cuanto al trato dispensado por las leyes mismas. La base de esta discriminación se encuentra en el simple hecho de que tales sectores de la población expresan alguna «diferencia» en relación con los otros o respecto a la mayoría.

En relación al Estado de Derecho las preguntas claves que plantean

estos hechos de discriminación son dos: (1ª) ¿Qué elementos permiten «identificar» un ordenamiento jurídico

para que pueda catalogarse como un Estado de Derecho? ¿Es compatible el Estado de Derecho con algún tipo de discriminación de este género? Y

(2ª), supuesta la existencia de un Estado de Derecho, ¿qué

peculiaridades de un sector de población y qué «diferencias», por tanto, son asumibles en su seno? ¿Puede estimarse, por ejemplo, un nacionalismo «separatista» como una reivindicación aceptable en un Estado de Derecho? Debemos plantear este caso límite en el último párrafo, porque su naturaleza estrictamente política afecta de manera directa a la organización misma del Estado de Derecho y plantea el asunto de las minorías desde una óptica absolutamente singular. Frecuentemente las aspiraciones nacionalistas se asocian a otras cuestiones económicas, sociales (e incluso políticas) que no son estrictamente de carácter nacional. El poder del nacionalismo nace muchas veces de esa asociación, por lo que conviene “disociar” nítidamente las aspiraciones y quejas de las minoría de “carácter nacional” de las aspiraciones y quejas de las minorías de carácter nacional.. Es un asunto de

176Alejandro Nieto, Corrupción en la España democrática. Ariel , Barcelona,

1997.pp.10-11

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rigor analítico imprescindible.

2. — Definiciones: estado de derecho y minorías.

2.1.— Estado de Derecho. Constatemos para empezar que hay dos concepciones distintas de esta

noción en pugna permanente: A) La concepción liberal del Estado de Derecho, que podemos llamar estrecha, restrictiva o «pura» y B) la concepción social del Estado de Derecho, que podemos llamar laxa, generosa o «promiscua».

(A) La primera concepción se articula sobre dos exigencias básicas y

una serie de principios formales concernientes al carácter que deben revestir las disposiciones jurídicas. Las exigencias básicas son: (a) el imperio de la ley, mediante el que se tiende a limitar el arbitrio del soberano y a vincular las actuaciones de la Administración y de los jueces a las Leyes y no a las personas, y (b) la división de los tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) en línea con El Espíritu de las Leyes de Montesquieu, pero mirando sobre todo a que «la independencia del poder judicial quede garantizada»177. Los principios formales, a su vez, establecen requisitos que deben cumplir las leyes, tales como (1) que «deben ser abiertas y claras», (2) que deben durar bastante o ser «relativamente estables», para que no generen inseguridad entre los administrados, (3) que deben estar ordenadas por rango, de manera que las particulares dependan de las generales, para evitar la arbitrariedad jurídica, etc. Como lo resume Frederich A. Hayek uno de los adalides de esta concepción restrictiva o «pura». La «expresión Estado de Derecho, despojada de todo su tecnicismo, significa que el Estado está sometido en todas sus acciones a normas fijas y conocidas de antemano; normas que permiten a cada uno prever con suficiente certidumbre cómo usará la autoridad en cada circunstancia sus poderes coercitivos, y disponer los propios asuntos individuales sobre la base de este conocimiento»178.

177Joseph Ratz, La autoridad del Derecho. Ensayos sobre derecho y moral, UNAM, México, pp. 264 y ss. 178Friedrich A. Hayek, Camino de servidumbre, Alianza, Madrid, 1978, p. 103

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Digo que esta concepción del Estado de Derecho es estrecha, restrictiva y formalista porque paradigmáticamente en el caso de Hayek, ahora citado, se convierte en el principal instrumento para garantizar la pureza del liberalismo económico frente a cualquier tipo de planificación de la economía que tienda a promover la igualdad material y efectiva de todos los ciudadanos. Para Hayek cualquier planificación, cualquier atisbo de Estado Benefactor que interfiera en el mercado puro y duro supone un atentado contra el Estado de Derecho mismo. «La igualdad formal ante la ley — apostrofa enfáticamente — está en pugna y de hecho es incompatible con toda actividad del Estado dirigida deliberadamente a la igualdad material o sustantiva de los individuos, y toda política directamente dirigida a un ideal sustantivo de justicia distributiva tiene que conducir a la destrucción del Estado de Derecho. Provocar el mismo resultado para personas diferentes significa, por fuerza, tratarles diferentemente»179.

(B) La anterior concepción choca abiertamente con la concepción que

Ratz llama despectivamente «promiscua» del Estado de Derecho, porque confunde el Estado de Derecho con la Democracia y contamina su concepto con contenidos materiales de índole social. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que la construcción del Estado de Derecho ha sido un proceso histórico de oposición y diferenciación del estado absoluto y totalitario. Para García Pelayo, por ejemplo, «El Estado de Derecho no se identifica con cualquier ley o conjunto de leyes con indiferencia hacia su contenido —... pues el Estado absolutista no excluía la legalidad—, sino con una normatividad acorde con la idea de legitimidad, de la justicia, de los fines y de los valores a que debe servir el Derecho»180. Aún concediendo que la construcción del Estado de Derecho es una labor histórica de diferenciación respecto al estado absolutista, la polémica surge cuando se trata de concretar los valores materiales que deben informar su legitimidad.

Un ejemplo de generosidad a la hora de concretar las características

del Estado de Derecho puede hallarse en el famoso libro de Elías Díaz Estado de Derecho y sociedad democrática, que tuvo una notable influencia en la transición española hacia la democracia. Cuatro exigencias indispensables utilizaba Elías Díaz en su definición:

179Ibid. p. 111

180M. García Pelayo, Las transformaciones del Estado contemporáneo, Alianza, Madrid, 1977

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(a) Imperio de la ley: ley como expresión de la voluntad general. (b) División de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial. (c) Legalidad de la Administración: actuación según ley y suficiente

control judicial. (d) Derechos y libertades fundamentales: garantía jurídico formal y

efectiva realización material»181. (VER. Explicaciones adjuntas de Elías Díaz)

Lo que suele reprocharse a esta concepción laxa del Estado de

Derecho es que lo confunde con la democracia, que es sólo una de las modalidades en las que puede realizarse. De hecho, cuando Elías Díaz pasa a concretar la cuarta característica recién mencionada, considera «conquistas históricas (que) cabe considerar hoy exigencias humanas fundamentales», las siguientes:

- derecho a la vida y a la integridad física. - respeto a la dignidad moral de la persona, - libertades de pensamiento, expresión e información veraz, - libertades religiosas y de creencias, - libertades de reunión, asociación, circulación y residencia, - derechos a la inviolabilidad del domicilio y la correspondencia, - igualdad ante la ley, - derecho a la seguridad y garantía en la administración de la justicia. - derechos políticos tendentes a la institucionalización de la

democracia y del Estado de Derecho, - derechos económicos y sociales tendentes a una efectiva nivelación

e igualdad socioeconómica, y - derecho efectivo de todos los hombres a una participación igualitaria

en los rendimientos de la propiedad que «tenderá así a adoptar formas de carácter colectivo»182.

Mientras las 7 ú 8 primeras exigencias podrían ser abrazadas con las

respectivas matizaciones por todos los tratadistas del Estado de Derecho, es evidente que el mencionado como 9 adolece de una coyunturalidad que raya

181Elías Díaz, Estado de Derecho y sociedad democrática, Editorial Cuadernos

para el Diálogo, Madrid, 1966,Varias ediciones. Reed. revisada y actualizada en Taurus, Madrid, 1981. 182Elías Díaz, «Estado de Derecho: exigencias internas, dimensiones sociales», Sistema, núm, 125, marzo, 1995, pp. 5-22.

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el ridículo, pues parte del supuesto de que la inexistencia de la democracia conlleva automáticamente la supresión del Estado de Derecho. Esta premisa es ideológica y funcionó como tal en la transición española, porque el régimen franquista fue catalogado sin piedad como «absolutista, autoritario o totalitario». Muchos estiman, sin embargo, que el Estado de Derecho no se opone a regímenes autoritarios, siempre que en ellos se garantice la seguridad jurídica de los ciudadanos, cosa difícil en la práctica, incluso cuando los regímenes pasan el test de la «democracia formal». Porque bien mirado, el Estado de Derecho no es sólo una ofensiva contra el poder absoluto, autoritario o totalitario, sino también una defensa contra la infección de democratitis que padecen todos aquellos que piensan que la legitimidad democrática es una razón que sirve para justificar cualquier actuación, incluidas las ilegales (como ponen de manifiesto los confusos argumentos que se esgrimen hoy respecto al feo asunto de la «corrupción»). Tropezamos aquí con uno de los temas centrales del título, pues la democracia ilimitada e incontrolada puede conducir, como denunciaba el conservador Burke ya en el siglo XVIII, en lo que suele denominarse la «tiranía de las mayorías». La tiranía de las mayorías es una tentación peculiar de la llamada democracia «procedimental», que da por buenos todos los resultados que se atienen al procedimiento y lo respetan escrupulosamente.

Pero las exigencias que mayores polémicas suscitan respecto a la

concepción liberal del Estado de Derecho son las referidas a los puntos 10 y 11, pues su amparo jurídico conduciría a regímenes colectivistas, que según cierta ideología neoliberal, hoy dominante, constituyen los antípodas mismos de la democracia. Pero este argumento neoliberal también es ideológico como las polémicas centradas sobre el Estado de Bienestar —hoy amenazado de ruinas— demuestra sobradamente. Pero esta es otra historia, que no nos concierne aquí directamente. En cualquier caso, lo que interesa subrayar es que los llamados derechos de las minorías no quedan amparados automáticamente y sin discusión por el concepto jurídico de Estado de Derecho, si bien en la Constitución española de 1978, que autoproclama a España como una «Estado social y democrático de Derecho», se abre, según Elías Díaz en 1995, una posibilidad de acoger un conjunto de «nuevos derechos». ¿Cuáles son estos?: Para el catedrático de Filosofía del Derecho socialista Elías Díaz no caben dudas: «derechos de las minorías étnicas, sexuales, lingüísticas, marginadas por diferentes causas, derechos de los inmigrantes, ancianos, niños, mujeres, derechos en relación al medio ambiente, las generaciones futuras, la paz, el desarrollo económico de los

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pueblos, la demografía, las manipulaciones genéticas, las nuevas tecnologías, etc., en una lista todo menos arbitraria, cerrada y exhaustiva». ¿Cabe tanta generosidad en la noción de Estado de Derecho?

2.2.Mayorías.

El pasado 16 de Noviembre apareció en El Comercio una protesta

avalada por 15 firmas con el curioso título de ¿Qué se entiende por mayoría? El asunto la jornada escolar del colegio público Maestro Casanovas, de Cangas de Narcea. Extracto dos frases: «¿Se puede exigir el 90 % de votos a favor para implantar un tipo determinado de jornada en el centro?...Nos gustarían que nos explicaran cómo es posible que en democracia un 30 % consiga su objetivo frente a un 70 % que pretende lo contrario». En términos políticos, en efecto, el principio de que el voto de la mayoría —incluso de la mayoría simple, que es el 51 %— es vinculante para todo el grupo, excluye que la minoría pueda imponerse a la mayoría, o que suponga un contrapeso. No es del caso discutir aquí sobre los contenidos materiales de la decisión (que plantean un problema adicional de jurisdicción), pero el ejemplo sirve para ilustrar cómo, incluso en asuntos de contenido estrictamente político, la democracia representativa permite obviar la voluntad mayoritaria. El pasado sábado 22 de Noviembre, por ejemplo, Carlos Martínez Gorriarán denunciaba el proyecto del Ayuntamiento de San Sebastián de «euskaldunizar al 100% del vecindario hasta hacer del euskera la lengua dominante», siendo así que en la actualidad «el 27 % del vecindario declara conocer bien el euskera, pero sólo el 9% lo usa de modo preferente»183. En esta caso, la anormal medida de normalización se adopta con los votos representativos de HB, EA, PSOE e IU, y la abstención del PP y el PNV. Dejando de lado su carácter inviable, lo que solivianta a Gorriarán es en esta caso la inversión o perversión de la representación de que hacen gala las fuerzas políticas que no sólo «hacen lo contrario» de expresar las aspiraciones e intereses de la mayoría, cediendo al chantaje de una minoría, sino que para más inri, con la falsa presunción de la unanimidad en política lingüística, conculcan la esencia misma de la democracia (que es el pluralismo) y violan las libertades fundamentales de la mayoría de los ciudadanos particulares, cargándose de paso el Estado de Derecho. Estas y otras muchas paradojas exigen aclarar el concepto mismo de Mayoría, los méritos del «mayoritarismo» y sus límites.

183Carlos Martínez Gorriarán, «La anormal amenaza de normalización», El País,22.11.97, p. 12

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Es doctrina del democratismo liberal desde 1690 (Locke) que la esencia de la ética democrática exige que el voto de una mayoría simple debe prevalecer sobre la oposición a la hora de gobernar. Pragmáticamente se sostiene que el «principio del gobierno de la mayoría» es irrenunciable para evitar obstruccionismos de minorías interesadas, siempre que se mantengan vigentes las libertades fundamentales de las minorías. Los adversarios del mayoritarismo estricto desde Burke184 esgrimen siempre los mismos argumentos: la posible destrucción de las condiciones de supervivencia de las minorías, la potencial injusticia ligada a una falta de institucionalización de la igualdad real ante la ley, y la insensibilidad ante la intensidad de los intereses y exigencias minoritarias, que pueden llevar a una ruptura del consenso básico. En abstracto, el principio del gobierno de las mayorías es impecable, pero tan etéreo que su aplicación a la vida práctica resulta difícil. En primer lugar, porque, salvo en el caso de la democracia directa no está claro qué puede significar el «gobierno de las mayorías»: por un lado, en los sistemas pluralistas la representación está fragmentada, pues puede haber varias minorías enfrentadas entre sí; por otro lado, esta situación favorece que los representantes no siempre expresen la voluntad de los electores. Las mayores polémicas, sin embargo, afectan, a los dispositivos institucionales y electorales que habría que arbitrar para lograr la máxima satisfacción de la mayoría, porque bien pudiera ser que el deseo mayoritario consistiese antes que nada en preservar el consenso, sostener el régimen democrático o atender no sólo a la diversidad, sino a la intensidad de las opiniones e intereses de los ciudadanos. A este respecto, la moderna teoría de los juegos ha puesto en evidencia que el principio mayoritario no siempre logra la satisfacción máxima de los electores. Por ejemplo, cuando las preferencias de los votantes son socialmente intransitivas, la elección de las mayorías puede ser puramente fortuita y depender del orden de elección. Es lo que se conoce como la paradoja de los electores: «quiero a, pero elijo c»: Si X prefiere a a b, b a c y a a c, pero Y prefiere b a c y c a a, pero b a

184 «Estoy, en todo caso, seguro de que en una democracia la mayoría de los ciudadanos son capaces de ejercer sobre la minoría la opresión más cruel cada vez que se produzcan profundas divergencias de carácter político, lo que debe ocurrir con frecuencia. Esta opresión ejercida sobre las minorías se extenderá a un número de individuos y será ejercida con mucha más crueldad de la que se puede, de una manera general, temer de la dominación de un solo cetro...Pues aquellos que sufren la opresión de las multitudes están privados de todo consuelo externo. Parecen abandonados por la humanidad, aplastados por la conjura de toda la especie humana». Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Centro Estudios Constitucionales, Vers. de E. Tierno Galván, Madrid, 1978, pp. 301-2

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a, mientras Z prefiere c a a y a a b, pero c a a, parecería que la comunidad racional debería elegir siempre a, pero en la práctica, según el orden en que se elija entre parejas resultará c la más votada185.

Más allá de las dificultades técnicas, los demócratas liberales

mayoritaristas suelen estar dispuestos a aceptar la protección de los derechos individuales y de las minorías contra el abuso de las mayorías tiránicas, pero no suelen ponerse de acuerdo a la hora de decidir cuáles son las mejores: muchos estiman que basta el fair play informal, mientras otros quieren atar disposiciones formales apropiadas. Sólo que la inmensa mayoría de estas medidas son susceptibles de perversión, pues en las sociedades industriales modernas caracterizadas por el pluralismo, el triunfo de un tipo de acción requiere sumar el apoyo de varios grupos de poder muchas veces minoritarios (banca, prensa, empresas, sindicatos, asociaciones, etc.). Las campañas educativas, la discusión pública, las presiones de grupos minoritarios bien consolidados, los mecanismos de formación y toma de decisiones hacen fácil blanco de críticas al principio mayoritario, pero es difícil ofrecer otro mejor. En realidad y por paradójico que parezca, la mejor garantía de las minorías parece residir en la propia precariedad de las mayorías y en las dificultades que encuentra una justificación teórica de su dominio, al margen del supuesto de la igualdad, que también favorece a los miembros de las minorías.

2.3. — Minorías.

Para la mayor parte de los teóricos, sin embargo, son las relaciones

desiguales o asimétricas con la sociedad mayoritaria, y los procesos concomitantes de incorporación/ exclusión el factor decisivo en la configuración de las nuevas minorías, que actualmente son objeto de preocupación social. Y ello precisamente, como muestra Carlos Giménez en un magnífico artículo conceptual, porque «la subordinación, marginación o subalternidad es el rasgo esencial en la definición de las minorías»186. Claro 185Kenneth Arrow, Social Choice and Individual Values, Wiley, New York, 1963 (vers, castellana Elección social y valores Individuales, con Introducción de A. Mas-Colell, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1974). Cfer. et. James Buchanan y Gordon Tullock, The Calculus of Consent: Logical Foundations of Constitutional Democracy, Univ. of Michigan Press, Ann Arbor, 1962 186Carlos Giménez Romero, «La formación de nuevas minorías étnicas a partir de la inmigración» en VV.AA. Hablar y dejar hablar (Sobre racismo y xenofobia), Ed. Univ. Autónoma de Madrid, 1994, p. 183. Como apoyo cita las definiciones de Wirth

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que si el criterio para adscribir a un grupo étnico, religioso, político o cultural en la categoría de «minoría» es su subordinación, su posición desventajosa, la opresión política o la explotación económica, entonces las «minorías» conceptuales pueden ser las mayorías numéricas reales (como la «minoría bantú», por ejemplo, en Sudáfrica es en realidad una mayoría del 80 % de la población frente a la «mayoría blanca») y viceversa. Por tanto, o bien distinguimos entre «minoría» y «grupo dominante», o bien abandonamos la palabra y la sustituimos por «grupo subordinado».

Los propios antropólogos reconocen la confusión que se produce

cuando las «minorías étnicas» son las «mayorías numéricas», pero también cuando las minorías son —políticamente ahora— «nacionalidades culturales» (v.g. la minoría vasca o catalana). La Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales distingue cuatro tipos de minorías, de los que tenemos ejemplos tradicionales en España:

raciales; (por ejemplo, los gitanos) nacionales, (por ejemplo, los vascos y los catalanes) lingüísticas (valen los mismos ejemplos) y religiosas (como por ejemplo, los protestantes, los musulmanes o los

ateos) 187. No hace falta explicar el rasgo diferencial que caracteriza a cada una

de ellas respecto al grupo dominante. Sin embargo, una minoría no necesita ser un grupo tradicional, autoidentificado de antiguo, sino que puede surgir por efecto de la modificación de las definiciones sociales y como resultado de modificaciones económicas y políticas. Por ejemplo, los inmigrantes forman nuevas «minorías étnicas», aunque no aspiren a configurarse como «nacionalidades autónomas» en el país de acogida. Las nuevas «minorías» nos obligarán a abordar aquí la confusión terminológica, porque cuando se habla de racismo, xenofobia o «exclusión» suelen meterse en el mismo saco

(«El estatus minoritario lleva consigo la exclusión de la participación total en la vida de la sociedad»), Van der Bergue, Wagley y Harris(«Las minorías son segmentos subordinados de las sociedades estatales complejas»), y la del Diccionario de Seymur-Smith: «un grupo marginal o subordinado que puede ser definido en términos raciales o étnicos o en términos de algunas características especiales o estigma». 187 Arnold Rose, «Minorías», Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales, Aguilar, Madrid, 1979, Vol. 7, pp.134-139 remite a las voces: Antisemitismo, Asimilación, Derecho constitucional, Derechos civiles, Grupos étnicos, Raza, Relación entre las razas, Sectas y Cultos.

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indiscriminadamente a toda suerte de minorías. Por ejemplo, se puede decir que los «gitanos» son objeto de una discriminación racista, pero, hablando con propiedad, no pueden llamarse «xenófobas» las reacciones que suscitan. Tampoco puede haber xenofobia, ni siquiera racismo respecto a grupos marginales, que no constituyen ni minorías étnicas, ni lingüísticas, ni nacionales, ni siquiera religiosas, tales como los «enfermos de SIDA», los «presos» , los «gays» o los «drogodependientes». ¿Qué clase de minorías son estas? Porque, si el criterio de la minoría es la subordinación, ¿puede constatarse tal fenómeno en el caso de los grupos mencionados? Ni los gays, ni los drogodependientes, ni los enfermos de SIDA se hallan, en principio y qua tales, en una posición subordinada, aunque sufran «exclusión social»¿Es el carácter minoritario lo que provoca la subordinación? ¿Es la exclusión la que conlleva la subordinación o ocurre al revés?

Según la literatura estandar, las relaciones entre mayorías y minorías

suponen siempre algún conflicto que puede tomar distintas formas y actuar en distintos niveles. Tres son, tópicamente, las actitudes de hostilidad o prejuicio con las que el grupo dominante obsequia a la minoría y recíprocamente tres suelen ser las actitudes hostiles con las que las minorías corresponden a la mayoría.

(1ª) Cuando lo que se cuestiona es un asunto de poder, el grupo

dominante explota a la minoría con fines económicos, políticos o sexuales y la pertenencia a un grupo u otro es una cuestión de prestigio social. En estos casos, aunque las manifestaciones del poder puedan ser brutales (hasta la esclavitud de la minoría) rara vez reviste componentes personales.

(2ª) Las actitudes negativas respecto a la minoría pueden basarse en

motivos ideológicos: en este caso el grupo dominante reclama el monopolio de la «verdad», cosa que reactivamente también puede hacer la minoría. Si uno de los grupos consigue el poder, es de temer que lo utilicen para hacer desaparecer a sus antagonistas mediante el exilio o la muerte.

Y (3ª) Las actitudes racistas, por último, se basan en la creencia de

la superioridad biológica o cultural del grupo dominante y suele manifestarse a través de los estereotipos despectivos y negativos con los que categoriza a las minorías subordinadas. Por supuesto, que quienes son objeto de prejuicio racial suelen desarrollar un contrarracismo no menos virulento y de signo contrario.

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Estas tres actitudes, sin embargo, no suelen presentarse como formas puras. En el prejuicio y la exclusión muchas veces se amalgaman componentes de las tres categorías. Los extranjeros, por ejemplo, pueden convertirse en un cómodo chivo expiatorio a quien culpar ideológicamente de cualquier problema, aparte de ser objeto de explotación económica y de desprecio racista. Pero hay muchas clases de extranjeros y gran diversidad de situaciones económicas. El colectivo IOÉ ofrece esta tipología de la inmigración extranjera en España:

rentistas y jubilados del norte de Europa desparramados en cotos

privados por la costa mediterránea; empleados en las 3.000 empresas radicadas en todo el Estado, que

acompañan a los flujos de capital; profesionales cualificados y técnicos del sector servicios a quienes

resulta ventajoso instalarse aquí; y inmigrantes que huyen de la falta de oportunidades económicas en

sus países de origen. Sólo esta última categoría, que, no obstante, representa un 60 % del

total, es susceptible de generar nuevas minorías étnicas. Máxime, si se tiene en cuenta que ella polariza los estratos laborales más bajos y concentra las procedencias culturales más distantes: africanos y asiáticos. Cuando hablamos de racismo, exclusión y xenofobia, así pues, cometemos un error al suponer que la intolerancia se ejerce contra los extranjeros sin distinciones: «Los escasos estudios realizados muestran que la opinión pública discrimina a los extranjeros en los dos sentidos de la palabra: distingue diversas "clases" y califica negativamente a algunas de ellas»188

No podemos concluir esta introducción terminológica sin aludir al

importante papel de las minorías en los procesos de transformación social. Como quiera que las minorías son con frecuencia portadoras de una cultura diferente de la del grupo dominante, resultan ser un factor esencial en el proceso civilizatorio del «choque cultural», es decir, del proceso de contacto entre concepciones y valores distintos, cuya mezcla ha resultado siempre una fuente privilegiada de innovaciones y transformaciones culturales. A esto debe agregarse que la propia insatisfacción de las minorías

188 Colectivo IOÉ, «La inmigración extranjera en España: sus características diferenciales en el contexto europeo» en J. Contreras (comp.) Los retos de la Inmigración. Racismo y Pluriculturalidad, Talasa, Madrid, 1994 , pp. 110 y ss.

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respecto al statu quo, obliga a los grupos dominantes a cambios internos para promocionar su asimilación. Esta dialéctica característica suele ejecutarse mediante mecanismos bien conocidos. Por ejemplo, las minorías suelen incorporarse a las facciones más revolucionarias o a los partidos reformistas que surgen dentro del grupo dominante, ya que suelen buscar sus oportunidades promocionando un cambio en las élites de la sociedad. Pero, además, no es infrecuente encontrar entre los grupos minoritarios un contingente más numeroso de individuos creadores y de inventiva, por aquello del que el «hambre agudiza el ingenio». Aunque hay cierta dosis de idealismo en la identificación del «hombre marginado» como «hombre creador» en esta época de nivelación mediática casi absoluta, no deja de ser cierto que muchos grupos marginales, además de un problema, constituyen muchas veces fuentes constantes de innovación social.

Las relaciones entre mayoría y minoría suelen analizarse en términos

generales desde la sociología como relaciones conflictivas, de acomodación o de asimilación. Desde la perspectiva antropológica, sin embargo, es más frecuente la mirada del etnólogo dedicada a captar las peculiaridades internas de una minoría determinada. La situación actual de «globalización» obliga a que ambos puntos de vista se pongan simultáneamente a contribución, pues ya no quedan sociedades geográficamente separadas, sino una situación móvil de migraciones y contactos permanentes. En las actuales situaciones de pluralismo democrático, no es fácil que la mayoría asigne consistentemente a la minoría ocupaciones de rango inferior y peor remuneradas, ni esté en condiciones de suprimir sus derechos políticos o de aplicar la ley de forma discriminada. Al contrario, con frecuencia es la minoría la que lleva la iniciativa, tanto de la segregación como de la integración. Si unas veces es la minoría la que se excluye voluntariamente de las áreas de participación ciudadana, otras muchas se aprovecha de la indiferencia mayoritaria para imponer sus puntos de vista.

En estas circunstancias se entiende la insistencia de los teóricos en

privilegiar los factores estructurales de dominio y poder, antes que los rasgos diferenciadores —lingüísticos, ideológicos, religiosos o culturales —, para explicar la formación de minorías étnicas a partir de la inmigración. Como quiera, no obstante, que la discriminación estructural (resultante de la segmentación del mercado de trabajo) se expresa a través de la subordinación jurídico-laboral que sufren la mayor parte de los flujos laborales provenientes del Tercer Mundo, Luis Abad realiza un encomiable esfuerzo para categorizar los dos niveles o mecanismos —el

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socioeconómico y el simbólico— que en las relaciones interétnicas provocan la formación de minorías inmigrantes diferenciadas, utilizando para ello el «prisma de Pike»189. En lo que sigue voy a reformular ese modelo para explicar el proceso de formación de las nuevas minorías que nos competen en estas jornadas, de acuerdo con un esquema que he ensayado en un trabajo anterior sobre la «Xenofobia»

3. — ¿Cómo se forman nuevas minorias?190 En estas jornadas se trata de analizar a una serie de minorías, cuyo

rasgo común intensional—más que alguna característica objetiva que compartan— parece consistir en la apreciación subjetiva de que se consideran «excluidas» por la mayoría en una o más de estas cuatro esferas de actuación humana: económica, política, jurídica, y social-educativa. Extensionalmente estamos hablando de «gitanos», «inmigrantes», «presos», «lesbianas», «drogodependientes», «enfermos de SIDA», «gays», «transexuales», «prostitutas», o incluso «astur-parlantes» o «bableadictos». Excepto el caso de los «gitanos», que es una minoría racial de tipo tradicional en España, y los «presos», de los que puede predicarse la exclusión, pero en relación a los cuales es abusivo hablar de minorías, el resto parecen minorías de nueva formación. Por su claridad, tomemos el modelo de las minorías de inmigrantes para tratar de entender social y antropológicamente cómo se forman.

Desde la perspectiva etic la mayoría nacional relega a la minoría

inmigrante hacia la periferia del sistema productivo. Esta exclusión de la dinámica central del sistema que deriva necesariamente en la marginación del grupo inmigrante (o de la mayoría de sus miembros) constituye el factor socioeconómico determinante de las relaciones de dominación y explotación entre ambos grupos. Desde la perspectiva emic, sin embargo, las prácticas reales de exclusión/marginación se enmascaran por parte de la mayoría dominante mediante «dos mecanismos dialécticamente opuestos: la exigencia (imposible) de una perfecta asimilación de las minorías a la cultura dominante, y la reivindicación del derecho de las minorías a permanecer diferentes... porque no es la diferencia, sino la proximidad de

189G. Bueno, Nosotros y ellos, (Pentalfa, Oviedo, 1990) 190 A. Hidalgo, «Xenofobia », Diez palabras clave sobre Racismo y Xenofobia, de F. Javier Ruíz Blázquez (Dir.), Ed. Verbo divino, Estella, 1996. pp. 93- 165

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una diferencia competitiva la que despierta los demonios de la inseguridad, la insolidaridad y el rechazo». Por su parte, las minorías responden a la situación real de marginación mediante mecanismos simbólicos simétricos: «A la exigencia de asimilación responden con la aspiración de una fidelidad nostálgica a la ortodoxia de sus orígenes culturales. A la reivindicación del derecho a permanecer diferentes responden con un esfuerzo de superintegración imposible»191

Claro que, como reconoce el propio Abad, esta imagen especular es

tan estática y esencialista que debe modificarse inmediatamente «a partir del juego dinámico tanto de las condiciones reales de su existencia, como de los procesos cognitivos y afectivos con que se justifican y elaboran». Y es que Abad al aplicar el «prisma de Pike» de forma matricialmente cruzada entre mayorías y minorías interpreta lo etic como la dimensión económica y objetivante de la sociedad y lo emic como una suerte de dimensión subjetiva o simbólica. Así visto, la ideología de la minoría étnica es el reverso de la ideología de la mayoría nacional. Anverso y reverso que sólo juegan en el plano imaginario de los símbolos, de manera que para mantener la simetría entre exigencia de asimilación / mito de los orígenes, por un lado, y derecho a la diferencia / superintegración, por otro, el propio Abad debe recurrir a las diferencias entre la primera y la segunda generación de inmigrantes. Pero al actuar así, su «construcción» regresa a un plano distinto que no es emic, ni etic, ni una yuxtaposición de los dos, sino un marco inteligible abstracto que trata de modelizar el proceso de inmigración, asentamiento, agrupación familiar, «segunda generación», etc, según unas pautas o momentos clave que constituyen un auténtico tipo ideal. Y es precisamente este marco abstracto típico-ideal el que proporciona el escenario móvil que permite observar el carácter variable (no esencial, sino estratégico) de las identidades étnicas, máxime en una situación como la española, en la que entran en juego situaciones de gran heterogeneidad en cuanto al orígen étnico de las minorías. Sólo así puede entenderse tanto la movilidad de la delimitación de lo que Barth llamaba las «fronteras étnicas», cuanto el modo diferenciado de asentamiento y jerarquización de las diferentes minorías a partir de la interacciones cada vez más complejas.

191 Luis Abad Márquez, «La educación intercultural como propuesta de integración» en Inmigración, Pluralismo, Tolerancia, Ed, Popular, Madrid, 1993. pp 36-8

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Por nuestra parte usaríamos el «prisma de Pike» para explicar el carácter eminentemente emic de la xenofobia y su inanidad etic. Desde el punto de vista del revés emic mayoritario los argumentos xenófobos que se esgrimen contra los inmigrantes laborales mezclan, en efecto, el plano socioeconómico con el simbólico sin solución de continuidad. Así, el argumento económico de que los trabajadores extranjeros ocupan muchos puestos de trabajo e impiden a los nacionales el acceso al mundo laboral se refuerza con la consideración sociológica de que el número de inmigrantes es excesivo, sobrepasándose ya el «umbral de tolerancia», es decir, el número máximo de inmigrantes susceptibles de ser integrados en una población. Y ésta, a su vez, se apoya en el prejuicio acerca de la imposibilidad de la integración total, porque muchos inmigrantes pertenecen a culturas radicalmente distintas a la del país en el que viven, y no quieren asimilarse a ella, teniendo su marginación carácter voluntario. En esta línea, la mayoría alcanza el clímax del delirio xenófobo emic , cuando arguye que su propia identidad nacional está amenazada por la inmigración.«Una Francia con fuerte población negra o magrebí ya no sería Francia, sería otra cosa: un Brasil de Europa, una Arabia del norte o un Islam de occidente» — decía Le Pen en discurso paradigmático vindicativo del ius sanguinis.

Sin embargo, esta nueva sensibilidad referida a las minorías, a las

identidades étnicas redivivas y a la percepción de las diferencias frente a las uniformidades ocurre por efecto de transformaciones globales de mayor calado. En los últimos años, como consecuencia del desmantelamiento del Estado del Bienestar y de la crisis de los Estados nacionales integrados, diversas «minorías» de distinta laya han comenzado a llorar como jamás lo habían hecho en el pasado supuestas situaciones de exclusión y de avasallamiento por parte de la cultura universal dominantes, potenciando de este modo añejas lealtades tribales y redivivas identidades culturales. De esta manera la exacerbación de la xenofobia ha venido a tomar el relevo ideológico del desacreditado racismo biológico en el discurso político-electoral de la extrema derecha europea: Republicanos en Alemania, Frentes Nacionales en Francia, Italia o España. Tal fue la amenaza que alertó al Parlamento Europeo en 1984:

«Un fantasma de nuevo cuño se cierne hoy sobre la Europa política: la xenofobia.

Esta palabra es apropiada no sólo para quienes contribuyen a fomentar los sentimientos xenófobos para explotarlos políticamente, sino también para quienes, desaprobando las tendencias xenófobas, no dejan de intentar sacar provecho político de ellas.

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En los Estados europeos existen elementos racialmente discriminatorios que se pueden encontrar en la legislación, en la jurisprudencia y tal vez sobre todo en las prácticas administrativas. Esta situación presenta unas características que permiten hablar a veces de discriminación racial institucionalizada...»192

Al margen de que la motivación política última de la mayoría

socialista que incoa esta denuncia sea evitar el ascenso de la derecha o del fascismo racista de Le Pen, la consideración de la xenofobia como una «ideología» delata su cambio de papel, su función vicaria. Sin solución de continuidad la xenofobia es el doble del nuevo racismo, caracterizado ahora porque «desplaza su argumentación de la raza y de la biología a la etnia y la cultura; sustituye la defensa de la desigualdad por el énfasis en la preservación de la diferencia... y alerta sobre la amenaza de destrucción que acecha a la identidad nacional-cultural a consecuencia del crecimiento de la inmigración»193 ¿Qué ha ocurrido para que de repente se produzca este desdoblamiento, esta metamorfosis?

Respecto a los inmigrantes ya establecidos en Europa, la actitud de

los ciudadanos nacionales hacia ellos es cada vez más hostil, extendiéndose la xenofobia de forma preocupante pese a las advertencias y recomendaciones de las instituciones comunitarias ¿Traen estas actitudes como reacción inevitable que los grupos de inmigrantes se «reconcentren» sobre sí mismos y resuciten en su seno el mito de la identidad cultural, como sostienen los circunstancialistas o, más bien, es la previa asunción de esa identidad étnica, su reagrupamiento previo en guetos de solidaridad distintiva, su negativa a abandonar a través de una «integración disolvente» sus símbolos culturales, lo que ha provocado el rechazo de las cultas y escépticas mayorías occidentales, que simplemente sienten su propia identidad «racionalista» (pero emic ) amenazada, como sostienen los primordialistas ? Puesto que lejos de desaparecer entropizadas por la creciente tecnologización y estandarización del modo de vida occidental, en 192Apud M. Angeles Montoya, Las claves del racismo contemporáneo, Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1994 p. 117.Constituida en octubre de 1984, la «Comisión de investigación sobre el ascenso del fascismo y el racismo en Europa», su primer informe pone el dedo en la llaga, al ubicar en la xenofobia la raíz de los males políticos que se investigan: el ascenso del fascismo y del racismo. El eurodiputado Juan de Dios Martínez Heredia ha recogido la larga serie de iniciativas comunitarias que se han producido desde entonces en Europa contra el racismo. Repertorio de iniciativas comunitarias, Barcelona, 1993 193Ignasi Álvarez Dorronsoro, «Los retos de la inmigración» en J. Contreras (comp.) Los retos de la Inmigración. Racismo y Pluriculturalidad, Talasa Madrid, 1994. p. 43

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los últimos veinte años se ha producido un revival de las identidades étnicas culturales ¿a quién puede extrañar que los inmigrantes retornen hacia el particularismo de sus orígenes, abominando del supuesto universalismo occidental, develado como particularismo?

Desde el envés etic, tales argumentaciones adolecen de parcialidad.

Ni siquiera toman en cuenta los beneficios (incluso económicos) que la inmigración proporciona a los países europeos. Los emigrantes de los países pobres han sido y son una fuerza laboral a la que la CEE no puede renunciar. No hay demagogia, ni cinismo en el reconocimiento etic que desde los antípodas de Le Pen hace Javier de Lucas sobre este asunto:

«Dos de los más recientes periodos de esplendor social, económico y cultural de

Europa, se han construido sobre la exclusión a la que se somete a los extranjeros; me refiero, en primer lugar, al auge de las metrópolis europeas, que sólo fue posible sobre la base del expolio colonial. Mucho más recientemente, la reconstrucción de Europa tras la Segunda Guerra Mundial ha sido viable, entre otros factores (...) gracias a la mano de obra barata y sin derechos (ciudadanos de segunda) que supone la inmigración, sobre todo la del sur de Europa»194

También desde la perspectiva etic cabe relativizar el concepto

sociológico de «umbral de tolerancia». Puesto que no es un límite absoluto puede modificarse social y colectivamente, como se modifican de continuo tanto las identidades étnicas de los inmigrantes y la cultura propia en función de las constantes reconstrucciones históricas de las imágenes nacionales.195 Pero incluso aceptando que tal umbral esté situado hoy en torno al 10% de la población autóctona, hay que reconocer que tal índice de inmigrantes sólo se sobrepasa en Luxemburgo y que en España con menos del 2% la alarma social ante la presencia «masiva» de emigrantes suena a broma sociológica o a manipulación ideológica. Por lo demás, es de justicia reconocer que en los procesos migratorias son los países de orígen quienes realmente pierden al sufrir una sangría del sector más dinámico y emprendedor de su población activa, sobre todo, si contabilizamos el brain drain y la fuga de las élites cualificadas, que supone una rémora para su propio desarrollo. En lo que se refiere a la marginación voluntaria de los extranjeros y a la imposibilidad de integración, no hace falta ir muy lejos para observar con Touraine el crecimiento del nivel profesional y de la

194 J. de Lucas, El desafío de las fronteras .Derechos humanos y xenofobia frente a una sociedad plural, Ed. Temas de Hoy, Madrid, 1994 p. 45 195 Anthony D. Smith, La identidad nacional, Trama Editorial, Madrid, 1997

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participación ciudadana de las minorías inmigradas a partir de la «segunda generación» cuando los programas de educación intercultural tienen éxito.

Por lo demás, entre la marginación y la diferenciación impuestas por quien tiene el dominio y la asimilación que supuestamente conlleva la pérdida de los valores de las minorías, siempre hay fórmulas transaccionales intermedias que comporten el enriquecimiento de mayoría y minorías. Incluso en los casos de conflicto objetivo de valores como el caso de la escisión-ablación de las niñas africanas «el camino de la criminalización jurídica» con ser el más fácil, no es más efectivo que las «vías de la medicalización y de la educación», como ha señalado Alessandra Facchi:

«La acción disuasoria del Estado de acogida puede concretarse en la atribución

de beneficios económicos, políticos y sociales específicos para aquellos que renuncien a imponer la escisión a sus hijas. Una medida con seguros efectos disuasorios en lo inmediato es la exclusión de las familias responsables de las formas de asistencia social corriente, tales como las ayudas familiares»196

Por último, el delirio xenófobo del nacionalismo paranoico que siente

amenazada su identidad cultural por insignificantes minorías sin poder, parte del supuesto (insostenible en la perspectiva etic ) de que las complejas sociedades industriales europeas son todavía monoculturales. Lo grave es que los supuestos defensores de las minorías marginadas y ellas mismas, responden a estas provocaciones fascistas con el mismo argumento: intentando imponer sus propios valores monoculturales al resto de la población.

4.— El problema de las minorías nacionalistas. El nacionalismo parecía un asunto decimonónico y tercermundista

cuando estalló el conflicto balcánico: «Conforme se va acercando a su final, el siglo XX parece encontrarse de nuevo con su comienzo -sentencia Gert Weisskirchen-- El nacionalismo nos ha catapultado al infierno del chauvinismo con una fuerza brutal. El post-comunismo entra en la etapa del

196Alessandra Facchi, «La escisión: un caso judicial», en J. Contreras (comp.), op. cit. p. 190.

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nacionalismo»197 El caso yugoslavo se ha convertido este fin de milenio en paradigma de la más maligna confluencia entre nacionalismo y xenofobia. No se trata sólo de que incipientes estados etnocéntricos reclamen mediante la fuerza de las armas el derecho a la autodeterminación y al territorio de los clanes serbios, croatas, musulmanes o eslovenos. El nacionalismo, como ideología, se ha convertido en el cómplice de la «limpieza étnica». Actúa como si fuera el salvador del particularismo, pero destruye cuantas diferencias sospecha, ya no de lengua, raza o religión, sino simplemente de apellido. Se alimenta de la muerte de los demás con la insolencia de la fuerza bruta. Los nuevos profetas del nacionalismo se esconden detrás de las emociones narcisistas y el desprecio por los extranjeros.

La «Europa de las pueblos» reacciona contra la Europa de las

naciones, acusándola de «exclusivismo», pero el regionalismo integrista que practican ciertos partidos independentistas (vascos, catalanes, gallegos) parecen insinuar un proceso de balcanización hispánica. Ocurre en los países más desarrollados y la intelligentsia juega un papel esencial en el separatismo. Sirva de paradigma de ideología nacionalista el discurso de Xavier Arzallus: con afirmaciones descriptivas (refutables científicamente) se refuerzan sentimientos exclusivistas (inmunes a la refutación). En la confusión de pensamiento reside su gran fuerza emocional:

«Primero anduvieron los antropólogos con su craneometría. Luego vinieron los

hematólogos con el RH de la sangre: siempre encontraron alguna especificidad entre los vascos. Ahora vienen los biólogos con el monogenismo y el neomonogenismo. Esto es, que esta sociedad de la que formamos parte viene de una única pareja. Y cuentan, se trata de algo sorprendente, cómo vinieron a Europa y cómo su sangre (se trata de algo ocurrido hace 25.000 años, me refiero al hombre de Cromagnon) perdura únicamente en los vascos. Esto puede ser importante o no, pero muestra la realidad: la especificidad de este pueblo»198

197Gert Weisskirchen, «Tras el telón: Reflexiones sobre el nacionalismo en la antigua Yugoslavia» en Josep Palau y Radha Kumar, Ex-Yugoslavia: de la guerra a la paz, Generalitat Valenciana, Valencia, 1993, pp. 69-72. 198Discurso en euskera de X. Arzallus en Tolosa, el 30 de Enero de 1993, que levantó una ligera polvareda bien analizada por Paz Moreno Feliu en «Cerraduras de sombra: racismo, heterofobia y nacionalismo» en J. Contreras (comp.) op. cit. pp. 224-27. No obstante, la opción abertzale no es unánime entre los vascos y la crítica a la violencia unilateral de ETA es cada vez más notable. Cfer. Juan Aranzadi, Jon Juaristi y Patxo Unzueta, Auto de Terminación. El País-Aguilar, Madrid, 1994, que examinan la mitología pseudocientífica en que se funda la ideología nacionalista para legitimar la violencia

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El mito de los orígenes, la «pureza racial» convertida en «dato objetivo» consagrado por la ciencia salta por encima de 25.000 años de historia para justificar una supuesta singularidad cultural, que reclama como corolario la autodeterminación política. El padre Arzallus predica con unción y convicción sus mitos «originarios», pero ¿en que se diferencia su discurso —pregunta con razón Paz Moreno— del de Pedro Varela, presidente del CEDADE cuando reclama «una Europa de las etnias», incluida «la catalana, que no coincide racialmente con la del resto de los pobladores de España»? ¿Y del de los que vindican la cooficialidad de una supuesta llingua asturiana recién fabricada lo que implicará a la larga su uso obligatorio?

En el mundo se hablan más de 8.000 lenguas, mientras apenas hay

dos centenares de Naciones-Estado. No hace falta ser matemático para calcular que la inmensa mayoría de los grupos étnicos o culturales han renunciado de grado o por fuerza a constituir organizaciones políticas homogéneas o monoculturales. Aunque muchos de los Estados surgidos en los dos últimos siglos han apelado a movimientos nacionalistas, otros muchos paises como Suiza, Bélgica, Finlandia y, hasta hace poco, también Yugoslavia y la Unión Soviética han demostrado en la práctica la existencia de medios alternativos no violentos para conciliar Estado y nación en situaciones pluriéticas y pluriculturales: federalismos, bilingüismos, regímenes autonómicos, integraciones graduales. Fiebre decimonónica europea, el nacionalismo remite después de la Segunda Guerra Mundial y sólo puede prender ya en las zonas subdesarrolladas del planeta aliándose al anticolonialismo. Pero el fenómeno es recurrente. A la fragmentación étnica de lo grandes imperios, sigue el separatismo étnico poscolonialista y ahora prende el fenómeno en las sociedades industriales, poniendo en peligro proyectos de convivencia supranacionales como la Comunidad Europea.

Para Benjamín Akzin, sin embargo, que proclama «la relativa

debilidad del nacionalismo durante la mayor parte del curso de la historia», «el nacionalismo moderno aparece primero como una extensión de las ideas liberales y democráticas y como su aplicación, más allá del individuo, a todo el grupo étnico con el que el individuo mismo se considera unido». Ideología nacida como reacción de resistencia a las campañas napoleónicas de unificación, fruto siempre de una minoría selecta, cuyo foro principal siempre fue una Europa de zonas fronterizas muy disputadas y una población étnicamente mixta, dispuesta a fortalecer sus lazos con mitos y leyendas de glorioso pasado, el nacionalismo hoy «parece estar cediendo el

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paso»199 En la misma línea argumental, Ernst Gellner, quien niega que las

naciones sean clases naturales y que el destino final de los grupos étnicos sea convertirse en Estados nacionales, considera el nacionalismo como una ideología psicológicamente débil para arraigar en las conciencias de los individuos y, sobre todo, lógicamente impresentable ante el público cada vez más culto y alfabetizado de las sociedades industrializadas:

«La ideología nacionalista está infestada de falsa conciencia. Sus mitos trastocan

la realidad: dice defender la cultura popular, pero de hecho forja una cultura desarrollada; dice proteger una sociedad popular, pero de hecho ayuda a levantar una anónima sociedad de masas...Predica y defiende la diversidad cultural, pero de hecho impone la homogeneidad tanto en el interior como, en menor grado, entre las unidades políticas. La imagen que de sí mismo tiene y su verdadera naturaleza se relacionan de forma inversa y con una perfección irónica que pocas veces se ha visto, siquiera en otras ideologías triunfantes. Esta es la razón por la que creemos que, en términos generales, no podemos aprender demasiado acerca del nacionalismo estudiando a sus profetas»200

Y sin embargo, en contra de las previsiones de Gellner, que veía

disminuir «la acritud del conflicto nacionalista» en 1983 y que acordaba con el marxista Nairn sobre el hecho de «que la sociedad industrial tardía no engendra ya profundas brechas sociales que la etnicidad pueda activar», la violencia etnófoba salta a primer plano por tercera vez en el siglo XX. Al igual que el mítico gigante Anteo, que, cada vez que era derribado, recobraba energías y vitalidad al contactar con su madre, la Tierra, así también parece que el nacionalismo resurge con fuerza, cada vez que ha sido derrotado. Esta es la dialéctica del problema nacionalista. El nacionalismo suele ser decapitado cada vez que levanta el vuelo ideológico de la ira, la revancha, el terrorismo, o infla el fantasma destructivo de la xenofobia y el racismo. Pero nunca ha sido destruido por completo, porque su sangre riega siempre el suelo patrio, donde germina la exaltación vitalista e instintiva de la diferencia, de la diversidad, de lo propio, el legítimo orgullo familiar de la peculiaridad del linaje y la cultura de cada cual. En realidad, como recuerda Smith, bastan seis componentes para resucitar al Anteo de la comunidad étnica («1. un gentilicio; 2. un mito de orígen común; 3. recuerdos históricos compartidos; 4. uno o varios elementos de cultura colectiva de carácter

199Benjamín Azkin, Estado y Nación, F.C.E., Breviario 200, México, 1968, pp 57-59 y 85 200Ernest Gellner, Naciones y Nacionalismo, Alianza, Madrid, 1988, p. 161.

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diferenciador; 5. una asociación con una patria específica; y 6. un sentido de solidaridad hacia sectores significativos de población»)201

No se trata de resucitar aquí la falsa teoría de los «dioses oscuros»,

que Gellner denuncia para poner en evidencia la cortedad de sus análisis. La etología ha probado la existencia de preprogramaciones genéticas de identificación con el grupo, que son algo más que elucubraciones de psicología profunda y que están a la base del etnocentrismo. Pero ¿de dónde nace la creencia de que la única identificación legítima es la que procede del nacimiento (la nación) y la exigencia de que tal identificación sólo se realiza cuando cristaliza en la forma de Estado nación? Es obvio que se trata de un producto moderno. Ya el viejo Kant (a quien Gellner trata de defender a toda costa de la inculpación de nacionalismo), a priori, antes de que se produjera la generalización del Estado—nación como estructura jurídico-política típica de la sociedad moderna, a cuya progresiva consolidación hemos asistido estos dos últimos siglos, había advertido en el proceso civilizatorio hacia la construcción de una comunidad mundial de derechos y deberes la existencia de una contradicción. Para alcanzar La Paz Perpetua hace falta, decía Kant, una federación o pacto entre los pueblos, «una Sociedad de naciones, que no podría ser, sin embargo, un Estado de naciones...porque muchos pueblos, reunidos en un Estado, vendrían a ser un solo pueblo, lo cual sería contradictorio», pues «el derecho de los pueblos» consiste precisamente en que cada uno forme «diferentes Estados», que no pueden fundirse en uno sólo202.

No hace falta ser muy sagaces para advertir que la contradicción

detectada por Kant se produce respecto al supuesto de que «los pueblos son Estados», por definición. Antes de que Mazzini enunciara el credo nacionalista de que «un pueblo destinado a realizar grandes cosas en aras de la humanidad debe constituirse un día u otro como nación», Kant, y tras él todo el círculo de intelectuales germanos (Herder, Fichte, Hegel, Schlegel, etc.,etc.) había procedido ya a identificar al pueblo (Volk ), con la «nación» y el «Estado», de manera que la base teórica para todas las explosiones nacionalistas, sean de tipo centrípeto como las que tuvieron lugar para la unificación de Italia y Alemania, o sean de tipo centrífugo, como las que llevaron a la disolución del imperio latinoamaericano español en varios

201 Smith, op. cit. p. 19 202Manuel Kant, La Paz Perpetua, 1795, 2_ art. definitivo: «El derecho de gentes debe fundarse en una federación de Estados libres»

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estados criollos o a la desintegración del imperio austríaco, estaba, así pues, bien consolidada en la práctica antes de entrar en el siglo XIX203.

Hay aquí un malentendido histórico, producto del esquematismo de

las tesis radicales, que no conviene mantener por más tiempo. Suele oponerse la idea ilustrada y mecanicista de nación, entendida como mera ficción jurídica, que tiene lugar a través del «consenso de las voluntades individuales» a la idea romántica y organicista de nación como «comunidad de lengua, cultura y tradición» de claro formato metafísico e ideológico. En la práctica, ambos conceptos (el liberal-ilustrado y el conservador-romántico) estuvieron amalgamados, dependiendo de circunstancias específicas. El caso del nacionalismo criollo latinoamericano, en el que el liberalismo político se alía descaradamente con la vindicación indigenista de los mitos prehispánicos para conformar un proceso cultural integrador del alma o del espíritu del nuevo pueblo ìcriolloî es paradigmático. El proceso repite lo ocurrido tras la Revolución francesa, donde la Convención, apenas abolidos los símbolos de fidelidad monárquica, los suplanta por «coronas cívicas», «legiones de honor» y toda una nueva mitología nacional revolucionaria tendente a fomentar un nuevo sentimiento nacional.

Es cierto que frente al cantonalismo feudal y a las estructuras

corporativas medievales, la doble columna vertebral sobre las que se asienta la sociedad moderna son el individuo aislado (sujeto ético por antonomasia) y el Estado como cuerpo político que engloba como Leviathan a estos individuos en tanto que ciudadanos. Pero no es menos cierto que el sentimiento nacional, que se desarrolla en Europa en plena vorágine revolucionaria, es uno de los fulcros más poderosos a los que pudo amarrase simultáneamente el individuo flotante y cosmopolita sin referentes y la idea abstracta de Estado, como estructura jurídica vacía, que requiere un pueblo para encarnarse. De ahí que no sea casual que la idea moderna de nación sea coetánea con la idea de «Estado moderno», y que sus categorizaciones jurídico-políticas tiendan a confundirlos con el pueblo. Esta conexión resulta meridiana cuando el nacionalismo se considera, no tanto como un «estado mental», «la expresión de una conciencia nacional», una 203Hans Kohn, Historia del nacionalismo, F.C.E., México, 1949 (reimp. 1984) y El nacionalismo, su significado y su historia, Paidos, Buenos Aires, 1966, le otorga gran importancia como factor integrador de la nación y valora positivamente sus complejas manifestaciones culturales ( «En otro tiempo fué una gran fuerza vital que aguijoneaba la evolución de la humanidad»), lo considera también un valor periclitado («ahora tal vez se vuelva un lastre para la marcha de esta»), p. 32

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ideología o una doctrina política, sino en su praxis política efectiva: «El nacionalismo debe comprenderse como una forma de política, que sólo tiene

sentido en términos del contexto político y de los objetivos particulares del propio nacionalismo. El Estado moderno es un aspecto fundamental de la comprensión de ese contexto y esos objetivos. El Estado moderno no sólo configura la política nacionalista, sino que proporciona a la misma su principal objetivo: la posesión del Estado»204.

Por más que la idea de nación desde un punto de vista analítico

aparezca como una construcción metafísica, basada sobre inanidades mitológicas y pseudocientíficas para fundamentar ficticias identidades étnicas, su fuerza ideológica es tal que ni siquiera las doctrinas más internacionalistas y apátridas han podido renunciar a sus cantos de sirena. La Iglesia Católica, cuyo reino no es de este mundo, no sólo se ha configurado como un mosaico de iglesias nacionales, sino que, en muchas ocasiones, ha servido de alma mater, refugio y tabla de salvación a nacionalismos independentistas (v.g., el irlandés o el vasco), supuestamente sojuzgados por poderosos Estados opresores. Incluso el proletariado internacional, organizado mundialmente, acaba sucumbiendo de diversa forma a las vindicaciones nacionalistas. Aunque su objetivo era la revolución mundial y el socialismo universal, a cuyos dictados debía someterse cualquier otra estrategia, Lenin acabó reconociendo a los austromarxistas (Bauer, Renner, etc) la importancia táctica de los movimientos de «liberación nacional» (el nacionalismo emancipador de las pequeñas naciones sometidas) como arma de desgaste contra el nacionalismo imperialista de las grandes potencias. Esta sutil distinción política no impedirá a Stalin operar un reduccionismo cultural, cuya consigna respecto a las minorías nacionales («Permitidles servirse de su lengua materna y el descontento desaparecerá por sí solo») está demostrando ahora su verdadera inoperancia ante los conflictos inter-étnicos desatados en los territorios de la antigua URSS o de la extinta Yugoslavia205.

204No es preciso, sin embargo, suscribir la interesantísima tesis de John Breuilly, Nacionalismo y Estado, Ed. Pomares-Corredor, Barcelona, 1990 (p. 370 y ss) de que el nacionalismo surgió en oposición al Estado moderno como una forma de hacer avanzar los intereses de ciertas élites, para establecer la conexión que postulamos en el texto. 205 J. Stalin, El marxismo, la cuestión nacional y la lingüistica, Akal, Madrid, 1977 (tg.Anagrama, Barcelona, 1977), de O.Bauer, La cuestión de las nacionalidades y la socialdemocracia, Siglo XXI, Madrid, 1979, las interpretaciones marxistas más recientes y potentes son las de N. Poutlanzas, Poder político y clases sociales en el

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¿Qué tiene que ver el nacionalismo con el problema del Estado de Derecho que planteamos aquí? Por debajo de las unificaciones formales y jurídicas de los Estados, los sentimientos históricos de pertenencia e identidad siguen pesando confusamente y pueden ser explotados oportunistamente por distintos intereses nacionales o internacionales. Conviene prevenirse contra ellos Por ejemplo, el resentimiento de los ucranianos contra los polacos se debe a que in illo tempore la nobleza polaca explotó y asesinó a campesinos ucranianos, que eran sus vasallos. Y no sólo en Europa los polvos históricos embadurnan el presente con sus lodos. En la India la minoría musulmana sufre intermitentes arremetidas de la mayoría hindú, mientras en Paquistán ocurre al revés. Las graves matanzas actuales entre la mayoría hutu y la minoría tutsi en Ruanda-Burundi no es un mero residuo de tribalismo (diagnóstico típicamente «racista»), sino la consecuencia de una larga dominación de la etnia invasora tutsi desde el siglo XVI (aliada después de las potencias coloniales europeas) sobre la mayoría hutu. En resumen, el problema de los nacionalismos es complicado, porque implica la existencia de pautas comunitarias y endogrupales etnocéntricas como resultado de largos procesos históricos, que siguen conservándose como elementos de identificación en las tradiciones de distintos pueblos. Abolir los reflejos nacionalistas equivaldría, pues, a erradicar la mayoría de las tradiciones culturales o a borrar la memoria histórica de los pueblos, en los que, a veces mitológicamente, fundan sus identidades originarias. Pero la misma instancia internacional que protege los Derechos Humanos, las Naciones Unidas protegen también los derechos diferenciales de las minorías étnicas, las minorías nacionales y sus tradiciones y peculiaridades, así como el derecho a la autodeterminación de los pueblos. De ahí una de las mayores dificultades para trazar en la práctica una línea divisoria entre movimientos universalistas e igualitaristas, capaces de erradicar todo vestigio de «exclusión» y xenofobia, y los movimientos «nacionalistas» de autodeterminación. Nos hallamos ante una contradicción tan real como la vida misma.

Estado capitalista y Estado, poder y socialismo (ambas en s.XXI, Madrid, 1976 y 1979) y T. Nairn, Los nuevos nacionalismos en Europa, Península, Barcelona, 1979