Matilda

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Transcript of Matilda

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Las obras de Roald Dahl no sólo ofrecen historias apasionantes...

Un 10% de los derechos de autor* de este libro se destina a financiar la laborde las organizaciones benéficas de Roald Dahl.

La Roald Dahl Foundation cuenta, por todo el ReinoUnido, con enfermeros especializados en pediatría que

atienden a niños con epilepsia, desórdenes sanguíneos y daño cerebral adquiri-do. La Fundación también proporciona ayuda económica a niños y jóvenes conproblemas hematológicos, neurológicos y de alfabetización —cuestiones todasellas cercanas a Roald Dahl a lo largo de su vida— por medio de donacionesdestinadas a hospitales e instituciones benéficas del Reino Unido, así como alos propios niños y sus familias.

El Roald Dahl Museum and Story Centre tiene su sede en GreatMissenden, localidad de Buckinghamshire cercana a Londres donde

Roald Dahl residió y escribió muchas de sus obras. El museo, cuya intención esfomentar el amor por la lectura y la escritura, alberga el archivo único de cartasy manuscritos del autor. Además de dos galerías biográficas que ofrecen grandesdosis de diversión, el museo cuenta con un centro de relatos interactivo dondefamilias, profesores y alumnos pueden explorar el emocionante mundo de lacreatividad literaria.

www.roalddahlfoundation.orgwww.roalddahlmuseum.org

Roald Dahl Foundation (RDF) es una organización benéfica registrada. Núme-ro 1004230.Roald Dahl Museum and Story Centre (RDMSC) es una organización benéfi-ca registrada. Número 1085853.Roald Dahl Charitable Trust, organización benéfica recientemente establecida,apoya la labor de RDF y RDMSC.

* Los derechos de autor donados son netos de comisiones

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Ilustraciones de Quentin Blake

Traducido por Pedro Barbadillo

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Título original: Matilda

© Del texto: 1988, Roald Dahl http://www.roalddahl.com

© De las ilustraciones: 1988, Quentin Blake© De la traducción: 1989, Pedro Barbadillo© De esta edición: 2014, Santillana Ediciones Generales, S. L.

Avenida de los Artesanos, 6. 28760 Tres Cantos (Madrid)Teléfono: 91 744 90 60

ISBN: 978-84-204-1710-3Depósito legal: M-2.749-2014Printed in Spain - Impreso en España

Cualquier forma de reproducción, distribución,comunicación pública o transformación de estaobra solo puede ser realizada con la autorizaciónde sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO (Centro Español de DerechosReprográficos) si necesita fotocopiar o escanear al-gún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;91 702 19 70 / 93 272 04 47).

www.librosalfaguarainfantil.com

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Para Michael y Lucy

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Ocurre una cosa graciosacon las madres y los pa-

dres. Aunque su hijo sea el sermás repugnante que uno pue-da imaginarse, creen que es ma-ravilloso.

Algunos padres van aún más lejos. Su adoración lle-ga a cegarlos y están convencidos de que su vástago tie-ne cualidades de genio.

Bueno, no hay nada malo en ello. La gente es así. Só-lo cuando los padres empiezan a hablarnos de las mara-villas de su descendencia es cuando gritamos: «¡Tráiganmeuna palangana! ¡Voy a vomitar!».

Los maestros lo pasan muy mal teniendo que escu-char estas tonterías de padres orgullosos, pero normal-mente se desquitan cuando llega la hora de las notas fi-nales de curso. Si yo fuera maestro, imaginaría comentariosgenuinos para hijos de padres imbéciles. «Su hijo Maximi-lian –escribiría– es un auténtico desastre. Espero que ten-gan ustedes algún negocio familiar al que puedan orientarle

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LA LECTORA DE LIBROS

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cuando termine la escuela, porque es seguro, como hay in-fierno, que no encontrará trabajo en ningún sitio».

O si me sintiera inspirado ese día, podría escribir: «Lossaltamontes, curiosamente, tienen los órganos auditivos aambos lados del abdomen. Su hija Vanessa, a juzgar por loque ha aprendido este curso, no tiene órganos auditivos».

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Podría, incluso, hurgar más profundamente en la histo-ria natural y decir : «La cigarra pasa seis años bajo tierra co-mo larva y, como mucho, seis días como animal libre a la luzdel sol y al aire. Su hijo Wilfred ha pasado seis años comolarva en esta escuela y aún estamos esperando que salga dela crisálida». Una niña especialmente odiosa podría incitar-me a decir : «Fiona tiene la misma belleza glacial que un ice-berg, pero al contrario de lo que sucede con éste, no tienenada bajo la superficie». Estoy seguro de que disfrutaría es-cribiendo los informes de fin de curso de las sabandijas demi clase. Pero ya está bien de esto.Tenemos que seguir.

A veces se topa uno con padres que se comportan delmodo opuesto. Padres que no demuestran el menor inte-rés por sus hijos y que, naturalmente, son mucho peores quelos que sienten un cariño delirante. El señor y la señoraWormwood eran de ésos.Tenían un hijo llamado Michaely una hija llamada Matilda, a la que los padres considerabanpoco más que como una postilla. Una postilla es algo queuno tiene que soportar hasta que llega el momento de arran-cársela de un papirotazo y lanzarla lejos. El señor y la seño-ra Wormwood esperaban con ansiedad el momento de qui-tarse de encima a su hijita y lanzarla lejos, preferentementeal pueblo próximo o, incluso, más lejos aún.

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Ya es malo que haya padres que traten a los niñosnormales como postillas y juanetes, pero es mucho peor

cuando el niño en cuestión es extraordinario, ycon esto me refiero a cuando es sensible y bri-llante. Matilda era ambas cosas, pero, sobre to-do, brillante.Tenía una mente tan aguda y apren-día con tanta rapidez, que su talento hubiera

resultado claro para padres medianamente inte-ligentes. Pero el señor y la señora Wormwood erantan lerdos y estaban tan ensimismados en sus egoís-tas ideas que no eran capaces de apreciar nada fue-ra de lo común en sus hijos. Para ser sincero, dudoque hubieran notado algo raro si su hija llegaba a ca-

sa con una pierna rota.Michael, el hermano de Matilda, era un ni-

ño de lo más normal, pero la hermana, comoya he dicho, llamaba la atención. Cuando te-nía un año y medio hablaba perfectamente ysu vocabulario era igual al de la mayor partede los adultos. Los padres, en lugar de ala-barla, la llamaban parlanchina y le reñíanseveramente, diciéndole que las niñas pe-queñas debían ser vistas pero no oídas.

Al cumplir los tres años, Matilda ya había aprendidoa leer sola, valiéndose de los periódicos y revistas que ha-bía en su casa. A los cuatro, leía de corrido y empezó, deforma natural, a desear tener libros. El único libro que ha-bía en aquel ilustrado hogar era uno titulado Cocina fácil,que pertenecía a su madre. Una vez que lo hubo leído

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de cabo a rabo y se aprendió de memoria todas las rece-tas, decidió que quería algo más interesante.

–Papá –dijo–, ¿no podrías comprarme algún libro?–¿Un libro? –preguntó él–. ¿Para qué quieres un mal-

dito libro?–Para leer, papá.–¿Qué demonios tiene de malo la televisión? ¡Hemos

comprado un precioso televisor de doce pulgadas y ahoravienes pidiendo un libro! Te estás echando a perder, hija...

Entre semana, Matilda se quedaba en casa sola casitodas las tardes. Su hermano, cinco años mayor que ella,

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iba a la escuela. Su padre iba a trabajar y su madre se mar-chaba a jugar al bingo a un pueblo situado a ocho millasde allí. La señora Wormwood era una viciosa del bingo yjugaba cinco tardes a la semana. La tarde del día en quesu padre se negó a comprarle un libro, Matilda salió solay se dirigió a la biblioteca pública del pueblo. Al llegar, sepresentó a la bibliotecaria, la señora Phelps. Le preguntósi podía sentarse un rato y leer un libro. La señora Phelps,algo sorprendida por la llegada de una niña tan pequeñasin que la acompañara ninguna persona mayor, le dio labienvenida.

–¿Dónde están los libros infantiles, por favor? –pre-guntó Matilda.

–Están allí, en las baldas más bajas –dijo la señoraPhelps–. ¿Quieres que te ayude a buscar uno bonito conmuchos dibujos?

–No, gracias –dijo Matilda–. Creo que podré arre-glármelas sola.

A partir de entonces, todas las tardes, en cuanto sumadre se iba al bingo, Matilda se dirigía a la biblioteca. Eltrayecto le llevaba sólo diez minutos y le quedaban doshermosas horas, sentada tranquilamente en un rincón aco-gedor, devorando libro tras libro. Cuando hubo leído to-dos los libros infantiles que había allí, comenzó a buscar al-guna otra cosa.

La señora Phelps, que la había observado fascinadadurante las dos últimas semanas, se levantó de su mesa yse acercó a ella.

–¿Puedo ayudarte, Matilda? –preguntó.

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–No sé qué leer ahora –dijo Matilda–.Ya he leído to-dos los libros para niños.

–Querrás decir que has contemplado los dibujos, ¿no?–Sí, pero también los he leído.La señora Phelps bajó la vista hacia Matilda desde su

altura y Matilda le devolvió la mirada.–Algunos me han parecido muy malos –dijo Matilda–,

pero otros eran bonitos. El que más me ha gustado ha si-do El jardín secreto. Es un libro lleno de misterio. El miste-rio de la habitación tras la puerta cerrada y el misterio deljardín tras el alto muro.

La señora Phelps estaba estupefacta.–¿Cuántos años tienes exactamente, Matilda? –le pre-

guntó.–Cuatro años y tres meses.La señora Phelps se sintió más estupefacta que nun-

ca, pero tuvo la habilidad de no demostrarlo.–¿Qué clase de libro te gustaría leer ahora? –preguntó.–Me gustaría uno bueno de verdad, de los que leen

las personas mayores. Uno famoso. No sé ningún título.La señora Phelps ojeó las baldas, tomándose su tiem-

po. No sabía muy bien qué escoger. ¿Cómo iba a escogerun libro famoso para adultos para una niña de cuatro años?Su primera idea fue darle alguna novela de amor de las quesuelen leer las chicas de quince años, pero, por alguna ra-zón, pasó de largo por aquella estantería.

–Prueba con éste –dijo finalmente–. Es muy famoso ymuy bueno. Si te resulta muy largo, dímelo y buscaré algomás corto y un poco menos complicado.

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–Grandes esperanzas –leyó Matilda–. Por Charles Dic-kens. Me gustaría probar.

–Debo de estar loca –se dijo a sí misma la señoraPhelps, pero a Matilda le comentó–: Claro que puedesprobar.

Durante las tardes que siguieron, la señora Phelps ape-nas quitó ojo a la niñita sentada hora tras hora en el gransillón del fondo de la sala, con el libro en el regazo.Teníaque colocarlo así porque era demasiado pesado para su-jetarlo con las manos, lo que significaba que debía sentarse

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inclinada hacia delante para poder leer. Resultaba insólitover aquella chiquilla de pelo oscuro, con los pies colgando,sin llegar al suelo, totalmente absorta en las maravillosasaventuras de Pip y la señorita Havishman y su casa llena detelarañas dentro del mágico hechizo que Dickens, el grannarrador, había sabido tejer con sus palabras. El único mo-vimiento de la lectora era el de la mano cada vez que pa-saba una página. La señora Phelps se apenaba cuando lle-gaba el momento de acercarse a ella y decirle: «Son lascinco menos diez, Matilda».

En el transcurso de la primera semana, la señora Phelpsle preguntó:

–¿Viene tu madre todos los días para llevarte a casa?–Mi madre va todas las tardes a Aylesbury a jugar al

bingo –le respondió Matilda–. No sabe que vengo aquí.–Pero eso no está bien –dijo la señora Phelps–. Creo

que sería mejor que se lo contaras.–Creo que no –contestó Matilda–. A ella no le gusta

leer. Ni a mi padre.–Pero ¿qué esperan que hagas todas las tardes en una

casa vacía?–Ir de un lado para otro y ver la tele.–Ya.–A ella no le importa nada lo que hago –dijo Matil-

da con un deje de tristeza.A la señora Phelps le preocupaba la seguridad de

la niña cuando transitaba por la concurrida calle Mayordel pueblo y cruzaba la carretera, pero decidió no inter-venir.

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Al cabo de una semana, Matilda terminó Grandes es-peranzas que, en aquella edición, tenía cuatrocientas oncepáginas.

–Me ha encantado –le dijo a la señora Phelps–. ¿Haescrito otros libros el señor Dickens?

–Muchos otros –respondió la asombrada señoraPhelps–. ¿Quieres que te elija otro?

Durante los seis meses siguientes y, bajo la atenta ycompasiva mirada de la señora Phelps, Matilda leyó los si-guientes libros:

Nicolas Nickleby, de Charles Dickens.Oliver Twist, de Charles Dickens.Jane Eyre, de Charlotte Brontë.Orgullo y prejuicio, de Jane Austin.

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Teresa, la de Urbervilles, de Thomas Hardy.Viaje a la Tierra, de Mary Webb.Kim, de Rudyard Kipling.El hombre invisible, de H. G.Wells.El viejo y el mar, de Ernest Hemingway.El ruido y la furia, de William Faulkner.Alegres compañeros, de J. B. Priestley.Las uvas de la ira, de John Steinbeck.Brighton Rock, de Graham Greene.Rebelión en la granja, de George Orwell.

Era una lista impresionante y, para entonces, la seño-ra Phelps estaba maravillada y emocionada, pero proba-blemente hizo bien en no mostrar su entusiasmo. Cual-quiera que hubiera sido testigo de los logros de aquellaniña se hubiera sentido tentado de armar un escándalo ycontarlo en el pueblo, pero no la señora Phelps. Se ocu-paba sólo de sus asuntos y hacía tiempo que había des-cubierto que rara vez valía la pena preocuparse por los hi-jos de otras personas.

–El señor Hemingway dice algunas cosas que no com-prendo –dijo Matilda–. Especialmente sobre hombres y mu-jeres. Pero, a pesar de eso, me ha encantado. La forma co-mo cuenta las cosas hace que me sienta como si estuvieraobservando todo lo que pasa.

–Un buen escritor siempre te hace sentir de esa for-ma –dijo la señora Phelps–.Y no te preocupes por las co-sas que no entiendas. Deja que te envuelvan las palabras,como la música.

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–Sí, sí.–¿Sabías –le preguntó la señora Phelps– que las bi-

bliotecas públicas como ésta te permiten llevar libros pres-tados a casa?

–No lo sabía –dijo Matilda–. ¿Podría hacerlo?–Naturalmente –dijo la señora Phelps–. Cuando ha-

yas elegido el libro que quieras, tráemelo para que yo to-me nota y es tuyo durante dos semanas. Si lo deseas, pue-des llevarte más de uno.

A partir de entonces, Matilda sólo iba a la bibliotecauna vez por semana, para sacar nuevos libros y devolverlos anteriores. Su pequeño dormitorio lo convirtió en sa-la de lectura y allí se sentaba y leía la mayoría de las tardes,a menudo con un tazón de chocolate caliente al lado. Noera lo bastante alta para llegar a los cacharros de la coci-na, pero colocaba una caja que había en una dependen-cia exterior de la casa y se subía en ella para llegar a don-de deseaba. La mayoría de las veces preparaba chocolatecaliente, calentando la leche en un cazo en el hornillo, an-tes de añadirle el chocolate. De vez en cuando prepara-ba Bovril y Ovaltina. Resultaba agradable llevarse una be-bida caliente consigo y tenerla al lado mientras se pasabalas tardes leyendo en su tranquila habitación de la casa de-sierta. Los libros la transportaban a nuevos mundos y lemostraban personajes extraordinarios que vivían unas vi-das excitantes. Navegó en tiempos pasados con JosephConrad. Fue a África con Ernest Hemingway y a la Indiacon Rudyard Kipling.Viajó por todo el mundo, sin mover-se de su pequeña habitación de aquel pueblecito inglés.

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