Martini, Carlo Maria - Remad Mar Adentro

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Cario María Martini ¡Remad mar adentro! Eucaristía y dinamismo eclesial - - SALTERRAE

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Cario María Martini

¡Remad mar adentro! Eucaristía y dinamismo eclesial

- -

SALTERRAE

Colección «EL POZO DE SIQUEM»

272 Cario María Martini

¡Remad mar adentro! Eucaristía y dinamismo eclesial

SAL TERRAE Santander - 2010

Título del original italiano: Préndete il largo!

Eucaristía e dinamismo eclesiale

© 2009 by Áncora Editrice, Via G.B. Niccolini, 8

20154 Milano www.ancoralibri.it

Traducción: Ramón Alfonso Diez Aragón

Imprimatur. , ','•. >". * Vicente Jiménez Zamora

•**̂ " Obispo de Santander 15-10-2010

© 2010 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliaño (Cantabria) Tfno.: 942 369 198 / Fax: 942 369 201

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Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 978-84-293-1892-0

Depósito Legal: BI-2895-2010

Impresión y encuademación: Grafo, S.A. - Basauri (Vizcaya)

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4 CARLO MARÍA MARTINI

Índice

Presentación, por Giuseppe Bettoni, sss 7

1. La singularísima historia de Jesucristo 13

2. La síntesis de toda la vida de Jesús 15

3. El verdadero éxodo de Jesús 19

4. La eucaristía es la pascua de Jesús 22

5. Jesús siempre vivo 26

6. Jesús actúa por nosotros, entre nosotros

y en nuestro favor 29

7. Este es el pan que nos sostiene 32

8. El hombre abierto al misterio 35

9. ¡Este es el sacramento de nuestra fe! 38

10. La eucaristía hace la Iglesia 41

11. La fuerza configuradora de la eucaristía 47

12. Un manantial impetuoso de justicia 51

13. Cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial 54

14. ¿Sabemos de verdad celebrar el misterio de Dios? 57

15. El domingo: el día por excelencia 60

16. Dejarse formar por la eucaristía 62

17. Eucaristía y familia 67

18. Para asimilar el Misterio 70

¡REMAD MAR ADENTROl 5

19. El pecado que carcome el estilo eucarístico . . . . 73

20. Eucaristía y tensiones en la Iglesia 76

21. Participar en la lógica de Jesús 79

22. El misterio de una Iglesia humilde y valiente . . . 82

23. La transformación del cristiano 85

24. El asombro ante el don de Dios 88

25. El espíritu de adoración

que nace en la celebración 90

26. «Daos vosotros mismos por todos» 93

27. Una existencia eucarística 96

28. La eucaristía lo atrae «todo» y a «todos» 99

29. En la eucaristía somos formados

para las grandes decisiones 101

30. Fidelidad ritual y fidelidad ética 104

31. Las actitudes espirituales exigidas por la historia 106

32. La resonancia política del poder de Cristo 108

33. Del amor pascual brota la esperanza 111

34. La ética eucarística de la zarza ardiente 114

35. La fuente del amor de la Iglesia a la ciudad . . . . 117

36. En el dinamismo del amor 120

37. La impaciencia propia del amor 123

38. Hasta el día en que nos sentemos a la mesa con Dios 125

39. Te damos gracias, oh Padre 128

Fuentes 133

6 CARIO MARÍA MARTINI

Presentación

A diario tenemos la experiencia de la fuerza de la gra­vedad que atrae las cosas hacia abajo, sin la cual la se­milla no caería en el surco ni podría tener a su alrededor los nutrientes necesarios, el agua no se dejaría retener... Hay otra fuerza, que es la que atrae hacia arriba, hacia el cielo. Desde el primer momento, la semilla tiende a salir del seno de la tierra, busca la luz, el sol. Y es así como germina... y la espiga madura. Hay un dinamismo -es decir, un «movimiento» vital- que pertenece al designio de Dios inscrito en la naturaleza de las cosas. Con todo, esta semilla no llegaría nunca a nuestra mesa sin el cui­dado y el trabajo del ser humano: es necesario que al­guien coseche, muela, reúna, distribuya... y he aquí que de este modo descubrimos también un dinamismo hori­zontal del que no siempre somos conscientes, pero que, sin embargo, es real y necesario para que el grano de tri­go llegue a ser pan y podamos comerlo.

Isaías (55,10-11) dice esto mismo con otras palabras sobre la Palabra de Dios:

«Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar,

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para que dé semilla al sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo».

Esta extraordinaria actividad de la Palabra, que el car­denal Cario María Martini ha anunciado constante e in­fatigablemente a lo largo de su ministerio, está presente también en el misterio eucarístico y con una fuerza im­presionante brota de sus escritos, atraviesa y recorre la trama de sus homilías, de sus cartas pastorales o, más sencillamente, de sus meditaciones y oraciones. Este es el sentido y el motivo del subtítulo de la presente selec­ción: «Eucaristía y dinamismo eclesial».

Al dejarnos tomar de la mano por esta antología de los textos eucarísticos que recorren sobre todo su minis­terio episcopal, y están presentes también en su predica­ción actual en la forma de los ejercicios espirituales, se nos invita a realizar un «itinerario eucarístico».

Ciertamente no nos encontramos ante un tratado teo­lógico sobre la eucaristía, pero la visión del misterio, las intuiciones espirituales y las indicaciones pastorales que se manifiestan hunden sus raíces en el terreno fecundo de la renovación teológica del concilio Vaticano II.

El misterio de la eucaristía, tal como se transparenta en estas páginas, es una realidad dinámica que implica a la Iglesia y la historia en un movimiento que tiene su punto de partida en la entrega que Jesús hace de sí mis­mo y, por tanto, en su muerte. Muerte que, por un lado, parece poner fin a su venida a la tierra -al menos esta era

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la intención de las autoridades romanas y judías-, pero que, por el contrario, es vencida por la resurrección que revela y deja entrever el día en que nos sentaremos final­mente a la mesa con Dios. «Entre tanto», la repetición de la celebración suscita en el discípulo el deseo de dar for­ma eucarística a su propia vida en el don de sí mismo y en la entrega de su propia existencia.

La eucaristía es el punto de partida y de convergencia de la peregrinación humana en los senderos de la historia, es una referencia dinámica y no un simple refugio. La cele­bración eucarística es a veces casi como una vela que -impulsada por el soplo del Espíritu- lleva la barca de los discípulos y de la Iglesia mar adentro, hacia las corrien­tes y las tempestades de la historia humana, como sugie­re el título elegido para este volumen: «¡Remad mar adentro!» (Le 5,4).

La unión de este versículo evangélico con el tema de la eucaristía no es habitual y podría causar una cierta per­plejidad. De hecho, la invitación de Jesús a «remar mar adentro» no hace pensar inmediatamente en la celebra­ción de este misterio, sino más bien en emprender la ac­tividad apostólica sugerida en la metáfora de la acción de echar las redes.

En realidad, la eucaristía no es solo el pan que sostie­ne el camino, sino Jesús mismo que está en nuestra bar­ca, en la barca de una humanidad sacudida por las tor­mentas, y que nunca se retira, aunque a veces parezca au­sente (cf. Le 8,22-25).

He agrupado los escritos elegidos para esta antología en cinco secciones.

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El punto de partida está en el encuentro del hombre con «la singularísima historia de Jesucristo», porque no se puede comprender la eucaristía sin la relación perso­nal con el Señor. No se trata aquí de detenerse en una vi­sión demasiado jurídica de la institución del sacramento, sino de privilegiar más bien el sentido mismo de la vida de Cristo, entendido como el «primer sacramento» del amor del Padre.

En segundo lugar, se plantea la pregunta sobre quién es el hombre que se encuentra con Cristo, cuál es la hu­manidad que se asoma al misterio. Escribe el Cardenal: «Hay un mensaje para este hombre que teme ser abando­nado y no consigue ya creer en nadie. El mensaje nos vie­ne de la misma palabra de Dios: Dios nos nutre con su Palabra, nos nutre con su vida. Cristo nos hace habitar en él y juntos, como hermanos, en la misma casa; Cristo nos hace compartir la misma existencia». El hombre, por consiguiente, como destinatario de la iniciativa de Dios, el hombre abierto al misterio.

En tercer lugar, en las palabras de la última cena: «Haced esto en memoria mía» (Le 22,19) expresa Jesús el mandato dirigido a la Iglesia de continuar la memoria viva de su Señor. Estamos en el corazón de nuestro itine­rario, encontramos aquí la dimensión espiritual de la li­turgia cristiana. En efecto, como se recuerda con insis­tencia en las enseñanzas del episcopado martiniano, ne­cesitamos abandonarnos a la docilidad del Espíritu San­to para comprender y vivir la estrecha relación entre el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial de Jesús, entre la caridad vivida por Jesús en la pascua y la caridad que la Iglesia debe vivir en la historia.

10 CARLO MARÍA MARTIN!

Esta es la continuidad que se explicita en la cuarta sección, en los temas más queridos para el Cardenal: una eucaristía que «configura cada vez más la existencia», que «prepara para las grandes elecciones», que suscita una ética para vivir «en el dinamismo del amor» y en la atracción «de todo y de todos hacia el misterio de Cris­to», hasta el día en que -y este es el último horizonte-«nos sentaremos a la mesa con Dios» para siempre.

Este itinerario eucarístico debe concluir coherente­mente con una oración, que es el canto de alabanza y de acción de gracias expresado con las palabras escritas en 1984 como conclusión de la Carta a san Cario.

Aceptemos la invitación a dejarnos conducir en este iti­nerario eucarístico, a remar mar adentro sanando las he­ridas y las enfermedades nuestras y de toda la humani­dad, y a vivir en el dinamismo del amor.

GIUSEPPE BETTONI, SSS

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La singularísima historia de Jesucristo

J ESÚS el don definitivo de Dios, es la plena revelación del misterio. Este carácter definitivo y pleno depende del hecho de que él no es solamente un signo de Dios, un bien que brota de la infinita ternura de su amor, sino que es la comunicación de Dios mismo, tal como es en sí mismo. Su ser profundo es propiamente divino y plena­mente humano. Su historia pertenece personalmente a Dios y, al mismo tiempo, tiene ritmos, tiempos y mo­mentos históricos realmente humanos.

El punto culminante de esta historia singular de Jesús, la «hora», como es llamada en el cuarto Evangelio, es la pascua: en ella, el amor del Padre no solo es comu­nicado en plenitud al hombre a través de la donación to­tal del Hijo y la efusión del Espíritu, sino que también vence y destruye, a través del sufrimiento amoroso de Cristo y su poderosa glorificación, el rechazo pecamino­so con que el hombre se opone al amor de Dios.

Para el hombre, por lo tanto, celebrar el misterio de Dios, encontrando plenitud de vida y de salvación, quiere decir unirse a Cristo, acoger su vida, celebrar su pascua.

La eucaristía es el acontecimiento festivo suscitado por la pascua para hacer presente su inagotable eficacia de salvación para todos los tiempos. Ciertamente, no se

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puede deducir simplemente la eucaristía de la pascua, pe­ro hay que remitirse a la voluntad explícita de Jesús, ma­nifestada en la última cena.

Con las palabras y los gestos realizados sobre el pan y el vino, acompañados del mandato de repetirlos en me­moria suya, explicó Jesús proféticamente el gesto que iba a realizar sobre la cruz y, a la vez, ofreció a sus discípu­los la modalidad sacramental con la que habrían de cele­brar la plenitud definitiva de la pascua. Aquí radica la sin­gularidad de la celebración eucarística.

Tu voluntad, oh Dios, es la salvación de todos los hombres: para realizarla enviaste a tu Hijo, que murió y resucitó por nosotros.

Haznos comprender el misterio de tu amor; danos un corazón grande, capaz de acoger tus deseos y de ajustar a ellos nuestras elecciones.

Ábrenos para que acojamos tu Palabra, y la reconozcamos como luz para nuestros pasos, como don capaz de dar sentido a nuestra vida.

Amén.

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2

La síntesis de toda la vida de Jesús

N o es fácil comprender desde qué perspectiva es con­siderado el paso en el gesto del cuerpo entregado y la sangre derramada, porque es un símbolo sintético, es una síntesis global de todo el ser de Jesús como Hijo entre­gado. No obstante, si prestamos atención a los símbolos específicos, creo que se puede reconocer, entre los dife­rentes aspectos de este paso, el del sacerdote que se hace víctima. El pan y el vino son dos materias que en el An­tiguo Testamento eran ofrecidas libremente por el sacer­dote, pero como realidades distintas de él, que se encon­traban fuera de él.

Por el contrario, Jesús sacerdote se ofrece a sí mismo bajo dos signos, y este paso indecible es comentado por Jn 13,1: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Jesús sacerdote se im­plica personalmente por los pecados del mundo, se deja triturar y partir por ellos, para redimirlos en su cuerpo y su sangre.

Así pues, en la eucaristía tenemos la concentración de todos los misterios de la redención, «memoria mirabi-lium suorum fecit Dominus». Y si quisiéramos profundi­zar aún más en el significado del gesto del pan y del vi­no como cuerpo y sangre del sacerdote de la nueva alian-

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za, del Hijo entregado, podríamos ver realizada esta acti­tud en los otros dos vértices del triángulo: Getsemaní («No se haga mi voluntad, sino la tuya») y la cruz («En tus manos encomiendo mi espíritu»). Es decir, lo que la eucaristía expresa se verifica y se realiza en la expresión «No se haga mi voluntad, sino la tuya» y en el hecho de poner la vida en las manos del Padre.

Hay que contemplar juntos los tres vértices o puntas del triángulo, porque se iluminan y se esclarecen mutua­mente formando la figura redentora del misterio, reve­lando el modo en que la Trinidad se manifiesta histórica­mente en Cristo: desde el cenáculo, pasando por Getse­maní, hasta la cruz se realiza la revelación definitiva del amor del Padre, expresada después en la resurrección.

De este modo, somos introducidos en la meditación de estos misterios centrales de nuestra fe y os propongo alguna pregunta.

¿Qué paso me espera a mí, dado que mi suerte está estrechamente ligada a la de la eucaristía, a la del lavato­rio de los pies? ¿Cuál es el paso que debo esperarme y que afecta a mi vida, a mi cuerpo, a mi servicio?

Ciertamente es el paso de una condición centrada siempre un poco en mí, en mi crecimiento, en mi realiza­ción (humana y cultural), a una condición centrada en el Padre, en Cristo, en los hermanos. En otras palabras, es el paso del conocimiento nocional al conocimiento real del misterio de Dios; mi existencia está estrechamente li­gada al don de mí mismo, al servicio del lavatorio de los pies, a la entrega del pan y el vino, el cuerpo y la sangre por el Señor y por los hermanos.

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Te damos gracias, Señor, porque en tu evangelio te manifiestas a nosotros como misericordia que nos busca, que busca a todos los seres humanos, incluidos aquellos que nos preocupan a nosotros y a quienes buscamos con afán.

Tú estás buscándolos aún más que nosotros, mucho más que nosotros, ya sea a través nuestro, ya sea empleando otros medios de tu Providencia, desconocida para nosotros, pero realmente eficaz.

Te damos gracias, Padre, porque no dejas de buscarnos a todos y cada uno de nosotros; porque constantemente deseas rehacernos, rehabilitarnos, reintegrarnos en una conciencia pura, en la autenticidad evangélica, en la serenidad para aceptar tu designio, en la fraternidad de nuestras comunidades, en la superación de todas nuestras envidias, egoísmos, mezquindades y amarguras.

Haz, Señor, que nos dejemos buscar por ti hasta el fondo de nosotros mismos; que no opongamos resistencia a tu búsqueda; que nos expongamos a la luz con que tú escrutas las grietas de nuestro suelo para encontrar aquello de nosotros que necesita aún ser valorado.

Haz, Padre, que nos dejemos valorar por la solicitud con que tu Hijo nos busca,

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que no le opongamos una concepción mezquina y estrecha de nosotros mismos, que nos dejemos reintegrar en nuestra plenitud, la que tú, en tu designio divino, has proyectado desde siempre para cada uno de nosotros en Cristo Jesús, Señor nuestro.

Amén.

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3

El verdadero éxodo de Jesús

.L/L misterio pascual, que tiene su síntesis en la eucaris­tía, es el verdadero éxodo de Jesús, es su pasión, como se observa muy claramente en el Evangelio de Juan: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo ama­do a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Su paso al Padre mediante la muerte y la resurrección está sintetizado en la eucaristía.

Podemos decir que toda su vida fue un éxodo hacia el Padre. Pero yo desearía dar un paso más. El paso de Jesús a través de la muerte no es un destino fatal que se le vie­ne encima, sino que es deseado. Cito, por ejemplo, Juan 10,14-15: «Yo soy el buen pastor, conozco a las mías y ellas me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo co­nozco al Padre; y doy la vida por las ovejas». Y en los versículos 17-18 repite: «Por eso me ama el Padre, por­que doy la vida, para después recobrarla. Nadie me la quita, yo la doy voluntariamente, porque tengo poder pa­ra darla y para después recobrarla. Este es el encargo que he recibido del Padre».

El éxodo de Jesús es deseado, es su propósito, su elección, su decisión, su determinación resuelta.

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Es una decisión angustiosa y profunda, por la que Jesús mira de frente a su destino en Jerusalén y opta por afrontar el misterio de su muerte. El propósito de Jesús de dar la vida por nosotros se expresa de manera plena y simbólicamente densa en la institución eucarística, que es el momento en el que expresa con palabras, signos y gestos, esta voluntad de ofrecerse por nuestro amor, por nuestra salvación, al Padre, hasta las últimas consecuen­cias. «Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles y les dijo: "Cuánto he deseado comer con vo­sotros esta víctima pascual antes de mi pasión"» (Le 22,14-15). Esta es la firme voluntad de Jesús. Y en los versículos 19-20 se añade: «Tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: "Esto es mi cuerpo, que se en­trega por vosotros". Haced esto en memoria mía. Igual­mente tomó la copa después de cenar y dijo: "Esta es la copa de la nueva alianza, sellada con mi sangre, que se derrama por vosotros"». Palabras, gestos, símbolos... to­do se concentra.

Cada vez que celebramos la eucaristía, vivimos el éxodo de Jesús, la salida voluntaria de Jesús de sí mis­mo por nosotros, por amor nuestro. Como dice Pablo: «Anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva» (cf. ICo 11,26).

Me parece que este es el sentido del sacrificio euca-rístico: la voluntad irrevocable e inamovible de Jesús de morir por nuestra salvación. Una voluntad, un propósito que comprende toda su vida -nacimiento, vida oculta, vi­da pública; predicación, milagros; y después la pasión, la tortura, los insultos, la flagelación, el camino de la cruz, la crucifixión, la muerte, la resurrección y la ascensión al

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Padre- y que se hace perceptible, sacramental, símbolo real en la eucaristía, el símbolo sencillísimo del pan co­mido y de la sangre derramada por nosotros.

Señor Jesús, tú sabes que también nosotros, como los apóstoles, tendemos espontáneamente a rechazar la verdad de tu difícil mensaje y no sabemos seguirte adonde tú vas, sino que nos hacemos un seguimiento a nuestra medida y rechazamos el que tú preparas para nosotros cada día.

Ilumina, Señor, nuestra mente y enciende nuestro corazón para que podamos comprender lo que deseas de nosotros.

Ya sabes, Señor, lo difícil que es todo esto para nosotros en la experiencia cotidiana.

Haznos comprender que, si vamos hasta el fondo de dicha experiencia, descubriremos lo que tú deseas de nosotros: que pongamos ante ti nuestra pobre ofrenda.

Concédenos, Señor, dejarnos acoger por ti y acoger tu Palabra por entero, sin esconderte nada.

Amén.

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La eucaristía es la pascua de Jesús

A veces, nos limitamos a unir la eucaristía con la pas­cua de manera genérica y nos contentamos con explicar la eficacia de la pascua afirmando que tiene un poder sal-vífico infinito, porque es un gesto de Dios mismo. Pero no debemos olvidar que este gesto de Dios se realiza en Jesús de Nazaret y tiene, por tanto, una estructura huma­na, que debe ser comprendida si queremos comprender después su actualización en la eucaristía.

En el sacrificio pascual, Jesús vive de modo pleno su obediencia al Padre y su participación en la historia de los hombres, porque en él tiene lugar el enfrentamiento definitivo, mortal, con el pecado del mundo.

En vez de dejarse atraer por la espiral del odio y de la violencia, Jesús vive la experiencia de la muerte en cruz dejándose atraer por el amor del Padre, con el cual él, en lo profundo de su ser, es una sola cosa.

Él obedece, ama, perdona, ora y espera, mientras ex­perimenta hasta el fondo, con un dolor mortal, qué signi­fica, por un lado, ser plenamente partícipe del amor de Dios al hombre, y, por otro, ser solidario con un hombre que es pecador y está separado de Dios.

Al mismo tiempo, el amor humano de Jesús es la rea­lización perfecta del amor del hombre a Dios. Es un amor que no disminuye, sino que se intensifica, se enriquece

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en confianza, en obediencia, en entrega, precisamente a través del sufrimiento y de la muerte. Dice la Carta a los Hebreos: «Aun siendo Hijo, aprendió sufriendo lo que es obedecer. Ya consumado llegó a ser para cuantos le obe­decen causa de salvación eterna» (5,8-9).

En la pascua, Jesús revela, por un lado, el misterio del amor de Dios al hombre; por otro, celebra y realiza del modo humanamente más perfecto el amor, la obediencia, la entrega del hombre a Dios. El aspecto singular, excep­cional y único del sacrificio pascual es que la revelación y la celebración-realización son una sola cosa, del mismo modo que, en el ser de Jesús, Dios y el hombre, aun sien­do distintos, llegan a ser una sola cosa.

La pascua de Jesús, precisamente porque es la mani­festación-celebración del amor de Dios descrita, tiende a alcanzar a todo ser humano, ya sea para manifestarle el amor de Dios, para anunciarle que su pecado es perdona­do, para darle esperanza de vida y de alegría más allá del sufrimiento y la muerte; ya sea para atraer a todos los se­res humanos hacia el mismo movimiento de celebración del misterio, de adoración de Dios, de configuración con la voluntad del Padre, que animó toda la vida de Jesús, sellada en la pascua.

La eucaristía es justamente la modalidad instituida por Jesús en la última cena para realizar esta intrínseca intención salvífica de la pascua. «Jesús se acercó, tomó pan y se lo dio» (Jn 21,13). Esta comunión de mesa en­tre Jesús y los suyos, aun cuando no es una eucaristía propiamente dicha, como hemos observado antes, retoma el vocabulario eucarístico del Nuevo Testamento y nos invita a reflexionar sobre la cena y sobre la eucaristía.

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La eucaristía, tal como es acogida en la fe de la Igle­sia, presenta un aspecto sorprendente que conmociona la inteligencia y conmueve el corazón. Nos encontramos frente a uno de aquellos gestos abismales del amor de Dios, ante los cuales la única actitud posible para el hombre es una entrega en la adoración llena de gratitud ilimitada.

La eucaristía no es solo, como hemos dicho antes, la modalidad querida por Jesús para hacer perennemente presente la eficacia salvífica de la pascua. En ella no está presente solo la voluntad de Jesús, que instituye un gesto de salvación. En ella está presente sencillamente (¡pero qué misterio hay en esta sencillez!) el mismo Jesús.

En la eucaristía, Jesús se da él mismo a nosotros. Solo él puede entregarse a sí mismo como don para nosotros, porque solamente él es una sola cosa con el amor infini­to de Dios, que puede hacerlo todo. Ciertamente, hay que prestar atención también a los instrumentos humanos de los que Jesús se sirve. Dado que la pascua revela y al mis­mo tiempo celebra el amor de Dios que atrae al hombre hacia sí, nos parece plausible que Jesús en la última cena haya valorado la tensión hacia la comunión con Dios ex­presada en el gesto de comer juntos y, sobre todo, haya hecho referencia al valor conmemorativo de la alianza, que era propio de la liturgia pascual veterotestamentaria.

Es, por tanto, normal y necesario que la Iglesia, al configurar concretamente la liturgia eucarística, asumie­ra en el pasado -y tenga que asumir y actualizar conti­nuamente- las expresiones festivas provenientes del ca­rácter innato de la condición ritual humana y de la litur­gia veterotestamentaria. Pero todo ello está atravesado y

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superado por una novedad absoluta: es tal la fuerza ma­nifestada y realizada en el sacrificio de la cruz, que ella hace presente en la eucaristía a Cristo mismo en el hecho de darse al Padre y a los hombres, para quedarse siempre con ellos.

Jesús, que atrae hacia sí de muchas maneras a la Igle­sia con la fuerza de su Espíritu y de su Palabra, suscita en la Iglesia la voluntad de obedecer a su mandato: «Haced esto en memoria mía (Le 22,19).

Tú, Señor Jesús, que has instituido el sacramento de la eucaristía como acción de gracias al Padre, que ha dispuesto de ti para su glorificación y para la salvación de los hombres, concédenos que nuestra celebración sea una perenne acción de gracias al Padre, un acto de glorificación por tu amor, una ofrenda por la salvación de la humanidad, un grito de esperanza por el pecado de los hombres, un anhelo de renovación por nuestra sociedad.

Haz, Jesús, que al participar en tu banquete condenemos nuestro egoísmo y nos alimentemos de la fuerza de tu amor que libera.

Haz que nos sintamos todos unidos, de modo que nuestros días desemboquen juntos, finalmente, en el banquete del Reino, que tú anticipas para nosotros.

Amén.

¡REMAD MAR ADENTRO! 25

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Jesús siempre vivo

JJ/N el misterio eucarístico está contenida toda la teolo­gía, toda la proclamación cristiana: el amor de Dios al hombre; el don supremo del Padre, es decir, Jesús que se hace presente bajo las especies eucarísticas dándonos su vida, muerte y resurrección, que se ofrece al Padre por toda la humanidad en el mismo gesto de inmolación con que se ofreció en la cruz; el Espíritu Santo que con su po­der obra en la Iglesia y en cada uno de nosotros.

Mediante la eucaristía que se celebra en todos los lu­gares de la tierra, los hombres y el mundo se acercan pro­gresivamente a su destino definitivo en Dios. Aunque muchas personas no sean conscientes de ello, el mundo entero está sostenido en su camino hacia el Padre por el sacrificio eucarístico de Jesús.

La eucaristía es, por tanto, un misterio que nos supe­ra; no obstante, es también la acción por excelencia de la Iglesia, cuya vida no es más que un desarrollo de la misa. Cuando comulgamos, somos asumidos por Jesús, unidos a su ofrenda al Padre por nosotros y por la huma­nidad entera, entramos en el drama de la historia, queda­mos incorporados en el dinamismo del amor divino.

En el Evangelio de Juan, Jesús afirma: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Quien coma de este pan vi-

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vira eternamente, y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo» (6,51). Son palabras que expresan el de­signio de amor de Dios: en la eucaristía, Jesús se da a no­sotros como Palabra y como pan, como alimento com­pleto de la vida del creyente, como comunicación total de sí mismo. De este modo hace posible nuestro deseo de «permanecer en él», con él, y su deseo de «permanecer en nosotros»; realiza aquella alianza por la que Dios está con nosotros, en nosotros, y nosotros estamos en Dios.

Prosigue Jesús: «Quien come mi carne y bebe mi san­gre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día» (Jn 6,54); leemos aquí el misterio de la existencia humana hasta la revelación plena del Reino. Participar en la eu­caristía significa participar en la sangre de Jesús, sangre del perdón y no de la venganza, sangre del amor y no del odio o de la violencia. Participar en su carne significa vi­vir como él, con un corazón capaz de compadecerse, de darse, de hacerse próximo a todos los corazones, con un corazón alejado de los engaños, intolerante hacia toda injusticia.

Con la eucaristía entramos en la sublime caridad de Cristo, que penetra en todas las cosas y lo abraza todo; en­tramos en el dinamismo del amor, en el movimiento de adoración y alabanza hacia el Padre, movimiento de amor, adoración y alabanza que el hombre, a partir de Adán, no ha sabido realizar y que trae al mundo la caridad.

Y con Jesús, que «vive siempre para interceder por nosotros» (Heb 7,25), llegamos a ser en él intercesores de paz para la humanidad entera. También la oración de in­tercesión es una altísima forma de caridad fraterna.

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Te damos gracias, Señor, porgue estás y seguirás estando con nosotros.

Estás con nosotros hoy, reunidos en este clima de tranquilidad, en este lugar donde nos hallamos al abrigo del viento y de la tempestad, de todo cuanto puede perturbarnos desde fuera.

Te damos gracias porque estás con nosotros en nuestra oración y en nuestro canto, porque has estado con nosotros cuando nos hemos apoyado mutuamente, aunque solo haya sido con el silencio, con el servicio discreto, con la atención de unos para con otros.

Te damos gracias, Señor, porque estarás con nosotros mañana y pasado mañana, y siempre; no habrá día en que no estés con nosotros.

Concédenos, Señor, aceptar de ti esta certeza que, aunque no destruya del todo nuestros miedos, nos cambia interiormente el corazón.

Te damos gracias, Dios Padre, que a través de la muerte y la resurrección de Jesús nos das el Espíritu que pone en nuestro corazón esta certeza, destinada a permanecer por los siglos de los siglos.

Amén.

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Jesús actúa por nosotros, entre nosotros y en nuestro favor

.L/A liturgia eucarística es ante todo acción de Jesús en nuestro favor. No es primariamente algo que nosotros ha­cemos por Jesús: es él quien actúa para nuestra santifica­ción, es el Padre en él quien nos envuelve con su poder. La liturgia nos dice que Dios nos ama, que está de nues­tra parte, que actúa en nosotros por el poder del Espíritu Santo. La liturgia es, por tanto, una serie de acciones que Jesús realiza con la fuerza del Espíritu, y las realiza en nosotros, con nosotros y por nosotros.

Me parece que a veces olvidamos, en la práctica, la primacía del Señor resucitado que actúa por nosotros en la liturgia. Nos preocupa cómo hacerla vivir, celebrarla, mejorarla, como si fuera casi una acción nuestra y causa de vanagloria. Tenemos el deber de preocuparnos por ce­lebrar bien, pero después de haber dejado bien claro que se trata de una acción de Jesús por nosotros, entre noso­tros y a favor nuestro.

Confieso que a mí, cuando me siento fatigado por la sucesión de las celebraciones y no soy capaz de seguir to­talmente lo que digo y hago, me consuela mucho pensar que, no obstante, Jesús está actuando, nos alimenta, nos hace suyos, intercede por nosotros. Nosotros le presta­mos las manos, los gestos, pero es él quien realiza la ver-

ÍREMAD MAR ADENTRO! 29

dad de la liturgia, una verdad que nos invita, por parte nuestra, a hacer lo posible, no lo imposible. Jesús es más grande que todos nuestros esfuerzos para celebrar una buena liturgia.

La eucaristía, con el símbolo del alimento, de la co­mida, expresa que Jesús desea estar con nosotros, sentar­nos a su mesa, que quiere identificarse con nosotros, dar­se él mismo a nosotros, hacernos vivir la unión mística -es decir, la unión de voluntades-, la fusión de dos cora­zones que se aman. Con las palabras de la cena y la men­ción del cuerpo entregado y de la sangre derramada, la liturgia atestigua la infinitud del amor de Dios, la gran­deza de su misericordia, el poder de su ternura hacia mí; a través de los símbolos confirma que Jesús se da a no­sotros como se entregó en la cruz.

La eucaristía es, por lo tanto, la síntesis de toda la vi­da de Jesús, es tener en medio de nosotros al Crucificado que ha resucitado y nos hace una sola cosa con él y con su designio de salvación.

Creemos, Jesús, que tu Cuerpo es verdadera comida, y tu Sangre s verdadera bebida de nuestras almas, bajo las especies del pan y el vino.

Creemos que en la eucaristía te haces contemporáneo nuestro, fortaleces nuestras energías interiores, nos sostienes en el camino hacia la eternidad, y que ya en la tierra nos haces pregustar la unión con la Trinidad a la que, en ti, nos llama el Padre.

30 CARLO MARÍA MARTINI

Haz que la eucaristía sea de verdad el centro, el corazón de nuestra vida cristiana, la fuente inagotable de la reconciliación, la medicina que nos sana de los pecados y arranca sus raíces, acrecienta la caridad y hace más sólida la comunión eclesial.

Amén.

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7

Este es el pan que nos sostiene

J-XICE Moisés al Pueblo: «Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto» (Dt 8,2).

El texto veterotestamentario evoca en nosotros todas las procesiones que nos han llevado por las calles de nuestra ciudad.

¿Por qué las hemos hecho y seguiremos haciéndolas? ¿Tal vez simplemente para sacar a hombros a Jesús,

cómo si quisiéramos dar fuerza a la eucaristía? El libro del Deuteronomio nos advierte que tal visión

sería reductora y, en cierto sentido, equívoca: «Que tu co­razón no se vuelva engreído de modo que te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud; que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible... y te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres... durante cuarenta años» (cf. Dt 8,2-3.14-16).

No somos nosotros los que prestamos fuerza a la eu­caristía o la ponemos de relieve, sino que es este pan el que nos sostiene, nos hace caminar y nos invita a seguir­lo por las calles de la ciudad.

A menudo, mientras llevo en las manos a Jesús euca-rístico, pienso que en realidad es él quien me lleva a mí, quien me sostiene y me guía.

32 CARLO MARÍA MARTINI

De esta manera se nos invita a descubrir que Jesús eucarístico es la fuerza de nuestra vida, la luz de nuestro camino.

Caminos largos, difíciles, como advierte la Escritura: «Te hice recorrer aquel desierto inmenso y terrible, lleno de serpientes y alacranes, un sequedal sin una gota de agua» (cf. Dt 8,15).

También nosotros tenemos a veces la impresión de que caminamos así. Y, sin embargo, un día vemos de im­proviso que brota el agua de la roca, el agua que sació la sed de los judíos. Son momentos inesperados que nos in­vitan a dar testimonio de que el Señor nos conduce, está con nosotros, no nos abandona para siempre en lugares desiertos, es para nosotros agua viva.

Te damos gracias, Padre, porque te manifiestas a nosotros en el poder misterioso de Creador, de Vivificador, de Redentor.

Te manifiestas a nosotros en la humildad de Cristo crucificado, que se hizo enfermo, leproso, mudo, sordo y ciego, incapaz de hablar, muerto por nosotros, para salvarnos de nuestra lepra, de nuestra ceguera, de nuestro mutismo, de nuestra muerte.

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Te damos gracias, Dios todopoderoso, porque manifiestas tu poder precisamente en la debilidad de tu Cristo.

Te damos gracias, Señor, porque no te acercas a nosotros en el rayo, en los relámpagos y en los truenos, sino en la mansedumbre, en la debilidad, en la pobreza de Cristo.

Haz, Señor, que nos dejemos conquistar por esta pobreza y esta debilidad; haz que abramos nuestro corazón para que también nosotros, del mismo modo, podamos ser fuente de compasión, de misericordia y de sanación para los hermanos enfermos.

Te lo pedimos, Padre, por Cristo nuestro Señor.

Amén.

34 CARLO MARÍA MARTINI

8

El hombre abierto al misterio

XARECE que el hombre de hoy no consigue creer en na­die, que ya no puede confiar en nadie. Muchas cosas que creíamos cimentadas en la justicia y la honradez nos de­cepcionan, nos sorprenden; muchas relaciones que creía­mos veraces resultan inauténticas. Y el hombre siente la tentación de creerse abandonado, de creerse solo, de te­ner miedo de compartir, de hacer a los demás partícipes de su vida; miedo de dar y de promover la vida.

Hay un mensaje para este hombre que teme ser aban­donado y no consigue ya creer en nadie. El mensaje nos viene de la misma palabra de Dios: Dios nos nutre con su Palabra, nos nutre con su vida. Cristo nos hace habitar en él y juntos, como hermanos, en la misma casa; Cristo nos hace compartir la misma existencia.

La eucaristía, centro de la comunidad, es fuente, ori­gen, motor de la comunión de vida y de bienes, es el mo­tivo último e incuestionable de aquella confianza que somos llamados creativamente a inspirar unos en otros, superando todos los movimientos de sospecha y de des­confianza. Una confianza creativa porque no cierra los ojos al mal y a la injusticia, sino que más bien crea, a tra­vés de la bondad y la fuerza del amor, una renovación no solo en nosotros, sino también en las personas con las que nos encontramos.

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Del mismo modo que Jesús, al nutrirnos con su Cuer­po y con su Sangre, nos da a cada uno de nosotros -tan poco dignos de confianza por nuestros pecados- la capa­cidad de confiarnos a él y de recibir de él la confianza de nuestros hermanos, así también, a partir de la eucaristía, nuestro encuentro mutuo debe hacernos crecer en la ca­pacidad de inspirar confianza, de crear confianza mutua a nuestro alrededor.

Te adoramos, Señor, desde lo más hondo de nuestro misterio y del misterio de todo hombre, del misterio que anida en la profundidad insondable del ser humano y que solo tú conoces.

Tú percibes, Señor, en el fondo de nuestro corazón quiénes somos y quiénes podríamos ser.

Desde el fondo de este abismo confiamos en ti, invocamos tu salvación, nos encomendamos a tu misericordia.

Te pedimos humildemente que no nos abandones, Señor, sino que nos salves como individuos y como grupo, como Iglesia, como comunidad, como sociedad.

Ten piedad de nosotros, Señor, que no sabemos vivir juntos;

36 CARIO MARÍA MARTINI

muéstranos que tú eres el Señor que nos hace convivir.

Tú que vives y reinas con el Padre, tú que en virtud de tu muerte y resurrección nos das el Espíritu de unidad y de salvación, tú que reinas por los siglos de los siglos.

Amén.

¡REMAD MAR ADENTROl 37

9

¡Este es el sacramento de nuestra fe!

X-/L sacramento de la eucaristía requiere nuestro con­sentimiento más que el resto de los sacramentos. Creer en la eucaristía como acontecimiento que se actualiza constantemente pertenece a la sustancia de nuestra fe, es la expresión más alta de la fe, es compromiso de una fe que nunca se agota. Es más, la eucaristía se convierte en confirmación de la fe o en obstáculo para ella.

Creer en estas realidades significa reconocer hasta el fondo la misión salvífica de Cristo, que salva con gestos en los que se implica en la plenitud de su humanidad y divinidad, hasta el punto de hacerse alimento de la vida nueva, de la salvación perenne.

El Padre nos ha llamado a ser hijos mientras éramos pecadores para que, al nutrirnos con el Cuerpo y la San­gre del Hijo, la redención entrara en nuestra persona, en nuestra conciencia, en nuestra libertad, en nuestro cora­zón, en nuestro pensamiento, en nuestra vida.

Todo lo que Jesús vino a hacer en el mundo para sal­varnos, cumpliendo la misión que el Padre le había con­fiado, lo cumple ahora, en una contemporaneidad crono­lógica, en la eucaristía, en la inmediatez del encuentro con cada uno de nosotros.

38 OÍRLO MARÍA MARTINI

Precisamente por esto, después de elevar el pan y el vino consagrados, el celebrante proclama: «¡Este es el sacramento de nuestra fe!».

Escribía san Ambrosio: «Cada vez que recibimos la eucaristía anunciamos la muerte del Señor. Si la anuncia­mos, anunciamos también el perdón de los pecados. Si la efusión de la sangre es para la remisión de los pecados, debo recibirlo todos los días para que mis pecados sean siempre perdonados. Entonces ¿por qué no recibes todos los días este pan cotidiano? Si lo tomas a diario, cada día es para ti el hoy; si hoy tienes para ti a Cristo, hoy resu­cita para ti».

Este es el mensaje: la vida cristiana está totalmente centrada en la eucaristía. Podríamos decir que nuestra vida no es otra cosa que asimilar la eucaristía. No hay nada que nos permita crecer en Jesús tanto como el en­cuentro eucarístico que lleva a cumplimiento el encuen­tro con la Palabra, la escucha y la meditación del evan­gelio. En la eucaristía todo tiene lugar en el resplandor y, al mismo tiempo, en las tinieblas de la fe; es un conoci­miento profundo de fe y de amor, de fe que ama y de amor que cree.

Te pedimos, Señor, que nos hagas estar dispuestos a entregarnos como tú te entregas a nosotros en esta eucaristía.

Te pedimos que nos unas a los sufrimientos que has soportado por nosotros y a tu dolorosa agonía.

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Tu sacrificio eucarístico reconcilia cielo y tierra, nos arranca de nosotros mismos, nos absorbe en la llama ardiente del Espíritu.

Haz que, comiendo tu cuerpo y bebiendo tu sangre, nos veamos libres de nuestro egoísmo.

¡Haz que vivamos una existencia semejante a la tuya, una existencia que anticipe la resurrección porque lleva en sí la semilla de la inmortalidad que es la comunión contigo, Señor mío y Dios mío!

40 CARIO MARÍA MARTI NI

10 La eucaristía hace la Iglesia

1—/A eucaristía hace la Iglesia al menos de cinco modos: mediante la celebración, la consagración, la comunión, la imitación, la misión y el testimonio.

La eucaristía hace la Iglesia mediante la celebración. La eucaristía lleva a la asamblea a expresar su adoración y alabanza, a expresar el reconocimiento del misterio co­mo experiencia constitutiva del ser humano. La eucaris­tía es celebración del misterio y el misterio es el Otro di­ferente de nosotros, el Otro diferente del mundo, el Inal­canzable, Aquel que nos fascina, que nos atrae, que está presente, el Intimo, el cercanísimo, el próximo a nosotros y, al mismo tiempo, el totalmente distinto de nosotros. Toda eucaristía educa al ser humano para este senti­miento fundamental del que depende todo el sentido de la condición de criatura, el sentido de la ley moral, co­mo relación con el otro, y no solo con el prójimo inme­diato, sino con el Absoluto. Es el sentido de la búsque­da de Dios sobre todas las cosas, la aceptación de la pri­macía del Reino: la civilización moderna hace caso omiso de esta actitud fundamental, pero la eucaristía ce­lebrada la infunde en los ánimos, y continuamente la re­nueva y la restaura.

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La celebración construye a este hombre abierto al misterio, a la gratuidad, a la adoración, al sentido de la providencia, a la entrega, a todas las virtudes tradiciona­les de nuestra gente, de las santas madres, de los santos sacerdotes del pasado, de las mujeres muy sencillas y sin cultura, pero que tenían un sentido muy profundo de Dios como misterio absoluto que debía ser adorado y re­conocido: Dios sabe lo que quiere, nos guía, de él depen­de nuestra vida y nuestra muerte. Todo lo demás viene de este sentido del misterio. Cuando falta, el ser humano ac­túa siguiendo absolutos de segundo orden: verdad, justi­cia, igualdad, fraternidad. Y al llegar a un cierto punto em­pieza a desorientarse, haciendo surgir, por ejemplo, los problemas de la vida, del aborto, de la eutanasia. Todas estas cosas hacen comprender que el hombre se ha deso­rientado con respecto al sentido del Misterio absoluto.

La eucaristía hace la Iglesia mediante la consagra­ción. Es el sacrificio pascual de Jesús que nos une a su «sí» al Padre. Es el sacrificio del hombre mismo en cuanto mue­re al mundo y vive para Dios, del ser humano que recono­ce el misterio y dice «sí». La eucaristía, que nos presenta de nuevo la muerte de Jesús aceptada libremente en la úl­tima cena y repetida en su pasión, dispone al ser humano y lo empuja interiormente a decir su «sí» al misterio.

Para comprender mejor esta fuerza de la eucaristía, podríamos decir que este sacramento, al unirnos a Jesús en Getsemaní, hace decir a la Iglesia y a la asamblea: «Sí, Padre, no lo que yo quiero sino lo que tú quieres». Es el segundo momento de quien ha captado el misterio y se adhiere a él dedicando su vida a Dios.

42 CARLO MARÍA MARTÍN!

La Iglesia dice sí a su misión, a su destino, a sus prue­bas, a sus persecuciones. El cristiano dice sí a la familia, al amor, a la vida, a la enfermedad, a la muerte, a todos los compromisos, queridos o no queridos, que le da la ex­periencia cotidiana. Cada uno dice sí al hermano que es­tá junto a él, aunque le resulte antipático y no consiga so­portarlo, porque en la fuerza de la muerte de Cristo aco­ge toda su historia.

La eucaristía hace la Iglesia mediante la comunión, es decir, lleva a la asamblea a vivir el sí al Padre en una experiencia de comunicación plena e indecible con Dios mismo, en Cristo y con los hermanos. Por tanto, la euca­ristía hace de la asamblea un solo cuerpo unido en comu­nión plena, de naturaleza perfecta, con Dios, que espera solo ser revelado en la plenitud de la gloria y realiza el de­seo profundo de todo ser humano de vivir en comunión con Dios.

Todo el anhelo de la humanidad, todos los sacrificios antiguos, todo el deseo que las religiones tienen de co­munión con Dios, se realizan en la eucaristía. Y así como Cristo vive en perfecta comunión con el Padre, así tam­bién su cuerpo vive en perfecta comunión con el Padre y, por ello, vive una experiencia de fraternidad.

La conciencia que la Iglesia tiene de ser cuerpo es una conciencia fundamental e importantísima. Es decir, que uno ya no es uno mismo, sino que es Iglesia, es un cuerpo con la Iglesia, su voz es voz de la Iglesia y ya no importa lo que él diga, sea o haga: es la Iglesia que hace, que dice y que obra.

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Esta es la experiencia fundamental del presbítero y del obispo: llegar a ser hombres de Iglesia, perderse en el cuerpo de la Iglesia, perderse ellos mismos, sus propias idiosincrasias, las propias individualidades y querer lo que quiere la Iglesia. No solo lo que quiere Dios, sino lo que quiere la Iglesia, porque es cuerpo de Cristo, es un instrumento que ha perdido su individualidad de grano y se ha convertido en esta masa, en este pan.

Solamente en virtud de la eucaristía puede el ser hu­mano renunciar a algo tan irrenunciable como la propia subjetividad: la pérdida de la vida en el cuerpo de la Igle­sia es fruto de la eucaristía.

La eucaristía hace la Iglesia mediante la imitación. Tal vez esta palabra sea insuficiente, pero nos ayuda a comprenderla la escena del lavatorio de los pies. Sabe­mos que Juan narra este episodio en el lugar en el que los otros evangelios relatan la eucaristía, precisamente por­que es una de las indicaciones más profundas de la esen­cia de este sacramento: «Como yo os he lavado los pies a vosotros, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros». La eucaristía constituye la Iglesia como una red de servicios y ministerios mutuos, y el mismo ministerio de Pedro es concebido como este gran amor: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve».

La Iglesia es un cuerpo orgánico estructurado según servicios de humildad: lavar los pies simboliza la entrega de la vida, es un modo y un símbolo del servicio total de quien ejerce los servicios cotidianos. En otras palabras, «dar el cuerpo y la sangre». La eucaristía constituye a la Iglesia, a imitación de Jesús, como la asamblea de los

44 CARLO MARÍA MARTINI

que saben dar el cuerpo y la sangre por los hermanos. «Cuerpo» quiere decir la vida cotidiana con todas sus fatigas, problemas y necesidades: no buscándoos voso­tros mismos -dice san Pablo-, vuestro provecho, vues­tro interés, sino buscando cada uno lo que es útil para el otro, para la utilidad de los otros. «Sangre» quiere decir don de sí total: la enfermedad, la inacción, la pasividad, todo puesto al servicio de la comunidad, ofrecido por la comunidad.

La eucaristía hace la Iglesia mediante la misión, es decir, identifica la comunión con Cristo que atrae hacia sí a todos los seres humanos y todas las cosas. La Iglesia animada por la eucaristía comprende que Jesús quiere atraer hacia sí a todos los hombres, y la comunidad va siempre más allá de sí misma, se siente enviada por Cris­to a todo ser humano, no descansa hasta que el evangelio de la pascua haya alcanzado a todas las situaciones.

Concédenos, Señor Jesús, mostrarte al mundo con nuestro modo de vivir, con nuestra caridad, nuestra unidad, nuestra fe llena de alegría.

¡Haz que la eucaristía sea siempre el modelo y la fuerza que configure nuestra existencia y nos ayude a ser pan para todos los hermanos!

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Oh María, que has cuidado de la Iglesia primitiva y has estado cerca de los que perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la unidad, en la fracción del pan, alcánzanos con tu intercesión que nos comprometamos cada día por la unidad de los hombres, la paz y la solidaridad, que participemos en la renovación de la Iglesia y del mundo que el Espíritu del Resucitado está haciendo realidad en la historia.

Amén.

46 CARIO MARÍA MARTINI

11

La fuerza configuradora de la eucaristía

J—/A eucaristía -como afirma el concilio Vaticano II- es el centro de la comunidad cristiana y de su misión. Pero no se trata de una centralidad geométrica, estática, sino que debe ser concebida como algo absolutamente origi­nal, que depende de la originalidad de las relaciones de Jesús con el Padre. La eucaristía es un centro dinámico: nos acoge desde las disipadas regiones de nuestra lejanía espiritual, nos une a Jesús y a los hermanos y nos impul­sa con Jesús y con nuestros hermanos hacia el Padre, es como un sol que atrae hacia sí la tierra de los hombres y camina con ella hacia una meta misteriosa y, sin embar­go, muy cierta.

Todos los fieles saben que mientras el alimento mate­rial se transforma en el organismo de quien lo toma, Je­sús en la eucaristía se adapta a la forma de quien se ali­menta de él: «Quien come mi carne habita en mí y yo en él; quien me come, vivirá por mí» (Jn 6,56-57).

Esta verdad, que se realiza en el nivel individual (el cristiano que comulga se transforma en la línea del sentir y del obrar de Cristo, asume comportamientos evangéli­cos, etcétera), no ha sido aún suficientemente profundi­zada en sus consecuencias para la comunidad.

i REMAD MAR ADENTROl 47

El alimento eucarístico hace de muchos un solo cuer­po, el cuerpo de Cristo, en el Espíritu Santo. Configura, por tanto, en el tiempo un pueblo que expresa en el nivel social, y no solo individual, la fuerza del Espíritu de Cris­to que transforma la historia. Hace de la humanidad un pueblo nuevo, según el designio de Dios. La eucaristía realiza así en el mundo el Reino no por la fuerza del hombre, sino en virtud de la acción del Espíritu del Resu­citado. Poner la eucaristía en el centro quiere decir reco­nocer esta fuerza configuradora de la eucaristía, dispo­nerse a dejarla obrar en nosotros no solo como indivi­duos, sino también como comunidad cristiana, y aceptar las condiciones y las implicaciones de este aconteci­miento único y revolucionario que es la pascua incorpo­rada al tiempo del hombre.

Ven, Espíritu del Padre y de Jesús, guíanos hacia la verdad plena y ayúdanos a habitar en el amor de Jesús, a recordar y cumplir todo cuanto Jesús nos ha enseñado.

Señor Jesús, bajo la guía de tu Espíritu tratamos de recordar las palabras que nos dijiste cuando estabas en medio de nosotros.

Lo habíamos dejado todo y te habíamos seguido.

Habíamos sido conquistados por tu palabra y por los gestos prodigiosos con que sanabas las debilidades humanas.

48 CARLO MARÍA MARTINI

Esperábamos con ansia el gesto definitivo que iba a inaugurar tu Reino sobre la tierra.

Pero tú mirabas siempre más allá, hacia un centro misterioso de tu vida que escapaba a nuestra comprensión.

Hablabas de un alimento desconocido que la voluntad del Padre te estaba preparando.

Hablabas de una «hora» que iba a revelar plenamente la gloria del Padre.

Cuando llegó la hora -y fue la hora de la cruz y de la muerte-, nosotros huimos.

Te pedimos perdón una vez más por nuestra cobardía: tenemos miedo de un amor que se entrega hasta la muerte.

Te pedimos perdón por nuestra poca fe: queríamos que salvaras a los hombres adaptándote a los proyectos de los hombres.

No creíamos en la prodigiosa energía que brotaba de tu obediencia filial.

No creíamos en el amor ilimitado con que el Padre crea, protege, salva y renueva la vida de cada ser humano.

Acrecienta, Señor, nuestra fe como raíz de todo amor verdadero al hombre.

¿ Cómo podemos dar testimonio de tu amor?

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Un día nos hablaste de un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó y fue asaltado por bandidos.

Aquel hombre nos llama, Señor.

Has que no nos encerremos entre las paredes del cenáculo.

Jerusalén es la ciudad de la Cena, de la Pascua, de Pentecostés.

Por eso nos haces salir fuera para que nos hagamos prójimos de todo ser humano en el camino de Jericó.

50 CARLO MARÍA MARTINI

12

Un manantial impetuoso de justicia

V^UEREMOS que el Espíritu de Cristo realice en nosotros los mismos prodigios que realizó durante el primer Pen­tecostés en los apóstoles y construya nuestra unidad y la de todo el género humano, liberándonos de las divisio­nes, de las contraposiciones, de los sectarismos y de los individualismos que pesan trágicamente sobre nuestra sociedad. Para nosotros, los cristianos, la unidad se indi­ca visiblemente y se produce misteriosamente en la eu­caristía, que de este modo se convierte en el centro de la comunidad cristiana y de su misión. Queremos redescu­brir el valor de la eucaristía, pero no limitándonos a re­petir cada domingo el rito de la misa como un gesto que está fuera de la vida y de nuestras elecciones cotidianas, sino haciendo de ella el centro, el punto de confrontación y criterio de búsqueda vocacional, de revisión de nuestra vida de cristianos.

El gesto de Jesús que se entrega por completo al Padre por la salvación del hombre, y que él mismo repi­te en cada celebración, tiene que convertirse en una ten­sión continua para nosotros, es decir, tiene que alimentar en nosotros el compromiso, el valor y la capacidad de darnos a los demás, de servir a nuestro prójimo, de en­tender toda la vida desde la perspectiva de la caridad.

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El encuentro dominical en torno a la mesa se con­vierte en la ocasión para renovar este compromiso, con la certeza de que no estamos solos y podemos contar siem­pre con la ayuda de los hermanos que comparten la mis­ma fe y se nutren del mismo Cuerpo y Sangre del Señor. Así, también la eucaristía se convierte en un testimonio luminoso y fascinante de un nuevo modo de entender la convivencia humana, un manantial impetuoso de justicia, de fraternidad, de caridad, que se extiende por toda nues­tra sociedad. Es preciso que ese misterio de amor, que ce­lebramos en la mesa y que adoramos presente en nuestras iglesias, produzca sus frutos cada día y sane los males más difundidos hoy, llevándonos a cada uno de nosotros a interesarnos por nuestro prójimo, a ayudarlo, a cambiar estructuras y situaciones gravemente ofensivas para la dignidad humana.

«Alabad al Señor, pueblos todos, dadle gloria todas las naciones; grande es su amor por nosotros, y la fidelidad del Señor dura por siempre».

Sí, Señor, grande es tu amor por nosotros y te llevó a dar tu vida en medio de muchos tormentos y en esa cruz.

Grande es tu amor, que llamó a Pedro y lo perdonó, que llenó su corazón de Espíritu Santo, que llenó sus manos de plenitud y su vida de sentido.

52 CARLO MARÍA MARTINI

Grande es tu amor por nosotros, y fiel, porque todavía hoy tu amor crucificado nos da plenitud y sentido.

Tú sabes llenar, Jesús, nuestras manos, sabes llenar nuestro corazón, tú das perspectiva y espacio a nuestra vida.

Tú das a la acción del hombre, a la acción eclesial, social, política, su plenitud y su sentido.

Tú, Señor, fiel todavía hoy, desde esa cruz atraes hacia ti todas las cosas, y la fidelidad de tu amor dura por siempre.

I REMAD MAR ADENTRO! 53

13

Cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial

J—/A caridad se extiende entre el misterio de Dios y la historia de los hombres. Hunde sus raíces en el misterio y produce frutos siempre nuevos en la historia.

Para conocer mejor los caminos misteriosos y fecun­dos de la caridad, debemos pedir al Espíritu Santo que nos ayude a comprender cómo se ha manifestado en la historia, cómo se ha dejado provocar por las diversas vi­cisitudes humanas, cómo ha dado la respuesta del cora­zón de Dios a las pobrezas y necesidades de los hombres.

Uno de estos lugares de manifestación es la liturgia, especialmente la celebración eucaristía. Ella atraviesa to­das las generaciones cristianas; con su lenguaje intenso y sobrio revela a los cristianos los prodigios del amor de Dios; con la fuerza de Jesús mismo, realmente presente, atrae a todos los hombres, junto con Jesús, hacia el mis­terio de la caridad del Padre. El Espíritu Santo, invocado en la consagración para que el pan y el vino se convier­tan en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, es invocado des­pués de la consagración para que todos los creyentes se conviertan en el Cuerpo de Cristo, es decir, en la mani­festación real de él y de su amor a todos los hombres.

Debemos dejarnos guiar con mayor docilidad por el Espíritu Santo para comprender y vivir esta estrecha re-

54 CARLO MARÍA MARTINI

lación entre el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial de Jesús, entre la caridad vivida por Jesús en la pascua y la caridad que la Iglesia debe vivir en la historia.

Te damos gracias, te alabamos y te bendecimos, Señor, porque no solo te has manifestado en la riqueza y en el poder de tu vida y de tu muerte, en tus palabras y en tus milagros, en los sufrimientos y en la gloria de tu resurrección, sino que sigues manifestándote en el misterio de tu Iglesia.

En ella, Señor, vives tú, en ella difundes tu Espíritu, en ella difundes tu Palabra, en ella sanas, en ella consuelas los sufrimientos de los hombres, en ella y por ella creas para ti un cuerpo visible que es luz de la historia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano.

Y nosotros, que contemplamos de buen grado tu vida y tu muerte, tu pasión y tu gloria, te pedimos, Señor, que podamos contemplar el misterio de tu cuerpo que se extiende en el tiempo, y que lo contemplemos como tu realidad.

Señor, tú que te das a nosotros en la eucaristía y a través de ella nos construyes como tu cuerpo histórico en el tiempo, haz que podamos contemplarte en el misterio eucarístico y en el misterio eclesial.

¡REMAD MAR ADENTRO! 55

Haz que podamos conocer la grandeza de la esperanza a la que nos llamas mediante la vida, el servicio y el ministerio en este cuerpo que es tuyo y que difunde tu esplendor en el tiempo, en la espera de la plenitud de la gloria.

Amén.

56 CARLO MARÍA MARTINI

14 ¿Sabemos de verdad celebrar el misterio de Dios?

J—/A eucaristía en el centro es la meta de un largo cami­no. Confesar humildemente nuestras lagunas, o sencilla­mente nuestras incertidumbres y dificultades, es el pri­mer paso que hemos de dar para redescubrir la inagota­ble riqueza de este misterio.

La reforma litúrgica, preparada por movimientos pio­neros desde los primeros decenios del siglo XX y promo­vida por el concilio Vaticano II, nos ha ofrecido condicio­nes particularmente favorables para una mejor compren­sión de la eucaristía: la estructura más lineal y esencial de la celebración, el uso de las lenguas vivas, el acceso más abundante y orgánico a los textos bíblicos, la participa­ción activa de todos, articulada en los diferentes ministe­rios del pueblo cristiano, la más evidente centralidad del misterio pascual en su celebración anual y dominical, el espacio más amplio previsto para la creatividad, junto con otros muchos factores, han creado las premisas para una celebración más viva y fructífera de la eucaristía. Pe­ro debemos reconocer que los frutos que se esperaban de la reforma se resisten a madurar. La inercia tiende a to­mar las riendas, mientras que las huidas en forma de ex-

ÍREMAD MAR ADENTRO! 57

perimentaciones sin orden ponen al descubierto después de algún tiempo su raíz no auténtica.

Permanece la pregunta de fondo, la cuestión funda­mental: ¿de verdad sabemos celebrar el misterio de Dios? ¿Es realmente para todos nosotros un valor, el valor su­premo? La misa ¿transforma la vida? ¿Sentimos que la misa es atraída por la vida? La eucaristía ¿está verdade­ramente en el centro o, al menos, vivimos como cristia­nos el compromiso de ponerla en el centro, de abrirnos al soplo de la Palabra y al viento del Espíritu que nos invi­tan a ponerla en el centro? ¿Qué es lo que no funciona, a este respecto, en nuestras comunidades?

Te pedimos, oh Señor, que nos concedas el don de la oración.

Te lo pedimos porque lo necesitamos.

Sabemos que no somos capaces de orar, y precisamente por eso te pedimos el don de poder ser nosotros mismos.

Concédenos, Señor, encontrar nuestra forma de oración, aunque sea pequeña, pobre, sencilla, escueta, carente de grandes conceptos.

Haz que sea verdadera, oh Señor, que exprese lo que somos:

58 CARLO MARÍA MARTINI

pobres, pecadores ante ti,

y también lo que somos por tu gracia.

Haz que sepamos alabarte, Señor.

Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre y por los siglos de los siglos.

Amén.

¡REMAD MAR ADENTROl

15

El domingo: el día por excelencia

.L/AS dificultades para vivir la eucaristía, en su aspecto propiamente festivo, se relacionan con las incomprensio­nes de su valor «sintético», es decir, de su capacidad de ser centro vital, momento culminante, forma unificadora de la vida comunitaria.

La primera expresión de esta fuerza de la eucaristía es el Dies Domini, el día del Señor, el domingo, que se pre­senta como el día ejemplar, porque todos sus momentos, su clima general de alegría, los encuentros que tienen lu­gar en él, los tiempos dedicados a la regeneración de las fuerzas físicas y psíquicas, los espacios de oración y de redescubrimiento de aquella realidad misteriosa y mara­villosa que es la existencia, deberían estar animados in­teriormente por el encuentro eucarístico con Jesús muer­to y resucitado, principio de la nueva creación, hombre perfecto, esperanza del mundo futuro.

En cambio, la misa dominical sigue siendo a menudo un momento aislado, en el que se cumple un precepto, sin una verdadera influencia sobre los demás gestos de la co­munidad, de las familias, de cada persona. O bien se vi­ve simplemente como la ocasión en que la comunidad elabora y anuncia sus propios proyectos.

De este modo, no es la misa la que configura y cons­tituye la vida de la comunidad, sino que es la comunidad

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la que atrae hacia sí a la misa y corre el riesgo de redu­cirla a un momento entre otros muchos de su vida.

Te doy gracias, Señor, porque al regalarnos la experiencia del Espíritu nos regalas la experiencia de la resurrección.

Te doy gracias porque nos haces experimentar la resurrección en la Escritura, en la eucaristía, en la fraternidad, en el bien que recibimos, en los dones carismáticos y en todo cuanto en la Iglesia es vida: desde el perdón hasta la consolación; desde el aliento mutuo, pasando por la capacidad de superar las pruebas, hasta la esperanza que tú haces nacer en las situaciones más desesperadas.

Gracias, Señor, porque también hoy te manifiestas a nosotros como Resucitado.

Concédenos, Jesús, la capacidad de reconocerte; abre nuestros ojos para que podamos verte; suelta nuestra lengua para que podamos expresar con sencillez y claridad, pero también con valor, la verdad que experimentamos y que deseamos que sea clara, luminosa y abrasadora también para los demás.

Amén.

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Dejarse formar por la eucaristía

J_-JESEARÍA señalar alguna actitud que favorece particu­larmente el proceso por el que la comunidad se deja for­mar por la eucaristía.

La primera actitud es la de quien se deja «atravesar». Evocando y aplicando la palabra de Simeón a María: «Una espada te atravesará el corazón» (Le 2,35), podemos de­cir que hay que dejar que la eucaristía obre, hay que dar­le espacio: esto es lo fundamental.

Dejarse formar quiere decir ponerse en la actitud de quien recibe, de quien escucha. Lo contrario es la actitud de quien no tiene nada que recibir y escuchar. No debe­mos suponer que lo sabemos ya todo sobre la eucaristía: su fuerza, en efecto, es como la fuerza de Cristo de la que habla Pablo en la Carta a los Filipenses. Prescindir de to­do por el conocimiento de Cristo que «supera todo co­nocimiento» (Flp 3,8); el Apóstol lo llama «sublime cono­cimiento» de Cristo que hace olvidar las cosas del pasa­do para alcanzar lo que debe venir; es un conocimiento trascendente e hiperbólico de Cristo.

La eucaristía es un don que Dios nos concede conti­nuamente y es él quien pone de continuo en nosotros la actitud de silencio y de escucha del misterio eucarístico.

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La segunda actitud que vale para toda la comunidad, para todos los miembros de la asamblea, es incorporarse a un camino de Iglesia. Llega un momento en que no po­demos comprender más profundamente la eucaristía es­trujándonos la cabeza con la lectura de libros, o contem­plando el sagrario. En efecto, la eucaristía es una fuerza dinámica y quien no se vincula al cuerpo vivo de la Iglesia, incorporándose al camino de la Iglesia local, de­jándose convocar por ella, no podrá comprender la fuer­za plena de la eucaristía.

Hay grupos, grandes y pequeños, que tal vez tengan un conocimiento de la eucaristía desde el punto de vista bíblico y desde el punto de vista ascético-contemplativo; pero mientras no se esfuercen por caminar en comunión plena con la Iglesia local, no podrán percibir que la eu­caristía es lo que hace a toda la comunidad. Y entonces se apropian de ella de un modo particularista. Hay que emprender humildemente un camino de Iglesia, unirse al cuerpo total y vivo de la Iglesia, en toda la extensión del camino de la Iglesia local y universal, porque no toda mi­sa revela la eucaristía, no toda comunión ni toda visita eucarística revelan la plenitud de la eucaristía; es la vida entera del ser humano en el ámbito de la Iglesia lo que re­vela la eucaristía como formadora de una Iglesia, de una cultura, de una civilización. No es un bien privado en el que se ha de profundizar con estudios elaborados, sino un camino en el que embarcarse.

La tercera actitud para comprender la eucaristía con­siste en dar espacio a la escucha y ala meditación de la Palabra.

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La liturgia de la Palabra tiene que extenderse al ám­bito de la vida personal y comunitaria porque, de otro modo, la eucaristía no ejerce su fuerza. En el fondo, es­tamos haciéndonos esta pregunta: ¿por qué una misa, que tiene valor infinito, no cambia el mundo? Porque debe extender todas sus virtualidades al ámbito de la vida en­tera y esto pasa de manera primaria por la extensión de la liturgia de la Palabra.

La eucaristía es la pascua hecha presente, y la pascua solo puede ser entendida en el contexto de toda la histo­ria de la salvación. Por consiguiente, quien no conoce to­da la historia de la salvación no comprende la pascua, no comprende la eucaristía y la misa le dice poco. Cierta­mente hay que recorrer un largo camino para comprender que la eucaristía nos une con la senda recorrida por la Iglesia a través de los siglos. Comprender la eucaristía en el contexto de la vida de Jesús, de sus elecciones, de las bienaventuranzas, de los milagros de misericordia, de sus invectivas, de su capacidad de entrega, es un camino lar­go, pero no hay otro. Para comprender la eucaristía de­bemos comprender al Jesús total, el evangelio entero, de­bemos comprender a María, a Juan el Bautista, Pablo, Jeremías, David, Moisés, el pueblo de Dios: porque todas las experiencias han sido escritas para nosotros.

La cuarta actitud práctica consiste en prolongar la adoración eucarística.

La adoración eucarística nació en Occidente de una necesidad instintiva de prolongar la celebración del Mis­terio. No es, por tanto, una devoción particular. Se vin­cula estrechamente a la celebración y por eso debe ser

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eucarística, también en la estructura interior, y no solo una oración silenciosa cualquiera ante el sagrario. Debe partir del estado eucarístico de Jesús, de su ser inmolado por nosotros, testigo del Padre hasta la muerte, perfecto adorador del Padre, destructor de los ídolos, fuente de co­munión perfecta de los hombres entre sí y con el Padre. Debe nutrir en nosotros la búsqueda continua de diálogo y la capacidad de ofrecer nuestra vida.

Por último, la quinta actitud: para dejar que la euca­ristía revele su fuerza, hay que asumir una mentalidad eucarística proexistente, es decir, que no existe para sí si­no para los demás. Entonces la comunidad se identifica también como Iglesia, como asamblea, con la actitud pascual de Cristo y asimila su modo de ser, de hacer, de entregarse. Aquí se incorporan todos los aspectos de atención a los pobres, a los marginados, la conciencia mi­sionera, el trato preferencial a los últimos.

Te damos gracias, Jesús, porque nos propones tu amistad; te damos gracias porque, con independencia de lo que hagamos o podamos hacer, tú nos ofreces una relación verdadera y real contigo, de la que depende cualquier relación verdadera con los demás.

Te pedimos, Señor, que aceptemos tu ofrecimiento,

¡REMAD MAR ADENTROl 65

que no lo rechacemos ni lo consideremos algo evidente, porque es un don excepcional que nos propones.

Te pedimos, Señor, que te manifiestes a nosotros diciéndonos lo que somos, revelándonos la verdad sobre nosotros mismos, para que podamos gustar la alegría de tu evangelio.

Te rogamos, Señor, que nos salves, que nos des tu Espíritu de verdad, tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu por los siglos de los siglos.

Amén.

66 CARIO MARÍA MARTINI

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Eucaristía y familia

1N ADÍE nos ha amado como el Señor Jesús. Nadie se ha entregado como él, nadie realizó nunca una comunión tan profunda e intensa como él.

Este amor hasta el fin, este amor hecho de donación total y sacrificial, está presente y operante en la eucaris­tía, en el cuerpo entregado y en la sangre derramada por nosotros; y está presente y operante en el sacramento del matrimonio, instrumento divino para confirmar, purifi­car, salvar, renovar el amor de entrega y la comunión de los esposos cristianos.

Este amor, que es entrega y tiene sus raíces en el sa­cramento del que se nutre, está destinado a guiar, forjar y alentar las relaciones interpersonales entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas: el amor conyugal se hace fa­miliar o más bien paterno y materno, filial y fraterno. El amor, que es entrega y es comunión, germina y crece no solo sobre los vínculos de la carne y la sangre, sino tam­bién sobre los que se derivan del amor de Cristo muerto y resucitado.

El camino de todos los esposos y de las familias es a menudo fatigoso, difícil, decepcionante. Y entre los nu­merosos males que minan y arruinan la alegría conyugal

¡REMAD MAR ADENTRO! 67

y familiar, el peor es el pecado: no solo como límite ine­vitable para todos los seres humanos, sino como desor­den moral. Los corazones de los esposos, de los padres, y también los corazones de los hijos, de los hermanos y de las hermanas, son con demasiada frecuencia corazo­nes de piedra, llenos de avidez: la capacidad de amar con autenticidad y, por tanto, de dar, de vivir en comunión, tiende a desaparecer, dejando que prevalezca el egoísmo. La otra persona -marido o mujer, hijo o hija- no es ya objeto de un amor que se ha de dar, sino objeto de un egoísmo que quiere conquistar, hasta llegar a usar al otro como si fuera una cosa. La dignidad personal es desfigu­rada en su belleza original. El egoísmo divide, opone y separa: el pecado se convierte en la causa de la disgrega­ción de la pareja y de la familia. De ahí la dificultad pa­ra comprenderse mutuamente dentro de las paredes de la propia casa, que a veces conduce a levantar una pequeña torre de Babel, la cual producirá frutos de confusión, de incomprensión y de conflictos.

En el fondo del corazón permanece aún viva la nece­sidad de corresponder a aquel ideal de amor, a su verdad de entrega y comunión. Y nace el deseo de reconcilia­ción. Solamente quien avanza por el camino de la con­versión puede ser vencido por este deseo, y reencontrar y revivir la verdad del amor conyugal y familiar. Pero el sendero de la conversión permanente pasa por la eucaris­tía. Al participar en el sacrificio de la eucaristía, las fa­milias y los esposos cristianos son llamados cada día a una conversión, con una invitación que es gracia y estí­mulo para separar sus corazones de los «ídolos» vanos y vacíos con el fin de dirigirlos al Dios vivo y verdadero.

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Dios mismo quiere que los esposos se amen mutua­mente y amen a los demás con el corazón de Dios, con el amor de Jesús. El amor de los esposos es «humano» por­que implica a la persona en su totalidad, en el espíritu, en la afectividad, en el cuerpo. En este amor humano y por medio de él se hace presente y operante un amor sobre­natural, el de Dios, creador y Padre, el de Jesucristo: es el amor que Jesús vivió, en particular, al entregarse en la cruz y que, a través de la eucaristía y el don específico del matrimonio-sacramento, confirma, purifica, eleva, perfecciona y transfigura el amor conyugal y familiar: es el amor que se hace «sacramento» o, en otras palabras, signo y lugar del amor divino.

Y aunque la fuente humana de amor corra el riesgo de secarse, la fuente divina es inagotable, como la incon­mensurable inmensidad del amor de Dios.

Te alabamos y te bendecimos, Señor Jesús, por tu inmenso amor, y te pedimos la gracia de conocerte más íntimamente cada día para amarte y seguirte dondequiera que nos llames, para imitarte y vivir en ti la comunión con el Padre y el Espíritu Santo.

Amén.

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Para asimilar el Misterio

J—/A eucaristía es el vértice de la iniciación cristiana, es decir, del proceso dinámico con el que Jesús nos hace discípulos suyos. La atención continua con que el Señor llama a sus discípulos, dialoga con ellos revelándoles el misterio del Reino, los educa en el designio de Dios ha­ciéndoles partícipes de su misión, encuentra su punto culminante en la muerte y la resurrección que son actua­lizadas sacramentalmente en la cena eucarística. La euca­ristía es el cuerpo «entregado por vosotros», la sangre de la alianza «derramada por vosotros» (Le 22,19; Me 14,24).

La eucaristía es, por consiguiente, el punto culminan­te de un camino educativo que, no obstante, implica la paciencia, la fatiga, la repetitividad del itinerario educa­tivo que Jesús hizo realizar a sus discípulos.

A veces me pregunto -evidentemente, la pregunta es práctica, no teológica- si la repetición de la misa es un signo de su condición incompleta. Cuando era niño, me enseñaron que una misa bien escuchada es suficiente pa­ra llegar a ser santo. Pero entonces -me preguntaba-¿por qué no llegamos a ser santos? ¿Y por qué se repite la misa?

La misa hace presente el sacrificio realizado por Je­sús en la cruz, que es único e irrepetible. No obstante, a la vez que nos entrega el cuerpo total de Cristo, la misa

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es repetida continuamente para hacernos asimilar con pa­ciencia, a nosotros, perezosos y lentos, la misteriosa rea­lidad del sacrificio.

Ella es el signo de la esperanza certísima de aquella co­munión con Dios y entre nosotros que es el término del ca­mino educativo de Cristo y de la Iglesia, y es al mismo tiempo -en su repetición cotidiana, humilde, modesta, no llamativa- el signo de la fatiga con la que tal camino debe ser reanudado cada día, sin escándalos y sin impaciencias.

«Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: "Voso­tros venid aparte, a un paraje despoblado, a descansar un rato"» (Me 6,30-31). Tenemos aquí ante todo una convo­cación que adopta la forma de un banquete, presidido con autoridad y milagrosamente por Jesús, con gestos clara­mente eucarísticos: «Tomó los cinco panes y los dos pes­cados, alzó la vista al cielo, bendijo y partió los panes y se los fue dando a [sus] discípulos para que los sirvieran; y repartió también los pescados entre todos» (Me 6,41).

Este es el aspecto glorioso de la eucaristía. Pero des­pués de la maravillosa distribución de los panes, los após­toles no saben aún reconocer a Jesús que camina sobre las aguas, y el evangelista señala que no habían com­prendido «el hecho de los panes» porque su corazón es­taba endurecido (cf. Me 6,45-52). Por otra parte, no ca­rece de significado el hecho de que en los evangelios se repita una segunda vez la multiplicación de los panes (cf. Me 8,lss; Mt 15,32ss) que da paso a otra amonestación de Jesús: «¿Por qué discutís que no tenéis pan? ¿Todavía no entendéis ni comprendéis?» (Me 8,17). Con el aspec­to glorioso convive el aspecto oscuro y fatigoso.

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Con lenguaje didáctico decimos que el rito sacramental nos sitúa ante el misterio pascual en su integridad, y ante el misterio pascual como fundamento de la vida de la Iglesia: al convertirse en alimento nuestro, Jesús no solo realiza la pedagogía más alta, sino que se extiende hasta hacernos una sola cosa con él, hasta convertirnos en su Iglesia.

«Por un don de su gracia, se distribuye él mismo a to­dos los creyentes mediante aquella carne cuya existencia proviene del pan y del vino, fundiéndose con los cuerpos de los creyentes para dar la certeza de que mediante esta unión con el Inmortal también el hombre puede participar de la incorrupción» (Gregorio de Nisa, Oratio catechetica, 37).

Acepta, Señor Jesús, la ofrenda de nosotros mismos.

Haz que comprendamos que si tú nos pides amar la pobreza, la humillación, el menosprecio, no es por un simple y extraño capricho, sino porque tal es el destino de la Palabra, tu destino; y que si nos hacemos copartícipes de la suerte del evangelio, entonces viviremos la libertad, las controversias y las pruebas del evangelio.

Haz, Señor, que se ilumine en nosotros esta voluntad de pobreza y humillación como búsqueda de la verdad, de la adhesión a ti, como búsqueda de la autenticidad de nuestro ser palabra tuya para los demás.

Amén.

72 CARIO MARÍA MARTINI

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El pecado que carcome el estilo eucarístico

N o es infrecuente que el pecado que carcome el estilo eucarístico de nuestras comunidades consista en conside­rar la eucaristía como algo evidente, como algo que se da por sentado.

Tenemos una actitud semejante, por ejemplo, con res­pecto a la Palabra: creemos que ya nos la sabemos, que la conocemos, que la hemos oído muchas veces, creemos que ya no puede decirnos casi nada.

A veces experimentamos una actitud similar ante el Crucificado: lo hemos visto, estamos acostumbrados a verlo, ¡parece que las cosas solo pudieron ser así! Por el contrario, la actitud que Pablo pide (cf. 1 Co 11,20-34) es la atención, la reverencia, el estupor ante el misterio de Dios y, por tanto, ante el misterio de su Palabra, de su cruz, de su cuerpo y su sangre entregados bajo las espe­cies del pan y del vino. Es la actitud de estupor que sus­cita inmediatamente en nosotros el sentimiento de ser indignos de tanto don, mientras que la verdadera indigni­dad sería considerarnos merecedores de recibirlo, sería reducir el don a algo debido, la gracia a deuda, el amor a cálculo.

Ejemplo de estupor, maravilla, atención, adoración y reconocimiento por los dones de Dios es la actitud de

¡REMAD MAR ADENTRO! 73

Isabel, la madre de Juan el Bautista: «¿Quién soy yo pa­ra que me visite la madre de mi Señor?»; es la actitud de María que se turba ante las palabras del evangelio, porque le parece que no es digna de recibir un anuncio tan so­lemne; es la actitud del centurión, recordada por la Igle­sia cada vez que nos presenta el pan consagrado: «Señor, yo no soy digno que entres en mi casa»; es la actitud de Isaías: «¡Ay de mí, Señor, que soy un hombre de labios impuros y estoy contemplando la gloria del Dios vivo!»; es la actitud de Juan el Bautista: «No soy digno de desa­tar la correa de sus sandalias»; es la actitud del publicano: «¡Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador!».

La indignidad eucarística, por el contrario, es la ex­presada por el fariseo: «Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás», tengo la conciencia tranquila, ten­go derecho a tu don, no tienes nada que perdonarme. Co­me y bebe indignamente quien se acerca a la mesa del Señor sin estar hambriento y sediento del perdón de Cris­to; come y bebe indignamente quien cree que se ha com­portado de manera irreprensible con Dios y con los hom­bres, y piensa que no tiene que reconciliarse con nadie, que no debe nada a nadie, que es Dios quien le debe al­go a él por ir a la iglesia, porque ha hecho el esfuerzo de acercarse a la mesa eucarística.

La presunción de creerse digno del sacramento euca-rístico abre la puerta a una suficiencia y a una saciedad que restan eficacia a la eucaristía, porque no es vista ya como don increíble, infinitamente grande, un don ante el cual debemos caer siempre en adoración agradecida.

74 CARLO MARÍA MARTINI

Te doy gracias, Señor, porque te manifiestas en nosotros no como lo esperaríamos, sino de una manera siempre inédita, nueva, sorprendente.

Te pedimos, Señor, que ni siquiera una brizna de este conocimiento se quede en el aire, sino que de inmediato se aplique a todas las situaciones en las que reconocemos cercano a nosotros a alguien que te representa, que te manifiesta.

Concédenos, Señor, un conocimiento que se ponga en práctica de inmediato.

Una práctica que quede iluminada y profundizada en el conocimiento y en el amor de tu pasión y muerte.

Guíanos, Señor, en esta búsqueda difícil, en la que tan fácilmente podemos engañarnos.

Haz que las palabras que decimos o escuchamos las percibamos como palabras serias, que un día podrán condenarnos si nos limitamos únicamente a repetirlas.

Sálvanos, Señor, por tu misericordia, tú que nos das el Espíritu y vives y reinas por los siglos de siglos.

Amén.

¡REMAD MAR ADENTROl 75

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Eucaristía y tensiones en la Iglesia

¡JL/A eucaristía es incompatible con las divisiones en la Iglesia! Amenaza, por tanto, a la comunidad cristiana el riesgo de que la eucaristía, al no estar secundada por el di­namismo de la caridad que mana de ella, no consiga ha­cer superar los egoísmos y las incomprensiones que sur­gen continuamente en la vida comunitaria. A su vez, nues­tra debilidad y mezquindad, no alcanzada y purificada por la eucaristía, hace que estemos aún menos preparados y seamos más tardos en comprender el misterio eucarístico.

Pienso en las tensiones que afligen la vida de la co­munidad y nos inquietan más frecuentemente. Por ejem­plo, la tensión entre inmovilismo y movilidad. Hay un inmovilismo que privilegia las tradiciones y las institucio­nes, pero sin captar su orientación interior hacia el miste­rio de Jesús y hacia el bien de las personas; y hay, por el contrario, una movilidad inquieta, descontenta, desacrali-zadora, que no soporta el tiempo necesario para compren­der el valor de las cosas y de los gestos tradicionales.

Sería necesario describir de una manera más comple­ta estas tensiones, al menos para darnos cuenta de que pueden representar un fenómeno positivo, porque expre­san el camino de sufrimiento de la comunidad hacia una figura histórica de Iglesia que, en nombre de la fidelidad

76 CARLO MARÍA MARTINI

al Señor, se compromete seriamente en la solución de los problemas concretos del ser humano.

Pero lo que quiero subrayar es que una lectura de es­tas tensiones a la luz de la eucaristía ayudaría a descubrir su carácter complementario. De hecho, la eucaristía, por­que atrae todos los aspectos de la vida hacia el misterio de Cristo y del Padre, requiere una plena fidelidad a la histo­ria de Jesús y a las formas rituales e institucionales que nos unen a él, pero, al mismo tiempo, invita a una presen­cia multiforme, capilar y cordial en todos los aspectos de la vida humana, que deben ser orientados hacia Cristo.

Por el contrario, una comprensión no plena de la cen-tralidad de la eucaristía impide interpretar las tensiones de la comunidad según una visión amplia y unitaria. Re­emplazamos la visión que brota de la eucaristía por las visiones que dependen de nuestros prejuicios, de nues­tros modos de entender la vida comunitaria. Las diferen­tes perspectivas, en vez de integrarse, se radicalizan en contraposiciones, que nos dan ocasión para ser hirientes en los juicios, duros en los comportamientos, vehemen­tes en las discusiones y tercos en los programas. De este modo corremos el riesgo de aumentar las tensiones, las explosiones de nerviosismo, los resentimientos amargos, la pereza a la hora de intuir las necesidades de los otros, etcétera.

Si aceptamos el proyecto de vida comunitaria que de­riva de la eucaristía, encontraremos también la verdadera valorización de nuestras maneras de ver y sobre todo ex­perimentaremos la fuerza de la caridad de Cristo que nos atrae hacia el corazón del Padre y llega a vencer sobre nuestros pecados.

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Haz, Señor, que sepamos vivir nuestra verdad ante nosotros mismos, ante la Iglesia y ante el mundo.

Haz que sepamos aceptar, en esta verdad de nosotros mismos, todo cuanto hay de cerrazón, dureza, ceguera, opacidad interior, incapacidad de reconocerte en nosotros, a nuestro alrededor, en el mundo, en las verdaderas exigencias de los demás...

Haz, Señor, que afloren en nosotros todos los diálogos rechazados, todas las situaciones cerradas, todas las perspectivas que hemos marginado.

Haz, Señor, que te reconozcamos con tus exigencias de rey, de pastor, de Hijo del Hombre y de clave de nuestra vida.

Haz que te reconozcamos con tu presencia en las relaciones de nuestra vida, en la historia concreta, en el mundo, en la Iglesia.

Para nosotros, Señor, tan solo te pedimos verdad y autenticidad.

Que podamos derrotar en nosotros a los enemigos prepotentes y pertinaces de esta verdad y autenticidad.

Amén.

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Participar en la lógica de Jesús

NO es el pan y uno es el cuerpo que todos formamos, pues todos compartimos el único pan» (1 Co 10,17). ¿Qué significa compartir el único pan que nos hace un solo cuerpo?

No basta comer físicamente el pan eucarístico; es ne­cesario -y Jesús lo explica en el gran discurso de Cafar-naún (Jn 6,51-58)- participar de la lógica de Jesús, de la lógica del pan partido por otros, de la sangre derramada.

Participar del cuerpo de Cristo significa recibir de él y por su gracia un corazón entregado, humilde, capaz de conmoverse, de compartir no solo el pan del cielo sino también el pan de la tierra, capaz de entregarse hasta el fin. Solo de este modo podremos recorrer los caminos que hacen de nosotros y de la Iglesia un solo cuerpo.

Es hermoso pensar que lo que nosotros celebramos es aquello de lo que habló Jesús hace dos mil años junto a la orilla del lago, lo que celebró en el cenáculo de Jeru-salén, lo que, después de la resurrección, las primeras co­munidades celebraron en Jerusalén, en Judea, en Galilea, en Antioquía y en todas las regiones del Mediterráneo.

Las primeras comunidades cristianas continuaban vi­viendo todo aquello que los apóstoles habían experimen­tado en la última cena y después de la resurrección de

¡REMAD MAR ADENTRO! 79

Jesús. Sabían que solo con la ayuda de Dios era posible crear una nueva sociedad que pudiera vivir de manera di­ferente en medio de la sociedad vieja e insanable.

Entre todos los que participaban de la mesa eucarísti-ca se eliminaban las diferencias y se derrumbaban las ba­rreras; todos eran una sola alma y un solo corazón, y na­die reivindicaba como propiedad exclusiva lo que le ha­bía pertenecido antes. Se encontraban juntos en las casas para partir el pan, llenos de alegría y de pureza, sabiendo que aquel a quien tenían entre las manos y cuya memo­ria celebraban estaba en medio de ellos, era el alimento que los nutría y les infundía fuerza y valor.

Te damos gracias, Señor, porque te manifiestas a tu Iglesia.

Te manifestaste a tu madre María, a María de Magdala, a la otra María y después a Pedro y a los Doce; te manifiestas a nosotros, en nuestra vida, en nuestras experiencias, en la Iglesia, en la oración y en los sacramentos.

Te pedimos, Señor, que nos hagas capaces de dar nuestro «sí» también a tu nuevo modo de presencia.

No es aún la presencia de la parusía, de la gloriosa libertad de nuestro cuerpo, de la gloriosa libertad de los hijos de Dios, pero es tu presencia segura, que nos vivifica, que es suficiente para nosotros.

80 CARLO MARÍA MARTINI

Te damos gracias, Señor, por este pan cotidiano de tu presencia, que nos das en la eucaristía y en todas las experiencias de la Iglesia.

Haz, Señor, que en las ambigüedades de nuestras experiencias sepamos poner el dedo y el ojo allí donde tú te manifiestas a nosotros en tu verdad.

Transfórmanos, Señor, en esta verdad y haz que te busquemos con amor, con afecto, con sencillez y amistad, con humildad y con entrega.

Tú que vives y reinas resucitado y glorioso por todos los siglos de los siglos.

Amén.

¡REMAD MAR ADENTRO! 8 1

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El misterio de una Iglesia humilde y valiente

J—/A Iglesia tiene en su modo de proceder la claridad y la fuerza de la palabra de Dios, la capacidad de promover el compromiso civil, humano, social, político, de promo­ver la inserción en la sociedad: es el aspecto glorioso de la entrada de Jesús en Jerusalén.

Pero la Iglesia es ella misma y es profundamente ella misma también cuando se retira para orar, en adoración, en humildad, casi escondiéndose en la adoración de la hostia eucarística; y cuando acepta la humillación y la prueba.

La Iglesia es ella misma en ambas situaciones y no hay que separar una de otra, no hay que privilegiar una con respecto a otra; porque solamente en esta atenta unión de claridad y mansedumbre, la Iglesia camina co­mo caminaba Jesús y revela a los hombres la fuerza de Dios y su misericordia, el poder de Dios y el hecho de que se hace semejante a nosotros, su justicia y su infini­ta bondad.

Este misterio de la Iglesia humilde, delicada y ama­ble como María y, al mismo tiempo, fuerte y valiente co­mo Pedro, de la Iglesia que se retira al silencio de la ora­ción y que proclama abiertamente en las plazas y por to­das partes la palabra de Dios, debemos conservarlo celo-

82 CARLO MARÍA MARTINI

sámente en su unidad y transmitirlo atentamente en la historia de este mundo.

Esta doble realidad de la vida de la Iglesia tiene que aparecer en la vida de cada uno de nosotros.

Cada uno de nosotros vive en sí mismo el misterio de Cristo y de la Iglesia: en nosotros hay momentos de fuer­za y claridad, y momentos de humildad y escondimiento; hay momentos de acción generosa y comprometida, y momentos de contemplación y oración. La clave de esta actitud misteriosa de Cristo y de su Iglesia la captamos en el misterio pascual.

Nosotros pasamos por este mundo, como Iglesia y como cristianos, igual que pasó Jesús, con el deseo de mantener fielmente el camino de seguimiento del Señor -tal como él fue y como se presentó-, de ser una Iglesia no diferente de la que fue la manifestación de Jesús.

Te damos gracias, Señor Jesús, porque estás presente en medio de nosotros.

Te adoramos, Señor, con los apóstoles, te adoramos misterioso, pobre, sencillo, presente en nosotros sin ostentación, sino en la pobreza de nuestra vida de Iglesia.

Te damos gracias porque tú, Dios de poder, te manifiestas así.

Abre nuestros ojos, Señor, para que podamos reconocerte.

Haz que reconozcamos de buen grado, Señor, lo que somos,

¡REMAD MAR ADENTROl 83

todo lo que en este momento aflora en nosotros de perplejidad, de duda, de cansancio.

Todo ello lo presentamos, Señor, ante tu poder.

Deseamos sumergirlo en la fuerza de tu nombre, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Concédenos, oh Padre, sentir, a través de todas las banalidades y mezquindades de la existencia cotidiana, la fuerza de la presencia de tu Hijo, Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina contigo, en el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.

Amén.

84 CARIO MARÍA MARTINI

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La transformación del cristiano

/ \ N T E la eucaristía tenemos que dejarnos salvar, purifi­car por Jesús, dejar que sea él quien lo haga todo y reci­bir su vida con gratitud.

No tengamos miedo de permanecer en silencio, de no encontrar nada que decir, porque es él quien nos habla, quien viene a nuestro encuentro con todo el peso de su decisión de amor que quiere derramar sobre nosotros; en suma, dejemos que Jesús sea eucaristía, salvación, per­dón, piedad, ternura, afecto, purificación para nosotros. Dejemos que Jesús sea Jesús.

Entonces podremos vivir el culto espiritual y el culto eucarístico. El orden en que los sitúo podría parecer ex­traño, porque normalmente partimos del culto eucarísti­co. En efecto, a veces se cree que es más importante ce­lebrar bien la misa (en el caso de los sacerdotes), ir a mi­sa al menos los domingos (en el caso de los fieles) y ado­rar al Señor en el Santísimo Sacramento.

En realidad, me parece que en la eucaristía recibimos ante todo la invitación de Jesús a celebrar nuestro culto espiritual, con la ofrenda de nuestro cuerpo: «Ahora, her­manos, por la misericordia de Dios, os exhorto a ofrece­ros como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: sea ese vuestro culto espiritual» (Rom 12,1).

¡REMAD MAR ADENTRO! 85

El apóstol dice que nuestro culto no es ante todo ce­lebrar bien la misa, sino ofrecer nuestros cuerpos. Y nuestros cuerpos son nuestra vida en toda su condición física, en toda su extensión, día y noche, juventud y ve­jez, salud y enfermedad, éxito y fracaso, alegría y dolor, entusiasmo y depresión. Hay que darlo todo como sacri­ficio vivo, ofreciéndonos a Dios como Jesús se dio a no­sotros y al Padre. Muchas personas ofrecen, quizá sin ser conscientes de ello, este culto espiritual cuando viven honradamente, aman a su familia, viven con serenidad el cansancio del trabajo o del estudio, se sacrifican, aceptan con paciencia situaciones difíciles y dolorosas.

Así pues, es sacrificio vivo y no un simple rito; es sa­crificio santo, porque nos purifica, nos arranca de la con­nivencia con el mal; y es sacrificio agradable a Dios.

Señor Jesucristo, que has venido a nosotros para buscar y salvar lo que está perdido, que te has entregado hasta morir en la cruz, para liberarnos del poder del mal, para enseñarnos el camino del Amor que salva y para llamarnos a seguirte en la misión redentora que el Padre te ha confiado: bendice mi determinación de seguirte en comunión activa con tu Iglesia, colaborando cada vez mejor contigo en la difusión de tu Reino.

86 CARLO MARÍA MART1NI

Soy consciente de que tal empeño implica sacrificio y fatiga, pero ello no me desalienta, porque sé que caminas conmigo, te cansas, sufres y amas como yo, en mí.

No te pido, por tanto, que hagas fácil mi camino, sino más bien que me lleves de la mano y me des siempre la fuerza necesaria para recorrerlo hasta el final.

Consciente de mi debilidad, confío en tu amistad.

Con la ayuda de María, madre tuya y madre mía, que te dio el «sí» más puro, más total y fiel, me entrego a ti, comprometiéndome a vivir como miembro de las comunidades de vida cristiana según el espíritu del evangelio y la ley interior del amor.

Que la Virgen María me ayude.

Amén.

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24

El asombro ante el don de Dios

¿ V^uÉ puede ser la contemplación eucarística, la adora­ción que a veces no comprendemos bien?

Quiere ser el cultivo de una actitud de asombro ante Cristo que da su vida por nosotros, ante su amor infinito, del que somos indignos y que, no obstante, nos sorpren­de con infinita misericordia en nuestra pobreza. La ado­ración eucarística es cultura en el sentido más profundo.

Cuando se habla de cultura y de lo que es premisa ne­cesaria de la cultura, se habla de cultivar algunas actitu­des de fondo sin las cuales ninguna cultura es real y pe­netrante. La adoración es, propiamente, cultivo de los sentimientos de humildad, pobreza, agradecimiento y, por tanto, de eucaristía, de acción de gracias admirada y llena de estupor ante el don de Dios.

Estos sentimientos, cultivados en la adoración, nos hacen vivir plenamente también la misa y la comunión eucarística. Para ampliar esta exposición, desearía decir que la actitud de adoración es importante no solo para que la eucaristía tenga su fuerza en nosotros, sino tam­bién para que la Palabra tenga su fuerza en nosotros.

La Palabra es un don que comprende la imprevisibili-dad apasionada de Dios y que siempre nos encuentra des­prevenidos. Solo así se revela como palabra viva, que tie-

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ne algo nuevo que decirnos, desconocido aún para noso­tros, si nos ponemos frente a ella para escuchar realmente.

Concédenos, Señor, dejarnos formar por ti en la adoración de la eucaristía.

Concédenos darte cabida, abrirte nuestro corazón y nuestra vida; concédenos unirnos a tu adoración al Padre, a tu obediencia, a tu mansedumbre, a tu desprendimiento, a tu pobreza, a tu valentía.

Te pedimos que nos hagas sentirnos a gusto, como supiste hacerlo con los discípulos, después de las amarguras de la noche, con tu invitación discreta: « Venid a comer», pidiéndoles que colaboraran: «Traed un poco del pescado que tenéis», y acercándote tú mismo para partir el pan y distribuirlo.

Haz, Señor, que podamos sentirte presente así, con tu disponibilidad para servirnos en nuestra pobreza, para alimentarnos, para hacernos uno contigo, para implicarnos en tu adoración y obediencia al Padre.

Amén.

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El espíritu de adoración que nace en la celebración

Í—/A eucaristía presenta un aspecto sorprendente que conmociona la inteligencia y conmueve el corazón. Nos encontramos frente a uno de aquellos gestos abismales del amor de Dios, ante los cuales la única actitud que el hombre puede adoptar es una entrega en la adoración lle­na de gratitud ilimitada. La adoración y el silencio con­templativo no son elementos accesorios de la celebración eucaristía, sino que alimentan y expresan su alma pro­funda. La adoración del misterio de Dios en «espíritu y verdad» (Jn 4,24) tiende a asumir la forma de la celebra­ción eucarística y esta, si quiere atraer hacia sí toda la vi­da, en virtud de Jesús y del Espíritu, en el misterio del Padre, tiende a configurarse como adoración. Es necesa­rio, por tanto, educar a los fieles para que sepan unir ado­ración y celebración. A quien se siente inclinado a subra­yar las formas espontáneas e individualistas de la oración hay que prestarle ayuda para que comprenda que un au­téntico espíritu de adoración busca expresión y alimento en la celebración eucarística. A quien vive de un modo exterior y meramente formal la celebración, hay que ani­marlo para que la transforme en sincera adoración que se prolongue en la meditación silenciosa. Pido una ayuda particular en este ámbito a las personas que han elegido

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la vida de especial consagración. Ellas han hecho su con­sagración precisamente durante la celebración eucarísti­ca, y con su vida de contemplación y de caridad tienen que ofrecer a todo el pueblo cristiano un ejemplo profé-tico de cómo la eucaristía puede transformar la vida en una perenne acción de gracias.

La celebración misma, en el ritmo concreto de los ri­tos en que se articula, describe un camino sugerente ha­cia la adoración. Pero para que esta riqueza sea com­prendida y acogida, hay que respetar y vivir intensamen­te los momentos de pausa, de silencio, de adoración per­sonal y de contemplación comunitaria, previstos por el mismo ritual de la celebración.

Desearía recordar el valor de la adoración propia­mente eucarística. Ella expresa una vinculación más di­recta de los diferentes motivos de la vida con el sacrificio pascual y eucarístico de Jesús. Además, pone de mani­fiesto el aspecto por el que la eucaristía es presencia real permanente y perenne morada de Jesús entre nosotros. Por último, como revela la experiencia de muchos maes­tros espirituales, la adoración eucarística tiene una parti­cular incidencia formativa en la vida de las personas: es una oración y, al mismo tiempo, forma en la oración y ayuda en el momento de la elección de compromisos.

Quiero recordar también el valor de la preparación y de la acción de gracias en la misa. A la luz de cuanto se ha dicho, hay que verlas no tanto como intuiciones psi­cológicas o costumbres tradicionales, sino como una irra­diación de la adoración litúrgica en la vida. Por lo que a mí respecta, me he propuesto introducir de nuevo, allí donde sea posible, aquellos breves momentos de adora-

iREMAD MAR ADENTRO! 9 1

ción personal silenciosa ante el altar del Santísimo Sacra­mento que el obispo solía tener también antes y después de las ceremonias más solemnes.

Concédenos, oh Jesús, mantener ante todo la mirada fija en ti.

Tú eres aquel de quien deriva nuestra fe, quien la lleva a perfección, quien ha pasado por la prueba antes que nosotros, quien nos conduce y no permite que equivoquemos el camino.

Haz que te contemplemos con afecto profundo y podamos encontrar fuerza y alegría al seguirte incluso en las elecciones difíciles.

Amén.

92 CARLO MARÍA MARTINI

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«Daos vosotros mismos por todos»

JJ/N el gesto de la cena contemplamos la pasión y la muerte de Jesús, su amor por nosotros, toda su entrega por la humanidad, la espontaneidad filial con la que cum­ple totalmente la voluntad del Padre, la disponibilidad de corazón con la que recibe la misión que llevará adelante superando rechazos, abandonos, traiciones, crucifixión y muerte. Jesús abraza todo esto con profundo amor filial, y nos lo dice al darnos su cuerpo y su sangre. Nada pue­de detenerlo en su entrega al Padre: ni la traición de Ju­das, ni la negación de Pedro, ni la huida de los suyos, nin­guna de aquellas cosas que, por el contrario, bloquean y detienen a menudo nuestra capacidad de amar.

Es entonces fundamental comprender que la eucaris­tía, el «sí» total y fiel de Jesús al Padre y de Jesús a los hombres, aunque sean enemigos y opositores, significa para los cristianos nuestro «sí» al Padre y nuestro «sí» a los hermanos y a las hermanas, no solo a los que se mues­tran como tales con amistad, amabilidad y acogida, sino también a los que nos critican, no nos aceptan, nos des­precian, nos insultan, se oponen a nosotros.

La eucaristía sería un signo vacío si no se transfor­mara en nosotros en fuerza de amor a los demás. Para ser

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verdaderamente plena, tiene que ser celebrada en el don de la vida, no solo en la memoria del culto. Las palabras subrayadas por Pablo: «Haced esto en memoria mía», no deben ser entendidas simplemente como palabras casi mágicas que se podrían cumplir y realizar con el gesto de elevar la hostia y el cáliz. «Haced esto en memoria mía» significa: ofreced vuestro cuerpo como lo he ofrecido yo, daos vosotros mismos por todos, también por aquellos que se oponen a vosotros y no os acogen, como yo me entregué por todos.

Al entregarse a nosotros en el lavatorio de los pies y en la eucaristía, Jesús nos enseña a servir, nos pide que nos pongamos de rodillas ante los hermanos, cercanos y lejanos, ante quien nos traiciona, y nos enseña a ofrecer­nos al Padre con amor filial en la obediencia devota. En­tregarse así quiere decir tener una mentalidad nueva, que ocupa el puesto de la vieja mentalidad de Jonás, el cual considera perdidos a los habitantes de Nínive, no quiere ocuparse de ellos y desea huir de una tarea ingrata. Y el Señor, pacientemente, lo lleva de nuevo a abrazar esa ta­rea, en la que se realiza el misterio de la salvación. En­tregarse así quiere decir creer en un Dios que no tiene un rostro airado, irritado, amargado, decepcionado por la forma en que le correspondemos, sino que tiene un ros­tro lleno de ternura, de confianza, de pasión por todas las criaturas: el rostro dulcísimo del Crucificado.

Jesús nos acoge en su cena, aun sabiendo que somos y seremos frágiles, débiles, que tal vez podríamos trai­cionarlo y huir; no obstante, él mismo parte el pan para nosotros, con el fin de que también nosotros lo partamos para los demás.

94 CARIO MARÍA MARTINI

Pidamos al Señor que nos tome de la mano, que nos introduzca él mismo en la contemplación de su amor infinito.

Concédenos, oh Jesús que te reconozcamos siempre en la eucaristía, que te reconozcamos convirtiéndonos nosotros mismos en pan partido, pan encendido en la noche de este mundo.

Concédenos aquel fuego, aquella pasión de amor al Padre, que te llevó a entregar la vida, a despojarte de ti mismo por la salvación de toda la humanidad.

Amén.

¡REMAD MAR ADENTRO! 95

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Una existencia eucarística

¿ V^uÉ significa una existencia eucarística? Isaías (61,1-3) responde que es una vida «a» y una vida «para». Una vi­da que no se encierra en sí misma en el ansia de la auto-rrealización, en la preocupación de ser alguien, de reali­zarse, de estar contento. Una vida abierta a una tarea más allá de mí mismo, cuyo centro no soy yo.

Isaías describe esta vida llamada «a»:

• llevar el evangelio a los pobres;

• vendar los corazones desgarrados;

• proclamar la libertad a los esclavos, la excarcelación a los prisioneros;

• promulgar el año de misericordia del Señor.

Son cuatro «a» que describen una vida dedicada al anuncio.

En la segunda parte del texto del profeta se habla de una vida hecha «para»:

• consolar;

• alegrar;

96 CARLO MARÍA MART1NI

• dar una corona en vez de cenizas, óleo de alegría en vez de traje de luto, canto de alabanza en vez de un corazón triste.

Son tres «para» que cualifican una vida para la alegría y el consuelo de los demás.

Nos preguntamos ahora qué nueva autoconciencia, qué nueva comprensión de mí mismo engendra esta vida «a» y «para». La respuesta se encuentra en la Segunda car­ta a los Corintios (2 Co 4,1-2): esta vida produce una con­ciencia libre del miedo y de las medias tintas, justamente porque ya no se trata de mí. Escribe el Apóstol: «No nos acobardamos; nos presentamos con humildad y sencillez ante todos». En efecto, no se trata de nosotros, no nos pre­dicamos a nosotros mismos: «¡No somos más que vuestros servidores por amor de Jesús!». No es nuestra causa, sino su causa. Somos libres de toda preocupación de éxito o fracaso personal, porque el problema es su problema y no­sotros somos servidores de él «para vosotros».

¿De dónde viene esta cualidad de vida? ¿Quién es su autor, su responsable?

Es el mismo Jesús que por amor da la vida por noso­tros; la eucaristía es la garantía, la fuerza permanente del hombre eucarístico.

Espíritu Santo, Espíritu de sabiduría, de ciencia, de entendimiento, de consejo, te rogamos nos llenes del conocimiento de la voluntad del Padre, de toda sabiduría e inteligencia espiritual.

¡REMAD MAR ADENTRO! 97

Abre nuestro corazón al consuelo de tu don para que podamos conocer el misterio que se va revelando en el tiempo, el misterio preparado desde toda la eternidad: la gloria de Cristo en el hombre vivo.

Y tú, María, fruto privilegiado y primero de esta gloria de Cristo, haz sensible nuestro corazón a los caminos de Dios, a sus modos de manifestarse en nuestra historia.

Ayúdanos a caminar en su verdad para poder encontrar su misterio.

Amén.

98 CARIO MARÍA MARTINI

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La eucaristía lo atrae «todo» y a «todos»

LJ NA comunidad que se deja verdaderamente formar por la eucaristía comprende, ante todo, que Jesús quiere atraer hacia sí a todos los hombres. Se convierte, por tanto, en una comunidad que va siempre más allá de sí misma, se siente enviada por Cristo a todos los hombres, no descan­sa hasta que el evangelio de la pascua haya alcanzado a to­das las situaciones humanas. Jesús es el único Señor y Sal­vador: solamente en el encuentro inmediato con Jesús pue­den encontrar la salvación todos los hombres.

Por otra parte, la eucaristía produce una atracción real de los hombres hacia Jesús y, con Jesús, hacia el Pa­dre: implica, por tanto, una serie de mediaciones en las que son acogidas y purificadas las capacidades concretas de cada uno, las expresiones de la razón, de la libertad y de los deseos, las adquisiciones y las instituciones que to­man forma en la vida civil. La eucaristía lo atrae verda­deramente «todo» y a «todos» hacia sí. Todo lo que es humano es asumido y, al mismo tiempo, purificado, re­generado, profundizado en aquel movimiento de caridad que emana constantemente de la eucaristía. Puede suce­der, en cambio, que la comunidad, empujada por intensas provocaciones sociales o culturales, construya un pro­yecto propio que privilegie las estructuras de la comuni-

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dad -olvidando que están en función del hombre que de­be ser atraído hacia Cristo- o las necesidades del hombre -olvidando que han de ser discernidas, purificadas y re­generadas en la atracción hacia Cristo.

Este proyecto, que se construye prescindiendo de la eucaristía, trata después de reconducir hacia sí la euca­ristía mediante operaciones ambiguas y reductoras, que debemos examinar atentamente, interpretándolas con el tema bíblico de la «dureza de corazón».

Muéstrame, Señor, lo que hay en mí de desorden, de confusión.

Purifica mi corazón, ordena mis deseos, rectifica mis intenciones, para que te elija a ti por encima de todo, Bien supremo, y para que vea todos los demás bienes que son necesarios para los demás y para mí y por los cuales es preciso trabajar.

Todas las cosas del mundo son hermosas, Señor, si se enmarcan en el orden del amor que tú, Jesús, nos enseñas, que tú, Jesús, nuestro Mesías, verdadero hombre y verdadero Dios, nos enseñas con tu muerte y tu resurrección.

Amén.

100 CARUO MARÍA MARTINI

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En la eucaristía somos formados para las grandes decisiones

V^UANDO el cristiano decide dar su propia vida, ponerla al servicio de los demás, tomar la cruz, lavar los pies a los hermanos, acoger las exigencias de la vida transformada por el evangelio, acogerlas en la familia, en la sociedad, en la escuela, en el trabajo, acoger también los sufri­mientos que esto comporta, participar a veces, por la de­cisión que ha tomado, en la soledad de Cristo en su pa­sión, no lo hace por un extraño deseo de sufrir, sino por­que ha descubierto el rostro del Padre y ha comprendido que la fuente de la vida está en la voluntad del Padre, también cuando ella indica un camino de sacrificio y de entrega hasta la muerte.

Es en la eucaristía donde comprendemos todas estas cosas, donde Cristo presente las hace presentes en nues­tra vida. Es en la eucaristía donde somos formados para las grandes decisiones en la vida y en la historia, según la voluntad del Padre.

La eucaristía no es una realidad a partir de la cual nos proponemos hacer otras cosas útiles y hermosas por los hermanos. La eucaristía es, ante todo, la revelación del

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amor de Dios, de su voluntad de alianza con el hombre, hoy, ahora; esta revelación tiene lugar a través de la en­trega total de Jesús, que crea y consolida en nosotros la voluntad de desposeernos de nosotros mismos para per­tenecer plenamente al Padre.

En toda eucaristía somos invitados a preguntarnos: «¿Qué me revela el Padre de sí mismo, de su amor ilimi­tado por mí, ahora? ¿Qué me revela de mí, del hecho de que he sido creado para amar y para darme con Cristo y como Cristo? ¿Qué me revela de los demás hombres que esperan este amor y este don?».

Espíritu Santo que procedes del Padre, Espíritu de amor y de consuelo, don del Resucitado, ven en ayuda de nuestra debilidad.

No sabemos qué pedir, pero tú intercedes por nosotros con gemidos inefables.

Señor Jesús, tú que ves los más profundos secretos del corazón y conoces los deseos del Espíritu, intercede por nosotros y por toda la Iglesia, Oh Dios, Padre nuestro, sabiendo que el Espíritu intercede por nosotros según tu voluntad y tu designio,

102 CARLO MARÍA MARTINI

dirigimos confiados nuestros pensamientos a tu gloria, profundizamos en el sentido de las palabras de la Escritura y vivimos nuestros días con paz y serenidad.

Te pedimos que lleves a plenitud nuestra confianza por Cristo nuestro Señor.

Amén.

¡REMAD MAR ADENTROl 103

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Fidelidad ritual y fidelidad ética

.L/A comunidad cristiana no se presenta como una socie­dad ya constituida y configurada sobre proyectos huma­nos, sino que -al celebrar la eucaristía obedeciendo a su Señor- expresa el hecho de que está totalmente convoca­da, constituida y determinada por la pascua de su Señor, el cual se hace presente precisamente en la eucaristía.

Es preciso especificar con más precisión esta fideli­dad de la Iglesia a su Señor, ya que comporta dos dimen­siones: fidelidad ritual como obediencia al mandato de Cristo de celebrar la eucaristía según las modalidades es­tablecidas por él e interpretadas con autoridad por las normas litúrgicas de la Iglesia; y fidelidad ética, como compromiso de repetir el gesto pascual de «entregar el cuerpo y la sangre», es decir, toda la vida y la persona al servicio de la caridad.

La caridad que brota de la eucaristía, aun cuando se expresa en la vida concreta de la comunidad cristiana, va más allá de la comunidad, porque no es producida por sus recursos o medida por sus ritmos, sino que es ilimi­tada como la infinita riqueza de Cristo. Esta trascenden­cia de la caridad empuja a la comunidad a ir continua­mente más allá de sí misma, ya sea hacia el misterio de Cristo y del Padre, ya sea hacia todo hombre y toda si-

104 CARIO MARÍA MARTINI

tuación humana. La misión no es una respuesta genérica, precipitada y ansiosa a las necesidades humanas sin va­lorarlas ni considerarlas, sino el testimonio límpido del amor de Dios a todo hombre, la proclamación de Jesús muerto y resucitado, Señor y Salvador, la ejecución de aquel proyecto de entrega a la humanidad intrínseco en una vida comunitaria que se haya dejado configurar ver­daderamente por la eucaristía.

Tu Espíritu, Señor, es Espíritu de paz: haz que en la paz reconozcamos lo que somos y lo que no somos, lo que en tu amor nos llamas a ser, para que podamos sentir la alegría de llegar a ser lo que quieres que seamos.

Te damos gracias, Señor, porque no nos dejas en los tópicos, en el estancamiento banal de nuestra mediocridad, sino que nos invitas a gustar la alegría de ese «un poco más» que nos abre un horizonte nuevo.

Te damos gracias, Señor, que nos das tu Espíritu Santo y que vives y reinas por los siglos de los siglos.

Amén.

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Las actitudes espirituales exigidas por la historia

_L/A acción configuradora y unificadora de la eucaristía afecta a las tareas, los gestos y las iniciativas de la co­munidad, pero influye sobre todo en la vida espiritual, en el sentido fuerte del término, es decir, en los procedi­mientos mediante los cuales el Espíritu Santo imprime el estilo de Jesús en la vida de cada persona y en las rela­ciones interpersonales. Aquí interviene toda la trama de las relaciones psicológicas. Ahora bien, podemos afirmar -manteniéndonos en la perspectiva que nos guía- que la vida «psicológica» no debe convertirse en un polo alter­nativo, que concentre las atenciones y las preocupaciones de la comunidad, sino que debe transformarse en vida «pneumática», es decir, movida por el Espíritu Santo, ca­paz de integrar los estados y los movimientos del alma en la atracción de toda la vida personal y comunitaria hacia Cristo y el Padre.

Es importante, por consiguiente, que todo cristiano, en relación con la propia vocación personal, se pregunte qué líneas de espiritualidad debe extraer de la celebra­ción eucarística, del mismo modo que toda comunidad cristiana debe encontrar en la eucaristía la indicación de las actitudes espirituales que exigen, a su vez, las cir­cunstancias históricas en las que le toca vivir: espíritu de

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paz y de reconciliación en los momentos de tensión o de división; fortalecimiento de la oración en los periodos de distracción o de mediocridad difusa; sentido de solidari­dad en las ocasiones de dificultad o de calamidad; actitu­des de acogida, cuando alguien pide hospitalidad e inte­gración; despertar de la esperanza en los casos de duelo, de desaliento, de hundimiento espiritual.

Espíritu Santo que procedes del Padre y del Hijo, tú estás en nosotros, hablas en nosotros, oras en nosotros, obras en nosotros. Te pedimos nos enseñes a dar cabida en nosotros a tus palabras, a tu oración, a tu inteligencia para que podamos conocer el misterio de la voluntad de Dios en la historia. No te pedimos que nos des acceso a este misterio, como para poder jactarnos de nuestra ciencia y nuestra inteligencia de los tiempos, sino tan solo para obrar de una manera digna del Señor, para poder dedicarnos más plenamente al servicio del nombre y la gloria de nuestro Señor Jesucristo.

Amén.

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La resonancia política del poder de Cristo

V_^RISTO irradia, desde la cruz vivida por amor, su poder sobre el universo, un poder que se actualiza día tras día en la Iglesia mediante la eucaristía, centro de la comuni­dad y de su misión. El poder de Jesús nace de la increí­ble capacidad de servicio y de entrega con que Jesús se da y que atrae hacia sí a todos los hombres: y el hombre encuentra, en esta capacidad de entrega, la definición ín­tima de su ser, hecho para darse, hecho a imagen de Dios, que es Amor y Don.

Más allá de esta primera interpretación global del po­der universal de Cristo, podríamos preguntarnos si hay también una lectura histórica y empírica de este poder. Es decir, si es posible captar sus resonancias concretas en los acontecimientos de la existencia cotidiana visible.

Pienso que, más allá de la Iglesia, de su constitución centrada en la eucaristía, más allá de su realidad atracti­va para la humanidad, hay una resonancia ulterior que yo calificaría como política, en el nivel universal. Esta reso­nancia política del poder de Cristo podemos captarla en la extraordinaria nostalgia que invade a la humanidad, nostalgia de unidad del género humano, nostalgia de fra­ternidad universal.

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Esta nostalgia, este deseo vivísimo que en nuestros días se hace cada vez más evidente, este deseo de unidad entre los hombres, este deseo de romper las barreras y de reconciliar las fuerzas adversas, es interpretado por la Iglesia, que reconoce en él el signo de los tiempos y se pone al servicio de esta ansia de unidad.

Te damos gracias, Señor, porque nos renuevas continuamente con tu Espíritu.

Haz que nos abramos a este viento misterioso que no sabemos de dónde viene ni adonde va, es decir, que no entra en nuestros cálculos físicos, psicológicos y pedagógicos, sino que es tu fuerza en nosotros.

Haz, Señor, que comprendamos, ante esta fuerza tuya en nosotros, que hemos de dejar pasar la desesperación de nuestro pecado, de nuestra incapacidad de amar, de nuestra incapacidad de vivir la verdad.

Haz, Señor, que aceptemos la novedad de tu resurrección sobre la incorregibilidad de nuestro pecado y que, frente a la novedad de este tesoro encontrado la olvidemos, la abandonemos a tu bondad y nos veamos envueltos por tu incondicional ofrecimiento de perdón.

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Tú quieres renovarnos, Señor, y nosotros confiamos en ti para que triunfe en nosotros tu verdad.

Tú que envías el Espíritu sobre cada uno de nosotros, ahora y por siempre, en la historia, hasta el triunfo definitivo de la resurrección y de la vida por los siglos de los siglos.

Amén.

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Del amor pascual brota la esperanza

Vov a limitarme a indicar algunos modos que la euca­ristía tiene de iluminar el servicio de la caridad:

En primer lugar, la eucaristía dice que la caridad es la actitud de quienes se han dejado atraer por Jesús. An­tes de ser una obra o una iniciativa, la caridad es un cli­ma espiritual, un conjunto de actitudes, una unidad mise­ricordiosa de fines dentro de la comunidad.

En segundo lugar, la eucaristía, como memoria de la pascua, expresa la meta a la que tiende el servicio de la caridad. En la pascua, el amor de Jesús se expresó con un realismo radical: desembocó en la resurrección, pero se desarrolló dentro del marco de la valiente aceptación de la muerte, de la derrota, de la maldad humana.

El amor vence estas realidades del mal penetrando en ellas, no eludiéndolas. La caridad, que el cristiano recibe de la eucaristía, tiene estas características pascuales. Se compromete a fondo para afrontar el sufrimiento, pero sabe que la victoria última sobre el mal es el don ultra­mundano, que viene directamente del corazón del Padre, aunque, por otra parte, este don es anticipado realmente en aquellas victorias parciales sobre todo tipo de mal, que se logran en este mundo con el esfuerzo de todos.

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Aquella persona que -para poder comprometerse frente al mal- pretende ver un resultado inmediato y to­talmente satisfactorio de su propio esfuerzo, se condena a peligrosas decepciones. Aunque tienda a resultados efi­caces, hay que creer que el compromiso de la caridad va­le por sí mismo, a pesar de que las dificultades puedan permanecer.

El cristiano recibe del amor pascual, presente en la eucaristía, un mensaje de esperanza, que lo hace inque­brantable también frente a los peligros y las derrotas. El cristiano afronta las experiencias de sufrimiento y de do­lor con la intención de superarlas; pero las supera, ante todo, preguntándose cómo, dentro de estos hechos, el amor puede producir paciencia, fe, valentía, perdón.

En tercer lugar, la eucaristía dice a quién se dirige la caridad preferentemente. Se trata de las personas a las que Jesús amó más, de aquellas que tienen más necesidad de la certeza que deriva del amor pascual.

La caridad de la comunidad configurada por la euca­ristía busca a todo ser humano que sufre por cualquier motivo, a todos los enfermos, marginados, drogadictos, encarcelados, para anunciarles la presencia de Cristo; pa­ra decirles que, también en su condición, es posible hacer que germine una semilla de amor; para infundirles la se­guridad de que, si consiguen creer en el amor y vivir en el amor, han encontrado la salvación.

En cuarto lugar, la eucaristía, como ofrenda del amor de Cristo a todos, invita a la caridad a buscar las formas siempre nuevas de pobreza material y espiritual. Un mo-

112 CARIO MARÍA MARTINI

do humilde pero precioso, con el que esta «versatilidad» de la caridad se manifiesta es el reconocimiento del valor de las ofrendas durante la misa.

Las diferentes «jornadas» que se proponen durante el año para fines de caridad no deben ser vistas con resig­nación y molestia. Todo lo contrario: teniendo en cuenta las nuevas exigencias, deberían crear una costumbre de generosidad, que sabe ponerse de inmediato en movi­miento cada vez que alguna nueva necesidad urgente lla­ma a las puertas de la comunidad cristiana.

Oh Dios, que conoces nuestra fragilidad y nuestras debilidades, sé tú nuestro apoyo en las pruebas que la vida nos presenta.

Sabemos perfectamente que, sostenidos por tu ayuda, podemos derrotar al maligno.

Haz que percibamos siempre tu cercanía y tu apoyo, de modo que no nos sintamos solos o derrotados, sino dispuestos a caminar en la esperanza.

Amén.

IREMAD MAR ADENTROI 113

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La ética eucarística de la zarza ardiente

1-JL libro del Éxodo nos narra el episodio de Moisés que, mientras pastoreaba el rebaño de su suegro, lleva el ganado por el desierto hasta llegar al monte Horeb. En­tonces «el ángel del Señor se le apareció en una llamara­da entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin con­sumirse. [...] Dios lo llamó desde la zarza: "No te acer­ques. Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado". Moisés se tapó la cara temero­so de ver a Dios» (Ex 3,2-6). El Señor se dirige de nue­vo a Moisés y lo envía: «¡Ve, yo te envío al faraón!». Moisés se resiste porque tiene miedo, siente que no tiene autoridad sobre los israelitas, pero el Señor insiste: «Yo estaré contigo y esta es la señal de que yo te envío: que cuando saques al pueblo de Egipto, daréis culto a Dios en este monte» (cf. Ex 3,10-12).

En la zarza ardiente veo la imagen más bella del mis­terio de Dios: en ella está Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo; está el nacimiento virginal de Jesús; está Pentecostés y la parusía; está ante todo, en el misterio de un fuego que arde y no se consume, la cruz. Y está, por último, la eucaristía, como síntesis de todas estas reali­dades inefables.

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Pero Moisés se resiste, duda, no comprende, tiene di­ficultad para obedecer al misterio de la zarza ardiente. Esa misma dificultad la vivió, de algún modo, Jesús cuando el designio del Padre asumió para él la forma de la cruz y, por tanto, de la zarza ardiente. Tiene miedo, al igual que Moisés. En Getsemaní (cf. Me 14,32-36) expe­rimenta la dificultad de la obediencia a la zarza ardiente y es él mismo la zarza que se consume en humildad por la voluntad del Padre.

Para explicar la imagen de la zarza ardiente en un len­guaje didáctico, podemos decir que la ética eucarística desarrolla verdaderamente su contenido allí donde pro­duce el culto espiritual que Jesús expresó frente a la muerte, allí donde produce la obediencia de Cristo al Pa­dre. Con frecuencia nos defendemos de esta ética euca­rística porque tememos acercarnos a la zarza ardiente. Nuestras celebraciones eucarísticas se resienten de un fá­cil moralismo que considera la misa como una cosa más que hacer entre otras, y también se resienten de un exce­so de devoción que ve la misa como un gesto cerrado en sí mismo. Debemos, en cambio, vivir una forma de cele­brar que dé razón de la viva presencia del Señor como fuego devorador y desencadene, a partir de él, toda la car­ga ética de la comunión con él.

En otras palabras, la eucaristía nos introduce en un largo, difícil y profundo camino de crecimiento moral en la línea del don total de uno mismo.

Tu Reino, oh Dios, es meta segura del camino del hombre.

¡REMAD MAR ADENTRO! 115

Haz que estemos siempre dispuestos a acoger este anuncio de vida y de esperanza, de manera que basemos en él nuestras decisiones y nuestras esperanzas.

Guía nuestras decisiones para que sean conformes a tu Palabra y broten de un deseo verdadero de conversión.

Amén.

116 CARLO MARÍA MARTINI

35

La fuente del amor de la Iglesia a la ciudad

1 NOSOTROS recibimos la eucaristía, nos alimentamos del cuerpo y de la sangre del Señor, sentimos sellada la alianza de la humanidad con Dios y después, al igual que los apóstoles salieron del cenáculo, salimos para llevar a las calles de la ciudad el signo de la alianza, para subra­yar que la alianza no es solo un don para nosotros -que hemos de vivir en la Iglesia, en la misa dominical-, sino que es una alianza que implica a toda la creación, a toda la humanidad, a la ciudad entera, con sus oficinas, sus bancos, sus industrias, sus centros financieros, culturales, artísticos, que incluye todos sus sufrimientos y los dolo­res de la ciudad, a todos los enfermos, todas las deprava­ciones y los males de la ciudad. Todo es atraído, purifi­cado, salvado, entregado de nuevo a Dios por el sacra­mento de la eucaristía, signo de la alianza eterna.

Proclamaremos de nuevo a la ciudad que Dios no la ha abandonado, aunque esté llena de vicios, de lejanía de él, de desesperación, de soledad. Dios ama a esta ciudad, está cerca de ella y, a través de nosotros -sus apóstoles y su Iglesia, que caminamos con la eucaristía-, quiere es­tar presente en ella para consolar, apoyar, ayudar e in­fundir esperanza a muchos. Jesús se presenta como signo de esperanza, de llamada, como ofrecimiento de salva-

ÍREMAD MAR ADENTRO! 117

ción para todos; y lo hace también mediante cada uno de nosotros, mediante nuestro camino en la ciudad.

La eucaristía es el centro, el punto de apoyo del amor de la Iglesia a la ciudad, es la fuente inagotable de la que nace el amor de la Iglesia a los sufrimientos, las soleda­des, las angustias, las desesperaciones de la ciudad; el amor de la Iglesia a todos los que se sienten tal vez tran­quilos, pero no conocen su camino, su futuro, el amor de Dios.

Concédenos, Señor, comprender que en la eucaristía tú eres sal, levadura, luz, alma de nuestra vida cristiana y de la vida de nuestra ciudad.

Tú que has perdonado en tu sangre, en la sangre de tu cruz, nuestras infidelidades, perdona nuestros pecados e infúndenos tu espíritu de misericordia, comprensión y diálogo, para que podamos hacer realidad aquel signo de comunión con Dios y entre nosotros, aquella alianza entre Dios y el hombre que tú nos has comunicado en esta eucaristía.

Vence en nosotros las divisiones exasperadas, las resistencias, los rencores, los sectarismos, los racismos, tú que has entregado tu cuerpo y has vertido tu sangre por todos los hombres.

118 CARLO MARÍA MARTINI

Te pedimos por esta ciudad y por la Iglesia.

Acércanos unos a otros, atráenos hacia ti, que eres el príncipe de la paz y de la unidad.

Así seremos de verdad contigo un solo pan, un solo cuerpo, como tú, entregado por los otros, ofrecido si es necesario hasta dar la vida por todos aquellos a quienes tú amas, para entrar en comunión más profunda con la Santa Trinidad.

Amén.

¡REMAD MAR ADíNTROl 119

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En el dinamismo del amor

_L/A eucaristía es el centro, el signo del amor de Dios, de un Dios que nos ha amado tanto que nos ha dado a su Hijo unigénito, de un Dios que nos ama y continúa amán­donos a pesar de nuestras rebeliones.

En efecto, en la eucaristía se hace presente y operan­te el misterio pascual de Jesús, su muerte en cruz y su re­surrección; se hace presente el Hijo en la escucha obe­diente a la palabra del Padre, el Hijo que gasta su vida por amor a nosotros.

La eucaristía es, por tanto, el don supremo del Padre, es el acontecimiento en el que se compendia todo el de­signio de salvación de Dios para el hombre; es un gesto único y humanamente impensable, fruto del descubri­miento del amor de Jesús, que sintetiza la cruz y la resu­rrección explicitando sus consecuencias. Nos dice que ningún alma humana -por muy heroica que sea-, ningu­na ley, ningún programa humano puede salvarnos: solo Dios nos salva en Jesús.

La eucaristía es el sacramento más sublime, la cima de la vida cristiana, como enseña el concilio Vaticano II; es la cima porque anuncia la caridad perfecta de Dios al hombre en el amor de Cristo que en la cruz se da a sí mis­mo y, mediante la presencia real de Jesús, efectúa la

120 CARIO MARÍA MARTINI

transformación de la asamblea en una comunidad de ca­ridad y de amor.

La eucaristía nos llama no solo a recibir el cuerpo y la sangre de Cristo para nuestra salvación, sino también a ha­cer lo que Jesús hizo («Haced esto en memoria mía»), a dar el cuerpo y la sangre por los hermanos. Hacedlo «en memoria mía», en el sacramento y también en la vida.

Así, el fruto propio de la eucaristía es la caridad; es la presencia de la cruz que tiene como fruto la caridad, el don de la propia vida. Además de hacer presente a Jesús para ser adorado y comido, pone en el corazón de quien participa en ella el dinamismo del amor.

Así pues, la eucaristía es entendida, comprendida de verdad, no solo cuando es celebrada, sino cuando es ado­rada, recibida con las disposiciones debidas, pero sobre todo cuando se convierte en la fuente de nuestra vida per­sonal y en el modelo operativo que imprime su sello en la vida comunitaria de los creyentes.

Pero ¿qué significa en el fondo «dar el cuerpo y la sangre» a los hermanos?

Significa vivir atentamente escuchando, estando dis­ponibles, valorando los dones de los demás, perdonando, reconociendo que todo es don del Padre, no confiando en nuestras fuerzas, ni proyectando el servicio a los otros se­gún nuestro modo de ver, sino según el ejemplo de Jesús.

Al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo, aprendemos a ver el mundo como lo veía Jesús desde la cruz; a ver el mundo, la historia, la comunidad, la Iglesia y nuestros problemas habiendo comprendido algo de la infinita mi­sericordia del Padre para con la humanidad y para con cada uno de nosotros.

¡REMAD MAR ADENTRO! 121

Al ver las cosas desde la cruz, aprendemos a com­prender que toda la historia es la historia de Dios que atrae hacia sí al hombre, a todo hombre, en el abrazo de la cruz, para unirlo en la plenitud del Padre.

Entonces sentiremos la necesidad de gastarnos tam­bién nosotros para la salvación de la humanidad, la nece­sidad de hacer de la eucaristía una alabanza y acción de gracias a Dios, entregando cada día el amor del Padre a los hermanos.

Concédenos, Señor, ser signo de tu misterio pascual dando testimonio de la caridad fraterna, d el perdón, la comprensión y la acogida; haz que seamos capaces de dar, humildemente, nuestro cuerpo y nuestra sangre por esta humanidad a la que tú quieres salvar, que vivamos nuestra eucaristía en la vida de cada día.

Haz de nosotros una sola cosa contigo, como tú lo eres con el Padre, de modo que podamos ser signo de tu unidad y de la unidad de la Iglesia.

Te lo pedimos, Padre, en el Espíritu Santo, por intercesión de María, madre de Jesús y madre nuestra, reina de la eucaristía y de la caridad.

Amén.

122 CARIO MARÍA MARTÍNI

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La impaciencia propia del amor

.L/A eucaristía no es solo memoria del pasado y actuali­zación en el presente de la nueva alianza. Es también apertura a la eternidad.

En otras palabras, la eucaristía, prenda y anticipación del banquete celestial, infunde en nosotros el anhelo del cielo, nos impulsa a experimentar ya desde ahora aquella vida «escondida en Dios» que es plenitud de libertad y de bienaventuranza, y que exorciza el miedo a la muerte.

El desarrollo de esta tensión, de este anhelo, de este deseo, depende de nosotros.

Somos peregrinos en camino hacia el Padre que vie­ne a nuestro encuentro, y el compromiso de los peregri­nos es llegar a la meta, no detenerse a lo largo del cami­no distrayéndose y adormeciéndose.

No basta con la dimensión de la vigilancia en la es­pera del retorno del Señor Jesús. Es preciso que crezca en nosotros la impaciencia propia del amor, el deseo de ver finalmente el rostro del Padre, de vivir el cumplimiento definitivo de la extraordinaria invocación: «¡Padre, venga tu reino!».

Que en la eucaristía nos conceda Jesús entrar de ver­dad en su deseo de retornar al Padre, en aquel anhelo que

¡REMAD MAR ADENTRO! 123

atravesó todas sus jornadas y sus oraciones cuando esta­ba en la tierra, y seguirlo hasta el Calvario para contem­plar con María el inefable amor misericordioso del Padre.

Tú, Señor Jesús, eres pan partido y la cena eucarística es la tierra de nuestra fe reencontrada, de nuestra reencontrada esperanza, de nuestro amor comprendido de un modo nuevo.

Concédenos anunciar tu resurrección, ser también pan partido, pan encendido por tu fuego en la noche del mundo.

Haz que, fortalecidos por tu sangre derramada, podamos dar testimonio del mandamiento supremo del amor que perdona.

Y tú, María, madre de la eucaristía, enséñanos a vivir nuestros días obedeciendo al plan divino de salvación, en el servicio concreto a los hermanos, mientras esperamos pasar de este mundo al Padre, contemplar a Jesucristo, Señor de la gloria, y vivir la plenitud de la pascua sin ocaso.

Amén.

12A CARLO MARÍA MARTINI

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Hasta el día en que nos sentemos a la mesa con Dios

JZ/S justamente el misterio de la fragilidad y la gloria en la debilidad, del amor hasta el fin, lo que contemplamos en la institución de la eucaristía que tuvo lugar en la últi­ma cena.

Contemplamos la eucaristía como icono admirable de la indefensión y la condescendencia de Dios, de su amistad con el ser humano; la contemplamos en una de­bilidad que viene en ayuda incluso del pensamiento dé­bil contemporáneo, el cual se asusta siempre frente a sis­temas rígidos y acorazados, frente a la majestad del Ser. Pero en la eucaristía Dios no se ha acorazado, no se ha presentado en el esplendor de la gloria, sino que, por el contrario, como dice san Pablo, se ha vaciado, «aniqui­lado», hecho nada, para que fuéramos conquistados por su amor indefenso.

La eucaristía es, por tanto, alimento de nuestra debi­lidad; a nosotros, que somos más débiles que Jonás y Pe­dro, Dios se nos presenta bajo las especies de pan y vino precisamente para hacernos fuertes, para nutrirnos.

Lo que Jesús realiza en la eucaristía coincide con su capacidad de amar a la humanidad y de dirigir su libertad de ser humano para amarla como el Padre nos ama, para perdonarla como Dios nos perdona, para ser magnánimo

¡REMAD MAR ADENTRO! 125

y paciente como el Padre, para querer que seamos libres nosotros, sus amigos, y también sus enemigos, tal como Dios crea, quiere y deja libres a todos los hombres.

La obra del Padre, que ama a la humanidad y se en­trega totalmente a ella, es confiada al Hijo que la realiza en la carne humana llevando todo el peso sobre sí mismo.

Contemplemos al Dios del amor y de la vida, que asu­me nuestra debilidad y entra en la muerte; contemplemos al Padre que, por amor, nos entrega a su Hijo, y al Hijo que se entrega por amor a la humanidad.

En todas las eucaristías se anuncian estos misterios, se anuncia la muerte de Cristo que destruyó la maldad humana perdonándola y venciendo nuestro miedo a la muerte.

En todas las eucaristías se realiza para nosotros siem­pre y de nuevo la alianza, creando o fortaleciendo nues­tra relación de filiación y de amistad con Dios y, por tan­to, se proclama el futuro del hombre y de la humanidad, se proclama el día en el que nos sentaremos a la mesa con Dios y viviremos con él una familiaridad inmediata.

126 CARIO MARÍA MARTINI

Concédenos, oh Padre, comprender tu infinito amor por nosotros y por todos los hombres y mujeres de la tierra.

Te pedimos, Padre, por intercesión de María, que la contemplación de la pasión de Jesús sea en nosotros fuente de vida nueva, de modo que podamos introducir en la noche del mundo tu pasión de amor a toda criatura humana.

Haz, Padre, que seamos cada vez más hijos en tu único Hijo.

Amén.

¡REMAD MAR ADENTROl 127

39

Te clamos gracias, oh Padre

J—/N tus manos, Padre santo y misericordioso, ponemos nuestra vida. Tú nos la has dado. Tú la guías y la llenas con tus dones. Tú permaneces junto a nosotros, como roca sólida y amigo fiel, incluso cuando nos olvidamos de tí. Pero ahora volvemos a ti.

Queremos ponernos confiadamente en la guía segura de tus manos. Ellas nos llevan a la cruz. Dirigimos nuestra mirada a Jesús crucificado. Sentimos la necesidad de meditar y guardar silencio. Sentimos también la necesidad de hablar para darte gracias y dar a conocer a todos los hombres las maravillas de tu amor.

La cruz de Jesús es el gesto supremo de tu alianza con nosotros, pecadores. Jesús es tu Hijo, que se ha hecho hermano nuestro.

128 CARLO MARÍA MARTINI

Nosotros nos hemos separado de ti, fuente de la vida, y hemos encontrado la muerte. Pero él no se ha detenido frente al pecado y la muerte, sino que, con la fuerza del amor, ha destruido el pecado, ha redimido el dolor, ha vencido a la muerte. La cruz de Jesús nos revela que tu amor es más fuerte que todas las cosas. El don misterioso y fecundo que brota de la cruz es el Espíritu Santo, que nos une a Jesús, nos hace partícipes de su obediencia filial, y nos comunica su voluntad de atraer a todos los hombres en la alegría de una vida reconciliada y renovada por el amor.

En tu bondad para con nosotros, oh Padre, tú has querido que el don interior del Espíritu fuera acompañado de un signo vivo y eficaz de la entrega que Jesús hizo de su vida a ti y a todos los hombres. Por eso, el día antes de morir en la cruz, Jesús lavó los pies a sus discípulos y, mientras cenaba con ellos, se dio a ellos como comida, bajo los signos del pan y el vino, que su palabra omnipotente había transformado en su cuerpo y en su sangre, y les mandó que repitieran este gesto en memoria suya hasta el fin del mundo.

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Cada vez que nosotros, convocados por el Espíritu en la comunidad presidida por los sucesores de los apóstoles, iluminados por la escucha de la Palabra, animados por la fe en el Hijo de Dios muerto y resucitado por nosotros, obedecemos el mandato de Jesús y hacemos memoria de él, somos visitados realmente por la presencia del Señor y somos incorporados al misterio de su pascua. No solo podemos contemplar la cruz, sino que somos una sola cosa con Jesús crucificado. No solo podemos aspirar a una fraternidad más sincera con todos los hombres, sino que somos una sola cosa con Jesús, que es hermano de todos los hombres y que ha dado la vida por ellos.

Te damos gracias, oh Padre, por todos los dones de la vida que nos has ofrecido en tu Hijo Jesús y que se resumen en la eucaristía. Te damos gracias porque en la eucaristía tú mismo nos ofreces el modo de darte gracias como es debido, en tu Hijo Jesús.

Ayúdanos a vivir siempre en acción de gracias. Haz que celebremos la eucaristía con un corazón puro, con ánimo bien dispuesto, en obediencia a cuanto Jesús nos ha mandado y la Iglesia nos enseña.

130 CARLO MARÍA MARTÍN!

Haz que la eucaristía sea el centro, el modelo, la fuerza que configure toda nuestra vida.

Suscita siempre en la Iglesia ministros que presidan con humildad y verdad la celebración eucarística, y sirvan en la caridad a todos los hermanos.

Haz que todos los creyentes, todas las familias, todos los grupos, todas las comunidades, según la vocación y la misión recibida de ti, encuentren en la eucaristía la regla, el modelo y el alimento de la vida cristiana de cada día.

Haz que la eucaristía ejerza una fascinación secreta e irresistible sobre el hombre de hoy, también sobre quien está distraído, disipado, cerrado en el egoísmo, triturado por la desesperación.

Que la eucaristía, con el lenguaje del rito celebrado con fe y el lenguaje de la vida renovada por la caridad, diga a todos que no solo de pan vive el hombre; que nuestra vida aspira a ir más allá de sí misma, hacia la misteriosa llamada de tu amor; que lo que de verdad cuenta no es poseer, dominar sobre los otros, sino obedecer a tus designios, agradecer tus dones, soportar con generosidad el dolor, acercarse gratuitamente a todos los hermanos, y esperar en la vida que tú nos das más allá de la muerte.

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Especialmente en el día del Señor, que todos los creyentes y todas las comunidades aprecien el don inestimable de la eucaristía; que lo acojan como secreta energía de toda la vida; que lo lleven a los enfermos; que lo transformen en obras de caridad, en encuentros de amistad, en momentos de descanso y de alegría; que lo propongan al mundo de hoy como mensaje de esperanza y de reconciliación.

Haz, Padre, que tu Iglesia, reunida el domingo en torno a la mesa eucarística, ofrezca la imagen de una familia unida en el amor, abierta a todos, atenta a los más necesitados, capaz de indicar a todos los hombres el camino que, a través de la vicisitudes de esta vida, conduce a tu casa, donde viviremos para siempre contigo en la gloria.

Amén.

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Fuentes

- Las meditaciones reunidas en este libro están toma­das en gran parte de cartas pastorales, homilías, do­cumentos, discursos e intervenciones publicados en la Rivista Diocesana Milanese.

- Las oraciones se toman de esa misma fuente o de la serie de volúmenes sobre los Ejercicios ignacianos a la luz de los cuatro evangelios, publicados por AdP [Apostolato della Preghiera].

- Sirvan estas líneas como expresión de agradecimien­to a las editoriales -en particular ITL, In Dialogo y Edizioni AdP- por haber autorizado amablemente la reproducción de los textos.

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