Marta Vidal Larios, execpcional hija y fervorosa madre
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MARTA VIDAL LARIOS, EXCEPCIONAL
HIJA Y FERVOROSA MADRE
Joaquín Rivera Larios
n hijo sin los padres es un ser
a la deriva, son los
progenitores los que con su
provisión espiritual y material le dan
dirección y contenido a nuestra
existencia. En una sociedad
típicamente patriarcal el padre inyecta
estilo, visión, temple a sus vástagos y
la madre los cobija con su abundante
amor y ternura. Pero en el caso de mi
progenitora, su indoblegable espíritu
también nos infundió temple y
aplomo.
Mi madre según se certificado de
nacimiento es ladina, nació el 2 de
julio de 1928, en el entrañable cantón
La Cañada, del municipio de
Yucuaiquin, cuya etimología significa
“pueblo de fuego”, pintoresco
poblado enclavado en el oriental
departamento de La Unión. Soñó
intensamente con ser maestra, pero
para ello era preciso ir a cursar quinto
y sexto grado a San Alejo, porque en
su terruño cuarto grado era el máximo
escalón académico. Junto con
Enriqueta Fuentes, quien después
llegaría a ser Alcaldesa y en 1989
estuvo a punto de ser diputada, se
disputaban los primeros lugares.
Arribo a San Salvador
Mi progenitora arribó a San Salvador
por primera vez en marzo de 1946,
cuando frisaba los 17 años, luego de
un viaje en tren desde San Miguel que
demoró seis horas: salió a las ocho de
la mañana y llegó a las dos de la tarde.
U
Su sueño era habitar y trabajar en la
gran urbe, aunque tuviera que sufrir
el dolor del desarraigo familiar.
Recaló en la casa del tío Prudencio
Bonilla, quien trabajaba como
guardaespalda del entonces Presidente
de la República, General Salvador
Castaneda Castro y vivía sobre la
Octava Avenida Sur, a inmediaciones
del Castillo de la Policía.
A los tres meses de residir en San
Salvador, tuvo la agradable sorpresa
de encontrarse en la esquina del Hotel
Astoria, en las inmediaciones del
Palacio Nacional, con su entrañable
primo Lázaro Bonilla, un caballero
elegante, bonachón, de hablar
pausado, muy respetuoso y afable en
el trato, que gozaba de enorme respeto
y estima en la familia.
Gracias al tío Prudencio Bonilla,
contactó al médico de cabecera del
Presidente Castaneda Castro, doctor
Humberto Lovo, quien la recomendó
para trabajar en el Asilo de Ancianos
Sara Zaldivar, como asistente de
enfermería. Dada la vinculación del
tío con la más alta magistratura de la
nación, conoció Casa Presidencial en
el Barrio San Jacinto y vió a una hija
del presidente Castaneda que pasaba
hablando largas horas por teléfono. Se
decía de ella que había perdido el
sano juicio.
Agraciada presencia
Cuando era un niño escuchaba
recurrentemente que mi madre junto a
Lucía Larios, una prima que le llevaba
diez años, recientemente fallecida,
eran las más atractivas hijas que había
visto nacer aquel pueblo de fuego.
Dada su tez blanca, agraciada
presencia y su estatura arriba del
promedio de sus congéneres
salvadoreñas, mi padre le decía en
tono burlón que provenía de una
vertiente indígena que se había
mezclado su sangre con la española
sin oponer resistencia, de allí su
atractiva estampa.
Ciertamente, mi madre no solo
alardeaba su agraciada presencia, sino
también su desenvoltura social.
Siendo un niño que cursaba quinto
grado, el aula estaba acéfala, en espera
del nuevo docente, cuando mis
compañeros y compañeras la vieron
aproximarse al salón de clases, de
inmediato murmuraron “allí viene la
nueva señorita”.
Fervorosa hija
Tengo presente las solicitas atenciones
que mi madre prodigo a la abuela
Marcelina (1907-1986), a quien asistió
material y anímicamente. En el último
lustro de la septuagenaria, mi
progenitora la visitaba todos los días,
llevándole comida y suculentos jugos.
Era un ritual visitarla en su pequeña
habitación, rodeada de un gran patio
con frondosos árboles, a
inmediaciones de la Iglesia El
Convento en Mejicanos.
Los últimos instantes de la Abuela
Marcelina en el hospital eran
rememorados con melancolía por mi
madre en sus conversaciones
cotidianas. Describía el gesto, la
actitud de la abuela y su fortaleza
física en sus últimos días. Repetía las
últimas palabras que había
intercambiado con ella. Y el tremendo
impacto que se llevó cuando llego a
verla y vio su cama vacía. Su corazón
dio un vuelco cuando la refirieron a la
morgue, ya que abrazaba la fe que la
abuelita se recuperaría.
Desenvoltura social
Su capacidad de convocatoria de
familiares y amigos era admirable.
Cuando un pariente fallecía y la
noticia llegaba a sus oídos
inmediatamente convocaba vía
telefónica a la familia ampliada. En
febrero de 1991, falleció su primo
Lázaro Bonila, mientras mi madre
residía en Estados Unidos. Cuando el
tío Jacinto Larios, fue a la vela, detectó
que un sin número de parientes
brillaban por su ausencia y de
inmediato reparó que de haber estado
mi madre en el país, el recinto de
velación y el sepelio se hubiesen
abarrotado.
Siendo un niño, tomado de su mano,
recorrí los juzgados y los registros y
veía su lucidez para discernir trámites
legales y para activar los
procedimientos. Percibí de primera
mano la claridad expositiva, con que
se dirigía a los operadores jurídicos de
las oficinas, a efecto de desembarazar
trámites estancados. A mediados de
los noventa y a principios del nuevo
milenio, su ayuda fue invaluable
como activa asistente de mi despacho
jurídico. Sus explicaciones y
orientaciones a los clientes, eran
certeras y bien sustentadas.
Recuerdo sus providenciales
asistencias a las escuelas de padres y a
las entregas de notas, interceder por
sus hijos e hijas frente a sus maestros
y maestras, a fin de mejorar nuestra
conducta y desempeño en las aulas.
Eventualmente nos ayudaba en la
elaboración de tareas.
La inteligencia práctica y desenvoltura
social de mi madre le permitió ser un
baluarte y soporte en los negocios de
mi padre, visitando clientes, haciendo
cobranzas, llevando muebles,
haciendo diferentes pagos (impuestos,
servicios, planillas del Seguro Social),
asistiendo a licitaciones. Además,
administraba el archivo de la empresa
Una mujer que se oponía a un “no”
como respuesta definitiva, cuando
promovía una justa causa, aunque la
negativa emanase de una alta
autoridad. En 1974 una de mis
hermanas sufrió un grave percance de
tránsito, el diagnóstico que daban los
médicos salvadoreños era
desalentador, era urgente brindarle
una asistencia de vanguardia en
Estados Unidos, pues el sistema
hospitalario del país carecía de la
tecnología para dispensarle el
tratamiento que demandaba.
Para activar la asistencia humanitaria
de un hospital estadounidense, se
requería una carta en la que el
personal médico asintiera que el país
carecía de la tecnología, para
restablecer la salud de la paciente.
Como era natural, mi madre obtuvo
un rotundo “no” por respuesta, los
galenos se rehusaban a confesar sus
deficiencias y carencias. Pero tuvo la
entereza de emplazarlos firmemente y
trocar así el inexorable “no” en un
“sí”.
Allá por 1993 a un familiar cercano le
exigieron para hacer cursos de
posgrado en Norteamérica, una carta
del Ministro de Salud, en la que se
comprometía a conferirle una
oportunidad de empleo, una vez
concluyera su especialización. El alto
funcionario manifestó de manera
tajante que tal ofrecimiento excedía su
esfera de competencia. Mi madre
visitó cuando veces fue preciso
aquella cartera de Estado, hasta que
persuadió al Ministro a que firmara la
misiva en los términos requeridos.
Espíritu hospitalario
Fue un bastión que brindó
hospitalidad a muchos familiares que
arribaban a San Salvador en viajes de
placer o de trabajo, tiene una memoria
proverbial, desde tiempos remotos
guarda un registro de las defunciones
de parientes y amigos, que actualiza
frecuentemente, lleva un expediente
personal de cada uno de sus seis hijos
con recortes de periódicos, certificados
y carne escolares, constancias de notas,
etc.
Está dotada de una capacidad
prodigiosa para empoderarse de
conocimientos diversos, un sentido
especial del ahorro y la planificación
de gastos, y una desenvoltura social
que la vuelve un centro de confluencia
familiar y una narradora verbal de anécdotas invaluables.