Maravillas de la Creación

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A medida que el mundo avanza y nos sorprende con nuevos y sensacionalesdescubrimientos, se comprende más claramente que son inagotables los tesoros de lacreación. La materia no se destruye; la materia se transforma, se despliega en un haz infinitode inventos y novedades. Y el hombre, ante este espectáculo moderno de poderío y grandeza,se siente sobrecogido de sorpresa y espanto, mientras se formula en silencio, o en alta voz, lavieja pregunta que constituye la clave misma de la vida humana: ¿Qué poder, qué fuerzaalienta en el fondo de este universo que nos rodea y tan profundamente se multiplica?

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MARAVILLAS DE LA CREACIÓN - ( - 1 -

DELEGACIÓN NACIONAL DEL FRENTE DE JUVENTUDES

JEFATURA CENTRAL DE TRABAJO

MARAVILLAS DE LA CREACIÓN

(Reproducción de un folleto de la Escuela Sindical de Mandos, con su autorización)

MADRID, 1956

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LOS MISTERIOS DE LAS PLANTAS

A medida que el mundo avanza y nos sorprende con nuevos y sensacionales descubrimientos, se comprende más claramente que son inagotables los tesoros de la creación. La materia no se destruye; la materia se transforma, se despliega en un haz infinito de inventos y novedades. Y el hombre, ante este espectáculo moderno de poderío y grandeza, se siente sobrecogido de sorpresa y espanto, mientras se formula en silencio, o en alta voz, la vieja pregunta que constituye la clave misma de la vida humana: ¿Qué poder, qué fuerza alienta en el fondo de este universo que nos rodea y tan profundamente se multiplica?

La ciencia había llegado a imaginarse que cuanto a nuestro alrededor ocurre no son ni más ni menos que fenómenos producidos por fuerzas físico-químicas y que todo se agota y termina en la naturaleza, fuera de la cual nada hay y nada existe. Pero hay que reconocer que han pasado los tiempos en que la ciencia se sentía capaz de explicarlo todo por un juego caprichoso de las fuerzas materiales. Hoy, en medio de sus impresionantes conquistas, los sabios están de vuelta del materialismo y entienden que los misterios de la vida son inexplicables, sin admitir la existencia de un poder sobrenatural que todo lo penetra y dirige... Y el hombre y el mundo no pueden ser misterios sin explicación, si no queremos hacer de ellos algo ciego, caótico, llamado fatalmente a destruirse.

El materialismo fué una doctrina que estuvo de moda hace más de cincuenta años, y según va desapareciendo parece como si se hiciera más profunda la crisis de la humanidad. El mundo actual da la impresión de que algo se desgarra en su entraña. La ciencia —repetimos—, según avanza, va produciendo un progreso en lo alto del cual brilla la luz inmortal del espíritu. Pero el materialismo se resiste a morir, atrincherado en sus últimas posiciones; la filosofía materialista y la interpretación económica de la historia, que han desterrado de la tierra el reinado del espíritu. Y en el choque de estas dos fuerzas —materialismo y espiritualidad— está el secreto de la gran crisis mundial de nuestro tiempo.

Pero ni siquiera es preciso recurrir al testimonio solemne de la ciencia. Basta un simple paseo por el campo, un recorrido a través de algunas maravillas de la creación, para convencernos de que la Inteligencia y el Poder de Dios están en todas partes y son como la raíz secreta e inextinguible de cuanto existe y ocurre, dentro y fuera fiel hombre.

* * *

Tú, acaso, eres hombre de la ciudad, del asfalto, pero aun así habrás tenido ocasión de detenerte de vez en cuando ante el mundo de las plantas: unos árboles callejeros, unas macetas en flor, unos jardines públicos, que con sus colores matizan y alegran el contorno árido y frío, hecho de piedra, ladrillo y cemento de la cuidad.

O acaso eres hombre del campo, donde habrás visto cómo se multiplican infinitamente el mundo de los vegetales y cómo en la colina, en el prado verde o en la seca llanura, millonee y millones de seres minúsculos o gigantescos se ofrecen continuamente a la contemplación de los ojos.

Pero a buen seguro, que ni uno ni otro, hombre del campo o de la ciudad, os habéis parado un momento a meditar en el enorme misterio que en las plantas se encierran. Porque ¿quién es capaz de romper esa gran ceguera que es la rutina de mirar y no saber ver, de pasar ante lo prodigioso sin aprovechar las enseñanzas?...

Venid, pues, conmigo. Vamos a detenernos unos momentos en la contemplación del sublime espectáculo de la naturaleza. Muchas maravillas se esconden en los seres vegetales que la pueblan: unos seres sin ojos, sin cerebro, sin sistema nervioso, sin movimientos propios, sin miembros con que llevarlos a cabo.

He aquí los grandes misterios guardados en la silenciosa vida de las plantas. Misterios que nos descubren un mundo nuevo e insospechado.

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Supongamos que ante nosotros se alza el árbol corpulento de una avenida urbana o el modesto y vulgar arbusto de zarzamoras en la humilde calleja tíe la aldea. Ambos son seres vegetales, sujetos al suelo por sus raíces, sin posibilidad de trasladarse y buscar en otro sitio su alimento. La planta, además, como todo ser vivo, se reproduce y cada especie vegetal tiende a propagarse y mantenerse sobre la tierra, como si aspirase a la inmortalidad; para ello produce simientes capaces de germinar y reproducir el árbol, el arbusto o la diminuta hierba de que proceden.

Y he aquí un gran problema: como la planta no puede moverse, si sus semillas cayeran sobre el mismo terreno del que ella vive, bien pronto madre e hijos agotarían las substancias alimenticias y morirían de hambre. ¿Cómo pueden resolver este problema las plantas, seres sin movimiento, sin sentido, sin cerebro? ¿Cómo, estando fijadas al suelo, pueden dispersar sus semillas lo suficiente hasta nuevos lugares, donde encuentren espacio y alimento? Convengamos en que, para un ser que ni piensa, ni discurre, ni tiene brazos ni piernas, debe ser ésta una empresa de todo punto imposible. Y sin embar...

Y sin embargo, vamos a pasar revista a varios ejemplos que nos demostrarán cuan sabio e ingenioso aparece y cuan diferentes procedimientos han inventado para la propagación de las plantas el maravilloso Espíritu que desde el principio de la creación está sobre todas las cosas pequeñas y grandes del universo.

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LA SEMILLA DEL MUÉRDAGO

El muérdago es esa planta siempre verde, de tallos nudosos y armados de pequeñas púas, de hojas carnosas, de flores amarillas en forma de arbusto o mata que crece como injertado en las ramas y troncos de ciertos árboles. En Andalucía lo llaman marojo y de él se extrae la sustancia con que se hace la liga para cazar pájaros.

Pues bien; ¿sabéis cómo se las arregla el muérdago para trasladarse hasta las ramas de determinados árboles, único medio donde puede desarrollarse y vivir? Escuchad. Os parecerá como un cuento increíble...

Si la semilla del muérdago cae al suelo, está perdida para siempre y no vuelve más a la vida No basta, sin embargo, que la semilla vaya a parar a una rama cualquiera, es necesario que quede adherida a ella, para que tenga tiempo de germinar e introducir su raíz, en forma de punzón, en la madera del árbol, del que el muérdago se alimenta, chupando de él agua y sales nutritivas.

Y parece como si el muérdago supiera todo esto y se resistiera a morir. Por eso, ha elegido el mejor y más apropiado medio para su propagación. Voy a descubriros en qué consiste.

El fruto del muérdago está envuelto en una materia pegajosa, gomosa, y es como una tentación de golosina para el pájaro llamado tordo o charla. Cuando éste se acerca a comerlo, se le pegan al pico las duras y pequeñas semillas. Y puede ser que algunas vayan a parar al ramaje de los árboles con los restos no digeridos del alimento del pájaro. Pero lo más frecuente es que queden depositados en las ramas cuando el tordo levanta el vuelo y va a limpiarse en ellas el sucio y pegajoso pico.

Así, mediante el apetito y el vuelo de los pájaros, es como el muérdago se propaga. ¿Cabe nada más natural y extraordinario al mismo tiempo?

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LAS SEMILLAS CON GARFIOS

Pero dejemos el caso del muérdago y sigamos nuestro recorrido por el campo. Veremos cómo las maravillas se multiplican una tras otras.

Es muy posible que alguna vez, yendo por el monte, hayáis tenido que despegar de vuestras ropas pequeños abrojos de los vulgarmente llamados arrancamoños, que se adhieren tenazmente a ellas. Pues bien; ¿sabéis lo que son? Son semillas de plantas que, al no poderse mover están provistas de un sistema de garfios, por medio de los cuales se enganchan a la ropa del hombre o a la piel de los animales que pasan. Así viajan gratuitamente y se alejan de la planta madre, junto a la cual no podrían medrar ni desarrollarse. Tal es un sencillo y práctico procedimiento de propagación, que sabe contar con la movilidad de otros seres, a los que el vegetal no puede ver y cuya existencia ni siquiera conoce, y que emplean otros muchos vegetales, como las zanahorias, barderas, lampazos y cardillos.

Pero aún es más perfecto y maravilloso este sistema de propagación en la alfalfa silvestre de flor amarilla. Esta guarda su simiente en una especie de espirales de tres o cuatro revoluciones. ¿Sabéis para qué son estas espirales? Para que las semillas, al soltarse de la planta, desciendan más lentamente en el aire y aumenten las probabilidades de que el viento las aleje del lugar de origen. Además, en los bordes de cada espiral van unas púas. ¿Para qué? Para que la semilla se enganche en la lana o pelo de los animales, o en la ropa del paseante, los cuales la llevan lejos de la planta madre. Singular y doble invento de propagación: uno que le sirve a la semilla para aprovecharse del viento, otro para aprovecharse de la movilidad de los animales y del hombre y ambos para asegurarse el mismo objeto de esparcirse todo lo posible. ¿Verdad que es como si estas plantas tuvieran ingenio?

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LAS SEMILLAS VOLADORAS

Miles y quizás millones de años antes de que el hombre intentara volar, las semillas del pino, del fresno, del olmo, del abedul y del arce, practicaban ya —y siguen practicando— la teoría del vuelo a vela con planeadores; y las del diente de león o achicoria amarga, de la lechuga, del plátano y del cardo, con una especie de paracaídas o más bien hélices de autogiro verdaderamente admirable en su perfección.

Todos, sin duda, conocéis esos bonitos juguetes de la naturaleza, que son los vilanos o flores del cardo. Los habréis viste volar a impulso del viento hasta por las calles de nuestras ciudades. De niños, a todos nos deleitaba soplar sobre ellos y contemplar cómo se elevaban en el aire, balanceándose seguros gracias al peso del fruto que cuelga de ellos. Sobre este fruto se abre la radiante corona, como un paracaídas de gasa sutil, cuyos radios están unidos por una finísima pelusa. Tan vaporosos y delicados son estos juguetes, que basta una gota de agua para destruir todo su gracioso conjunto. Por eso, estos pequeños frutos voladores, como tantos otros de sus compañeros, huyen en lo posible de la lluvia; cuando hace mal tiempo, no vuelan.

La planta, por su parte, tiene buen cuidado de que un soplo de viento mal intencionado no destroce de un golpe el pena-chito entero de estos frutos, para lo cual lo rodea de grandes hojas envolventes, que en los días calurosos y secos se revuelven hacia abajo, y en los días de mal tiempo se repliegan apretadamente en torno a la pequeña obra de arte, protegiéndola.

Únicamente, cuando el sol de mediodía hace sentir sus ardores, se revuelven de nuevo las hojas protectoras y los pequeños paracaídas portadores de la semilla se despiden de su madre. Cuando el último de los hijos se ha alejado de ella, volando, la humedad de la noche vuelve a cerrar por último la envoltura de las hojas protectoras. Entonces, el cardo empieza a sentir que ha llegado el fin de sus días. Pero sus semillas vuelan ya por las alturas perdidas por el cielo azul —se las ha encontrado en las altas cumbres de las montañas—. trasponiendo arroyos y grandes ríos, remontándose por encima de las torres y casas de las ciudades, como si no encontraran nunca la hora de volver a la madre tierra.

Pero esta hora les llega siempre. Al cabo de cierto tiempo, el vilano suelta la semilla y, como un globo descargado de su lastre, vuelve a remontarse para caer definitivamente al suelo. Y es entonces cuando se descubre que estaba equilibrado y calculado únicamente para sostener y transportar el grano o semilla. Esta, al fin, descansa en cualquier sitio, sobre la tierra, y espera pacientemente el día de su resurrección.

Sí, las semillas aprendieron a volar antes que el hombre.

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LA SEMILLA DEL ESPOLÍN

He aquí otro ejemplo, otro más, de la asombrosa ordenación que preside la marcha de la naturaleza. ¿No habéis oído hablar de la semilla llamada «tornillo del espolín»? Lo que ocurre con ella supera en mucho a cuanto hemos dicho sobre el vilano del cardo. Veréis...

El espolín es una planta de la familia de las gramináceas, como el trigo, como el centeno. Su tallo es una caña, parecida a la del esparto. En España florece en la mitad meridional y levantina de la Península. Y en Hungría constituye como un símbolo del pueblo, que la lleva prendida en el sombrero, a guisa de adorno, con el nombre de «cabello de la huerfanita».

Este fijo cabello de la huerfanita, reluciente como seda pajiza, le cuenta al naturalista la rara historia de cómo una planta inventó el tornillo. El fruto del espolín es un pequeño grano velloso rematado en una larga arista. En su parte inferior está retorcido como un sacacorchos, pero por arriba está provisto de innumerables pelillos. Así vuela al más leve soplo del aire, con la misma facilidad con que la brisa eleva la finísima telaraña.

Cuando este granillo cae al suelo, la punta de la semilla se introduce un poquito en la tierra, sólo un poquito, casi una insignificancia. Pero los pelillos del gallardete ayudan a que no se pierda la ventaja. La larga cola ondea al viento, y cuantas veces es agitada por él, gira por símisma y hace que el fruto gire también insensiblemente y que a cada giro la semilla vaya atornillándose cada vez más profundamente en el suelo.

Ocurre incluso, no en raras ocasiones, que de esta manera estas semillas puntiagudas logran introducirse en la piel de un carnero y llegan a penetrar hasta en las entrañas. Y hay otro graminácea, la avena loca, que de este modo puede perforar con su arista incluso a otras semillas.

¿No os parece algo muy curioso?

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LOS FRUTOS QUE SE HACEN COMER

Pero dejémonos de curiosidades y vamos a algo más corriente y más práctico. He aquí, acaso sobre tu mesa, a la hora de comer, la pera, la manzana, la zarzamora, la cereza, la fresa, etcétera.

Son frutos que todos comemos y que les gustan también a las aves. Si están maduras, agrada en efecto comer su carne dulce, aromática, llena de jugo. En cambio, ni al hombre ni al pájaro les atraen cuando están verdes, por su sabor agrio, lo que las protege de la voracidad de los animales y los pájaros, durante su crecimiento. Pero ocurre que el buen sabor dulce, el aroma y todas las «propiedades atractivas» no se desarrollan en ellas hasta que ha llegado el momento oportuno, es decir, cuando las semillas encerradas dentro del fruto están ya maduras y en condiciones de germinar. Y ocurre también que la carne del fruto que rodea a la semilla —esa pepita o hueso que están en su interior— no sirve en absoluto para favorecer la germinación de ésta, pues lo primero que necesitaría sería salir fuera de esa espesa envoltura carnosa. Por eso se hace comer.

La cosa es tan admirable como sencilla. Estas frutas son un nuevo invento que responde al mismo fin de alejar la semilla y desparramarla. Aquí, la semilla no tiene alas para ser trasladada por el viento ni garfios para agarrarse al ganado que la transporte de un lugar a otro. Pero se ha rodeado de una carne jugosa y aromática que incita a las aves, a los animales y al hombre a comerla, y así consigue ser trasladada y depositada lejos del árbol o arbusto del que procede.

El invento está cuidado en todos sus detalles. La verdadera semilla —la pepita o hueso— es dura y no puede ser digerida, es mas: parece que los jugos digestivos, sin dañarla, la ponen más a punto para la germinación. De este modo, el ave o el mamífero la expulsa con sus excrementos, que además le sirven de abono para germinar en cualquier parte. Esto es, por ejemplo, lo que realmente ocurre cuando los pájaros o el hombre comen moras. Mirad con qué maravillosa precisión está todo calculado.

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LOS FRUTOS EXPLOSIVOS

Acaso no lo habíais oído nunca. Pero el hecho es que hay frutos explosivos, explosivos de verdad, como si en este osro y primario mundo de las plantas se desarrollase una guerra sorda e invisible. ¿No será que la vida toda, para perpetuarse, necesita estar sometida a una lucha continua e implacable?

Existen, en efecto, muchas plantas que, para impedir que la semilla se desarrolle arrimada a la planta madre, en lucha con ella, cuentan con otro procedimiento distinto de todos los anteriores. No emplean el sistema aeronáutico ni el de las púas y garfios ni el del fruto comestible, sino el de la artillería y la granada, mediante el cual lanzan ellas mismas sus semillas lo más lejos posible. Así se propagan los helechos, el hongo hondero y el pepinillo del diablo, abundante en nuestras costas del Mediterráneo. Oíd cómo se las ingenian para ello.

El pepinillo del diablo produce un fruto del tamaño de un huevo de gallina, aunque algo más largo, que, al llegar a la madurez, en cuanto se le toca, se desprende repentinamente de la planta por una contracción violentísima, y a través de la abertura que le produce el ^desprendimiento, arroja un chorro de semillas con tal fuerza, que llegan a más de cuatro metros de distancia. Igual hace el mutago, que estalla con asombrosa fuerza, sin que hasta ahora se sepa por qué.. Lo mismo pasa con el esparto, el geráneo de nuestra tierra y otras muchas plantas. Y en América existe el árbol llamado ( salvadera, que lleva las semillas dentro de una cápsula, la/ cual al estallar consigue lanzarlas a más de catorce metros d^! distancia.

Este sistema de lanzamiento por explosión es un invento inteligente en todos sus pormenores. Lo demuestra el hecho de que todos los frutos que lanzan al aire sus semillas las han colocado ya desde el principio en tal posición, dentro de lá cápsula que las contiene, que atraviesan el aire de canto y no de plano, para que así lleguen más lejos.

¿Quién sería capaz de mejorar este invento?

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LA LINARIA

Pero no todo acaba aquí. Existen infinidad de ejemplos, conocidos unos, apenas observados otros. Así, el de la linaria.

La linaria es una planta de abundante follaje, flores color lila, de hojas parecidas a las del lino, usada principalmente en ungüento y empleada también en medicina como depurativo y purgante, que crece entre los escarpes de las rocas y en los muros. Se arrastra y trepa a lo largo de las grietas de los peñascos. Pero sus flores, parecidas a la hierba becerra o boca de dragón, se separan de ellos cuanto pueden. En cambio, cuando sus cápsulas, llenas de semilla, están maduras, la linaria se comporta de modo distinto. Entonces el mismo tallo, que antes crecía hacia la luz, vuelve la espalda al sol y se repliega en dirección a la oscura grieta; una vez allí dentro, se encorva y deposita suavemente la cápsula madura en la tierra húmeda y oscura. Para ello, la cápsula se abre y las semillas caen sobre el graso y negro mantillo que generalmente recubre y rellena las grietas de las rocas. Y es que si la planta no procediera así, sus semillas irían a parar al arroyo, o al bosque que se extiende por debajo del macizo rocoso, o al polvoriento camino que bordea el muro. Y casi siempre moriría sin tener la suerte de encontrar un sitio a propósito para germinar.

Este es el medio que la linaria utiliza para propagarse. No lanza sus semillas lejos, como los frutos explosivos. Ni se aprovecha de los pájaros para ser transportada, como los frutos que se hacen comer. Ni produce semillas armadas de garfios y púas para agarrarse al ganado que pasa, como lofc arrancamoños. Ni sus semillas tienen alas para que el viento las lleve por encima 'de campos y montañas, como las del pino y las del fresno y las del álamo y las del cardo. Ni se atornillan al suelo, como el espolín. El ingenio de esta planta es distinto, pero igualmente original: sabe sembrar sus simientes precisamente en la grieta donde existe tierra negra, sin la cual no podría germinar y desarrollarse.

Y éstos son sólo algunos casos. Porque se puede decir que cada ser vivo, planta o animal, si se le estudia bien, ofrece un nuevo y maravilloso ejemplo. ¿Quién le dijo al pino, sin ojos, que, puesto que sus semillas tienen alas, debía hacerlas crecer, como lo hace, sólo en la copa misma, para que el viento las desprenda y arrastre más fácilmente? ¿Y quién le dijo a la amapola que, cuando ya está maduro el fruto, debe inclinarse como en una reverencia hacia el suelo, para que las pequeñísimas semillas contenidas en la cápsula negra y redonda, sólo abierta por arriba, sean esparcidas y regadas al balan-searse al soplo del viento?

¿No te asombra todo esto?

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DIOS EN TODAS PARTES

Hemos llegado al final de nuestro recorrido. Hemos visto cómo la naturaleza se derrama en un haz de inmensas maravillas. Y esto, dentro del elemental y primario mundo de las plantas, sin elevarnos a los misterios que rodean la vida de los animales, del hombre y de las constelaciones estelares que pueblan el espacio. La curiosidad nos lleva de la mano a hacer la pregunta que a lo largo de este paseo por el campo se venía escapando de los labios: y todo esto ¿por qué? ¿Cómo se explican todos esos maravillosos inventos de las plantas? Pensad, pensad un poco conmigo, tú, hombre del campo, y tú, hombre de la ciudad.

No podemos creer que el muérdago haya descubierto el modo de propagarse, agarrándose a las ramas de determinados árboles, por pura casualidad, después de haber ensayado otros procedimientos. Tampoco podemos imaginar que produjese primero bayas como las del sauce, luego nueces como las avellanas, frutos voladores como el cardo, el álamo, el pino. No. Cuando se dio el primer muérdago en el primer otoño de la tierra, esta planta supo ya producir el fruto pegajoso; de otro modo, el muérdago se hubiera extinguido hace ya siglos.

¿Y no es casi increíble que ciertas plantas puedan ejecutar planeadores y autogiros, como el arce y el cardo? ¿Qué otras se sirven de púas y garfios para su transporte y propagación, como la alfalfa, que ni conoce ni ve siquiera al ganado que traslada sus semillas de un lugar o otro? ¿Qué el espolín haya inventado el sistema de tornillo, antes que el hombre, para perpetuarse? ¿Qué ciertos frutos se hagan comer precisamente para esparcir así su simiente? ¿Que otros se sirvan para el mismo fin del sistema explosivo de la artillería y de la granada? ¿Que la linaria se la ingenie tan hábilmente para reproducirse y sobrevivir? Sí, todo ello obliga a pensar...

El ejemplo del muérdago revela que todo en él está preparado con un fin inteligente que conduce a la propagación de las semillas. Para ello se contó con los pájaros y sus costumbres, con que éstos se verían obligados a limpiarse el pico en las ramas de los árboles, con que sería necesaria una especie de goma para que las semillas quedasen adheridas a ellas. Pero sabemos que las plantas no tienen ojos para ver, ni cerebro para discurrir, ni sistema nervioso, ni manos, ni miembros; que carecen de inteligencia y no pueden pensar. Y, sin embargo, practican no uno, sino numerosos procedimientos admirablemente pensados para propagarse y asegurar el crecimiento y desarrollo de sus hijos. ¿Qué fuerza extraña es la que hace posibles todas estas maravillas? No puede ser la planta la que prepara y dispone los factores imprescindibles para su multiplicación. Tampoco pueden ser los animales ni el hombre. ¿Será lo que en el argot de las viejas teorías científicas desacreditadas se llama la «sabiduría de la naturaleza», expresión que no explica nada y deja sin resolver lo misterioso?

No, después de muchos rodeos, la ciencia ha comprendido que sólo hay una explicación posible. Hay alguien que piensa y razona para lograr estos admirables inventos. Es una fuerza espiritual que no depende de la materia y que está en un plano superior a todas las plantas, animales y hombres. Una inteligencia invisible y superior que domina la naturaleza y todo el universo y está presente en todas partes, cuidando del orden y desarrollo de todos los seres, lo mismo los astros inmensos que las plantas más minúsculas. Un inventor e ingeniero supremo que ha descubierto, para todos, los mecanismos más sabios.

Y ¿verdad que, al llegar a esta conclusión, única clave que explica las maravillas de la naturaleza, se ha hecho en vuestra mente una luz y tú también, hombre de la ciudad, hombre del campo, hombre en suma, empiezas a rendirte, como la ciencia, ante la presencia de un Ser Supremo que todo lo rige? ¿Verdad que, después de esto, todo el materialismo que corroe la existencia del mundo, y acaso también nuestra propia existencia, se viene a tierra por sí mismo, aunque aún trate de atrincherarse en unas últimas posiciones y batirse en retirada?

El mundo vuelve a sentir ansiosamente la necesidad de Dios. Y no hay que buscarle lejos. Está en la planta más humilde y está dentro de nosotros mismos, hombres que acabamos de dar este paseo a través de la naturaleza.

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LOS MISTERIOS DE LOS INSECTOS

Como en las plantas, también en la vida de los insectos, una vida que bulle y zumba a nuestro alrededor, está llena de maravillas. Diríase que la naturaleza es como un rumoroso espectáculo de hechos y prodigios que escapan a nuestros ojos, acostumbrados sólo a detenerse en las cosas de bulto.

Vamos a reanudar, si queréis seguirnos, nuestro paseo por el campo. El campo tiene precisamente este encanto singular: que su grandeza nos lleva a confesar nuestra humildad, que nos devuelve a un estado de sencillez primitiva, que en él, marchando entre cielo y tierra, se palpa abiertamente el rastro indeleble y eterno del Creador.

Henos, pues, en plena naturaleza, a través de las montañas, a lo largo de los ríos, al borde de los sembrados, bajo un firmamento luminoso o encapotado, donde, si sabemos calar en el impresionante silencio oiremos el zumbido de los infinitos y pequeños seres vivientes que pueblan los contornos.

Ahora ya no vamos en busca de las plantas, amigas y compañeras de nuestro anterior reportaje. Vamos en busca de los insectos, para observar su vida y costumbres, para captarlas en nuestra retina, para aprender la hermosa y sorprendente lección que en ellos se encierra. Porque la Creación, si acertamos a percibir y descifrar su voz, es más que nada una serie inmensa de lecciones siempre inéditas, un libro abierto sólo en sus primeras páginas.

Los insectos forman el grupo más numeroso del reino animal. El número de especies es verdaderamente fabuloso, mayor que el de los restantes animales juntos. Se calculan en más de un millón las conocidas y debidamente clasificadas y cada año se descubren, por término medio, unas 10.000 especies nuevas. De modo que es como una constelación impalpable de vida sobre la tierra... «Como la constelación de las estrellas que pueblan los mundos planetarios.»

¿Y qué son los insectos? Estos animalitos tienen cabeza, patas, ojos, sistema nervioso, cerebro, corazón, aparato digestivo, tacto, olfato, oído y un cuerpo fragmentado en segmentos. Pero con esto, dicho así, de un modo puramente pintoresco y descriptivo, apenas llegaríamos a formarnos una idea de lo que es un insecto.

Imaginémonos que tenemos uno entre las manos. ¿Qué vemos en su pequeño cuerpo? Primero, una cabeza, con un par de antenas o pelos, un par de mandíbulas, un par de ojos y un par de maxilares. Luego, un tórax, compuesto de tres segmentos, a los lados del cual van articuladas las alas y un par de patas. Por fin, un abdomen. Todo ello nos dice que estos animalitos corren, vibran en el aire, ven, mastican, tienen unas facultades psíquicas muy desarrolladas.

Los insectos ocupan por su organización, en efecto, un plano superior al de las plantas. Puede decirse que son el anillo siguiente en el eslabonamiento Kie la vida. Pero parece como si Dios hubiera extremado su ternura con los seres primarios más indefensos, como las plantas. Y al llegar a los insectos, los ha dejado más de su mano, porque ya pueden valérselas mejor por sí mismos. Exactamente como haría un padre con sus hijos.

Sin embargo, las maravillas que en ellos podemos contemplar son también asombrosas e innumerable. Tan extraordinarias, que muchos han llegado a preguntarse:

¿Será que los insectos tienen inteligencia?

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EL FERROCARRIL DE LAS PROCESIONARIAS

Las procesionarias son unos gusanillos negruzcos, con pelos rojizos y cenicientos. Habréis tropezado alguna vez con ellos en vuestros paseos por los bosques o por las laderas de los montes plantados de pinos. Porque estos curiosos animalitos viven en estos árboles y se alimentan de sus hojas.

Frecuentemente, sin embargo, abandonan su morada. ¿Para qué? Nadie ha logrado descifrar el secreto de su viaje ni qué necesidad los guía en sus excursiones, que no es fácil que realicen por un puro placer de turismo. Sigámoslos en una de estas salidas.

Ya Van lejos del pino. Se trasladan como al compás, formando una hilera, como un ferrocarril delgado y ondulante. El que abre marcha levanta continuamente la cabeza, como si tratara de explorar el terreno. Es el jefe, el capitán, el maquinista. Pero si le quitáis de su puesto y le ponéis a la cola, veréis que se resigna disciplinadamente, mientras que el que le seguía asume el papel de avezado conductor.

Pero lo más curioso de todo es que las procesionarias son casi ciegas, o al menos rematadamente miopes, y carecen de olfato.

¿Cómo se las arreglan, entonces, para orientarse en sus excursiones? ¿Cómo aciertan a volver al pino donde tienen su morada? Voy a contaros el misterio...

El gusanillo que sirve de guía va babeando, a medida que avanza, un hilo de finísima seda y fijándolo en el camino por donde se desplaza la caravana. Los que vienen detrás se encargan de engrosarlo. De este modo construyen un prodigioso ferrocarril para la vuelta, un ferrocarril para cada viaje, un ferrocarril que reluce a los rayos del sol. Al regreso de la excursión, cumplido el objetivo de la salida, el convoy no tiene más que guiarse por él.

Ahora colocad este convoy viviente sobre el borde de una maceta. Veréis cómo empieza a girar. Si alguno de los pequeños seres resbala y cae al suelo, en seguida trepa y se incorpora a su puesto en la marcha. Pero el camino empieza a hacerse interminable. El convoy da vueltas y vueltas sobre el círculo cerrado. Y al fin viene el cansancio, el agotamiento, la muerte. Es la noria de los desesperados.

Y puede ocurrir también que alguien destruya el hilo conductor en plena naturaleza. Entonces, también la caravana está perdida. Y en el puesto de mando del pino, donde las procesionarias tienen su nido, se recibe aquel día un parte terrible: «No ha regresado ninguno. El enemigo ha destruido sus comunicaciones y han perecido en la inmensidad de la naturaleza.»

Y mientras tanto, otros miles y miles de procesionarias siguen construyendo sus mágicos ferrocarriles, viajando por ellos, viviendo o muriendo.

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EL RHYNCHITES BETULAE, UN GENIO DE LAS MATEMÁTICAS

No tenéis por qué asustaros ante este enrevesado y casi estrafalario nombre. Se trata, sencillamente, de un escarabajo, pequeño, pero de espléndida vestidura. De él se dice que ha llegado a resolver, mucho antes que el hombre, un difícil problema de cálculo diferencial integral. No es, pues, de extrañar que este animalito haya ascendido a la categoría de celebridad mundial.

Pero, ¿no os parece todo esto demasiado raro?

Lo mejor será que espiemos las andanzas de este gorgojo. Sabemos que vive en los abedules, y esto nos facilita su pista. Sí, ahí está. En su mansión, desde el principio de sus tiempos, se planteó este problema: Tengo que preparar comida y habitación para mis hijos, todo a la vez y en una sola pieza. Pero mis hijos son algo delicados y no comerán hojas verdes, sino algo mustias.

Y el animalito empezó a darle vueltas al problema. Al fin, una extraña luz vino en su auxilio y se dijo más o menos esto:

Ya está. Treparé hasta la hoja del abedul. Heriré la hoja en su nervio central sólo un poco, para que pueda conservarse fresca, pero algo mustia, y servir de comida a mis pequeñuelos. La hoja, herida y dividida, la enrollaré en forma de embudo. Por fin, taparé las dos bocas de este embudo con otros cortes de la misma hoja. Y tendré la casita de mis hijos, una casita segura contra todo enemigo.

Desde entonces, el Rhynchites sigue levantando miles y miles de casas para su prole. Procede para ello con la mayor naturalidad, a pesar de sus magníficas cualidades de matemático y constructor. Vedle. Se ha posado sobre una hoja de abedul y pone manos a la obra. Va cortando las hojas de arriba abajo y liándolas. ¿No habéis visto en los abedules cómo cuelgan en el verano las hojas de estos árboles envueltas en forma de cigarro? Es la hazaña del Rhynchites; ¡una cuna y despensa para sus larvas!

Un matemático ha dicho en su lenguaje profesional que este animal construye «una evoluta para una envolvente dada». Y éste es un problema de matemáticas en cuya solución se trabajó durante mucho tiempo, hasta que el año 1683 consiguió resolverlo el genio esclarecido del gran matemático Huygens.

Pero el Rhynchites nada sabe de todo esto. Para él, lo único importante es que ha resuelto el problema de su vida.

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EL GORGOJO DEL GUISANTE Y SU TÚNEL DE SALVACIÓN

Sin duda, conocéis el gorgojo del guisante. Es un bicho pequeño, fuerte, ágil, inquieto. Lo habréis encontrado algún; vez dentro de esta legumbre. ¿Desde cuándo está allí? ¿E dónde ha venido? ¿Cómo ha llegado a construirse su casi de juguete?

Esta es una historia menos complicada de lo que paree

Veréis: ¡

La hembra del gorgojo pone sus huevos sobre la vaina del guisante joven. Dentro de poco empezarán a bullir sus crías

Si las observáis en sus primeros pasos, descubriréis que toda su obsesión es perforar la vaina del guisante todavía tierno. Parece como si una oscura voz le dijese: de prisa, de prisa antes de que la planta empiece a endurecerse.

Pero en esta fase de su desarrollo, la vida ya es implacable para las crías del gorgojo. Una de ellas llega a anidar, aproximadamente, en el punto medio del guisante. Se ha colado hasta allí a fuerza de trabajo, de tenacidad, de paciencia, y aderece rápidamente. Mientras tanto, las otras crías que penetraron al mismo tiempo que ella abandonan pronto la carrera, dejan de alimentarse y mueren para que su hermana mayor viva. Es una ley de la vida que alcanza a los seres más insignificantes: cuando no hay alimento y espacio suficiente para todos, los más débiles han de sacrificarse en beneficio del más fuerte, que será el que propague la bandera de la especie.

Y ved lo que hace esa cría mayor. Se retira a su cavidad alimenticia y allí sigue creciendo hasta alcanzar su forma definitiva. Pero el guisante, mientras tanto, se ha ido endureciendo, y este enderecimiento sería funesto para el joven gorgojo salido de la larva, el cual llegaría a sentirse irremediablemente perdido dentro de su ataúd.

Pero no, no hay cuidado. Para eso, después de socavar el centro del guisante, el hábil y minúsculo animalito se ha labrado un paso hacia la superficie, y a la salida de este paso ha rasgado la piel del guisante. Así ha horadado un túnel con arreglo al tamaño suyo futuro y se ha formado una puerta de salida.

De modo que el pequeño animal tiene cubierta la retirada y trazado un paso subterráneo hacia los reinos del sol...

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LA ARAÑA CAZAMOSCAS

Todos habéis visto una araña y habéis contemplado también esas curiosas filigranas que penden de las ventanas o las paredes, frágiles al menor soplo del viento, y no digamos ante un golpe de escoba. Las telarañas son el símbolo de los lugares inhabitados.

Pero que creáis que todo esto ocurre simplemente porque sí. No; también aquí podemos descubrir esa clave armoniosa y oculta que preside la vida de los insectos.

La araña se alimenta de moscas. ¿Os imagináis lo difícil que es para un niño cazar moscas? Sin embargo, esta dificultad apenas existe para la araña, la cual ha llegado a inventarse una especie de procedimiento industrial para ello. Un procedimiento sumamente ingenioso, infalible, casi racional y un tanto diabólico.

La araña teje sus telas no en cualquier parte, sino en aquellos lugares que pueden designarse como pistas de moscas. Procede, pues, en esto, poco más o menos como los cazadores de la selva: espera al animal por donde ha de pasar, Pero la araña hace más, mucho más; es como un sastre que crea la imagen fiel de la mosca, cuya forma vacía, perfectamente conseguida, logra representar en su tela, aunque no para vestir a su visitante, como hace el sastre con su cliente, sino para destruirle.

Fijémonos en la telaraña. Es como una labor de artesanía admirablemente lograda. La araña ha fabricado el tamaño de las mallas a medida del cuerpo de la mosca. Ha medido la resistencia de los hilos con arreglo a la fuerza vital del cuerpo de su víctima en vuelo. Los hilos circulares de la red son pegajosos y más flexibles al choque, con el fin de que la mosca se enrede en ellos fácilmente y quede allí aprisionada con seguridad. Pero los radiales, los que van del centro hacia afuera de la red, están tensados más fuertemente y no son viscosos, porque han de servir a la araña como el camino más corto para llegar hasta su víctima, recubrirla con sus hilos y dejarla indefensa. Todo, como veis, está perfectamente calculado y conseguido.

Y lo más maravilloso de todo es que los hilos de la red están tan finamente tejidos, que el potente ojo de la mosca no los ve y cae inadvertidamente en la trampa de la muerte.

¡Qué admirable batalla de ingenio!

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MARIPOSAS A TRAVÉS DE LOS MARES

Las mariposas son para nosotros unos animalitos bastantes familiares. Van de flor en flor, se cuelan en las habitaciones, ponen una pincelada de mil colores sobre el verde tapiz del campo. Pero jamás podíamos figurarnos que pudieran emigrar en grandes bandadas, como las langostas, como las golondrinas, como otras muchas aves. Y sin embargo...

Se sabe que la vanesa del cardo, una mariposa del Norte de África, se desarrolla en tal cantidad que, faltándole sitio y alimento, emigra en grandes oleadas volantes y recorre varios países en los que verifica la puesta. ¿Van en ayuda de sus hermanas que están en peligró de extinguirse en otras latitudes? Lo que sí se ¡ha descubierto es que, si no fuera por estas emigraciones, la vanesa del cardo llegaría a ser muy rara en Inglaterra, y hasta desaparecería totalmente.

También en Inglaterra, como en España, es muy conocida la mariposa blanca de las coles, que por su gran afición a los repollos constituye la pesadilla de los hortelanos. Sus crisálidas mueren a millones atacadas por unos parásitos internos que las matan antes de transformarse en mariposas. Pero cada año, en sustitución de las que mueren, llegan del Continente en gran número nuevos contingente que las reemplazan... Y la mariposa blanca de las flores sigue siendo, gracias a esto, un habitante arraigado en las Islas Británicas.

Se han observado nubes de mariposas atravesando Europa de noroeste a sudoeste, volando sobre la parte media del Canal de la Mancha, cruzando el Estrecho de Sicilia, como si un extraño viento las impulsara...

Darwin cuenta que un día, viajando por el Atlántico, a diez millas de las costas de América del Sur, se encontró con un vuelo de mariposas. «Un inmenso número de mariposas en bandadas, de incalculables miles —dice—, se extendía hasta perderse en el horizonte, y aun con la ayuda de los anteojos de largo alcance era imposible distinguir espacio libre de mariposas. Los marinos exclamaban: «Está nevando mariposas». El día ha sido hermoso y tranquilo, lo mismo que el anterior, con vientos ligeros y variables, lo que demuestra que los insectos no habían sido arrastrados desde tierra, sino que su viaje era voluntario.

Sí. Parece inconcebible, pero es verdad. Con sus alas tan frágiles, con un cuerpo tan delgado y tan pequeño, sin elementos de orientación, sosteniendo duros combates con loe vientos adversos, las mariposas llegan a cruzar los mares. Como el avión, como el barco, como el hombre.

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LAS TERMITES EN SU PALACIO

Las termites son unos insectos antiquísimos, exóticos, raros, enteramente subterráneos, ciegos en su mayoría, pequeños como las hormigas y mucho más temibles que una plaga de langostas.

¿Quién no ha oído hablar de las termites y de su inmensa furia destructora? Se pasan la vida royendo y destruyendo. A fuerza de roer resquebrajan cuanto Hallan a su paso, lo ahuecan, lo vacían. Así caen, carcomidos, convertidos en yesca, los árboles más gigantescos de los trópicos. Así se derrumban casas y puentes. Así quedan inhabitables y tienen que ser evacuadas ciudades enteras.

Pero si son espantosas las destrucciones de las termites, sus construcciones aún maravillan más. Royendo tierra y amasándola con saliva, estos minúsculos y poderosos animalitos levantan espaciosos y artísticos palacios, lo que los ha consagrado como uno de los más originales arquitectos de la naturaleza.

Vamos a recorrer uno de estos espectaculares palacios

La ciudad de las termites consiste en unos conos puntiagudos, de hasta ocho metros de altura, como torres de «catedrales góticas». Estos conos lucen muchas veces unas caperuzas como hongos. Están hechos de una arcilla dura como la piedra. Y sus muros, de ochenta centímetros de espesor, son resistentes incluso contra las torrenciales lluvias de los trópicos y muy a propósito para que sus tejadillos sean utilizados como refugio por el hombre.

Toda la construcción, abovedada, plantada profundamente en la tierra, forma unas galerías en espiral. Otras galerías subterráneas salen de la tierra, desde una profundidad de uno a ocho metros, y terminan en amplios sótanos; sótanos y galerías que sirven como canales de desagüe en la época de las lluvias torrenciales. Y otra red innumerable de ellas arrancan de la construcción y van a perderse lejos, al campo; son las galerías por donde salen de noche las termites a realizar su inmensa y terrible obra destructora.

Es como un laberinto enrevesado, diabólico, genial. Pasemos ahora dentro y curioseemos un poco.

Al nivel del suelo está la cámara de la «gran madre», un animalito que ve y que gotea huevos, que es como una máquina de parir. Junto a ella anda el esposo, también vidente, y en torno a la pareja, en una sala con muchos orificios, se mueven unos dos mil insectos, que hacen de cortejo y servidumbre. Alrededor de la sala están los almacenes de provisiones, consistentes en madera masticada y hongos. El primer piso, alzado sobre firmes columnas de arcilla, es una sala vacía y sirve como cámara de aire de reserva. En el segundo, con paredes y suelos construidos a base de madera impregnada de partículas vegetales, se hallan los cuartos de los pequeños, dispuestos aisladamente en pequeñas cámaras. Y, por fin, el desván, una cúpula abovedada, también vacía y soportada por columnas, que sirve igualmente para la ventilación.

¿Os dais cuenta de la habilidad y laboriosidad que deben ser necesarias para levantar esta especie de fábrica de las mil y una noches? Parece —es necesario— que sea un arquitecto genial quien dirija estas construcciones realizadas por unos animales ciegos.

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TRAS LA HUELLA DE LAS AVISPAS

Otra vez estamos en pleno campo. Hemos dejado atrás ese mundo de tinieblas de las termites y notamos cerca un característico zumbido. Es nuestro encuentro con las avispas, esos animalitos ágiles, esbeltos, de soñada cintura femenina, que gustan también de las flores y hacen sus nidos en los árboles, en los matorrales, en las peñas...

El vuelo de las avispas, a la luz del sol, por estos parajes áridos, nos saluda con un nuevo estrecimiento de vida. Vayamos tras él. Porque en la vida y costumbre de estos insectos, ariscos y antisociales, hay también muchas cosas sorprendentes.

Seguidnos.

Los paralizadores, inventores de la anestesia.

He aquí un bonito y expresivo nombre. ¿Paralizadores? Más bien podríamos llamarles «anestesiadores». Porque, en efecto, ellos supieron descubrir antes que el hombre la práctica y efectos de la anestesia.

Estamos en un terreno arenoso. Un animal «de cintura delgada, de apostura esbelta, de abdomen muy estrangulado y unido al cuerpo por un hilo, vestido de negro y con una franja roja sobre el vientre» arrastra una oruga verde, tres veces mayor que él. Es la avispa de la arena o Ammófila. Observémosla y veremos lo que hace.

La Ammófila lleva a su víctima cogida por la nuca con sus fuertes mandíbulas. Al llegar a un punto deja su carga a un lado, se acerca a un agujero, retira una piedrecita que tapaba la entrada, vuelve a tomar la oruga y la introduce en el fondo.

Allí está su nido. Es un pozo excavado en la tierra, de cuatro a cinco centímetros de profundidad, en el fondo del cual se encuentra la celda propiamente dicha., consistente en un ensanchamiento del agujero.

Pero ya sale la Ammófila. Vuelve a cerrar la entrada y marcha en busca de nuevas víctimas, hasta cuatro o cinco al día. No la perdamos de vista. Vamos a contemplar el extraordinario espectáculo de dos animales en la lucha, la lucha de la avispa y la oruga, que se desarrolla así:

Primer asalto.—La Ammófila se lanza sobre la oruga y la coge por la nuca con sus fuertes mandíbulas. La víctima se resiste con todas sus fuerzas. El combate tal vez le cueste al asaltante algún que otro revolcón. Pero éste vuelve a la carga con redoblado coraje y logra al fin su objetivo: hinca el aguijón tres veces en el tórax de su víctima con absoluta precisión, empezando por el tercer anillo y acabando por el primero, en el cual clava su lanceta con más insistencia. La oruga queda paralizada y la avispa da visibles señales de alegría.

Segundo asalto.—El paralizador coge de nuevo a la oruga por el dorso y va picando de adelante hacia atrás, en el punto exacto, sin equivocarse ni un milímetro, cada uno de los segmentos de la cara vertical menos los de la parte posterior, ya operados antes. Pero ahora parece como si se recreara en la operación. Hinca la lanceta y la retira con más calma; escoge el punto, lo aguija, repite el pinchazo de un anillo a otro. Sin embargo, las mandíbulas de la oruga todavía se mueven amenazadoras...

Tercer asalto—La Ammófila vuelve a coger a la oruga por la nuca con sus fuertes garfios mandibulares y durante cerca de diez minutos masculla sin compasión en un punto inmediatamente próximo a los centros nerviosos cerebrales. El más experto practicante no acertaría a clavar la aguja con tanta exactitud. Las mandíbulas de la oruga quedan inertes por completo y ya no hay peligro ninguno. La lucha ha terminado con el triunfo de la avispa de la arena.

La Ammófila resuelve así el problema de la vida de sus hijos. A éstos no les gustan las hojas ni la carne muerta. Y como buena madre, ha tenido que ingeniárselas. ¿Cómo? Atacando a sus víctimas y no matándolas, sino paralizándolas solamente, anestesiándolas durante el

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tiempo que dure el desarrollo de sus crías. Cuando lo ha cumplido, ya puede marcharse a morir tranquila. Dentro de poco, el huevo depositado por ella en una de sus víctimas se convertirá en un diminuto gusanillo, que se encontrará en medio de abundantes provisiones, y que con el tiempo seguirá los mismos pasos de su madre.

Cualquiera diría que la Ammófila sabe medicina, arquitectura y muchas cosas más.

Un rato con la cavadora.

Ahora estamos ante otra clase de avispas. Son peludas, de color negro, con manchas rojas o amarillas sobre el abdomen. Como la Ammófila, hacen provisión de víveres para el bienestar de sus hijos. Y también excavan la tierra, pero no construyen celdas ni galerías definidas. Unos las llaman avispas que comen escarabajos, y otros, cavadoras.

Acompañemos a una de estas avispas en su vuelo a través del campo. ¿Habéis visto a esos buscadores de minas que se afanan por descubrir la posición del enterrado tesoro, o a esos alumbradores de aguas que tratan de dar con la vena líquida que corre bajo nuestros pies? Pues algo muy parecido es lo que hace la cavadora, un ser sin inteligencia y sin instrumentos científicos.

Pero antes tenemos que decir algo muy importante. También las crías de estas aivispas se alimentan de carne. Pero no de cualquier clase de carne, sino de una muy exquisita para ellas: las larvas de ciertos escarabajos, los de antenas hojosas, como el escarabajo rinoceronte, el sanjuanero, etc. Y la madre tiene que acudir a buscarla, aunque en ello tenga que jugarse la vida.

Describamos la escena...

La avispa ha abandonado su casa y vuela sobre el terreno. Va en busca de su presa, que está allá abajo. Así se cierne en los aires el águila sobre el pajarillo. Así planean también ciertas aves sobre las aguas del mar y de los ríos, a la caza de su alimento. Pero la tarea en este caso es mucho más difícil.

Las larvas de los escarabajos que busca la cavadora están enterradas y, por tanto, ocultas a la vista. Son grandes y gordas, poco activas, y viven tumbadas de lado, alimentándose de sustancias vegetales en descomposición bajo tierra. Además, nacieron de huevéenlos que estaban enterrados. No existe, pues, ninguna pista, como sería la entrada de una madriguera. Tampoco los ojos le sirven a la avispa de nada. ¿Por qué brújula se orienta? ¿Será el olfato? No lo sabemos.

Lo cierto es que la avispa logra averiguar dónde está enterrada una de estas larvas de escarabajo. Cuando lo ha conseguido, aterriza, perfora el terreno, alancea a su víctima hasta paralizarla, la transporta hasta su nido, pone un huevo sobre ella y ya también puede morirse, porque tiene asegurada su descendencia.

Tal es el gran secreto de la cavadora.

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LA CIVILIZACIÓN DE LAS HORMIGAS

De las hormigas han llegado a contarse cosas inverosímiles. Se las ha representado como una especie de pequeños seres casi humanos que poseyeran verdaderas cualidades místicas. ¿Será verdad? ¿No será todo ello como una estupenda alucinación de la ciencia?

Podemos comprobarlo fácilmente. Para ello no tenemos que alejarnos mucho en nuestro recorrido. Aquí, al aldo del nido de la avispa, está el rastro de las hormigas, frontera de un mundo grandioso, excavado en la tierra, surcado de galerías... ¡Un mundo en miniatura!

Las hormigas... Se conocen nada menos que unas cinco mil especies, y entre ellas las hay tontas y listas, bárbaras y civilizadas, reinas y obreras.

Una sinfonía social

Nos hemos sentado en el suelo, a la puerta del hormiguero. Lo primero que nos sorprende es la constante y alegre actividad que reina en él. Pero lo más curioso es la perfecta organización social que preside la vida de estos insectos, como si entre ellos existiera una entrañable solidaridad d« clases.

Y, en efecto, así es:

En el estado de las hormigas hay tres tipos sociales fundamentales: las hormigas masculinas aladas, las hormigas femeninas aladas o reinas y las obreras, que no tienen alas, que han perdido el sexo y que forman la gran masa de la población hormigueril.

Pero hay más, y es que el oficio de las obreras está dividí-do en distintas especialidades. Vemos entre ellas obreras especiales para el transporte, dotadas de un cuerpo fuerte y grande, con patas largas. Otras más grandes, con enormes cabezotas, provistas de tenazas mandibulares muy fuertes y agudas, son los guerreros. Las hay también de cabezota muy grande, que hacen de «puertas vivientes»: tapan con su cabeza la entrada del hormiguero, de modo que, si llega por allí algún visitante extraño, se encuentran ante una puerta cerrada, que además muerde horriblemente, y sale huyendo. Y se conoce, por fin, una clase especial de obreras minúsculas, destinadas a la limpieza y otros quehaceres domésticos, que nunca abandonan la casa y que en pago de ello se cobijan en los más angostos rincones, humildes y agradecidas.

Y en el centro de esta sociedad maravillosa, alentando esta sinfonía de trabajo, disciplina y paz, está la reina, en torno a la cual se polariza la vida del hormiguero.

Hormigas vegetarianas.

Este es el caso de unas hormigas que se alimentan de semillas y granos, que transforman en malta sus «existencias de harina», que cuentan para ello con una fórmula y un laboratorio de su propia invención.

Estas hormigas viven en los países mediterráneos. Son previsoras y hacendosas. Y parece como si se rigieran por el calendario, esa rueda de las estaciones. Lo cierto es que sienten la proximidad de las épocas ardorosas del año, en que falta la vegetación, y antes se preocupan de llenar de víveres sus despensas.

Las habréis visto más de una vez. Marchan en fila india y cada una acarrea un grano mayor que ella. Pero lo que, sin duda, ignoráis es que se ha llegado a observar cómo algunas de estas hormigas trepan a las ramas de los árboles frutales y lo sacuden, mientras otro grupo de ellas espera abajo para recoger la lluvia de semillas que va cayendo al suelo y transportarlas a los hormigueros, donde las amontonan en grandes cámaras subterráneas construidas especialmente para almacén.

Pero todo este trabajo sería inútil si las semillas almacenadas llegaran a germinar. Los víveres se estropearían y la gran familia se encontraría ante el azote del hambre y de la

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muerte. Pero no os preocupéis. Las hormigas han contado con ese peligro y han sabido conjurarlo con maestría. ¿Cómo? Vais a oírlo:

Las hormigas no tienen otro aparato masticatorio especial que sus mandíbulas, con las que muerden. Pero, en cambio, tienen lengua, con la que lamen los jugos dulces. Y esto es lo que hacen: muerden primero los granos, lamen luego en el almidón de los mismos, y éste, bajo el influjo de los fermentos que segregan, se convierte en azúcar. Tras lo cual las semillas ya no pueden germinar.

Un botánico y un químico no procederían tan sabiamente.

La caravana de la muerte.

Hay hormigas acosadoras, ladronas, carnívoras.

Quienes han viajado por el desierto se han encontrado a veces con fantásticas caravanas. Eran caravanas de hormigas que actúan como auténticos nómadas. Se alimentan sólo de carne y su festín lo constituyen los animales que hallan en su camino y caen entre sus mandíbulas. Por eso, carecen de casa, emigran continuamente y es curioso verlas marchar con sus crías a cuestas.

Estas hormigas, reunidas a miles, organizan verdaderas expediciones de asalto y botín. Examinan en su marcha todas las plantas, hierbas y árboles, todas las grietas y surcos del suelo y hasta las casas. No dejan nada sin registrar. Y caminan en bandadas tan numerosas, que todo el que no quiera ser víctima de estos pequeños animales tiene que huir delante de ellos: desde la cucaracha y el ratón a la terrible boa, el monumental elefante, el inquieto gorila... y hasta los belicosos indígenas. Porque el que se retrasa o cae en el camino está perdido irremediablemente.

Pero hay otras hormigas que, aunque también terriblemente ladronas y voraces, no sacrifican a los insectos que apresan. Son más humanitarias y se limitan a llevárselos prisioneros como botín. Así operan las hormigas sudamericanas llamadas Amazonas, que buscan y atacan a miles los nidos de las más pequeñas hormigas, roban en ellos las larvas y se las llevan a sus propios nidos, donde otras hormigas las reciben solícitamente y se encargan de criarlas con toda clase de cuidados maternales.

¿No resuelta increíble que hasta el hombre pueda temblar ante la pequeña hormiga?

La industria del azúcar.

Existen otras hormigas a las que no les gustan las semillas ni la carne. Son hormigas de un refinado paladar, esencialmente golosas. Por eso, para su alimentación se ha creado una especie de industria casera: la cría de ciertos animales domésticos. Y en verdad que lo hacen tan perfectamente, que no tienen que envidiar al hombre.

Si os coláis en la casa de estas hormigas, os encontraréis con unos extraños y minúsculos insectos que pululan en la colonia. Se trata, por lo general, de escarabajillos y de pulgones verdes. ¿Qué hacen allí? Pues sencillamente: son los «huéspedes de las hormigas», sus proveedores, la base de una verdadera industria del azúcar.

Pero no se trata de verdugos y víctimas. Y si no, vais a verlo.

Las hormigas se acercan a los escarabajillos y les pasan las antenas por encima. ¿Están jugando? No; es un acto mucho más importante. Los escarabajillos, al sentirse acariciados, segregan cierta humedad por el borde posterior de los élitros que las hormigas lamen con avidez y que, al parecer, produce efectos narcóticos. Y éstas, a cambio de ello, alimentan a sus huéspedes, los cuidan y los defienden contra todo peligro. Porque estos escarabajillos, a causa de su larga cautividad, son ciegos, tienen los élitros soldados en una pieza y hasta se les ha olvidado comer.

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Algo parecido es lo que ocurre con los pulgones verdes de las hojas de las plantas. Algunas hormigas, las más primitivas, se contentan con poco: si accidentalmente los encuentran en su camino, se detienen a lamerles el dulce jugo que estos insectos segregan por el ano y luego siguen tranquilamente su marcha. Pero las más progresivas y civilizadas construyen para ellos recintos especiales de arena y saliva, los encierran entre sus paredes y los convierten en una especie de animales de corral.

Ahí tenéis cómo las hormigas llegan a montar una industria casera.

El jardín de los hongos.

Las Sambas del Brasil son unas hormigas mundialmente famosas. No se alimentan de semillas, ni de carne, ni de azúcar. Su pasión son los hongos, unos hongos especiales de su cosecha.

Supongamos que hemos sorprendido a la colonia en pleno trabajo...

Las hormigas trepan a las plantaciones, como una plaga de destrucción, y empieza a caer de los árboles una lluvia de tro-citos de hojas. La brigada de transporte las recoge abajo, después de haberlas dejado secar un poco durante todo un día, y ee encamina con ellas hacia los hormigueros. Aquí, otras obreras las almacenan en las cámaras de secar. Y cuando ya están completamente secas, otras obreras desmenuzan la materia, masticándola hasta convertirla en una especie de polvo de rapé, con el que amasan unas pequeñas pelotillas, que llevan a la cámara de los hongos.

Pero ahora viene lo más extraordinario. Un investigador lo cuenta así:

«Entre las nuevas bolitas que han amasado con la pasta de las hojas entremezclan también en los montones que forman con ellas unos manojos verdes, de filamentos fungosos, traídos por las pequeñas obreras en las mandíbulas desde otras partes del jardín. Buscan concienzudamente la parte más adecuada para la plantación, examinan el terreno y afianzan el nuevo plantón en su sitio, apisonando luego el terreno con un pataleo certero. La plantación de estos manojos de filamentos fungosos la hacen con una regularidad geométrica, perfectamente distribuidos y lo mismo que en el bancal de la huerta se plantan los plantones de verduras. Así se explica lo rápidamente que emblanquecen, el aspecto de nevado que tienen las nuevas parcelas del jardín al cabo de pocas horas. Las parcelas antiguas, ya agotadas, las retiran, las sacan fuera y las renuevan con nuevas bolitas de la papilla de hojas.»

Así nace un jardín de hongos: Un jardín destinado a la alimentación de la colonia, como uno de esos huertos familiares que el hombre moderno gusta tener junto a su casa. Y unos hongos que son el pan de las Sambas, a las que alguien debe haber enseñado agricultura.

Un telar de hadas.

Todavía cabe contar más cosas de las hormigas. Porque es difícil calcular hasta dónde llega el ingenio de estos insectos, la riqueza de detalles con que se desenvuelve su vida, la infinidad de secretos que guardan en su mundo a flor de tierra.

¿Sabéis que hay hormigas tejedoras, hormigas que han llegado a instalar un telar en su casa? No; no hagáis un gesto de incredulidad, porque es cierto.

En el Brasil y en Ceilán se conocen, en efecto, unas hormigas que casen unos nidos para sí y corrales para las cochinillas que cultivan. Pero ¿con qué telas? ¿Con qué herramientas? Es asombroso: para ello emplean 5omo lanzaderas a sus propias larvas, las cuales tienen la facultad de segregar por la boca un hilo sedoso.

Ya tenemos aguja e hilo. Pero falta algo más. Veamos cómo se las arreglan para coser estas ilustres hormigas.

Una columna de obreras, con las patas apoyadas sobre el borde de una hoja, tira hacia sí de otra hoja próxima, agarrándola por el borde con sus mandíbulas. Cuando los dos bordes

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están ya juntados, por el otro lado de la hoja acude otra columna de obreras, cada una de ellas con una larva entre las mandíbulas. Entonces, apretándole la boca a la larva, la obligan a segregar su hilillo sedoso, que van pegando alterna y cruzadamente de una a otra hoja, siguiendo una especie de técnica de punto de cruz..., y ya está.

Tan maravilloso es esto, que investigadores de fama mundial han dicho que es un verdadero telar, montado con niños en lugar de herramientas.

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EL MUNDO DE LAS ABEJAS

Decimos adiós a las hormigas. Durante un rato han sido nuestras compañeras de viaje y nos han asombrado con los múltiples y prodigiosos matices de su civilización. Pero aún nos esperan, para terminar, otros insectos que también han de regalarnos con las sorpresas más sensacionales: las abejas.

Las abejas representan, quizá, la culminación de todas las maravillas en el mundo de los insectos. Su existencia también discurre, como la de las hormigas, bajo un signo de laboriosidad, de disciplina, de organización, de sinfonía social. Pero ya no viven exclusivamente para sí solas. Más bien podría decirse que son animales especialmente creados para rendir utilidad al hombre, al que obsequian con el néctar de las flores.

Por eso tienen su poesía.

La Megachile tapicera.

He aquí una pequeña abeja, de pelo rubio. No vive en enjambre, sino solitaria, por su cuenta. Los floricultores la conocen muy bien por la manía que tiene de estropear las flores de los jardines. Es la Megachile.

Sigámosla en sus movimientos.

La Megachile se posa sobre la flor de la planta, se sujeta con las tres patas a los bordes y empieza a cortar. Todo va muy de prisa. En unos instantes, como si actuara con una tijera, corta la primera pieza del pétalo en forma oval. Sujeta la pieza cortada entre las patas y con ella se dirige hacia el nido, por el camino más corto, en línea recta. Y una vez dentro de eu casita, excavada en la tierra, amolda la pieza cortada al fondo de la primera celda.

Luego la abeja se retira hacia atrás, reemprende el vuelo y, como si hubiera trazado una pista, se dirige hacia la misma planta. Repite sobre ella la misma operación. Pero esta vez la pieza cortada ha de tener forma semicircular, para adaptarla a las paredes del nido. Este queda así tapizado de pétalos, como una cámara limpia y olorosa.

Pero la actuación de la Megaehile no ha concluido. Ahora tiene que hacer provisión de alimentos. El animalito sale en busca de miel mezclada con polen y lo transporta en la escobilla de que está provista la parte inferior del abdomen, por medio de las patas posteriores. Con" esta pasta rellena el nido casi hasta el borde mismo. Después, deposita el huevo. Por fin, cierra la celda con nuevos cortes de rosas. Así, hasta construir cuatro o cinco celdas sobre la primera.

Y todo esto ¿sabéis porqué'? Porque los pétalos de las rosas contienen abundante ácido tánico y éste evita el crecimiento de mohos, que de otro modo se formarían en el húmedo agujero hecho en la tierra y cubrirían, estropeándolo el néctar allí almacenado para servir de víveres.

Después de todo lo cual, la Megaehile muere.

La Osmia, astuta.

Esta es también una abeja montaraz y solitaria, más o menos parecida a la Megaehile. Pero se manifiesta con un sentido más práctico; no construye sus nidos en la tierra, sino que elige para ellos las conchas vacías de los caracoles, que le dan el trabajo hecho.

La Osmia ha encontrado el caracol donde anidar. Nos acercamos a ella. Veréis lo que hace:

Limpia meticulosamente el caracol, distribuye la estancia en compartimentos, separa éstos por medio de tabiques construidos con hojas y saliva y va depositando néctar y polen en las revueltas más hondas de cada espiral. Así queda dispuesta una celdita tras otra, en cada una de las cuales deposita un huevo.

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Cuando llega al final de su obra, la Osmia realiza algo extraño. La última celda la instala igual que todas las demás, pero la deja vacía. Luego va cubriéndolo todo con pinocha seca, trocitos 'de madera, hojarasca, pajitas. Y cuando ha terminado, la previsora madre siente que sus débiles fuerzas se acaban y muere de agotamiento, como la Megachile.

Y ahora preguntaréis: ¿Por qué cuida tanto la Osmia de dejar vacía la celda y de camuflar su nido? Actúa como si supiera que existen unos encarnizados enemigos de su especie. Son los icuenmonos, una casta de insectos que gustan de picar a las larvas y orugas y de poner sus huevos en los cuerpos aún vivos, dentro de los cuales se desarrollan, comiéndoles las entrañas poco a poco. Por eso rondan las conchas vacías de los caracoles, al olor de las larvas y orugas de la Osmia.

Pero el voraz icuenmón falla. Lo probable es que no descubra el nido, por estar camuflado. Y si da con él, al meter las narices en la última celda, la del exterior, en busca del huevo, no encontrará nada y se irá decepcionado.

La Osmia, hábil y astuta, ha burlado al icuenmón.

El camino de las flores.

Perdemos de vista a las abejas solitarias, individualistas, rebeldes a la vida de comunidad. Percibimos en el aire un zumbido denso. Está cerca el enjambre.

Las abejas pasan ante nosotros sonoras y rápidas. Son las primeras horas de la mañana. ¿Adonde van? Acaban de abandonar la colmena en largas filas y cada una de ellas vuela derecha a su tarea, sin titubeos, como lo haría una brigada de segadores que al amanecer se dirigiera al tajo; éstas, a aquel huerto que hay junto al arroyo; estas otras, al jardín que hay al lado de la casa del cura; las demás, a la pradera que acaba de florecer al pie del molino.

Pero ¿cómo saben las abejas el sitio exacto donde hoy van a operar si, indudablemente, nunca han estado allí antes? ¿Cómo conoce cada una el lugar de las flores, que cada día es distinto? Es un misterio más. Veréis... Resulta que todos los días, al amanecer, salen de la casa unas cuantas abejas. Poco después de la salida del sol ya están de vuelta. ¿Sabéis a qué han ido? A explorar los contornos y descubrir los lugares para la recolección del día. Cuando se lo cuentan a las demás, cunde en la colmena una actividad febril, como si hubiera sonado una orden: «¡Venga! De prisa. Todo está dispuesto.»

Y allá van. Son las trabajadoras, las que acaban de pasar ante nosotros.

Caen sobre las flores, se posan sobre sus pétalos, caminan por ellos hasta llegar al nectario y hunden allí su trompa. Chupan la miel o el néctar y lo introducen en un primer estómago que tienen a propósito para ello. Se arrollan a las patitas en forma de abultadas bolas el polen y demás materias líquidas azucaradas. Van de flor en flor hasta agotarlas. Y así forman su carga, con la que vuelven a la colmena, donde la depositan.

Durante todo el día hay un continuo ir y venir por estos caminos, que son los caminos de las flores. Los viajes se suceden uno tras otro. Es como un trabajo en cadena. Pero ya vuelven las trabajadoras con su primera carga del día. Su vuelo termina ahí cerca. La colmena está a la vista.

La república feliz.

Lo primero con que tropezamos es con las porteras. Son las encargadas de velar por la calma del trabajo que se realiza dentro, de expulsar por las malas a cualquier visitante extraño o incómodo, de franquear la entrada a las obreras que llegan cargadas del precioso botín. Y es sorprendente; parece como si conocieran a las personas: las que son amigas y enemigas.

Con su permiso, vamos a curiosear un poco.

Lo primero que llama nuestra atención es la perfecta distribución del trabajo que aquí reina. Se puede hablar muy bien de una república, de una colonia o de una gran familia donde

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hay un orden preestablecido y una rigurosa asignación de oficios. No hay ningún miembro del enjambre que ande ocioso. Cada abeja tiene señalado su papel: una es reina, otras obreras, otras pajes, otras centinelas, otras ventiladoras, otras constructoras.

He aquí la más bella imagen de una población en pleno y armonioso rendimiento. ¿Cuántos individuos la componen? ¿20.000, 50.000, 80.000? Son incontables, como son incontables los tesoros y secretos que dentro de ella se encierran. Es como una muchedumbre que se rige por la ley del trabajo y del amor, sin saberlo, de un modo admirable... y nada más.

Todo el orden de la colmena descansa, en efecto, sobre una piedra angular: el amor a la reina, o más bien, madre. Ella es el alma y razón de ser de la familia. Para ella son todos los trabajos, la miel más pura, las caricias más tiernas, las mejores celdas, los más solícitos cuidados. Y si ella falta, cunde la alarma entre la muchedumbre, que se dispersa, y toda ia estructura de orden, disciplina y creación se viene abajo, como sacudida por un terremoto.

A cambio de lo cual, la reina, guardada allá dentro, en la parte más oscura y más caliente del palacio, al calor de sus miles y miles de pequeños hijos, entre nodrizas y pajes, se ocupa exclusivamente de poner huevos —unos diez mil huevos cada vez—, es decir, asegura el porvenir y la felicidad de la familia a través de los tiempos.

La ciudad de cera.

Ahora pasamos al interior de la colmena. Hemos penetrado de golpe en los reinos de la fantasía.

La ciudad de las abejas es como una serie de gigantescos pabellones construidos geométricamente. Cada uno de ellos forma un bloque, como la mole de un fabuloso rascacielos cuajado de ventanas. Son los panales, especie de gruesos muros hechos de cera fresca y olorosa, que cuelgan sobre la tierra, suspendidos del techo, como sobre un abismo, sobre el cual se balanceara la vida de la colmena. Millares y millares de celdas se abren en cada uno de ellos, en las que se guardan tesoros inapreciables: las larvas, promesas de juventud y de vida; los víveres, acarreados por las diligentes obreras a lo largo de la noria de sus viajes; el polen, colocado en los transportes alveolos; la miel de mayo, limpia y perfumada, en celdas de clausura; y más arriba, la miel de junio, todavía sin madurar, según se ve en los cubos abiertos.

Y toda esta construcción afiligranada es la obra de unas abejas, las constructoras. ¿Queréis saber cómo trabajan estos sabios arquitectos? Trataremos de describirlos.

Las constructoras empiezan por colocarse en una postura parecida a la del ensimismamiento, como si estuvieran implorando la inspiración del misterio. Luego se cuelgan de la bóveda de la cúpula, agarrándose cada una de los extremos de la anterior. Sus cuerpos forman una verdadera guirnalda, una original colgadura viviente, cuyos extremos penden del techo. Así permanecen de dieciocho a veinticuatro horas, inmóviles, estáticas. Mientras tanto, la temperatura de la colmena se ha elevado tanto, que hay verdadera asfixia en el interior. Y es entonces cuando empiezan a aparecer escamas blancas y transparentes en la abertura de los cuatro bolsillos que las abejas tienen a cada lado del abdomen. «Es el baño de la cera.»

Así nos lo cuentan los naturalistas. Nadie ha llegado a comprender por qué fantástica alquimia la miel de las abejas colgantes se transforma en cera. Pero esperad, que todavía hay más, mucho más. Sigamos oyendo a los naturalistas.

Cuando la mayor parte de las abejas que forman la guirnalda tienen el vientre jalonado de esas escamas de marfil, se ve de pronto a una de ellas que se desprende de la masa, se abre paso a topetazos entre las vecinas que la estorban en sus movimientos, trepa rápidamente hasta la cima interior de la cúpula y se coge a ella sólidamente. ¿Qué va a hacer? Observémosla..

Toma con las patas y la boca una de las placas de su vientre. La lima, la cepilla, la aplana, como haría con una tabla el más meticuloso carpintero. Y por fin, después de comprobar que tiene las dimensiones y consistencia adecuada, la pega en lo más alto del techo. Acaba de realizarse el acto más solemne de la construcción de la ciudad de cera: la colocación de la

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primera piedra. Una piedra tras la cual vendrán miles y miles, extraídas igualmente del cuerpo de las abejas colgantes, esas místicas constructoras.

¿Estaremos ante la llamarada de unos genios incomprendidos?

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LUZ DE DIOS

Todavía podríamos alargar nuestro viaje. Ante nosotros seguirían desfilando nuevas y desconocidas especies de insectos, seguiría abriéndose ante nuestros ojos el abanico de las maravillas y nuestro paseo a través del campo se haría interminable. Ha llegado, pues, la hora de recogernos a pensar.

Hemos visto cómo las procesionarias se construyen un mágico ferrocarril para sus excursiones.

Cómo el Rhynchites betulae llega a resolver sobre las hojas del abedul un problema de altas matemáticas. Cómo el gorgojo del guisante se cava dentro de la legumbre un túnel de salvación. Cómo la araña ha inventado un procedimiento infa-libré para cazar moscas. Cómo las pequeñas mariposas emigran a través de los mares. Cómo las termites levantan verdaderas «catedrales góticas». Cómo ciertas avispas conocen la práctica de la anestesia y otras actúan como expertos alumbradores de aguas. Cómo las hormigas se han forjado su propia civilización. Cómo las abejas se comportan al modo de unos genios iluminados. Todo en una sucesión gradual, escalonada, como en una lenta ascensión hacia la cumbre de la* sorpresas y de las maravillas.

¿Qué os parece todo esto? ¿Será que los insectos tienen inteligencia? ¿O será, simplemente, la obra de eso que se llama instinto?

No; los insectos no tienen inteligencia. No es la ciencia la que se la ha atribuido, sino la fantasía; no los sabios, sino los soñadores. Estos animales, en efecto, son capaces de ejecutar grandes prodigios. Pero lo que hacen nada tiene que ver con la habilidad humana ni con un entendimiento desarrollado por la experiencia. Podéis hacer una prueba: sacadlos de la esfera de su vida y de su trabajo y veréis cómo se comportan como los seres más estúpidos; así las procesionarias, al ponerlas en el borde circular de la maceta; así la abeja, que a lo largo de miles de años sigue siendo explotada por el hombre y no ha sabido reaccionar contra esto ni con un solo gesto en su rutinaria, aunque maravillosa existencia. Además, la inteligencia consiste precisamente en hacer las cosas no siempre igual, sino con un sentido de progreso y de perfección. Y nadie se atrevería a afirmar que las termiteg, por ejemplo, no construyen hoy sus catedrales góticas como hace millones de años.

Entonces... tiene que ser el instinto. Como aquello que llamábamos la «sabiduría de la naturaleza», el instinto ha servido a muchos de fórmula y linterna para abrir un rayo de claridad en medio de los inexplicables problemas que pueblan la vida de los insectos. Pero esto es una explicación muy cómoda y demasiado simple, que por lo general no va más allá de la materia. Porque el instinto no explica nada. Es como tender una cortina ante el misterio: la cortina de una palabra.

Y es preciso ver a través de esta vaga y enigmática palabra para dar con la clave de todo.

El mundo de los insectos no es tampoco, como el de las plantas, un mundo ciego, cruel y exótico. Los maravillosos actos y construcciones que en él hemos visto no ocurren porque sí, sino que responden a una armoniosa finalidad.

Y tampoco es la cruda y bárbara lucha por la existencia la qué mueve a estos pequeños animales, como quiere el materialismo; al contrario, son poderosas razones de amor las que hacen que se devoren unos a otros, para equilibrar y perpetuar el eslabonamiento de las especies, dentro de la cadena general de la Creación.

Todo esto no lo saben los insectos. Es una fuerza exterior la que ha impreso en ellos unas tendencias y unas costumbres, la que les lleva a realizar su obra como unos autómatas, la que los hace proceder con arreglo a un plan, el plan general del universo. Y es una luz la que ilumina su rastrera existencia, donde hay mucho más que odio, ferocidad e instinto ciego: la luz de Dios.

Ante tanta maravilla, el hombre tiene que terminar exclamando con Fabre: «No creo en Dios; lo veo.»