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52 Por David Ruiz Magazine Cultural Alternativo

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    Por David Ruiz

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    ¿ Alguien se ha preguntado alguna vez hasta dónde llegan los límites de la voluntad huma-na? ¿Cuánto dolor somos capaces de soportar para culmi-

    nar un proceso de autorrealización espiritual? ¿Cómo

    entender este tipo de sufrimiento, que perdura más

    allá de los siglos? Alguien ha querido que intentemos

    comprenderlo, aún desde el anonimato que le otorga

    su lecho de muerte, o bien desde algún lugar aún in-

    accesible a la perspectiva de la razón común.

    M omia. Es inevitable hacer una mirada retrospectiva a los hábitos funerarios del antiguo Egipto

    cuando nos referimos a este término, pero las cos-

    tumbres de preservar los cadáveres a través de ritos

    religiosos, han estado muy presentes en otras anti-

    quísimas culturas. Los Sokushinbutsu fueron uno

    de los ejemplos más extraordinarios y menos conoci-

    dos que se dieron lo largo de novecientos años, quie-

    nes protagonizaron bizarros rituales de muerte a

    través del sufrimiento y la auto-condena. Fueron

    monjes budistas que pretendían “ convertirse en Dios

    estando vivos”, cumpliendo con un disciplinado, largo

    y aún más doloroso proceso de auto-momificación.

    Vivían dispersos principalmente entre las montañas

    del norte de Japón, donde podían seguir sin impedi-

    mentos las normas del “Shugendō” -una forma de

    budismo esotérico, ramificada de la escuela

    “Shingon”- por la que algunos monjes se sometían

    voluntariamente a un estremecedor suicidio ritual.

    Esta ceremonia comprendía un periodo de tres a diez

    años, divididos en tres etapas principales que podían

    durar hasta mil días respectivamente.

    Primer acto: Desnutrición y deshidratación ex-

    trema.

    Durante los tres primeros años el monje estaba obli-

    gado a seguir una austera dieta que consistía en nu-

    trirse únicamente de frutos secos y varios tipos de

    semillas, y que debía de recolectar por sí

    mismo en los bosques más próximos a

    su monasterio. Además, tenía que com-

    binar este estricto modo de alimenta-

    ción con una gran dosis de ejercicio físi-

    co, con el objetivo de eliminar drástica-

    mente toda su grasa corporal y evitar de

    esta forma la descomposición después de

    su muerte.

    Segundo acto: Envenenamiento.

    En esta nueva etapa de tres años, el

    “aspirante a Buda” tenía que sustituir los

    anteriores alimentos para nutrirse de corte-

    zas y raíces, además de comenzar a beber

    un te venenoso realizado a partir de la sabia

    extraída del árbol Urushi (árbol de la laca).

    Su ingesta causaba vómitos y una rápida

    pérdida de los fluidos corporales, y lo más im-

    portante, mataba cualquier tipo de insecto o

    gusano que pudiera causar la putrefacción del

    cuerpo en el proceso de auto momificación.

    Tercer acto: Devastación y letargo.

    En esta última fase de mil días, en la que el sacerdo-

    te estaba a punto de consagrarse como ser divino, el

    veneno del té lo mantenía gravemente dolorido y de-

    bilitado. Era el momento oportuno de construir una

    tumba de piedra con el espacio suficiente para que el

    monje cupiera en su interior, sentado en posición de

    loto, a fin de culminar el proceso de meditación a

    través de la oración y el cántico de mantras sagrados

    que le ayudaba a mitigar su dolor. Al ascético se le

    permitía respirar a través de un tubo de bambú,

    además de comer una determinada ración de raíces

    que poco a poco iría agotando por completo. Una vez

    enterrado, el sacerdote tenía que hacer sonar una

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    campana todos los días hasta que fallecía, momento

    en el que se taponaba el respiradero para sepultarlo

    por completo. Ya no había lugar para el arrepenti-

    miento.

    Posteriormente, y aún

    habiéndose completa-

    do las tres etapas del

    ritual, los monjes que

    controlaban el proceso

    de auto-momificación

    del ascético, manten-

    ían un margen de mil

    días más para desen-

    terrar el cadáver. El

    ritual se habría com-

    pletado con éxito al

    comprobar que el ar-

    mazón de huesos yacía

    incorrupto, momifica-

    do de forma natural,

    sin mostrar síntomas

    de putrefacción ni des-

    composición. De ser

    así, el cadáver estaba

    preparado para recibir

    digna sepultura, sien-

    do trasladado a un

    Santuario donde sería

    arropado con sotanas

    ceremoniales y vene-

    rado como un Dios vivo. He aquí la razón de su exis-

    tencia tras una vida llena de sometimientos, plega-

    rias y peregrinajes. Por otro lado, los monjes que no

    conseguían completar con éxito este proceso de auto-

    momificación eran enterrados en “honoris causa”,

    siendo profundamente considerados y respetados por

    haberlo intentado.

    Bien es cierto que, a lo largo de la historia, las conse-

    cuencias del fanatismo religioso han sido fatales para

    la sociedad, habiéndose sacrificado miles de vidas

    inocentes en honor de una creencia desmedida. Pero

    este no es el caso de los Sokushinbutsu. El sacrificio

    y dedicación de estos monjes era siempre para asis-

    tir las necesidades de su pueblo, con el fin de pre-

    venir cualquier tipo de catástrofe o enfermedad

    que pudiera avecinarse. Además, estaban con-

    vencidos de que sus propias muertes aliviarían

    el sufrimiento del resto de la población. Un cla-

    ro ejemplo fue cuando muchos de estos monjes

    se arrancaban un ojo para impedir que se propaga-

    ra una enfermedad de la vista entre los ciudadanos

    de su comunidad.

    No es un Mito, es Ciencia.

    Según algunas creencias, el templo Danichi (situado

    entre las montañas de Dewa Sanzan) fue uno de los

    enclaves más importantes para que los monjes pudie-

    ran completar su proceso de auto-momificación. El

    mito nos dice que los Kami (Dioses japoneses) resid-

    ían en las faldas del Monte Yodono, por el que brota-

    ba un manantial de agua con propiedades milagrosas

    y de la que tan sólo podían abastecerse aquellos mon-

    jes que estuvieran dispuestos a convertirse en Sho-

    kunshinbutsu. -Con estas

    aguas se preparaba el té vene-

    noso de la segunda etapa del

    ritual-. Sin embargo, las prue-

    bas científicas que se hicieron

    del agua de esta región, atribu-

    yen el éxito de la auto-

    momificación a un componente

    químico potencialmente vene-

    noso –el arsénico- que además

    de interferir con el metabolis-

    mo celular, podía contribuir a

    una buena conservación del

    cadáver al contener altas pro-

    piedades preservativas. No

    obstante, a pesar de la descom-

    posición orgánica que supone la

    ingesta de este tipo de compo-

    nentes químicos, la sorpresa de

    los científicos fue mayúscula

    cuando comprobaron que algu-

    nos órganos de estas momias-

    permanecían intactos.

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    A unque son incontables los devotos que intentaron llevar a cabo esta inusual práctica,

    en la actualidad tan sólo se conocen cerca de treinta monjes auto-momificados. Se ubi-

    can en varios monasterios dispersos entre las montañas sagradas de la provincia de

    Yamataga -en su mayoría, se pueden apreciar en los templos del norte de Honshu-, pero que lamen-

    tablemente no se encuentran en un terreno legítimamente protegido. El primer caso de este tipo de

    momificaciones se produce en el 1081, extendiéndose durante nueve siglos más, hasta el año 1903,

    periodo en el que el Gobierno Meiji prohibió rotundamente su práctica, a favor del Sintoísmo, la

    religión autóctona de Japón.

    He aquí el insondable misterio del hombre, Enigma de los enigmas. Efímero incomprensible en su

    esencia, en su procedencia y en su destino.