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Madrid y Londres en la batalla de los signos MARCOS GARCÍA DE LA HUERTA Universidad de Cliile Estrategias de la memoria ¿De qué manera incide el «caso Pinochet» en el proceso de transición democrá- tica de Chile? Esta pregunta la intentaremos precisar en relación a dos asuntos: 1) los efectos del «caso» sobre la memoria reciente y sobre el imaginario político chileno; y 2) un eventual destrabamiento de las reformas políticas, como conse- cuencia del fin de la impunidad. Desde luego, con el arresto en Londres, comienza a emerger en la memo- ria la cuestión de los desaparecidos y a procesarse en tribunales cientos de casos previamente amnistiados. Empieza con eso también a erosionarse el blindaje jurí^dico y político forjado durante años para impedir que Pinochet fuera juzgado y para garantizarle la impunidad en el momento de su retiro. En efecto, al dimitir como jefe de Estado, mantuvo la Jefatura del Ejército y cuando abando- nó ésta, asumió como Senador Vitalicio con fiíero parlamentario, como lo auto- riza su propia Constitución. Por último, se hizo nombrar por su sucesor en el Ejército «General Benemérito». Lo que significa que no abandona la Institu- ción, o mejor, que la Institución no le abandona a él: seguirá formando parte de lo que los altos mandos llaman sin rubor, «l& familia militar». Con esta triple coraza jurídica, poh'tica y militar habría sido imposible un juicio en Chile, en vida de Pinochet. Las dudas ahora, una vez revocado su fuero como Senador, serefierensobre todo a la factibilidad política del juicio. Es preci- so considerar que su defensa no la conforma sólo el grupo de abogados que trata de impedir el juicio. Tras ellos está la prensa más influyente, la dirigencia empre- sarial y desde luego, los jefes de las Fuerzas Armadas, que siguen prestándole su respaldo incondicional. Cada fallo adverso, moviliza toda esa devota falange, em- peñada en que la evidencia histórica jamás llegue a constituirse en verdad judicial. Por otra parte, el Senador todavía se desplaza con defensa militar de man- sión en mansión dentro del país. Sólo en una de ellas cuenta con una protección de 30 uniformados, dotación que se duplica cuando él la habita. En caso de ser requerido por la justicia, responderá por oficio, jamás pisará una corte y menos una cárcel. ¿Qué juez se atreverá a poner en vereda a un ex presidente, senador vitalicio, ex comandante del Ejército, actual miembro honorario del mismo en calidad de «Benemérito»?' RIFPM6(2000) pp. 151-169 151

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MARCOS GARCÍA DE LA HUERTA Universidad de Cliile

Estrategias de la memoria

¿De qué manera incide el «caso Pinochet» en el proceso de transición democrá­tica de Chile?

Esta pregunta la intentaremos precisar en relación a dos asuntos: 1) los efectos del «caso» sobre la memoria reciente y sobre el imaginario político chileno; y 2) un eventual destrabamiento de las reformas políticas, como conse­cuencia del fin de la impunidad.

Desde luego, con el arresto en Londres, comienza a emerger en la memo­ria la cuestión de los desaparecidos y a procesarse en tribunales cientos de casos previamente amnistiados. Empieza con eso también a erosionarse el blindaje jurí dico y político forjado durante años para impedir que Pinochet fuera juzgado y para garantizarle la impunidad en el momento de su retiro. En efecto, al dimitir como jefe de Estado, mantuvo la Jefatura del Ejército y cuando abando­nó ésta, asumió como Senador Vitalicio con fiíero parlamentario, como lo auto­riza su propia Constitución. Por último, se hizo nombrar por su sucesor en el Ejército «General Benemérito». Lo que significa que no abandona la Institu­ción, o mejor, que la Institución no le abandona a él: seguirá formando parte de lo que los altos mandos llaman sin rubor, «l& familia militar».

Con esta triple coraza jurídica, poh'tica y militar habría sido imposible un juicio en Chile, en vida de Pinochet. Las dudas ahora, una vez revocado su fuero como Senador, se refieren sobre todo a la factibilidad política del juicio. Es preci­so considerar que su defensa no la conforma sólo el grupo de abogados que trata de impedir el juicio. Tras ellos está la prensa más influyente, la dirigencia empre­sarial y desde luego, los jefes de las Fuerzas Armadas, que siguen prestándole su respaldo incondicional. Cada fallo adverso, moviliza toda esa devota falange, em­peñada en que la evidencia histórica jamás llegue a constituirse en verdad judicial.

Por otra parte, el Senador todavía se desplaza con defensa militar de man­sión en mansión dentro del país. Sólo en una de ellas cuenta con una protección de 30 uniformados, dotación que se duplica cuando él la habita. En caso de ser requerido por la justicia, responderá por oficio, jamás pisará una corte y menos una cárcel. ¿Qué juez se atreverá a poner en vereda a un ex presidente, senador vitalicio, ex comandante del Ejército, actual miembro honorario del mismo en calidad de «Benemérito»?'

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Para ajusticiar a alguien, es preciso previamente «reducirlo», es decir, po­nerlo en la condición de «inferioD>. Para eso la justicia despoja de todo fuero y privilegio, también priva de la libertad y de todo cuanto constituya signo de poder. Ajusticiar al privilegio es una contradicción en los términos. Por algo los dictadores, si no han sido derrotados por las armas, mueren de viejos, y jamás son juzgados, a menos que su círculo de poder se derrumbe y los arrastre en su caída. No es éste el caso, ciertamente. Basta observar la prepotencia con que actúan los abogados del general, para darse cuenta de qué lado está cargada la balanza del poder. El propio acusado se permite declarar, por ejemplo, que recibirá al juez «porque él es un caballero» y lo obliga a desplazarse hasta la residencia que él mismo fija.

El arresto en Londres respondió, como se sabe, a la demanda de extradición del juez Baltasar Garzón, asesorado por Joan Garcés, entre otros. Garzón trasmitió la información reunida por los familiares de detenidos desaparecidos, sobre la llamada Operación Cóndor, a la postre fiíndamental para esa acción judicial.

El ministro del interior británico negó la extradición, pero aduciendo moti­vos de salud, lo que significa que quedaron en pie los argumentos de la acusa­ción, que los Lores acogieron en lo fundamental. Por su parte, el Gobierno chileno reclamó el derecho jurisdiccional, lo que implicaba un compromiso de procesamiento en Chile.

La detención tuvo, pues, como primer efecto el desbloqueo del proceso judicial, ya que hasta entonces los Tribunales se habían limitado a aplicar el Decreto de Amnistía de la Dictadura. Sólo la reinterpretación de esa ley abrió paso a la revisión de muchos de los casos amnistiados, con lo cual se puso fin a la impunidad y empezó un proceso de progresiva e inexorable erosión de la memoria oficial. A medida que los procesos sobre detenidos desaparecidos si­guen su curso continúa acumulándose una evidencia abrumadora, que rebota fatalmente sobre Pinochet, en razón de la jerarquía del mando.

Sin embargo, luego de concedido el desafuero, comenzaron a observarse algunos signos de una salida política, invocando, una vez más, el motivo de salud. La legislación chilena sólo estima como causal eximente en estos casos, la salud mental o demencia. Pero, vista la magnitud de los crímenes imputados, bien vale la pena pasar por esa pequeña humillación.

El juicio de extradición significó, en fin, la ratificación en una Corte, de la validez universal de los derechos humanos. Lo que venía a decir el fallo de primera instancia de la High Court —enmendado luego por los Lores—, es que basta que un sujeto se apropie del poder y refugiado en él, mande secuestrar, torturar, y matar, para que nadie lo pueda juzgar en el mundo.

No es, claro está, una conclusión edificante, pero no difena sustancialmen-te del criterio impuesto en Chile. El fallo ulterior de los Lores enmendó esa resolución, declarando extraditable al general, y confirmando la no prescripción y no territorialidad de los delitos tipificados como «cn'menes de lesa humani-

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dad». A diferencia del anterior, este fallo traza un horizonte moral básico para la convivencia civil, introduciendo una suerte de absoluto en las relaciones de poder, en cuanto tipifica delitos que no tienen tiempo: no prescriben jamás, y no tienen espacio tampoco, ya que están sobre los territorios, sobre las naciones y los Estados, sobre ideologías y ejes divisorios de izquierdas y derechas. Pueden ser juzgados en cualquier país, sin que cuente la nacionalidad de las víctimas ni de los victimarios. Son un universal jurídico, que supone una suerte de ciudada­nía universal que exigiría, es cierto, la acción de tribunales internacionales. El llamado juicio histórico, que hasta hace poco se tenía por el único posible, no es en este aspecto un sucedáneo del juicio en una corte. Este último incorpora un elemento que no pertenece sólo al orden de los principios: la acción penal. La denegación de justicia, en cambio, lleva al sentido común a una conclusión resignada: la historia juzgará. Expresa un estado de abatimiento y resignación generado por la impunidad y la política del olvido. Representa, al mismo tiem­po, un atentado a la ciudadanía. Pues la democracia no se recrea sólo reconstitu­yendo las formas institucionales; es preciso recomponer la confianza en esas instituciones y ante todo la confianza en la justicia. Si ésta no identifica respon­sables ni determina reparaciones, bien poco puede hacer el juicio histórico.

La justicia supone la identificación de los responsables y una pena, aunque sea en la forma simbólica, de la deshonra. Incluso en los llamados juicios de Dios había una sanción: venía del desenlace de una acción que hacía las veces del dictamen de un tribunal imaginario. A diferencia de un tribunal virtual, de Dios —o de la historia—, en una corte no se pueden excusar crímenes invocan­do actos imaginarios, como cuando se dice, por ejemplo: «las diez mil víctimas del régimen X se justifican porque un régimen Z — imaginario o por venir—, habría victimado cien mil». Esa historia fabulada, virtual, cuya eficacia puede ser enorme, no tiene ningún lugar en una corte.

El juicio histórico por lo demás, no pertenece a la posteridad; se está ha­ciendo y rehaciendo siempre: cada generación necesita procesar su experiencia, sobre todo si ha vivido acontecimientos traumáticos. Pero tampoco es la ciudad la inculpada: la idea de que «todos somos culpables» implica que nadie lo es, pues nadie inculpa a nadie y nadie investiga a nadie. Lo que caracteriza un juicio a secas es que una corte individualiza responsables y emite fallos: es lo único que impide que en el sentido común ciudadano se entronice la creencia de que el crimen paga o que «la justicia se hace para los ricos y poderosos».

La cuestión de los signos

En el espacio de confrontación que siempre generó Pinochet, irrumpió, pues, un elemento nuevo e inesperado, cuyo efecto inmediato fue remover un pasado enterrado vivo, y forzar una nueva estrategia de la memoria, que empezó a esbozarse en los Tribunales y ha terminado por invadir el espacio público.

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Todo el caso Rnochet se enmarca, por demás, en un sistema de imágenes: imagen de la justicia, imagen del régimen militar, del país, de su capacidad de hacer justicia y de recomponer su democracia. Imagen del mismo general, sin duda, cuya destrucción no ha sido el resultado menor de la guerrilla judicial enta­blada, a raíz, básicamente, de la resistencia de su defensa para aceptar el juicio.

La carga simbólica de esta causa no viene sólo del carácter emblemático de la figura de Rnochet; se inscribe al mismo tiempo en ese gran combate de los signos que es la historia política, y que en la más reciente de Chile se ha investido con caracteres de tragedia y de comedia.

Cuando algunos parlamentarios y dirigentes cerraron filas en tomo al ge­neral y volaron a Londres apenas explotó en Santiago la noticia de su arresto, no lo hicieron sólo para apoyar al octogenario caudillo del que ya creían haber­se desembarazado. Tampoco fue sólo por la «defensa de la soberanía y la digni­dad nacionales», como se adujo. Lo hacían sobre todo porque si llegaban a enjuiciar a Pinochet, todo el imaginario poh'tico tan laboriosamente construido durante décadas, saltaría en pedazos. Un juicio por cnmenes contra la humani­dad destruiría en unas cuantas semanas o meses la imagen de intocable y sobre todo la de inocencia martillada por los medios durante décadas. Con ella se vendn'a abajo el imaginario del régimen militar y toda una lectura del presente que parecía convertida en sentido común. El presidente (S) de uno de los parti­dos de la oposición lo dijo con todas sus letras: «No vamos a permitir que se reescriba la historia».^ Eso significa: para que la transición sea posible, es con­dición que Pinochet se mantenga como intocable; podemos sobrevivir política­mente a los crímenes, no al derrumbe de un imaginario.

Entonces, el juicio en Londres, junto con remover esa memoria, supuesta­mente amnésica o anestesiada por la amnistié mostró otros dos aspectos: una transición incompleta y entrampada, y un pasado que no termina de pasar. Se han reconstruido las formas institucionales y los ritos de la democracia, eso es indudable. Pero subsisten los «enclaves autoritarios», las «leyes de amarre» y los «cerrojos constitucionales». Ante todo, un Ejército al que la Constitución del 80 le reconoce el papel de «garante de la institucionalidad», un sistema electoral que distorsiona la voluntad popular y un régimen de quorum para las enmiendas a la Constitución, que hace inviables las reformas políticas sustantivas. Los dos gobiernos de la Concertación por la Democracia han chocado contra este muro político-legal, y los gobiernos electos, a pesar de sus programas de reforma, han terminado volviéndose funcionales al régimen de Estado heredado. El propio presidente Lagos lo advirtió cuando la Concertación recién accedía al gobierno: «corremos el riesgo de convertimos en administradores del régimen militar», observó. Y es que la Concertación no accedió a un Estado neutro. El poder constituyente fue conculcado por el poder militar, no para un retomo a una genuina democracia, sino para construir un nuevo Estado seudo-democrático, bajo tutela castrense. La ideología del mercado, que supuestamente debía procu-

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rar un toque liberal al régimen, produjo el efecto inverso: acentuó su carácter elitista y concentracionario. Porque mercado y democracia no se armonizan de modo natural y espontáneo: es preciso un Estado que los armonice, y es justa­mente lo que trata de evitar la doctrina económica del Estado «subsidiario», en la versión antipopular con que se aplicó en Chile el credo liberal. Por algo se ha hablado de una «dictadura del mercado»: es porque la «mano invisible» de Adam Smith se impuso en Chile mcuiu militari.

Esas dos grandes coordenadas —mercado y régimen de Esado— han fijado sus cotas a la Concertación, que se convirtió sin quererlo, en «administradora» y heredera del régimen militar, a pesar de los esfuerzos, sobre todo en el discurso y en uno que otro toque de sensibilidad social, por marcar su diferencia

Hay un signo muy elocuente del carácter del régimen impuesto en 1973. En las Fuerzas Armadas hubo, a partir de entonces, una «transición» inconfun­dible, trasparente como ninguna transición ulterior. De los 25 generales golpis-tas de 1973, en 1977, a escasos cuatro años del golpe, no quedaba ni uno solo en ejercicio, aparte los cuatro de la Junta Militar. Pinochet borró de un plumazo todo vestigio del Ejército de Prats y Schneider, sus inmediatos predecesores. No era suficiente, aparentemente, ser golpista de ocasión, era preciso serlo de voca­ción y convicción, por así decirlo. ¿De qué otro modo entender una purga de esa envergadura, sino por una exigencia de sumisión incondicional, que se ins­cribe en un rediseño total del Estado?

Si algo hemos aprendido del golpe, es que las Fuerzas Armadas no son neutras y apolíticas: integran orgánicamente el Estado y son protagonistas, en el mejor de los casos, invisibles y silenciosos, del proceso poh'tico, pero es una ilusión suponer que están en un limbo: no hay, por lo demás, un juera, menos aún en un Estado diseñado por ellas y sus asesores, a su medida.

Surge, pues, la hipótesis de que se ha creado un nuevo régimen de Estado, bastante consolidado ya, que hace problemática la idea de un retomo a la de­mocracia. Es posible que se transite hacia otra democracia, pero la que hay tiene límites severos y la que se perdió, está perdida para siempre: es un tránsito hacia un incógnito, digamos, una salida pactada de la dictadura, que corre un riesgo de recambio anticipado y muerte prematura. Es inminente que la Concer­tación de deje el poder antes de lograr darle forma democrática a una Constitu­ción que no lo fue jamás ni quiso serlo. Porque de lo que se trataba para la Junta Militar y sus asesores no era reconstruir las instituciones democráticas sino demolerlas e institucionalizar la dictadura, o sea, fundar una nueva institu-cionalidad elitaria y autoritarista, que consolidara el régimen, lo que Armando Uribe llamó la «dictadura imperfecta». I as tímidas enmiendas que se logró introducir a la Constitución del 80, sirvieron fundamentalmente para eso: procu­rar al régimen la legitimidad de que adolecía; y la continuidad, que Lagos mis­mo recelaba.

Se dirá que era misión imposible cambiar esa Constitución por otra, que

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sólo era posible retocarla. Eso querría decir que la redemocratización era un espejismo y se cayó en una trampa. Sí, en cambio, era factible, entonces se falló en lo principal: construir un Estado, que permitiera el ejercicio de la soberanía popular, en vez de éste diseñado por sus adversarios para impedirlo, obstaculi­zado o burlarlo. En todo caso, si no puede uno mismo marcar diferencias, tampoco podrá reprochar a los otros, a la opinión pública, no saber distinguirlas y, llegado el momento, en la alternativa de escoger entre neoliberales avergon­zados y otros sin vergüenza, inclinarse por el original.

El otro punto que evidenció el arresto, es la dificultad de procesamiento de ciertas experiencias, que habrí a que calificar de indigeribles, a juzgar por el modo compulsivo y estentóreo con que resurgen las viejas odiosidades, cada vez que la ocasión es propicia. Basta recordar la conmoción que provocó en Chile el episodio de Londres, y que llevó a más de alguno a asociar esa situa­ción, con el clima de confrontación previo al golpe.*

La comparación no resiste el menor análisis. En esa ocasión se planteaba la cuestión del poder, a nivel de Estado y también a nivel «microscópico y capilaD>, como diría Foucault, en los «meandros y confines» del sistema institu­cional. En este caso, se trata de la suerte de un hombre, de un símbolo, es cierto, pero no es una instancia crucial, que ponga en juego la suerte del país. Si algo asemeja ambas situaciones, es un imaginario atormentado por los mismos demonios.

En esta oportunidad abundaron las acciones xenofóbicas como las quemas de banderas, las propuestas de boicot a los productos ingleses y españoles, la ruptura de relaciones con esas naciones, etc. El Senado acordó paralizar sus sesio­nes en señal de protesta y un alcalde ordenó no retirar la basura frente a las embajadas mientras otro resolvía embanderar las calles de su comuna, en vista que los vecinos se negaban a hacerlo. En fin, se emitieron centenares de amenazas de muerte, de anónimos insultantes, de volantes oprobiosos, como si eso fuera a alterar el proceso o favorecer el retomo. La prensa adicta, por su parte, vertió toneladas de insensateces, que una Editorial se tomó el trabajo de reunir en un libro de 180 páginas: una antología para un análisis dpi «sublime posmodemo».^

Había una idea que estaba instalada firmemente en lo profundo del imagi­nario: la idea casi religiosa, de que Pinochet era intocable. Su detención y pro­cesamiento resultó un hecho inconcebible, inaudito, sacrilego, que reveló la existencia de esas «fuerzas enormes», de que habla Jameson, que violan los tabúes. Pero también está la evocación de aquella otra escena en que acciones similares contribuyeron a precipitar el golpe. De modo que las expresiones de apoyo se dejan leer también como manifestaciones de la esperanza de recobrar un protagonismo, que vicariamente lograron acciones similares en aquella oca­sión. Inútilmente, claro está, pues no sin cierta razón se ha dicho que la historia no se repite, y cuando se intenta hacerlo, lo que una vez aconteció como trage­dia se reitera más tarde sólo como comedia.

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La visión casi religiosa de intocable, guarda estrecha relación con la buena conciencia que crean las dictaduras, quizá como un antídoto, pero se vuelve a menudo contra ellas. El mismo viaje de Pinochet puso de manifiesto esa ima­gen de invulnerabilidad e inocencia. Eran muchos los signos que hacían poco recomendable esa incursión. Varios países habían reclamado la desaparición de sus ciudadanos; en España se había iniciado la investigación sobre ejecutados políticos. El rechazo de Francia a otorgar una visa al Senador y la misma nega­tiva de Suiza de extraditar a un prófugo, indicaban a las claras, que afuera se tenía una imagen bastante parecida a la del sentido común ciudadano, según la cual la justicia chilena ha sido más tuerta que ciega.

El haber desechado todos esos signos, en el convencimiento que la justicia jamás lo alcanzaría, es una muestra de ese narcisismo que termina por divorciar a las dictaduras del mundo exterior. La visión embustera y complaciente que forjan sobre sí mismas es parte, sin embargo, de una operación de legitimación. Si se llaman regímenes «de excepción», «transitorios», «de facto», «de emer­gencia», «de reconstrucción», «de salvación nacional» etc., es porque adolecen de sostén legal. Para crearse una legitimidad sucedánea, magnifican la imagen del conductor, intentando su identificación con el régimen y con el país. En Chile se usó y abusó de esa asimilación, sobre todo cuando no era posible la manifestación de la disidencia. Si ésta llegaba a aflorar, era combatida como expresión de la «antipatria». El disidente no podía aparecer y por ende, no existía: era el enemigo a combatir o liquidar. Esta pérdida de la capacidad de acción es, por otra parte, condición de existencia de las dictaduras. El ideal de éstas es que el poder se exprese en estado puro, sin trabas y sin tapujos, exacta­mente como en una cárcel, donde la fuerza bruta se confunde con la autoridad y no requiere ocultarse ni enmascararse. El poder no es más que la serena imposi­ción del bien sobre el mal, del orden sobre el desorden.

Esta forma de ejercicio del poder puro provoca, sin embargo, una pérdida del significado, incluso una pérdida del sentido común. Lo que llevó a Pinochet a internarse en campo adversario es esa ilusión tragicómica de invulnerabilidad, que se asocia a la identificación con el país. Paradojalmente, este fenómeno de identificación reapareció en un marco no dictatorial, cuando se representó el procesamiento afiíera como «un atentado contra la soberanía nacional». Pero el punto merece tratamiento aparte. Durante el arresto en Londres el gran tema ausente fue, curiosamente, la culpabilidad. Si alguien creía en la inocencia debió ser el más interesado en que se pudiera demostrar en un juicio. Pero en lugar de culpabilidad sólo se trató de reclamos de inhabilidad, de contiendas de compe­tencia, de recursos procesales, de diagnósticos médicos y demás. De modo que la defensa quedó sin acceso al sumario que se instruía en España y el acusado no pudo tampoco ejercer su derecho a descargo en las materias de fondo. Si Pinochet hubiera muerto entretanto, su responsabilidad no habría llegado a diri­mirse jamás ante un tribunal.^

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Al ser denegada la extradición, aunque la posibilidad de juicio en Chile ahora es cierta, no es seguro que el proceso concluya en vida del acusado, ni es garantía de procesamiento exhaustivo, el más de centenar de querellas incoadas en su contra. De modo que algo de razón tuvo el juez Garzón al afirmar: «pue­de decirse que (su detención) no ha producido efecto alguno y, desde luego, quedará inerte si no se concede la extradición».''

Habla aquí el abogado, naturalmente, pues la detención gatillo un proceso que terminaría por cambiar completamente el escenario, y cuyos efectos siguen multiplicándose. El primero e inmediato rebote del juicio en Londres fue ese centenar de querellas que los tribunales chilenos cursaron en unos cuantos me­ses, después de veintitantos años de negativas. El hecho no dejó de sorprender a una opinión pública curtida tras décadas de impunidad. Algunos llegaron a sos­pechar que se trataba de otra maniobra destinada a facilitar el regreso. Pues, para la posición del Gobierno resultaba indispensable que existiera algún encau-samiento en Chile, de otro modo el reclamo al derecho jurisdiccional resultaba impresentable. Pero la apertura de esas querellas, que ya suman más de dos­cientas, permitía también abrigar la ilusión, que respondía al propósito de lavar la imagen de parte de un poder judicial acusado de haber sido dócil y hasta complaciente durante !a dictadura.

Actualmente se encuentran procesados unos ochenta militares, entre oficia­les y suboficiales, lo que ha contribuido a abrir el espacio para la discusión sobre derechos humanos. De modo que la detención de Pinochet, vista en pers­pectiva, resulta ser el acontecimiento poU'tico más importante desde el Plebiscito de 1988. Con una diferencia, y es que en esa oportunidad la Concertación tuvo un desempeño ejemplar, mientras, en esta ocasión no le cupo ningún mérito. Al revés: sólo vio en el juicio de Londres un dolor de cabeza más para el Gobierno e hizo lo imposible por traer al detenido de vuelta a casa

Pero, aunque Pinochet escape a la acción penal y cualquiera sea el desen­lace del proceso, hay algo que ya nada ni nadie podrá borrar: su detención y encausamiento destruyó para siempre su imagen. La representación de consumo interno —en la que se aplica grosso modo aquello de que las ideas dominantes son las de la clase dominante— tiene que habérselas ahora con una contraima­gen ventilada en cortes: la del militar sentado en el banquillo, acusado por crímenes contra la humanidad. Nada podrá borrar eso. El último desplante pú­blico que se le conoce, fue el numerito que representó en la loza del aeropuerto, a su regreso. Un milagroso «levántate y anda» lo alzó de su silla de ruedas y lo condujo al abrazo final con sus ex camaradas de armas, mientras la banda ento­naba los sones de Lili Marlene, su marcha favorita. Todo un gesto de opereta, que responde a un intento desesperado de borrar las huellas de esa humillación.

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Democracia tutelada y transición conculcada

Por lo que toca a los hombres de armas, es sintomática la actitud institucional de los altos mandos frente a los gobiernos elegidos. Nunca se preocuparon de sintonizar con el país y con la democracia que se reconstruye. Desde luego, mantuvieron bajo el más hermético secreto la información de sus archivos refe­rente a desaparecidos. Recién comenzaron a revelar el destino de algunos de éstos como resultado de la llamada «mesa de diálogo», aparentemente, no tanto para facilitar la investigación como para negociar la impunidad. La información entregada contenía, en efecto, graves omisiones, inexactitudes y adulteraciones, lo que refuerza la sospecha de que pudo tratarse de una maniobra ruin. Pero, al revelar que los cuerpos de los desaparecidos fueron arrojados al mar, a los ríos y lagos, las Fuerzas Armadas estaban admitiendo la autoría de atrocidades y crímenes aberrantes, que hasta entonces siempre negaron.

Los mandos castrenses lamentan «la procesión de uniformados que desfila por los tribunales», sin reparar que eso mismo los compromete, pues si se hubie­ran cuidado de apartar de sus filas a los involucrados, se habrían evitado ese bochorno. Contrasta esa actitud con la purga brutal que hicieron después del golpe y que llegó hasta los propios golpistas, como vimos. El reclamo por los procesos se extiende incluso a los oficiales en retiro, que prestan testimonio, lo que indica que no hay tal retiro. La pertenencia a la institución se parece más a un pacto de sangre, que a un lazo profesional de carácter contractual y disoluble.

En vez de reprobar sin ambigüedad la brutalidad de los crímenes de Esta­do, los mandos castrenses insisten en solidarizar con los procesados. A pesar de declarar que la responsabilidad judicial es individual —y efectivamente lo es—, a la hora de un fallo adverso, los comandantes se apresuran a comentarlo y expresar su «molestia»; o bien su «preocupación» o su «interés» —según el rango del inculpado—, en procesos que se hallan todavía en curso. No hacen con ello sino reafirmar un compromiso institucional, que han negado de la boca para afuera.

La escalada judicial va poniendo de manifiesto, en todo caso, la incon­gruencia de mantener como figura emblemática del Ejército y de la nación misma, a un acusado. ¿Por qué no asociar aquel más bien a la democracia que se supone ha de venir? Ni siquiera en términos estratégicos resulta prudente mantener ese divorcio con la ciudadam'a: ellos deben saberlo mejor que nadie. Siguen pensando, no obstante, la puesta al día de las Fuerzas Armadas en térmi­nos de nuevos pertrechos y nuevas tecnologías, jamás piensan la modernización en términos de mayor prestigio y cercanía con la opinión del país. «Un civil podrá militarizarse, pero un militar jamás podrá civilizarse», decía Unamuno.

Tal vez se trate simplemente de un anacronismo; de un Ejército concebido para la guerra fría, aunque se pretende que está para la defensa de la soberanía; entendida ésta todavía como soberanía territorial y la territorialidad misma redu-

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cida a la geografía, al espacio logístico o geopolítico. Nunca entienden este último espacio como medio ambiente, por ejemplo, o como espacio de vida, mucho menos como espacio público. La defensa de la soberanía se la concibe únicamente como protección del patrimonio físico-territorial.

Una actitud tan pertinaz del alto mando no se explica sólo por la presión que desean ejercer sobre los jueces; hay que asumirla en todas sus implicancias. Y es aquí donde resurge la hipótesis antes adelantada. Es lúgubre, sin duda, pero bastante plausible. Ha habido una transición, es cierto, porque ya no hay dictadura, pero es un tránsito a algo indeterminado. Por lo mismo, es incierto el papel que asuman las Fuerzas Armadas. No es seguro que consista en afíanzar y respaldar algo indeterminado a lo que adhirieron, por lo demás, a regañadien­tes y cuando no había más remedio. La institución militar ha ido, a decir ver­dad, a la rastra de esta transición: la ha aceptado en la medida que se tomaba inevitable, incluso en el momento del plebiscito del 88, cuyo resultado Pinochet intentó desconocer.

Su sucesor, en lugar de intentar convertirse en el Comandante de la transi­ción, no deja pasar ocasión para reafirmar la «férrea cohesión» de la «familia militar», y aparecer como heredero del Ejército pinochetísta. Se dina que los altos mandos terminaron creyéndose el cuento forjado por ellos mismos: la identificación de Pinochet con el Ejército y con la Patria Tal vez resulte para ellos menos abstracta la Patria que la democracia de que hablan los «señores políticos». No fue con democracia, en todo caso, que prosperaron las Fuerzas Armadas. ¿Es tan sorprendente suponer, entonces, que no es por ella por quien apuestan?

Aparentemente, este pragmatismo rampante tiene más vigencia para los generales, que la lógica democratizadora o la doctrina del Ejército subordinado al poder civil, vigente hasta 1973. De hecho los dos predecesores de Pinochet sostenían esa doctrina precisamente, y fueron asesinados. ¿Es verosímil suponer que ella renacerá de las cenizas sólo por un revés electoral y no más bien que se mantendrá la «doctrina Pinochet», si así puede llamarse?

La Constitución de 1980 le asignó a las Fuerzas Armadas el papel de «garantes de la instítucionalidad», privando al presidente de su facultad de nom­brar a los jefes de todas las ramas de la defensa. De modo que el poder militar adquirió el derecho constitucional a intervenir el poder civil. ¿Por qué debenan, pues, jugarse los militares por la democracia, cuando ésta les priva del derecho a ser el arbitro supremo del Estado? Un poder cuando existe, se ejerce; y si no se está dispuesto a hacerlo, se lo abdica. Ésto es justamente lo que no ha ocurri­do. Ningún mando militar ha expresado jamás el deseo o la intención de modi­ficar la Constitución en ese punto.

Si las declaraciones y trascendidos que emanan del Ejército son inquietan­tes, no es, sin embargo, porque sea factible un golpe ahora. Es también y sobre todo porque presumiblemente esas proclamas trasuntan la misma orientación, el

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mismo dogmatismo, que inspira las ideas y doctrinas, la visión de la historia reciente y la concepción de la relación con la civilidad, que se enseña en las academias militares. ¿Podna ser de otro modo? Es de todo punto verosímil que la formación de los cadetes sea tan poco renovada, tan poco armónica con la democracia, tan n'gida y esclerosada como las expresiones públicas del Alto Mando. Inquieta pues, que el divorcio mismo se constituya en doctrina, y que esta «familia militan) siga encontrando su cohesión como heredera del pasado interventor y dictatorial, en lugar de buscar concordar con el futuro que supone­mos ha de ser democratizador.

¿Un nuevo concepto de soberanía?

Los Lores dejaron firme una doctrina: la no territorialidad de la justicia en casos de violaciones a los derechos humanos. El fallo que negó la inmunidad, estable­ció un precedente, hasta cierto punto novedoso para ex jefes de Estado, aunque hay, desde luego, el caso de Noriega en Panamá, juzgado y encarcelado en Estados Unidos. Después de la Segunda Guerra, hubo detención y extradición desde Sudamérica de ex jerarcas nazis acusados de crímenes de guerra. En los casos de jefes de Estado como Hitler o Mussolini, no hubo juicio en el primer caso y Mussolini fue ajusticiado, pero por un tribunal popular. El nazi-fascismo fue enjuiciado en Nuremberg en sus principales colaboradores. De modo que en ambos casos las responsabilidades aparecieron a plena luz y los culpables fue­ron castigados.

En las dictaduras del Cono Sur, la mayor parte de los cn'menes han queda­do impunes. Salvo contadas excepciones, no ha habido juicios y los casos en que los hubo, sirvieron como símbolos para aducir que la justicia ha operado. Cuando lo cierto es que la Amnistía sirvió para dejar sin investigar infinidad de crímenes, que la legislación reciente ha declarado imprescriptibles. Sólo des­pués de Londres se revisó la interpretación previa dada a la Amnistía, recono­ciéndose la imprescriptibilidad, al considerar como «secuestro» los casos de desaparecimiento, mientras no aparezcan los cuerpos.

Se ha sostenido haber aplicado un doble estándar con Pinochet, porque a menudo se recibe con honores a dictadores sospechosos de cn'menes similares. Siendo aún mandatario, es probable que no lo hubieran tocado. Quizá un jerarca chino no habn'a corrido su misma suerte aunque tuviese méritos similares. De allí a afirmar que «el juicio es político», hay una distancia. Habría que probar que no le cupo responsabilidad en los crímenes que se le imputan. Y eso es lo que han tratado de impedir por todos los medios su defensa, primero oponién­dose al juicio, luego dilatando la causa y escamoteando el fondo de la misma.

La justicia no es ni puede ser completa. Nuremberg juzgó sólo a unos cuantos jerarcas, pero eso no exculpa a los otros, a quienes de cierta manera también alcanza el juicio, al menos simbólicamente. Es lamentable que la justi-

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cia no llegara también a ellos pero esa no es razón para no juzgar a los otros. Si se objeta la justicia incompleta para alegar la impunidad de algunos culpables, lo que se pretende es exculparlos a todos en lugar de juzgarlos a todos.

Los argumentos excúlpatenos esgrimidos son básicamente dos: inicial-mente, se invocó el «estado de guerra» establecido en el Código de Justicia Militar, en virtud del cual operaron largo tiempo los tribunales castrenses. Pos­teriormente, se emitió el Decreto de Amnistía que significó dejar en impunidad los «actos de guerra» cometidos hasta 1978. Los Convenios de Ginebra, sin embargo, tipifican como delitos, actos de extrema gravedad, como secuestro, tortura, desaparición de personas, etc., aunque se lleven a cabo en una guerra. De modo que en ese tipo de crí'menes no vale el principio territorial ni la pres­cripción: son actos de terrorismo de Estado, cuyos procedimientos ni siquiera serían exculpables en caso de guerra.

Los partidos de derecha, por su parte, no han invocado el «estado de gue­rra», sino que han aducido que los crímenes no respondieron a una estrategia deliberada, una política de Estado. Serían hechos episódicos, «excesos», cometi­dos por funcionarios y mandos medios: es el argumento pob'tico de la exculpa­ción. La absolución judicial, en cambio, resulta de la aplicación de la Amnistía, que cubre cualquier «exceso». La consecuencia es la misma: dejar impunes infinidad de delitos atroces.

Pinochet mismo no ha hablado nunca de «excesos», porque en las opera­ciones militares se responsabiliza al militar de más alta graduación. Si no hubo orden superior expresa en casos de «excesos», debieron a lo menos pasarse a la Justicia Militar e investigarse.^ La omisión en esto es delatora y culpable. Sin embargo, Pinochet la llevaría barata si sólo se le imputara omisión: al menos en el «caso Prats» ha quedado acreditada su responsabilidad directa en las acciones de la DINA, su policía política. También en el caso de la «caravana de la muerte», ocurrido antes de la creación de esa policía.

La Derecha, por su parte, no ha invocado el «estado de guerra», porque la guerra entre ciudadanos supone admitir la tragedia. Pero en Chile no ha habido el reconocimiento de la tragedia más que del lado de los vencidos. Del lado de los vencedores, si así puede hablarse, hubo hasta no hace mucho la conciencia de una gran victoria, la más reciente, que realimenta el mito nacional del «ejér­cito jamás vencido».'"

Los partidarios de la dictadura han coincidido con algunos de sus adversa­rios en afirmar que el juicio «infería una humillación a Chile» porque se «atro­pello su soberanía». En esto habría que distinguir: la humillación no implica atropello de la soberanía. Hubo una humillación, porque jamás un ex jefe de Estado tuvo que comparecer ante un tribunal, menos en un proceso criminal. Pero la afrenta mayor vino de antes y vino de adentro: de la justicia, por de pronto, que no pudo o no quiso investigar. Y de una clase política que aplicó la estrategia del avestruz en materia de derechos humanos. Lo dijo con toda natu-

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ralidad el arzobispo de Santiago, al día siguiente del arresto: «Estas cosas pasan porque no hemos hecho justicia aquí».

La soberanía no estaba en juego. Los acuerdos recientes sobre Derechos Humanos implican una revisión y extensión de este concepto, pues siempre se reconoció excepciones al ejercicio territorial de la soberanía: en casos de pirate­ría, de trata de blancas y otros en que la ley cautela la inviolabilidad de ciertos derechos personales.

La propia Constitución de 1980 admite, en su Artículo 5.°, un h'mite a la soberanía precisamente en esta materia: «el ejercicio de la soberara'a reconoce como limitación el respeto a los derechos humanos... Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitu­ción, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentran vigentes».

La idea de que los derechos del individuo están por sobre el Estado, es antiquísima y traduce a términos jurídicos una de las ideas más fundamentales del cristianismo agustiniano: la dignidad absoluta de la personalidad moral. Para un griego o un romano, los derechos ciudadanos no están por encima del Esta­do, antes bien, se subordinan a él. San Agustín es quien afirmó la libertad del individuo como un absoluto, frente y eventualmente contra el Estado. El con­cepto moderno de ciudadano incorpora esta idea. La concepción de la persona como anterior y superior al Estado, es un fílosofema que se repite como una letanía, sin entender bien qué significa. Por ejemplo: el presidente Frei redujo el problema a una cuestión de soberanía. Y, junto con reclamar el mejor derecho de Chile para juzgar, manifestó «defender principios y no personas». Es difícil que alguien fuera a creer que habna hecho lo mismo por cualquier hijo de vecino, habiéndose jugado como lo hizo. Pero, en fin, habrá querido decir, que en este «caso» no defendía un caso, aunque lo cierto es que en las cortes no se juzgan principios sino precisamente, «casos».

Por lo demás, Chile había suscrito los convenios de derechos humanos que reconocen la no territorialidad de ese tipo de delitos. Incluso dio rango constitu­cional a ese principio. El gobierno, sin embargo, no reparó en ningún momento en ese otro principio, distinto y hasta opuesto al estatal hobbesiano: el concepto canónico, de cuño agustiniano, de los derechos individuales. Resulta paradojal, que precisamente cuando el concepto moderno del derecho ciudadano logra incorporar después de siglos ese sentido fuerte del derecho individual, un Man­datario católico, militante de un Partido Cristiano, lo ignore y se pronuncie contra él, invocando el principio de la soberanía estatal. Cuando la doctrina cristiana jamás ha reconocido otro principio que no fuera el agustiniano.

Los únicos en resistir, tibiamente, es cierto, el criterio oficialista en la ma­teria, fueron algunos dirigentes del Partido Socialista. El socialismo chileno ya no reconoce filiación marxista, aunque tampoco se le conocen inclinaciones agustinas. Marx, dicho sea de paso, es uno de los pocos autores que no admite

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la teona de los derechos humanos. Aduce para ello su carácter «abstracto», puramente desiderativo, es decir, que se los proclama en la moral y el derecho, pero no se podrían cumplir en las condiciones de la sociedad actual.

Para colmo de ironía, el tratado que reconocía la limitación de la soberanía, afirmando la no territorialidad de la justicia en casos de violaciones a los derechos ftindamentales, fiíe firmado de puño y letra del general Pinochet cuando era jefe del Estado. Y su propia Constitución lo ratificó en el citado Artículo 5.°.

Felipe Portales califica la defensa que hizo el gobierno en esa oportunidad como «una de las manifestaciones más impactantes de contradicción política de la historia contemporánea»." Por su parte, Juan Francisco Coloane afirma: «el país no ha avanzado en materia de derechos humanos en cuanto a incorporarlos como ethos del Estado». «Esa profunda carencia de política de Estado, se mani­festó con aguda resonancia por el episodio del arresto, la liberación y sus conse­cuencias».'^

El gobierno democrático, en efecto, se mostró incapaz de respaldar el cri­terio de la Corte, y prefirió alinearse en la defensa del Dictador, convirtiendo ésta en un asunto de Estado.

La política no tiene necesariamente que ser «de principios» y a menudo no puede serlo, pero la ocurrencia de invocar principios —y de hacerlo equívoca­mente— precisamente cuando impera una casi total orfandad de ideas, llama mucho más la atención.

Como era previsible, a medida que el proceso avanzó, quedó cada vez más en evidencia que esa «defensa de principios» era un pretexto, que de lo que se trataba era, justamente, de defender un «caso». Por algo se llaman así las causas judiciales: se juzga a personas, no a ideas o abstracciones. Por lo demás, el Gobierno debió plegarse a la postre, al argumento humanitario, al motivo de salud, que por lo que se sabe, es de una persona.

Con ese argumento el Gobierno, por fin, acertó. Pero a esas alturas habría admitido cualquier excusa: se apresuró a suscribir esa, cuando advirtió que era lo único que podía salvar a Pinochet y conseguir el objetivo de traerlo de vuelta, como fuera. Una vez conseguido ese propósito, Frei volvió a la carga, insistien­do que «siempre defendió la razón de soberanía», fingiendo así que hubiese sido ese el motivo de la liberación. Cuando lo cierto es que invocó sucesiva­mente: la inmunidad que otorgaría el pasaporte oficial, la condición de ex man­datario, el argumento de soberanía o territorialidad de la justicia, y por último, la razón médica, que a la postre resultó la única eficaz. No se dio en ningún momento la razón al Gobierno, como éste quiso dar la impresión. Al menos hasta el momento de la liberación, no se habló más de defender principios. Rápidamente se abandonó también el discurso sobre soberanía en vista que se produjo una notable coincidencia. A poco del regreso de Pinochet y del show en el aeropuerto, llegó a Chile una delegación del FBI con la misión precisa de reunir antecedentes sobre el caso Letelier, el ex canciller de Allende asesinado

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en Washington. El embajador de Estados Unidos, para respaldar esa misión, declaró enfáticamente, que «jamás esa nación dana por cerrado el caso, mien­tras no se aclarara por completo y fueran sancionados los culpables». La sola mención de la «soberanía» habría resultado obscena en esas circunstancias.

¿Por qué, sin embargo, Estados Unidos esperó que el general fuera libera­do para realizar esa súbita y por demás fugaz ofensiva diplomático-judicial? ¿No habría adelantado más el caso Letelier con el sospechoso detenido en Lon­dres? Preguntas que han quedado sin respuesta.

Habna que agregar, todavía en relación a la cuestión de la soberam'a y al margen de la cuestión jurídica, que en el mundo actual se transgrede a diario la soberanía. La «globalización» en cierto modo, es otro nombre píira estas trans­gresiones. La fijación de pautas monetarias, de estándares educativos, ambienta­les y técnicos, que califican la conducta de los países para efectos de acceso al crédito, de captación de inversiones, etc. ¿Qué son sino límites a la soberanía? Otro tanto ocurre con los principios del derecho, que han alterado el concepto estatal-territorial de soberanía. No es posible aceptar o celebrar la «globaliza­ción», y reclamar a la vez la reposición de la soberanía jurídico-estatal cuando a uno le place.

Pero el argumento de soberanía no resulta siquiera creíble. La Concertación ya había dado muestras del temor que le inspiran los efectos poL'ticos de un juicio a Pinochet. El propio Frei, cuando se trató del juicio por los «pinocheques», lo detuvo secamente, sin aducir más motivo que «razón de Estado». La Cámara, por su parte, donde la Concertación es mayoría, se declaró incompetente, cuando tres diputados de gobierno intentaron iniciar un juicio. Todavía entonces podía pensar­se que actuaban a sabiendas, que el Senado jamás dejaría pasar una iniciativa semejante. Pero, cuando por segunda vez, fiíerzas de la Concertación salieron en defensa del Senador arrestado, muchos empezaron a sospechar que el precio de la transición fue la impunidad. Si así fuera, querría decir que el precio fue la demo­cracia misma, pues sin restablecer la ciudadaiua, la transición es un fetiche.' En este aspecto, es exacta la denuncia de L. Felipe Portales, en el sentido que la concesión ha sido el signo que ha marcado esta transición.'''

Síntesis y salida

El juicio de Londres puso de manifiesto la fragilidad del discurso sobre reconci­liación nacional y las limitaciones de la transición chilena «Reconciliación» y «reencuentro» son, en efecto, palabras que han tenido la mejor fortuna, acaso porque son las más funcionales a la construcción de un imaginario democrático. Pero enmascaran la segmentación y la confrontación, que se venía produciendo desde mucho antes, a decir verdad, y que la dictadura no hizo sino agravar. La «democracia protegida» no ha podido remediarlo, por más que elevó esas pala­bras al discurso oficial. De modo que nuestra experiencia reciente ha sido en

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este aspecto, una suerte de prolongación intempestiva, anacrónica, de la guerra fría en el plano simbólico.

Tampoco basta un «gesto conciliador», como el que pidieron los obispos en cierta ocasión, y que Pinochet a su vez respondió con una pregunta: «¿Qué gesto? ¿De qué gesto hablan?», acompañando su respuesta con una mueca para burlar la pregunta. Ese «gesto» sena puramente extemo: «volvena a hacer lo mismo», dijo en la última entrevista previa a su viaje. Sólo cuando fue apresado y sometido a juicio su lenguaje se hizo más templado. Pero jamás ha salido de su boca una palabra para admitir los atropellos cometidos ni la menor informa­ción para ayudar a los deudos de los desaparecidos.

Antes del «garzonazo», el problema judicial de las violaciones a los dere­chos fundamentales estaba virtualmente archivado: los deudos de los desapare­cidos elevaban sus reclamos como una letanía en el desierto, mientras las auto­ridades, la víspera misma del arresto, no se daban el trabajo de responderles ni el teléfono. Sólo un acontecimiento extemo pudo intermmpir la siesta democrá­tica. Lo inaudito irrumpió en la forma de un acto fallido, una visita médica, que resultó un cita con el Destino. Ese viaje significó, en un primer momento, el resurgimiento de esa pugna sorda que divide la sociedad chilena, con una fuerza soterrada, invisible. Audible sólo en los silencios y mutismos, en el temor al discenso, en la elusión del debate, en la «apatía» e impotencia ciudadana, en el autoritarismo miniaturizado, introyectado en cada uno.

Pero, a la postre, el arresto marcó un punto de inflexión entre la política del olvido y la del recuerdo. En medios castrenses, hasta hace muy poco, no se había admitido siquiera la existencia de detenidos desaparecidos. Y es que la suerte corrida por esas personas no cabe ni en la hipótesis de un «estado de guerra». La imputación criminal era tan insoslayable, que su único corolario podía ser la negativa y el silencio. Sólo vino a interrumpirse este silencio tras los acuerdos de la «mesa de diálogo». Pero las revelaciones, fragmentarias e imprecisas, provocaron el efecto inverso al previsto en la «mesa»: en lugar de amnistía y olvido, se agudizó la demanda de verdad y de justicia.

Londres abrió, pues, la Caja de Pandora. Dejó en evidencia lo que todos de algún modo ya sabían: no había habido amnesia, el reencuentro y la reconci­liación eran términos estratégicos de la ingeniena del perdón, la reconstrucción institucional y la reposición de un imaginario convivencial no bastaban para suturar la vieja llaga.

Todo eso recuerda conocidas apuestas del psicoanálisis: no hay olvido, el inconsciente no tiene tiempo, la represión se acumula, el «super yo» no es un superiativo del ego, sino una categoría del colectivo. ¿Será que hay algo así como un inconsciente político?

Que no se había despinochetizado el régimen, ya lo sabíamos; que no se había despinochetizado el imaginario, comenzamos a verlo bajo una nueva luz. Pero el autoritarismo no lo inventó Pinochet ni terminará con él, de modo que

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resta despinochetizar el régimen de Estado y las prácticas asociadas a él: eso es tal vez lo que se ha dejado sentir como el más pesado desquite de la experiencia reciente. Ella nos ha enseñado, más vale tarde que nunca, que la transición supuestamente concluida, apenas había comenzado y está en inminente riesgo abortivo.

Pero el episodio comentado, junto con mostrar que había más desacuerdos de los admitidos, señala que nuestros problemas no son sólo de qué tasa de interés, qué encaje o qué arancel: la política emergió con dignidad propia, al confirmarse que la democracia tutelada era un ardid, que el protectorado militar anulaba la ciudadanía. También mostró, dicho episodio, que no estábamos «de cara al siglo XXI» como se ha pregonado tan majaderamente, sino firmemente instalados en el siglo XIX, como de costumbre. Sin ir más lejos, en lo que toca al concepto de soberanía, que la «globalización» ha hecho trizas. Las normas que priman sobre las jurisprudencias nacionales están a la orden del día: en el plano laboral, en la determinación de estándares técnicos, científicos, ambienta­les, etc. Hay, sin embargo, quienes no parecen tomarlas muy en serio. Acuden a las citas para ratificar acuerdos, como quien va a una reunión social donde se reparten frases corteses y sonrisas amables. Al revés de lo que se supone, esos contratos no son letra muerta, que servirá para aquietar a unos cuantos activistas marginales. Resulta que son peligrosamente vinculantes.

Se desplomó, pues, todo un tinglado: la transición permanecía entrampada, bajo prenda, y no había habido reconciliación ni perdón. Y ¿cómo podía darse un perdón que nadie pidió, cuando no hubo reparación y no se expresó ni el reconocimiento del daño ni la voluntad de no dañar?

Mientras la justicia permanecía maniatada, pregonar el reencuentro desde posiciones de poder era una impostura. Es preferible la hipótesis de que no habrá tampoco reconciliación, sobre todo si se entiende por ella, que una vez encontrados los cuerpos de las víctimas o conocida su suerte, nos amaremos mucho los unos a los otros. Lo que necesitamos no es tanto: bastaría con con­fiar más y temer menos. Para eso se precisa «la verdad y la justicia» dos pala­bras tan canturreadas como mancilladas, pero indispensables para la reconstruc­ción de una sociedad política.

Un reencuentro requeriría, ante todo, el resurgimiento de una derecha libe­ral, de una democracia sin apellidos, sin protectores y sin martingalas para con­culcar la soberanía popular. Es preciso también que haya acuerdo en lo mínimo, en una Carta Fundamental no impuesta bajo chantaje, unas Fuerzas Armadas comprometidas con la democracia: «no deliberantes», como soh'a decirse cuan­do eran simplemente profesionales. Es preciso, en fin, que el campo de los signos se reordene, desde luego a partir del procesamiento del proceso de Lon­dres y del de Santiago que recién comienza, y ciertamente se requiere de la desconstrucción de la «transición ejemplaD>, ya que de la desconstrucción del «milagro económico» se ha encargado la crisis.

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NOTAS

1. Estas circunstancias han cambiado dramáticamente para d general, luego de su encarga-tona de reo el 31 de enero de 2001, a raíz del proceso por la llamada «caravana de la muerte».

2. Diputado Alberto Cardemil en el programa Huella Digital del Canal «La Red» de Televisión. 3. La transición democrática, como veremos, no ha llegado a las Fuerzas Armadas. La «mesa

de diálogo» ha sido un primer esbozo. Pero nació de la necesidad de negociar una salida en el «caso Rnochet», después del reclamo de Frei ante Londres, del derecho jurisdiccional de Chile.

4. El comandante en jefe de la Fuerza Aérea comparó esa situación con la de 1973 en el discurso de aniversario de la Institución, en presencia del presidente Frei, en marzo de 1999.

5. The London Clinic, LOM Ediciones, Santiago, 1999. Fredric Jameson ha acuñado el término sublime histérico para caracterizar ciertos estados de

estupefacción provocados por hechos inauditos que ponen a prueba los límites de la propia capacidad de representación. «Se ha comprobado, escribe, cuan fructífero resulta reflexionar so­bre esta experiencia en términos de lo que Susan Sontag denominara "camp". Yo propongo un análisis algo diferente, derivado del término igualmente de moda de lo sublime, tal como ha sido redescubierto en las obras de Edmund Burke y Kant; o quizás sena deseable unir los dos concep­tos para llegar a una especie de sublime "camp" o "histérico". Para Burke lo sublime era una experiencia que bordeaba el terror; era el atisbo, cercado de asombro, estupor y horror, de aquello que resultaba tan enorme como para poder aplastar totalmente la vida humana». La impotencia ante «estas fuerzas enormes», o la complejidad del mundo actual, conduce a su simplificación por medio de la teoría de la conspiración, es decir, reduciendo esta inabarcable totalidad a la intencionalidad de una voluntad deliberada. Así se presenta la situación de modo que no desafíe la capacidad de un receptor corriente. «Se debe entender la teona de la conspiración (y sus chillonas manifestaciones discursivas) como un modelo degradado... de representarse mentalmen­te la imposible totalidad del sistema internacional contemporáneo. Por tanto, estimo que sólo en términos de esa otra realidad de instituciones económicas y sociales enormes y amenazantes, aunque sólo muy ligeramente percibibles, es que resulta posible plasmar teóricamente lo sublime posmodemo».

La pertinencia del concepto radica, io mismo que el sublime kantiano, en la inconmensurabili­dad de esos poderes «enormes y amenazantes» con la diminuta escala de la acción y control huma­nos, A diferencia del sublime moderno, que Kant representaba en la imagen del cielo esüíellado, el sublime posmodemo es «histérico», pues el contraste de la pequenez con la inabairable complexión del mundo, provoca reacciones agresivas, en lugar de la serenidad y elevación del ánimo, que suscita la inmensidad del cosmos. (Fredric Jameson «El sublime histérico», en Ensayos sobre el posmoder-n'mno. Ediciones Imago Mundi, Buenos Ainss, 1991, cap. IV, pp. 58 y 63-64.)

6. Un grupo de manifestantes que reclamaba el retomo del general llevaba un cartel con fotos de detenidos desaparecidos. En lugar de la leyenda «¿Dónde están?» decía: «Búsquenlos donde debieran estar ustedes».

7. Diario El Mercurio (2 de octubre de 1999), A27. 8. Las doscientas querellas son de carácter criminal. No se han incoado causas civiles, a pesar

de las documentadas denuncias expuestas en el libno La delgada línea blanca, de Rodrigo de Castro y Juan Gasparini, contenidas también en el Observer, sobre el turbio origen de la fortuna de los Pinochet, en el tráfico de armas y de droga. Tampoco ha habido querellas por torturas.

9. Por ejemplo, en la llamada «caravana de la muerte», hubo decenas de ejecuciones sin juicio, aun de personas que cumplían condena. El propio general Arellano, encargado de la operación, los califica de «homicidios que no tienen justificación moral ni jun'dica en tiempos de guerra ni de paz» (El Mercurio, 14 de mayo de 2000). ¿Por qué no los pasó, entonces, a los Tribunales? Pero el mayor efecto lo ptxxlujo el general Lagos, quien procuró precisiones real-

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mente horripilantes sobre estos crímenes. Hizo ver en su oportunidad su condena a los mismos, lo que le valió la salida del Ejército y un silencio que se prolongó 27 años.

10. «Mito», porque el «ejército victorioso» fue el que combatió en el siglo pasado en dos guerras de verdad, además de las de Independencia. Ese ejército fue derrotado en la Guerra Civil de 1891 por los opositores del Gobierno Constitucional. Sus oficiales leales al gobierno fueron muertos y sus miembros dados de baja. De modo que cuando se invoca al «ejército glorioso» se invoca a un fantasma: el que triunfó en la Guerra del Pacífico fue liquidado, disuelto en sus integrantes y destruidos sus emblemas: de él no quedó ni el uniforme.

11. Luis Felipe Portales, Chile: una democracia tutelada, Editorial Sudamericana, Santiago, 2000.

12. Juan Francisco Coloane R., Britannia y un general, LOM ediciones, Santiago, 2000. 13. Felipe Portales, en Chile. Una democracia tutelada. Editorial Sudamericana, Santiago,

2000. Junto a un documentado análisis de las debilidades de la transición, el autor presenta «pactos secretos de la transición».

14. Op. cit.

Marcos García de la Huerta. Profesor Investigador del Departamento de Estudios Hu­manísticos de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile. Sus tres últimas publicaciones mayores son: «Reflexiones americanas. Ensayos de iníra-historia» (1999); «La ética en la profesión de ingeniero. Ingeniería y ciudadanía» (2001, en prensa); y «Critique de la raison technocratique», en la revista «Krisis», n." 24 (no­viembre 2000) (reproducción de tres capítulos del libro del mismo nombre [1996]).

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