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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 76 (2017), 313-334 ISSN: 0034 - 8147 ESTUDIOS Lutero: rasgos de su espiritualidad TEÓFANES EGIDO Universidad de Valladolid Recibido el 10 de agosto de 2017 Aceptado el 30 de septiembre de 2017 RESUMEN: Reflexión histórica sobre la espiritualidad de Martín Lutero. Se centra en el fondo bíblico que la caracteriza, y se expone el pensamiento y las actitudes de Lutero en relación con el principio fontal de la fe, de Cristo como único mediador, de la teología de la Cruz, en la presencia de la Virgen María y en la espiritualidad matrimonial y paterno filial. PALABRAS CLAVE: Martín Lutero, espiritualidad de Lutero, Teología de la Cruz, la Biblia de Lutero, espiritualidad familiar de Lutero. Luther: Characteristics of his Spirituality Summary: A historical reflection on the spirituality of Martin Luther, focus- ing on its characteristic biblical background and explaining Luther’s thinking and attitudes concerning the source of faith, Christ as sole mediator, the theol- ogy of the Cross, the presence of the Virgin Mary, and matrimonial and pater- nal-filial spirituality. Key words: Martin Luther, Luther’s spirituality, Theology of the Cross, Luther’s Bible, Luther’s family spirituality

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REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 76 (2017), 313-334 ISSN: 0034 - 8147

ESTUDIOS

Lutero: rasgos de su espiritualidad TEÓFANES EGIDO Universidad de Valladolid

Recibido el 10 de agosto de 2017 Aceptado el 30 de septiembre de 2017

RESUMEN: Reflexión histórica sobre la espiritualidad de Martín Lutero. Se centra en el fondo bíblico que la caracteriza, y se expone el pensamiento y las actitudes de Lutero en relación con el principio fontal de la fe, de Cristo como único mediador, de la teología de la Cruz, en la presencia de la Virgen María y en la espiritualidad matrimonial y paterno filial.

PALABRAS CLAVE: Martín Lutero, espiritualidad de Lutero, Teología de la Cruz, la Biblia de Lutero, espiritualidad familiar de Lutero.

Luther: Characteristics of his Spirituality Summary: A historical reflection on the spirituality of Martin Luther, focus-

ing on its characteristic biblical background and explaining Luther’s thinking and attitudes concerning the source of faith, Christ as sole mediator, the theol-ogy of the Cross, the presence of the Virgin Mary, and matrimonial and pater-nal-filial spirituality.

Key words: Martin Luther, Luther’s spirituality, Theology of the Cross, Luther’s Bible, Luther’s family spirituality

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Esta reflexión histórica, si se atuviera a las formas rigurosas, las clásicas escolásticas, aborrecidas por Lutero, tendría que abrirse con la explicación de los términos, es decir, con el esfuerzo por definir el concepto de espiritualidad. Sin embargo, la realidad (no solamente la definición) de lo que se entiende por espiritualidad es en extremo compleja, y, por otra parte, es una cuestión que ha sido detenidamente estudiada ya por los especialistas en ella, en la espiritualidad. A ellos remitimos1.

Pero es preciso recordar que, al pensar en la espiritualidad de Lu-tero, no basta con fijarse en su teología como base de vida espiritual; hay que tener muy presentes su experiencia espiritual, sus actitudes, su estilo y su sensibilidad, así como -y a pesar de la resistencia de tantos a admitirla- su experiencia mística de Dios. Y puestos ya a enumerar algunas de las notas de la espiritualidad, en el caso de Lute-ro, como en el de los místicos auténticos, o de espirituales privilegia-dos, hay que tener muy en cuenta la gracia de saber comunicar su ex-periencia2. Por esta última cualidad, en esta reflexión dejaremos hablar con frecuencia a quien, como Lutero, fue un comunicador ex-cepcional con su palabra escrita y hablada y a veces con la grabada, casi siempre grosera contra el papado. No cabe duda: el lenguaje de Lutero es parte esencial en su espiritualidad.

1 Augusto Guerra es quizá el especialista cualificado que ha reflexionado y escrito con más frecuencia y clarividencia acerca de esta cuestión de la “identidad de la espiritualidad”, como puede verse en su “Introducción al Nuevo Diccionario de Espiritualidad”, Madrid, 2012, pp. I-XLVIII, y “Espi-ritualidad: lenguaje e identidad en un mundo ambiguo y confuso”, en J. GARCÍA DE CASTRO y S. MADRIGAL (eds.), Mil gracias derramando. Expe-riencia del Espíritu ayer y hoy. Libro homenaje a los profesores Santiago Ar-zubialde SJ, Secundino Castro OCD y Rafael Mª Sanz de Diego SJ, Universi-dad de Comillas, Madrid, 2011, pp. 43-65.

2 Sobre el significado y el valor de saber comunicar la experiencia espiri-tual (y sus observaciones son perfectamente aplicables a Lutero en este parti-cular), es clarificador S. ROS GARCÍA, “La peculiaridad mística de santa Tere-sa: la comunicación de la experiencia”, en J. GARCÍA ROJO (ed.), Teresa de Jesús: V centenario de su nacimiento. Historia, literatura y pensamiento. Ac-tas del Congreso Internacional Teresiano, Universidad Pontificia de Sala-manca, 22 al 24 de octubre de 2014, Salamanca, 2015, pp. 345-357.

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LA RELIGIOSIDAD COLECTIVA Conviene no olvidar que las actitudes espirituales de Lutero se co-

rrespondían con el ambiente de la sociedad de sus días, sociedad que ha sido calificada como “sacralizada”. En ella convivían, sin fronte-ras, lo natural con lo sobrenatural; el cielo, el infierno, el purgatorio, con los humanos, hasta el extremo de que se llegaría a contar el número de demonios-habitantes en la tierra. El vivir terreno estaba subordinado a la muerte y todo a la salvación, pero a la salvación eterna. Era una escala de valores que no se erosionaría hasta la impo-sición de mentalidades ilustradas. Estas convivencias explican la so-lidaridad connaturalizada entre vivos y difuntos, el sistema sufragial e indulgenciario para aliviar las penas del purgatorio, objetivos de las primeras ofensivas de Lutero contra la piedad popular.

Que importase más el cielo que la tierra se explica en buena parte por las inseguridades de la vida, por las mortalidades infantiles y ca-tastróficas o, sencillamente, por la situación e incapacidades de la medicina. Y, ciertamente, había muchos miedos, pero la sociedad no estaba desprotegida ni desamparada: se había construido también su sistema de seguridades, de protecciones, que tenían que ser, natural-mente, las sobrenaturales, mucho más fiables que las terrenas. Santa Teresa lo dijo tan lacónica como claramente cuando recordaba la sa-nación de su gravísima enfermedad gracias a san José:

“Pues, como me vi tan tullida y en tan poca edad y cuál me habían parado los médicos de la tierra, determiné acudir a los del cielo para que me sanasen […], y tomé por abogado y señor al glo-rioso san José, y encomendéme mucho a él. Vi claro que así de es-ta necesidad, como de otras mayores de honra y pérdida de alma, este padre y señor mío me sacó con más bien que yo le sabía pedir. Que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer en una necesidad; a este glorioso santo tengo experiencia que socorre en todas”3.

Santa Teresa cifra su confianza en san José por haber sido el ayo de Cristo, o sea, en una razón cristocéntrica. Pero no siempre aparecía el protagonismo de Cristo exigido por las elites, que de hecho se que-

3 Vida 6, 5-6 (cito por la edición: SANTA TERESA DE JESÚS, Obras comple-

tas, A. BARRIENTOS (DIR), Fonte-Editorial de Espiritualidad, Burgos, 20166.

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jarían en todos los tonos contra este ocultamiento, que, bien mirado, no siempre era tal pero que así lo presentaban los predicadores críti-cos, los humanistas, por supuesto los reformadores. Una voz tan auto-rizada como la de Erasmo denunciaba en su tan leído Elogio de la lo-cura:

“Hay quienes profesan la necia pero grata persuasión de que si miran una talla o una pintura de san Cristóbal, esa especie de Poli-femo, ya no morirán aquel día; o que si saludan con determinadas palabras a una imagen de santa Bárbara volverán ilesos de la gue-rra; o que si visitan a san Erasmo en ciertas fechas, con ciertos ci-rios y ciertas oracioncillas, se verán ricos en breve. De la misma manera que en san Jorge han encontrado a otro Hércules, lo propio han hecho con san Hipólito, cuyo caballo llegan casi a adorar. A lo mismo corresponde el que cada región reivindique algún santo pe-culiar y que cada uno posea cierta singularidad y se le tribute culto especial, de suerte que éste auxilia en el dolor de muelas, aquél so-corre diestro a las parturientas, el otro restituye las cosas robadas, el otro socorre benigno en los naufragios, estotro preserva a los ganados, y así sucesivamente, pues detallarlos todos sería tediosí-simo. Los hay que valen para varias cosas, sobre todo la Virgen Madre de Dios, a la que el vulgo tiene casi más veneración que a su hijo”.

ESPIRITUALIDAD CRISTOCÉNTRICA: LA TEOLOGÍA DE LA CRUZ También Lutero participó de esta piedad popular antes de adoptar

posiciones radicalmente críticas con ella (e incluso después, de forma llamativa con la presencia del demonio en su vida y en sus escritos). Cuando recuerda su infancia, idealizada en tantos rasgos, y su prime-ra juventud, habla de miedos, de promesas, de invocaciones a santa Ana ante tormentas temerosas. Y participó también de la devoción en aquella forma solidaria de las indulgencias, como se verá.

A este respecto, uno de los tiempos prerreformadores más comen-tados de la vida de Lutero es el breve que pasó en Roma (entre no-viembre de 1511 y enero de 1512). Había acudido allí, con otro com-pañero, para solucionar problemas de su orden agustina, dividida por sus tierras entre conventos observantes, rigurosos (entre éstos estaba el de Erfurt de Lutero) y los claustrales. La misión no consiguió nada.

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A pesar de que alguna interpretación no excesivamente rigurosa hable de la corrupción que presenció (y criticó ya) en la Ciudad Eterna, a lo que se entregó fray Martín fue a lo que acudían allí los romeros: a ve-nerar reliquias y ganar indulgencias. Y recordaba, más tarde, que casi lamentó “que mis padres viviesen todavía pues de buen grado los hubiera librado del purgatorio con mis misas y otras excelentes obras y oraciones”4.

Pero no había por qué ir a Roma ya que reliquias enriquecidas con indulgencias se hallaban por doquier. No lejos de Wittenberg, en Halle, el arzobispo Alberto de Maguncia (tan decisivo en la ruptura) poseía y daba a venerar miles de reliquias que atesoraban millones de años de indulgencias. Y allí mismo, en Wittenberg, el duque Federico “el Sabio”, señor y protector de Lutero, había reunido en su iglesia una de las colecciones opulentas de reliquias con miles de años de in-dulgencia.

Fue precisamente en las puertas de aquella iglesia ducal donde se dijo que fray Martín, catedrático ya de Sagrada Escritura en la univer-sidad, clavó con saña (y hasta con un martillo) las noventa y cinco te-sis contra las indulgencias en 31 de octubre de 1517 en un gesto tan significativo y que se celebraría más tarde (y se está celebrando en es-te año centenario de 2017) como el nacimiento de la Reforma.

Se discute si en realidad se dio aquel desafío y que se diera preci-samente en aquel día, víspera de la exposición de la riqueza indulgen-ciaria en aquella iglesia del castillo5. Lo cierto es que aquel escrito, que respondía a un acto académico habitual, que fray Martín envió a superiores y que cayó en manos de amigos, no tardó en ser impreso y reproducido con velocidad sorprendente. Entró en juego la imprenta, el medio de difusión que más ayudó a Lutero. Y llegó a Roma, claro está. Y desencadenó el proceso de recelos y condenas contra Lutero.

Pues bien, las noventa y cinco tesis sobre las indulgencias eran un ataque muy serio, no carente de ironía, contra los abusos en la forma

4 Ha sido el episodio romano muy comentado. Para hacerse idea más exacta, cfr. M. MATHEUS (ed.), Luther in Rom, Tübingen, 2012.

5 Para información biográfica de Lutero remitimos a H. SCHILLING, Mar-tin Luther. Rebell in einer Zeit des Umbruchs, segunda edición, Manchen, Beck, 2013 (traducción italiana: Martin Lutero: Ribelle in un´epoca di cam-biamenti radicali, Claudiana, Torino, 2016).

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de predicarlas, de venderlas, en aquellos espectáculos clamorosos y, para algunos que no para la mayoría, escandalosos. Propiamente, en las tesis famosas de Lutero no se niegan las indulgencias, que, eso sí, no pueden arrebatar la mediación única y mejor de Cristo, el protago-nismo de la cruz, en la piedad, en la teología, en la salvación. Las últimas proposiciones no pueden ser más explícitas a este propósito:

92. ¡Fuera, por tanto, todos los profetas que predican al pueblo de Cristo «paz, paz», y no hay tal paz!

93. ¡Bienvenidos todos los profetas que predican al pueblo de Cristo «cruz, cruz», puesto que ya no es tal cruz!

94. Hay que exhortar a los cristianos a que traten de seguir a Cristo, su cabeza, a través de penas, muertes e infiernos,

95. y que confíen así en entrar en el cielo a través de muchas tribulaciones, mejor que basados en la seguridad de la paz6.

La formulación inicial de la teología de la Cruz, y por tanto, de la espiritualidad de la cruz, se irá explicitando por Martín Lutero con más profundidad y sin cesar. Al año siguiente, por abril de 1518, en el Tratado sobre la indulgencia y la gracia, da nueva forma, más co-herente y accesible, y además en alemán, a las tesis anteriores7. Por las mismas fechas, frente a un auditorio expectante y bien dispuesto de agustinos, en capítulo de la orden de Alemania, la “Controversia de Heidelberg” aclararía estos conceptos con ardor y más consisten-cia y con fundamento teológico. Parte de la total incompatibilidad con la escolástica, rechaza el poder de la razón y establece que la úni-ca fuente y posibilidad de conocimiento y de vida es el Dios escondi-do y, a la vez, elocuente en la “derrota y miseria de la Cruz”. Y entre 1519 y 1521, en la meditación sobre textos propicios de los Salmos, lanzará el “slogan” -muy en su estilo-: “La Cruz es nuestra única teo-logía”, que no cejará de repetir, aunque revestido de ropajes multi-formes en el lenguaje8.

6 Este escrito, en LUTERO, Obras, quinta edición, Sígueme, Salamanca, 2016, p. 18. Citaremos por esta edición citamos cuando se trate de textos lu-teranos incluidos en ella. En otros casos, citamos por la clásica y crítica WA (D. Martin Luthers Werke, Kritische Gesamtausgabe, Weimar, 1883-).

7 Ibid., pp. 70-73. 8 La “Controversia de Heidelberg”, Ibid., pp. 74-85. Todo ello más dete-

nidamente expuesto en “Grandeza y límites de la Teología de la Cruz de Lu-tero”, en Revista de Espiritualidad 35(1976), pp. 250-274.

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Lutero había clarificado el horizonte de las intercesiones y había hecho el regalo de lo más anhelado en aquella piedad: la certidumbre de la salvación, que llega, no por méritos acumulados, sino por el creer en Cristo, en solo Cristo como único mediador. Se trataba, sim-plificando, de la justificación por la fe.

EL MARAVILLOSO INTERCAMBIO Solo en él, y en la fe confiada en él (ya se sabe que hoy se discute

si Pablo se refería a la fe en Cristo o a la fe de Cristo9), halló la segu-ridad salvadora, espiritual, rompiendo con una espiritualidad, no solo popular, arraigada y cordial, de seguridades en intercesiones, en me-diaciones de santos, de reliquias, de indulgencias, de milagros, y de invasiones por los humanos, sobre todo por el papado, de jurisdiccio-nes exclusivas de Dios. Eran los clásicos abusos criticados por mu-chos antes de Lutero y en sus tiempos, como hemos visto.

Era un sistema de seguridades en el que Cristo se había oscureci-do, se había ocultado, y había que retornar a él. Desaparecían, en la cristiandad reformada, las imágenes (y no me refiero solamente a las de la iconografía) que habían alimentado el universo mental de la re-ligiosidad, la oración mediadora, la elocuencia del lenguaje de las be-llas artes. (Sectores iconoclastas, tempranos sobre todo, anabaptistas enseguida, con sus violentas destrucciones, no iban con el espíritu ni con el estilo de Lutero).

No llega, no puede llegar, a la experiencia mística de la unión, pe-ro con Cristo, como llegarían los místicos inmediatamente posteriores (la mística alemana anterior, que Lutero conocía bien pero que no iba con él, era de otro talante). Sin embargo, como ha escrito Pannen-berg, su fe en Cristo se convierte en experiencia mística, la suya es una realidad de fe “como acto extático de unión con Cristo”10, y la

9 Cfr. T. EGIDO, “Pablo y Lutero: antiguas y nuevas perspectivas”, en Re-vista de espiritualidad 67 (2008), pp. 253-273.

10 W. PANNENBERG, “La contribución de Martín Lutero a la espiritualidad cristiana”, en Miscelánea Comillas 57 (1999), pp. 469-474. Es interesante la visión de J. MOLTMANN, “Mística de Cristo en Teresa de Jesús y Martín Lu-tero”, en Revista de Espiritualidad 42 (1983), pp. 458-478.

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contemplación y riqueza del don de la justificación le inspiran las pa-labras para comunicar el gozoso intercambio, el desigual intercambio, entre el esposo y el alma: aquél dando todo, y ésta, como una pobre prostituta, aportando una hijuela mermada, nada. Recordemos su arrebato en el libro seguramente más hermoso que escribió, por 1520, todavía en tiempo de esperanza, de concordia (dedicado a León X) La libertad del cristiano, en dos versiones. No hay por qué resistir a la tentación de transcribir sus palabras tomadas de la versión más breve, la más leída también por estar escrita en alemán:

“La fe no entraña solo la grandeza de asimilar el alma a la pa-labra de Dios, de colmarla de todas sus gracias, de hacerla libre y dichosa, sino que también la une con Cristo como una esposa se une con su esposo. De este honor se sigue, como dice san Pablo, que Cristo y el alma se identifican en un mismo cuerpo; bienes, fe-licidad, desgracia y todas las cosas del uno y del otro se hacen co-munes. Lo que es de Cristo se convierte en propiedad del alma creyente; lo que posee el alma se hace pertenencia de Cristo. Co-mo Cristo es el señor de todo bien y felicidad, también el alma es dueña de ello, de la misma manera que Cristo se arroga todas las debilidades y pecados que posee el alma.

¡Ved qué trueque y qué duelo tan maravillosos!: Cristo es Dios y hombre; no conoció nunca el pecado, su justicia es insuperable, eterna, todopoderosa. Pues bien, por el anillo nupcial, es decir, por la fe, acepta como propios los pecados del alma creyente y actúa como si él mismo fuese quien los ha cometido. Los pecados se sumergen y desaparecen en él, porque mucho más fuerte que todos ellos es su justicia insuperable. Por las arras, es decir, por la fe, se libera el alma de todos sus pecados y recibe la dote de la justicia eterna de su esposo Cristo.

¿No es estupendo este ajuar por el que el rico, noble y tan buen esposo Cristo acepta en matrimonio a esta pobre, despreciable, impía prostituta; la despoja de toda su malicia y la engalana con toda clase de bienes? No es posible que los pecados la condenen puesto que Cristo ha cargado con ellos y los ha devorado. Cuenta, por tanto, con la justicia de su esposo, tan rica, que muy bien pue-de afrontar todos los pecados por más que permanezcan en ella. De esta realidad habla san Pablo: “Gracias sean dadas a Dios, que nos ha concedido la victoria por Jesucristo; en ella ha sido devorada la muerte con el pecado”11.

11 LUTERO, Obras, pp. 160-161.

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LA VIRGEN MARÍA Y EL MIRAR DE DIOS El dogma luterano básico y fontal de Cristo como único mediador,

como único intercesor, y la reacción instintiva ante cualquier amago de presencias de otros intercesores, explica que se haya proyectado con frecuencia la imagen distorsionada de un Lutero desafecto, inclu-so hostil, a la Virgen María y a su devoción, que fue uno de los tópi-cos fabricados por la apologética confesional. Son muchas las mono-grafías que han aparecido acerca de este particular, tan estudiado, que prueban todo lo contrario12.

En esta reflexión breve no podemos entrar a fondo y detallada-mente en el proceso de Lutero en relación con María, una relación distinta a la mantenida con los santos y porción de su espiritualidad expresada en tonos diversos y siempre cariñosos. Con tal, claro está, de que no se la convirtiese en rival de la mediación de Cristo. Es más: María es el modelo más elocuente de la fe auténtica.

Todo ello se expresa con hermosura en el comentario al Magnífi-cat. Extraña, y resulta grata, la serenidad que respira, más llamativa si se tienen en cuenta las circunstancias de su elaboración, las más agi-tadas sin duda de la existencia de fray Martín Lutero. Fue el tiempo de aplausos y de condenas, de los anatemas romanos de sus doctrinas por la bula Exsurge Domine (verano de 1520) con las quemas públi-cas subsiguientes; de la excomunión por la Decet Romanum Pontifi-cem a principios de 1521, con la sonora plataforma de publicidad de la Dieta imperial de Worms, que dictó la proscripción de Lutero, una proscripción que, hay que decirlo, el emperador joven Carlos V (res-petado por el proscrito) no puso gran empeño en aplicar. Todo acabó, por el momento, en la especie de secuestro orquestado por su príncipe protector, Federico de Sajonia, en el castillo de Wartburg. Hay que repetir que fue aquélla, la del retiro, una soledad tan incómoda como fecunda. Allí y entonces, con su arma más poderosa, la de los libros, consumó la ruptura con la Iglesia de Roma, acabó el Nuevo Testa-mento en alemán, y, en relación con aquella traducción, coincidiendo con ella en cualquier caso, hay que leer el Comentario al Magníficat (1521).

12 Cfr. entre tanto como se ha escrito a este propósito, la exposición más amplia: “La Virgen María y los protestantes de ayer y de hoy”, en Revista de Espiritualidad 36 (1977), pp. 269-289.

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El “Magníficat de Lutero”, en el fondo, y en no pocas ocasiones también en la forma, responde a uno de los géneros literarios clásicos, el de los “espejos de príncipes”. De hecho, lo dedicó al joven Juan Federico (1503-1554), ferviente partidario del reformador y sobrino del príncipe elector Federico el “Sabio”, al que sucedería en el duca-do y electorado con desigual fortuna. Por ello, el escrito, en su estruc-tura antitética, es un canto entusiasmado a la grandeza de Dios y, al mismo tiempo, a la humildad de María, objeto de la complacencia del Señor precisamente por ello, por la insignificancia social de la “mo-zuela” de Nazaret. Y buena parte de la hermosura de esta glosa cálida se dedica a eso: a cantar la sencillez de María, que encubre tanta grandeza: “¡Cuántas personas la habrán tocado, habrán hablado, co-mido y bebido con ella, tratándola de seguro como una mujer corrien-te, pobre, simple, y que se habrían estremecido ante ella de haber sa-bido quién era!”

En ella, y por ella, Dios ha realizado sus grandes obras cantadas en el Magníficat y cuya enumeración escueta no da ni idea del calor espiritual y literario del comentario de Lutero: la misericordia, la des-trucción del orgullo espiritual, el abajar a los encumbrados y elevar a los pequeños, el saciar a los hambrientos y vaciar a los ricos. Y a María la engrandeció con la encarnación del Hijo (“¡y qué Hijo!”, ex-clama Lutero), con la maternidad divina: “Y de esta suerte ha ence-rrado en una palabra todo su honor, porque quien la llama madre de Dios no puede decirle nada más grande, aunque cantase con tantas lenguas como hojas y hierbas hay en la tierra, como estrellas en el firmamento y arenas en la mar. Hay que pensar muy de corazón en qué consiste eso de ser madre de Dios”.

Todo el discurso del comentario tiende a ensalzar a María pero como objeto de la predilección divina, origen de su grandeza. Todo en ella es don gratuito de Dios. Que por eso se enfurece Lutero con la piedad popular (y no tan popular) de las demostraciones devocionales a la Virgen que la querían convertir en ídolo con poder intercesor, mediador, de abogada “confiando en ella más que en el mismo Dios”. Y también, y por ello, clama repetidamente contra la antífona “Regi-na coeli laetare”, que convierte en reina del cielo a la Virgen y que la hace merecedora de su maternidad divina al cantar “al que mereciste portar”, “al que eras digna de portar”: “nada hace ella; es Dios quien realiza todo”.

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Pues bien, la grandeza humilde de María, como todos los dones gratuitos, proviene de la obra principal y constante de Dios en ella: de su mirada.

Y es comprensible el protagonismo del mirar de Dios: “María confiesa que la primera obra que Dios ha realizado en ella ha sido la de mirarla. Es la mayor, en efecto, ya que las restantes dependen y dimanan de ella. En realidad, cuando Dios vuelve su rostro hacia al-guien para mirarle, allí se está registrando gracia pura, felicidad, y de ello se siguen todos los dones y todas las obras. Así leemos en el capítulo cuarto del Génesis que Dios se fijó en Abel y en su sacrifi-cio, pero que no miró a Caín ni a su ofrenda”.

Este mirar de Dios alienta en todo el comentario de Lutero, desde que María entona su cántico y proclama la grandeza del Señor “por-que ha mirado la humildad de su esclava” y, por ello, todas las gene-raciones la dirán bienaventurada: “¡Fíjate bien en las palabras! No afirma que se dirán muchas cosas buenas de ella, que se celebrará su virtud, que ensalzarán su virginidad o su humildad, ni que se entonará alguna canción sobre sus acciones, sino sólo que Dios la ha mirado”.

Hay un tono místico que caldea todo el comentario, especie de poema a la mirada de Dios, que sorprende a cada paso al contemplar la experiencia y las palabras de María, puesto que, como queda apun-tado, la mística es eso, experiencia de Dios por una parte y, por otra, la hermosura del lenguaje en comunicarla. Y en la mirada de Dios a la Virgen: “es donde el Espíritu santo en un instante y por experiencia ha enseñado esta ciencia, este deleite sobreabundante”.

Insisto deliberadamente en esta experiencia y en el lenguaje del mirar de Dios porque, además de revelar lo que nadie puede poner en duda, es decir, la dimensión espiritual, mística, de Lutero, está evi-denciando las consonancias (no hay por qué hablar de influencias ni de dependencias imposibles) que se dan en los místicos, en la mística, al fijarse en la mirada como experiencia y expresión de amor. Natu-ralmente, entre estos místicos están santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz.

En el lenguaje de santa Teresa, el mirar, la mirada, las miradas de Dios y a Dios, son otra de las constantes omnipresentes. Hay que de-cir que, a diferencia de Lutero (y de san Juan de la Cruz hasta cierto

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punto), la madre Teresa de Jesús insistía más en el mirar a Dios que en el mirar de Dios (que da por supuesto). Y en el mirar a Dios en su humanidad, es decir, en Jesús; más aún, en su cuerpo, espiritualidad, esta de la humanidad y del cuerpo de Dios, que a nadie extraña hoy pero tan ajena, tan contraria, a los maestros y espirituales de su tiem-po. Son antológicas, incluso desde el arte literario, aquellas páginas en las que vierte su reivindicación de la humanidad de Dios en la vida espiritual. Puede, además, ofrecer como prueba su propia historia, su afición (para que se vea su espíritu tan poco parecido al de Lutero) a mirar estampas e imágenes. Como la del “Cristo muy llagado y tan devota” que provocó en ella, además de “grandísimo derramamiento de lágrimas”, lo que llama su conversión. O como los “Cristos a la columna” que a veces la “espeluzaban” de tanto dolor.

Es también excepcional la exhortación, y extraña que pasara des-apercibida a los censores, a mirar a Dios flaco y débil como aliento en las debilidades: “es muy buen amigo Cristo, porque le miramos hom-bre y vémosle con flaquezas y trabajos, y es compañía”. Por eso son los pasos de la pasión, el atado a la columna, camino del calvario, los que hay que mirar. Pero aconseja a quienes hiera su sensibilidad tanto dolor físico que miren al resucitado: “que sólo imaginar cómo salió del sepulcro os alegrará. Mas, ¡con qué claridad, con qué hermosura, con qué señorío, qué victorioso, qué alegre!” La imagen de Cristo re-sucitado era, todo hay que decirlo, su predilecta y, además, la que más veces miraba.

A fin de cuentas, estas miradas son la expresión de la oración teresiana. Y la respuesta es la otra mirada, la de Dios: “Miraros ha Él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por consolar los vuestros, sólo porque os vais vos con Él a consolar y volváis la cabeza a mirarle”. Por eso, la oración teresiana animará a la mirada, a “que mire que le mira”.

San Juan de la Cruz es el otro místico de la mirada graciosa de Dios, del esposo, tal y como responden las criaturas a la pregunta de la esposa por su amado:

Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura, y, yéndolos mirando, con sola su figura vestidos los dejó de hermosura.

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O en la comunicación del amor con el lenguaje de los ojos, como dice la esposa en el Cántico espiritual: “Cuando tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían”. En efecto, los ojos, la mirada, el mirar, es la expresión gozosa del amor entre el amado y la amada, mejor dicho, el regalo del amor del amado a la amada. Porque, y lo repite fray Juan de la Cruz una y otra vez, “el mirar de Dios es amar”13.

ESPIRITUALIDAD BÍBLICA La espiritualidad de Lutero, y todo en él, como puede deducirse

de lo antedicho, bebe del hontanar de la Biblia. Hoy día esta realidad, la de la espiritualidad bíblica, no sólo no llama la atención sino que se ve, con naturalidad, como un presupuesto imprescindible. Mas a prin-cipios del siglo XVI, no es que la Biblia fuese desconocida, como afirma Lutero exagerando su novedad, puesto que se leía y se veía en versiones para analfabetos en las ilustraciones de “Biblias de los po-bres”, en frescos de las iglesias, en pinturas, en los capiteles, en las copias manuscritas, en latín y, una vez aparecida la imprenta, en im-presiones que se multiplicaban. Pero eran Biblias casi todas en latín, alguna, como la obra de arte de Alcalá, políglota, o incluso en alguna traducción a lengua vernácula como la hecha por los judíos de Espa-ña. Ahora bien, su lectura era muy limitada, entre otros motivos por el analfabetismo desproporcionadamente mayoritario.

Un reducto privilegiado era la universidad en sus lecciones de teo-logía (que no se diferenciaba de la Sagrada Escritura). Pero la teolog-ía, más que bíblica era racional, escolástica. No podemos detenernos en el estilo profesoral y docente de Lutero una vez que se desvinculó de los métodos escolásticos. Decían ya entonces estudiantes y com-pañeros: que la suya no era una enseñanza fría, puramente académica, sino cálida, comprometida con los problemas de su tiempo, de la Iglesia, con las cuestiones vitales entonces de antropología, de pre-ocupaciones por la salvación, por la acumulación de méritos espiri-tuales, por las obras humanas y la acción de Dios, por el perdón, es

13 Cf. la “Presentación” a la edición Martín LUTERO, El Magníficat,

Sígueme, Salamanca, 2017.

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decir, por la justicia y por la gracia de Dios. Y que las formas de ex-poner Lutero sus “clases” en la universidad (y de pronunciar sus ser-mones) revelaban un auténtico señorío de la retórica.

Con tales pertrechos leyó (es decir, explicó en el aula) los libros de la Biblia que respondían a tales preocupaciones. Expuso conforme al método exegético de texto, glosas, escolios, los Salmos en los semestres sucesivos de 1513 a 1515. Los especialistas han detectado ya en estas exposiciones elementos prerreformistas. Ahora bien, donde y cuando se explayan ya casi perfectamente formuladas las bases y aplicaciones de su teología es en las exposiciones de las cartas a los Romanos (semestres de 1515 a 1516), a los Gálatas (1516-1517), a los Hebreos (1517-1518).

En sus exposiciones se ve con claridad (y se vio con más claridad cuando, mucho más tarde, casi en nuestros días, se descubrió su co-mentario a Romanos) que ya había llegado al descubrimiento de la justificación antes de 1520, que es cuando él dataría (lo hace en el prólogo a la edición latina de sus obras ya al final de su vida, por 1545) la revelación escenografiada y subitánea de la experiencia de la torre, de la justificación por la fe, de la justicia de Dios, no por los méritos, imposibles en naturalezas tan degradadas, tan corruptas (él habla en tonos antipelagianos, maniqueos, o, mejor, agustinianos).

La Biblia se convirtió en la fuente de fe, la única e indiscutible fuente de fe, que suplantó a los otros magisterios. Era, en pocas pala-bras, la palabra de Dios, no solamente materia de enseñanza; también hontanar para creer, para la alabanza, para orar, para escuchar la pa-labra de Dios. Es decir, la Sagrada Escritura, preferentemente los evangelios y san Pablo, fueron los inspiradores no solo de su fe, de su liberación de esclavitudes, sino también de vida espiritual.

Conectaba, en ello, con la mentalidad de los humanistas. Pero no de forma incondicional ni en todo, como se pudo ver en las diferen-cias sustanciales y en la contienda mantenidas con Erasmo. Le repro-chaba Lutero su forma (la metodología) de acercarse a la Escritura como filólogo, como gramático buscador de las “ipsissima verba” a poder ser. Lutero prefirió el lenguaje del corazón, el de Agustín, co-mo era natural en quien se sintió agustino siempre y en quien estaba muy arraigada la mentalidad agustiniana, frente al otro lenguaje, el de Jerónimo, más frío, decía él. Eran dos maneras antagónicas de acer-

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carse a la Sagrada Escritura, tal y como confesaba al secretario del duque de Sajonia, Spalatino, en octubre de 1516 (un año antes de la simbólica ruptura):

Estoy seguro de que mi disentir de Erasmo proviene de que a la hora de interpretar las sagradas Escrituras prefiero seguir a Agustín antes que a Jerónimo en la misma medida en que él prefie-re a Jerónimo antes que a Agustín. No es que me deje llevar por predilecciones de mi profesión religiosa cuando intento revalidar a san Agustín, al que antes de sumergirme en sus libros no profesaba la más mínima afición; es que me doy cuenta de que san Jerónimo busca deliberadamente el sentido histórico y -lo más admirable- que interpreta mucho mejor las Escrituras cuando lo hace de forma incidental (por ejemplo en las Cartas) que cuando lo quiere hacer exhaustivamente como en los Opúsculos14.

Seguirá con sus invectivas pues no estaba dispuesto a aceptar el más mínimo desacuerdo con su convicción y con su lectura espiritual de la Sagrada Escritura aplicada a su “descubrimiento” de la justifica-ción por la fe, tal y como escribía algunos meses más tarde a su con-discípulo, profesor en Erfurt y, por supuesto, agustino, Juan Lang:

“Vivimos tiempos cargados de peligros, y veo que no se es cristiano verdaderamente sabio por el hecho de dominar el griego y el hebreo, cuando san Jerónimo, con sus cinco lenguas, no puede ni compararse con Agustín, que solo sabía una, aunque Erasmo se empeñe en ver las cosas de otra forma”15.

La Sagrada Escritura explicada (leída y enseñada en la Universi-dad), animadora de la vida espiritual, tenía que ser comunicada en la lengua vulgar, corriente; es decir, tenía que ser vertida al alemán. Ese fue el reto que Lutero aceptó, y su respuesta fue la “Biblia alemana”.

La traducción de Lutero (con un equipo excepcional) se realizó en dos fases. En la primera, en escasas semanas (fines de 1521 a princi-pio de 1522, en la soledad de Wartburg), tradujo el Nuevo Testamen-to (que debe mucho a la edición anterior de Erasmo). En 1532 apare-ció la Biblia entera traducida al alemán.

No es posible detenerse en la trascendencia cultural de esta em-presa, en lo que supuso para la lengua moderna alemana (“daba la

14 Obras, pp. 373-374. 15 A Johannes Lang, 1 marzo 1517 (WA Br 1, 90).

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sensación a muchos de que Dios había hablado en alemán”, se dijo por entonces). Para Lutero, el traducir la Biblia con primor era como una misión, como una experiencia de Dios, un arte singular sobre el que escribió aquella preciosa Misiva sobre el arte de traducir, en la que, de paso, aprovecha todas las ocasiones (y los grabados de Cra-nach) para denostar al papismo. Lo escribía en 1530, cuando andaba con los afanes de dar con la palabra alemana justa e inteligible para todos, superando el lenguaje dialectal:

“En mi traducción me he esforzado por ofrecer un alemán lim-pio y claro… Es muy bonito arar cuando la tierra está limpia, pero a nadie le agrada arrancar los árboles y los troncos y desbrozar el terreno.

No hay que solicitar a las letras latinas cómo hay que hablar el alemán, que es lo que hacen esos borricos. A quienes hay que in-terrogar es a la madre en la casa, a los niños en las calles, al hom-bre corriente en el mercado, y deducir su forma de hablar fijándose en su boca. Después de haber hecho esto es cuando se puede tra-ducir: será la única manera de que comprendan y de que se den cuenta de que se está hablando con ellos en alemán (y sigue con invectivas contra los borricos papistas)16.

CÓMO ORAR Por 1535 escribía el Método sencillo de oración para un amigo, al

barbero (los barberos, por entonces, eran también cirujanos) Pedro (Beskendorf). Tiene, entre tantos otros, el mérito de darnos a conocer su método, su forma, de orar: “Querido maestro Pedro: Te confío lo que tengo en este particular y la forma en que yo mismo practico la oración. Dios nuestro señor os conceda a vos y a todos los demás hacerlo mejor, amén”.

Habla de la necesidad, del valor de la oración continua, y ya desde el comienzo el tratadillo se convierte en un comentario a la oración evangélica, al padrenuestro: “Incluso hoy día, dice, mamo del padre-nuestro como un niño, bebo y como de él como un viejo, y nunca lle-go a saciarme. Para mí es la mejor de las oraciones, mejor incluso que los salmos, a pesar de la devoción que los tengo”.

16 LUTERO, Obras, pp.308, 310-312.

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No era de esperar que Lutero impusiera un método rígido de ora-ción. Deja en libertad al Espíritu. En cuanto a él, puede decirse que valora y vive la hondura de la contemplación. Puede contrastarse en las palabras siguientes de Lutero, de las que estarían tan cerca las que, sin relación alguna, brotarían de la pluma de la Madre Teresa de Jesús unos treinta años después en Ávila y en su guía de oración para mujeres espirituales, en Camino de perfección. Escribe en su tratado Lutero a este propósito:

“Lo que me acaece con frecuencia es que una frase o petición me suscitan tantas meditaciones, que prescindo de todas las demás. Y cuando fluyen estos pensamientos abundosos y buenos, es preci-so dejar a un lado las restantes peticiones, detenerse en aquéllos, escucharlos en silencio, no ponerles obstáculos por nada del mun-do. Porque entonces es cuando está predicando el Espíritu Santo, y una palabra de su predicación es mucho más valiosa que mil de nuestras oraciones”17.

LA ESPIRITUALIDAD LAICAL Una mirada, por leve que sea, a la espiritualidad de Lutero no

puede prescindir del nuevo estilo de vivirla inaugurado por su ruptura con la heredada, por sus propuestas, por sus comportamientos. La es-piritualidad anterior, y la reafirmada a partir de Trento como reacción contra la luterana, se basaba en estructuras firmemente asentadas so-bre bases sociales que habían afianzado la perfección en la distinción entre clero y laicos. Propiamente la sociedad era no solamente “sacra-lizada” sino “clericalizada”. Y dentro del estado clerical se había im-puesto la categoría del clero regular sobre el secular en los criterios de valoración y en el prestigio con todos los enfrentamientos imagi-nables entre unos y otros. Lo que no quiere decir que las relaciones entre las diversas órdenes fueran cordiales; más bien todo lo contra-rio18. Lo cierto era que el mismo concilio de Trento, en su reacción

17 LUTERO, Obras, pp. 319-331. 18 Algo de aquellas rivalidades puede verse en Teófanes EGIDO: “Menta-

lidad colectiva del clero regular masculino”, en E. Martínez Ruiz y V. Suárez Grimón, Iglesia y sociedad en el Antiguo Régimen, Las Palmas de Gran Ca-naria, Universidad, 1995, pp. 555-571.

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antiluterana, se encargó de consagrar la superioridad espiritual del clero, de los estados de perfección, sobre los casados, con anatemas para quienes osasen decir lo contrario.

Esta postura tridentina se debía a la reacción contra la Reforma, contra las posiciones de Lutero, con decisiones que habían conducido a Iglesias secularizadas al estar todo regido por príncipes y ciudades. La enseñanza, la caridad incluso, convertida en asistencia social, el control espiritual, se transfirió a los poderes seculares. Y, más decisi-vo aún, la batalla de Lutero sobre la inutilidad de los votos monásti-cos tuvo consecuencias definidoras: donde se establecía la reforma se vaciaban los conventos y monasterios. Es fácil de imaginar lo que su-puso aquella “desclericalización”, la supresión de la vida monástica, en los cambios de mentalidad, incluso en el paisaje urbano.

En relación con Lutero, me centraré en su espiritualidad laical, matrimonial, y, concretamente, en algo realmente nuevo y excepcio-nal como nota peculiar de su personalidad espiritual: en la ternura familiar, la matrimonial, la paterno-filial. Y me limitaré a aducir una antología mínima, ojalá que expresiva, de tanto como escribió acerca de ello.

En lo que se refiere al matrimonio, en el papismo, es decir, en el catolicismo, como hemos visto, se apreciaría como estado de imper-fección, en contraste con los estados de perfección de frailes, monjes y monjas. Por supuesto, tampoco se daba el casarse por amor y si al-guno, excepcionalísimo, lo hacía así, se decía, con lástima y menos-precio, que se había casado “por amores”.

Puede verse el cambio sustancial en la valoración del matrimonio por parte de Lutero en numerosos lugares de sus escritos. Comentaba en sus “Charlas de sobremesa” (y se aprecia algo de sus opiniones acerca de las mujeres):

“¡Ay, Dios mío querido! Que el matrimonio no es sólo algo natural, sino un don divino que proporciona la más dulce, grata y honesta de las vidas, incluso más que el celibato y la soltería, cuando el matrimonio sale bien; que cuando fracasa, se torna en un infierno. Porque, aunque por lo general todas las mujeres dominan a la perfección el arte de cazar al marido a base de lágrimas, men-tiras e insistencia, pueden torcerlo con buenas palabras. Sin em-bargo, cuando en el estado matrimonial perduran las tres piedras

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preciosas de la fidelidad y la fe, el fruto de los hijos y el sacramen-to que santifica y diviniza, entonces hay que decir que el matrimo-nio es un estado bienaventurado”19.

Se casó a los cuarenta y dos años, y confiaba él lo que supuso aquel cambio radical de vida en el que pasó de fraile acostumbrado a trabajar tranquilo, a dormir solo, a la nueva vida en compañía de su mujer Catalina (Kethe):

“En el primer año de casados se tienen unas ocurrencias extra-ñas. Cuando uno está a la mesa, piensa: “Antes estaba solo, ahora estoy acompañado”. En la cama, cuando se está desvelado, ve un par de trenzas junto a él que antes no veía. Bien, pues en mi primer año de matrimonio, mientras yo estudiaba, se sentaba a mi vera mi buena Kethe, y como no sabía de qué hablar, me espetaba: Señor doctor, ¿es cierto que en Prusia el mayordomo de la corte es her-mano del Margrave?”20

Como se conservan cartas numerosas dirigidas a su esposa, puede constatarse cómo en aquel matrimonio había ternura (ya sabemos que era algo excepcionalísimo). Incluso Lutero, cuyo sentido del humor es sobradamente conocido, expresaba tal ternura con la broma, con la risa (también tan rara, casi proscrita, por entonces). Solamente un ejemplo: en una carta de pocos días antes de morir, en Eisleben, ro-gaba a su mujer, en Wittenberg, que no siguiera rezando por él, por aquello de las mediaciones, pero también porque cada uno de sus re-zos le acarreaba una nueva desgracia:

“A la santa y solícita señora Catalina Luther, doctora, en Wit-tenberg, mi querida mujer.

Gracia y paz en Cristo, santísima señora doctora. Os agrade-cemos de todo corazón vuestras enormes preocupaciones que no os dejan dormir. Pues bien: desde que habéis comenzado a cuidar de nosotros, el fuego se ha empeñado en consumirnos en nuestra posada, justo a la puerta de mi habitación; y ayer -sin duda por el poder de vuestra solicitud- casi nos descalabra una piedra que es-tuvo a punto de caer sobre la cabeza como en una ratonera, porque en nuestro aposento privado ha estado granizando durante dos días sobre nuestra cabeza cal y yeso, hasta que llamamos a algunos que removieron la piedra con dos dedos, tras lo cual cayó, gruesa como

19 LUTERO, Obras, p. 433. 20 Ibidem, 433.

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un amplio cojín y ancha como una mano grande. Tenía ella la in-tención de agradeceros vuestros santos cuidados; menos mal que los ángeles buenos nos han protegido. Estoy preocupado, porque si tú no cesas de preocuparte es posible que nos engulla la tierra y nos persigan todos los elementos. ¿De esta forma asimilas el cate-cismo y el credo? Tú encárgate de rezar, y deja que Dios cuide de nosotros. Nadie te ha mandado preocuparte por ti ni por mí. Está escrito en el Salmo 55 y en otros muchos pasajes: «Confía tu suer-te al eterno y él cuidará de ti».

Gracias a Dios nos encontramos bien y con salud, si prescin-dimos de lo que nos incomodan estos asuntos y de que Jonas se ha lastimado una pierna al chocar accidentalmente contra un baúl. La gente es tan envidiosa, que no ha permitido que fuese yo el único con una pierna mala. Nos gustaría haber terminado ya todo, y, si Dios quisiere, regresar a casa, amén.

Día de Escolástica (10 febrero), 1546. Rendido servidor de vuestra santidad. M. L”21.

Más excepcional fue, si cabe, la ternura hacia sus hijos, si no se olvida que en aquellos tiempos la mortalidad infantil era tan desme-dida (salvo en familias que podían contar son amas de cría o con cui-dadoras, como la de Lutero), que el fallecimiento de las criaturas no se lamentaba, se veía como algo normal. Ni se registraba siquiera (o se hacía de manera muy excepcional) en las correspondencias fami-liares que se han conservado.

En las cartas y en las noticias de Lutero, por el contrario, andan muy presentes acá y acullá sus hijos. Es un dato de interés para la his-toria de los sentimientos familiares. Ofrecemos solamente dos de es-tas cartas, con motivos muy distintos la una y la otra.

La primera la escribió desde el castillo de Coburgo, que él llama-ba “el deserto”, donde estaba encerrado por orden de su príncipe elec-tor y, de nuevo, por razones de seguridad para que siguiera desde allí lo que se estaba tratando en la dieta de Augsburgo (1530). Le exaspe-raban los acercamientos y las concesiones que iba haciendo Me-lanchthon al papismo en las conversaciones con erasmistas (entre ellos Alfonso de Valdés) en aquel sincero, fracasado y prematuro in-tento de “ecumenismo” de entonces. Y en aquellas circunstancias, el 19 de junio, escribe para su hijito Hänschen (Juanito), el primogénito,

21 LUTERO, Obras, p. 423.

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que acababa de cumplir los cuatro años, no más, la carta rebosante de ternura, hay que repetirlo, insólita:

A mi querido hijo Juanito Luther en Wittenberg:

Gracia y paz en Cristo, mi queridísimo hijo. Veo con agrado que estudias mucho y rezas fervorosamente. Sigue así, hijo mío. Cuando regrese a casa te llevaré un bonito regalo de la feria. Co-nozco un jardín encantador, bello y delicioso; por él corretean mu-chos niños con vestiditos dorados, recogen hermosas manzanas, peras, cerezas, ciruelas amarillas y verdes de debajo de los árboles, cantan, saltan y están alegres. Tienen también unos caballos pe-queños muy lindos, con riendas de oro y sillas de plata. Pregunté al dueño del jardín quiénes eran aquellos niños y me dijo: “Estos son los niños a quienes gusta rezar, estudiar y ser buenos”. Entonces le repuse: “Buen hombre, también yo tengo un hijo que se llama Jua-nito Luther, ¿no podría acudir también a este jardín, gustar esas manzanas hermosas y esas peras, montar esos lindos caballitos y jugar con estos niños?” Entonces me respondió el hombre: “Si reza con diligencia, si estudia y es bueno también podrá venir al jardín, y lo mismo Lipa y Jost. Y si vienen todos juntitos, tendrán además pitos, bombos, laúdes y toda clase de instrumentos; y podrán dan-zar y disparar con arcos pequeñitos”. Y me enseñó una pradera muy deliciosa que había allí en el jardín preparada para danzar, y allí colgaban pífanos de oro, tambores y hermosos arcos de plata. Pero era aún temprano, los niños no habían comido todavía, y por eso no pude esperar al comienzo de la danza, y dije a aquel hom-bre: “Buen hombre, voy corriendo a escribir todo esto a mi querido hijo Juanito para que se aplique al estudio, rece con fervor y sea bueno, y así podrá venir también a este jardín; pero tiene una tía que se llama Lehne, a la que tiene que traer consigo”. Y entonces dijo el hombre: “Muy bien, sea así; vete y escríbeselo”.

Por tanto, querido hijo Juanito, estudia y reza con alegría, y di-les esto a Lipa y a Jost, para que también ellos estudien y recen, y así podréis venir todos al jardín.

Desde aquí te encomiendo a Dios. Saluda a tía Lehne y dale un beso de mi parte.

Tu padre que te quiere. Martinus Luther22.

En la carta aparecen los niños amigos Lipa y Jost, hijos de Felipe Melanchthon y de Justus Jonas. Y aparece la tía Lehne, es decir,

22 LUTERO, Obras, pp. 414-15.

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Magdalena, la hermana de Catalina Bora que fue la cuidadora y edu-cadora de los niños. Por deferencia a ella, se puso Magdalena (Lehna) a la hija tercera (de los seis hijos que tuvo el matrimonio) y que en-tonces tenía poco más de un año. La niña moriría a los 12 años en brazos de su padre. Comunicaba la noticia triste a Justus Jonas (que estaba en Halle ordenando la comunidad reformada), y lo hacía con los sentimientos contradictorios de conformidad difícil, de dolor in-consolable, de ternura hacia la hija:

“Al preclarísimo señor Justus Jonas, doctor en teología, pre-pósito de Wittenberg, legado en Halle de Sajonia, su primogénito en Cristo. Gracia y paz en el Señor…

Me imagino que habrá llegado a tus oídos la noticia de que mi queridísima Magdalena ha renacido para el reino eterno de Cristo. Es cierto que tanto yo como mi mujer deberíamos estar agradeci-dos y contentos por este feliz tránsito y por el fin bienaventurado que la ha puesto a salvo del poder de la carne, del mundo, del turco y del diablo; pero es tan grande la fuerza de la ternura, que no podemos librarnos de los sollozos, de los gemidos y de una sensa-ción como de muerte. Están tan fijos aún en lo hondo del corazón el semblante, las palabras, los gestos de esta hija tan respetuosa y obediente, mientras vivía y agonizaba, que ni siquiera el pensar en la muerte de Cristo (en cuya comparación nada significan las de-más) puede borrar esta impresión. Agradéceselo a Dios tú en lu-gar nuestro; a él que nos ha colmado de gracia al glorificar nuestra carne de este modo. Sabes que era de condición suave, dulce y muy agradable. Bendito sea el señor Jesucristo que la ha llamado, elegido y glorificado. Lo único que pido a Dios, padre del consue-lo y de la misericordia, es una vida y una muerte parecida tanto pa-ra mí como para todos los míos y los nuestros. Te deseo salud a ti y a toda tu familia, amén. Sábado después de Mateo, 1542. Tu Martin Luther”23.

Con esta carta, rara para entonces y hermosa, concluimos esta breve reflexión histórica, conscientes de que no hemos podido hacer más que insinuar algo de lo mucho que habría que decir de la espiri-tualidad, tan rica, bíblica y a veces desconcertante, de Lutero.

23 LUTERO, Obras, p. 420.