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Prólogo y primer capítulo de Luntineel - La Leyenda de los Fragmentos I, escrito por Ricardo Martínez Cantudo

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RICARDO MARTÍNEZ CANTUDO

LUNTINEELLA LEYENDA DE LOS

FRAGMENTOS I

Círculo rojo – Novelawww.editorialcirculorojo.com

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Primera edición: marzo 2012

© Derechos de edición reservados.Editorial Círculo Rojo.www.editorialcirculorojo.cominfo@editorialcirculorojo.comColección Novela

© Ricardo Martínez Cantudo

Edición: Editorial Círculo Rojo.Maquetación: Juan Muñoz Céspedes.Fotografía de cubierta:© - Fotolia.esCubiertas y diseño de portada: © Luis Muñoz García.

Impresión: PUBLIDISA.

ISBN: 978-84-9991-794-8

DEPÓSITO LEGAL:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede serreproducida, almacenada o transmitida en manera alguna y por ningún medio,ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o defotocopia, sin permiso previo del editor o del autor. Todos los derechos reser-vados. Editorial Círculo Rojo no tiene por qué estar de acuerdo con las opi-niones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que laobra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en elque el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA

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A mis padres, por darme la vida.

A mi hermana, por traer a Jimena al mundo.

Y por supuesto a María, por acompañarme en esta aventura.

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Podría decirse que hacía una noche felina en las siniestras calles deTolir, la ciudad de los ladrones. De una forma casi poética, un des-garbado gato pardo saltaba del tejado más cercano hacia el sucio pa-vimento de uno de los callejones del centro. Con ojos cargados demiedo y en constante alerta miró a su alrededor: posiblemente erael último animal callejero que quedaba en aquella sórdida ciudad,por lo que cualquier precaución era poca. La Luna llena, los mon-tones de basura y su escurridiza fisonomía eran sus únicos aliados.Estaba seguro de que husmeando por aquella zona encontraría algoque llevarse a la boca… al fin y al cabo los cubos de basura ubica-dos junto a la puerta de La Bujía Oxidada siempre estaban cargadosde montones de desperdicios, y era precisamente allí hacia donde sedirigía. Se trataba de la tasca más sucia, maloliente e insalubre detodo Tolir, motivos por los cuales gozaba de una abundante y, pordecirlo de alguna manera, exquisita clientela. Aquél era el punto dereunión de los peores humanos, biones y criaturas de todo Nairiel,donde los peores tratos se cerraban y las traiciones más terroríficasse planeaban.

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El felino dobló una esquina siguiendo un ruido sordo que escu-chaba a lo lejos, y que para según qué gente podría denominarse mú-sica. Sus bigotes y su instinto no le habían fallado: ante sus ojos selevantaba, decrépito e intimidatorio, La Bujía Oxidada. La música ylos gritos de la abarrotada clientela salían por los amplios ventana-les, abiertos de par en par para intentar disminuir el nivel de humoy hedor en el local. Súbitamente, algo capturó los sentidos del fa-mélico gato: alguien había lanzado una enorme espina de pescado ala calle a través de la ventana… ¡Es posible que aún tuviera algo decarne! A la velocidad del rayo, el animal se lanzó a por la preciada es-pina. Los cielos estaban con él: cualquiera que se hubiese deshechode ese pescado había cometido la imprudencia de dejar la cabeza in-tacta. ¡Necio! Aquel gato cenaría esta noche a su costa. Con sus afi-ladas garras y su hábil hocico, el felino devoró en cuestión desegundos su improvisada cena. Obviamente, aquel manjar no lehabía dejado satisfecho, por lo que buscó con la mirada a través dela ventana al sujeto que había desperdiciado semejante bocado. Allíestaba. Con agilidad felina, el oscuro gato se subió al quicio de laventana para esperar pacientemente a que aquel desagradable tipo seacabara su segundo pescado. Mientras tanto, observó el interior deLa Bujía Oxidada: se trataba de un local amplio iluminado por unadesagradable luz amarilla, cuya decoración se componía únicamentede piezas mecánicas oxidadas que colgaban por doquier. Unaenorme barra de metal se extendía al fondo, donde un buen puñadode malhechores de toda índole descansaba de sus agotadores díashaciendo el mal. El centro del bar estaba protagonizado por unabarra de metal en torno a la cual bailaba sensualmente una bailarinabión al ritmo de la atronadora música. A pesar de estar compuestaen su totalidad por piezas robóticas, aquella mujer era tremenda-mente atractiva y danzaba frenéticamente enloqueciendo al centenarde hombres que tenía alrededor, quienes lanzaban vítores y mone-das a la pista. Las ropas de aquella bailarina mecánica captaron la

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atención del gato: aparte de un sensual top de hilo de cobre, la biónmovía con inusitada habilidad una larga falda cargada de diminutaslucecitas brillantes, que contribuían a elevar, si cabía, el ambiente eu-fórico de aquella zona. Junto a los amplios ventanales, algo alejadosdel barullo del baile y la barra, se encontraban una serie de mesas pe-gadas a la pared, en las que reuniones más tranquilas pero no por ellode mejor calaña cuchicheaban bajo la parpadeante luz de unas enor-mes bombillas amarillas que colgaban sobre sus cabezas. Una deesas mesas es la que el hambriento gato observaba con infinita pa-ciencia e interés. En ella, dos extraños sujetos hablaban en un susu-rro y en actitud tensa. A un lado de la mesa se encontraba un serbajito, barrigudo y de piel grisácea. Su nariz aguileña y sus despro-porcionados ojos le daban un aspecto demente, incrementado porel ansia con el que devoraba cada centímetro del segundo pescadoque se llevaba a la boca. Hablaba mientras masticaba, algo que pa-recía resultarle repugnante a su acompañante. Se trataba de una mis-teriosa mujer envuelta en una capa raída y cubierta por una enormecapucha bajo la cual se adivinaba una piel verdosa y unos preciososlabios carmín. El felino observó con sorpresa que las manos deaquella mujer eran del mismo tono verde que su rostro, aunque de-licadas y finas como las de una princesa. La enigmática dama pare-cía estar muy enfadada con su acompañante, al que le ordenaba quebajara la voz:

— ¡Te he dicho que no levantes la voz, Slug, y mantén la boca ce-rrada mientras comes!

— No me des órdenes, Trepadora —el repugnante individuo vol-vió a hincar sus dientes en su pieza de pescado—. Tengo lo quequieres y vas a pagar lo que acordamos…

— Te acabo de decir que no he podido reunir tanto dinero. ¿Esque un millón de Tantrios no es suficiente para ti, codicioso saco detripas?

Aquél último comentario pareció ofender a Slug, quien se dis-puso a levantarse dándole el último bocado a su cena.

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— ¿Sabes lo que me ha costado conseguir los cinco? ¿Te hacesuna idea de lo clasificada que está esta información en la cúpula delGobierno? ¡Si no tienes mis cinco millones no hay trato!

— Espera, Slug —por primera vez, Trepadora le lanzó una arre-batadora sonrisa a su acompañante— lo siento, tienes razón… nodebo regatear contigo. El gato desvió por un momento su miradahacia la encapuchada mujer verde, quien pasó discretamente una an-tiquísima maleta de viaje hacia el lugar en el que Slug estaba sentadopor debajo de la mesa.

— Cinco millones de Tantrios, uno por cada azimut. Es lo queacordamos. El codicioso Slug miró la maleta de piel y con una risacontenida lo abrió para ver su contenido. Por el peso y la cantidadde billetes, allí había cinco millones de Tantrios en efectivo. El gri-sáceo individuo levantó la mirada con sus enormes ojos oscuros ymiró sonriente a Trepadora. Esta, mirándole a los ojos de formasensual y dedicándole la mejor de sus sonrisas se incorporó paraacercarse por encima de la mesa a su acompañante y decirle en unsusurro:

— Ahora cumple con el trato… dame el pergamino.Sin apartar la mirada de los preciosos ojos de la encapuchada,

Slug le entregó un pergamino enrollado. Obnubilado por la bellezade Trepadora, Slug susurró:

— Cinco símbolos, cinco nombres y cinco ciudades. Tal y comolo acordamos.

— Muchas gracias, Slug, ha sido un placer hacer negocios con-tigo. Trepadora acercó su cara a la mejilla de Slug y puso su manoderecha en torno a su nuca. Sus delicados labios besaron la rasposapiel del tipejo para deleite del mismo. No obstante, algo erizó el pe-laje del gato y le hizo bufar de puro miedo: de los dedos de la manoderecha de la encapuchada comenzaron a reptar cuales diminutasserpientes cinco delgadas ramitas que se enrollaron alrededor delcorto cuello del despistado Slug. Cuando este había salido de su en-simismamiento era demasiado tarde: con gesto impasible, Trepadora

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controlaba aquella enredadera asfixiando a su acompañante. El es-truendo de la música y los gritos de los hombres que animaban a labailarina en el centro de La Bujía Oxidada ensordecieron los pata-leos y el último estertor del desdichado Slug, que ya yacía con losojos fuera de sus órbitas sobre el último trozo de pescado que co-mería en vida. La mujer miró rápidamente a su alrededor en buscade posibles testigos: como era habitual en La Bujía Oxidada, nadiese había dado cuenta de nada. En unas horas encontrarían el cadá-ver de un tipo sin importancia asfixiado sobre su cena… segura-mente por una espina de pescado. Con una media sonrisa, la mujerse guardó el pergamino entre su capa, cogió el maletín y abandonóaquel lugar de crimen y desenfreno.

Aterrorizado ante los increíbles poderes de aquella humana, elfelino bajó del quicio de la ventana y huyó entre la oscuridad de lanoche. Pasaría mucho tiempo hasta que aquel gato se atreviese a vol-ver a buscar comida a un lugar como La Bujía Oxidada. Tolir erauna ciudad peligrosa, pero esa noche había sido testigo de algo másque saqueos, puñaladas o cañonazos. Por esa noche, una cabeza depescado sería suficiente cena.

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El mercado de Tronia estaba repleto de gente, todo griterío y ba-rullo, lo cual representaba la oportunidad que Hermes espe-

raba para conseguir algo de comer tras unos días de ayuno. El menúdel día estaría compuesto de una barra de pan y un par de jugososy frescos melocotones a los que había echado el ojo. Desde el calle-jón más cercano a la gran plaza empedrada divisó la situación: elpuesto de pan se encontraba repleto de gente, lo cual facilitaba elhurto: primer objetivo, casi al alcance. Agazapado entre el gentío, seacercó hasta el lugar y se hizo con una barra de pan recién hecha,tanto que aún humeaba entre sus manos y hacía crujir sus tripas fe-rozmente. Alejándose un poco del comercio, pasó a preparar la se-gunda parte de su plan sin prisa pero sin pausa. Unos cuantosbarriles de vino vacíos serían su trinchera y su base de operaciones.Con una velocidad felina, el chico se lanzó al interior de uno, y a tra-vés de un agujero en la superficie observó la situación: el mercadoestaba situado en la plaza central la ciudad. Esta formaba una cir-cunferencia perfecta, con el suelo completamente empedrado, ydesde allí cientos de serpenteantes calles partían en todas direccio-nes. Los tejados, los pajares y la chatarra esparcida por cada rincón

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de aquel barrio significaban prácticas vías de escape en caso de verseen problemas. El viejo frutero Colindán era el más avispado detodos, siempre ojo avizor a sus productos, por lo que el ladronzuelotendría que tener mucho más cuidado en esta ocasión. Una señorade aspecto rollizo y ataviada con una gran túnica de lunares se diri-gió hacia allá, sirviendo de escondite para el escuchimizado Hermes,quien supo utilizar el juego de unos chiquillos para correr entre risasy, en fracciones de segundo, esconderse con maña tras la oronda se-ñora.

— Buenos días, Colindán —dijo la señora—, deme un higo ytres nueces, voy a prepararle a mi querido Ralphi unas sabrosas an-guilas para celebrar nuestro aniversario.

— Eso está hecho, señora. Las anguilas le quedarán riquísimascon estas nueces —el bajito y rechoncho tendero se dio la vueltapara pesar el pedido en una vieja báscula de metal—. ¿Son las an-guilas de especial gusto para el viejo Ralphi?

Hermes, aprovechando la banal conversación, estiró su manohasta la cesta de melocotones y cogió un par de ellos. Perfecto, todohabía salido a pedir de boca... ¡El cuarto día de ayuno no llegaría!Cuando pensaba que todo había salido a pedir de boca, una sudo-rosa manó agarro con fuerza su muñeca.

— ¡Maldito Hermes! —gritó Colindán con los ojos desorbita-dos—. ¡Esta vez te aseguro que pierdes la mano!

Hermes debía pensar rápido: buscó con la mirada algo con loque poder defenderse, mirando en el interior de la cesta de mimbreque la escandalosa señora cargaba. Una traviesa sonrisa cubrió surostro cuando vio un par de anguilas vivas dentro de una bolsa llenade agua. Este era un manjar muy conocido del lugar, el cual se com-praba solamente para ocasiones especiales. Aquello, para Hermes,era una ocasión especial.

— Pero Colindán… prometo no volverlo a hacer… Y… —el la-dronzuelo intentaba entretener al frutero mientras sacaba una de lasanguilas de la bolsa.

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— ¿¡A qué esperas, Colindán!? —la señora gritaba para que todoel mundo prestara atención a la escena—. ¡Córtale la mano a estegranuja, así aprenderá!

En un fugaz movimiento con la mano que tenía libre, Hermescoló la escurridiza y nerviosa anguila por el escote de la mujer. Estacomenzó a dar saltos gritando como una loca, mientras se movía demanera muy cómica intentando sacarse al pez de la túnica.

— ¡Quítamela, Colindán, quítamela!El frutero se abalanzó sobre la clienta para socorrerla, tirando

varias cajas de fruta por doquier. Gracias a la confusión generada elchico pudo soltarse de su captor y huir con el botín a través de lagente hacia uno de los angostos callejones que le llevarían a su mo-rada.

— ¡Te atraparé, granuja —gritaba Colindán rojo de ira—, algúndía te cortaré las manos!

Con el corazón palpitante y la adrenalina disparada, Hermes seescabulló por los oscuros callejones de su querida Tronia, consi-guiendo escapar finalmente de la mirada de sus vecinos. Con mástrabajo del normal debido a la violenta huida, el niño se encaramóal tejado de un edificio bajo, desde el que podía ver, sin ser descu-bierto, como el malhumorado frutero arreglaba el estropicio cau-sado en su puesto. Aquella mañana era especial, o al menos aHermes se lo parecía: Luntineel brillaba en toda Tronia, regando asus habitantes con luz y calor. Tampoco es que esto fuera dema-siado extraño en una ciudad de clima tropical como aquella. Troniaera la capital de Disennia, uno de los tres continentes que compo-nían Nairiel. Dicha ciudad era calurosa y desértica, con una arqui-tectura humilde pero original y bella, adaptada perfectamente a latemperatura y materias primas del lugar. Las casas estaban cons-truidas a base de barro seco, piedra y madera, todas ellas revestidascon una capa de cal, la cual ayudaba con su color blanco a disminuirel calor del interior. La apariencia de estos edificios era similar a lade gigantescos cubos con puerta y ventanas igualmente cuadradas.

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No existía en toda la ciudad ninguna casa de más de dos plantas,dando una apariencia de pequeño pueblo pese a estar habitada pormedio millón de personas, por lo que al joven Hermes no le resultódifícil caminar de tejado en tejado para poder disfrutar de la brisaproveniente del Sur. Llegó a una casa que hacía esquina, desde lacual se divisaban todos los tejados de la ciudad, en los cuales algu-nos gatos callejeros habían encontrado su morada. Oteó a la dis-tancia para ver si el testarudo Colindán aún le seguía. Desde allí teníauna vista privilegiada de la plaza del mercado: la gente iba y venía deun puesto a otro inmersa en sus quehaceres diarios, y las serpente-antes y estrechas calles en las que la plaza se descomponían bullíande vida. Divertido, el chico observó como el viejo Colindán obser-vaba con cara de pocos amigos a todo el que se acercaba a sus pro-ductos.

— Cómo se ponen algunos por un par de melocotones…Bajó del tejado deslizándose por una tubería. Siguió caminando

por las estrechas calles en dirección a su casa mientras roía con pla-cer uno de los picos de la barra de pan. Aunque el entramado de ca-lles no seguía ningún orden ni patrón, el ladronzuelo se guiabaperfectamente por allí. Había vivido en Tronia desde que él recor-daba, siempre robando comida a los tenderos más despistados oaceptando la caridad de algunos conocidos. Así había crecido, y asus diecisiete años era ya todo un hombre, algo bajito y bastante del-gado, de pelo moreno y siempre despeinado, y con unos oscurosojos que revelaban una gran experiencia en la vida, al contrario desus facciones, algo infantiles aún. Hermes casi siempre llevaba lamisma ropa, la cual había rescatado de algún basurero o había ro-bado del tendedero de alguna desdichada ama de casa. Su vestuariose componía de una agujereada sudadera gris con capucha en cuyasmangas había bordadas un par de alas, al parecer el distintivo dealgún antiguo club de aviación. Estaba llena de roturas, por las cua-les se dejaba ver una camiseta blanca con rayas negras algo despin-tada; unos pantalones bombachos llenos de bolsillos, algunos sin

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botones, que tapaban parcialmente unas raídas botas militares en-contradas en el riachuelo que pasaba cerca de su casa. Pero el com-plemento al que el chico más cariño le tenía era unas viejas gafas deaviador que había ganado en una apuesta contra otro de los huérfa-nos de Tronia. Cuando las vio no pudo resistirse, y desafió al mu-chacho a una carrera nocturna a través de los tejados de la ciudad.Hermes arrasó sin ningún problema.

Hermes continuó su camino a casa despreocupado, mientras quela luz de Luntineel daba un color precioso a las calles de la ciudad.Comiendo algo de pan y caminando tranquilo y a solas, el chico sesintió plenamente feliz. Felicidad, por cierto, que duró pocos se-gundos, justo hasta el momento en el que sintió como una gigan-tesca y ruda mano le agarró el hombro con fuerza:

— Al fin te tengo, desgraciado. Es la última vez que nos robas… Hermes giró el cuello: Colindán estaba rojo de ira, con un hacha

pequeña en la mano libre. El chico se arrinconó contra la pared, sinsaber qué hacer para escapar de allí. Se sentía acorralado como muypocas veces en su vida.

— Venga, Colindán… No le harás nada a un pobre niño, ¿ver-dad? —su rostro mostró una inocente mirada acompañada de unasonrisa angelical.

— ¡Eso no te valdrá más, Hermes! ¡Ya eres muy mayorcito!El ladronzuelo cerró los ojos con fuerza esperando a que el mer-

cader zanjara el problema a su violenta manera. De pronto, algocambió el transcurso de los hechos. Una bión dobló la esquina co-rriendo a toda prisa, llevando un pequeño gatito moteado en susbrazos. Los biones son robots de aspecto completamente humano,diferentes de estos solamente en determinadas partes de su cuerpo,como los codos o las rodillas, que dejan ver juntas metálicas carga-das de cables y chips. Un hombre fornido con un mandil blanco yun gran bigote la perseguía mientras gritaba enfurecido:

— ¡Estúpida bión, estás creada para servirme, me debes eternagratitud por comprarte!

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— ¡Me llamo Aren! —gritaba el robot mirando a su perseguidormientras corría a toda prisa con un rostro cargado de temor—.Tengo nombre, ¿sabes?

El huidizo robot no tuvo tiempo de comprobar que en su ca-mino se encontraban Hermes y Colindán, chocando estrepitosa-mente contra este último y permitiendo al chico zafarse del rollizofrutero. La chica se levantó con el gatito aún en brazos, y salió dis-parada hacia uno de los callejones. Hermes hizo lo mismo en la di-rección contraria.

— ¡Gracias, Aren —gritó el chico a la bión—, te debo una!— ¡De nada! —contestó ella mientras se esfumaba callejón abajo.

Con mucho esfuerzo, el hombre del bigote consiguió levantar delsuelo a Colindán, mientras este se sacudía la suciedad de la ropa.

— Malditos críos, deberían encerrarlos a todos —refunfuñó elfrutero.

Una vez más, Hermes había escapado. Con el ajetreo de la huidahabía perdido parte de la barra de pan, pero los melocotones aún seencontraban en sus bolsillos, tan apetecibles como al principio. Seencaramó a un árbol cercano al río Léter, principal río de Tronia quese extendía del Norte al Sur de la ciudad. Aquel era uno de los pocoslugares con vegetación en toda Tronia, y a Hermes le encantaba irallí a pasar el rato. La tarde estaba llegando a la ciudad, y Luntineelcomenzaba a bajar de lo más alto, creando reflejos multicolores enel estrecho río, el cual se agitaba cada vez que un pequeño pez sal-taba en busca de insectos para echarse a la boca. Hermes amabaaquel paisaje, al igual que todos los que su ciudad natal le brindaba.Nunca había salido de Tronia, y tenia curiosidad por conocer elmundo, aunque estaba completamente seguro que nada sería mejorque aquella ciudad humana. Contemplando las vistas y saboreandoel último bocado del melocotón, Hermes se sintió cansado, pero ala vez satisfecho. De pronto vio algo en la lejanía que le hizo sonreírde pura ilusión: una chimenea alzaba su humo en una de las casascercanas al mercado, un hecho aparentemente cotidiano, pero que alchico le decía mucho.

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— Ese viejo loco está haciendo galletas otra vez —dijo Hermespara sí mismo—. Hoy comeré hasta postre...

Tras bajar del árbol de un ágil salto, el chico corrió en direccióna la chimenea que había avistado a la lejanía.

La situación que encontró al llegar era ya muy familiar para Her-mes: se encontraba ante una casa muy similar a la otra, de colorblanco por la cal, y decorada con algunas plantas en las ventanas.Entró sin llamar a la puerta: un profundo olor a galletas inundaba lacasa, y había un gran jaleo montado en el interior. Un anciano de as-pecto destartalado perseguía con rabia a una especie de pequeñorobot levemente parecido a una niña. Esta llevaba un plato lleno dehumeantes galletas. El anciano tenía la cara completamente cubiertade chocolate, al igual que su ropa, una camisa de rayas y unos pan-talones de pinzas. Era calvo, bajito y muy delgado, y miraba con rabiaal robot, mostrando los pocos dientes que le quedaban mientras pro-fería amenazas contra su presa.

— ¡Maldito cacharro...! ¡Los robots no pueden comer galletas!Ambos corrían por un gran salón rectangular cuya decoración

rayaba la excentricidad: cientos de objetos mecánicos y electrónicosse encontraban esparcidos por doquier, al igual que herramientas yotros objetos. Las paredes estaban completamente llenas de fotos enblanco y negro y planos de robots. Un par de sillones de piel anti-guos y una pequeña mesa de cristal habitaban el centro de la salasobre una gran y algo sucia alfombra. En la esquina derecha una pe-queña escalera de caracol de madera subía a la segunda planta. Enla otra esquina se encontraba un antiquísimo tocadiscos del cualemanaba una rítmica música a un volumen exageradamente elevado.Este estaba colocado sobre un pequeño mueble de madera oscuracon dos pequeñas repisas donde se apilaban cientos de discos de vi-nilo. En la habitación contigua había, a modo de cocina, un hornode leña y un pequeño fregadero, además de una mesa circular dondese encontraba una bandeja repleta de galletas, algunas esparcidas porel suelo y al parecer pisadas en la carrera de los dos protagonistas de

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la disputa. Hermes decidió ayudar al anciano, y tras un ágil salto con-siguió interceptar al robot. Tras un breve forcejeo, el chico consiguiópulsar un gran botón rojo que tenía en la nuca, haciendo que el robotse desactivase cayendo desplomado al suelo y tirando las galletas portodos lados. El anciano perseguidor se sentó en uno de los sillones,jadeante y con aspecto cansado.

— ¡No debías de haberme ayudado, Hermes —el anciano gri-taba por encima de la música—, podría haberlo desactivado yo solo!

— Sí, ya, de nada, abuelo —el chico se encaminó hacia el toca-discos y lo apagó—. ¿Cómo puede vivir con este ruido?

— ¿Ruido? —el hombre parecía molesto por la decisión de Her-mes de apagar la música—. ¿Llamas al jazz “ruido”? ¡Menos meta-rruido y más Miles Davis! Así te culturizarías un poco.

El anciano se dirigió a la cocina, momento que Hermes aprove-chó para meterse en los bolsillos todas las galletas que el robot habíaesparcido por el suelo.

— Se dice “metabit”, abuelo, y es la mejor música del mo-mento… No como esas cosas tan antiguas que escuchas.

El chico se sentó en uno de los sillones, y el anciano llegó con unplato de galletas más y las puso sobre la mesa.

— No hace falta que robes las que han caído al suelo, ¡puedescomer de estas! Algún día perderás una de tus inquietas manos comosigas así…

El joven ladrón, con algo de vergüenza, se sacó las galletas de losbolsillos y las depositó en la mesa.

— ¿Y qué podría hacer, abuelo? ¡Algo tendré que comer!— Bueno —contestó el anciano—, ya mismo alcanzarás la ma-

yoría de edad, así que podrás buscarte un trabajo. ¡Y no soy tuabuelo! Llámame señor Nach.

— Sí… sí, lo que tú digas, abuelo —Hermes no le prestaba aten-ción. Miraba las galletas con muchas ganas, y el olor le impregnabalos sentidos. De pronto un silbido proveniente de la cocina le de-volvió a la realidad.

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— ¿Quieres un chocolate caliente?— ¡Claro que sí! —Hermes no pudo evitar sonreír de ilusión,

algo que odiaba: le hacía parecer un niño pequeño.El señor Nach se encaminó a la cocina, y en un minuto trajo un

par de humeantes tazas de chocolate, algo que Hermes solo habíaprobado allí. El chico se lanzó a las galletas y las mojó en el choco-late, engulléndolas con ganas.

— Y bien, ¿solo has venido para comerte mis galletas, caradura?— Por supuesto que no… —Hermes no quería parecer alguien

que mendigaba comida. De repente recordó algo que quería pre-guntarle al anciano—. Quería preguntarle algo. ¿Sabe usted quépuede significar esta marca?

Hermes se quitó la sudadera y la camiseta. En la parte superiorde la espalda, justo debajo del cuello, llevaba inscrita una especie demarca, un dibujo de formas caprichosas que se extendía de un omo-plato al otro. Aquel extraño dibujo siempre había estado con él, perono se había preguntado qué era hasta que comenzó a salir de laniñez. Al verlo, el anciano apartó la vista rápidamente, y mojó des-preocupadamente una galleta en su chocolate.

— Esa marca es la que llevan los huérfanos de Tronia, Hermes.No te lo ha dicho ninguno de tus amigos porque es algo de lo queno se suele hablar. ¡La gente no debe hablar de asuntos tan delica-dos como ese por la calle! Por si acaso, que sea la última vez que al-guien te ve esa marca, podría causarte problemas si el año que vienequieres buscar trabajo.

El chico, algo decepcionado, se volvió a vestir. Por un momentopensó que sería algún tipo de cualidad especial, pero no se tratabamás que de otra prueba de ser un chico abandonado. Pronto se lepasó: Hermes no necesitaba a nadie, pensaba, y menos a unos estú-pidos padres que solo le prohibieran lo que él quería hacer. Además,pronto sería mayor de edad y podría ganarse la vida él solo. Eltiempo pasó, y la tarde llegaba a su fin cuando el ladronzuelo yahabía dado buena cuenta de las galletas del señor Nach, mientras

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este le aburría con otra perorata sobre el jazz y los robots, sus dosgrandes aficiones. Al parecer, aquel robot que le había arrebatado lasgalletas era un nuevo prototipo de máquina inteligente, para cuyafabricación había empleado piezas caseras, algo totalmente ilegal enDisennia desde que prohibieran totalmente la fabricación de nue-vas tecnologías: solo las piezas bión de segunda mano eran legales,aunque muchas otras tecnologías permanecían latentes en el conti-nente de manera ilegal, como los vehículos o las armas.

El sr. Nach se despidió de Hermes de una manera un poco fría:después de todo, estaba algo cansado de las repetidas visitas delchico, ya que su único fin era el de atiborrarse a dulces. Hermes sedirigió a su casa. Esta se encontraba en el extrarradio de Tronia,junto al río Léter. El chico la llamaba “su castillo” ya que probable-mente era la vivienda más grande de toda la ciudad. Esto se debía aque el joven ladrón vivía en una antigua fábrica abandonada, creadaal parecer en un principio para la fabricación masiva de biones.Ahora se trataba de un descomunal edificio abandonado, de cincoplantas de alto, completamente lleno de ventanas, cuyos cristales ensu mayoría se encontraban rotos o simplemente no estaban. El in-terior era igualmente desolador: viejas máquinas de piezas bionescon aspecto de llevar muchos años sin funcionar, cajas y trastos in-útiles por todas partes y suciedad... muchísima suciedad. En la se-gunda planta, en la habitación donde en su momento habría estadoel despacho del gerente, se encontraba el rincón que Hermes habíaelegido para vivir. Un bidón con una tabla en el centro de la habita-ción hacía las veces de mesa, al igual que un par de cajas de maderale servían como sillas. En la esquina había un raído colchón juntocon unas sábanas agujereadas y de colores muy chillones. Colgadosde una pared, se encontraban un cepillo y una fregona vieja. Algoque llamaba la atención era la curiosa afición que se adivinaba en ladecoración de aquel peculiar hogar: por todas partes había recortesde periódicos, mapas antiguos e incluso algunas fotografías instan-táneas de árboles y animales. Y es que a Hermes había un tema que

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realmente le apasionaba: el viejo mundo. El chico creció escuchandorumores e historias de otros huérfanos y vagabundos sobre un an-tiguo mundo en el que nació y vivió mucho tiempo la raza humana.Esto era algo que a casi nadie le importaba demasiado, ya que lagente de Tronia, o tronitas, se encontraba muy ocupada en sus que-haceres diarios. Solo había un hombre al que parecían interesarleestas cosas, y Hermes le había robado tanto que no se atrevía a pre-guntarle nada: el anticuario del mercado de Tronia. Gracias al des-piste de este señor, Hermes poseía en su haber varios objetos muycomunes en el viejo mundo, pero que para él, al igual que sus que-ridas gafas de aviador, representaban todo un trofeo, y le hacía sen-tirse un poco más cerca de todo el misterio que rodeaba a loshumanos que vivieron hace unas décadas en una galaxia muy lejana.Cuando se sentía triste o solo, pensaba en la magnífica vida que lle-varían aquellas gentes, alejadas de aquel caluroso y polvoriento pla-neta. Hermes imaginaba a los antiguos humanos como esbeltos yvalientes guerreros e intelectuales, que surcaron las galaxias en buscade un nuevo lugar en el que vivir. ¿Por qué abandonarían su pre-cioso planeta?

Como no tenía nada que hacer, Hermes se puso a barrer su ha-bitación, la cual siempre solía estar llena de polvo debido a la situa-ción en la que el edificio se encontraba. Le molestaba mucho ungrupo de palomas que se habían hospedado, al igual que él, en la an-tigua fábrica, ya que llenaban todo de plumas cada vez que echabana volar. Pensando en su odio visceral hacia estos bichos se encon-traba cuando algo hizo retumbar la tierra cerca de su casa. Se asomópor la ventana, y, pese a que Luntineel comenzaba a esconderse entrelas montañas del horizonte, pudo distinguir la figura de un animal detamaño descomunal, parecido a una gran roca, del cual se bajaba al-guien parecido a un hombre. Debería medir poco más de dos me-tros e iba completamente tapado por una capucha y capa negras, lascuales estaban empapadas de agua. A la espalda llevaba colgada unalarguísima y fina espada metida en una vaina. Hermes estaba ate-

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rrado ante la visión de aquel encapuchado, y se agazapó todo lo quepudo para seguir observando la escena. El desconocido miró haciaarriba, mostrando al chico unos enormes ojos amarillos, y se aden-tró en el edificio con tal rapidez que antes de que Hermes pudieraasimilarlo ya estaba dentro de su habitación. El ladronzuelo, com-pletamente atemorizado, echó a andar hacia atrás buscando con lasmanos algo con lo que poder defenderse. El desconocido se acer-caba lentamente cuando Hermes encontró la vieja escoba colgada enla pared. La blandió con las dos manos delante de la cara del ex-traño ser.

— No des ni un paso o… o…Antes de que pudiera acabar su patética frase, el desconocido

partió en dos el palo de la escoba con un rápido movimiento de suespada. Ante esto, a Hermes solo le quedaba huir. Salió disparado es-caleras abajo y echó a correr hacia la ciudad perseguido por el des-conocido, ya que pensaba que estaría más seguro en la maraña decallejones que componían la vieja Tronia. Encaramándose a un árbolse resguardó, como muchas veces había hecho antes, en los tejadosde las casas, donde el chico pensaba que ningún adulto podría subir.La oscuridad se había adueñado de Disennia, y aquellos enormesojos amarillos volvían a mirar a Hermes desde abajo.

— ¿Qué pasa, grandullón? ¿Aquí no me puedes coger?Para sorpresa del presuntuoso Hermes, el encapuchado tomó im-

pulso y con una agilidad asombrosa saltó hasta el tejado como si laley de la gravedad no influyera en él. Ante aquella proeza, el chicose quedó paralizado mirando la inmensa figura del desconocido a laluz de la Luna. Este elevó por los aires a Hermes como si de un mu-ñeco se tratara, y le levantó la sudadera por la espalda. Al parecer eldesconocido quería comprobar si el chico tenía aquella misteriosamarca de la espalda. Cuando la vio, saco de un bolsillo interior de lacapa una extraña esfera de metal. Se la acercó a la cara y esta co-menzó a brillar, lo que dio a Hermes la oportunidad de ver partedel rostro del encapuchado: tenía aspecto de hombre de mediana

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edad, y un rostro muy serio. Con aquella escasa luz no pudo perci-bir nada más. El hombre comenzó a hablarle a la esfera.

— Dhur Loquad, Hermes nhitia ed nouk goulneo.Del interior de la esfera emergió una profunda voz.— Equo filithia, maranae, Loquad. El metálico artilugio dejó de brillar y el desconocido se lo metió

en el bolsillo de su capa. Hermes estaba completamente aterrori-zado. Jamás había escuchado un lenguaje parecido a ese, y aquel serparecía estar muy interesado en él. El desconocido cogió al chicocomo si de un saco se tratara y lo cargó sobre su espalda. Acto se-guido, haciendo uso de su increíble agilidad, bajó del tejado en di-rección a casa de Hermes. Este, desesperado al ver que no podíaescapar, comenzó a patalear hasta que hundió su rodilla en el estó-mago del encapuchado. Este le soltó, siendo incapaz de respirar,oportunidad que aprovechó Hermes para salir corriendo y aden-trarse más en la ciudad y sus oscuros callejones. Corría sin rumbo,intentando contener las lágrimas de terror, planteándose si aquelhombre había sido contratado por la gente del mercado para darlesu merecido, o si se trataría de algún tipo de delincuente de otro país.De lo que sí estaba seguro era que el encapuchado no era humano,ni por sus cualidades físicas ni por el color de su rostro: una especiede verde acuoso. Hermes había llegado a la plaza central de la ciu-dad. Estaba totalmente desierta, pues hacía unas horas que los co-merciantes se habían ido a dormir. Se sentó junto al puesto de pan,donde horas antes había estado pensando cómo robar algo de ali-mento para sobrevivir. Sobrevivir: esa era la prioridad ahora, aunqueparecía que había dado esquinazo al extraño perseguidor. Los acon-tecimientos dieron un giro cuando, sin saber de dónde, el encapu-chado apareció, y cansado del escurridizo chico, desenvainó suespada y apuntó con ella al cuello de Hermes.

— Deja de huir, azimut. No temas, he venido a salvarte la vida.

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