Los toros en invierno

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ANTONIO CASTELLOTE LOS TOROS EN INVIERNO

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Antonio Castellote

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ANTONIO CASTELLOTE

LOS TOROS EN INVIERNO

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I

Las obras de recrecimiento de la tapia le han llevado a Bernardo dos semanas de

intenso trabajo. Madrugaba para dejar las vacas arregladas y después de cargar el mate-

rial en la camioneta se iba a la masía de Palomitas y allí se le pasaba la mañana ponien-

do ladrillos y silbando el pasodoble Puerta Grande, que a Bernardo le gusta mucho.

Para que no le falte la obligación en todo el año, Bernardo lleva a pastar a la masía un

par de vacas de las que se ocupa él mismo de criar sin piensos compuestos para la ma-

tanza. Pero esas vacas andan sueltas por el monte y sólo se recogen si llueve o cae una

nevada, se amarinan entonces junto a la masía y Bernardo las mete en el corral que aho-

ra servirá para guardar un toro de la ganadería de los Herederos de don Eduardo Miura,

número 37, de nombre Pocapena, como el toro de Veragua que le sacó un ojo a Grane-

ro, el famoso ojo de Granero.

Ya sólo le faltaba reparar el murete de lascas que flanquea el camino hasta la ca-

sa, de modo que los arreglos para encerrar al toro le han permitido unos días más de

planes y acarreos, de proyectos y presupuestos, de favores y de lumbagos, una vida múl-

tiple y variada que es la vida que Bernardo siempre ha querido llevar.

La masía es herencia de su madre. Está a media hora de la Iglesuela en coche,

bastante más allá de Cantavieja, de donde era ella, pero le sosiega ir un par de veces por

semana con su padre y arreglar un poco los animalicos y almorzar. La casa está en un

bancal encosterado, al abrigo de una loma y asomada a un barranco suave que se une

con el riachuelo. La pendiente permite que por la parte de atrás, a la puerta del sobrado,

haya plantado un saúco, y por la parte de delante se pueda cultivar un huerto porque casi

está a la altura del río Palomitas. La construcción es más ancha que profunda, guarda

ese aspecto de gallina clueca de las masías, y la misma tapia que la protege del barranco

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y recrece la terraza es la que sirve de corral, un buen corral de diez metros de profundi-

dad y veinte de anchura, doscientos metros cuadrados de recrecimiento.

Como no tenía tiempo de dedicarse a la mampostería, Bernardo compró ladrillos

macizos y tochos de cemento que iba rellenando a medida que los calzaba. Los sábados

y los domingos que siguieron a su viaje a Sevilla, cuando fue a cerrar el trato con el

ganadero, Bernardo los pasó recreciendo la tapia después de arreglar a las vacas. Y le-

vantó dos burladeros, uno junto a la compuerta elevada por donde desencajonarían al

toro y otro enfrente, delante de la entrada al gallinero, que a su vez comunica con la

casa. Bernardo levantó sendos pares de columnas de cemento con una muesca longitu-

dinal en los lados que se enfrentan de cuatro dedos de ancha y casi un palmo de profun-

da por donde meter los tablones de madera reforzada con planchas de hierro. Después

de atender a las vacas y recrecer la valla por las mañanas, por las noches pensaba en la

distancia que debe haber entre la pared y el burladero, suficiente para que quepa el

hombre pero no pueda pasar el animal. Incluso ensayaba el gesto de caminar de lado

que componen los toreros cuando entran en el callejón después del paseíllo y las perso-

nas importantes cuando se abren paso entre la multitud. Bernardo no está gordo, con

treinta centímetros que ponga, pensó, sobra material.

Ahora necesita ayuda porque quiere instalar la compuerta de metal del desem-

barcadero, que será de guillotina, por supuesto, y Bernardo quiere que pueda accionarse

con una carrucha desde fuera. Emiliano el herrero le ha cortado dos planchas que pesan

un quintal, y también un armazón para encajarlas cuyo dintel forma un triángulo termi-

nado en un gancho del que pende la carrucha. Bernardo dibujó algunos planos inspira-

dos en el funcionamiento de los tajaderos que en días de abatimiento le parecen como

los inventos del doctor Franz de Copenhague que leía de pequeño, pero cada vez que va

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a comprar o a vender vacas y se fija en los sistemas de fijación de compuertas para des-

cargar los animales está más contento de su diseño.

En La Iglesuela ha empezado otra vez a hacer frío. Hubo unos días muy buenos

justo después de Reyes pero estos días el hielo se ha vuelto a sentir. Esta mañana Ber-

nardo tuvo que ir con cuidado por el camino porque la camioneta es un cuatro por cua-

tro pero la parte final del camino va ya muy empinada y pasa al lado de un barranco.

Los charcos de barro se habían helado, las jaras y los espliegos estaban cubiertos de

escarcha. Junto a la entrada del corral había unas dulcámaras color hidrógeno de hojas

arrugadas, unas dulcámaras moteadas de bayas rojas de las que Bernardo quitó la escar-

cha con el dedo. Le gusta el contraste del rojo con la ausencia fósil de color.

Bernardo mira la plancha de hierro y calcula las posibilidades que hay de que

pueda encajarla él sólo en las jambas de cemento del desembarcadero. Pocas, ciertamen-

te. Las ruedas de un coche aplastan el hielo y la grava en la entrada de la masía. Bernar-

do mira desde el andamio que ha levantado en la zona de operaciones. Es el coche de

Francisca. Bernardo y Francisca se saludan desde lejos con la mano, y luego Bernardo

baja del andamio y Francisca se acerca por el caminito que bordea la tapia y se juntan y

hablan.

Francisca es la única que conoce las intenciones de Bernardo. Él se lo ha ido

contando todo porque era su tema de conversación cuando Bernardo entraba en la carni-

cería y no había nadie, y porque Bernardo no sabe mentir. Cuando Francisca pregunta

qué haces, en el tono neutro de quien saluda, Bernardo explica los pormenores de sus

inventos con una libertad que antes jamás hubiera tenido. Antes lo habría considerado

una anomalía. Lo del miura está bien para imaginárselo, como un sueño secreto, como

esas estupideces privadas que a todos nos endulzan la existencia. Pero ésta es verdad y

Bernardo necesita poner sus decisiones en palabras. Necesita la confirmación de Fran-

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cisca, que es quien más ha confiado en él. Ya sabe lo del miura. Sabe lo que pasó en la

finca Zahariche y ha escuchado todas las dudas de Bernardo sobre si el tipo aquel que

seseaba y llevaba las uñas amarillas no le estaría tomando el pelo. Francisca siempre le

ha insistido en que no desconfiase. Nunca le ha insinuado siquiera que resulta un despil-

farro gastarse diez mil euros en un toro para correrlo por la calle y después comérselo a

la brasa. Bernardo lo cuenta porque necesita pensar que no se ha vuelto loco.

Así que, cuando termina de dar detalles sobre sus obras de recrecimiento, Fran-

cisca, que lo mira con los brazos cruzados (Francisca no es la carnicera grande y cascu-

da que todos nos imaginamos, Francisca es una mujer menuda de rasgos afilados, todo

fibra), mira la valla, aprieta los labios y entorna la mirada, y entonces le pregunta:

–¿Y cómo lo vas a sacar de aquí?

Un viento helado azota el rostro de los dos. Francisca saca del forro polar un tu-

bo de vaselina y se lo pasa por los labios. Bernardo mira el embarcadero recién hecho,

las jambas de cemento todavía fresco. Francisca tiene razón. ¿Cómo embarcan a los

toros bravos en las ganaderías?, ¿cómo consiguen que se metan en el cajón que los ha

de trasportar? Sin embargo, antes de desmoronarse, antes siquiera de contestar, Bernar-

do ya imagina un estrecho pasillo de tubos de hierro, como un cajón de curas.

–Aún no está acabado, mujer –dice Bernardo, e improvisa todo lo que falta hasta

que pueda embarcarse y desembarcarse sin contratiempos al toro Pocapena, de la gana-

dería de los herederos de don Eduardo Miura.

Francisca le acerca el tubo de vaselina.

–Toma, anda –le dice–, que llevas los labios en perdición.

Mientras Bernardo se unta los labios con vaselina, Francisca le formula una se-

gunda pregunta.

–¿Y cómo va a llegar el camión hasta aquí?

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El viento ha levantado una chapa del cobertizo que golpea sobre la tapia.

–Esos camiones son muy poderosos –contesta Bernardo, mientras envaina el tu-

bo de vaselina, pero se lo piensa mejor–. De todas formas –dice–, voy a rebajar un poco

el entradero porque estoy pensando que será mejor que el toro no tenga que subir la

rampa para embarcarlo.

–¿Y te va a dar tiempo?

–¡No ha de darme tiempo! ¡Pero si el toro es para el fin de semana de San José!

–Ya.

Bernardo se saca un ducados del bolsillo del mono y se lo enciende. Habla mien-

tras saca el humo.

–¿Qué te parece la tapia?

–Bien –dice Francisca–. ¿Ya lo has pagado?

–No. Quedé en ingresarles el dinero cuando me lo fuesen a traer.

–Ya.

Francisca camina hasta el final de la tapia y se asoma al bancal que hay por de-

trás. Gira la cara, el viento le revuelve la melena, lleva el rostro cruzado por mechones

de pelo negro, y grita.

–¿Y la roya?

Bernardo se acerca mirando al suelo.

–Ahí arriba estaba esta mañana. ¿Ya la quieres llevar al matadero?

–No, aún no. Rodolfo me ha dicho que ahora tiene mucha faena, que la deje. Y

aún no hemos acabado el meco del año pasado, así que no sé, igual la dejo. ¿Estaba por

aquí?

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–Por ahí por esas carrascas. Se junta con las vacas de Garrido. Ella y otra tam-

bién roya están muchas mañanas ahí arriba debajo de aquellas carrascas. Ya le he dicho

a Garrido que no le dé pienso.

–La otra roya es de mi hermano. A ver si te las va a cambiar, que ese Garrido es

un poco destarifado.

–Estaría bueno que me diesen el cambiazo con una vaca roya.

Bernardo dice eso y luego piensa que a lo mejor también le han dado el cambia-

zo con un toro miura. Ve a Francisca tensa, con los labios muy estirados, igual es solo

por el viento. Bernardo desea que Francisca lo anime de algún modo, que le diga que

todo está quedando bien, que no está haciendo ninguna tontería.

–¿No tenías que arrear las mulas para la leña? –le dice Francisca, y se retira el

pelo de la cara. Bernardo piensa que a lo mejor solo ha venido a eso, a decirle que tiene

que arrear las mulas para llevar la leña de la hoguera de San Antón.

–Sí –dice–, vamos.

Bernardo va delante con su camioneta. Va esquivando las roderas y dando botes

y piensa que va a llamar a la ganadería y a decirles que lo han suspendido, que la comi-

sión de fiestas ha decidido que no va a haber toro ese día y que no se molesten en traer-

lo. Se siente confundido, avergonzado. Francisca lleva razón. Es imposible sacar al toro

de ahí si deja un embarcadero tan alto. A ver quién es el guapo que hace subir a una

bestia feroz de casi setecientos kilos por una rampa de tablas y meterse en un cajón. Él

solo no, desde luego. Qué locura, piensa Bernardo cuando llega al empalme con la ca-

rretera de Cantavieja, qué barbaridad. Una llamarada de vergüenza le sube por el estó-

mago y le enciende la cara. No es capaz de concentrarse en resolver este nuevo proble-

ma. Y lo peor de todo es que sabe que Francisca no se fía. Ella lo empujó y ahora se le

ve en la manera de frotarse los labios con el tubo de vaselina que teme haber ido dema-

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siado lejos y en cierto modo también se siente responsable de la tontería que ha hecho,

pero sobre todo de lo que pueda ocurrir. Cuando Bernardo tiene miedo sólo imagina

calamidades.

II

–Po no sé, no sé –dice el mayoral de la finca Zahariche, en Lora del Río, provin-

cia de Sevilla, cuando Bernardo le enseña el desembarcadero. Se rasca una cara más

curtida que la de Bernardo, tiene los ojos hundidos, los labios borrados, las arrugas cica-

trizadas. Bernardo de pronto piensa que el sol curte más que el frío. Detrás del mayoral

está el camión con seis cajones manchados de paja y de mierda, Bernardo no sabe en

cuál de ellos aguarda Pocapena con todo el cansancio del viaje.

–Yo, mirusté, si quiere lo meto y me marsho, ¿pero usté ha pensao cómo lo va a

sacá daquí?

–Sí, ya está pensado –dice Bernardo.

–Bueno, bueno. Amo ayá entonse. ¡Niño!, ¡Rafaé!

Un muchacho que no tendrá más de quince años baja del camión. No lleva más

que un anorak muy fino, el hielo golpea en su sonrisa de niño. A Bernardo el corazón se

le sale por la boca, le tiemblan las piernas, sabe que aquello puede acabar como el rosa-

rio de la aurora. El muchacho de poco más de quince años es como los mozos que sal-

drán a correr a Pocapena, como Mario el hijo de la Estrella, como Juan el nieto de la

Amada o como Vicente el del Mediero, como el mismo sobrino de Jaime Bellés, el hijo

de Rodolfo, el matarife que ahora no tenía tiempo para matar la vaca roya. Todos estos

muchachos saltarán sonriendo a correr a Pocapena como siempre han saltado los mu-

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chachos y como Bernardo también saltó cuando era mozo, pero nunca jamás ningún

toro fue responsabilidad de nadie, y mucho menos una responsabilidad tan soberbia,

como una rúbrica vanidosa: ¿No queríais toro? Pues aquí tenéis a Pocapena, el que le

sacó el ojo a Granero en la plaza de Madrid. El niño tiene andares de torero.

–¿Es su hijo? –pregunta Bernardo–.

–No. Este e un afisionao –dice el mayoral, y le quita la ceniza al cigarro con las

uñas amarillas, se lo pone otra vez en los labios y se sube a lo alto del camión. El mayo-

ral camina por las tablas que tapan los cajones con sigilo, como si estuviera fregado, al

llegar a la tercera destapa una trampilla y emite sonidos taurinos que Bernardo nunca

emplea con las vacas. Son dos lenguajes distintos: Bernardo les habla como conven-

ciéndolas, y el mayoral como si se acompañase con un látigo: yujaaa, ieu, ieu, hraaaa,

etc. Luego se yergue, mira a Bernardo y agita una mano como indicando que la bestia

está muy alterada.

El muchacho también se ha subido. Tiene pinta de maletilla, igual es de esos afi-

sionaos que se escapan de su casa y duermen en los petos de las caballerías, como Ma-

nili, que le hizo un faenón a un toro de Miura en Madrid. “Lo toreé con los muslos”,

dijo en aquella ocasión el diestro de Cantillana. El mayoral dibuja la maniobra con la

uña retorcida, el muchacho asiente. El mayoral baja del camión y se mete directamente

en la cabina, sin pisar el suelo, mientras el muchacho se sujeta con los mangos de las

compuertas.

Entre gritos del mayoral y contestaciones de maletilla el camión se pega al por-

tón del desembarcadero. El muchacho se dispone a levantar la compuerta que le preparó

Emiliano pero no puede con ella ni sabe cómo funciona la carrucha. Bernardo se acerca

con cuidado, como si ya fuese a entrar en los dominios del toro, y le indica con ágil mo-

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vimiento de brazo que hay que girar el manubrio para que suba. El muchacho, con es-

cepticismo torero, procede y la compuerta se levanta lentamente.

El mayoral se baja del camión, con la misma postura de piernas que si viniera en

ese momento de su largo viaje, y se acerca a Bernardo.

–Entonse usté dise que el corral está serrao, ¿no?

–Sí, venga, mírelo.

–Bueno, bueno –dice el mayoral, que no quiere responsabilidades, y se vuelve a

subir al camión. Los dos están subidos al camión. Bernardo se da cuenta de que si algo

sale mal él no está subido al camión. No sabe dónde ponerse, así que sube por la escali-

nata de úes de hierro que clavó a la tapia y se acoda en las piedras. Cuando apoya los

pies juntos sobre el fino hierro Bernardo siente que está temblando.

Un coche se acerca por el camino de la masía. Bernardo se vuelve y hace señas

al mayoral para que detenga el desencajonamiento. Es Francisca, viene con la furgoneta.

Junto a ella viene el padre de Bernardo, el señor Ramón. Bernardo baja de la escalinata

de úes de hierro y les hace señas para que no se acerquen demasiado.

–Meteros en la casa hasta que veamos que la compuerta cierra bien –dice Ber-

nardo, a quien se le acaba de ocurrir, al ver a su padre, que si la compuerta que ha sub-

ido bien no baja bien tendrían un serio problema.

El señor Ramón sale del coche, se acerca al camión y saluda al mayoral.

–¡Oiga!, ¿y usted cree que esa compuerta está bien hecha? –le dice, sin más

preámbulos.

Bernardo llega por detrás, acompañado de Francisca.

–¿Por qué lo has traído? –le dice a Francisca, nervioso perdido, pero sin mover

un músculo.

–Iba a venir él solo.

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–¿Y cómo se ha enterado?

–Yo no se lo he dicho, desde luego.

Hace mucho frío pero Bernardo escucha la respiración de Francisca, está agitada

de caminar entre las piedras.

–¡Vale, vale! –dice el mayoral, y procede a bajarse del camión.

Cuando Bernardo y Francisca llegan a su altura, el señor Ramón saca el paquete

de Ideales y adelanta un pie para estabilizar el cuerpo mientras se lía un cigarro, y dice:

–Ese quinal se rompe con mirarlo, hijo mío –dice.

–La polea ya la he probado, padre –dice, con dignidad, Bernardo, y sus palabras

son interrumpidas por un brusco golpe en el camión, una patada del toro que les deja

callados hasta que la plancha de hierro se suelta y al golpear en la jamba de hierro forma

un estrépito atronador. Cae como una guillotina que cortase las cabezas por aplasta-

miento, una guillotina de hierro de quinientos kilos, si llega a caer cuando estaba salien-

do el toro le parte el espinazo por la mitad.

El torerillo levanta los brazos como si acabase de ponerle un par de banderillas

al manubrio.

–¡Yo sólo lo he tocao, eh?

–Vamos a almorzar y ahora lo arreglamos –dice el señor Ramón, y lo dice con

una autoridad que nadie discute.

–¿Tiene prisa? –le pregunta Bernardo al mayoral.

–¡No hombre, no! ¡Tié rasón su pare!

Bernardo está muy agobiado, pero le calma que el mayoral no se comporte como

un borde. La perspectiva del almuerzo parece disipar la urgencia. No obstante, puntuali-

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–Yo aquí estamo hasta que usté diga, como si quié que me quee hasta la fiesta,

pero eso..., amigo... –dice, y entorna los ojos para que Bernardo comprenda que habrá

que pagar las dietas.

–No se preocupe –dice Bernardo–, no se preocupe.

En la cocina vieja de la masía Francisca descuelga una ristra de longanizas y

busca detrás de una tela la sartén y la garrafa de aceite. Bernardo se acerca solícito.

–Te ayudo.

–Tú atiende a esos, no te preocupes, que no pasa nada.

El señor Ramón dice que va a mear y se pierde por la puerta del gallinero, al

fondo de la cocina.

–Pues la habré subido y bajado lo menos cien veces esta semana. No me lo ex-

plico, la verdad, pero bueno, mejor que haya sucedido en el último momento –dice Ber-

nardo.

–Sí –dice el mayoral.

Bernardo saca cinco vasos y una botella de plástico rellena con vino de Bordón.

El mayoral bebe sin tocar el vaso con los labios. El muchacho declina el ofrecimiento

con cortesía, está sentado muy tieso en la punta de la silla de enea y rechaza el vaso de

vino. Bernardo no sabe si atenderlos, si ayudar a Francisca con las longanizas o irse a

buscar a su padre, Bernardo cavó en la masía un pozo ciego e instaló un retrete con agua

del aljibe pero el señor Ramón se empeña en mear en el corral.

–Er toroo... e mu güeno –dice el mayoral, y después añade:– Pero mu güeno mu

güeno. ¡Digo!

Bernardo está por preguntarle que, si el toro es tan bueno, por qué no se lidia en

Las Ventas, o en La Maestranza de Sevilla, y en cambio se vende por diez mil euros a la

comisión de fiestas de La Iglesuela del Cid. No es momento para discusiones, ese hom-

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bre de acento tan difícil puede ayudar si la cosa se pone fea. Bernardo se siente calcula-

dor por un momento, y eso le alivia porque significa que no ha perdido los papeles del

todo, que todavía puede hilar varias jugadas antes de iniciar un movimiento.

–¿Señora, quié que l’eshe una mano? –dice el muchacho, con vocecilla cascabe-

lera, el rubio tupé muy levantado. Es como Camarón de la Isla cuando empezaba, cuan-

do lo llamaban Camarón por lo transparente y lo rubio que era, esa sonrisilla permanen-

te de quien acaba de pronunciar la voz ¡ele!

–Así que tú vas a ser torero –dice Bernardo, como por instinto.

–¡Sí señó!

A Bernardo le dan ganas de preguntarle por qué no está en la escuela con los

demás chicos, pero se acuerda de la biografía de Belmonte que escribió Chaves Noga-

les, y piensa que a fin de cuentas este muchacho lampa con los mayorales pero no le

saca brillo a sus antepasados.

–Este é un esparraguero –dice el mayoral–. ¿Sabusté lo que son lo esparragüero?

Bernardo sí lo sabe, pero dice que no.

–Pos c’ayá en Saharische, ande pastan lo toro, hay musho espárrago, ¿sabusté?

Y si arguno sarta la vaya pa cogé un espárrago, y lo ve un toro..., pueee...

–¿Qué dice? –pregunta el señor Ramón.

–Un maletilla, padre, dice que el chico es un maletilla.

–Er toroo... –continúa el mayoral– estaba ya pa lidiá, sabusté, iba a lidiarse en el

Puerto de Santa María, osú, pero se reparó dalante, sabusté, ná, un calambre, que se lo

digo yo que lo he visto dende shico, y er toroo..., ná, a la mañana siguiente corría por la

dehesa como si lo llevase Sataná.

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Bernardo tampoco sabe si ha entendido todo, pero está convencido de que ese

tipo le está engañando. El toro va a bajar del camión y estará renqueante, si no directa-

mente cojo. Será un galdropo, un toro reumático, un cabestro que payasea, sabe Dios.

Se abre la puerta del corral y una ráfaga de viento helado tira las pavesas del ci-

garro que el mayoral de la finca Zahariche sostiene con sus uñas amarillas. El frío re-

pentino y un estrépito de trastos que chocan contra las jambas al pasar la puerta detienen

la conversación.

–Mira a ver, hijo mío.

El padre deja caer al suelo unas bisagras de hierro arrobinadas. Son las bisagras

que sujetaban al muro el portón del corral de la casa vieja, antes de que quitasen los

animales y pusiesen una barandilla de metal. Y también caen al suelo unas barras maci-

zas de lo menos veinte milímetros de sección, unas barras que por los extremos llevan

una muesca en espiral para que juegue con las tuercas. También caen al suelo unas tuer-

cas gordas, y unos recortes de chapa.

El señor Ramón se espolsa las manos en las perneras. Bernardo ya se ha levanta-

do de la silla. Francisca vuelve la cara, lleva una ristra de longanizas en una mano y en

la otra un cuchillo. El mayoral y el niño giran sus cuerpos sin mover el codo de la mesa,

la sorpresa los engríe.

–Ahí tienes estos hierros, hijo mío. Taladra el muro para encajar estas bisagras y

en vez de tornillos mete las barras. Yo mientras tanto voy a armar un portón con los

tablones del andamio. La taladradora la llevo en el coche, y también un motor y una

garrafa de gasoil. Estaba buscando un alargador que yo dejé ahí nada más entrar al co-

rral, pero no lo encuentro. Igual no lo necesitas porque la taladradora ya lleva un alarga-

dor ella. Acábate el almuerzo y vamos a arreglar esa puerta.

–Sí, padre.

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III

El señor Ramón sostiene una cuerda atada al portón que acaba de armar con los

tablones del andamio. Está escarramado al muro, a horcajadas, con los pies apoyados en

los pernios de hierro. El mayoral y el muchacho esperan como los torileros de las plazas

a que todo esté despejado para darle suelta al morlaco. Bernardo sujeta el portón abierto

desde el otro lado, también a horcajadas sobre el muro, enfrente de su padre. Por un

instante se concentra en las manos de su padre, mira las tabas de las falanges y la piel

curtida que recubre apenas los tendones. Francisca los mira a los dos desde la ventana

del segundo piso de la casa, la que da al gallinero y, un poco más allá, al corral grande

recrecido.

Todo está listo y las voces cambian de tono igual que rugen los motores poco

antes del banderazo. A Bernardo le viene el olor del toro, que está inquieto y da coces al

cajón. El mayoral trata de calmarlo con gritos roncos y blasfemias. El muchacho se

mantiene tierco. En el mismo instante que le costó ver las manos de su padre se da cuen-

ta de que el muchacho está más tieso que de costumbre. En ese instante Bernardo sabe

que el muchacho tiene miedo, quizá no tanto como él, que esconde las manos apoyadas

en el muro por debajo de los muslos, para que su padre no las vea temblar.

El toro huele a macho. Bernardo está acostumbrado al olor de las vacas pero al-

guna vez ha ido a cubrir alguna y el semental olía a macho, a los sudores ácidos del ma-

cho, sobre todo cuando estaba muy excitado, cuando le estaban estirando de la anilla o

cuando trataba de levantar todo su peso para encaramarse a lomos de la vaca. Muchos

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sementales pesan tanto que se parten una pata cuando se desenguilan y los tienes que

sacrificar. El toro huele a pesar del viento pelado que les está cortando a todos la cara.

Francisca se repasa los labios desde la ventana.

Y se eleva el tono de las voces y los hombres se gritan unos a otros que ya están

dispuestos y con sus voces de lenguaje agropecuario van empujando la voluntad al que

haya de partir primero, al mayoral que grita a todos y levanta la compuerta del cajón a

pulso y de una sola vez, para que el toro no embista y la descuartice. El corazón de Ber-

nardo bombea toda la sangre que cabe en la arteria gorda del cuello del mayoral cuando

levanta la compuerta. Bernardo se queda mirando la sangre del mayoral en su cabeza.

Todo el mundo se calla. Sólo el mayoral arrea al toro, que de momento se ha

quedado quieto, como si no estuviera. Bernardo lleva el corazón en un puño y el instinto

le empuja un poco el cuerpo para ver si ve algo, pero pronto lo detiene la idea de que se

pueda vencer y caerse dentro del corral.

–Ten cuidado, padre –dice, en un hilo de voz, instintivamente.

El padre no contesta. Desde su posición no ven nada, pero el toro está ahí, a me-

tro y medio de sus corazones. Nunca estará tan cerca, ni olerá tan fuerte, ni dará tanto

miedo.

De buenas a primeras los cajones del camión empiezan a temblar con las patadas

del toro y Bernardo echa su cuerpo hacia detrás y se sujeta y cuando todo cesa ve a un

torazo impresionante que baja por la rampa, llega hasta el muro llevado por el impulso y

barbea contra la tapia para no topar, y gira un cuerpo enorme de setecientos kilos con la

agilidad de un gato y trota unos pasos engallado hacia el muro de donde ha salido, hacia

las dos figuras vivas que hay sentadas a horcajadas en el muro.

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–Vaya piazo bicho –dice el padre, que es el único que conserva la calma y gira

su cuerpo y apoya la mano derecha sarmentosa sobre el pantalón de pana, y se siente

seguro.

Bernardo teme por sus vidas. Ese toro es más grande de lo que imaginaba. Los

mira engallado y le tiembla el pescuezo y de la tensión se le menea la badana. Bernardo

sólo ve la cornamenta. Es una percha de un metro de envergadura, veleta y astifina, con

la mazorca como una gobanilla de gorda. El toro es colorado, pero lo salpican manchas

blancas como harina o como nieve, no es berrendo porque las manchas no van a corros,

Bernardo cree que es uno de los célebres toros sardos de Miura.

Bernardo no puede disfrutar del espectáculo ni concentrarse en repasar las tona-

lidades del pelaje y la conformación sus hechuras. Lo único que piensa es que un toro

de casi setecientos kilos con semejante cornamenta sólo puede provocar una tragedia.

Además tiene miedo. El toro escarba y se engalla y Bernardo piensa que el bicho está

tan nervioso que si quiere puede saltar la tapia recrecida. Desde luego el cuerno puede

llegar a sus pies y a los de su padre, los puede enganchar del pie y sacarlos al corral co-

mo aquel toro mató a Lucas el torilero en los corrales de la plaza de Teruel. Lo engan-

chó por un pie y luego le sacó las tripas.

El mayoral termina de encajar de nuevo la compuerta y es el primero en hacer un

comentario cuando se enciende un ducados y saca las palabras entre el humo.

–¿Lo ve usté cómo no está coho...?

–Vaya piazo bicho –repite el señor Ramón, a quien no parece amilanarle la

proximidad del toro. Las babas le cuelgan del belfo como hilos blancos enredados y gira

el pescuezo a tornillazos, y mira a todo aquello que aun ligeramente se mueva, allá de

donde vengan los sonidos, pero vuelve al cuerpo del señor Ramón, que imprudentemen-

te lo ha llamado con otro lenguaje distinto del que usa el mayoral, como el señor Ramón

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ha llamado toda la vida a las vacas para darles de comer, a base de bisbiseos y piropos.

Incluso al toro se le escapa llamarlo bonita.

–Iéh, bonita, pchiú, pchiú.

–Padre, por favor, no llame al toro –dice Bernardo, y el toro al oírlo se vuelve a

mirarlo a él.

–¡Je, toro! –se oye desde la ventana. Francisca piensa que a los toros se les llama

diciendo je toro, como en los tebeos.

El toro vuelve grupas, a Bernardo le fascina su extraordinaria facilidad. Para que

una vaca se dé la vuelta tienes que acompañarla chascando la lengua. El señor Ramón

aprovecha que el toro se ha vuelto para cerrar el portón y encajar la aldaba y descabal-

gar del muro. Bernardo hace lo mismo que su padre. El señor Ramón levanta una mano

cuando ya tiene los dos pies firmes en la escalerilla de úes de hierro.

–¡Gracias, maja! –le grita a Francisca.

Bernardo tiene que apoyar la punta de la bota en el pernio y agarrarse luego a los

hierros del camión para bajarse al suelo. Después rodea el muro y se sube por la otra

escalerilla de úes de hierro que preparó donde tiene puesto el burladero. El toro aún no

ha topado con el burladero.

El toro sigue mirando a Francisca, que está quieta en la ventana. Es entonces

cuando Bernardo acomoda los brazos en la tapia y puede verlo por primera vez. La an-

gustia ha cedido, ya reconoce sus colores. En efecto es un toro largo y zancudo, no está

atacado de carnes, la caja es grande, pero está escurrido. La osamenta marca las líneas y

afina los cabos. No es ese toro chato y recogido, ese toro albóndiga de las ganaderías

comerciales. Es un miura de la casta de Cabrera, el heredero de las cuevas de Altamira,

un sardo veleto cuyo perfil badanudo podría estar pintado en cualquier cueva. A medida

que la mirada de Bernardo encaja la hermosura de las razas antiguas, se le va pasando el

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miedo, inexplicablemente, porque ese toro es más peligroso que cualquier otro. Es más

peligroso porque es más salvaje y porque está más lejos de nosotros. No sólo se defien-

de de los bultos sino de la época.

El toro sigue emplazado en mitad del corral, aún no ha bajado la testuz, ni si-

quiera para escarbar. Pero ya no puede suceder nada más. El toro está quieto y de mo-

mento ya no puede pasar nada más. Bernardo piensa en lo que hará cuando se marchen

el mayoral y el maletilla y Francisca baje a su padre con la furgoneta. Hasta entonces no

hará nada. No quiere que nadie lo vea haciendo nada.

El mayoral se acerca junto al muro hasta las úes de hierro donde está apoyado

Bernardo. Se apoya con sus botos de Valverde del Camino en una u y salta con oficio

campero hasta lo alto de la tapia, la brinca y vuelve a bajar por las otras úes hasta el

burladero.

–¡Bajusté sin mieo, señó!

El otro burladero, el que tapa la entrada de la cuadra, que a su vez comunica con

la casa, es de madera gorda con columnas de cemento armado, pero este no es más que

un tabique de ladrillos del ocho. Con esa cornamenta y ese baticuello le pega un tampa-

rantán al burladero y saltan los ladrillos del ocho al otro lado de la tapia. Está lucido y

pintado de blanco. Bernardo hubiese querido cubrirlo de rojo y pintar encima en amari-

llo el hierro de su ganadería, dos bes simétricas con una crucecilla en lo alto, pero le

daba vergüenza.

Sin embargo el mayoral ha visto el grosor y la solidez del burladero y no le ha

importado bajar. Se mueve por las úes con conocimiento de causa, y luego apoya los

codos en el burladero. El toro está en el centro del corral, ya no le tiembla el pescuezo ni

se le eriza el pelo, parece más tranquilo, pero no ha dejado de mirar a Francisca, que

contempla todo desde la ventana, y se da vaselina en los labios.

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Bernardo inicia las maniobras de descenso al burladero. Siente un vértigo atroz.

Sus movimientos son torpes y se le vienen a la cabeza todas las pesadillas que sufre

cayéndose de un puente, o de una muela, o de una ventana, o de una tapia. Siempre un

resbalón del zapato que abajo se queda vacío. No es que haya perdido el equilibrio, sino

que no le queda capacidad espacial. Sabe que si gira bruscamente la cabeza se vencerá.

El mayoral lo ve bajar y se sonríe. Es la primera vez en su vida que Bernardo se siente

torpe, y se acuerda, mientras desciende por las escaleras, de cómo una vez Juan Bel-

monte se sintió torpe al subir a un caballo, eso dice la leyenda, y poco después se pegó

un tiro.

–¿Usted cree que esto aguantará? –dice Bernardo, cuando por fin apoya la barbi-

lla en el burladero. El mayoral no hace ni caso.

–Er toroo, si usté le da bien de comer, er toroo va sé güeno.

–¿Vale con los piensos que le doy a las vacas?

–¿A la vaca de leshe? No, no. Eso de ninguna manera. La vaca, sabusté, si no

están loca están giliposha. ¿No sa dao cuenta usté que dende que estamo en Europa la

vaca son ma tonta? Yo le vi a da pienso der güeno que yevo. Que este no é una vaca

leshera, compae, que este é un miura. Y también le vi a da otra cosiya pa que se la eshe

ar pienso er día que lo vayan a corré –dice el mayoral. A Bernardo le ha dado la sensa-

ción de que al nombrar la otra cosiya el mayoral le guiñaba un ojo.

–Es impresionante –dice Bernardo, cuyo pulso se ha vuelto a sosegar.

–¡Digo!

–Vaya piazo bicho –dice el señor Ramón, que ya está encaramado a la tapia y se

dispone a bajar también por las úes de hierro hasta el burladero.

Los tres se aprietan como pueden, pero han armado tanto jaleo acomodándose

que el toro vuelve a ellos la mirada.

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–Padre, por favor, esto es peligroso. Vámonos todos de aquí inmediatamente.

Este tabique lo tira ese toro con un bufido, padre, hágame caso, acuérdese de Lucas el

torilero.

–A ver –dice el padre– ¿de qué color es ese toro?

–Sardo –dice Bernardo–.

–Salinero –corrige el mayoral–. Er toro sardo tié pelo negro, además de blanco y

colorao. Este toro no tié un pelo negro, ¿no ve usté?

En efecto es una mole impresionante. Carifosco, badanudo, enmorrillado, el toro

de anormal envergadura que galopa entre las jaras cuando los llevan desde la finca Za-

hariche a beber agua del Guadalquivir. La badana pendulea entre las patas levemente

separadas, como tensas para tirar de riñones y arrancar acometiendo con una fuerza des-

comunal. Bernardo está seguro de que si el toro topa contra el burladero, por mucho que

metiera una malla metálica para armarlo, va a empotrarlos a todos en el muro. El toro

está engallado y no mira de frente sino desde lo alto. Ese mismo hocico rubio al que

Bernardo está tan acostumbrado dibuja un rictus de fiereza que Bernardo siente cerca

por primera vez. Se encuentran a merced del toro, y por una u otra razón ninguno de los

tres sale corriendo escaleras arriba.

–¡A comeeer! –dice Francisca desde lo alto, y el toro vuelve grupas como un

muelle otra vez hacia ella, y a ella se la queda mirando mientras los tres hombres, pri-

mero el padre, después el hijo y más tarde el mayoral, abandonan el burladero.

IV

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El toro está temblando. El toro Pocapena, salinero, de 667 kilos, de la ganadería

de los herederos de don Eduardo Miura, está temblando. Después de comer se marcha-

ron el mayoral y el maletilla y Francisca bajó al padre de Bernardo a tiempo de echar la

partida en el bar de Amadeo. Luego a la noche subiré a ver cómo va todo, dijo Francis-

ca. Ahora Bernardo está solo y lleva tres horas mirando a Pocapena.

Ninguno de los artefactos que había previsto para darle de comer ha funcionado.

En un extremo del corral, el más alejado de la casa, el izquierdo –el que da al barranco–

dispuso una tolva para echar el pienso desde arriba de la tapia. El toro ha bebido agua,

cuando por fin lo dejaron solo y bajó el cuello y se detuvo a husmear el suelo, pero no

ha probado el pienso que antes de irse vendió a Bernardo el mayoral por un precio que

si el señor Ramón llega a enterarse les organiza una escandalera. Ha sido un timo, ni

que comiesen pasteles, pero Bernardo quería que la gente se largase cuanto antes, y el

mayoral probablemente lo sabía. Antes de irse, el mayoral le dio a Bernardo un frasco

de medio litro con un líquido verdoso y le repitió las últimas instrucciones:

–Y cuando lo vayan a soltá, ese mihmo día, ante de subí al cahón, l’esha esto en

el abrevaero, ¿entendío?

–¿Y esto que es? –preguntó Bernardo.

–Esto es pa la cosa sesuá, ¿sabusté?, y pa que er toro se venga arriba –dijo el

mayoral.

A medio día salió un poco el sol y se paró el aire, pero conforme fue cayendo la

tarde por las lomas descarnadas del barranco la temperatura bajó enseguida a cero gra-

dos. Y empezó a helar. Bernardo cayó en la cuenta de que ese toro no había estado ja-

más a bajo cero. En las dehesas del Guadalquivir no caen las palomas que caen en el

Maestrazgo. Si la noche se queda serena, es probable que nieve, y si no nieva, de los

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diez o doce grados bajo cero no nos libra ni Cristo, piensa Bernardo. Todavía son las

cinco de la tarde, pero el cielo se ha arrugado y queda una luz cárdena y plomiza que no

va a tardar en desaparecer.

Este toro se me muere de frío esta noche, piensa Bernardo. El toro se ha quedado

quieto en la esquina contraria a donde le puso las cubas de pienso. Está en la pared del

corral, debajo de la ventana desde donde lo mira Bernardo. Seguramente ha buscado un

reser, el lugar menos helado del corral. Pero pronto cae en la cuenta de que por esa es-

quina pasa la galería de la calefacción gloria, que su padre prendió con unos pajuzos por

la mañana y aún le deben de quedar las brasas.

Bernardo corre escaleras abajo a la cuadra y levanta la compuerta de la gloria, y

no sólo arrima los pajuzos húmedos que había traído su padre sino una alpaca entera de

paja limpia. Es ahí mismo donde está la salida del humo. Su padre abrió la galería den-

tro de la cuadra para no tener que salir en las noches de invierno.

No puede ver al toro desde la ventana. La noche ha caído. Sabe que está ahí, oye

sus pasos en el barro cuando cambia de postura, y ve una mancha larga y negra y escu-

cha los resoplidos. Así que se arma de valor y sale al otro burladero, este sí más resis-

tente, y ve que el toro se ha tumbado justo en la línea de la calefacción gloria. La paja se

consume pronto, piensa Bernardo, habrá que meter unas alpacas más.

El problema, sin embargo, es que está chispeando. Bernardo sale a por leña y los

alfilerazos de las bolisas de la matacabra se le clavan en la cara. Bernardo ha visto toros

rumiar tranquilamente entre la nieve, caminar cansinos al abrevadero por las dehesas del

Campo de Salamanca. Pero este frío es mucho frío. Es posible que con la calefacción

tenga suficiente, pero pronto se hará un charco justamente donde está tumbado, que es

la parte más baja del corral. Varios meses preparando concienzudo los detalles y ahora

todo sale del revés. Si coge la pasia una vaca llamas al veterinario, la metes a la cuadra

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y le pones una inyección, pero todo eso está prohibido con el toro. Hay que cuidarlo sin

tocarlo. Si tuviera tiempo a escape habría colocado un tejadillo para que por lo menos el

agua no le cayera encima, pero con él allí es más complicado. Si pudiera tirar un par de

vigas apoyadas en las dos paredes formaría un triángulo de por lo menos cinco metros

de lado. Son las cinco de la tarde todavía. Lo malo es que caiga la noche cerrada. La

matacabra va en aumento y se mezcla con copos como plumas.

Bernardo no está para dilaciones. De algo tendrá que servirle la carrucha. En

menos de una hora sube al primer piso la polea del desembarcadero y la ancla en la ven-

tana desde donde Francisca lo veía pasar miedo. Un cabo de la cuerda lo tira más allá de

la tapia que da al norte, y el otro a la que tiene enfrente. La idea es echar un poste de

telégrafos que se cayó con una tronada y el padre de Bernardo trajo a la masía para leña

antes de que vinieran los de las elétricas. El poste está tumbado detrás de la tapia que da

al norte, a la derecha según se mira desde la ventana. Está escondido entre dulcámaras

congeladas que Bernardo siega con la corbella y una linterna en la boca. Las manos le

duelen de frío.

Cuando consigue atar un cabo de la cuerda en la parte del poste donde se posan

las golondrinas, Bernardo vuelve al otro lado del corral, al camino donde tiene aparcada

la camioneta, y ata el otro cabo al guardabarros. Debe darse prisa antes de que se pre-

sente Francisca. Bernardo lo pasaría mal si tuviera que explicar lo que está haciendo. La

idea es subir el poste hasta que la parte de las golondrinas llegue a la ventana donde

cuelga la carrucha sin dejar de apoyarse la otra en la tapia, y entonces consolidar ambos

extremos en sendas tapias perpendiculares.

Bernardo se ha puesto el mono y el chubasquero verde y las botas de goma pero

aunque la matacabra no va en aumento se está mojando entero. Debe calcular bien las

distancias porque si se pasa le puede caer el poste al miura en la cabeza, y si se queda

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corto también, de modo que cada vez que tensa la soga y avanza un metro, un solo me-

tro con la camioneta, echa el freno y vuelve a ver por dónde va el poste, todo esto con

una linterna porque la noche ha caído y las sombras ya no se distinguen. Tan solo hay

un fanal a la entrada de la casa y arriba en las habitaciones las bombillas peladas que

funcionan con un motor pequeño de gasoil. Desde que se cayó aquel poste no han vuel-

to a arreglar la instalación. Por lo menos hace diez viajes a la furgoneta y de la furgone-

ta a la trasera de la tapia y de allí a la ventana del piso de arriba, hasta que el poste ha

subido ya lo suficiente y queda lo más delicado: dejar caer el otro extremo para que se

pose en la otra tapia. Ahora se trata de muy lentamente dar marcha atrás solo un par de

metros, los que separan el alféizar de la ventana de la posición horizontal en que debe

quedar el poste. Recorrer esos dos metros hacia detrás le cuesta otros diez viajes escale-

ras arriba y abajo, pero al final, de un modo que no habría salido tan bien si todas las

circunstancias hubiesen estado a su favor, el poste se termina de apoyar. El toro, a todo

esto, no se ha meneado de su sitio.

El triunfo del poste bien colocado anima a Bernardo a culminar la operación.

Los mismos tubos del andamio al que se subía para recrecer la piedra y cuyos tablones

sirvieron para armar el portón del desembarcadero sirven ahora como viguetas transver-

sales que se apoyan en el poste y en las tapias. No corre demasiado riesgo porque puede

subirse a una escalera por la parte exterior del corral y dejar caer los tubos hasta que

apoyen en el poste.

Hay un momento en las grandes empresas absurdas en que todo encaja milagro-

samente. El termómetro aprieta y la matacabra va engordando, pero después de todos

los fracasos del día esta victoria le sabe a gloria. Es, como todas las victorias de Bernar-

do, un asunto personal, hazañas privadas que a la luz de los otros parecerían insensate-

ces, si los otros las viesen se le reirían.

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Ya estaba listo el entramado. Los tubos no quedaban fijos al poste, pero sí a las

tapias, porque los ancló con abrazaderas de hierro a otros tantos tubos verticales que

calzó en el suelo con un madero. Trabajaba con la débil luz del flexo que había asomado

a la ventana del primer piso y con la linterna potente de tubo apoyada en una piedra. De

todas formas, entre las sombras y los resplandores lo único que se veía nítido era la ma-

tacabra. A pesar del frío subían las vaharadas del toro, que no se meneaba.

Y ahora llega el momento en que tiene que cubrir un triángulo de unos doce me-

tros cuadrados con alguna techumbre que soporte la nieve y la lluvia, para que el toro

Pocapena, de la ganadería de los herederos de don Eduardo Miura, no se constipe. Los

que tienen vacas saben que un constipado no es ninguna tontería. El padre de Bernardo

conoce remedios muy antiguos para curar la pasia de las vacas que a veces son más efi-

cientes que las inyecciones que les clava el veterinario. Si este toro se constipa, a ver

quién es el guapo que le pone una inyección en el culo.

Hasta ahora no ha corrido ningún peligro, pero ahora ya no puede utilizar las tre-

tas del doctor Franz de Copenhague. Ahora se tiene que subir a la tapia e ir techando el

cobertizo y apoyándose en lo ya techado, de manera que si algo falla se cae él y toda la

techumbre encima del morlaco. Los tubos que hacen de viguetas están a un metro de

distancia. A pesar de la noche le da vértigo pensarlo. Necesitaría chapas o uralitas o

tablones de un metro de largos como mínimo. Doce metros cuadrados de chapa resisten-

te que resista la nieve y resista también su peso.

Está a punto de desistir cuando se le ocurre una idea. En el pajar guarda un rollo

de tela metálica que su padre compró para construir un nuevo gallinero al aire libre y

sacar los bichos de la cuadra. Es muy frágil. A él no lo soporta, pero suficiente para lo

que se le ha ocurrido, y que no quiere ni pensar porque en el momento en que se deten-

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ga a considerarlo le abandonará la ilusión y con ella las fuerzas, y caerá rendido y muer-

to de frío enfrente de la chimenea y el corazón se le llenará de negros presentimientos.

De modo que tiene que continuar. Pero no es una buena idea. Ponerla en práctica

le llevará por lo menos dos o tres de horas más. No tiene tanto tiempo. Por alguna razón

que desconoce, no necesita tanto terminarlo como terminarlo antes de que venga Fran-

cisca. O de que venga su padre. No es una buena idea pero la otra alternativa que le

queda es descolgar las persianas de todas las ventanas de la masía y desenrollarlas en-

cima de los tubos. Ninguna de las dos es una buena idea. Bernardo calcula cuánto le

cuesta ir con la camioneta hasta el pinar que bordea la pista y cortar las suficientes ra-

mas de pino como para echarlas encima de la tela metálica del gallinero.

El ruido de la grava en el camino se sobrepone al de la matacabra que repiquetea

entre los tubos transversales. Ya es tarde. Tú al sábado no llegas, Pocapena, piensa Ber-

nardo, y descuelga la carrucha y cierra la ventana donde estaba sopesando las posibili-

dades y escrutando el perfil del toro recostado en el barro. Por lo menos esta noche no

va a dar explicaciones a nadie.

Francisca viene con el señor Ramón. Han intentado llamarlo antes por teléfono

pero a la masía de Palomitas no siempre llega la cobertura. Tiene que volver al pueblo.

En La Iglesuela ha caído una tromba de agua tremenda y el campo al aire libre que

habían preparado para la gran hoguera de las Antonadas se ha encharcado de tal modo

que no es posible pasar por allí sin meter los pies hasta el tobillo.

–Y encima este frío –dice Francisca–. Van llevando camiones de serrín de la se-

rrería y están todos con palas acondicionando un poco aquello. Anda, Bernardo, vete tu

delante con la camioneta que yo cierro y me bajo con tu padre, que no sé qué me ha

dicho que tenía que coger aquí.

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V

Bernardo anoche terminó de dar paladas de serrín a las dos de la mañana. Volvió

a casa reventado. Pero no podía dormir mucho porque a las cinco de la mañana había

que levantarse a ordeñar las vacas. Hasta las diez de la mañana como mínimo no podría

ir a ver a Pocapena, que a esas alturas ya debería de estar tieso. Bernardo ha leído que

los viajes provocan en los toros mucho estrés, y él supone que si luego los pones bajo

cero quince horas seguidas a merced de la lluvia y la nieve y el cierzo no es muy proba-

ble que no se constipen. Lo peor es que se constipen. Eso su padre se lo metió de niño

en la cabeza.

A Bernardo, sin embargo, no le sonó el despertador. Su padre se lo desconectó y

se fue a ordeñar las vacas. Y Bernardo, que estaba reventado, ha dormido como un tron-

co hasta las doce. Bernardo se arregla y sale pitando, todavía no sabe en dirección a

dónde, si a la granja de las vacas mansas o al corral del toro bravo, pero antes pasa por

la carnicería para ver si Francisca sabe algo de su padre. Francisca está cortando unos

filetes de lomo alto con el cuchillo de media luna cuando Bernardo entra en la carnice-

ría. Huele a salchichonal y a meco recién matado y al pimentón de los chorizos y las

güeñas.

–¿Has visto a mi padre, Francisca? –dice Bernardo, después de saludar a Laura,

la hija de Tanis. En la carnicería sólo se oye el rumor de las cámaras y el filo del cuchi-

llo hendiendo la carne fresca.

–Me ha hecho llevarlo esta mañana a la masía.

–¿Y las vacas?

–Ha dicho que ya las había arreglado.

–Voy a ver.

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Bernardo no dice si va a ver la granja o la masía. Francisca no dice nada. La pre-

sencia de Laura, que es amiga de Francisca y muy buena chica, parece que la incomoda

un poco. Francisca mira a Bernardo con los ojos muy abiertos como si quisiera decirle

algo, como si quisiera que Bernardo esperase a que Francisca haya terminado de cortar

el medio kilo de filetes de lomo alto para Laura porque hay algo importante que decirle.

Pero Bernardo ya solo piensa en su padre y no capta la indirecta de Francisca. Es nor-

mal porque Francisca nunca habla con indirectas ni hace gestos ni muecas de complici-

dad. A Francisca esas cosas no hacen falta, ella es muy dispuesta, habla con mucho des-

parpajo.

Bernardo sube por las trochas del barranco de Palomitas con la camioneta. No le

llega la camisa al cuerpo. Ha salido el sol pero las roderas y los blandones están llenos

de matacabra helada, y en el monte hay manchas de hielo sobre la hierba reseca. Toda-

vía no sabe la razón, pero desde pequeño su fantasía sólo era capaz de figurarse los de-

sastres. Su padre puede haberse asomado al burladero, a ver el toro, a zarcear. El toro

que enganchó a Lucas el torilero no tenía la cornamenta de Pocapena. Puede encajar el

cuerno por lo menos medio metro y el señor Ramón está torpe, se sube a las tapias que

no se debería de subir, con la vejez no es tan consciente del peligro, si él empieza a sil-

barle y decirle las cosas que el señor Ramón dice a las vacas el toro, si está vivo, si no

se ha quedado tieso toda la noche al relente, ha podido excitarse más de lo debido. A

medida que piensa estos desastres Bernardo es consciente de que no son verosímiles, de

que a su padre aún le queda instinto de conservación, pero son como el argumento de

sus obsesiones, la leña que Bernardo les echa para sufrirlas en secreto.

El señor Ramón se encuentra perfectamente. Cuando Bernardo llega está pelan-

do un pollo en la puerta de la masía. Allí da el sol, ahora con la fuerza del día se está

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bien porque no corre una mota de aire. El suelo está cubierto de plumas, un reguero de

sangre muy fino corre por el cemento mohoso rumbo a la rejilla del desagüe.

–Me he quedado dormido –dice Bernardo.

–Digo deja matar un pollo para el arroz –contesta su padre.

–¿Qué tal está el toro?

El señor Ramón apoya el pollo en la muslera de pana.

–¿El toro? Si no llegamos a venir anoche aquí, ese toro se te muere de frío esta

noche, eso te lo digo yo. Trescientos mil duros por el alma de la abuela si esta noche no

llegamos a venir. Empezó nada más marcharte tú a llover a mansalva y en un momento

la Francisca y yo le pusimos una miaja techo encima los tubos esos que habías puesto

tú.

–¿Y cómo lo puso, padre?

–¡Pues cómo lo voy a poner! ¡Pues igual que lo ibas a poner tú! ¡Cogí el toldo

las alpacas y lo puse!

El toldo de las alpacas. Bernardo siente un aguijonazo de amor propio. Ni se le

había pasado por la cabeza. Su padre piensa que es eso lo que iba a hacer Bernardo

cuando Francisca y el señor Ramón llegaron ayer tarde a la masía. Bernardo estuvo a

punto de destrozar todas las persianas de la casa, de partir cien ramas de pino, de desen-

rollar la tela metálica del gallinero, y no se acordó en ningún momento del toldo de

plástico gordo de las alpacas, que se puede manejar perfectamente desde la ventana, sin

el más mínimo riesgo. No obstante, Bernardo siente la necesidad de reivindicarse.

–¿Qué le parece la viga que puse, padre?

–Estuve por decírtelo yo esta mañana. Estuve por decirte vamos a subir ese poste

a la esquina y echarlo a rodar con cuidadico.

–Sí, eso quedó bien –dice Bernardo, un poco más conforme.

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–Tampoco hacía falta usar la carrucha –dice su padre, y continúa pelando el po-

llo–. Me tenías que haber llamado y entre los dos lo hacíamos todo en un voleo –dice.

Bernardo sube a ver cómo ha quedado el toldo. Al entrar en la casa nota que la

gloria está a todo meter, eso lo tranquiliza. Sube al primer piso y al abrir la ventana to-

davía no está seguro de nada, pero se asoma y se cerciora de que el toldo está perfecta-

mente bien puesto, cubre las barras con holgura y aún está lo suficiente estirado como

para no hacer bolsas de agua que lo pudieran hundir. El toro sigue debajo, a pesar de

que haya salido el sol, tumbado encima de la calefacción gloria. No se le ve el cuerpo ni

se le oye el movimiento, tan solo de vez en cuando algún bufido.

Entonces Bernardo vuelve a bajar las escaleras y se mete en la cuadra. Quiere

verlo a la luz del día. El toro sardinero Pocapena con todo su lomo nevado y sus bragas

blancas y sus pechos colorados y un mechón blanco en la rubia testuz. Abre con cuida-

do la puerta que da al corral, la que comunica con el burladero de cemento armado, des-

de donde, a mano derecha, se ve la esquina del corral y el cobertizo. Bernardo se asoma

pero lo que ve lo deja paralizado. Se le ha subido toda la sangre al corazón de golpe.

Instintivamente mira la puerta del desembarcadero, y cuando recupera el aliento cierra

la puerta y vuelve corriendo hacia la puerta.

–¡Hay una vaca! ¡Padre, han metido una vaca en el corral! ¡Están los dos tumba-

dos en el cobertizo!

–Es la vaca roya que le estás criando a Francisca, sí –dice su padre, que ya está

repasando las últimas plumas del cuello.

–¡Pero cómo que sí! ¡Pero cómo es posible que haya usted metido ahí esa vaca,

padre, por el amor de Dios!

–¡Joder, pues por la puerta, por dónde va a ser! ¡Hay que joderse, eso te pasa por

estudiar tanto, hijo mío!

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–¿Ha abierto el desembarcadero y la ha metido así porque sí?

–Me ha ayudado Francisca. Esa chica es mu maja chica. Más te valía dejarte de

gastar el dinero en tontadas y pensar en casarte con ella. Se ha subido a la ventana y yo

le he dicho lo que le tenía que decir al toro y oye, tranquilamente, sin ningún problema.

–¿Y qué necesidad había, padre? ¿No ve que es un toro bravo, que está nervioso

y puede liarse a cornadas con la vaca?

–De eso nada. ¡Uy!, ¡si vieras lo contento que se ha puesto!

–¿Cómo dice?

–Ya decía yo –dice el señor Ramón– que el bote ese que te vendió el mayoral

tenía que ser calientaburras. Pero ese lleva mucha química, mucha yumbina de esa o

como se diga. Ese bote huele que trasciende. El que yo le he preparado ese sí que es

bueno, ese.

–¿Y para qué lo quiere, padre, si se puede saber?

–¡Uy! ¡A ese no le hace falta mamporrero, no! Yo digo este toro es un marmoli-

llo, pero habías de verlo en funcionamiento. Vas a ver tú qué meco nos da esa roya, lo

bueno que está. Pues anda, que si vas a comprar unas pajuelas de un toro de esta catego-

ría te cobran un ojo de la cara. Así por lo menos nos hacemos cuenta que con los tres-

cientos mil duros nos pagamos la carne del año que viene. Algo es algo, hijo mío.

A Bernardo lo tranquilizan las palabras de su padre. Siempre ha ocurrido. Diga

lo que diga y hable de lo que hable, el oír sus palabras lo tranquiliza. Bernardo piensa

que dentro de cuarenta años, cuando tenga la edad de su padre, sabrá manejar a las va-

cas y a los toros como los maneja él, y será consciente del peligro sin por ello pasar

miedo ni dejar que se le escapen oportunidades. De momento Bernardo vive en la per-

petua excitación, en el permanente mal agüero. La vida es la posibilidad de que se aca-

be, parece ser su único principio, y eso a unos les lleva a aprovecharse de ella y otros a

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sufrir su pérdida inminente. No obstante, cuando su padre acaba de hablar, por no dejar-

lo con la palabra en la boca, Bernardo acude al desembarcadero, en la parte de atrás del

corral, a ver si todo está en orden.

Y ahí están los dos, echados no más que a un metro de distancia, y si no fuese

porque la vaca tiene cuernos romos y pequeños y el toro una cornamenta escalofriante

se diría que los ha puesto el ayuntamiento para representar el portal de Belén. El mirar

altivo de Pocapena es ahora una clara expresión de sosiego. Su belfo rubio amenazante

una sonrisa desinteresada. De pequeño Bernardo creía que las vacas sonreían. No les

gustaba que les acariciara en el mechón en forma de cruz que llevan de encima de los

morros, y las vacas levantaban mucho la cabeza y le daban tornillazos inofensivos, y le

llenaban las manos de babas. Entonces llegó a conclusiones que el tiempo ha ido desau-

torizando. Es verdad que ahora las vacas son más tontas. Cuando Bernardo era pequeño

las vacilaba acariciándoles el morro con una hierba y quitándoselo cuando se lo fuesen a

comer. Las vacas que pastan solas por el monte y suelen perderse porque se despistan

no aguantaban el juego mucho rato. Estas vacas que no hacen ejercicio ni abren los ojos

para beber, que viven atadas en jaulas de hierro e inmovilizadas en la posición de estar

comiendo, estas vacas que implantó la Unión Europea pueden estar horas tratando de

comer la hierba con la que tú les acaricias el hocico, hasta que te cansas y lo dejas.

Pero ahí están sentados dos ejemplares de vacuno silvestre que cuando están

tranquilos parece que carecen de ánimo ofensivo. La vaca roya no rechazaría la hierba

muchas veces, se marcharía a buscar otra, y el toro salinero ni siquiera tragaría una, y

partiría en pedazos a quien se hubiese atrevido a perturbarlo. Antes, cuando llegó el

toro, su sola presencia le exigía un estado de permanente alerta máxima. Ahora, con los

ojos cerrados y el hocico pegado al suelo y el solo movimiento de la cola que azota dé-

bilmente los ancones, tumbado como el buey Apis, ahora es más peligroso que nunca,

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piensa Bernardo, porque invita a tratarlo como lo ha tratado su padre, con exceso de

confianza, como si por tratarlo bien tuviera ya que estar domesticado.

Ha salido el sol y se está bien pero hace frío. Bernardo se encarama a las úes de

hierro del desembarcadero y se queda un rato mirando al toro, la nariz apoyada en el

antebrazo, para no hacer bulto. El toro no tiembla, piensa Bernardo. Ahora el que tiem-

bla es él. Tiembla porque las cosas suceden a más velocidad de la que su espíritu re-

flexivo está dispuesto a soportar. Tiembla porque tiene miedo y tiembla porque tiene

frío, y en ese momento, cuando está temblando apoyado en las úes de hierro del desem-

barcadero, se acerca Francisca, y lo llama.

–¿Qué te parece, Bernardo, lo bien que van a estar los dos junticos?

VI

El cartel lo diseñó Juan Carlos, un amigo de Francisca que vive en Teruel. Una

mañana vinieron él y otro amigo suyo de Madrid a sacarle una foto a Pocapena para el

cartel que colgarían por las calles. Bernardo lo pasó mal porque hasta entonces habían

conseguido lo más difícil de todo, que nadie se fuese de la lengua. Ya va a hacer dos

meses que está el toro en la masía de Palomitas junto a la vaca roya. El padre se ocupa

de todo. Les echa de comer y los mima con su extraño vocabulario, pero luego, cuando

se baja al bar de Amadeo a echar el café, no les dice ni pío a sus compañeros de guiñote.

No es que el señor Ramón sea especialmente discreto ni albergue los temores que devo-

ran a su hijo, sino que está disfrutando tanto de cuidar a Pocapena que no quiere que

nadie murmure la verdad del asunto: que a los ochenta años no debería encargarse de

echarle de comer a un miura.

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A Francisca le ocurre tres cuartos de lo mismo. Ve a Bernardo feliz. Ella misma

le ha insistido en que su padre sabe lo que hace y conoce bien el lenguaje de los anima-

les. Francisca ha tratado de convencer a Bernardo de que la edad no siempre atrofia el

sentido del peligro. Le ha hecho ver que de ninguna otra manera de todas las que ofrece

la existencia sería más feliz que ahora el señor Ramón.

–¿Pero y si un día se confía y el toro lo engancha como a Lucas el torilero?

–No te preocupes, Bernardo. Ya lo enterraremos. Pero a estas edades una desilu-

sión tan gorda después de tantos años de padecer lo llevará en menos tiempo a la tumba,

pero también lo llevará a la tumba, no te quepa duda. Y si nada de eso lo lleva a la tum-

ba, lo llevará la edad, Bernardo, así que estamos en las mismas –le dijo una mañana

Francisca a Bernardo mientras le partía unas chuletas de palo para comérselas en la ma-

sía con su padre.

Y Bernardo, en fin, tiene unas ganas locas de que llegue el día 17 de marzo, que

es cuando soltarán a Pocapena por las calles de la Iglesuela del Cid. Ese día lo llevarán

al matadero del pueblo y allí Rodolfo el matarife destazará la pesadilla, y luego se lo

comerán todos los vecinos del pueblo en el centro social. Lo normal es comerse una

vaca corrida en otro pueblo la semana anterior, los carniceros traen el camión frigorífico

con la vaca ya troceada y se llevan muerta la recién corrida, que se comerán en otro

pueblo la semana siguiente. Pero este caso es especial, el Maestrazgo entero está pen-

diente de que se va a correr un toro de la ganadería de los herederos de don Eduardo

Miura en La Iglesuela del Cid el sábado diecisiete de marzo, a punto de empezar la pri-

mavera.

Bernardo lo está pasando mal. El cartel de Juan Carlos es el anuncio del fin de

sus preocupaciones pero Bernardo sabe que de todas formas este asunto saldrá mal. No

puede ya con el terror que lo despierta por las noches, esos gritos de mujeres que duran

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lo mismo que la tremenda cogida, pero también se ha dejado vencer por la ternura que

lo engaña cuando se despierta. Nada más arreglar las vacas se sube enseguida a la masía

con su padre, y después de darle de comer y comprobar cada mañana con el mismo ali-

vio que todo está igual, que la naturaleza se ha adueñado de las circunstancias, se pasa

las horas mirando el toro salinero, y se acuerda de una frase que escuchó a Antonio

Chenel, Antoñete, en una de las retransmisiones de La feria de San Isidro que daba Ca-

nal plus y que Bernardo veía en el bar de Amadeo. Manolo Molés le preguntó qué era lo

que más le gustaba del toro, y el maestro contestó: “Verlo andar”. Y así pasaba las horas

Bernardo, viendo andar a Pocapena, dar cansinos pasos de buey hasta el bacio a beber

agua con los ojos cerrados, rascarse contra las paredes de piedra o escarbar el suelo seco

y cubrirse los lomos de tierra. A veces, sin erguir el cuello, ese cuello tan largo de los

miuras que los antiguos creían que llevaba una vértebra más, levanta la cabeza y pasa

unos segundos en posición de berrea, pero sólo deja escapar un débil mugido, una voz

que con los días perdió fiereza y que Bernardo casi ya interpreta como un saludo a la

vaca, o como un suspiro después de mucho rato sin hacer nada.

En estos dos meses hubo que acometer bastantes obras. Pensando en el día en

que lo fuesen a desembarcar, Bernardo levantó una corraleta junto al desembarcadero,

apenas un chiquero de cinco metros de lado y una puerta de madera en condiciones que

se manejaba con una cuerda desde arriba. También ensanchó y alisó el borde de las ta-

pias para protegerla con dos vallas altas como son las pasarelas de los chiqueros de ver-

dad. Fue un espectáculo ver cómo el padre de Bernardo llamaba a Pocapena y a la vaca

roya poco a poco desde la pasarela del primitivo desembarcadero, ya sin ningún peligro,

y ambos entraban en la corraleta recién construida, y el señor Ramón cerraba entonces

el portón de la corraleta y la puerta doble de hierro que Bernardo se empeñó en añadir, y

en dos días de trabajo agotador Bernardo levantó una pared que dividiera el corral gran-

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de con una pasarela por arriba y una puerta manejada con una cuerda, mientras el toro y

la vaca pasaban el tiempo rumiando tumbados en la corraleta. De vez en cuando el pa-

dre de Bernardo les decía algo. El señor Ramón dirigía las obras y acercaba el material,

y Bernardo y Francisca colocaban tochos de cemento subidos en el andamio.

Dejaron entrar otra vez a los animales y los metieron en el más cercano a la casa

de los dos corrales, donde la calefacción gloria y el toldo de las alpacas, y los cerraron

para lucir el muro por la parte de la otra mitad del corral, y luego los volvieron a pasar

una mañana al medio corral nuevo y lucieron la otra pared, y la pintaron de blanco, y

finalmente dejaron abierta la puerta para que la vaca roya y el toro Pocapena saliesen y

entrasen sin miedo a los dos corrales, e incluso a la corraleta última, donde el señor Ra-

món les puso comida y abundante paja para que no la extrañasen el día que hubiese que

embarcarlos.

Bernardo también rebajó el entradero de modo que el camión pudiera aparcar en

uno de los lados de la corraleta y los toros accediesen al cajón sin subir ninguna rampa,

como a un habitáculo más adonde los llamaría con mimo el padre de Bernardo. Fueron,

entre unas cosas y otras, dos meses de obras, al final de los cuales el corral de la masía

podía ser muy bien el de una ganadería de toros bravos.

Siguió al dedillo las indicaciones del Cossío, los tantos por ciento de albúmina,

sus cinco kilos de habas y tres de avena y la cebada, aparte de las bufalagas que cogía el

padre de Bernardo por el monte. Consultaba todos los días el Cossío como el que con-

sulta un reglamento o una biblia. Sus comparaciones y sus advertencias eran casi siem-

pre taurinas. Cuando le pedía por favor a su padre que anduviese con cuidado no sólo le

volvía a recordar a Lucas sino a personajes célebres que murieron en un corral.

–Acuérdese usted padre de don Antonio Bienvenida.

–Tú no te preocupes, hijo mío, que a torearlo no me voy a poner.

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Y sin embargo Bernardo quería que aquello se terminase. No descartaba la posi-

bilidad de empezar por abajo, de vallar las tierras de la masía y comprar una punta de

vacas y un par de sementales, pero para empezar ya valía. Su corazón necesitaba que

ese toro de seiscientos sesenta y siete kilos, ahora más de setecientos, seguramente, por-

que vivía en un pienso y no corría nada, que ese toro fuera de una vez sacrificado y la

tarea terminada y el peligro resuelto. A partir de ahora metería allí las vacas de las fies-

tas, si es que a la comisión le parecía bien, pero le pesaba la responsabilidad del miura.

Porque, además, a Bernardo le estaba sucediendo una cosa rara. Los meses que

pasó el toro Pocapena en la masía de Palomitas él profundizaba cada noche en sus co-

nocimientos de historia de la tauromaquia. De la mano de su padre y sus recetas anti-

guas, aprendió a curar en Pocapena los síntomas de fiebre con puntas de olivo y de len-

tisco y pámpanos de vid. Después de años de piensos compuestos y preparados de labo-

ratorio para curar a las vacas tontas europeas, ahora solo usaba forrajes naturales y re-

medios antiguos, como si a la aristocracia de la casta de Cabrera correspondiese un trato

más exquisito.

Podían parecer experimentos, pero el toro daba muestras de absoluta conformi-

dad. Bernardo calculó los sitios y las horas, los estímulos y las reacciones, pero sobre

todo estudió un curso acelerado de lenguaje bovino, un idioma que con las normas eu-

ropeas se le había empobrecido a Bernardo y que recuperarlo fue como regresar a una

infancia perdida, a una especie de patria. A pesar de la responsabilidad estúpida que

había contraído, no recordaba haber sido tan feliz como el día que terminaron los corra-

les y Francisca y él se subieron a la pasarela, a ver cómo el señor Ramón pastoreaba con

la voz la vaca roya como se gobiernan los cabestros, y el toro la seguía manso adonde

quiera que ella lo guiara con el tolón cansino del pedreño.

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Casi se sentía un ganadero. Y quizá por eso empezaron a resultarle desagrada-

bles las retransmisiones televisivas de corridas de todos. No fue a la feria de la Magda-

lena, como hacía casi todos años, primero porque el día 17 era el día de Pocapena y

también porque de pronto la fiesta le pareció que estaba podrida sin remedio. Las castas

antiguas se malvendían para fiestas de los pueblos, o degeneraban tanto que ya sólo se

veían jaboneros de Veragua en las plazas de talanqueras. Los grandes cosos eran pasto

de toros enfermos. El toro con ruedas que inventó Domecq se había apoderado de la

fiesta. Ya sólo le animaba ver corridas en el ferragosto madrileño, cuando echaban las

ganaderías legendarias, los patasblancas de Vitorino, los Concha y Sierra de Veragua,

los saltillos de Adolfo Martín, y todo lo demás le parecía un resumen floreado de todos

los males de la patria: el fraude, la superficialidad y la endogamia. Desde que se murió

el gran crítico Joaquín Vidal (algunas de cuyas columnas, como la dedicada a Rafael de

Paula, Nunca el toreo fue tan bello, Bernardo se sabe de memoria), desde entonces Ber-

nardo es aficionado pero no le gusta lo que ve. Él a veces se escapa unos días a la feria

de San Isidro, o a la de las Fallas, o a la Maestranza incluso, si consigue contratar a al-

guien que se ocupe de los animales. Las grandes ferias taurinas siempre han sido sus

mejores vacaciones, pero este año ya se está pensando lo de San Isidro, le da pereza y

no sabe si es la edad o que la afición se está esfumando, o las dos cosas al mismo tiem-

po.

A principios de marzo una noticia vino a devolverle el ánimo taurino. José To-

más vuelve a los ruedos. La última vez que sintió ganas de llorar viendo a un torero, que

se sobrecogío con los profundos olés unánimes de la Plaza de las Ventas, fue cuando

José Tomás enjaretó entera una faena por naturales. Entonces se dejó inundar del entu-

siasmo que excitaba al público, Bernardo se dejó llevar por ese ritmo preciso del toreo

que es el ritmo de los hechos importantes de la historia, una difícil velocidad que sólo

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encuentran los maestros. Después José Tomás se retiró, y poco a poco se fue conven-

ciendo de que ya no habría nadie capaz de repetir aquello, o por lo menos de que Ber-

nardo nunca lo vería.

José Tomás anunció su regreso para el próximo mes de junio y Bernardo inten-

taba entusiasmarse, pero hay algo herido, algún cable roto. Bernardo estaba estos días

atrás echando una cerveza en el bar Tropezón antes de irse a casa a cenar y cuando le

preguntaban por el toro del sábado decía que iban a traerlo el mismo sábado de la gana-

dería, y cuando le pedían el nombre de la ganadería decía que eso era una sorpresa, pero

lo decía con la media sonrisa de quien no se guarda nada sorprendente, de que todo irá

como siempre suele ir. Bernardo nunca miente, pero sabe ser discreto.

Pero ahora ya está el cartel en su casa. Francisca y él tienen que dedicar el do-

mingo a empapelar el Maestrazgo de carteles. En el centro hay una foto de Pocapena.

Francisca y Bernardo se levantan temprano el domingo y cuando llegan a Cantavieja se

cogen unos pocos carteles y se separan para distribuirlos. Lo mismo hacen en Tronchón

y en Mirambel, en Fortanete y en la Cañada de Benatanduz, en Pitarque y en Villar-

luengo. Cuando dejaron allí los últimos carteles pararon a comer en el Hostal de las

Truchas. Los dos se piden trucha. Francisca es medio vegetariana y Bernardo está a

punto. De hecho durante la comida hablan del vegetarianismo y de lo hartos que están

de la carne, y de lo buenas que están las truchas.

Estamos a principios de marzo y ha salido un día de calor extraordinario. De

momento, por lo que dicen en los partes, dentro de dos fines de semana no se espera que

llueva ni que haga tanto frío que se vaya a deslucir el espectáculo, pero eso es mucho

decir. Después de comer Bernardo y Francisca han salido a la terraza del Hostal de las

Truchas a tomarse el café en un velador con dos hamacas. La terraza es muy hermosa,

hay más veladores con más clientes y más hamacas, y la vista del río tranquiliza con el

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rumor de la corriente y un pequeño salto de agua de lo que antaño fue un molino. Todo

el mundo habla muy bajo.

Bernardo silba un pasodoble, poco más que un bisbiseo. Lleva una vida tan tau-

rina que ya silba pasodobles. Francisca le pregunta qué es lo que está silbando.

–Un pasodoble. Se llama Puerta grande, es muy taurino.

Hablan un poco del toro y luego hablan de la vaca. Francisca baja la voz, en rea-

lidad habla sin mover los labios, como hablan las personas que han cogido confianza y

demuestran musitando sus palabras lo a gusto que están y lo bonito que es el paisaje.

Lleva la boca entreabierta y las palabras salen envueltas en el sonido de la lengua.

–Cuando tenía cuatro años vi nacer dos ternericas –dice Francisca–. Desde el

principio le cogí cariño a una, mira tú. La llamaba Fonseca. A todas horas le cantaba eso

de “triste y sóola, sola se queda Fonséeca...”. Para ella no podía ser mucho consuelo,

claro, porque al mes escaso de nacer iba derecha al matadero. Recuerdo que me cayó

simpática porque algo en la expresión de su cara me hacía mucha gracia, a lo mejor me

llamó la atención la misma señal de viveza que hizo que a la pobre la escogieran para el

matadero. A su hermana la dejaron para dar leche. Pero con esta ternerica, antes de que

la sacrificaran, yo me acuerdo que me lo pasaba muy bien. Yo le metía el dedo en la

boca y ella me lo chupaba, ¡..era más tierna..! Yo entonces pensaba que incluso me re-

conocía y todo. Yo siempre he pensado que las vacas si las tratas bien te reconocen.

Esta vaca roya es como Fonseca. Es como si Fonseca se hubiera quedado para dar leche.

Ahora cuando maten al toro se quedará sola esta otra Fonseca. Esperaremos a que haya

parido y luego como ya es un poco vieja la sacrificaremos –dice Francisca, con su

hablar meloso de estar contemplando un paisaje.

–Las vacas no reconocen a nadie –dice Bernardo, y se termina de beber el caraji-

llo.

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–Bernardo –dice Francisca–, a mí esa vaca me da pena.

–Bueno, mujer, a la vaca te la puedes llevar si quieres a tu casa.

–Y el toro también me da pena. Le he cogido un poco de cariño al toro, Bernar-

do. Yo creo que lo dejas en el corral y de aquí a nada está más manso que un cordero.

–Los toros bravos necesitan correr por las dehesas, Francisca.

–Pues este o se pasa encerrado el resto de su vida o lo sacas por las calles y lue-

go lo matas, así que tú verás. –dice Francisca. Luego se vuelve hacia Bernardo. Bernar-

do la mira y por un momento cree ver que a Francisca le tiemblan los labios, como si

fuese a decir algo que le diese apuro.

–¿Por qué no vamos a hacerle caso a tu padre, Bernardo? –dice Francisca.

Los chopos verdean, unos niños juegan junto al río, no corre gota de aire, se está

muy a gusto y muy bien.

VII

El lunes por la mañana Bernardo era el hombre más famoso de su pueblo. De

todas partes iban a venir con coches al ver el toro de Miura. En los pueblos del Maes-

trazgo de Castellón que son aficionados a los bous al carrer ya reservaron peñas enteras

habitaciones en Villafranca y en Cantavieja, porque la Hospedería del Cid y Casa Ama-

da estaba ya todo completo. Fue únicamente la palabra miura y la foto de Pocapena lo

que armó semejante revuelo. Es la mirada tranquila del toro que se siente seguro entre

los matorrales, que estaba comiendo hierba pero un ruido inoportuno le hace levantar su

aparatosa cornamenta. Esa mirada de ojos caedizos revela sorpresa sin miedo, no como

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si calculara el peligro sino como si no acabara de darse por aludido. La estampa y el

nombre desbancaron a otras fiestas de otros pueblos que ese mismo fin de semana, el

primer fin de semana de la primavera, habían contratado cantantes de prestigio y habían

invertido un dineral contando con que todo el Maestrazgo acudiría.

La expectación ha sido también cebada por la polémica. Los hay que vienen para

ganar una apuesta. Sobre todos los corredores valencianos piensan que un miura no vale

para correrlo por las calles. Hay toros de asfalto y toros de arena. Los bous al carrer son

toros abantos, huidizos, que embisten por sorpresa, como los moruchos. No es que sean

de media casta, dicen los que se las dan de entendidos en el bar de Amadeo, sino que

presentan otras características. El toro de lidia se cansa enseguida de correr, se aturde

con los silbidos, se acula, da coces y lo más seguro es que se tumbe. Un toro tan grande

no se puede desplazar, y menos por las calles del pueblo. Bernardo acepta los envites

con el buen humor con que se los echan pero en secreto desea perder las apuestas, que el

toro salga y se siente o se dé la vuelta y se vuelva a meter. La imagen del toro trotando

por los adoquines de la calle Mayor con la gaita levantada y tirando derrotes a los bal-

cones viene acompañada en el cerebro de Bernardo con el estrépito de los chillidos, el

grito colectivo que dura lo mismo que la muerte.

El miura cambió los planes de todos, hasta el punto que varios miembros de la

comisión de fiestas de Villarluengo enviaron cartas a sus homólogos de La Iglesuela en

las que les decían que ellos habían señalado antes que nadie aquella fecha para organi-

zar su fiesta de recaudación, y habían creído en todo momento que, bien por un pacto

tácito entre vecinos, bien por la conveniencia de no enemistarse entre ellos (y perder su

aportación recíproca en el aforo de otras fiestas y en la venta de bebida), su elección

sería respetada sin que ningún otro cartel se interpusiese. Pero los miembros de la comi-

sión de La Iglesuela respondieron diciendo que no estaba en su ánimo interponerse ni

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aguar la fiesta de nadie, antes bien complementarla, y que en cualquier caso se sabía

desde mucho tiempo atrás que el primer sábado de primavera se correría una res en la

Iglesuela, y que ningún acuerdo tácito de buena vecindad estipulaba de qué ganadería

tenían que ser los toros.

Pero la riada de gente que se avecinaba era tan espectacular que hasta los distri-

buidores de bebidas acudieron motu proprio a reponer los almacenes de botellas y dotar

a la comisión de fiestas de más barras portátiles gratuitas para que las distribuyesen por

las calles como si fuera la fiesta mayor. Los que sí apostaban por el miura le daban a

Bernardo palmadas en la espalda, y se felicitaban de una idea tan audaz, y le pregunta-

ban cuánto le había costado, a lo que él, con una media incómoda sonrisa, siempre res-

pondía lo mismo: “lo que me disteis para comprarlo”.

El señor Ramón, en cambio, se puso pachucho. Ahora es viernes y después de

unos días en los que podías ir a cuerpo por la calle parece que hay una borrasca que per-

turba los pronósticos. El señor Ramón está un poco mantudo. Ha subido a la masada

como cada día con Bernardo después de que Bernardo le echase a las vacas el pienso y

un poco de pipirigallo, pero al llegar ha metido unos pajuzos en la gloria y un tronco en

el hogar y allí lleva sentado toda la mañana. Bernardo sabe que las personas con muy

buena salud se mueren sin enterarse, pero su padre a sus ochenta años está lleno de vita-

lidad, debe de ser cosa sicológica lo que le pasa. De hecho parece que está enfadado.

–¿Qué le pasa, padre? –le dice Bernardo cuando sube una alpaca de paja por la

escalera para echarla desde la ventana en el rincón de Pocapena.

–Parece que tengo una miaja de catarro –contesta el señor Ramón, de un modo

que a Bernardo no le suena convincente.

–Sí, padre, pero, aparte del catarro, ¿le pasa algo? ¿No se entretiene ni siquiera

en preparar las hierbas de Pocapena?

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–¡Para qué! ¡Para qué voy a prepararle hierbas, para qué! ¿Para que luego el do-

mingo en la ermita os lo comáis con patatas fritas? ¡Ni hablar! ¡Eso ni hablar! ¡Si llego

a saber que lo ibas a matar...! ¡Bueno! ¡A buena hora me dejo los riñones yo por esas

tapias que no me he desnucado de milagro para darle bien de comer todos los días!

–Pero padre, si todos los años se mata el toro, si el toro es para correrlo y tam-

bién para comérselo.

–¡Pero todos los años traen una vaca que vale cuatro perras, no un semental que

él solo puede mantenerte una ganadería, hijo mío, que pareces tonto! ¡Cómo has podido

pensar que te vendían un miura de verdad para que te lo comas! Ese no sé si será o no

será miura. Bravo mucho yo no creo. Pero si es un buey monta las vacas que da gloria, y

la roya ya está preñada, que ya se lo veo yo en los ojos, que los tiene más húmedos.

Se amontonan las dificultades. Lo de menos es que lo hayan engañado. Más gra-

ve se le representa que el toro salga al ruedo y no se mueva, que sea como torear a un

mulo. Y no porque vaya a perder ninguna apuesta sino porque, si el toro se comporta

como se comporta en el corral desde que vino, la gente minusvalorará el peligro, se to-

mará su inmensa mole a pitorreo, saltarán chiquillos de las talanqueras y algún mozo

bebido se empeñará en cogerle el rabo. Bernardo no sabe si le han engañado, pero está

seguro de que a ese toro si le tocan las orejas puede organizar una escabechina. Con un

solo herido grave que hubiese Bernardo se tendría que ir del pueblo. El padre trata al

toro como a un mardano pero el hijo sabe que ha comprado una bestia peligrosa. Aun-

que no esté herrado con ninguna fecha, coinciden las marcas en la oreja, el hendido y la

muesca de la oreja izquierda, y el zootipo está que ni calcado, igual es un toro viejo que

no servía para semental hasta que la vida lo llevó al encuentro de la vaca roya, o del

padre de Bernardo y las bufalagas que recoge por el monte. El padre no quiere que se lo

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coman, y el hijo lo mataría ahora mismo, por no darse el soponcio de esperar un par de

horas a que Pocapena no le saque las tripas a nadie.

Pero ya es tarde. Los miembros de la comisión de fiestas han dispuesto ya un

corral donde el camión que trae los toros pueda hacer la maniobra. Los troncos de las

talanqueras ya están puestos por las calles. Ya están listos los corrales en la plaza del

Estudio, nada más pasar el arco, en la replaceta nueva que salió del derribo de las escue-

las, y en la plaza de la Iglesia el chiringuito con la barra y las tablas para que se suba la

charanga. Allí el toro no puede entrar, un poco más adelante hay una barrera de troncos,

otra en la calle Raballa y otra al final de la calle Mayor. Los troncos ya están puestos y a

los quintos de este año, que son los que organizan las fiestas de junio, las de San Luis,

les ha tocado acarrearlos mientras los abuelos miraban sentados el espectáculo de su

poder y de su juventud. Todas las puertas de las casas de la calle mayor están protegidas

por barreras de hierro y burladeros improvisados. Los vecinos los atraviesan agachándo-

se, los niños juegan a que ya está el toro, entran y salen y dicen je toro y se ponen los

dedos tiesos en la sien y dicen mú.

–A lo mejor tienen razón, padre –dice Bernardo, y baja otra vez a La Iglesuela

en la camioneta, y va a la serrería a hablar con Juan José, que también es miembro de la

comisión de fiestas, a plantear sus dudas. Bernardo cuenta todo a Juan José junto al filo

de la sierra y le dice que el toro es peligrosísimo, que se ha pasado de la raya por su afán

de traer el mejor toro del Maestrazgo. El negocio será redondo, sí, pero se corren riesgos

innecesarios. No se puede poner al borde de la tragedia la vida de tus vecinos para que

las fiestas engorden el presupuesto. Ha sido un error colgar esos carteles. Un error tre-

mendo.

Juan José lo tranquiliza y juntos caminan hasta el Ayuntamiento, a exponer la

situación. Los papeles están en regla, la UVI móvil en camino, y otra más de la Cruz

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Roja que viene de Villafranca. Los médicos del ambulatorio de Cantavieja también esta-

rán de guardia. No se ha cometido ninguna ilegalidad, dice María Inés, la alcaldesa,

pero además en todo el Maestrazgo se corren siempre toros viejos que se las saben to-

das.

–Haremos una cosa –dice María Inés–. Siempre anunciamos del peligro a la po-

blación. Antes era el alguacil el que avisaba, pero ahora lo ponemos en el programa y lo

decimos por los altavoces varias veces antes de que salga el toro. La gente avisada está,

Bernardo, y aquí se han corrido siempre toros bravos. Mira si no la cabeza del Vitorino

que hay colgada en la pared del Tropezón. Ese toro se corrió aquí. Y otro de Guardiola

Domínguez, que también es una ganadería de prestigio, y los vitorinos se corren cada

dos por tres por estos pueblos del Maestrazgo, estoy segura de que en Mosqueruela ya

habrán corrido alguna vez un miura. Llamaré al retén para que refuercen la seguridad,

por si se escapa el toro, pero otra cosa distinta de lo que ha sucedido siempre no sé si

puedo hacer. Puedo redactar un bando aparte, lo puedo redactar en un momento y José

Luis el secretario me lo saca por la impresora, pero yo creo que de momento vamos a

tranquilizarnos y de aquí a mañana tomaremos una decisión, Bernardo. Lo contaremos

al salir de la iglesia y en el café a ver que opinan los vecinos. Vete tranquilo y no padez-

cas, Bernardo, que no actuaremos a tontas y a locas.

Bernardo sale del ayuntamiento y se despide de Juan José, que vuelve a la serre-

ría. Bernardo deja la plaza del Estudio y al cruzar para ir a la calle del Hospital, entre el

lavadero viejo y la casa de la Mona, los pensamientos en los que va enfrascado lo hacen

girar a la izquierda y meterse en la carnicería de Francisca. Hay mucha faena. Ha venido

su hermano con seis corderos más del matadero de Villafranca porque los que trajo ayer

ya están vendidos. Francisca está partiendo con el cuchillo de media luna unos trozos de

magro para meterlos en la capoladora. La carnicería está llena de gente. Está Lola la

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mujer de Emiliano, y Vicenta y Adela Pitarch. Están hablando todas del miura. Cuando

entra Bernardo Francisca lo mira y en ese instante de apoyar el cuchillo de media luna y

mirarlo Bernardo se da cuenta de que no puede ahora exponerle sus preocupaciones.

–¿Cómo está tu padre, Bernardo, que ayer lo vi un poco pocho? –pregunta Ade-

la.

–Ahora me vuelvo a recogerlo a la masía, a ver si consigo que se quede en casa.

–Eso, eso –dice Vicenta–, que se quede en casa, no le vaya a pasar algo con esos

toros tan grandes que traéis.

–Emiliano dice que es un animal tremendo –dice Lola–. Dice que hubo que

hacerle unas planchas especiales en las puertas de la fuerza tremenda que tiene.

–Es verdad, –dice Adela–.¿A qué vienen las cosas tan grandes? ¿Por qué los

coches tan grandes y las fiestas tan grandes y los toros tan grandes? Ay, Bernardo, anda-

ros con cuidadico, que tenéis que respetar las cosas por su tamaño. No sé yo para qué

queréis los toros tan exagerados, Bernardo, si con más terciadicos os íbais a divertir lo

mismo.

–A lo mejor incluso más, Adela. A lo mejor incluso más –dice Bernardo, confu-

so y sentencioso–.

–¡Pues qué más dará, grande que pequeño! –interviene Francisca, que lleva un

cuchillo en la mano–. Al matador de toros Antonio Bienvenida lo mató una vaquilla en

una fiesta campera –dice, como si estuviera recitando una página del Cossío.

–En fin, luego vengo –dice Bernardo, y mira con los ojos muy abiertos a Fran-

cisca, y se despide de las mujeres.

Bernardo se da cuenta al salir de la carnicería de que necesita que Francisca re-

suelva sus conflictos y le diga que no se preocupe. Es la primera vez que lo nota. Se

siente un poco mejor, pero piensa volver cuando cierre, con Antonio Bienvenida no

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tiene bastante para estar tranquilo, así que se sube a la camioneta y conduce hasta la

masía. El camino lo sosiega. Sube dando botes por las trochas y ante su vista se abren

las muelas peladas, sus peñas descarnadas, sus cabezos con grietas como heridas, y la

infinitud de líneas curvas que forman los desniveles en las faldas de la montaña y las

terrazas de los bancales, en los ribazos de los lindes y en los cardos de las margas, en las

capollas de las carrascas e incluso en las paredes de piedra rubia pintadas con vetas de

cal y de hierro.

Bernardo detiene la camioneta antes de bajar por el barranco de Palomitas hasta

la masía y mira la enorme hondonada de bancales que verdean. Le sosiegan las líneas

curvas del viento que peina los brotes de hierba, las curvas blandas de las lomas, esos

montes derretidos, esa dureza benevolente. Muchas veces se ha parado Bernardo a echar

un cigarro en ese alto y ha pensado que le gustaría dibujar las líneas, tan sólo las líneas

curvas que se ven desde allí, y que él ha visto tantas veces que si alguien trastocase un

murete de una terraza o un ribazo de un bancal él piensa que lo notaría.

Bernardo se avergüenza de haber ido a hablar con la alcaldesa. Repasa lo allí

hablado y trata de conformarse con la certeza de que él sólo estaba velando por la inte-

gridad de los vecinos. Es verdad, pero también es verdad que luego llega el sacrificio.

Su padre lleva razón. Podrían quedarse con el toro para semental, sería la primera piedra

de su sueño. No le dieron papeles y por lo tanto no podría reclamar más encaste que el

que él inaugurase. Eso si todo el mundo sale vivo y nadie del pueblo termina repro-

chándole su chulería. Su euforia y su miedo suben y bajan como las curvas de nivel,

pero cuando aplasta el cigarro en el asfalto de la carretera sabe que ha tomado ya una

decisión.

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Ya en la masía, Bernardo ve bajar a su padre del piso de arriba cuando entra en

la cocina. Ya no está mantudo como esta mañana. Su tono de voz no delata enfermedad

alguna. Lleva en la mano el bote de líquido verdoso que le vendió el mayoral.

–Como le des este potingue al toro, hijo mío, mañana tenemos un disgusto –dice

el padre–. Aún estás a tiempo de que lo duerma un par de días con otras hierbas que he

cogido y dices que está malo y que no puede correr. Tú verás, Bernardo, pero tú sabes

hijo mío que al que enganche, si encima le haces caso al mayoral, le saca las entrañas.

Acuérdate del pobre Lucas.

VIII

El primer tomo del Cossío de Bernardo lleva las guardas de piel mordidas por un

perro. Bernardo mira las guardas mordisqueadas. Fue un cachorro de perrigalgo que se

encontró junto al río. Alguien echaría un saco al río con las crías y alguna casualidad

hizo que aquel perrillo se salvase. Estaba temblando y lo miraba con los ojos muy vivos.

Bernardo se lo trajo a casa. Lo esporrinó con leche y galleta y lo puso en una cesta de

mimbre con un cojín al lado del radiador. Luego se lo llevaba en la camioneta a todas

partes. No era como los mastines que cuidan la granja, que están atados con una cadena

y viven en un caseto a la intemperie. Ni tampoco como los perros que su padre solía

llevarse a cazar y que ladraban desesperados en el corral de la masía cuando barrunta-

ban al dueño. Si Bernardo entraba en el bar de Amadeo a echarse un café, el perro espe-

raba en la puerta. Si hacía mucho frío, se quedaba metido en la camioneta. Siempre

durmió en casa, en el mismo sitio, al lado del radiador donde lo puso cuando era peque-

ño.

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Aquel perrillo les hizo mucha compañía, evaporó el silencio denso que se había

apoderado de la casa cuando faltó la madre. Los dos hablaban con el perro y le reñían y

le acariciaban. El frío ruido de los platos fue sustituido por un constante darle al perro

trozos de lo que comían ellos, y reprenderse mutuamente por seguir dándoselos. No era

normal que un perro casi comiese con ellos. Pero los dos se sintieron igual de acompa-

ñados. Al perro lo llamaban chucho. Le tomaron afecto pero nunca le pusieron nombre.

El perro se murió de viejo, a los quince o dieciséis años, pero ya no metieron más perros

en casa. Ahora los perros ladraban atados a las cadenas o en el cobertizo de la masía,

pero ya no dormían junto al radiador.

Bernardo mira las guardas del Cossío rotas y se acuerda del chucho, de cómo

miraba el chucho, de sus distintas formas de mirar y de girar la cabeza o poner pitas o

gachas las orejas, de su forma de subir la mirada y dejar que se le cayesen los labios

cuando se sentía agradecido por una caricia. Bernardo ha vivido siempre cerca de los

animales. Jamás ha sentido piedad por una vaca, ni por ninguno de los perros que salían

a cazar conejos con su padre, ni por los mastines de ronco ladrido que hacían sonar las

cadenas cuando alguien se acercaba a los comederos de las vacas. Pero sí sintió mucho

cariño hacia ese chucho, que se desbordó en un ataque de piedad el día en que el chucho

lo miró con los ojos muy abiertos, como si acabara de darse cuenta de que se iba a mo-

rir.

Bernardo no dirá jamás a nadie que esta mañana cuando ha venido el camión

para llevarse a Pocapena el toro lo miraba igual que lo miró aquel chucho. El padre lo

ha conducido mansamente hasta el cajón. Por fin ha funcionado algo. Los mozos de la

comisión que habían venido a echar una mano sonreían impresionados por la estampa

imponente de Pocapena. Si Bernardo dijese alguna vez a alguien que había sentido pie-

dad por ese toro lo mirarían como si un cura declarase a sus feligreses que había perdido

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la fe, o que se había vuelto loco. Bernardo no ha ido este año a la feria de la Magdalena

pero tampoco tenía ganas de ir. Le está pasando algo raro. Las estanterías del comedor

están llenas de libros de tauromaquia, la bandeja de entrada del ordenador recibe varios

boletines de revistas taurinas y mensajes de foros de aficionados, y sin embargo esta

mañana el inmenso torazo lo ha mirado como lo miró aquel chucho y Bernardo ha deci-

dido que este año no irá a la feria de San Isidro, ni la verá tampoco en casa por la tele.

Al final ha ganado el padre. Lo sacarán por la calle un poco atontado pero luego

lo traerán de nuevo a la masía. Francisca llegó ayer a la masía en el momento en que el

padre y el hijo estaban discutiendo. Bernardo había ya perdido los estribos. Intentaba

explicarle a su padre que no podía con tanta responsabilidad, que era un cobarde y tenía

miedo y el derecho a serlo y a tenerlo, y que tampoco quería pasar el resto de la vida del

toro pendiente de que su padre, o él, o cualquier muchacho que saltara la tapia del corral

pudiera sufrir una cornada. El padre, entre otros argumentos fruto del acaloro, reclama-

ba, si Bernardo decidía matar a Pocapena, el derecho al usufructo de los diez mil euros

que le había costado. En eso llegó Francisca.

–Pero vamos a ver, señor Ramón, ¿usted no dice que tiene hierbas para todo?

Pues dele de beber alguna hierba que lo atonte al toro y no quiera correr. Más vale que

quede mal el don Eduardo Miura ese que nosotros.

A Bernardo le dio un vuelco el corazón cuando Francisca pronunció la palabra

nosotros. Está muy sensible Bernardo últimamente.

–Usted lo deja al toro un poco grogui y luego pues nada, qué se le va a hacer, y

si a ti Bernardo te dicen que te han timado, pues chico, oye, qué más quieren, que está

La Iglesuela que no cabe un alma. Además, mi padre dice que va a nevar, y mi padre

usted sabe señor Ramón que no suele equivocarse.

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El abuelo de ochenta años se metió al corral a preparar el amuermante como un

chiquillo al que por fin la madre da licencia para irse a jugar al patio. Cuando hubo sali-

do, Francisca se acercó a Bernardo y le cogió la mano.

–Y luego, si te sigue dando miedo, lo matas y au –le dijo en voz baja, para que el

abuelo no los oyese.

–¿Y la comida de mañana?

–No te preocupes por la comida. Ya he hablado con Garrido. Mataremos a la

vaca roya y nadie se dará cuenta.

–Eso es imposible, Francisca. Mi padre dice que la vaca roya está preñada.

–Mataremos la otra, que también es mía. Hombre, Garrido tiene más vacas, a ver

si me entiendes.

–Joder, y yo también.

–¡Pero cómo vas a matar una vaca lechera, Bernardo!

–Bueno, bueno, lo que tú digas –dijo Bernardo–. Yo te pago lo que valga la va-

ca. Lo que tú quieras, Francisca.

Francisca le soltó la mano. Lo miró un momento a los ojos. Estaba preocupada

por él.

–No te preocupes, Bernardo. Nosotros mientras llevamos la otra vaca al matade-

ro y la preparamos para mañana. Así se nos pasa la tarde.

Esta mañana Francisca también ha venido al embarque del toro. El señor Ramón

fue el jefe en todo momento, y Rodolfo el del matadero y el hermano de Francisca le

hacían caso en lo que les mandaba. Bernardo estaba pendiente de su padre, pero ya no

intervenía. El camión que conducía Rodolfo se alejó por el camino de la masía y Ber-

nardo se puso el abrigo y se metió al bolsillo las llaves de la camioneta pero Francisca

volvió a cogerlo de la mano.

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–Le he dicho a mi hermano que no deje a tu padre solo ni un momento. Tú y yo

esperamos aquí hasta que vuelvan. Tu padre tiene que ir porque el toro le hace caso.

Pero se subirán al balcón que da a la plaza del Estudio y mi hermano no lo dejará que

baje, de eso puedes estar seguro. Tú estás muy nervioso, Bernardo. Tú lo ibas a pasar

muy mal. De que tu padre no haga tonterías se encarga mi hermano, y de que no las

hagas tú me encargo yo.

Bernardo y Francisca comen juntos en la cocina de la masía y después se sientan

frente al fuego. Ha empezado ya a nevar en Palomitas. Bernardo desea que se arme una

buena antes de que vayan a soltar al toro. Por la ventana de la cocina se ve la tierra que

blanquea y las copas de las carrascas. El camino está bien, pero si nieva mucho igual no

puede volver el camión.

–Pues que lo dejen en el corral del pueblo toda la noche, o metido en el cajón.

Ahora ya no importa que se constipe, y si se constipa y se muere de frío, mira, mejor

que mejor, así tu padre se disgustaría menos.

Francisca lo ha entendido todo menos eso. Francisca no vio morir al chucho ni

tampoco ha visto esta mañana los ojos del toro. Bernardo no se atreve a confesarle que

se alegra de que traigan al toro vivo, y de que no irá este mes de mayo a la feria de San

Isidro. Le da vergüenza y le da miedo. Le da vergüenza porque un ganadero de vacuno

que se encariña con un toro como si fuera un perro de compañía es porque ha perdido el

juicio, y le da miedo porque no puede permitir que Francisca piense que ha perdido el

juicio. No quiere que Francisca se lleve sorpresas desagradables ni las salidas extrava-

gantes le infundan la más mínima desconfianza. Ya habrá tiempo de sacar el tema.

Francisca lo tranquiliza con esperanzas.

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–Me tienes que llevar a Barcelona, Bernardo. El otro día dijiste que José Tomás

reaparece en Barcelona. Tenemos que ir a la reaparición porque ya somos ganaderos,

¿no?, y los ganaderos van a la barrera y se hacen fotos apoyados en los cables.

Francisca, al decir lo de los cables, ha buscado la sonrisa de Bernardo.

–Lo que tú quieras, Francisca –dice Bernardo.

Suena el teléfono de Francisca. Es un pasodoble. Bernardo dijo en el Hostal de

las Truchas que le gustaba el pasodoble Puerta Grande y Francisca se lo puso en el telé-

fono. Dice varias veces bueno y cuando cuelga se vuelve hacia Bernardo.

–Nada, que todo va bien. Que está lloviendo en La Iglesuela. Que nevar allí no

ha nevado aún, pero llover ya llueve. Van a esperar hasta a ver si para pero parece que

no tiene pinta. Dice que si escampa y lo sueltan nos llamará.

Bernardo no sabe qué es peor, ni quiere imaginarse el vuelco que va a darle el

corazón como suene otra vez ese pasodoble. En su cabeza dejan de sonar los gritos de

las mujeres mientras dura la cogida, ese griterío que crece como una ola de fuego en su

cerebro, una ola de alaridos y ojos de Granero que lo despierta por las noches.

Nieva sobre los cabezos de las muelas, sobre los bancales ganados a las barran-

queras y sobre los chopos desnudos del río. Bernardo y Francisca dejan el camión en el

carril nevado y se acercan hasta una vaca que se ha guarecido de las arabogas debajo de

una carrasca. Bernardo le ata una cuerda al anillo que le cuelga de los morros y la en-

camina con voces protegiéndose la cara de la nieve. Al ir a subirla a la camioneta la

vaca cabecea un poco pero la anilla la convence, y patea escandalosa por la rampa hasta

que está ya metida. Bernardo encaja las barras suplementarias del remolque y ata corta a

la vaca a uno de los hierros.

Francisca va con él. Ya que su hermano está pendiente de su padre, ellos van a

quitarle la faena, para que luego su hermano pueda seguir de fiesta y no tenga que en-

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gancharse otra vez al tajo. Cuando llegan al pueblo está lloviendo pero poco. En cual-

quier momento parará del todo. Desde el matadero se escucharán los gritos de las muje-

res cuando ocurra el percance, no hará falta que nadie llame por teléfono.

Bernardo baja del camión. Los espera Rodolfo. Entran la vaca en el matadero.

Es un cuarto alicatado de azulejos blancos con un gancho de hierro que cuelga del te-

cho. La vaca entra en el matadero y Rodolfo la ata a una argolla de la pared. Rodolfo

lleva botas de regar y una bata blanca. Rodolfo coge de la pared una especie de taladra-

dora que tiene colgada y la apoya en la nuca de la vaca, que lleva el morro pegado a la

argolla. La vaca se desploma. La cabeza queda levantada, colgando de la argolla.

Francisca ya se ha puesto una bata y un gorro blancos y afila su cuchillo de me-

dia luna. Rodolfo descuelga la vaca y la vuelve a colgar por las patas de la percha de

dos ganchos que pende del techo y que Rodolfo ha bajado con un manubrio. Los esla-

bones de la cadena sonaban al pasar por la argolla como una metralleta.

Bernardo se pone la bata blanca que le ofrece Francisca y abraza el cuerpo de la

vaca al grito de Rodolfo, que también la tiene cogida desde el otro lado. La cadena sube

pero no tiene retroceso, hay una rueda dentada que la detiene. Francisca se acerca y le

hunde un cuchillo en el vientre.

Bernardo sale a la puerta del matadero. Ha dejado de llover. Desde el matadero

sólo se ve la peña del Morrón y las casas que dan a la era del Olmo. El bullicio está en

el pueblo, en la calle Mayor y en la plaza. Desde la puerta del matadero se oye un run-

rún de fiesta grande, del chinchín de las charangas y de risotadas y de gritos por las ca-

lles, hasta que un cohete asciende paralelo a la torre de la iglesia y estalla en un petardo

seco un poco más arriba de las campanas. A ese primer cohete sigue un grito de alarma

y prisas. Algunos rezagados salen corriendo del Tropezón para ir a coger sitio. A Ber-

nardo le sube el pulso. Enciende un cigarro pero enseguida lo apaga y vuelve junto a

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Francisca. Quiere presenciar cómo Francisca destaza la vaca que se comerán mañana en

vez de a Pocapena. Francisca es una profesional y todo lo está haciendo por él, a los

profesionales les agrada que los miren, y a los que se sacrifican que los consideren.

Bernardo no quiere que Francisca se sienta desairada.

Rodolfo despelleja la res con destreza desde el corvejón, van saliendo las telillas

blancas que cubren la carne roja muy oscura, tierca, como hinchada, humeante todavía,

mientras la sangre va cayendo por la boca en un barreño junto al sumidero. Rodolfo

maneja el cuchillo como una raqueta de ping pong, la piel cae al suelo limpio, cae como

una manta almidonada, le queda el apresto de la vida, cuando Rodolfo mete el filo del

cuchillo en la entretela parece que tiembla y todo. Suena el segundo cohete.

–Van a reventar las nubes –dice Rodolfo, mientras se seca el sudor con la manga

blanca de la bata. Cuando llega al cuello, corta la cabeza con un hacha.

Bernardo sale otra vez a la era del Olmo, más allá de la pista de baile y de la

serrería. Es ganadero y ha visto matar miles de vacas, pero la preocupación lo ha dejado

muy sensible, un poco bajo de defensas emocionales. No quiere ni pensar cómo han

encerrado a Pocapena, ni cómo está la plaza, ni si el Mario y el Nacho y el Vicente y

tantos otros mozos a los que les gusta el toro están hablando despreocupados hasta que

se abra el toril, ni si su padre habrá subido al balcón o habrá hecho de su capa un sayo

como siempre y está en estos momentos zarceando en los corrales de la plaza del Estu-

dio. Se mantiene sin llover. El cielo está plomizo y los gritos y el ambiente a lo lejos le

dan al momento un toque antiguo, de fiestas antiguas y miedos emocionantes. Bernardo

mira el reloj y espera que no lo tengan suelto mucho rato.

Rodolfo parte en dos la vaca con el hacha y carga una mitad a las costillas hasta

la mesa de destazar, adonde espera Francisca. Han tumbado el medio cuerpo boca arri-

ba, se ven las costillas ensangrentadas y las telas finas que protegen las entrañas. Rodol-

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fo lo despedaza con el hacha, la carne cuelga junto al filo, se estremece y tiembla, Ber-

nardo ve que tiembla. Cuando va a partir los huesos Bernardo se vuelve a salir. Suena el

tercer aviso, el grito sube de nivel. Las mujeres dispuestas a gritar cuando el toro engan-

che a un mozo ensayan con la sorpresa del tercer cohete, y un o de admiración sube por

encima de los tejados hasta el cielo negro cuando Bernardo interpreta que el toro ya está

en la calle. Cuando se calman los oes empieza un griterío de silbidos, todo el mundo

llama al toro con silbidos cortos, como si una bandada de estorninos se hubiera posado

en la plaza. Los gritos se alargan conforme la gente se impacienta. Bernardo piensa que

el toro no arranca. Si lo hace las mujeres gritarán.

Bernardo vuelve a entrar pero cuando ve a Francisca hundiendo el cuchillo de

media luna en la costilla de la vaca muerta se sale otra vez a la puerta. Este es su límite.

Ver las cosas en lo que las cosas son es un espectáculo desagradable. Le dará a Francis-

ca la explicación que quiera. Le abrirá su corazón y su flojera, se acusará mil veces de

cobarde para provocar su compasión, pero no puede soportar verla destazar a una vaca,

y sin embargo se quiere casar con ella.

Bernardo se da cuenta de que se quiere casar con ella. Su certeza es tan nítida

como los contornos de las cosas en la tarde nublada. Bernardo rectifica y ahora piensa

que jamás se lo dirá. Escucha los silbidos persistentes y se jura que jamás se lo dirá. El

defecto es el suyo. La sangre de nabo, como le decía su madre, es suya. Irán en junio a

Barcelona y paseará con Francisca por las Ramblas, y como ya los dos son muy talludos

eso servirá de viaje de novios, y cuando toree José Tomás y devuelva la pasión a los

aficionados él le dará desde el tendido a ella todo lujo de explicaciones. Bernardo piensa

esto para animarse, para escoscarse la culpa de no estar viendo a Francisca en su digno

trabajo, en su desinteresada colaboración. Los silbidos se apagan, el toro no se mueve.

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Es ese no suceder nada que siempre sorprende a los que pasean por los alrededores de

una plaza llena, como si todo se hubiera detenido.

Pero la vaca es grande, y el toro permanece quieto, a tenor de los silbidos. Cre-

cen a veces silbidos más mayoritarios, como si trataran de prender la bronca, de asustar

al toro, de provocarlo con el ruido de miles de gritos en la tarde anubarrada. Francisca

llama a Bernardo.

–Bernardo, anda, hazme un favor. Lleva este barreño al estercolero.

Bernardo coge el barreño con el mondongo de la vaca muerta. Lo lleva a la parte

de atrás del matadero y contiene la respiración. No quiere ni mirarlo, ni describírselo al

mirarlo. Bernardo se prepara para echar el mondongo en el contenedor de hierro donde

tiran las tripas, que hacen un ruido fofo al estallarse contra el suelo metálico y entonces

Bernardo oye nítido el grito de las mujeres asustadas. Entonces oye un chillido escalo-

friante que no es el clásico aviso de peligro sino que se mantiene en el tiempo como si

el peligro fuese cierto y durase unos momentos horrorosos. Son por lo menos diez se-

gundos de gritos que reverberaban por todas las casas del pueblo. Bernardo siente todo

el desvalimiento y el miedo que lo han acompañado en las últimas noches, cuando le

despertaba el grito que ahora resuena más fuerte que los baldeos de las campanas, el

alarido de las madres en los carromatos, ese grito del horror desencajado que adorna la

fiesta junto a las banderas y a Bernardo siempre le recuerda el ojo de Granero, casi le

duele y todo.

Bernardo entra corriendo en el matadero. Francisca y Rodolfo dejan el cadáver

de la vaca y salen a la puerta. Suena el pasodoble Puerta Grande en el móvil de Fran-

cisca. Francisca se quita un guante manchado de sangre. Bernardo está pálido. Han re-

mitido los gritos. Ha sido desesperante. Aguanta la respiración con la boca abierta mien-

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tras Francisca escucha sin mover los labios. Francisca cuelga enseguida. Francisca mira

con los ojos húmedos y grandes, con los ojos fijos y grandes y encristalados.

–Ha sido el chico, Rafael, el que vino a traerlo con el mayoral. Ha sido el toreri-

llo. Dice mi hermano que no ha sido mucho, que ha sido muy aparatoso porque se ha

quedado debajo de los cuernos pero que no ha sido mucho, dice que sólo lleva una cor-

nada, pero que está vivo y consciente. No te preocupes, Bernardo, mi hermano dice que

la cornada ha sido limpia. Se lo han llevado ya en una ambulancia a Castellón. El toro

ya lo han metido.

FIN