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88 El 28 de junio de 1914 siete jóvenes terroristas se dieron cita en Sa- rajevo. No quería errores Apis, el jefe de los servicios serbios de in- teligencia que los enviaba. Un pistolero podía fallar; era improbable que siete fracasaran. Cada uno se colocaría en un lugar distinto de la ruta de la comitiva imperial, hecha pública al objeto de que la gen- te pudiera aclamar al heredero de los Habsburgo. No es imposible que hubiese, en parte de la población, genuinos deseos de mostrar hospitalidad a Francisco Fernando y su esposa. Al fin y al cabo, el archiduque, que se había opuesto en 1909 a la anexión de Bosnia- Herzegovina, era un reformista de acreditada sensibilidad hacia las 11 nacionalidades que vivían en el imperio austro-húngaro, y entre sus planes estaba otorgar a sus nuevos súbditos una gran autonomía, equivalente a la del Reino de Hungría. Ello podía entorpecer el obje- tivo de la organización secreta Unificación o Muerte, también conoci- da como la Mano Negra, cuyo sagrado designio era la unión de todos los eslavos del sur bajo la égida de Serbia, y a la que los conjurados pertenecían. El desarrollo de la jornada justificó la redundancia de pistoleros. Los dos primeros, faltos de convicción o presas del miedo, dejaron pasar de largo el convoy; la bomba lanzada por el tercero Los nombres de julio Sobre las causas de la I Guerra Mundial JUAN CLAUDIO DE RAMÓN ENSAYO www.elboomeran.com Claves de Razón Práctica nº 232

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El 28 de junio de 1914 siete jóvenes terroristas se dieron cita en Sa-rajevo. No quería errores Apis, el jefe de los servicios serbios de in-teligencia que los enviaba. Un pistolero podía fallar; era improbable que siete fracasaran. Cada uno se colocaría en un lugar distinto de la ruta de la comitiva imperial, hecha pública al objeto de que la gen-te pudiera aclamar al heredero de los Habsburgo. No es imposible que hubiese, en parte de la población, genuinos deseos de mostrar hospitalidad a Francisco Fernando y su esposa. Al fin y al cabo, el archiduque, que se había opuesto en 1909 a la anexión de Bosnia-Herzegovina, era un reformista de acreditada sensibilidad hacia las 11 nacionalidades que vivían en el imperio austro-húngaro, y entre sus planes estaba otorgar a sus nuevos súbditos una gran autonomía, equivalente a la del Reino de Hungría. Ello podía entorpecer el obje-tivo de la organización secreta Unificación o Muerte, también conoci-da como la Mano Negra, cuyo sagrado designio era la unión de todos los eslavos del sur bajo la égida de Serbia, y a la que los conjurados pertenecían. El desarrollo de la jornada justificó la redundancia de pistoleros. Los dos primeros, faltos de convicción o presas del miedo, dejaron pasar de largo el convoy; la bomba lanzada por el tercero

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rebotó en la capota del vehículo del archiduque, hiriendo a 20 personas. Con regia templanza, o insistiendo en dar a su consor-te la exposición al afecto del pueblo que le faltaba en Viena1, el heredero se negó a cancelar el resto de la visita. Los cómplices se pierden en la multitud, pensando abortada la operación. Finaliza-da la agenda de actos, algo sucede: el archiduque vuelve a ponerse en la senda de los asesinos al decidir visitar a los heridos en el hospital. Por precaución se escoge una ruta rápida, inaccesible a potenciales embozados. Nadie informa al chófer del cambio y, al advertir que la caravana continúa por un trazado previsible, se ordena al conductor dar marcha atrás. Fue entonces, en mitad de la maniobra, cuando Gavrilo Princip, el último y más decidido de los asesinos, se encontró la berlina imperial descubierta y detenida a pocos metros de distancia. Se acercó caminando y descargó dos balas de su revólver Browning. Una atravesó el cuello del archidu-que, la otra, el vientre de su mujer.

Se cumplen 100 años del crimen de Sarajevo, a la entrada del verano en que los estadistas europeos tomaron las decisiones ne-cesarias para enviar a 15 millones de seres humanos al matadero. La copiosa literatura sobre las causas de la I Guerra Mundial suele restar importancia al magnicidio y explica la contienda en términos casi deterministas. La guerra habría sido el resultado inevitable de una fórmula que combinaba el auge del nacionalismo, la rivalidad económica, la diplomacia secreta, la política belicista y la lógica militar seguida por el Estado Mayor alemán –que había previsto, según lo dispuesto en el Plan Schlieffen, que una guerra europea debía desarrollarse en dos frentes–. Así, mientras que de la II Gue-rra Mundial se recuerdan sobre todo sus epónimos –Hitler, Stalin, Churchill–, de la primera se evocan sobre todo las condiciones que la prefiguraron en el curso de los años que se dieron en llamar de la “Paz Armada”. Rara vez el aficionado a la historia se topa con los

1 El matrimonio del archiduque era morganático.

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nombres de Berchtold, Bethmann-Hollweg, Sazonov y Poincaré, por citar a los eminentes, en el relato convencional de la guerra. Me gustaría, en este artículo, y al hilo de novedades editoriales, rescatar de entre las causas de la Gran Guerra la mano olvidada del hombre. Mi premisa, discutible, es que la guerra no es adveni-miento teológico ni catástrofe natural; la guerra es un asunto huma-no: se va a ella porque alguien lo decide. La que empezaba hace un siglo no es excepción: fue, ante todo, la decisión semiconsciente de un reducido grupo de líderes europeos, que caminaron como so-námbulos2, en acertada expresión de Christopher Clark, sin freno y sin cerebro, hacia el desastre. Son los nombres de julio.

Dos filosofías De la historia: abstraccióN ‘VersUs’ DescripcióN Lo que hoy está en el pasado, estuvo alguna vez en el futuro, dijo Maitland. La reciente historiografía acopia documentos para mos-trar como casi en cualquier momento de las cinco semanas que mediaron entre el magnicidio y las declaraciones de guerra, esta pudo abortarse. Generaciones de historiadores habían avalado la sentencia del británico Hinsley: “Si la crisis de Sarajevo no hu-biera precipitado una gran guerra en particular, alguna otra crisis habría precipitado una gran guerra en una fecha no distante”3. Me parece un ejemplo paradigmático de lo que podemos llamar la ti-pificación de la historia. Una cosa es explorar las causas de un evento concreto, real, e irrepetible, que se verifica en un momento preciso y no en otro, y otra cosa es buscar la lógica subyacente de un evento que décadas de estudio han abstraído de sus detalles, simplificándolo hasta la forma de tipo. No es lo mismo estudiar las causas del tipo general “Primera Guerra Mundial”, que las causas del caso particular “Guerra general europea que estalló la prime-ra semana de agosto de 1914”, o sencillamente “Guerra del 14”.

2 Cf. The Sleepwalkers. How Europe Went To War, Christopher Clark, Harper Collins, New York, 2013.3 Citado por Jack Beatty en The Lost History of 1914: Reconsidering The Year The Great, Walker & Company, New York, 2012.

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Son pesquisas que definen de manera distinta su objeto de estudio y conducen a análisis causales diferentes4. La tipificación fomenta la doctrina de la inevitabilidad de la guerra, dominante hasta ahora. La segunda actitud, en cambio, orienta su cábala hacia el detalle, interesándose por la cronología causal única y no reemplazable que desembocó en esa y no en otra guerra, sin hallar razones para creer que una guerra similar –los rasgos “mundial” y “primera” se verificaron a posteriori– hubiera ocurrido de todas maneras. Y esta segunda manera de abordar el conflicto empieza a sospechar que el crimen del 28 de junio no fue un mero catalizador de tensiones que abocaban a Europa a la guerra, sino su causa directa y adecuada.

Repasemos lo que los historiadores han dicho sobre la causalidad de la guerra, distinguiendo entre condiciones de posibilidad y causas precipitantes. Las primeras hacen la guerra inteligible, las segundas la hacen inevitable. Entre las condiciones, ante todo la conformación de los bloques contendientes. En vísperas de la guerra Europa se agrupaba en dos bloques afines, sellados por alianzas cruzadas de ca-rácter defensivo. De un lado, la Triple Alianza coaligaba a Alemania, Austria-Hungría e Italia. De otro, la Triple Entente unía a Francia, Rusia y –de manera laxa y sujeta a interpretación– a Reino Unido. Por de pronto, cabe la extrañeza: ¿por qué una coalición entre una república liberal y burguesa como Francia y un imperio autocrático y agrícola como Rusia? La respuesta es Alemania. Desde la unificación alemana en 1871, la política exterior de Bismarck se había orientado a aislar a Francia y evitar la emergencia de una coalición en contra del II Reich. Mediante el Tratado de Reaseguro en 1887, Rusia y Alemania se garantizaban neutralidad mutua en caso de guerra con un tercero. Descabalgado Bismarck, en 1890 el káiser Guillermo II renunció a renovar el convenio. Error mayúsculo que sin tardar apro-vechó París, sellando la alianza franco-rusa en 1892. Desde entonces Francia se dedicó a engordar las capacidades financieras y militares

4 Raymond Aron discute ambas maneras de historiar en Leçons sur l’historie. Editions de Fallois, Paris, 1989.

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rusas, y alimentar así también la paranoia alemana, cuyo estamento militar empezó a insistir en la necesidad de una guerra preventiva. Todo se fiaba al Plan Schlieffen5: desarbolar primero a Francia en el frente occidental en una campaña relámpago, atropellando a la neu-tral Bélgica, y después derrotar a Rusia, de más lenta movilización, en el frente oriental.

Cada potencia tenía una motivación para el enfrentamiento: Alemania, participar en el reparto colonial; Francia, recuperar Alsacia-Lorena; Rusia, adueñarse de los estrechos del mar Negro; Austria-Hungría, zafarse de los nacionalismos que cercaban su im-perio multiétnico; Reino Unido, conservar su preponderancia cen-tenaria. El tono ideológico de la época lo daban el nacionalismo y el imperialismo: los imperios querían ensanchar sus posesiones co-loniales; las naciones en formación, surgidas del desmoronamiento otomano, pugnaban por emanciparse de aquellos, propulsadas por ensoñaciones de unificación étnica. La industria armamentística, la conscripción masiva y el fervor patriótico, favorecido por la riva-lidad entre naciones6, y por el hecho de que en cuarenta años no se había dado una guerra en Europa occidental (pocos hombres adul-tos conocía las penalidades de la guerra) harían de un conflicto el más destructivo de la historia.

De las coNDicioNes a las caUsasUna acumulación de condiciones no equivale a una causa. Para saber por qué estalló la guerra debemos acotar el relato al mes de julio de 1914. De nuevo, la extrañeza: ¿cómo explicar que un incidente en los Balcanes, una región periférica sobre la que Bismarck había dicho que no valía la vida de un granadero pomerano, y en la que Francia

5 Alfred Von Schlieffen, jefe del Estado Mayor alemán desde 1891 a 1904. El Plan Schlieffen es objeto de apasionado estudio por los historiadores. Fue divulgado en el tremendamente popular Los cañones de agosto, de Barbara Tuchman, el libro que, al parecer, estaba leyendo Kennedy durante la crisis de los misiles cubanos. El axioma de una guerra ofensiva en dos frentes fue sin duda un factor determinante en el desencadenamiento de la guerra. Schlieffen fue el hombre que apretó el gatillo desde la tumba, a decir de AJP Taylor.

6 Rivalidad que lleva a la renuncia de los militantes de la II Internacional a sus ideales universalistas revolucionarios en favor del servicio de la patria. François Furet dijo de la Gran Guerra que fue la primera guerra democrática, en el sentido de que movilizó al grueso de la población, en contraste con las guerras monárquicas libradas hasta entonces.

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y Reino Unido carecían de intereses, desencadenara el Armagedón europeo? Cuenta Stefan Zweig en sus memorias que nadie pensó la mañana siguiente al atentado que el fin del mundo se avecinara. Para entender por qué llegó la tragedia hay que pegar el cuerpo a tierra y volver a ese punto en que el pasado estaba todavía en el futuro7.

Para Viena el asesinato de su heredero era un casus belli ejem-plar y un pretexto propicio para ajustar cuentas con Serbia, culpa-ble de incitar al odio contra Austria-Hungría a los siete millones de serbios que vivían en la monarquía dual. El conde Berchtold, ministro austrohúngaro de Asuntos Exteriores, azuzado por Con-rad, su agresivo jefe de Estado Mayor, quiso organizar sin demora una expedición de castigo a Belgrado. De haberse producido, es probable que la guerra europea se hubiera evitado. La conmocio-nada opinión pública habría validado una represalia. Fue Tisza, el primer ministro húngaro, quien echó el freno, temiendo que Rumanía aprovechara la confusión para atacar el costado húngaro del Imperio. Se decidió entonces elevar un ultimátum draconiano al Gobierno serbio. Berchtold no consultó su redacción con Beth-mann-Hollweg, el canciller alemán; Berlín había dado su respaldo a Viena en caso de guerra contra Rusia, pero deseaba circunscribir su alcance geográfico a los Balcanes. El requerimiento, público el 25 de junio, en un momento en que faltaban pruebas de la im-plicación serbia en el atentado, fue considerado abusivo por las cancillerías europeas. Aun así, el primer ministro serbio, Pašic, pensó seriamente en acceder a todas las exigencias y en evitar el conflicto. ¿Qué le hizo cambiar de opinión?

En los días en que Viena rumiaba su reacción tenía lugar en San Petersburgo una cumbre franco-rusa. Berchtold quería evitar que rusos y franceses coordinaran in situ un reacción al ultimátum, que se mantendría en secreto hasta pasada la cumbre; en una Eu-ropa plagada de espías el intento fue vano: los planes de Viena

7 De obligada lectura es July 1914: Countdown to war, de Sean McMeekin, Basic Books, New York, 2013. Con precisión imponente, McMeekin muestra cómo la guerra fue el resultado eludible de decisiones humanas, demasiado humanas, de un reducido grupo de políticos, diplomáticos y militares.

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llegaron a oídos de Sazonov, el ministro de exteriores ruso, el 18 de julio, víspera de la llegada de la delegación francesa. La encabezaba Poincaré, el presidente de la República; era lo que hoy llamaríamos un halcón, un belicoso nacionalista, oriundo la Lorena, que había impulsado una ley que ampliaba a tres años el servicio militar en Francia. Su máxima preocupación era que Rusia no se achicara ante las potencias centrales. Al conocer por Sazonov de las intenciones de Viena, animó al zar Nicolás II y sus ministros a mostrarse firmes en defensa de los eslavos del sur. No hay pruebas de que Poincaré intimara a Rusia a provocar la guerra, pero lo cierto es que tras su partida San Petersburgo comunicó su apoyo a Belgrado, a tiempo de endurecer su respuesta al ultimátum, y empezó a acelerar sus pre-parativos militares.

Ante su negativa a cumplir con todos los términos del ultimátum, Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia el 28 de julio8. En res-puesta, Rusia ordenó la movilización general de su Ejército el 29 de julio. Debido a su alianza con Viena, a Alemania no le quedaba más remedio que declarar la guerra a Rusia, previo requerimiento de desmovilización que San Petersburgo desoyó. En función de la lógica militar autoimpuesta, que solo contemplaba una ofensiva en dos frentes, Alemania declaró la guerra a Francia el 3 de agosto.

De la caUsaliDaD a la cUlpabiliDaDPrueba de la compleja causalidad de la Guerra del 14 es que cada contendiente ha tenido que defenderse de haber provocado el desas-tre. Con todo, Alemania ha sido el villano tradicional. Avaló a Viena en su línea dura contra Serbia, y de Berlín partieron las declaraciones de guerra. Esta narrativa triunfó en el Tratado de Versalles de 1918. Los desvaríos ideológicos de la filosofía supremacista alemana desde el romanticismo, las salidas de tono de sus generales y, sobre todo, la II Guerra Mundial convertida en el prisma a través de la cual se

8 Se ha dicho a menudo que la respuesta de Serbia era satisfactoria. McMeekin y Clark analizan su redactado en su diabólica ambigüedad.

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ve la primera –haciendo de Guillermo II un proto-Hitler– han con-solidado el relato de la Alemania culpable9. Pero el examen atento de los hechos de julio atenúa la culpa alemana: en efecto, Alema-nia declaró la guerra a Francia y a Rusia, pero fue la última de las potencias en movilizarse. Esto desmiente la idea de premeditación. Hasta el último momento Berlín quiso circunscribir la guerra a los Balcanes. Por otro lado, la tan mentada Weltpolitk de Guillermo II –bravucón en tiempos de paz y medroso ante el abismo– palidece ante la glotonería imperial de Francia y Reino Unido. Coinciden Clark y McMeekin en que los dos pecados, no menores, del káiser y su canciller Bethmann-Hollweg fueron no controlar de cerca la po-lítica de Viena y obstinarse en que su única salida militar era una guerra ofensiva en dos frentes. Pero ambos descartan, contra la tesis tradicional, que Alemania quisiera, o peor aún, provocara la guerra.

Mayor responsabilidad cabe atribuir al Gobierno de Viena. Ber-chtold y Conrad deseaban humillar a Serbia y restaurar el presti-gio de los Habsburgo y el suyo propio; a pesar de la conciliadora respuesta a su draconiano ultimátum –al conocerla, el káiser dijo que deshacía cualquier motivo para la guerra– declararon la guerra precipitadamente, a sabiendas de que el Ejército austriaco tardaría aún 15 días en estar listo. El objetivo era cegar deliberadamente la vía diplomática que Alemania y Reino Unido hubieran preferido seguir explorando. En descargo de Viena, cabe decir que el ase-sinato de su heredero no era un suceso baladí y que estaba en lo cierto señalando la implicación de Belgrado.

La congelación de los archivos del Kremlin y el desconocimiento del idioma ha impedido hasta hace poco medir bien la responsabi-lidad rusa. El decreto de movilización general del 29 de julio fue un paso enorme hacia la guerra. Centrados en culpar a Alemania, los historiadores mainstream han pretendido que la movilización

9 El prejuicio antialemán es notable en los autores sajones más populares como A. J. T. Taylor (‘Los alemanes se habían entre-nado para la agresión’, en The Struggle for Mastery in Europe, Oxford University Press, 1977), o Barbara Tuchman (‘Cien años de filosofía alemana esperaban la hora de esta decisión’, en The Guns of August, The MacMillan Company, New York, 1962).

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no era un acto de guerra sino el resorte último de la diplomacia. Es un debate estéril a la vista de lo que hoy se sabe: Rusia comenzó en secreto sus preparativos militares mucho antes: en concreto, el mediodía del 25 de julio, antes de conocer la respuesta serbia al ultimátum. Es imposible leer a Clark y McMeekin sin llevarse la impresión de que Sazonov, el ministro ruso que orquestó la política rusa aquellos días, es el gran villano de julio de 1914. Resulta, por lo demás, poco convincente pensar que Rusia fuera a la guerra global por defender el orgullo herido de los pueblos eslavos; no, la razón había de ser más poderosa10.

La responsabilidad francesa depende del grado de perfidia que atribuyamos a Poincaré. Durante años Francia había aleccionado a Rusia sobre planes militares en caso de guerra contra Alema-nia. A. J. P. Taylor dijo que sabemos más de julio de 1914 que de ningún otro momento de la historia; no es cierto en el caso de las reuniones en San Petersburgo del 20 al 24 de julio, un área todavía oscura. Sí sabemos que el embajador francés, Paléologue, ofreció apoyo inequívoco a Sazonov; no se puede probar, sin embargo, que Francia conminara a Rusia a comenzar los preparativos militares en fecha tan temprana.

He dejado a Reino Unido para el final. Su Gobierno, ocupado en el Ulster, no prestó mucha atención al desarrollo de la crisis. El secretario de Asuntos Exteriores Grey, desinformado por sus supuestos aliados, propuso una conferencia internacional para di-rimir el conflicto. Por distintos motivos ninguna potencia secundó la propuesta. Reino Unido estaba vinculado con Francia en virtud de la llamada “Entente cordiale”, un intercambio de cartas cuyo alcance era discutible. En el gabinete predominaba la tesis de que la Entente no obligaba a Reino Unido a entrar en guerra. Tan solo Asquith, el primer ministro, Grey, y Churchill –que, como minis-

10 McMeekin ha indagado ejemplarmente en los móviles rusos en The Russian Origins of the First World War, Belknap Press, Cambridge, 2011. Concluye que si de algún gobierno puede decirse que deseó la guerra, ese fue el ruso, en una apuesta por hacerse con Constantinopla y sus estrechos. El libro de McMeekin es la más contundente revisión de la narrativa de la culpa alemana.

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tro de la Marina, ordenó, por su cuenta, movilizar la flota creían lo contrario. A lo largo de julio Grey fue incapaz de aclarar la postura de Reino Unido en caso de guerra. Esta indefinición le ha valido el reproche de haber podido evitarla: de haber apoyado a Francia y Rusia, Berlín habría tenido incentivos para contener a Viena; si hubiese anunciado su neutralidad, París habría frenado a San Pe-tersburgo. Para McMeekin y Clark el reproche está justificado: la actuación de Grey fue errática, diciendo una cosa y la contraria en función del interlocutor. En todo caso, Reino Unido no declaró la guerra a Alemania –fue el único país en hacerlo– por su cordial entendimiento con Francia, sino por la testarudez alemana que, ape-gada irracionalmente al Plan Schlieffen, invadió Bélgica –de cuya neutralidad Londres era garante desde su creación– para atacar Pa-rís en un maniobra envolvente. El 6 de agosto Reino Unido entraba en la guerra. El káiser diría que lo había hecho apoyándose en un viejo papel: la garantía belga.

De los electos a los UNgiDosUna enseñanza de la reciente investigación sobre julio es el papel amortiguador desempeñado por los monarcas europeos. Si la deci-sión hubiera sido enteramente suya, quizá la guerra no habría lle-gado. El anciano Francisco José, deprimido y mal informado, firmó lo que Berchtold le puso delante. Sorprendente es la actuación de Guillermo II: Moltke, su jefe de Estado Mayor, tuvo que arrancarle la orden de movilización, que el káiser anuló hasta dos veces. En la más desgarradora escena del libro de McMeekin, Sazonov se en-frenta al Zar Nicolás II que, con razón, se resistía a firmar el ukase de movilización general: “No seré el responsable de una masacre”, espetó a su ministro. En las postrimerías de julio, el zar y el káiser, monarcas teóricamente todopoderosos, cruzaron misivas –los tele-gramas Nicky-Willy– para intentar un arreglo. Azuzados por sus ministros, terminaron por ceder. Ciertamente, los reyes de enton-ces no eran pacifistas, pero sí parecían tener mayor conciencia de la magnitud de la tragedia que se cernía sobre sus súbditos.

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De la gUerra iNeVitable a la improbableFrente a la teoría de la guerra inevitable, del relato del mes de julio emerge la hipótesis de la guerra como equivocación colectiva. La cri-sis desatada en julio de 1914 por el crimen de Sarajevo no es ya una circunstancia intercambiable, sino la única e irrepetible alineación de acontecimientos conjugados que podía desencadenar una guerra improbable. Con leves variaciones de las circunstancias, la paz ha-bría sido un escenario más verosímil. Por ejemplo, durante julio de 1914 la prensa francesa no informó de la crisis diplomática europea, sino del juicio por el “Escándalo Caillaux”. Joseph Caillaux era el ministro de Finanzas francés. El 14 de marzo, su mujer, Henriette, asesinó al editor de Le Figaro, que amenazaba con revelar secretos matrimoniales. Henriette fue absuelta por un jurado el 28 de julio de 1914, víspera de la primera declaración de guerra. El escándalo impidió que Caillaux, crítico de la alianza con Rusia, y que ya había frenado una guerra en 1911 durante la crisis de Agadir, fuera el pri-mer ministro francés en julio de 1914, en tándem con el socialista Jean Jaurès, el gran líder pacifista, en la cartera de Exteriores. Ni uno ni otro hubieran cabalgado hacia el desastre con el ímpetu de Poincaré. Un crimen pasional contribuyó a eliminar de la ecuación a dos hombres que hubieran sido un dique frente a la guerra

Entre las circunstancias irrepetibles que condujeron a la prime-ra guerra comienzan a despuntar los nombres de los protagonis-tas. La idea de que la mano del hombre puede cambiar el curso de la historia ha sido desestimada por la filosofía de la historia desde Hegel a esta parte. Las condiciones materiales prefiguran el devenir histórico, y al hombre no le queda más papel que el de guiñol de la razón y sus argucias. La nariz de Cleopatra no cambia ningún destino. Pero al lector de la historia sin prejui-cios filosóficos le resulta difícil suprimir el factor humano de sus

11 Lo apunta con elocuencia y melancolía el último libro que aquí se recomienda: The Lost History of 1914. Reconside-ring The Year The Great War Began. Walker & Company, New York, 2012. Su autor, Jack Beatty, propone varios escenarios contrafácticos –Caillaux y Jaurès en el poder es uno de ellos– para 1914, todos verosímiles, en los que la guerra no hubiera sido, mostrando hasta qué punto la guerra, contra el lugar común, era improbable.

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conclusiones. Dice Trotsky: No importa el materialismo históri-co, sin Lenin en mayo de 1917 en las calles de San Petersbur-go no hubiera habido revolución (Lenin pensaba igual). ¿Puede decirse lo mismo de cualquiera de los protagonistas de julio de 1914? Cuanto más sabemos de aquellos días más podemos afir-marlo. Antes una tragedia que un crimen, a decir de Clark, la guerra fue un caso clamoroso de negligencia compartida.

coNclUsióNLa Primera Guerra Mundial es la matriz de nuestra época, la des-gracia seminal de nuestro desgraciado siglo XX. Da vértigo pensar en la inmensa masa de sufrimiento que halla su origen en la su-pernova de julio de 1914. La guerra facilitó el triunfo del bolche-vismo y la implantación del totalitarismo soviético. Las tiranías de Hitler y Mussolini, dos veteranos resentidos de 1914, traen causa de la paz cartaginesa de 1918. La voladura incontrolada de los imperios austro-húngaro y otomano recrudecieron el nacionalis-mo en los Balcanes y los conflictos en Oriente Medio. La escuela de la inevitabilidad ha permitido a quienes asumieron riesgos que convirtieron una guerra improbable en una tragedia cierta, yacer semiescondidos en la memoria colectiva. Debemos este año recor-darlos: Berchtold, Conrad, Bethmann-Hollweg, Poincaré, Sazonov. Sin olvidar el de Gavrilo Princip, el nada inocente serbiobosnio de 19 años; porque, examinado cuanto sabemos de julio, más legítima nos parece la sospecha de que, sin su dedo en el gatillo, la guerra, esa de la que se cumplen 100 años, la única de la cual nos es po-sible el duelo, no habría sido.

juan claudio de ramón eS diplomático.

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