Los niños del Holocausto antes, durante y después

6
Arte y Letras, Historia, Literatura Los niños del Holocausto: antes, durante y después Publicado por Jenn Díaz Niños en un campo de exterminio nazi, alrededor de 1945. Foto: World History Archive / Cordon Press. Sigo buscando la manera de llegar a ser la que yo tanto querría ser, la que yo sería capaz de ser, si… no hubiera otras personas en el mundo. (Ana Frank) Antes: historia de una infancia Chitón. Esa fue la última palabra que Raymond Federman escuchó a su madre con trece años. París, 1942, una redada para detener a los judíos, para mandarlos a Auschwitz, para vivir lo atroz. De los tres hermanos, dos niñas y él, la madre eligió a Raymond para meterlo en un trastero con la ropa y los zapatos y decirle: chitón. Que se callara, que sobreviviera. Que, quizá, lo contara después. Cuando vienen los guardias a buscar a los Federman, Raymond oye como la madre dice que no está, que se ha ido al campo. Así se acaba la infancia para el niño del trastero, y también se acaba ahí su familia, y también el Holocausto. No la guerra, pero sí lo que era una muerte casi segura. El edificio en el que vivía Federman pertenecía a sus tíos: León y Marie. En la planta de abajo, además de un patio en el que había un árbol, se alojaba una familia antisemita que,

Transcript of Los niños del Holocausto antes, durante y después

Page 1: Los niños del Holocausto antes, durante y después

Arte y Letras, Historia, Literatura —

Los niños del Holocausto: antes, durante y después Publicado por Jenn Díaz

Niños en un campo de exterminio nazi, alrededor de 1945. Foto: World History Archive / Cordon Press.

Sigo buscando la manera de llegar a ser la que yo tanto querría ser, la que yo sería capaz

de ser, si… no hubiera otras personas en el mundo. (Ana Frank)

Antes: historia de una infancia

Chitón. Esa fue la última palabra que Raymond Federman escuchó a su madre con trece

años. París, 1942, una redada para detener a los judíos, para mandarlos a Auschwitz, para

vivir lo atroz. De los tres hermanos, dos niñas y él, la madre eligió a Raymond para

meterlo en un trastero con la ropa y los zapatos y decirle: chitón. Que se callara, que

sobreviviera. Que, quizá, lo contara después. Cuando vienen los guardias a buscar a los

Federman, Raymond oye como la madre dice que no está, que se ha ido al campo. Así se

acaba la infancia para el niño del trastero, y también se acaba ahí su familia, y también el

Holocausto. No la guerra, pero sí lo que era una muerte casi segura.

El edificio en el que vivía Federman pertenecía a sus tíos: León y Marie. En la planta de

abajo, además de un patio en el que había un árbol, se alojaba una familia antisemita que,

Page 2: Los niños del Holocausto antes, durante y después

en cuanto empezó la persecución, se volvieron de lo más hostiles. Federman chupaba

terrones de azúcar para el hambre y estuvo quieto y callado, y se meó y se cagó encima.

Pero sobrevivió, a diferencia de sus padres y sus hermanas, que murieron en Auschwitz

—eso es lo que cree, lo que comprende de todo lo que les ocurrió.

Chitón, susurró mi madre. Y los trece primeros años de mi vida se los tragó la oscuridad

de aquel trastero en el tercer piso de nuestro edificio. Yo, que tenía tanto miedo a las

tinieblas que no me atrevía a ir solo de noche a los retretes del patio porque estaba

demasiado oscuro dentro; yo, que temblaba de miedo cuando tenía que bajar al sótano de

nuestra casa a buscar carbón para la salamandra, pues me aterrorizaban la oscuridad y las

enormes ratas que correteaban por aquel sótano, permanecí a oscuras en el trastero

durante todo un día y toda una noche, perdido en mi incomprensión.

Esta es la historia de una infancia que se vivió al margen del Holocausto, gracias a que la

señora Federman, ¡shh!, mandó a callar a su hijo. Raymond, con un estilo y una narración

a veces brusca y a veces descarada, recuerda todo lo que ocurrió hasta que se los llevaron

a todos y él se quedó en el trastero, para finalmente acudir a una granja en la que pasó

toda la guerra. Es la memoria de alguien que necesita de unas raíces, porque se las han

quitado todas: es un inventario de lo que tuvo, una enumeración.

Chitón. Historia de una infancia (Turpial, 2010) es la necesidad de su autor de

recuperarse un poco, detallar aquellos recuerdos que todavía permanecen en él. Federman

nos habla de su padre, que era un artista empobrecido y con tuberculosis que se lo

gastaba todo; y nos habla de la bondad de la madre, en esa combinación familiar tan

Page 3: Los niños del Holocausto antes, durante y después

típica. Los hombres, él se consideraba como tal, meaban en el fregadero, mientras que las

chicas les daban patadas para que dejaran de hacerlo, y digo que les daban patadas porque

dormían en la cocina: mientras ellos se dirigían al fregadero, debían esquivar los cuerpos

de las durmientes. Toda aquella miseria es lo que le queda a Federman, además de la

vergüenza del amarillo, el brazalete, y aquel amigo que perdió para siempre. Le queda la

madre, la salvadora.

Quería decirme: Si no dices nada. Si te estás quieto. Callado. ¡Chitón! Sobrevivirás.

A menudo se va frenando en la narración, en el recuento, porque no puede evitar avanzar

en la historia, llegar al momento en el que todos se marcharon: Raymond intenta no

hablar del Holocausto, sino de lo anterior, pero la grieta que dejó en su vida es demasiado

grande como para no acabar siempre en el mismo punto: cuando su madre le dijo, y

fueron sus últimas palabras, chitón. Que te calles. Y Federman se calló, pero antes de eso

tenía un primo al que le compraba cómics con la condición de que no se lo contara a su

padre, y a cambio heredaba el libro. Antes del chitón, Raymond vio cómo sus tíos ricos,

los hermanos de la madre, fueron a pedirle que se marchara, junto a los niños, a la zona

privilegiada de los judíos, un lugar a salvo: y por no abandonar a su marido, se quedaron

y después se los llevaron. Al final, todo lo que recuerda desemboca en lo mismo, pero se

esfuerza y recuerda cómo el amigo con el que iba a natación —su madre consiguió dinero

para comprarle el bañador— dejó de hablarle en cuanto se puso la marca del diablo, la

estrella de David.

Pero no todo fue horrible antes del Holocausto, porque durante un año, en el éxodo,

vivieron en Argentan: caminaron por las carreteras de Normandía y vieron muertos, sus

primeros muertos, pero después valió la pena porque fue un año de tregua: se hicieron

amigos de los alemanes y vivían felices, aunque el padre se quería ir a pelear

contra Franco y quebraba la tranquilidad, una tranquilidad verdadera a pesar de que

todos creyeran que eran colaboracionistas. No importaba, porque vivían cómodamente y

estaban tranquilos: no había amigos que pudieran dejar de hablarte.

Después, nada: saltó del tren, un tren al que se subió después de chitón, callarse,

sobrevivir; saltó del tren y se quedó en la granja de unos parientes, donde pasó lo que una

vez su madre le anunció muy solemnemente, chitón, acaba de empezar, el qué: la guerra.

Durante: testimonio del Holocausto

Helga Weiss, en cambio, estaba bien orgullosa de su brazalete: presumían de quién lo

llevaba mejor cosido porque Helga es una niña inteligente y buena, con una particular

sensibilidad y una lucidez como la de Ana Frank, capaz de captar el horror del

Holocausto. Hemos dejado atrás la infancia y lo que vino antes del chitón, porque Weiss

escribe un diario no desde un escondite, sino desde el infierno: los campos de

concentración, los transportes, la separación de tus seres queridos.

as le es antisemitas an de mal en peor. ntre las amilias ud as pro o una ran

agitación la noticia de que los judíos no podían seguir ocupando cargos estatales.

Además, ningún ario (palabra antes desconocida) puede dar empleo a ningún judío o no

ario. Ahora a no ha reno, es un de reto tras otro. no a no sabe lo ue puede ha er

lo ue no. st prohibido ir a a eter as, al ine, al teatro, a las pistas de ue o, a

los par ues… Ha tantas osas ue a uno ni se a uerda. ntre otras, también lle una

norma ue me onmo i los ni os ud os no pueden ir a ole ios p bli os. uando me

enteré, tu e un dis usto. espués de estas a a iones, deb a empe ar uinto. e usta ir

al colegio y la idea de que quizá no vuelva a sentarme en un banco entre mis compañeras

Page 4: Los niños del Holocausto antes, durante y después

hace que se me salten las lágrimas. Pero eso también debo soportarlo, hay otras cosas que

me esperan y muchas serán aún peores.

Los judíos no pueden entrar en bares ni

acudir a la escuela, pero Helga va a unas clases clandestinas —a las que llaman el

círculo— y está nerviosa porque es la primera vez y porque la han separado de sus

amigas. Se inquietan cada vez que hay un transporte. Finalmente, la familia Weiss se va a

Tezerín, un gueto, la puerta de la pesadilla. Llegan a una ciudad y la construyen, van

vestidos con sus ropas y van adaptando la ciudad a lo que debe ser y todavía no es: las

condiciones son lamentables pero nada comparado con lo que les espera. Hay chinches,

piojos, enfermedades, tifus, cuarentenas, falta de alimento, de ropa, de espacio. Están en

diferentes edificios y Helga, aunque le gustaría no separarse de sus padres, va con las

chicas —es lo más recomendable. Buscan unos mínimos de normalidad, y las chicas

deben estar con las chicas, para que al menos el ambiente sea un poco más amable. En el

edificio joven se hacen recitales, bailes, obras de teatro. ¡Se vive! Tienen mucha actividad

cultural a escondidas, y en el baile conoce a un chico y se enamora. ¿Se enamora? Igual

que Ana Frank, Helga necesita sentir lo que Helga debería estar sintiendo si no fuera

judía: el amor. Poco es lo que no pueden arrebatarle, y Helga está enamorada.

Cuando la Cruz Roja va a inspeccionar, Terezín entero se viste de gala: limpian, quitan el

exceso de literas por habitación, ponen duchas nuevas, una escuela, nombres de las

calles, jardines, gente paseando —pero no gente cualquiera, los que tienen mejor aspecto,

y exhiben piezas de fruta fresca. Cuando se marchan, vuelve el tifus, la hepatitis, la

encefalitis; tienen que desinfectar porque no se puede vivir, no se puede trabajar, solo

enfermedad, enfermedad, enfermedad.

Con piojos y chinches se puede vivir; un poco de hambre es soportable. Solo hay que

evitar tomárselo todo muy en serio y llorar. Quieren destruirnos, está claro, pero no nos

dejaremos.

Page 5: Los niños del Holocausto antes, durante y después

Entonces ocurre lo inimaginable: que podría ser peor. Los hombres de Tezerín salen en

un transporte convencidos de que las mujeres y los niños se quedarán, pero tanto Helga

como su madre van en el siguiente. Llegan a Auschwitz y a Freiberg y a Mathausen, y

saben, porque son rumores, que existen las cámaras de gas —no pueden creérselo, seguro

que son habladurías, como tantas otras informaciones que les llegan. Las condiciones

empeoran —sí, era posible— y cada vez son más débiles, están más flacos. Helga se tiene

que deshacer de su diario, en el que —hasta aquí— dibuja y cuenta el Holocausto. Las

niñas en sus diarios no cuentan el Holocausto, pero sí Helga Weiss, que deja el

testimonio a su tío.

Ya no llevan su ropa, como en Tezerín, ni salen a la calle: solo ven las chimeneas, el

humo que sale de ellas, y viven atemorizados. Helga miente en su edad para que no la

separen de su madre. Al menos, eso, seguir juntas. Todo el mundo dice que está a punto

de acabar, pero no acaba y un día más, una hora más, es una pequeña eternidad, una

pequeña muerte. Vuelven al tren y las abandonan: no salen de él, no comen, no tienen

espacio para dormir siquiera, están agotadas. Y Helga, después de todo, no puede morir

así: aguantan de pie.

Hoy será la sexta noche en el tren, una semana en Triebschitz. Ya no aguanto más. Cada

noche me lo quito de la cabeza, pero hoy lo haré. Saltaré bajo el tren en marcha, me

sui idaré. No a uanto otra no he as …

Es entonces cuando llegan a Mathausen y ven cómo de duro ha sido para los demás. Las

personas que ven parecen muertos vivientes (no distinguen los vivos de los muertos

cuando se hace de noche), esqueletos —todas esas imágenes que tenemos grabadas del

Holocausto. Pero Helga ya no tiene su diario para dibujarlo, para dibujar el Holocausto,

el horror.

Después: vuelta a la vida

Finalmente: PAZ. Se acaba. Así lo escribe Helga, así lo escribe Raymond. Pero el

Holocausto, el nazismo, no acaba nunca para los niños sin infancia, perdura para siempre,

y la vuelta a la vida no acaba nunca, es una herida incurable, que no se cerrará.

Federman, sin familia, sin raíces. Helga, sin padre, sin diario. Ahora no cuentan el

Holocausto, lo recuerdan: lo reviven.

No había un rastro de bondad entre los kapos los SS. ran malos, rueles, s di os…

Nunca les olvidaré ni les perdonaré. Entiendo los deseos de venganza. Aún hoy, hay

muchas escenas de la vida cotidiana que me hacen volver la vista hacia aquellos días:

cada vez que veo un tren pienso en los penosos traslados en los vagones de ganado, la

visión fugaz de un bosque, de una cantina con alimentos: un sueño para nosotras, que nos

mor amos de hambre… reo ue mi deber, mi misión, es mantener viva esa memoria,

hablar de ello a los jóvenes para que algo así no se pueda repetir. (Helga Weiss)

Helga volvió a la ciudad y no tenía nada. Habían robado todo, expropiado las casas. Poco

a poco se fueron reconstruyendo, pero desde cero, desde la nada. Recuperó su diario,

gracias al tío, y lo terminó: contó de adulta todo lo que ocurrió en el campo de

concentración y lo hizo en presente, porque es como nosotros debemos leerlo. Raymond

Federman se reencontró con aquel amigo que dejó de hablarle, y se dio cuenta de que los

cubiertos con los que iba a cenar en su casa eran los de su familia: se levantó y se

marchó, no quería saber nada de ellos. Y poco a poco, la vuelta a la vida, una vida ya sin

miedo —extraña. Sin la vergüenza ni la degradación, pero diferentes: sobrevivir era el

premio y, aun así, no podían disfrutarlo como se merecía. PAZ, la palabra que Helga

Page 6: Los niños del Holocausto antes, durante y después

escribió en mayúsculas, estaba inacabada, porque después de comprobar hasta dónde era

capaz de llegar una sociedad como la de entonces, ¿quién puede creérsela?, ¿qué era

aquella palabra lejana que pasaba de una boca a otra, soñándola?

Chitón. Historia de una infancia y El diario de Helga Weiss (Sexto Piso, 2013) son dos

piezas que complementan el testimonio de Ana Frank, hasta ahora el más leído y

comentado. Tres niños que vivieron la bajeza del ser humano y lo hicieron desde cerca o

lejos: escondido en una granja, oculta por unos vecinos o en el campo de concentración.

Si no hubiera otras personas en el mundo, podrían haber sido lo que quisieran, los que

hubieran querido ser sin la herida judía, el amarillo, el brazalete, la marca; pero había

otras personas en el mundo que no los dejaron y que les arrebataron lo sagrado y lo

sagrado, más que la vida, ha sido siempre la infancia. y porque éramos críos nos daban siempre un poco de comida de más y hasta mi madre nos daba también la comida de su fiambrera decía siempre que no tenía hambre (Raymond Federman)