Presentación Historia Contemporánea de España 2ºBachillerato
Los judíos en la España contemporánea
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LOS JUDÍOS EN LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA: HISTORIA Y VISIONES, 1898-1998.
Curso de Verano de la Universidad de Castilla la ManchaToledo, del 7 al 10 de septiembre de 1998
La legislación de Cádiz continua la línea anterior de abolición de preceptos vejatorios
para aquellos sectores de la población tradicionalmente considerados como
mayoritariamente conversos.
Durante el reinado de Fernando VII la situación de los judíos y la cuestión judía en
general sigue a remolque los bruscos cambios políticos que se suceden en el país. Durante
el sexenio absolutista comprendido entre 1814 y 1820, se vuelve a implantar la Inquisición y
en 1816 se reedita la Real Cédula de 1802 reiterando la prohibición de entrada en España a
los judíos cualquiera que sea la causa.
Desde los sectores más conservadores y tradicionalistas de la sociedad comienza a
enviarse el mensaje, que se mantendrá durante todo el siglo, de que los liberales mantienen
extraños acuerdos con los judíos. Este será un argumento muy utilizado por los
tradicionalistas europeos y que desembocará, ni más ni menos, que en la publicación en
Rusia del Protocolo de los Sabios de Sión, la supuesta prueba documental de la
existencia de una conjura judía para hacerse con el dominio del mundo. Es preciso recordar
que España fue uno de los lugares donde más ediciones se realizaron de ese panfleto
antisemita.
La recuperación del poder por los liberales en 1820 permitió la abolición, ya
definitiva, de la Inquisición. Tras la intervención de las potencias europeas en 1823 se
clausura el trienio liberal y se inicia la década ominosa hasta 1832, en la que no se restaura
la Inquisición pero se multiplican los tribunales de fe diocesanos bajo la autoridad de cada
obispo. En 1823 tenemos noticias del primer "pogromo" de la España contemporánea: el
asalto organizado a los pueblos habitados por chuetas en el interior de Mallorca.
EL RÉGIMEN ISABELINO
Tras la muerte de Fernando VII en 1833 se inicia la regencia de su esposa, María
Cristina, la Reina gobernadora, que se apoya en los liberales moderados para salvar el trono
del acoso carlista. Cea Bermúdez realiza la reforma administrativa del país siguiendo los
viejos principios del despotismo ilustrado. El motín de los sargentos de La Granja en 1836
lleva al poder a los liberales progresistas quienes, además de iniciar la desamortización
eclesiástica, imponen la abolición de los estatutos de sangre para el acceso a la función
pública, consagrada en la Constitución de 1837. De nuevo vuelve a surgir la teoría de la
conspiración judía con los progresistas, circulando panfletos y acusaciones contra
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Mendizábal, el ministro de Hacienda que inició la desamortización, acusándole de
criptojudío.
En 1840 la familia de banqueros judíos franceses Rothschild abre una sucursal en
Madrid, contribuyendo desde entonces a financiar la economía española ante inexperiencia
y la falta de ímpetu económico de las grandes fortunas, terratenientes y aristocráticas, del
país. Otra familia de banqueros judíos franceses, los Pereire, se estableció poco después
en España, concentrando también sus inversiones en el ferrocarril. Así, ambas familias de
inversores judíos financiaron, construyeron y explotaron las principales líneas ferroviarias,
como los Caminos de Hierro del Norte de España (Madrid-Irún) y la MZA (Madrid-Zaragoza-
Alicante).
Tras la regencia del progresista Espartero (1840-1843), el poder vuelve de nuevo a
los moderados que proclaman mayor de edad a Isabel II. La nueva Constitución de 1845
reconocerá la unidad católica del país y la preeminencia del clero, se interrumpe la
desamortización de los bienes eclesiásticos y se firma con el Vaticano el Concordato de
1851, vigente hasta la II República.
La corrupción del gobierno moderado, con numerosos escándalos financieros
(marqués de Salamanca) y electorales (Sartorius) llevó de nuevo al poder a los progresistas
tras el golpe militar de O'Donnell conocido como la Vicalvarada en 1854. En los debates
constituyentes que darán lugar a la Constitución no promulgada de 1856 se vuelve a debatir
la cuestión religiosa manteniéndose una calculada distancia entre la proclamada unidad
católica y la tolerancia religiosa. Esta ambigüedad religiosa será también una de las
principales características de los gobiernos de la Unión Liberal, una entidad política que
agrupa a los más moderados de entre los progresistas y a los más avanzados de entre los
moderados, que gobernará el país entre 1856 y 1866 con O'Donnell como figura más
destacada.
En 1859 se concede de nuevo a los clérigos el derecho de propiedad -eliminado por
las reformas progresistas de las décadas anteriores- y se culmina la desamortización de los
bienes de la Iglesia. El tradicionalismo católico intentará controlar el poder influyendo en el
ámbito íntimo de la reina a través de consejeros y confesores (sor Patrocinio, el Padre
Claret, etc.) que la cercarán. Incluso el coqueteo del inestable O'Donnell con el clero
provocará que sus principales colaboradores le retiren su apoyo (Cánovas, Posada, Ríos
Rosas) al comprobar que, pese a la apariencia de régimen civil, la Iglesia mantiene enormes
privilegios.
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En 1859 se produce el primer contacto de la España contemporánea con los
descendientes de los judíos que huyeron del país en 1492. La política de prestigio exterior
de los gabinetes unionistas llevó a la intervención militar en el norte de Marruecos,
iniciándose una ofensiva desde Ceuta que permitió ocupar Tetuán. Allí había una importante
población sefardí, unas seis mil personas, casi una quinta parte de la población, cuya
existencia, curiosamente, no impresiona a los militares españoles que se alojan en la
ciudad. Tardan tiempo en comprender que el extraño español que hablan es el sefardí y
según los testimonios de los cronistas de la guerra como Pedro Antonio de Alarcón la
actitud no es de curiosidad ni de reencuentro sino de rechazo.
Como dato curioso podemos comentar el hecho de que todos los testimonios
españoles de la guerra insisten en el rechazo a los judíos notables en cuyas casas se
hospedaban; el motivo, el mal olor. Al parecer los judíos sefardíes cocinaban sus alimentos
con aceite de oliva mientras que los españoles lo hacían con manteca de cerdo. Es evidente
que la manteca de cerdo tiene un aroma mucho más potente al ser calentada que el aceite
de oliva; sin embargo, la falta de costumbre tenía a los militares españoles completamente
asqueados.
Será también en 1859 cuando los primeros judíos sefardíes vuelven a España
huyendo de la guerra desatada en el norte de África. Así, se establecen comunidades
hebreas en lugares del sur de la Península como Cádiz, Algeciras, Gibraltar y Sevilla, siendo
las dos últimas las más importantes y las únicas que perduran hasta hoy como comunidades
organizadas.
Es muy importante analizar este primer contacto, tan frío, con los judíos españoles
que contrasta vivamente con lo que décadas más tarde significará en España el
filosefardismo, un movimiento cultural de gran alcance que pretenderá restablecer el
contacto con los sefardíes y despertar la curiosidad por el pasado judío español. Sin
embargo, ese movimiento no se inicia, como podría parecer lógico, por el contacto con los
sefardíes del norte de África sino que será una actitud cultivada principalmente por los
elementos liberales y republicanos de la intelectualidad peninsular. Figuras como Castelar,
Azcárate, Giner de los Ríos o Salmerón serán los grandes difusores de la existencia de
los sefardíes y de su supuesto españolismo.
Así pues, el sedimento ideológico del revisionismo judío en España se sitúa en las
décadas centrales del siglo pasado en el entorno del mundo intelectual y académico
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madrileño. Un entorno cultural y político que tendrá su hora con la revolución de 1868 y el
final del régimen isabelino.
REVOLUCIÓN Y REPÚBLICA
Tras el pacto entre los unionistas y los nuevos progresistas encabezados por Prim,
la suerte de la monarquía isabelina pareció echada. Cada vez más cercana al integrismo
católico carlista, la reina Isabel es derrocada por un pronunciamiento militar en 1868. En ese
mismo año, el presidente de la comunidad judía hispano-portuguesa de Londres, Jaime
Lindo, escribe al general Serrano, jefe del gobierno provisional, inquiriéndole sobre las
posibilidades del culto hebreo en España. El general contesta de forma ambigua pues,
aunque reconoce como principio de su gobierno la libertad de cultos, no otorga tampoco
garantías formales para el libre ejercicio de la religión judía.
El integrismo católico juega a fondo sus cartas durante los debates constituyentes de
1869 pues consideraba intolerable que se consagrara una efectiva libertad de cultos. El
problema resulta cuando menos curioso si tenemos en cuenta que el número de creyentes
de otras religiones diferentes a la católica era mínimo en España en aquellos años y que no
había apenas posibilidades de que se incrementara en el futuro por una razón u otra. Más
bien es preciso acudir a una razón ideológica para explicar la actitud de los tradicionalistas:
la férrea identificación entre España y religión católica desde los tiempos de los Reyes
Católicos había llevado a los nacionalistas a considerar como una amenaza contra la unidad
nacional cualquier ensayo de convivencia entre españoles de diferentes cultos.
Los argumentos del campo progresista eran igualmente de tipo ideológico. Además
de que la libertad de cultos, independientemente o no de la existencia de minorías
religiosas, era uno de los principios más queridos por liberales, progresistas y demócratas
de toda Europa, en el caso español se añade la tradicional identificación entre catolicismo y
reacción. La cuestión judía se convierte entonces en punta de lanza de los ataques al
integrismo católico pues permitía poner en evidencia claramente su fanatismo e intolerancia.
Los debates constituyentes que sucedieron a la caída del régimen isabelino
supusieron la más viva expresión del enfrentamiento entre estas dos visiones de la cuestión
judía. Famosos se hicieron los duelos dialécticos entre Emilio Castelar y el diputado
tradicionalista Manterola. Castelar, destacado republicano, fue el gran defensor de la causa
judía desde el punto de vista político, llegando a afirmar en Recuerdos de Italia que la
historia de España constituía una "monstruosa excepción por nuestra intolerancia".
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Entre 1876 y 1877 se produce una auténtica condensación de publicaciones y
debates sobre el problema judío. Intelectuales y políticos polemizan sobre la cuestión en la
prensa y en las Cortes y el entorno cultural de la Institución Libre de Enseñanza, un centro
privado surgido para evadir el férreo control eclesiástico de la enseñanza pública, se erige
en portavoz del naciente filosefardismo a través principalmente de su Boletín.
Durante estos años se establecen en España muchos financieros y comerciantes
judíos procedentes de Francia y de los países centroeuropeos. A la ya antigua presencia de
los banqueros Rothschild y Pereire, se suman el banquero Ramondo, los comerciantes
Bauer y Hauser, el financiero Loevy (tío del escritor Kafka y que más tarde se establecería
en Lisboa participando activamente en la financiación de los ferrocarriles portugueses) o
Nelken, relojero de palacio y abuelo de la diputada socialista Margarita Nelken.
LA RESTAURACIÓN
Una tercera vía entre tradicionalistas e institucionalistas a la hora de abordar la
cuestión sefardí la constituirá el pensamiento de Cánovas del Castillo y el mundo
académico cercano al régimen de la Restauración borbónica, deseoso de superar los
agudos conflictos entre progresismo y tradicionalismo que habían marcado las décadas
anteriores. Continuador de la obra histórica del jesuita Padre Mariana, Cánovas había
escrito en 1854 La decadencia española donde señalaba que la expulsión de 1492 había
que estudiarla atendiendo a las circunstancias históricas del momento. Un naciente
revisionismo que abarcaría también al papel de la Inquisición, como argumentaría Ortilara
en su obra La Inquisición o haría evidente de forma muy gráfica el historiador Menéndez
Pelayo al brindar "por la Inquisición" en un banquete conmemorativo del centenario de
Calderón de la Barca.
A finales del siglo XIX se produce una nueva oleada de antisemitismo en toda
Europa al calor de una aguda crisis económica. Este violento resurgir del odio al judío
resultó especialmente grave en el este de Europa, amparado allí por la consolidación del
nacionalismo balcánico. En España, las noticias de persecuciones y progromos motivaron el
surgimiento de un debate que más allá de las connotaciones ideológicas o históricas
permitió situar a la cuestión judía dentro de sus límites espaciales y temporales. Los
liberales del régimen, adalides de una tibia defensa de la libertad religiosa, propusieron en
las Cortes y en la prensa que España acogiera a los judíos del este de Europa perseguidos
que en su mayoría eran de origen sefardí. Los argumentos utilizados fueron la mejora de la
imagen del país entre los judíos de todo el continente, idea defendida por el entonces
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Presidente del Consejo, Sagasta, y la posibilidad de mejorar las relaciones comerciales con
esa región de Europa cuyo comercio estaba en manos principalmente de judíos, según
afirmaba Segismundo Moret.
El debate, principalmente periodístico, sobre el retorno de los judíos se agudizó entre
los años 1881 y 1885 ante la llegada de algunas familias hebreas procedentes de Rusia que
llegaron a la Península a través de Constantinopla gracias a la ayuda prestada por las
autoridades consulares españolas en la capital otomana. En la prensa progresista de la
época, como El Liberal, El Imparcial o El País, se recogió la propuesta, tan cercana al
regeneracionismo de Joaquín Costa y sus seguidores institucionalistas, de que la presencia
masiva de judíos, hábiles e industriosos según la percepción hispana, permitiría la
recuperación económica del país y el repoblamiento de las amplias regiones de la Península
que estaban prácticamente desiertas. La romántica idea del establecimiento en España de
colonos judíos perseguidos en otras regiones de Europa no pasó entonces de ser una
simple especulación arbitrista pues los únicos judíos que llegaron a la Península fueron ricas
familias de banqueros e industriales que se establecieron principalmente en Barcelona.
Dentro de la tradición historicista que el pensamiento de Cánovas había impuesto a
la hora de tratar la cuestión judía, tuvo gran repercusión en los ambientes académicos y
políticos de la Restauración la publicación en 1893 del estudio de Henry Leon Juifs de
Bayonne. Consultando las fuentes y manejando los testimonios de la importante comunidad
judía de la ciudad vasco-francesa de Bayona, Leon consiguió reconstruir su huida
cuatrocientos años atrás de la ciudad guipuzcoana de Vergara y su evolución posterior,
constituyendo el primer testimonio riguroso sobre la historia de los judíos expulsados.
También es perceptible en la prensa integrista del momento el rechazo que estas
ideas provocaban en la España más tradicionalista. Periódicos como El Siglo Futuro o La
Cruz alertan insistentemente sobre el peligro de "disolución nacional" que el acercamiento al
judaísmo suponía dentro de su persistente línea de "patriotismo arqueológico", como
afirmaba Clarín.
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El estallido del caso Dreyfus1, el primer gran acontecimiento periodístico a escala
europea, permitió que tanto el antisemitismo como el filojudaísmo se situaran en una nueva
dimensión: la cultura urbana y de masas. Cuatrocientos periodistas acreditados en el primer
juicio y hasta dos crónicas diarias en la prensa española, permitieron que la pasión que
desgajó a Francia durante esos años se siguiera con intensidad en España. Emilio Castelar
y el periodista Mariano de Cavia fueron los más destacados dreyfusistas españoles.
Nacido en 1852, el senador Pulido fue el iniciador de una nueva fase, ya
propiamente filosefardí, de la historia de la cuestión judía en España. Estudiante de
1 En la última semana de septiembre de 1894 una mujer que hacía la limpieza en la Embajada alemana en París y que trabajaba para los servicios secretos franceses, encontró una carta donde se hablaba de los frenos hidráulicos del cañón 120, última maravilla del Ejército francés. Informado el Gobierno, se indagó en los distintos departamentos del Estado Mayor y dos militares, el coronel Fabre, y su ayudante, el teniente coronel D' Aboville, lectores diarios del reaccionario La Libre Parole, creyeron reconocer en la carta la letra del único oficial judío del Estado Mayor, el capitán Dreyfus; con la única prueba de una comparación caligráfica, Dreyfus fue arrestado y el 1 de noviembre una filtración interesada hizo estallar el escándalo. La oleada de odio contra los judíos desató rumores dispares: desde que el emperador de Alemania estaba a punto de declarar una nueva guerra a Francia hasta que "los judíos" habían envenenado el agua potable de París. No odiar a Dreyfus podía confundirse con no amar a Francia; los miramientos con un posible traidor podían confundirse con la traición. El 22 de noviembre, un Consejo de Guerra condenó a Dreyfus a ser degradado y deportado de por vida a una isla siniestra cerca de las costas de la Guayana.
En marzo de 1896 se descubrió al auténtico responsable de la filtración, un oficial llamado Esterhazy, pero no sólo no se difundió la investigación sino que nuevas revelaciones en la prensa nacionalista insistieron en la culpabilidad de Dreyfus. El general Picquart, descubridor del error, fue relevado y enviado a Túnez pero, días antes de partir, confesó su secreto a un amigo abogado quien consiguió informar a un viejo republicano, el vicepresidente del Senado Scheurer-Kestner. Éste informó al presidente Faure, al presidente del Consejo Méline y al ministro Billot. Todos lo recibieron fríamente; ni siquiera el liberal Clemenceau se emocionó demasiado con la cuestión, pero el secreto de Picquart terminó por llegar a la calle y al Parlamento. El primer intento revisionista terminó en fracaso: Picquart arrestado por falso testimonio, Esterhazy desaparecido y Sheurer-Kestner sin su puesto en el Senado. El conservador Le Figaro pudo afirmar en un editorial "no hay nada más parecido a la verdad que la razón de Estado".
El 13 de enero de 1898, el diario L' Aurore, propiedad de Clemenceau, publicó bajo el título "J' accuse...!" una carta abierta al presidente de la República firmada por el escritor Émile Zola acusando a ministros y oficiales de encubrir la verdad sobre el caso Dreyfus. Transformado en panfleto, el artículo empezó a circular de mano en mano y, pegadas en los muros, sus denuncias podían leerse en la calle. Zola fue llevado a los tribunales y su exilio voluntario en Gran Bretaña permitió reabrir las viejas heridas del caso. Francia volvió a dividirse en un campo de batalla en el que los intelectuales y la prensa constituían las respectivas vanguardias de dos fuerzas que ya no titubeaban en autoproclamarse "dreyfusistas" y "antidreyfusistas". Los primeros, agrupados en la Ligue pour les Droits du Homme et du Citoyen, un bastión de espíritu republicano y liberal cuya acción perdura aún en la actualidad. En el otro bando, los nacionalistas, levantando las banderas de la religión, la moral y la patria, respondieron con la creación de la Ligue Patriotique Française, institución cuyo significativo destino sería reaparecer durante la II Guerra Mundial bajo la ocupación nazi. Pese a su resultado, el juicio de Zola salpicó a las más altas magistraturas y a sectores destacados del Ejército, del Gobierno y también de una Iglesia católica marcadamente "antidreyfusista" hasta ese momento, que comenzó a plantarse la necesidad de modificar sus posiciones.
En agosto de ese mismo año se descubrieron nuevas irregularidades en la investigación inicial que condenó a Dreyfus. A comienzos de septiembre, la agencia Havas lanzó a través de su boletín informativo datos y argumentos definitivos sobre el asunto que llevaban a una única conclusión: Dreyfus era inocente. El Partido Socialista, aunque miraba con simpatía la causa, no se
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medicina en Madrid entre 1860 y 1864, se vincula pronto al ambiente regeneracionista de la
universidad madrileña anterior al estallido de la "cuestión universitaria" y la expulsión de
destacados catedráticos liberales que más tarde se reagruparán alrededor de la Institución
Libre de Enseñanza. Después, en el año 1900, durante un viaje por la región danubiana
descubre a los sefardíes establecidos en ciudades como Budapest, Belgrado y Constanza e
inicia desde entonces su particular cruzada en favor de los "hijos irredentos de España" en
la que llegó a implicar a las más altas instituciones del Estado, incluyendo al rey Alfonso XIII.
Desde la perspectiva de Pulido, la cuestión sefardita se enmarcaba dentro de la
"restauración de la grandeza de España" tras el desastre de 1898 a través del imperialismo
cultural derivado de la consideración del país como una "potencia espiritual", muy en la línea
del pensamiento de la generación del 98. Así, España tenía una "enorme herencia espiritual"
y "una lengua universal", lo que la convertía en una cultura de primera fila extendida por
todo el mundo como lo probaban tanto el renacido panhispanismo como la recuperación de
los lazos con los sefardíes expulsados.
La Corona había expresado desde el primer momento su voluntad de apoyar el
proceso de acercamiento a las comunidades sefardíes repartidas por toda Europa. Durante
un viaje oficial al Reino Unido, el rey Alfonso XIII recibió a los notables sefardíes de Londres
y en 1910 se fundó, bajo la presidencia del monarca, la Unión Hispano-Hebrea, con el
objeto de potenciar la presencia cultural española en el Mediterráneo oriental a imitación de
una institución similar creada en Francia, la Alliance Israelite Universelle, que funcionaba
desde hacía varias décadas y que había extendido la lengua y la cultura francesas entre las
clases medias y altas sefardíes de los Balcanes y el Mediterráneo oriental.
Pese a la progresiva extensión de la actitud filosemita, el antisemitismo pervive en
los ambientes más nacionalistas y conservadores como demuestran las crónicas sobre la
caída de la monarquía guillermina y la revolución espartaquista que envía desde Berlín para
ABC en 1919 el periodista Manuel Bueno. Una encuesta realizada por el Ministerio de
había querido pronunciar "ante los problemas de la burguesía" pero pronto comprendió que estaba en juego la suerte misma de la República y se decidió a "complementar la acción de Émile Zola con la acción revolucionaria del proletariado". Las mociones de revisión y de censura se sucedieron en el Parlamento y por fin se decidió la reapertura del caso que, en una vorágine alucinante, saltó del Consejo de Ministros a la Sala de lo Criminal y al Tribunal Supremo. Por fin, un nuevo Consejo de Guerra ordenó la vuelta a Francia del reo y el 1 de septiembre de 1899 el Gobierno ofreció el indulto "como medida de gracia". Militar al fin, Dreyfus aceptó pues, como escribió a su esposa, "antes que nada, salvar la unidad de Francia y de sus Fuerzas Armadas".
El 12 de julio de 1906 el Tribunal Supremo rectificó "algunos errores y equívocos" del primer Consejo de Guerra. El 21 de julio de ese año, en el mismo patio de la Ecole de Guerre en el que había sido degradado, Dreyfus fue reincorporado al Ejército. En la misma ceremonia, el Gobierno le concedió la Legion d´ Honneur.
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Asuntos Exteriores entre los representantes diplomáticos destacados en los Balcanes sobre
las posibilidades de potenciar las relaciones entre España y las comunidades sefarditas
arrojó resultados más bien desesperanzadores. Sólo contestaron el embajador en Turquía y
el cónsul en Bucarest cuya respuesta no dejó de ser significativa: "dentro de cada israelita
existe un ser ávido de lucrarse".
Pese a los prejuicios de los diplomáticos en la zona, el senador Pulido logró
convencer al general Primo de Rivera de las ventajas de conceder la nacionalidad española
a los sefardíes balcánicos, antiguos "protegidos" de las autoridades consulares españolas,
desamparados entonces por el progresivo establecimiento de los nuevos estados
balcánicos. El 23 de diciembre de 1924 se publica el decreto que otorga a los "protegidos" el
pasaporte español al tiempo que les impide con múltiples trabas burocráticas establecerse
en España, una actitud mucho menos generosa que la del gobierno francés, que ofreció
directamente la nacionalidad a todos sus protegidos en la zona.
La motivación principal del decreto de 1924 era económica. El comercio en la amplia
zona levantina que abarcaba desde las costas europeas del Mar Negro hasta Alejandría, en
la costa mediterránea de Egipto, pasando por los Dardanelos y el Bósforo, las islas Jónicas,
la costa occidental de Anatolia, Chipre, las costas sirias, el Líbano y Palestina, estaba en
manos de italianos, británicos, griegos, alemanes y franceses. Todos ellos contaban con
representaciones diplomáticas en la zona, amén de hospitales, asilos e instituciones
culturales, educativas y religiosas. La mayor parte de los judíos pudientes se acogían a la
protección de alguna estas potencias mediante un sistema de capitulaciones obtenido del
Imperio turco que se remontaba al siglo XVI. El sistema permitía a los representantes
consulares de las potencias considerar bajo su jurisdicción y protección a los notables judíos
y cristianos, lo que les ponía a salvo, a ellos y a sus negocios, de las periódicas revueltas
populares antisemitas y de los conflictos armados. Cuando España intentó integrarse en
este sistema abriendo consulados en la zona y otorgando su protección a los judíos
sefardíes notables de los Balcanes, los estados de la zona (Rumanía, Serbia, Montenegro,
Bulgaria, Albania y Grecia) llevaban ya tiempo negándose a reconocer el régimen de
capitulaciones heredado de los turcos y se resistían a permitir la extraterritorialidad de los
notables judíos y católicos, por lo que no dejaron de surgir conflictos.
En 1920 eran cuatro mil los notables sefardíes de los Balcanes acogidos a la
protección de los consulados españoles frente a una estimación global de 300.000 personas
de origen sefardí. Otras fuentes hablan de unos dos mil protegidos consulares entre unos
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70.000 sefardíes. Según la documentación del ministerio de Estado, pese a las reticencias
del gobierno griego, existían en 1919 doscientas cincuenta familias bajo la protección del
consulado español en la ciudad de Salónica, compuestas por empleados locales del
consulado y familias tanto judías como católicas que residían en la propia ciudad o en las
islas del mar Jónico.
La difusión del decreto de 1924 fue muy escasa entre las comunidades sefardíes y
los propios agentes diplomáticos españoles en la región contribuyeron con sus retrasos e
ineficacia a que fueran muy pocos los sefardíes que presentaron su solicitud dentro del
plazo que finalizaba el 30 de diciembre de 1930. El reglamento que desarrollaba el decreto
no fue publicado hasta 1927 por lo que hasta entonces no se registró ni un solo expediente
de solicitud. Además, el reglamento endurecía aún más las condiciones y negaba
taxativamente que a la concesión del pasaporte siguiera automáticamente la de la
nacionalidad española y mucho menos la del permiso de residencia en España.
En 1929, un joven Ernesto Giménez Caballero participa en una misión oficial
española a la cuenca danubiana para documentar la presencia sefardí, o más bien, la huella
hispana a través de los sefardíes en aquella región. De aquella misión queda como
testimonio un interesantísimo reportaje filmado que muestra algunas instituciones sefardíes -
cementerios, escuelas... - al tiempo que diversos "tipos sefardíes", desde ancianos de los
barrios más pobres de Belgrado hasta ricos banqueros de Bucarest y Sofía. Ya avanzados
los años treinta, Giménez Caballero se convertirá en un destacado falangista y textos
antisemitas suyos serán utilizados como prólogo para el libro de Pío Baroja Comunistas,
judíos y demás ralea, publicado en 1938 por Ediciones Reconquista en Valladolid.
Así pues, el filosefardismo español ha de ser considerado dentro más bien del intento
de restauración de la importancia cultural del país tras el desastre colonial y no como un
acercamiento real ni a la cultura ni a la religión hebreas. De hecho, sus intentos por
incrementar los lazos con aquellas comunidades chocaron más bien con la indiferencia de
los sefardíes que no entendían a qué debían reconciliarse con España, una "madre patria" a
la que tampoco añoraban después de cuatro siglos de separación. Si a esto se añade que
las ventajas reales -protección consular, posibilidad de establecerse en la Península o
fomento de las relaciones comerciales- eran más bien escasas, es preciso concluir que el
filosefardismo resultó más bien pobre en resultados y que quizás no pasó de ser una "moda
cultural" en los círculos intelectuales y políticos de Madrid.
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Revelador del carácter nacionalista y conservador del filosefardismo español es su
rechazo de la nueva corriente cultural y política que comenzaba a crecer dentro de las
comunidades hebreas de toda Europa: el sionismo. Desde el punto de vista español, el
progreso del sionismo, muy cercano al socialismo y en general a las corrientes más
avanzadas del pensamiento político y cultural de la Europa de entreguerras, era una prueba
más de los vínculos hispánicos de los sefardíes. En efecto, el sionismo se extendía entre los
judíos askenazis rusos, polacos, checos, húngaros y alemanes mientras que los sefardíes
balcánicos permanecían aún vinculados a sus ritos y creencias pre-modernas. Este carácter
conservador de los sefardíes es resaltado por los filosefarditas españoles y así el antes
citado Giménez Caballero se permitirá despreciar a los askenazis, auténticos creadores de
la imagen negativa de los judíos, frente a los sefardíes, "españoles de fe judía", a los que
era preciso ayudar, fomentando sus vínculos con la hispanidad, para evitar su asimilación al
sionismo askenazi.
Agustín de Foxá, coautor junto al poeta Sánchez Mazas de la letra del himno
falangista "Cara al sol", participó también en los viajes balcánicos organizados por la Junta
de Relaciones Culturales del ministerio de Estado para fomentar los vínculos con las
comunidades sefarditas. En uno de sus informes, además de criticar la actuación de los
diplomáticos españoles en la aplicación del decreto de 1924, abogaba por la creación de
escuelas y centros culturales españoles en la zona así como por la naturalización de los
protegidos consulares sefardíes como parte de una política global de expansión cultural en
la Europa oriental.
En 1930, un informe de un diplomático español, agregado en la embajada en Berlín,
analizaba las posibilidades económicas que se abrían si se continuaban incrementando los
lazos culturales con las comunidades sefardíes del este de Europa. Con indudable realismo,
el informe achacaba al poco interés por España de los sefardíes los tristes resultados que se
habían obtenido tras varias décadas de filosefardismo. Pese a la evidencia del escaso
hispanismo de los sefardíes, el informe insistía en que el comercio balcánico estaba en
manos de judíos sefardíes y que por lo tanto era preciso insistir en el fomento de los
contactos culturales y económicos.
Las vinculaciones entre filosefardismo y nacionalismo español se acentúan cuando
éste comienza, a lo largo de los años treinta, a girar hacia la ultraderecha siguiendo los
ejemplos alemán e italiano. Así, el filosefardismo español consigue convivir con el
antisemitismo propio del fascismo europeo al considerar que los sefardíes no son en
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realidad auténticos judíos sino "españoles irredentos", "purificados" por la influencia
hispánica que consigue "atenuar su carácter judío"; todo ello dentro del habitual discurso
sobre la superioridad de unas "razas" y culturas sobre otras que tanto sedujo a los
nacionalismos europeos de entreguerras.
Tanto Agustín de Foxá como Ernesto Giménez Caballero representaron con acierto
esta especial mezcla de antisemitismo y filosefardismo que les permitía incluso una nueva
lectura de la expulsión de 1492. En un ensayo de Giménez Caballero que representa un
encuentro imaginario con los Reyes Católicos, los sefardíes aparecen, gracias a su
dispersión por todo el mundo tras la expulsión, como una "provincia espiritual de más de un
millón de almas" cuyo "amor eterno por España" demuestra el carácter superior de la cultura
española y en cierta manera les "redime" de su condición de judíos.
En definitiva, los resultados reales del acercamiento entre los sefardíes y España
fueron más bien escasos. El filosefardismo ha de ser considerado entonces un
acontecimiento puramente español sino ninguna transcendencia entre los sefardíes
orientales, cuyas elites siempre se sintieron mucho más cercanas al cosmopolitismo de la
cultura y la lengua francesas que al panhispanismo defendido por el nacionalismo español.
LA SEGUNDA REPÚBLICA
La proclamación de la República en abril de 1931 permitió abrigar esperanzas de que
la cuestión sefardí iba a ser tratada de un modo más efectivo y amplio. Ya el gobierno
provisional manifestó, primero por su presidente, Niceto Alcalá-Zamora y después por uno
de sus ministros, el institucionalista Fernando de los Ríos, la simpatía que le merecían los
judíos expulsados por una España intolerante y fanática que se pretendía superar gracias a
un régimen que se proclamaba laico y no confesional. Además, la posición oficial de la
República en la Sociedad de Naciones siempre fue favorable a la creación del "hogar
nacional judío"2 en Palestina como tuvo ocasión de manifestar el radical Alejandro Lerroux,
ministro de Estado en el gobierno provisional.
En los debates constituyentes se llegó incluso a tratar la cuestión sefardí y algunos
diputados propusieron que las Cortes proclamaran solemnemente la derogación del edicto 2 El término hogar nacional (national home) para los judíos en Palestina fue empleado por primera vez en la llamada Declaración Balfour de 1917. En ella, el gobierno británico, interesado en obtener el apoyo norteamericano y judío en la I Guerra Mundial, se comprometía a favorecer su creación como parte de su estrategia de control en Oriente Próximo. Tras la derrota turca en la guerra, la Declaración fue incluida en el artículo 96 del tratado de Sèvres y en la conferencia de San Remo de 1920 que supuso la desmembración del Imperio otomano, Gran Bretaña obtuvo un mandato de la Sociedad de Naciones sobre Palestina, Transjordania e Irak.
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de 1492 y reconocieran la nacionalidad española de cuantos sefardíes quisieran solicitarla;
finalmente no se tomó ninguna resolución pues se consideraba que la expulsión ya había
sido anulada por las Cortes de Cádiz y que la concesión masiva de la nacionalidad a los
sefardíes crearía demasiados problemas en un momento social delicado. Pese a la
insistencia del presidente de la Comisión Constitucional de las Cortes, el prestigioso
penalista Jiménez de Asúa, ni siquiera se ayudó a los 30.000 sefardíes que habían sido
autorizados a emigrar a Francia en los últimos años y a los que el gobierno francés
consideraba apátridas y les prohibía salir del país.
Pese a su oposición a una naturalización global de los sefardíes, el gobierno de la
República comienza a tomar conciencia de los problemas del decreto de 1924 y de su
escasa aplicación. El antisemitismo rampante del nacional-socialismo alemán, que se había
convertido en la primera fuerza política del país en 1932, sensibilizó en cierta manera al
gobierno republicano-socialista de Azaña y en agosto de 1933 se preparó un proyecto
legislativo que, aunque muy restrictivo, permitía acogerse de nuevo al decreto de 1924 a
quienes no lo había hecho en su momento. Desgraciadamente, el gobierno Azaña cayó
poco después y un nuevo gabinete radical-cedista paralizó en marzo de 1934 la tímida
apertura iniciada meses antes.
A lo largo de esos años y ante el auge del antisemitismo en toda Europa, muchos
judíos preguntaron en las embajadas y consulados españoles sobre las posibilidades de
emigrar a España al amparo de la legislación pro-sefardí. La respuesta que se les ofreció
fue siempre la misma: en ningún caso se considerarían solicitudes colectivas y caso a caso
se estudiarían las peticiones. Ni tan siquiera cuando en 1933 Hitler fue nombrado canciller
se permitió la llegada de refugiados, rechazándose la cuota de refugiados que la Sociedad
de Naciones había asignado a España aunque en 1934 se admitieron por este sistema a
unos 1.000 refugiados.
En abril de 1933 se instruyó confidencialmente a las embajadas y consulados
españoles para que se restableciera la exigencia de visado a todos los alemanes que
pretendieran viajar a España, prohibiendo expresamente la emigración de familias o grupos
de personas. La medida estaba claramente encaminada a evitar la llegada masiva de
refugiados judíos pues desde ese mismo año los judíos alemanes tenían un sello especial
en sus pasaportes que les permitía identificarlos como tales.
En 1935 corrió por toda Europa el rumor de que finalmente España había decidido
permitir la emigración de judíos. Miles de refugiados se dirigieron a las embajadas y
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consulados españoles solicitando el visado aunque la respuesta fue siempre la misma:
España sólo concedía pasaportes a los protegidos de origen sefardí y las solicitudes se
debían realizar siempre de forma individual.
Pese a esta política restrictiva, un diplomático español, Salvador de Madariaga, fue
nombrado Relator de minorías, encargado por la Sociedad de Naciones para el problema
de los judíos apátridas que se encontraban teóricamente bajo la protección de la
organización internacional3 y que viajaban aterrados de un lugar a otro por toda
Centroeuropa.
LA GUERRA CIVIL
El integrismo católico mantuvo siempre el antisemitismo como una de sus principales
señas de identidad. A través de la prensa reaccionaria y de la decisiva presencia de la
Iglesia católica en la educación mantuvo vivo en la sociedad española el rescoldo intolerante
religioso que estallará con la radicalización de los años treinta y la guerra civil. Incluso un
partido vinculado a la República como fue el Partido Nacionalista Vasco sacó a relucir sus
profundas convicciones católicas y antisemitas en el famoso Informe Onaendía, un
documento preparado por la dirección del partido, el EBB, para el Vaticano donde justificaba
la presencia nacionalista en el bando contrario al de la "cruzada" franquista. Los burukides
coinciden con el Papa al considerar al Frente Popular como el "enemigo de la religión
católica" pero argumentan contra el movimiento dirigido por el general Franco al suponerle la
financiación judía a través de los banqueros del Marruecos español como Sadama, que
adelantaron importantes sumas de dinero a la naciente rebelión.
En el lado rebelde, la propaganda antisemita fue intensa y claramente influenciada
por los servicios de propaganda alemanes. A la publicación de La bestia y el ángel de José
María Pemán se sucedieron otras informaciones como la feroz crítica a la presencia judía
en las Brigadas Internacionales o el excepcional número que publicó el periódico Arriba,
órgano oficial de Falange, el 2 de febrero de 1937 dedicado monográficamente a la crueldad
de los judíos, con textos traducidos de la prensa alemana. Otras obras publicadas entonces
tuvieron como autores a Carlos Pujol, Ernesto Giménez Caballero o, de nuevo, a José
María Pemán.
3 El denominado pasaporte Nelsen fue creado por la Sociedad de Naciones en los años veinte para otorgar documentación a quienes tras los cambios fronterizos y la creación de los nuevos estados (Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y las nuevas repúblicas de Austria y Hungría) se habían visto privados de la nacionalidad rusa, austro-húngara o alemana y a los que sus nuevos países no reconocían como ciudadanos propios al formar parte de minorías étnicas, culturales o religiosas.
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El antisemitismo contagia también a los diplomáticos españoles en el exterior que se
habían sumado a la rebelión. Una circular emitida desde Burgos ordena restringir por
completo la concesión de visados a los judíos nacionalizados por el decreto de 1924 al
considerarlos "contrarios a la causa nacional". La restricción es tan severa que crea
problemas legales a los agentes diplomáticos pues los solicitantes son españoles al fin y al
cabo y finalmente se vuelve a autorizar la concesión de visados.
En 1938 se publica la primera edición española de la obra de Hitler Mein Kampf,
aunque no se publica una traducción directa del original alemán sino una edición revisada y
reducida casi a la mitad. Esa ha sido la edición que desde entonces se ha editado en
español, siendo éste el único gran idioma al que no ha sido traducida completa.
EL FRANQUISMO
Un caballero español, Jaime de Andrade, acompaña a una dama durante una visita
por el antiguo Toledo. Allí, le cuenta la antigua leyenda de los judíos de Toledo que, en los
tiempos de la Pasión de Cristo, protestaron ante sus correligionarios de Jerusalén por la
injusta condena que habían impuesto al Mesías. Una romántica leyenda que aparece
narrada en el guión, escrito por el general Franco, de la película Raza, dirigida por José Luis
Sanz de Heredia en 1941. Una prueba más del carácter conservador del filosefardismo de
las décadas anteriores y del hecho de que había calado profundamente en muchos militares
africanistas como el general rebelde.
En 1940, iniciada la II Guerra Mundial, la ausencia de controles efectivos en la
frontera francesa de Hendaya permite al cónsul portugués en Burdeos, Sousa Mendes, sin
conocimiento de su gobierno, expedir miles de visados de tránsito por España camino de
Portugal a refugiados judíos que huyen del avance alemán sobre Francia. La aduana
española no permitía pasar a quienes ostentaran un visado colectivo, problema que el
cónsul portugués resolverá aumentando el número de visados individuales. Esta situación
se produce durante unos meses, hasta que tras el viaje en septiembre de 1940 a Alemania
del ministro español de Exteriores, Serrano Suñer, se acentúan los controles fronterizos y
se comienza a rechazar sistemáticamente a los jóvenes en edad militar aunque lleven
visado. Alertado el gobierno portugués, el cónsul Sousa es destituido y expulsado de la
carrera diplomática.
A medida que los alemanes ocupaban Europa, los controles fronterizos en España
se fueron haciendo más rigurosos. Todos los visados expedidos por agentes diplomáticos
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españoles requerían de una previa consulta al Ministerio en Madrid y se exigía que los
admitidos en la frontera dispusieran de un billete para salir del país. Los refugiados traídos a
España por el Comité Internacional de la Cruz Roja y otras organizaciones humanitarias sólo
eran autorizados en pequeños cupos y hasta que un grupo no era sacado de nuevo del país
rumbo a Portugal, Gran Bretaña o América, no se admitía un nuevo grupo. Las autoridades
españolas eran muy estrictas en su interés en no recoger, alojar o mantener a ningún
refugiado y en 1941 se prohibió a los barcos españoles recoger refugiados
Pese a las restricciones en la frontera, el gobierno español sí parecía interesado en
proteger los intereses económicos de muchos sefardíes protegidos que se habían refugiado
en Francia. Diplomáticos españoles en París informaron al Ministerio del interés de algunos
ricos sefardíes de poner sus bienes bajo la protección del consulado español para así evitar
incluirlos en los registros a los que obligaban las autoridades alemanas de ocupación como
paso previo a la confiscación. El gobierno español autorizó la operación que consistió en
convencer a las autoridades alemanas de la necesidad de crear un registro paralelo donde
se inscribirían los bienes de los sefardíes protegidos. La solución finalmente no sirvió para
salvar los bienes de los judíos aunque sí permitió lucrarse a algunos diplomáticos que sólo
entregaron a los alemanes parte de los bienes colocados bajo su custodia. La estratagema
suscitó el interés de algunos otros países neutrales como muestra la consulta que la
embajada suiza en Madrid hizo al ministerio de Exteriores para averiguar la forma en que se
habían organizado estos registros diplomáticos.
En 1942 se aprueba en Alemania la "solución final" para los judíos: su exterminio
sistemático. Al mismo tiempo, las tropas alemanas ocupan las zonas de Francia bajo la
autoridad del régimen fascista de Vichy con lo que aumenta el número de refugiados que
intentan atravesar la frontera española. Desbordado, el gobierno español autorizó en 1943 a
las organizaciones humanitarias judías norteamericanas a establecerse en el país y
organizar el tránsito de refugiados siempre y cuando ninguno de ellos permaneciera en
España más del tiempo necesario. En ese mismo año, el gobierno español rechazó la
sugerencia alemana de acoger a los cinco mil protegidos consulares, como habían hecho
Suiza y la propia Italia, que deambulaban por distintas partes de los Balcanes a pesar de
que, según un informe del cónsul español en Viena, estaba claro cuál iba a ser su destino si
no eran aceptados en España.
Ya en 1944 los agentes diplomáticos españoles comenzaron a reaccionar de una
manera más organizada ante las deportaciones masivas de judíos con destino a las
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cámaras de gas que se realizaron en toda la Europa oriental. En esta nueva actitud tuvo
también gran responsabilidad la nueva posición, más resuelta, de la Iglesia católica que
durante los primeros años de la guerra nada había hecho por evitar la persecución contra
los judíos en la Europa occidental e incluso consideró "poco prudente" la carta colectiva que
los obispos católicos holandeses publicaron protestando contra el internamiento de los
judíos. El momento álgido de esta nueva actitud se produjo cuando Alemania ocupó
Hungría, un teórico país aliado en manos del régimen fascista del regente Horty, y
comenzaron las deportaciones de judíos. Coordinados con sacerdotes católicos locales,
diplomáticos españoles como Benjamín Palencia o Sanz Briz, otorgaron visados para salir
del país y alquilaron edificios enteros en Budapest que colocaron bajo protección
diplomática y donde alojaron a miles de judíos, evitando durante algunos meses su
deportación.
Vencedor en la guerra civil, el régimen franquista asume el antisemitismo tradicional
del integrismo católico convirtiéndolo en una ideología amparada por el Estado. Los textos
escolares de la época resaltan con insistencia el crimen ritual cometido por "los judíos contra
Jesús" e incluso aparecen listas de judíos "deportables" elaboradas por elementos
incontrolados de la Falange en lugares como Mallorca.
En 1943, el nuncio del Vaticano en España, monseñor Cicconiani, se permite
informar al Ministerio de Exteriores que, abolida la Constitución de la República que se
consideraba a su vez heredera de la Constitución de Cádiz, el decreto de expulsión de 1492,
"cobra virtualidad". La Dirección General de Seguridad abre por esas mismas fechas un
"archivo judaico" donde se registran personas de "peligrosidad propia de la raza a la que
pertenecen". El propio papa Pío XII confesaba en una carta a Cicconiani, "estoy enterado de
lo que se prepara para España: una nazificación".
Tras el desembarco de Normandía y el nombramiento de Jordana como ministro de
Exteriores, la actitud del régimen pasa de la abierta simpatía hacia las potencias del Eje,
expresada en el concepto de "no-beligerancia", inspirado en la posición italiana en los
primeros meses de la guerra, hacia una posición más prudente y colaboradora con los
aliados, amparada en la neutralidad proclamada en octubre de 1943. La nueva actitud no
impidió sin embargo acoger en 1945 a unos 20.000 alemanes que transitaron o se
establecieron en España con sus bienes y propiedades al igual que burlar los controles que
los aliados impusieron sobre las importantes inversiones alemanas en sectores como el
asegurador.
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En el Fuero de los Españoles de 1945, una norma creada para otorgar cobertura
legal al régimen, se señala la confesión católica del Estado y se prohiben las ceremonias y
manifestaciones externas de cualquier otro culto que no fuera el católico.
Pese a la retórica religiosa antisemita, el gobierno franquista comienza a ofrecer una
visión ambigua de la cuestión judía. A las simpatías abiertamente franquistas de la mayor
parte de los judíos españoles, aquellos que vivían en la zona del Protectorado de Marruecos
y que constituían un elemento clave para mantener el control español del territorio, se suma
la aparición en escena de la temida y mitificada influencia que el grupo de presión judío
podía ejercer en la política exterior de los Estados Unidos, de la que dependía en buena
medida la supervivencia del franquismo. Así, discretamente, se atemperan las medidas
antisemitas al menos mientras duran las visitas de congresistas judíos norteamericanos y se
autoriza el culto en algunos lugares de la Península tras las gestiones del presidente del
Comité de Exteriores de la Cámara de Representantes.
El temor a la influencia judía en la política norteamericana provocó también el inicio
de una campaña propagandística a través de las representaciones diplomáticas en el
exterior, difundiendo las actuaciones del filosefardismo del primer tercio del siglo y la labor
de salvamento de los diplomáticos españoles en Hungría al final de la guerra. Un informe
preparado por el diplomático Joaquín Ruiz-Jiménez, España y los judíos sefarditas, y
ampliamente distribuido en los Estados Unidos para intentar revocar el embargo decretado
contra España en la ONU, hablaba de las muchas gestiones que se habían realizado en
favor de los sefardíes y ensalzaba el decreto de 1924, falseando sus escasos resultados
prácticos.
Al fin y al cabo, la mayor parte de los sefardíes que podrían haber atestiguado sobre
la actuación real de los diplomáticos españoles en los Balcanes habían muerto en las
cámaras de gas. Surge entonces el gran mito de la activa protección que el franquismo
había otorgado a los judíos perseguidos, concediéndoles pasaportes, amparándoles en
edificios diplomáticos y facilitando su tránsito por España; un mito que aún hoy perdura y del
que el régimen sacó enorme provecho.
El antisemitismo del régimen giró progresivamente hacia una especie de
antisionismo motivado por la creación en 1948 del Estado de Israel. España, ausente de las
Naciones Unidas, no participó en la gestión de la creación del estado judío en Palestina4,
4 Pese a la ausencia del régimen franquista de las gestiones relacionadas con la partición de Palestina sí que es cierto que un diplomático español, Manuel de Azcárate, antiguo embajador de la República en Londres y luego empleado de la Sociedad de Naciones, participó en la misión de la
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aunque desde sectores integristas se mostró abierta inquietud por la suerte de los religiosos
españoles en Tierra Santa. Así, el Consejo Superior de Misiones expresó en ese mismo
año que la creación del estado judío merecía una "condena teológica" al tiempo que León
Villuendas, obispo de Teruel, mostraba especial entrega al describir las tropelías
supuestamente cometidas por los judíos en Palestina contra los católicos. En 1949 un grupo
de jóvenes y exaltados miembros de Acción Católica se reúnen en la iglesia madrileña de
San Jerónimo el Real y se conjuran para una nueva cruzada que permitiera recuperar los
Santos Lugares. A esta actitud tan irracional parecían ayudar las noticias enviadas por el
cónsul español en Jerusalén5, que hablaba en un informe de 1953 de una terrible "influencia
masónica en el Estado de Israel" o las declaraciones de 1956 durante su exilio madrileño del
hoy eurodiputado de la CSU, Otto de Habsburgo-Lorena, sobre la "conspiración judeo-
masónica".
La actitud del franquismo contra Israel se explica en parte por las claras simpatías
republicanas de algunos de los líderes fundadores del nuevo estado, la mayoría
perteneciente al Mapai, el Partido Laborista, como David Ben Gurion6, Golda Meir7, Abba
Eban8 o del propio Chaim Weizmann9, primer presidente de Israel. La misma noche de la
proclamación del estado hebreo, su gobierno solicita el reconocimiento de todos los países
de mundo excepto dos: Alemania y España. El diario Arriba llega a comentar que el nuevo
estado era "comunista rusófilo" mientras que la postura oficial española era favorable a la
creación de un estado palestino único con dos naciones y a la internacionalización de los
Santos Lugares, postura inspirada por el Vaticano y que en Occidente únicamente apoyaba
la católica Irlanda.
ONU en Palestina.5 El Consulado español en Jerusalén fue creado a mediados del siglo pasado para atender a los peregrinos y religiosos nacionales en Tierra Santa. Estuvo inicialmente acreditado ante las autoridades otomanas, luego ante las británicas del mandato internacional y desde 1948 ante las jordanas soberanas en la parte vieja de la ciudad santa hasta la victoria israelí en la Guerra de los seis días de junio de 1967. Desde entonces, y dado que España no ha reconocido la unificación de Jerusalén, el Consulado ha sido tolerado por las autoridades israelíes pero sin estar acreditado ante ningún gobierno.6 David Grin, Ben Gurion (joven león) emigró a Palestina en 1906. Allí contribuyó a conciliar socialismo y sionismo y fue uno de los fundadores del Histadruth, los sindicatos israelíes. Presidente de la Agencia Judía en Palestina en 1935, colaboró con los aliados durante la guerra y organizó la llegada a Palestina de los judíos rescatados de la persecución nazi en Europa. Fue jefe del Gobierno provisional y ministro de Defensa, obteniendo la victoria en las primeras elecciones de 1949.7 Dirigente del laborismo israelí, Golda Meir fue la delegada hebrea en la Internacional Socialista durante los años treinta al tiempo que dirigió la oficina en Moscú de la Agencia Judía. Primera ministra en 1969.8 Primer delegado de Israel en las Naciones Unidas y posteriormente ministro de Exteriores y de Educación, Abba Eban estaba muy sensibilizado en la cuestión española pues uno de sus mejores amigos, compañero de estudios en Cambridge, murió luchando en las Brigadas Internacionales.9 Judío de origen ruso, Chaim Weizmann fue presidente de la Organización Sionista Mundial, WSO, entre 1921 y 1946 mostrando siempre su apoyo a la República española.
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Paralelamente al rechazo a la creación del Estado de Israel, el gobierno franquista
inicia desde 1947 su acercamiento a los países árabes en un intento desesperado de
contrarrestar el aislamiento internacional del país. Nace entonces el mito formalista y vacío
de la "amistad hispano-árabe", opuesto a la "amistad hebreo-bolchevique", que junto a la
también mitificada "hermandad iberoamericana" constituirán desde entonces las bases de la
política exterior del franquismo. En el caso árabe, la pretendida cercanía a los países
musulmanes permitió al ministerio de Exteriores evitar las presiones norteamericanas para
que España reconociera a Israel, presiones que en realidad nunca fueron demasiado
insistentes.
Las simpatías del franquismo por la "causa árabe" le llevaron a enviar armas y varios
agentes del Estado Mayor a la ciudad portuaria de Haifa para colaborar con el Gran Mufti
de Jerusalén en su resistencia a la proclamación del Estado judío, acompañados de
voluntarios falangistas y antiguos miembros de la División Azul. Sin embargo, también es
cierto que, durante los años siguientes, los agentes diplomáticos españoles realizaron una
labor encomiable de protección de muchos de los más de 10.000 judíos y cristianos
apátridas que vivían en Egipto, Siria, Jordania e Irak. Durante los conflictos de Suez (1956),
de los Seis Días (1967) y del Yom Kippur (1973) se concedieron visados y protección
diplomática para facilitarles la salida de los países en guerra y proteger sus bienes y
propiedades. Además, desde las representaciones españolas en el norte de África se facilitó
a lo largo de todos esos años la emigración de judíos a Israel colaborando con las agencias
oficiales judías.
La labor humanitaria de España con los judíos era inmediatamente rentabilizada en
los Estados Unidos y permitía consolidar la posición española entre los sectores influyentes
judíos en la política norteamericana. Mientras tanto, en el ministerio de Exteriores español
creció un poderoso grupo de presión pro-árabe que se ha mantenido a lo largo de los años y
que ha contrarrestado los intentos de acercamiento por parte de Israel, que en 1955 votó a
favor del ingreso de España en la ONU. Incluso, el gobierno español llegó más lejos que
muchos países árabes en su apoyo insistente a la "justa causa palestina" al tiempo que
intentaba convertir la ausencia de relaciones con Israel en una baza que facilitara sus
relaciones con los países árabes y que garantizara el apoyo árabe en la ONU a la eterna
reivindicación española de Gibraltar. Las amenazas de los embajadores árabes en Madrid
cada vez que se producía un acercamiento con Israel o las organizaciones judías
internacionales atemorizaban en el ministerio de Exteriores y el presidente egipcio Nasser
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llegó a calificar retóricamente de "bofetón a la nación árabe" la posibilidad de un
reconocimiento español del estado hebreo.
Los cambios en la actitud antisemita del franquismo se sucedieron muy lentamente; a
su aceleración contribuyó de manera decisiva el cambio que se produjo hacia el diálogo con
el mundo judío en la Iglesia católica tras el Concilio Vaticano II. Durante los últimos años
sesenta los gestos se sucedieron pese a que el rechazo católico del antisemitismo fue un
tanto alicorto y tardío, pero de un alcance innegable. En España, en 1967 se consagra
legalmente la libertad religiosa aunque, por ejemplo, hay que esperar a que en 1971 la Real
Academia retire algunos términos y definiciones abiertamente antisemitas de su
Diccionario.
En 1965 el gobierno autoriza los estatutos de la Comunidad Hebrea de Madrid. En
1967 el obispo de La Seo d' Urgell abole la prohibición de establecimiento que pesaba sobre
los judíos en Andorra y aún en 1975 el embajador americano en Madrid se queja al
ministerio de Exteriores de las dificultades que encuentran muchos judíos norteamericanos
de visita o establecidos en España para celebrar su culto y ritos.
LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA
En los últimos años setenta y primeros ochenta el antisemitismo reaparece en
España de la mano de los grupos ultraderechistas y nostálgicos del franquismo. En parte
financiados con fondos públicos al amparo de la guerra sucia contra ETA, grupos fascistas y
muy violentos realizan acciones contra sinagogas y establecimientos hebreos en Madrid y
Barcelona. Una gran actividad editorial se desarrolla también por aquellos años,
localizándose en España el más importante centro europeo de producción editorial
revisionista -negadora del Holocausto- y neonazi puesto que las legislaciones de muchos
países europeos prohibían la edición de este tipo de doctrinas reaccionarias. La tolerancia
española hacia estas actividades ha sido finalmente corregida tras la promulgación del
Código Penal de 1995 donde expresamente se castigan el antisemitismo y el revisionismo.
En cuanto a las relaciones con Israel, la situación no mejoró tras el cambio de
régimen. El propio ministro de Exteriores, José María de Areilza, estaba deseoso de
culminar con el reconocimiento del estado judío los éxitos conseguidos con el
restablecimiento de relaciones con México, la Unión Soviética y los países del este de
Europa. Sin embargo, los prejuicios pro-árabes de la mayor parte de los diplomáticos y de la
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clase política española10, unidos a las amenazas árabes11 y a la necesidad de evitar la
solidaridad con Marruecos mientras se negociaba el abandono del Sáhara, postergaron
hasta 1986 el establecimiento de relaciones diplomáticas, ya con un gobierno socialista. Las
presiones europeas y norteamericanas durante esos diez años habían sido insistentes
El antisemitismo español se disfraza también de progresismo new age a lo largo de
los años ochenta. En 1979 se le concede el Premio Nacional de Literatura a Fernando
Sánchez Dragó por su obra Gargoris y Habidis, donde se culpa a los propios judíos del
Holocausto. Se trata de un antisemitismo de nuevo cuño, distinto del tradicional español
integrista y católico. Por el contrario, se envuelve de esoterismo y ambigüedad,
nacionalismo y anticapitalismo, ecologismo y espiritualidad, siguiendo la estela de los
movimientos ultraderechistas del resto de Europa.
10 De "bloqueo mental de mis compañeros de gabinete" calificó la situación el ministro Areilza.11 El presidente egipcio, Sadat, escribió al rey Juan Carlos afirmando que el reconocimiento de Israel sería "inaceptable para la nación árabe".
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