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Los Cuadernos de Viaje
MIS RECUERDOS
DE ORAN Y DE
ALBERT CAMUS
Orlando Pelayo
Al amanecer del día 29 de marzo de 1939los tres mil quinientos españoles quenos hacinábamos en el viejo barco carbonero Strambook vimos, como sur
giendo de las aguas, un gran acantilado sembrado de luces. Nuestros ojos, venidos de las oscuridades de una guerra, se agarraron alucinados a aquellas luminosas promesas de libertad que, bien pronto, iban a revelarse un trágico espejismo: Lo que allí nos aguardaba era el laberintoconcentracionario.
Albert Camus, del que hoy quiero traer aquí el recuerdo, titula alguna de sus páginas para mí
, más evocadoras: «El Minotauro o el alto en ' Orán».
Un alto en el camino de la expatriación iba a ser para mí mi larga estancia en tierras oranesas.
Cuando recordamos nuestro pasado nos es, afortunadamente, más fácil sentir en el corazón el cosquilleo de los momentos felices que el amargo arañazo de los dolorosos y como, además, la irrenunciable vocación de la juventud es la felicidad y no hay adversidad, dolor o infortunio, por muy absurdos que nos parezcan, que puedan matarla, los recuerdos que de aquellos tiempos conservo son los felices y luminosos. Los otros, los dramáticos y dolorosos quedaron atrás, agarrados -como «adherencias de olvido» que dijo Neruda hablando de Villamediana- a las alambradas de unos campos de cuyo nombre no quiero acordarme.
Orán, donde recobrada mi libertad iba yo a instalarme y donde conocería a Camus, era en aquellos años una ciudad de algo más de doscientos mil habitantes, de una modernidad fea y destartalada, pero a la que una luz peculiar daba, por momentos, las apariencias de un austero y difícil paraíso.
Jean Grenier, maestro y amigo de Camus dice que «Esta luz toca con su gracia a cierta� ciudades que sin ella serían simples campamentos de gitanos».
· Orán, que Camus calificará de «sonámbula yfrenética» es, en contraste con la belleza suntuosa de Argel, una ciudad en blanco y negro que esconde, bajo su gris y reseca piel de polvo una rugosa y popular campechanía muy española.
La mayoría de los oraneses -hablo naturalmente de los europeos- son por aquellos años de origen español. -Sus antepasados llegaron allí a partir de los tiempos de la conquista fran-
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cesa de 1830 o, en emigraciones posteriores, desde las más inhóspitas tierras del levante español-, y en nuestro idioma se expresan familiarmente. Hablan un castellano empobrecido -contaminado de francés, árabe, valencianopero expresivo, eficaz y lleno de la contundenciay la gracia de las jergas fronterizas.
Abundan por otra parte en la ciudad los vestigios históricos de un lejano pasado español que nos recuerdan los tiempos en que: «Servía en Orán al Rey, un español con dos lanzas».
Los barrios populares de la ciudad, cada uno con su propia «Calle Mayor» donde chicos y chicas pasean al atardecer -faire le Boulevard(hacer el Bulevar lo llaman ellos) -pudieran ser los de cualquier pueblo o ciudad provinciana de España.
El oranés, como todo pionero instalado en tierras de conquista, es un ser vitalista y elemental. Yo lo calificaría de «hombre de la frontera», en el sentido que esta palabra tiene cuando se habla de la epopeya del Oeste americano.
Sus pasiones son francas y violentas y sus cóleras se resuelven a menudo en subitáneas disputas y peleas, cuyos irrefutables argumentos no vienen de las nobles profundidades del cerebro, sino de su dura periferia: los huesos frontales con los que el oranés asesta su fulgurante cabezazo: la inmisericorde y demoledora «cabá» norteafricana.
Recuerdo una escena de la que fuí testigo y que ilustra, con su ruda comicidad, esta eficacísima y contundente dialéctica:
Se celebra en Orán un partido de fútbol entre el equipo de casa y el de Argel, cuya pugnaz rivalidad es el reflejo de la que sienten entre sí las dos ciudades argelinas.
Durante las incidencias del juego se levanta un hincha gritando: iFalta, falta! Un espectador vecino -sin duda partidario del equipo contrario- se revuelve furioso y le dice al protestador:
-iQué falta ni qué narices! Usted no entiendenada de fútbol.
-lQue no entiendo yo de fútbol?-No, señor, no tiene usted ni la menor idea.El primero, sin más preámbulos, atiza un tre
mendo cabezazo a quien acaba de poner en duda sus conocimientos futbolísticos y lo tira patas arriba de un K.O. fulminante. Entonces, con la solemnidad digna del erudito que ha apabullado a su contradictor con un irrebatible argumento dialéctico, se vuelve hacia los vecinos de grada, testigos de la escena, y suelta estas definitivas y concluyentes palabras:
-iY decía el tío ese que no sabía yo de fútbol!Pero oigamos a Camus hablar de esa violencia
elemental a propósito de un combate de boxeo en Orán:
«La fuerza y la violencia son dioses solitarios y poco dados a volver la vista atrás, que distribuyen sus milagros a manos llenas en el presente. Están hechos a la medida de
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El Stambrook, 1.500 toneladas, 3.500 españoles en el puerto de Orán. Marzo 1939.
este pueblo sin pasado que celebra sus comuniones alrededor de las cuerdas de un ring.
Ritos difíciles, sin duda, pero que simplifican mucho las cosas. El bien y el mal; el vencedor y el vencido: En Corinto había dos templos aledaños, el de la Violencia y el de la Necesidad».
Hablando de la rivalidad sin expiación que existe entonces entre las dos ciudades hermanas de Orán y Argel, dice Camus:
«Para ser exactos, se trata efectivamente de una querella. La que desde hace cien años separa mortalmente a Orán y Argel. Unos siglos antes estas dos ciudades norteafricanas quizás se hubiesen degollado co- · mo lo hicieron Pisa y Florencia en tiempos más felices.
La rivalidad entre ellas es tanto más fuerte cuanto que no tiene el menor fundamento. Teniendo mil razones de apreciarse y quererse, se detestan en proporción directa de esas razones.
Los oraneses reprochan a los de Argel su presunción. Los de Argel insinúan que los oraneses no tienen la menor idea de la urbanidad. Precisamente por ser metafísicas esas injurias son mucho más graves de lo que aparentan. No pudiendo sitiarse, Orán y Argel se injurian sobre el campo de batalla
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del deporte, de las estadísticas y de las obras públicas».
Pues bien, este es el universo en el que voy a vivir yo ocho largos años de mi juventud.
Se comprenderá que para mí aquel país, entonces territorio francés, no era todavía Francia, pero tampoco era ya España, a pesar de que Orán y sus habitantes tuvieran tanto de español. Muchas veces he pensado que, en el camino del exilio, Orán fue para mí como la cámara de descompresión, el SAS por el que pasé, sin demasiados desgarramientos, de la vida y de la cultura española a la francesa.
Porque habrá que decir que Orán tenía también otra cara menos primaria y violenta: más civilizada y amable. La vida cultural, aún siendo provinciana y hasta colonial, era en ella viva y activa. Valga como ejemplo -y esto fue para mí muy importante- que en los años cuarenta, cuando aún faltaban muchos para que llegara el gran auge de la pintura y de las Galerías, había en aquella ciudad seis u ocho Salas de Arte en plena actividad. Una de ellas era Colline, en la que pronto expondría yo con regularidad, y que con su aneja Librería era entonces un privilegiado rincón de cultura, donde, al atardecer, se reunían poetas, escritores y pintores y en la que recalaban obligatoriamente los intelectuales y artistas de fuste que visitaban la ciudad. El nombre de Colline había sido elegido precisamente
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por Camus, en homenaje al libro del mismo nombre del escritor Jean Giono, entonces muy en boga.
Por los años treinta empieza a surgir en Argelia una generación de jóvenes escritores con inquietudes y talento que irrumpe con fuerza en un panorama literario pobre, soñoliento y provinciano, impregnado muchas veces de un paternalista e idílico orientalismo epigonal:
Albert Camus, Emmanuel Robles. Max-Pol Fouchet, Gabriel Audisio, Claude de Freminville, Jules Roy y algunos otros van a crear una nueva y original literatura mediterránea: la literatura argelina en lengua francesa en la que Camus destacará desde el primer momento como figura excepcional y a la que vendrán a unirse años después algunos jóvenes árabes de gran talento.
Esos escritores se agrupan en Argel alrededor del joven librero Edmond Charlot, personaje emprendedor y simpático que les recibe, primero en su pequeña Librería «Les Vrais Richesses» y tiempos después en su nueva Librería-Sala de Arte «Rivages,» en donde también expondría yo. Charlot será el entusiasta mentor del grupo y se hará editor para poder publicar el texto dramático «La Revolución de Asturias», escrito colectivamente por Camús y algunos otros componentes de la troupe del «Teatro del Trabajo» que acababan de fundar y cuya representación había sido prohibida por las autoridades.
Camus fue en los inicios de la Editorial Charlot su director literario y en su colección «Mediterranée» publicarían por primera vez sus compañeros de generación. Entre ellos se encontraba Emmanuel Robles, maestro nacional oranés de origen español y hoy miembro de la Academia Goncourt y de quien Buñuel adaptaría años después al cine la novela «Cela s'appele 1' Aurore».
Robles y yo colaboramos en un trabajo publicado en una revista de Argel y titulado «Toros en Orán» para lo cual asistimos juntos a una serie de corridas en esta ciudad, por cuya plaza desfilaban las primeras figuras del toreo español.
Mi encuentro con Camus y su obra fue para mí un deslumbramiento. No olvidemos la edad que yo tenía entonces y las particulares circunstancias que me habían hecho recalar en aquellas tierras.
Aquel joven escritor, siete años mayor que yo, que ya gozaba de un gran prestigio y de quien iba a ser amigo, hablaba en sus libros de cosas que me eran entonces familiares: La pobreza y el sufrimiento; el entusiasmo y la pasión por la vida. Es decir, hablaba de esas fuerzas contradictorias entre las que el hombre se debate y con las que lucha para tratar de descifrar y hacer tolerable el enigma de su frágil y efímero destino.
Camus está convencido de la absurda y sufriente condición humana, pero no lo toma
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como coartada para renunciar a la lucha y al goce de la vida, sino como acicate para morder, con apetito voraz, en lo que ésta nos puede ofrecer de más deseable.
Cuando Camus dice: «Los hombres mueren y no son felices» no está expresando una conclusión sino que enuncia una premisa:
«Vivir no es resignarse», escribe, y añade en otro lugar: «Soy feliz en este mundo porque mi reino es de este mundo».
Ya sabemos que nunca se aprecia tanto la vida como al sentirla amenazada o cuando la precariedad y la indigencia nos la hace más deseable en lo que ella nos muestra de más apetecible y tentador.
Y o quisiera insistir aquí sobre estas ideas, pues si no entendemos esto difícilmente podremos entender a Camus por entero y sólo veremos en su obra el grito de un existencialismo desolado y nihilista con el cual él quiso siempre mantener sus distancias.
Quizá sea necesario empezar a contemplar la vida -como lo hace Camus- desde la aterida condición de la enfermedad y la pobreza para poder hablar de ella con el entusiasmo dionisiaco que de muchas de sus páginas se desprende.
Porque Camus nació pobre, muy pobre y estuvo enfermo, gravemente enfermo.
«Esta enfermedad» -nos dice él- «añadía nuevas y graves dificultades a las que ya padecía. Pero la enfermedad favoreció finalmente esa libertad de corazón, esa ligera distancia hacia los intereses humanos que me han preservado del resentimiento».
Enfermedad y pobreza van a conformar el temple de alma de Camus en su infancia y adolescencia y le harán, ya para siempre, solidario con los oprimidos, los desposeídos, los indefensos, los que sufren.
Hablando de la pobreza de los suyos escribe:
«Entre mis debilidades jamás figuró el defecto más común entre nosotros: la envidia.
No hay en ello el menor mérito de mi parte. Se lo debo en primer lugar a los míos que careciendo de casi todo no envidiaban casi nada. Por su silencio, su reserva, su orgullo natural y sobrio esta familia que no sabía ni leer me dio entonces las altas lecciones que todavía perduran.
Cerca de ellos nunca fue la pobreza, ni el desamparo, ni la humillación lo que sentí. Lo que he sentido y siento es mi nobleza.
Ante mi madre siento que soy de una raza noble: «aquella que no envidia nada».
-Y prosigue:
«Para empezar, la pobreza jamás fue paramí una desgracia: La luz prodigaba sus riquezas. Hasta mis rebeldías estuvieron ilu-
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Albert Camus.
minadas por ellas y fueron -y creo poderlo decir sin mentir- rebeldías en favor de todos y para que la vida de todos pueda realizarse en la luz. No es seguro que mi corazón sintiese una particular inclinación hacia ese tipo de amor, pero las circunstancias me ayudaron. Para corregir una indiferencia innata me encontré colocado a mitad de camino entre la miseria y el sol. La miseria impidió que yo pudiera creer que todo está bien bajo el sol y en la historia. El sol me hizo comprender que la historia no lo es todo. Cambiar la vida, de acuerdo, pero no el mundo del que yo había hecho mi divinidad».
Notemos en esta última reflexión de Camus su decidida posición, desde sus inicios, contra la
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fatalidad de la historia, que precisará cuando diga:
«El escritor no puede ponerse al servicio de los que hacen la historia, sino al servicio de los que la sufren.»
Tema, como vemos, de una importancia y una actualidad que no es necesario subrayar.
Para hacérmelo aún más fraternal y cercano, encontraba yo en Camus una cierta música española y algo que me parecía como un eco de nuestros clásicos y estoicos.
Su maestro Jean Grenier -al que siempre tenemos que volver cuando hablamos de Camus -dice acertadamente:
«Albert Camus, por sus orígenes, estaba por lo menos tan cerca de España como de Francia y su lenguaje tenía un aire castellano».
Camus es consciente de ello cuando confiesa:
«Tuve todas las oportunidades de desarrollar una 'castellanería' que a veces me ha perjudicado, de la que se burla con razón mi amigo y maestro J ean Grenier y que yo traté inútilmente de corregir hasta que comprendí que existe una fatalidad en nuestra forma de ser: en ese caso más valía aceptar el propio orgullo y tratar de hacerlo positivo».
Fui testigo muchas veces de la complacencia que sentía Camus ante el hecho de sus orígenes españoles. Jamás hubo español, por muy humilde y anónimo que fuese, al que él no estuviera dispuesto a sacrificar sin regateos parte de su ocupadísimo tiempo.
Su orígenes y sus ideas le hacían activamente solidario de la causa por la que nosotros, exiliados españoles, habíamos luchado y su apartamento de Orán albergó en más de una ocasión a algún español del éxodo falto de cobijo.
Camus conocía bien a nuestros clásicos. Creo que había leído a Ortega y Unamuno y admiraba profundamente nuestro teatro del Siglo de Oro del que había hecho alguna traducción y adaptación como «La Devoción de la Cruz» de Calderón y «El Caballero de Olmedo» de Lope.
Una de las últimas veces que lo vi, poco antes de su trágica muerte, me habló de un proyecto que tenía de adaptar un Tirso de Malina y de su deseo de que yo hiciese los figurines y decorados de la obra.
En alguna de nuestras conversaciones se divertía él metiendo de vez en cuando palabras españolas. Uno de los libros que de él conservo dedicados lo está en español y firmado Alberto Camusso, castellanizando en broma su nombre.
Camus, nacido en Mondovi (Constantina) queda huérfano cuando todavía no tiene un año, pues él nace en noviembre de 1913 y su padre será uno de los miles de muertos de la batalla del Mame en octubre de 1914.
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Poco después, su madre, joven viuda sin recursos, se instalará en Argel buscando el amparo de sus allegados y familiares, los Cardona, los Sintes, todos ellos de apellido español: El hermano Etienne Sintes tonelero sordomudo; la hermana Antoinette, casada con el carnicero Gustavo Acault, personaje verdaderamente extraordinario en medio de esta familia iletrada. Acault, anarquista volteriano, se sabe de memoria todo Anatole France y tiene como uno de sus libros de cabecera el «Ulises» de Joyce. Camus leerá a Gide a los once años por indicación suya.
Estos tíos acomodados y sin hijos serán quienes quizá salven a Camus de la muerte cuando, en su adolescencia, caiga gravemente enfermo de tuberculosis; lo sacarán de la extrema penuria del hogar materno para llevarlo a vivir con ellos. Los hermosos biftecs del carnicero libertario, colaborarán a rehacer la maltrecha salud del futuro Premio Nobel.
Camus recordará siempre a estas gentes sencillas de su familia materna y algunos de los personajes de sus libros llevarán sus nombres. María Cardona se llama uno de los protagonistas de «El Extranjero» y en algún otro de sus libros aparecerá un tonelero apellidado Sintes.
La primera persona que vislumbrará el talento en aquel niño, que oculta la tristeza de la orfandad y la pobreza tras un aire de esquiva y orgullosa timidez, será su maestro de enseñanza primaria, Monsieur Germain al que Camus escribirá toda su vida y al que dedicará su discurso de Suecia: Veamos en ello una prueba de esa veneración que siempre sienten hacia su primer maestro quienes accedieron a la cultura desde las oscuras simas de la ignorancia y el desamparo. Porque es el maestro de escuela quien convence a la madre para que Camus pueda proseguir los estudios y hacerse bachiller.
Le costará mucho trabajo a Monsieur Germain vencer la resistencia de aquella analfabeta y oscura mujer, más urgida por las necesidades de la vida que por las de la cultura y que, naturalmente', aspira para su hijo a un temprano y sencillo oficio remunerado.
Camus tendrá la suerte, ya estudiante de bachillerato, de encontrar a un hombre excepcional: el filósofo Jean Grenier, profesor entonces en el Liceo de Argel.
Si su maestro Germain supo descubrir en aquel niño los primeros fogonazos de la inteligencia, Jean Grenier será el verdadero iniciador e incitador del escritor que va a ser Albert Camus. :Tampoco aquí se desmentirá jamás esa veneración, esa fidelidad de Camus hacia sus maestros.
No se puede hablar de Camus sin hablar de Grenier, gran escritor de fama minoritaria, sutil filósofo de la no-acción; introductor en Francia de Lao Tse y prologuista de la «Guía Espiritual» de nuestro heterodoxo Miguel de Molinos.
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Entre los libros que fueron incitación primera de la vocación de escritor de Camus está, creo yo, uno de los más bellos de Grenier: «Les Iles» (Las Islas) del que Camus dice:
«Era preciso que un hombre nacido al borde de otros mares, enamorado también de la luz y del esplendor de los cuerpos, llegara para decirnos, en un lenguaje inimitable, que esas apariencias eran bellas pero que estaban condenadas a desaparecer y que por lo tanto había que amarlas apasionadamente».
En este comentario a la obra de su maestro está una de las claves de la obra camusiana y de la actitud de Camus ante el absurdo de la condición humana.
Y a dijimos hace un momento que no se podrá entender a Camus por entero si olvidamos que el absurdo no es para él una conclusión sino un reto y una incitadora premisa.
La pasión de Albert Camus por las bellezas del mundo, por los goces físicos que la vida puede procurarnos: la naturaleza, las playas, el amor, el deporte están presentes en toda su obra y de ellos extraerá él su rigurosa lección de moral y de conducta:
«Pienso» -nos dice- «que no he conocido más que en el deporte -en mis tiempos jóvenes- esa poderosa sensación de esperanza y solidaridad que acompañan los largos días de entrenamiento hasta el del partido, victorioso o perdido. En verdad la poca moral que sé la aprendí sobre el césped de los campos de fútbol y sobre los escenarios de los teatros que han sido mis verdaderas Universidades».
Camus practicó el fútbol con pasión y entusiasmo hasta que cayó enfermo. Fue portero de un equipo juvenil y en la elección misma de su puesto en el equipo quiero ver yo como un símbolo, una metáfora de su futura condición de escritos: La soledad del portero ante la portería como anticipación de la del creador ante su obra. Sobrecogedoras soledades que conllevan, sin embargo, un ineludible deber: El de la solidaridad con los otros.
Solidario-Solitario. Con estas dos palabras concluye unos de sus más hermosos y simbólicos relatos de «El Exilio y el Reino».
Algo conservará Camus toda su vida, en su aspecto físico, del deportista que fue en su juventud, aunque su silueta nos hiciera pensar más bien en la de un héroe de película americana de los años treinta: Un Humphrey Bogart menos agarrotado y brusco,
No olvidemos su ejercida vocación de actor y sus alguna vez confesados deseos de actuar en el cine.
Todo esto, unido a su prestigio de escritor,
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lean Grenier, Albert Camus y Orlando Pe/ayo. París 1955.
hacía que su éxito con las mujeres fuera grande y que él fuera perfectamente consciente de la atracción que sobre ellas ejercía y que creo que nunca se privó de ejercer.
El personaje de Don Juan le fascinaba, no sólo como mito literario sino como tentador ejemplo a seguir. Hay que haber leído las pági-
. nas memorables que en su libro «La Chute» (La Caída), dedica al amor, a la seducción, a la conquista amorosa y al posterior abandono de la presa conquistada para apreciar la carga de donjuanismo que en él había.
La compleja personalidad del «Burlador» no se concibe sin una buena dosis de cinismo y Camus no carecía tampoco de él:
«Mi tentación más constante, contra la que nunca he acabado de combatir hasta la extenuación, es el cinismo»,
nos confiesa en alguna parte y añade en otro momento: «No cabe duda que a toda moral le hace falta un poco de cinismo».
Recuerdo que, cuando, atento escrutador de su fisionomía, hice su retrato -doble retrato en
SS
el que le asocié con su maestro Jean Grenier-, Camus me dijo: «Querido Pelayo, vaya cara de cínico que me ha puesto».
A lo que yo le contesté sonriendo: lAcaso no lo es usted?
Aunque a primera vista no fuese hombre de efusiones fáciles y una cierta gravedad de aspecto -atemperada por una irónica sonrisa de simpática comprensión hacia el otro- pudieran hacerlo parecer distante, de la persona de Camus emanaba una tal fuerza de atracción y de inteligencia que la reacción que provocaba de inmediato al conocerle era la de admirativa adhesión sin reservas.
Ante él uno tenía, desde el primer instante, la impresión de estar ante un hombre excepcional.
Careciendo Camus totalmente de suficiencia, pose o presunción, el respeto admirativo que suscitaba venía de la profunda humanidad que traslucía bajo aquellos nobles rasgos en los que se leía un poso de tristeza, q,uizá llegado desde su infancia desvalida, su enfermedad, o � quién sabe si de la oscura premonición ._ � de su temprana muerte. �