Los Cielos de La Muerte

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    LOS CIELOS DE LA MUERTEAlfredo Armas Alfonso

    Alfredo Armas Alfonso. (2010). “Los cielos de la muerte” [En AntonioLópez Ortega, Carlos Pacheco y Miguel Gomes (eds.). (2010). La vastabrevedad. Antología del cuento venezolano del siglo XX , vol. II. Caracas:

    Alfaguara.

    Primero fue el rumor confuso, fragoso, que se venía acercando al pueblo por elcamino real que orillaba el cementerio, donde se pudrían las cruces blancas. Después,creciendo como una marejada incontenible hasta arrasar el silencio, los gritos, el galopedesatado, aquel acompasado y cada vez más creciente tamboreo de los cascos contra lacostra caliente y tostada de la tierra. Y, de pronto, sobre las estacadas de las primeras casas,una, dos, tres descargas. El grito rajaba la voz sucia y devastadora.

     — ¡Viva Yaguaracuto! — ¡Abajo los azules!

     — ¡Vivan los amarillos!La vieja Prágedes los vio desde la ventana que medio cubrían las ramas del taparo pesadas de frutos redondos y verdosos, entrando como una avalancha por sobre elempedrado.

    Eran unos treinta hombres renegridos, jinetes en treinta caballos sudorosos. — ¡Viva Yaguaracuto!Eran treinta fusiles a la bandolera y treinta machetes golpeando las monturas. — ¡Abajo los azules!Eran treinta gritos que asustaban, sesenta manos que asustaban, ciento veinte cascos

    que asustaban. — ¡Vivan los liberales amarillos!

    Amarilla era la bandera, aquel trapo que aleteaba en el aire. — ¡Viva Yaguaracuto!En el rincón de su cuarto, frente a un Cristo exangüe entre velas y secos ramos de

    trinitaria morada, la vieja Prágedes ponía los ojos en el cielo. Su mano arrugada forjabacuatro calvarios de terror supersticioso.

    Ahora, desde la revuelta crin de un rucio, en el rumbo del freno se afianzó el gestotorvo del caudillo. Un mascarón redondo abierto en cicatrices oscuras, como una piedraresquebrajada. Los ojos, que entrecerraban los gruesos párpados del indio, como lenguas deculebras. La boca gruesa, de pelota de barro. Y las manazas pesadas, de dedos achatados,cernidas sobre la charnela. Bajaba de la bestia resoplando maldiciones. El cuerporechoncho, abombado de grasas, bajo el peso de la cobija amarilla tirada por el hombro, el

    machete al cinto, el pistolón sobre el ijar, ceñido de la cartuchera.Entre el ruido de las espuelas de plata el caudillo puso pie en tierra. Sesenta velas deimpaciencia ardieron a su alrededor.

     — ¿Qué se ha hecho la gente de aquí?El hombre extrañaba, desde la plaza, la soledad del pueblo. Colgaban los trapos

    muertos del silencio, como sudarios abandonados, en las puertas cerradas, en los postigosaherrojados, en las ventanas atrancadas, en los corrales y en las calles desiertas.

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    (Como aquél, hondo, tenso, definitivo y vacío debe ser el silencio que ronda lasmanos perennes de los hombres sepultados hacía tres noches en una tierra desconocida).

     — A los liberales no se les cierran las puertas. ¿Dónde carajo se ha metido la gentede este pueblo?

    Un golpe de brisa movió las ramas de los napoleones y los pino-pinos y despertó, de

     paso, el bronce de una campana yacente en el atardecer. El caudillo volvió la cabeza haciael campanario. — Tú, Piquihuye, sube a esta torre y toca las campanas a rebato hasta que se te canse

    el brazo. A los amarillos hay que atenderlos bien.Los liberales son gente buena, que hacen la guerra a los malos. Toque esas

    campanas hasta que la gente salga de sus casas a recibirnos.Un hombrecito delgado despegó del grupo y cabalgó hasta la puerta de la iglesia.

    Bamboleaba el cuerpo al compás del trote de la bestia. Las puntas de un trapo amarillo quele envolvía la cabeza, tiesas de sangre y tierra endurecidas, semejaban dos puntas de lanza.

     — ¡Miren como monta ese llanero pendejo!El rostro abierto en cicatrices se estiró en una sonrisa, más que eso, una mueca de

    máscara pisoteada. Pero ya estaba diciendo a los otros: — Y ustedes, no se queden ahí, parados como unas topias. Necesitamos provisiones

    y hay que buscarlas donde estén. ¡A echar abajo esas puertas!Las manos de la vieja Prágedes forjaron seis calvarios más de miedo ante el altar de

    su cuarto, donde Dios, exangüe entre ásperos pétalos mojados y espermas derretidas, moríaotra vez por la redención del género humano.

     Déjalo que se acerque... Déjalo que se acerque... No te muevas. Ahora estoy consciente; ahora no estoy en la guerra, espoleado por un grito o bajo

    la presión de un cañón sobre los riñones. Ahora vuelvo a ser un hombre de facultades; unhombre consciente que piensa por su cuenta. Un hombre que va a matar a un hombreconscientemente, con todos sus sentidos puestos en el hecho simple de matar a otro.  

     La guerra es una aventura de la muerte; un desahogo de la muerte. Porque vamosa la guerra a matar hombres, a quemar pueblos, a robar. Y entonces la vida de loshombres no cuesta nada, ni el robo tiene un sentido malo o desagradable. En la guerratodo está permitido, hasta forzar mujeres. 

    "Tú nunca tendrás que contarle nada a la gente. ¿Qué hiciste tú en la guerra, Antonio? Y no tendrás nada que contestar. No eres como Piquihuye, que ha perdido lacuenta de las mujeres que ha pasado por la verija".  

    "Esta mujer me toca a mí, que la vi primero; tú despacha a la vieja". Una cuadra no me separa del hombre. Un pericoco, un napoleón con el tronco seco

     y sin ramas, una acera de ladrillos rotos y los cuatro escalones de la iglesia apenas me separan del hombre. 

     Déjalo venir. No te muevas...  Ahora estoy pensando por mi cuenta por primera vez en mucho tiempo. Y debo

    matar a un hombre. Debo matarlo. Matar a un hombre no da trabajo. Un tiro en la cabezamata a un hombre. Un culatazo en el cráneo mata un hombre. Un tiro de bien lejos mata aun hombre. 

    "Apenas si le veía el color de la camisa, agazapado detrás de un cardonal. ¡Teníauna puntería el condenado! Tiro que hacía y era una baja de los nuestros. ¡Pan!, y uno quecaía. ¡Pan!, y otro que caía. Me puse a cazar la mancha escurridiza entre los cardones, lamancha de la camisa yo deducía, salta de aquí, salta de allá. Y cuando lo tuve en la mira,

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    aprovechando que el otro estaba cargando su arma, allá le fue plomo. Entonces ya no semovió más entre los cardones. Un balazo bien puesto entre los ojos mata a cualquiera".  

     Matar un hombre no da trabajo. Pero verlo morir es más fácil. Hay miradas quetienen ya la deslucida muerte de los cristales. Algunos caen de batacazo ya no se mueven.Otros lloran, se quejan, se orinan mientras se desangran. Y hay hasta quienes se obran. A

    Caraegüipe, un riocaribeño arrecho, lo conocían en la guerra por la hedentina. "No me dejes morir, valecito. Yo le hago falta a la vieja. Tengo hermanas y mujerallá en Tagüay". 

     A algunos les cuesta morir. Agonizan escarbando la tierra con sus uñas, en uninútil y débil afán de quedarse. Y la tierra se moja de la sangre y la orina del hombre. Perootros no. Al negro Eusebio Peralta, de Curiepe, le abrieron la parte baja del vientre de unadescarga. Si hubiera vivido no habría podido acostarse más con una mujer. Y Eusebio searrastró como pudo hasta la sombra de un palosano y, echado sobre sí, se escarbaba laherida con una espiga. Sangre, tierra, esperma y landras, tendones como tallosmacheteados, se mezclaban en el boquerón que bordeaba la negra piel desgarrada. 

    "Oye, Antonio, yo había visto cosas feas, pero como ésta nunca".   Lo recogieron después, tieso, curvado sobre su entraña rota, los ojos tristes

    abiertos al cielo altollanero. Por sus manos cenizosas subían y bajaban ya las hormigas. La espiga les tendía un puente entre la tierra y la oscura piel del hombre. 

     —  Déjalo que se acerque. No te muevas todavía... Voy a matar a un hombre en una forma desacostumbrada. Porque en la guerra los

    hombres se matan por necesidad. "Llévese los que quedan y ráspelos en aquel claro del monte". "Pero, mi general, si

    esos se rindieron sin pelear..." [.] "Por lo mismo, Calcurián, ráspelos. A la guerra se vienea pelear. A ganar o a perder. Y nosotros ganamos". 

     Los nueve hombres parecían reses camino del matadero. Todavía estamos en guerra y yo debo matar a un hombre con mis propias manos.  "Tu crimen fue peor. Hiciste morir a un pobre negro".   Entonces, por huir de la justicia, caí en esto.  Pero aquello fue distinto. Yo lo mataba a él o él me maleaba a mí. Bueno, yo no lo

    maté. Yo le corté las manos a machetazos y el hombre se murió de una gangrena. Tambiénera negro como Eusebio Peralta. Un negro perverso. Si en aquel las manos sirvieron de puente a las hormigas, porque y que tenía la sangre dulce, en las de éste podía anidarse laconducta, ese bachaco hediondo o excremento que por donde pasa se lo come todo y nodeja pájaro que no se coma, hoja y flor que no se coma, culebra que no se coma. En Uricadicen que había un brujo así, con las manos hechas para malear. Las movía frente a lavela y uno recordaba a la cascabel cuando se enrolla para matar. Las movía frente alhumo y a uno se le venía a la mente la cuatronarices cuando eructa.  

     —  Échenos el otro, negro Pedro.  Era alto y huesudo. Estiró el brazo, cogió la botella de ron con yerbabuena y la

    inclinó sobre los vasos. El líquido verdoso como el agua de Conopocón en el veranorebasó los pequeños envases de grueso cristal. Entonces el botiquinero puso el pedazo detusa que usaba de tapa en la botella y lo empujó con la planta cenizosa de su puño. La tusamojada hizo un ruidito que daba dentera, riiiii. Vuelta la botella a su sitio, el negro recostó su larga figura del mostrador y se mantuvo quieto, dándole vueltas al tabaco entre suslabios gruesos, de estrías grises. 

     — Van seis palos con éste — dijo con voz floja al poco rato.

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     De las manos bajé los ojos a los vasos llenos de aquel líquido amarillento. Algo semovía dentro de él, en espirales sinuosas y cada vez más rápidas. El ron verdoso como elagua caliente de las lagunas en el verano y las manos que recordaban a las culebras.Siempre me habían repugnado las manos del negro. Tenían coloraciones blancas y rosadasentre las uñas y la unión de los dedos. Era carare. Uno recordaba inmediatamente a la

    cascabel y a la cuatronarices, el colmillo de estas bichas o la raíz de la yuca amarga quellaman agullamilla.  Me sentí repentinamente aturdido. Un calor súbito me alcanzaba las corvas, las

    axilas y la garganta, me plenaba de tibiedades la boca del estómago y las sienes. Vi cómo se alargaban en torno de los vasos unos dedos esqueléticos manchados de las costras delcarare y cómo elevaban en el aire retorcidos gestos. 

     — Ya como que me está haciendo efecto el ron  —  pensé. Cogí el vaso, lo alcé hasta la boca con movimientos temblorosos, lo vacié en la

     garganta de un golpe y entonces fue cuando me fijé. Unos ojos enrojecidos, como de zorrocon mal de rabia, fijos en mí. Estaban en el fondo del vaso, grotescamente desdibujados por el grueso cristal. Y eran los ojos del negro Pedro. Y eran las manos del negro Pedro.Sacudí la cabeza, atormentado. 

     —  Mejor me voy para mi casa. Ya es muy tarde.  La luz del último sol se diluía en una espesa y fría oscuridad. Un perro ladraba en

    algún corral vecino.  Después, en la madrugada, me encontré agazapado bajo un bosque de pitahayas.

     El frío me despertaba los sentidos, me permitía oír las voces de dos hombres que pasaban por el camino. 

     —  No debe andar muy lejos.  — Sí, oh.  —  Dicen que el negro era brujo. Pero lo único que se sabe es que el tal Calcurián

    entró de noche al cuarto donde dormía el negro, en La Amapola, y le cortó las manos amachetazos. Ahora el negro se está muriendo y nosotros tenemos que encontrar aCalcurián.

     Ahí me quedé. A mediodía se acercaron otros hombres a caballo. Veníanborrachos, riendo por el camino, y traían un trapo azul en el asta de un palo. Salí y me les paré enfrente:  — Tienes cara de loco — me observó uno. Y ya yo estaba con ellos, haciendo la guerra. No me preguntaron nada. No me pidieronnada. Un hombre sabe cómo hacer la guerra sin preguntárselo a nadie.  

     — Somos de los azules  — me explicaron — . Y esta es nuestra bandera. Los otros sonlos amarillos y usan una bandera de ese color. Es lo único que nos distingue y son nuestrosenemigos. Hay que hacerles la guerra. Cuando los veas, tírales al codillo. Lo demás loaprenderás por tu cuenta. 

     Lo demás era lo peor. La guerra entre hombres que no sabían qué era la guerra y por qué la hacían. Tomar los caseríos y los pueblos a la fuerza. Echar mano al ganadoajeno para comer. Arrasar las pulperías y acostarse con la mujer que a uno le diera la gana, aunque ella no quisiera. A las reses que uno robara, al producto del saqueo de pulperías y conucos, casas y haciendas, a las mujeres que uno forzara, a todo eso lellamaban botín de guerra. Y andábamos huyendo unos de otros, persiguiéndonosmutuamente por todas partes. Cuando nos encontrábamos, a la casualidad, dejábamos un

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    esterero de hombres muertos pudriéndose sobre la tierra. Y cada vez se ponían más suciaslas banderas. La nuestra estaba desteñida, arrugada en cinco años de guerra civil. 

     Estuve a punto de olvidar la guerra. Y ahora debo matar a un hombre. Pude viviren paz en este pueblo; pude retornar a mi vida de antes. Y de nuevo la guerra me acerca a sus horrores. Y la guerra ahora es eso: un hombrecito delgado, mal jinete sobre un caballo

     zaino, camino de la iglesia. Estuve a punto de tener una mujer que me diera un hijo a quien sacar a pasear por la plaza, los domingos en la tarde; cultivar una sementera a la orilladel río; cuidar de una vaca de liso pelo blanco y gorda ubre rosada; criar unas gallinas yun gallo que anuncie la mañana desde su rama donde duerme, desde el atardecer; jugar eldominó en el botiquín de la esquina; vivir esta vida simple de pueblo. 

    Y ahora, desde un sombrío recodo de la guerra surge un hombre. Y yo siento lanecesidad de matarlo. Ya lo había olvidado y aparece.  

    Si no existiera Lucía no me importara tanto. Después de todo, estoy acostumbradoa ver secarse la sangre sobre la tierra, y he visto cómo las manos de los muertos se van poniendo tiesas sobre la sangre, hasta parecer unas ramas. 

    Se lo había prometido a la mujer. Eran noches y días de pesadillas. La fiebre me secaba la savia de los tuétanos, me iba ahondando los pómulos y las ojeras. 

    "¿Cómo vino a parar ese hombre aquí?". "Yo no sé, mamá. Estaba desmayado ahí en el patio, cerca del pilón".   El agua fría en la cabeza me abría, a ratos, lúcidos paréntesis. "No hay que confiar en estos hombres. Vienen de la guerra".  Después, se me fueron aclarando las confusas visiones. El techo tenía diez y nueve

    viguetas y la rama de un taparo se metía por la ventana, que era un marco azul pegado alcielo. Si miraba al rincón veía a un Cristo amarillo de humo y tiempo, agonizando sobre flores de trinitaria morada, frente a una vela encendida. La palmatoria era de cobre y casino se veía de tanta esperma. Y en el aire, había un olor a remedio, a yodo, a hoja de tunaespaña quemada. 

    Otras visiones se me fueron aclarando a medida que transcurrían los díasresignados de la convalescencia. Las horas me iban acercando a una realidad quedesconocía. Y así tuve noción de un dolor ignorado. Los brazos me pesaban bajo la cobija. Diez espinas se me clavaban en el costado. La cabeza era de piedra y estaba poseída de unmalestar indefinible. El yodo me acercaba su olor de sangre desde los algodones.  

    "Ya no se muere, hija".  Puedo, sin embargo, percibir otras sensaciones. La mujer huele a ropa limpia y me

    conturba, a veces, cuando siento la caricia de sus manos sobre las mejillas y el roce dealgo abullonado sobre el hombro.

     Puedo, también, hilvanar ciertas frases dichas a mis pies y en la puerta que da a lacocina. Y puedo desde ese momento reconstruir una historia de la que fui protagonista y noconocía. 

    Veo las últimas casas de Píritu. Un patio con trinitarias y una vieja pared de piedras, por la que se desborda una rama de anón. Los frutos son grandes y de un colorverde blanquecino. Una mujer cansada atraviesa la calle, en dirección a las fuentes de La Fragua, con una lata vacía bajo el brazo. Sus pies levantan el polvo de la tierra.

    Veo un camino que estrechan viejas cercas de paloapique y cardones. Veo una cruzde largos brazos sembrada en piedras. Veo la casa de La Amapola, de donde huí unanoche, con las manos del negro Pedro, sangrantes y cararosas entre la capotera, como si fuera carne salada, como si fuera cecina, como si fuera un bastimento. 

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    Veo el alambre de una cerca y extrañas emociones, vagarosas como recuerdos, meestán acercando a un pasado. Allí está el mamón, bajo cuya ancha sombra amarraba elcaballo o echaba la paja a los burros. Y allí está la casa, perdida entre el monte que brotóen cuatro inviernos. El fuego dejó el negro tizne en una puerta que conducía a la ternurade Matilde. El fuego signó también con negro moho la ventana en cruz que miraba al

    atardecer; las puertas de cedro donde, con mi navaja, había grabado fechas y símbolos demi simple vida sentimental. Veo y siento la necesidad de una respuesta que no sea la que pueden darme mis

    hombres. Y estoy galopando hacia el pueblo, entre ojos que rehuyen los míos, entre manosque se enfrían sobre la cadena del freno. Y todos nos sabemos vergonzosamente culpables.  

    Vivo la guerra en el surco de mi propia carne. Ahora la guerra conlleva mi propioodio y una nueva forma de rabioso rencor contra mí mismo. Me siento más culpable quenunca y siento arder mis huesos, y siento como las otras sangres se están confundiendo conmi sangre. 

     Hasta entonces azules y amarillos vivíamos huyendo unos de otros. Y nada nosdistinguía como no fuera el pedazo de trapo en la punta de un palo. La guerra era esto. Y yo lo sabía de antemano. Pero, ¿quiénes eran los otros? La boca desdentada refugiada enel humo de la cocina asordaba y asordaba como la pavita en las oscuridades del aguacero,entre las horquetas de los palos más altos, y yo entendí, porque era cuanto gritaba laanciana, entre su saliva, que era la obra de El Cambeto, que era El Cambeto el que losmandaba.

    Otra voz añadió: "Es de la gente de Yaguaracuto. Antier pasaron hacia La Medianía. Si apuramos

    los alcanzamos".  Los cascos golpeaban la tierra y despertaban su bronco rumor.  De la piel de los

    caballos trascendía un olor fuerte y pesado. Caía la noche sobre el camino.   El techo pajizo de un rancho. Una tranquera. Los caballos estaban amarrados

    cerca de la casa, bajo el cujizal. Y nuestra bandera se iba poniendo azul oscura en elviento de la noche. Descargas. 

    "Gana el monte, Antonio, que esa gente está bien armada".  Descargas. El machete que choca contra el estribo. El animal desbocado que pega

    contra un árbol y bandera, y jinete y caballo se desgajan. Descargas. Un hombre que caede su montura y rueda, rueda aprisionado al estribo, en una nube de polvo amarillo. Descargas. Un hombre cae desde lo alto de la silla, da una vuelta en el suelo y ahí queda,los brazos en cruz y la camisa que se va empapando de sangre. 

     Después vino una oscuridad más gruesa que la noche. Y yo iba, solo entre las sombras, la cabeza sobre los bolsones, al paso de la bestia. Mis manos rozaban la tierra,tocaban la piel áspera de la yerba. El sopor iba quitando calor a mi sangre. Sueño. Sueño. Me pesaba la cabeza y casi no sentía el olor del cuero en la nariz. Sueño. En los cielos dela muerte la luz desvanecida de cuatro velas alumbraba mi perfil de cadáver. Una oscura figura de mujer lloraba mi muerte. Y un hombrecito estevado, que colgaba de su pechocomo un adorno ridículo, se bebía sus lágrimas. Sueño.  

    "¿Cómo vino a parar ese hombre aquí?".  Dolor y sueño. Dolor. La sangre al enfriarse tiene un olor de agua mineral. "Lléveselos y fusílelos detrás de la iglesia. ¡Estos malditos azules!   En la guerra no

     se carga preso amarrado". "Yo no me quiero morir". 

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     La mujer huele a hembra. La tierra mojada huele a mujer.  La yerba tierna huele amujer.  —  Ahora. Ahora. Ahora.  Estoy consciente y voy a matar a un hombre.  Ahora...  El hombre desmonta frente a la iglesia y alcanza la pesada puerta, que chirría al abrirse.

     Adentro se cuaja la oscuridad entre el vuelo rasante de los murciélagos. Un extraño rumorcomo de ánimas en rezo va llenando las naves. Su eco se diluye en cuchicheos sordos,como de colmenar en la noche. 

    (Ese debe ser Juan. Usa melena y un traje como de cura. El índice de su manoderecha se estira, tieso, sobre el libro de los evangelios. "Cuando San Juan agache eldedo..."). Llega al pie de la escalera y mira a través de una reja.

    (Este otro es San Juan también, y Cristo el otro hombre que lo acompaña. Éste esSan Juan Bautista. San Juan y Cristo eran unos hombres bien flacos. ¿Por qué dirán que la paloma es el Espíritu Santo? ¡Qué raro! El agua del Jordán tiene el color de la bandera delos azules. Azul de azulillo).

    Asienta el pie sobre el primer peldaño, cuando un golpe de viento abre una ventanaen lo alto y cierne su luz difusa sobre la pila del bautisterio. Se revuelve el olor a humedad,agrio, pesado.

    (Aquí hace años que no bautizan. Dicen que el bautismo saca el diablo del cuerpo."¿Cuándo bautizan al muchacho, Natalia?". "Cuando venga un cura al pueblo". La vieja se parecía a San Juan).

    Golpetean las hojas de la ventana y el hombre mira hacia arriba, donde la luzdesnuda los relieves de una cruz antigua empotrada en el muro.

    (Un hombre sin bautizar tiene el diablo en el cuerpo. La cruz es la contra del diablo.Una cruz puesta en la entrada de los caseríos hace que el diablo tuerza hacia otro camino.El diablo tienta a uno a la maldad. El que no es bautizado se lo lleva el diablo).

    ¿Pero es el eco de sus propias pisadas? El hombre ha percibido pasos a su espalda.Miles de voces ecoantes están subiendo la escalera tras sus alpargatas, plenan la oscuridad,se ovillan como culebras en sus corvas.

    ("El hombre, hijo, debe temer a Dios. Un hombre malo va derechito a quemarse enlas pailas del infierno". El diablo es un hombre con el pellejo rojo, como un fogón, quetienta a la maldad y lo empuja a uno a las pailas del infierno. ¿Qué es ese ruido?).

    Cuatrocientos años de terror supersticioso le van metiendo astillas de miedo en elhueco del pecho, sobre el que ningún cura pusiera el óleo del bautismo. Mira a los lados yse impone el silencio. Da un paso y la alpargata vuelve a despertar las invisibles presencias.Hilos de escondidas arañas le rozan el rostro, le penetran la piel y se le incrustan en losmúsculos.

    En esto, el viento apaga la luz del postigo y recoge la sombra de la cruz. Apura el paso, ya acobardado, sintiéndose rodeado de misteriosos fantasmas. Ahora sabe que tienemiedo. Ahora sabe que no está solo. Ahora sabe que tras de él otros pasos vienen borrandosus huellas.

     — ¿Quién es?Grita y acrecen los profundos murmullos, se hace más cortante el vuelo torpe de los

    murciélagos. Alguno le azota el rostro con su mal olor. — ¿Quién es?El eco le devuelve la pregunta. Podría hacer uso de su máuser. Como en la guerra.

    En la guerra una pregunta ¿quién viene? y si no contestan se tira a pegar. Pero ¿se puede

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    disparar a las escondidas voces de los invisibles fantasmas que pueblan una vieja iglesia?Cristo sangra en su cruz y tiene engusanadas las heridas de los clavos. San Juan Evangelistaha quitado los ojos del Espíritu Santo. Un ángel se ha refugiado en el nicho vacío de unaltar.

    Cruzó corriendo el coro y ya trepaba la escalerilla del campanario, cuando la voz le

    arañó la espalda: — Un hombre que va a la guerra no debe sentir miedo nunca, Piquihuye. Un hombreque va a la guerra debe ser un hombre en todas partes.

    (Dios habla con palabras profundas. Dios cobra los pecados de los hombres con palabras definitivas).

    Empezó a trepar con dificultad por la estrecha escalerilla.(Cuando Dios cree llegado el momento de castigar a los hombres malos, toma la

    forma de otro hombre. ¿Cómo vestirá Dios ahora? ¿Usará su barba amarilla y su manto blanco y rojo? ¿Tendrá en sus manos la herida de los clavos ?).

    Se sintió asido por un pie y temió mirar a sus espaldas. — Baja. Un soldado de Yaguaracuto debe saber darle el frente al peligro.(Dios sabía el nombre de todos los hombres. Dios conocía todos los pecados de los

    hombres. Dios lo mandaría derechito a las pailas del infierno y nada podría ya salvarlo).Se aferraba con desesperación a la escalera y sentía cómo sus uñas rompían la vieja

    madera carcomida.(Dios tiene la fuerza de cien hombres). No podría sostenerse mucho tiempo. Aquella fuerza lo iba atrayendo. Y caía.Intentó agarrarse de la vieja piedra y sintió cómo sus uñas se desgarraban. Un polvo

    de cal le hizo doler los ojos. — [¡]Ah!, ¿con que Piquihuye tiene miedo por primera vez en la vida?(Dios estaba frente a él, vestido como él, pero más grande que él. Alto, blanco,

    severo). — A mí me mandaban, querido Dios. Yo no hice nada por mi voluntad. A mí me

    mandaba mi general Yaguaracuto...Tartamudeaba y el miedo lo iba poniendo gris y pequeño. Retrocedía ante el otro,

    las manos en la cara. Antonio Calcurián sentía que el asco le hacía aflojar las manos. — Yo sé que la guerra es la guerra, Piquihuye, pero yo estuve en la guerra y nunca

    violé una mujer, ni robé un cochino, ni pegué candela a un rancho, ni arrasé un conuco.(Dios lo sabía todo. Dios sabía todos sus pecados. De nada le valdría gritar o

    defenderse. Dios tenía la fuerza de cien hombres. Y él estaba sólo en el rincón de unaiglesia, que era la morada de Dios. Solo y en las manos poderosas de Dios).

     — Yo tuve casas, potreros, ganado con mi hierro y una hermana...(Él no sabía que Dios tuviera una hermana. Dios era padre de todos los hombres.

    Pero él no sabía que Dios tuviera potreros y vacas paridas, y que viviera en una casacualquiera y encima de eso hablase de una hermana, a menos que no fuera La Magdalena yesa no era su hermana sino su querida).

     — Y casas y potreros me los quemaron un día, y me machetearon los animales por el puro gusto y a esa hermana me la perjudicaron un día, y yo no sé más de ella, no sé que esde ella, Piquihuye. Tú y tu gente le pegaron candela a las casas y a los pajales, acabaroncon mis animales y a mi hermana, tú el primero y luego los otros...

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    (Entonces él no lo sabía todo porque lo veía todo. Dios no era todopoderoso comodecía la gente. Dios no era infalible. Ahora lo veía alto, blanco y con la cabeza envuelta entrapos, pero no le tenía tanto miedo...).

    Intentó escurrírsele por entre las piernas y unas manos fuertes le abarcaron el cuello.Apretaban, apretaban. Le impedían respirar y ya no oía la voz del otro.

    Antonio Calcurián vio cómo se iban poniendo de vidrio los ojos pequeños delhombrecito. Vio cómo hacía esfuerzos por respirar. Cómo se iba ahogando poco a poco.Recordó entonces que así mismo morían las gallinas.

    Aflojó las manos y el cuerpo cayó sobre el piso y produjo un golpe flojo.Entonces la campana, la que todos conocían como La Cantadora, porque vibraba

    como un vidrio y la oían hasta más allá de Yai, hasta la misma boca de Unare, empezó adoblar, como si un entierro estuviera entrando a la iglesia o fuera día de los santos difuntos.

     — ¡Tan, tan! ¡tan! — ¡Tan, tan! ¡tan! — ¡Pero qué coño pasa! ¿Se habrá vuelto loco ese Piquihuye?Sonó una descarga. Otra. Otra. — ¡Pan, pan! ¡Pan, pan! — ¡Pssssssss! — ¡Pan, pan! ¡Pan!Luciíta Rojas lo oyó. Lo oyó Doña Lucía Serpa. El general Pío Yaguaracuto daba

    órdenes entre la balacera. — Ésta es la hora en que los necesito. Que nadie corra, ¡carajo! — ¡Pan, pan! — ¡Pan!La campana que doblaba, los tiros, el general Pío Yaguaracuto que maldecía, que se

    atoraba con los gritos, el aire lleno de pólvora, un caballo que relinchó, las carreras, lostiros.

    ( —  No fue como lo contó el jefe amarillo, que aquello fue una carga como la deFrancisco Jiménez en Los Barrancones, el 17, contra Bolívar. Pío Yaguaracuto tumbó las puertas de la iglesia y se metió con caballo y todo hasta adentro. De vez en cuando apenassi sonaba un tiro y ya hacía rato que la campana había dejado de tocar. En el altozanoquedaron unos cadáveres. Había hasta un muchacho de apenas quince años, con un ojovaciado de un balazo. Ahí se empezaron a podrir porque todos en el pueblo tenían miedo.

    A Antonio lo cogieron con cuatro más, en la torre, porque se les acabaron las balas,y les amarraron las manos a la espalda con unas pitas. El le debía a mamá siete reales deempanadas y arepas. Cuando los llevaban hacia la parte de atrás de la iglesia, a fusilarlos, legritó a mamá:

     — Ah, doña Lucía. Venga para pagarle sus siete reales.Qué va. Cuando corrimos ya estaban muertos, con el pecho lleno de agujeros,

    atados como estaban. Ya Pío Yaguaracuto abandonaba el pueblo y no llevaba bandera porque se le enganchó en una rama del pericoco y no se ocupó de recogerla. Ahí estuvo,como esos papagayos que se les caen a los muchachos cuando deja de soplar el viento, y searrugan y se rompen. Antonio estaba como si quisiera decir algo; era el único boca arriba ytenía la cabeza sobre un pedazo de muro de esos que y que eran de un castillo de cuando losespañoles. Mamá le cerró los ojos; y yo no pude dejar de llorar, a pesar de que mamá me lo prohibió.

  • 8/15/2019 Los Cielos de La Muerte

    10/10

     — Lloré por los siete reales, pero no por ningún hombre de estos. ¿Qué se le iba a pedir a mamá? Siete reales eran siete reales, un dineral, pero ella fue quien se los fió.

    Se pudrieron; y no nos atrevíamos ni a mirar para la calle. Esa tarde por cierto se puso un cielo rojo, como una candela, señal de que al día siguiente iba a llover. Pero nocayó ni una gota de agua. Tuvimos que quemar monte en los cuartos para ver si alejábamos

    el mal olor. Ni se aplacó el polvo ni dejó de soplar la brisa sobre los hombres del altozano. No es cierto que Antonio Calcurián me enamorara. Me gustaba y una vez, mientrasesperaba que mamá lo despachara, se recostó de la barda y me buscó conversación. No eraun individuo cualquiera y nadie sabe por qué cayó en eso. Tenía el pelo bonito y era buenmozo Antonio Calcurián. Mamá había tratado a su familia, en Píritu. A Piquihuyecostó trabajo reconocerlo. En unas fiestas de San Antonio subieron al campanario yhallaron el huesero. Un hijo de los Querecuto cogió dos de esos de las piernas, que sonlargos, y se puso a tocar la campana, pero no sirvieron; no le sacaban nada a la campana.Además, no faltó quien se lo criticara. A los muertos se les debe algún respeto).