Los buenos principios

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L OS BUENOS PRINCIPIOS Carlos Pérez Merinero M e han dicho los que dicen que saben de esto, cual- quier cosa que sea esto, me han dicho, sí, que la mejor forma de empezar un relato es hacerlo con una frase contundente. Post under: Relatos

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Carlos Pérez Merinero nace en Écija (Sevilla) en 1950. Es licenciado en Económicas por la Universidad Complutense de Madrid, y ha sido profesor universitario. Acabó abandonando la docencia para dedicarse a la escritura de novelas y guiones de cine. Muchos han querido ver en él una réplica andaluza, llena de humor, a la literatura de Jim Thompson, y así lo confirman su pasión por los refranes, la espontaneidad de su prosa y su capacidad para jugar con las palabras. En "Los buenos principios" nos cuenta cuál es la mejor forma de comenzar una narración, cómo dotarla de un principio bueno.

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Carlos Pérez Merinero

Me han dicho los que dicen

que saben de esto, cual-

quier cosa que sea esto,

me han dicho, sí, que la mejor forma

de empezar un relato es hacerlo con

una frase contundente.

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Me han dicho los que dicen que saben de esto, cualquier cosa que sea esto, me han dicho, sí, que la mejor forma de em-pezar un relato es hacerlo con una fra-se contundente. Contundente y efectiva. Efectiva, pero no efectista. Porque si es efectista, aseguran los que están segu-ros de todo, se te ve el plumero desde el principio. Y ya (casi) nadie, agregan, escribe con pluma, aunque haya mucho bujarrón suelto.Me he sentado –no añadiré que “cómo-damente” porque el sitio no permite esas licencias poéticas–, me he sentado, de-cía, en el banco corrido, privado de inti-midades, de la antesala del ambulatorio donde tiene su consulta el psiquiatra al que me tienen asignado las autoridades

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sanitarias, y rodeado de locatis, presun-tos y/o reales, y de sus acompañantes, también ellos como chotas, a tenor de las conversaciones que sostienen, me he sentado, reitero, he sacado, bajo la mira-da, más que atenta, destripadora, de los presentes, he sacado, sí, un cuaderno y un bolígrafo, y después de mucho pen-sarlo, me dispongo a escribir una primera frase. Una primera frase contundente y efectiva. O eso, al menos, creo yo. Aun-que si lo pienso bien, y me desdoblo en crítico literario, la frase que voy a escri-bir puede ser también un poco, es decir, bastante, efectista.Me dejo de misterios –abomino de los subgéneros; yo quiero escribir un cuento serio–, y la suelto. O sea, la pongo en le-

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tras de imprenta. Ahí va: “Me cago en tu puta madre”.Al escribirla, de la emoción, del goce, li-terario el goce –ni me corro ni nada; esto no es Jauja–, al escribir esa frase, la fra-se, la primera del cuento, me emociono, ya lo he dicho, y me veo en la necesidad –perentoria, cómo no, la necesidad– de leerla en voz alta.Oír “Me cago en tu puta madre” y mirar-me todos –pero todos, ¿eh?– los que se encuentran a mi lado allí, es decir, aquí, en esta antesala del psiquiatra, es una. No he visto en mi vida un ejemplo mejor de la correlación que existe entre causa y efecto.Suelto la frase y todos me miran, sí. Me miran, los más, como si no terminaran de creerse lo que han oído.

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Como quiera que continúan mirándome, digo en un bisbiseo que no puedo sino calificar –ya que quiero ser escritor, escri-tor realista– de cobardica: “Perdón”.Y los que me miraban, y continúan mirán-dome, es decir, los más, no me perdonan. Qué me van a perdonar. No me gusta an-dar, andar ni enredar, con tópicos, pero lo leo en sus ojos. Leo en sus ojos, sí, sue-na más que remanido –remanido y traído por los pelos; yo,en mi vida de mirón, no he leído más que legañas en los ojos de los otros–, veo en sus ojos, leía, que no, que no me perdonan, y añado más alto que el “Perdón” con el que nadie me per-donó: “Es que estoy escribiendo un cuen-to y…”No sé qué ha sido peor. Si lo del “Perdón” o lo de estar escribiendo un cuento. Los

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que me miraban antes, o sea, los más, me siguen mirando, y los pocos que no me miraban, al ver la persistente –persisten-te y asesina; “asesina”, coño; dejémonos de florituras y de cogérnosla con papel de fumar, y llamemos a las cosas por su nom-bre; si un coño es asesino, nombrémoslo en los papeles como “coño asesino”; no sería el primero; hay bibliografía al res-pecto–, al ver la persistente, persistente y asesina, mirada, decía, escribía, de los más sobre mí, los pocos que no me mi-raban dejan de hacer locuras o de hablar sobre ellas, y me miran ellos también.Son miradas nuevas, y quieras que no, lo nuevo mosquea. Si lo novedoso es un te-levisor de alta definición y en no sé cuán-tas dimensiones, he de reconocer que la cosa gusta. No le puedes tocar las tetas

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a las chicas que salen, como parece que te prometen, pero gusta.Ahí, en ese terreno tecnológico, admito que puede gustar lo nuevo. Pero en cues-tión de miradas en antesalas de psiquia-tras en un ambulatorio, difiero. Lo siento, pero difiero.Esas nuevas miradas, es decir, éstas, son todavía más criminales que las primeras, las que me dirigían los más; ahora, los más, ya no sólo pendientes de mí, sino de la mirada de los recién llegados. Re-cién llegados al voyeurismo, porque ahí, o sea, aquí, estaban todos cuando yo lle-gué y cogí sitio en el banco corrido en el que me encuentro.Los que dicen que saben de esto, cual-quier cosa que sea esto, suelen aconse-jarte en cuanto que te descuidas, que un

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escritor, a la hora de escribir, debe abs-traerse de lo que le rodea y centrarse, ole, en la creación. La creación literaria, ahí es nada. Cosa fina la niña.En el banco corrido de la antesala de un psiquiatra de ambulatorio los ponía yo. Y para que se metieran en situación, los ubicaría en el “¿Eres idiota, o qué? ¿No ves que te estoy llamando?”Voy a replicarle que no veo porque tengo los ojos cerrados, cuando me callo al oír que me dice: “Me cago en tu puta ma-dre”.Siento en lo más íntimo de mi autoría que me están plagiando, y abro los ojos. Uno de los rebotados del banco corrido tiene en sus manos mi cuaderno. Mi cuaderno de escritor de cuentos con buenos princi-pios.

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Trato de arrebatárselo, pero entre que él no quiere devolvérmelo y que la enferme-ra –a saber qué harán juntos en sus ratos libres esos dos, ella y el cleptómano de cuentos ya empezados–, y que la enfer-mera, decía, escribía, se pone de su par-te, cuando trato de percatarme de lo que ocurre, estoy en el despacho del psiquia-tra.“¡Cuánto bueno por aquí!”, exclama el ga-chó al verme aparecer en escena, acom-pañado del sujeto y la sujeta que me suje-tan. Ya sé –no soy tan obtuso como para que no me entre en la cabeza que son muchas sujeciones, demasiadas depen-dencias, un exceso de subordinaciones–, ya sé, mecachis en la mar, la mar me-rinera, que así no pasaré de la primera frase, ese “Me cago en tu puta madre”,

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pero como todavía me dura el cabreo por el expolio sufrido, me dejo de comedu-ras de coco: “Eso es de mi propiedad”. Y para que no haya dudas entre la selecta –mejor lo dejamos en “nada corriente”– concurrencia, señalo el cuaderno.“¡Tú, fuera!”, bufa el matalocos. Pienso, –sí, sí, ya sé que lo mío es otra cosa que pensar; pero cómo llamo a la actividad que hago (o no hago) con la cabeza, si todavía no se ha inventado la palabra–, pienso, aunque alguno se indisponga por esta inexactitud, que se está refiriendo a mí, y, mientras preparo un insulto que le ponga en su sitio, es decir, en psiquiatra, hay que joderse, de ambulatorio, menu-do carretón lleva el tío, y mientras pre-paro lo que no termino de preparar, me percato de que no, de que el “¡Tú, fuera!”

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no iba lanzado a mí, sino al averiado que me acompañaba en el banco, el banco corrido, y que se apropió de mi cuaderno para cagarse en su puta madre.“¡Y tú, vete con él!”. Como ya le tengo co-gido el tranquillo al lenguaje que se gasta el que se las da de jefe, y lo entiendo con la mayor de las perfecciones, comprendo a la primera que la cosa no va conmigo, no, sino que a la que echa también es a la enfermera.Antes de que se vayan, les dice: “A ver, ese cuaderno”. Se lo entregan, y oigo, sí, cómo la enfermera me sigue el apunte y dice, no aludiendo a mí, qué va: “Me cago en tu puta madre”. El que se les da de psiquiatra se hace el loco y mira al techo, remedando muy malamente lo que sus pacientes –al menos, yo– hacemos en su

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presencia. Mirar al techo, sí, y comprobar que en él, en el techo, ni hay cielos azu-les ni hay nada. Sólo desconchones.“Me cago en tu puta madre”, ha dicho la enfermera. A esto le llamo yo tener un gran éxito, literario el éxito. ¡Sólo he es-crito una frase y ya la gente la ha hecho suya! La enfermera me caía antipática, pero ha dejado de serlo en cuanto que la he oído paladear el fruto de mi ingenio.Enfermo y enfermera se van, y nos que-damos sólos él y yo. Yo soy yo, y él, el tratalocos. Abre el cuaderno y lee lo que hay escrito. Y no lo hace para él solo, no, sino que tengo que enterarme yo también. “Me cago en tu puta madre”.En sus labios de mamón, la frase de la que me sentía tan orgulloso ya no me suena tan redonda. Él, sin embargo, dice, me

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dice: “Si quieres que te sea sincero, so-nar, suena bien”. Y añade: “Esto para qué es, ¿para el cuento que me advertiste el otro día que ibas a escribir?”.¡Advertiste! Como si le hubiese amenaza-do con un misil. ¿Es esa forma de tratar a un supuesto, supuesto o real, majara? Me recompongo como puedo, es decir, fatal, y, respondiendo a su pregunta, muevo la cabeza en sentido afirmativo, diciéndole que “Eso” es para el cuento que amena-cé escribir.Él, entonces, vuelve al cuaderno y relee la frase que ya ha pasado a ser de dominio público. Lo cierra –cierra, sí, el cuader-no– y me mira muy serio. En los ojos, sin embargo, le leo, con la capacidad lecto-ra que me caracteriza, una jovialidad de psiquiatra tunero, dado al fandango y a

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la francachela, me mira muy serio, insis-to, y me receta de palabra: “Sigue. Sigue escribiendo. Y cuando tengas el cuento completo, me lo traes.”Me tira el cuaderno –sí, me lo tira, no me lo entrega– y anota algo en una ficha; la mía, supongo. La ficha en la que cada día que vengo a verle escribe algo. A lo mejor, él, quién lo diría, es de mi misma cuerda, y tampoco cuerdo él, le da por escribir en la ficha “Me cago en tu puta madre”. En su caso, ay, referido a mí. A mí y a mi madre. Razón de peso para que deje de caerme fetén, si es que alguna vez me cayó algo más que regular este ángel caído.Termina de anotar lo que quiera que esté anotando, y dice: “Vas a hacer una cosa”. Se travestiza de mudito y, tras la pausa –pausa que aprovecho para practicar-

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le vudú, sin muñequitos ni nada; si el in-vento funciona es de Oscar a los mejores efectos especiales–, y, tras la pausa, de-cía, repite, me repite: “Vas a hacer una cosa”. Luego, acelera, y añade: “Sigue. Sigue escribiendo. Ya tienes la primera frase. Es un buen principio. Tira del hilo y completa la historia que quieres escribir. Te servirá de terapia. Y yo, y tus muchos lectores, que seguro los tendrás cuando se publique el cuento, sabremos cuál es el final. Porque sin final… porque sin fi-nal, sin un final, escúchame bien, no hay historia”. El avenate de crítico literario se ve que le gusta. Ahí es nada lo que ha cagado: “Sin final, no hay historia”.“Entendido”, me pregunta, después de haberme mirado lo suyo con sus ojitos de perdonabobos. Asiento, sosteniéndole la

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mirada con mis ojazos de tonto del culo, y me levanto.Antes de que me pierda de vista, dice, me dice: “Ya sabes. Para la próxima cita quiero verte con la historia acabada. Aplí-cate. Te vendrá bien.”Salgo del despacho y, al fijarme en los del banco corrido, los compadezco. Con menuda eminencia se van a encontrar. Capaz es de recetarles que también ellos escriban un cuento para, al final, terminar publicando una antología bajo el ilumina-dor y vaticanista título de “Totus locus”.No me despido de la enfermera. El hecho de que no me despida de ella no quiere decir que no la mire. Que no la mire, y que no lea en sus ojos –vaya práctica he cogido–, y que no lea en sus ojos, sí, que me desea lo peor, y que un día –el de la

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próxima cita, por ejemplo– me atará corto y me devolverá el favor de putearme.Sus ojos, ay, son un opúsculo culoinquie-to para mí, y pasan de un tema a otro con velocidad de robacarteras. O roba-cuadernos, que sería más propio al caso. Pasan de un tema a otro, sí, y lo último que leo en ellos, qué original, es, me lo temía: “Me cago en tu puta madre”. La frase del día y, a este paso, del año.Una vez en eso que llaman calle, y que yo, de escribir novelas y no cuentos, si tuviera espacio para explayarme, descri-biría con muchas dificultades, faltándome adjetivos y otros adminículos del oficio para darle al lector idea de la calle en la que me encuentro, faltándome tanto que estoy empezando a pensar –¡empezando a pensar!; pensar, hoy, pensar; esto me

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pasa por coqueterar con lo que primero, primero y más destacado, que ponen en sus tarjetas de descrédito es “Doctorado en Psiquiatría por la Universidad de Lo-quilandia, esquina a Harvard–, que es-toy empezando a pensar que ni para los cuentos, que son más cortitos, sirvo.Lo pienso y lo digo, lo digo y lo escribo: Ni para los cuentos sirvo. Es lo que tiene visitar al tío de la ficha, el que te tiene fi-chado, que sales de allí, pisas la calle, y la moralina, si es que la traías de casa, se te cae al suelo.Y menudo suelo. La calle y las aceras no son más que un túmulo –quería escribir “cúmulo”– de chorizos mierderos de perra y meadas de machos cerveceros. Pero es así, lo que son las cosas, ahí, sí, en medio de la mierda y de la basca, de los

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orines y de los condones usados, a saber con qué fin, es ahí, lo que son las cosas, decía, escribía, dónde, dónde y cuándo, me viene la inspiración, ese tesoro de los cuentistas.Me detengo –cómo que si me detengo; me detengo a mí mismo, sin necesidad de que los Cuerpos y Fuerzas de Seguri-dad del Estado despilfarren el dinero pú-blico conmigo–, me detengo, repito, y, al detenerme, me paro.Y no sólo me paro y me detengo, sino que aprovecho la circunstancia para mear yo también en esa, esta, acera, en la que todo el mundo parece necesitar hacer sus necesidades.Pero no todo es hacer guarrerías. Mien-tras guarreo con mis necesidades, siento, bien sentido, que la meada me está ca-

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yendo de maravilla. Y es al sacudírmela –momento delicado donde los haya; hay algunos que, por muchos años de expe-riencia de que presuman todavía se po-nen las manos perdidas de orina–, y es al sacudírmela por segunda vez –todas las precauciones son pocas– cuando me digo: “Ya lo tengo”.Y no me refiero al cuaderno en sí, que lo tengo en la mano –en la otra no tengo ya la minga, que me la guardo hasta la próxima; tampoco se trata de dar un es-pectáculo callejero; se ha meado, ¿no?, pues se acabó la función; hay algunos a los que algo tan simple no les entra en la cabeza y caen de bruces en el Código Penal por exhibicionistas–, y no, decía, escribía, no me refería al cuaderno en sí cuando he soltado lo de “Ya lo tengo”.

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Y lo que tengo es un nuevo principio. Un nuevo buen principio que no está ya en boca de todos, incluidos los bocazas. Soy un hombre de futuro y puedo romper con el pasado, con mi pasado de principian-te.Arranco del cuaderno la página donde escribí “Me cago en tu puta madre”, y la rompo. Con dos cojones; en pedazos. En pedazos, la hoja.Tiro los pedazos –los pedazos de hoja; aquí, los pedazos de cojones, los cojon-citos, ni mentarlos–, tiro los pedazos de “Me cago en tu puta madre” al suelo, para que los servicios de limpieza del Ayunta-miento tengan algo decente que hacer, y me repito: “Ya lo tengo”.Y lo que tengo, me cago en mi padre –y esto lo digo, o sea, lo escribo, jaleándome

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por la agudeza de la novedad–, y lo que tengo, ay, es, sí, otro buen comienzo para un cuento. Oído al canto: “Me cago en tu padre”. ¿A que esta primera frase pinta bien? ¿A que es contuindente y efectiva, que no efectista?Ya me veo escribiéndola y trayéndosela al mandanga psiquiátrico para que me saque la radiografía, con su complejo de Edipo –el mío, y puede (¿sólo puede?) que también el suyo–, con su complejito de Edipo, decía, y toda la pesca.Llegando a casa, me pongo manos a la obra. ¡La obra! Yo, autor, por fin, de una obra. ¡Y mi padre –“Me cago en mi pa-dre”–, que quería que me dedicara a la construcción! Se va a comparar una obra con otra.Sí, en cuanto que llegue a casa me pongo

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manos a la obra. No hay que desaprove-char un buen principio. Y ya llevo dos. Se ve que estoy en racha principesca. Con-vertido en un principito estoy. Ole.Y como no hay dos sin tres, seguro que se me ocurre otro antes de que llegue a casa. Joder que si se me ocurre otro. ¡Ya lo tengo! ¡Ya lo vuelvo a tener! ¡Menudo principio!He dicho, he escrito, que no me gustan los suspenses, y aquí tienes un principio de los buenos, buenos: “¡Que te jodan!” Sí, coño, has leído bien. Lo repito con to-das las letras: “¡Que te jodan, lector!”¿A que te gusta? ¿A que es bueno?

Madrid, a finales, que no principios, de septiembre de 2010

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Es licenciado en Econó-micas por la Universidad

Complutense de Madrid, y ha sido profesor universita-rio. Acabó abandonando la

docencia para dedicarse a la escritura de novelas y guiones de cine.

Muchos han querido ver en él una réplica andaluza, llena de humor, a la literatura de Jim Thompson, y así

lo confirman su pasión por los refranes, la esponta-neidad de su prosa y su capacidad para jugar con las

palabras.