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Los Cuadernos de Arte LO OCULTO Enrico Castelli Gattinara E n la primavera de 1960, en el interior del Sculpture Garden del Museum of Modern Art de Nueva York, una extra- ña escultura mecánica se autodestruyó explotando y hundiéndose en el estanque del museo. Se trataba del 'Homenaje a Nueva York', de J. Tingueley, la primera máquina construida con el fin específico de autodestruir- se, de 'suicidarse'. El chirriante y humeante in- vento había sido ideado para una exposición; así pues tenía la intención (si bien lejana y retorci- da) de ser una obra de arte. Una obra de arte que mostrase, a través de sí misma, la pertur- bante realidad a la que estaba obligada a remitir- se; un dominio moribundo de las máquinas «al servicio del hombre», sustituido por el cada vez más prepotente de las 'máquinas' (aquí la cursi- va se hace necesaria) «sustitutivas del hombre». Así pues, un lugar común tras el cual se ocultan incluso los límites de un pensamiento. Las má- quinas, el mundo, el mostrar como un acto artís- tico que se retira (el mecanismo autodestructi- vo) de la arrogancia de los presentes, pero que al retirarse muestra indiscretamente su gesto. lQué mor idea, entonces, que la de humanizar a las máquinas hasta en el momento más des- concertante del ser humano: el suicidio? A la máquina siempre se la ha considerado como uno de los ultrajes mayores en relación con la humanidad del hombre... La impotencia del hombre debía recurrir a instrumentos exter- nos a él. Su humanización (pensar, aunque sólo sea, en la nción determinante desempeñada en este sentido por el diseño publicitario e in- dustrial) no ha sido nunca otra cosa que la tenta- tiva de suavizar la inquietante distancia que la separa del llamado humano. Pues bien, el centro de las rerencias (remisiones) de toda relación me- cánica seguía siendo siempre el vio «hombre». La obra de Tingueley, sin embargo, se revela de un carácter particular, ya que, si bien se atribuye a un aparato mecánico una nción específicamente humana (cosa nada nueva), lleva la idea al límite. El instrumento 'suicida' no es de hecho sólo una má- quina, sino una obra de arte destinada a una exposi- ción en un museo. Su metára tal sigue estando aprisionada en este papel; no es la auténtica máqui- na común, producto de una técnica presente en el mundo organizado, la que se destruye; no es el ca- lentador de agua de la vivienda, la cadena de monta- je automatizada o el ordenador, los que se estropean o se suicidan. La talidad (organizada desde los tiempos de la producción y de los intereses consu- mistas del mercado) no entra a rmar parte de estos instrumentos de la vida diaria como un impulso ha- 28 cía el extremo de la decisión más trágica, que, en cambio, Tingueley pone en correspondencia con su aparato mecánico. El límite no habita en la vida diaria. El límite parece tener sus espacios en otra parte (en otros esquemas y en otros estados de co- sas): en los museos, en los lugares eminentes de la cultura o en el estudio experimental. El suicidio «puesto en escena» por Tingueley tiene lugar en el estanque del museo (en parte); el 'experimentum crucis', que permitirá la sión nuclear tiene lugar entre las paredes de un laboratorio; la prondidad de un pensamiento filosófico se expone en el espa- cio de un aula. Estos lugares parecen 'cerrar' el ex- tremo de su ámbito y ocultar así su esencial perte- nencia al dominio de lo cotidiano. La muchedumbre que ha asistido a ese inusual espectáculo se precipitó sobre los restos, para con- servarlos como preciosos troos, reliquias de un gesto que, mientras tanto, hablaba aún. No es rele- vante si quien recogía estos pedazos, lo hacía con la evidente esperanza de su revalorización; el ele- mento «superviviente» del aparato manifestaba igualmente algo (como toda reliquia atestigua del cuerpo santo y al mismo tiempo de la inagotabili- dad de sus poderes). Las piezas recogidas (ruedas dentadas, tornillos, tubos...), en el mismo hecho de su recogida, se revelan máquinas remitentes a la máquina entera suicida; en suma, máquinas componentes de máquinas, cuyo aspecto mecáni- co remitía al diseño mecánico del gesto trágico, en el que habían tenido su origen. Tingueley sabía bien cuál era el propósito de su obra; la intensidad irónica de su acto se inser- taba en la banal reacción: «iUna máquina no puede suicidarse!» El «no puede» de la reacción inmediata, revela que su aparato escondía 'algo'. La acción llevada a cabo por ese conjunto de ruedas, poleas y motores no se agotaba en la de- nuncia de un imperialismo tecnocrático. La «in- vención» muestra 'algo más'. lNo muestra, quizá, que el arte, si vincula su su- pervivencia a la colaboración con la tecnología, no tiene otra alteativa que la muerte? lSu agota- miento en la «mortal seriedad» de la técnica? El juego suicida de Tingueley muestra la ac- ción rzada de su imparcialidad, el desnda- mento de su urdidura. En su construcción se es- conde el rechazo (también, como «acto» artísti- co) a permanecer siendo un mero aparato; su autodestrucción ilustra la pobreza de la mirada, que lo ve como un simple objeto. Los objetos considerados como simples presencias, decía Heidegger, determinados por su utilidad y por su bricación, pierden la posibilidad de revelar- se en la esencia de su ser cosas. Del mismo mo- do, la esencia de la técnica, tematizada filosófi- camente, se revelará más que como un puro me- dio instrumental. «Algo más», otra cosa (y tal vez también algo menos, algo más discreto) se muestra retrayéndose tras el objeto, a la obra de arte, a la cosa. Algo que es la cosa misma, su esencia, y que también esencialmente se subs- trae. El gesto suicida manifiesta un trágico sus-

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Los Cuadernos de Arte

LO OCULTO

Enrico Castelli Gattinara

En la primavera de 1960, en el interior del Sculpture Garden del Museum of Modern Art de Nueva York, una extra­ña escultura mecánica se autodestruyó

explotando y hundiéndose en el estanque del museo. Se trataba del 'Homenaje a Nueva York', de J. Tingueley, la primera máquina construida con el fin específico de autodestruir­se, de 'suicidarse'. El chirriante y humeante in­vento había sido ideado para una exposición; así pues tenía la intención (si bien lejana y retorci­da) de ser una obra de arte. Una obra de arte que mostrase, a través de sí misma, la pertur­bante realidad a la que estaba obligada a remitir­se; un dominio moribundo de las máquinas «al servicio del hombre», sustituido por el cada vez más prepotente de las 'máquinas' (aquí la cursi­va se hace necesaria) «sustitutivas del hombre». Así pues, un lugar común tras el cual se ocultan incluso los límites de un pensamiento. Las má­quinas, el mundo, el mostrar como un acto artís­tico que se retira (el mecanismo autodestructi­vo) de la arrogancia de los presentes, pero que al retirarse muestra indiscretamente su gesto. lQué mejor idea, entonces, que la de humanizar a las máquinas hasta en el momento más des­concertante del ser humano: el suicidio?

A la máquina siempre se la ha considerado como uno de los ultrajes mayores en relación con la humanidad del hombre ... La impotencia del hombre debía recurrir a instrumentos exter­nos a él. Su humanización (pensar, aunque sólo sea, en la función determinante desempeñada en este sentido por el diseño publicitario e in­dustrial) no ha sido nunca otra cosa que la tenta­tiva de suavizar la inquietante distancia que la separa del llamado humano. Pues bien, el centro de las referencias (remisiones) de toda relación me­cánica seguía siendo siempre el viejo «hombre».

La obra de Tingueley, sin embargo, se revela de un carácter particular, ya que, si bien se atribuye a un aparato mecánico una función específicamente humana ( cosa nada nueva), lleva la idea al límite. El instrumento 'suicida' no es de hecho sólo una má­quina, sino una obra de arte destinada a una exposi­ción en un museo. Su metáfora fatal sigue estando aprisionada en este papel; no es la auténtica máqui­na común, producto de una técnica presente en el mundo organizado, la que se destruye; no es el ca­lentador de agua de la vivienda, la cadena de monta­je automatizada o el ordenador, los que se estropean o se suicidan. La fatalidad ( organizada desde lostiempos de la producción y de los intereses consu­mistas del mercado) no entra a formar parte de estosinstrumentos de la vida diaria como un impulso ha-

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cía el extremo de la decisión más trágica, que, en cambio, Tingueley pone en correspondencia con su aparato mecánico. El límite no habita en la vida diaria. El límite parece tener sus espacios en otra parte ( en otros esquemas y en otros estados de co­sas): en los museos, en los lugares eminentes de la cultura o en el estudio experimental. El suicidio «puesto en escena» por Tingueley tiene lugar en el estanque del museo (en parte); el 'experimentum crucis', que permitirá la fusión nuclear tiene lugar entre las paredes de un laboratorio; la profundidad de un pensamiento filosófico se expone en el espa­cio de un aula. Estos lugares parecen 'cerrar' el ex­tremo de su ámbito y ocultar así su esencial perte­nencia al dominio de lo cotidiano.

La muchedumbre que ha asistido a ese inusual espectáculo se precipitó sobre los restos, para con­servarlos como preciosos trofeos, reliquias de un gesto que, mientras tanto, hablaba aún. No es rele­vante si quien recogía estos pedazos, lo hacía con la evidente esperanza de su revalorización; el ele­mento «superviviente» del aparato manifestaba igualmente algo ( como toda reliquia atestigua del cuerpo santo y al mismo tiempo de la inagotabili­dad de sus poderes). Las piezas recogidas (ruedas dentadas, tornillos, tubos ... ), en el mismo hecho de su recogida, se revelan máquinas remitentes a la máquina entera suicida; en suma, máquinas componentes de máquinas, cuyo aspecto mecáni­co remitía al diseño mecánico del gesto trágico, en el que habían tenido su origen.

Tingueley sabía bien cuál era el propósito de su obra; la intensidad irónica de su acto se inser­taba en la banal reacción: «iUna máquina no puede suicidarse!» El «no puede» de la reacción inmediata, revela que su aparato escondía 'algo'. La acción llevada a cabo por ese conjunto de ruedas, poleas y motores no se agotaba en la de­nuncia de un imperialismo tecnocrático. La «in­vención» muestra 'algo más'.

lNo muestra, quizá, que el arte, si vincula su su­pervivencia a la colaboración con la tecnología, no tiene otra alternativa que la muerte? lSu agota­miento en la «mortal seriedad» de la técnica?

El juego suicida de Tingueley muestra la ac­ción forzada de su imparcialidad, el desfonda­mento de su urdidura. En su construcción se es­conde el rechazo (también, como «acto» artísti­co) a permanecer siendo un mero aparato; su autodestrucción ilustra la pobreza de la mirada, que lo ve como un simple objeto. Los objetos considerados como simples presencias, decía Heidegger, determinados por su utilidad y por su fabricación, pierden la posibilidad de revelar­se en la esencia de su ser cosas. Del mismo mo­do, la esencia de la técnica, tematizada filosófi­camente, se revelará más que como un puro me­dio instrumental. «Algo más», otra cosa (y tal vez también algo menos, algo más discreto) se muestra retrayéndose tras el objeto, a la obra de arte, a la cosa. Algo que es la cosa misma, su esencia, y que también esencialmente se subs­trae. El gesto suicida manifiesta un trágico sus-

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traerse. La máquina, que lleva a cabo un gesto así, llama -como obra de arte que es- a su esencia, rompiendo el hábito de los presuntos problemas ya resueltos.

Lo que tenemos de frente como objeto, si bien en la rica complejidad de sus estructuras internas, sacada a la luz por la ciencia, se mues­tra íntimamente ligado a su impensada esencia. El gesto suicida ya no puede estar frente a noso­tros como un 'Gegenstand', como la noticia leí­da en la crónica de un periódico, sino como un hecho esencial, un juego de remisiones que cuando se le quiere seguir, nos lleva cada vez más lejos ( cerca), sin llegar nunca a un final ( ese final, límite, piedra militar o palabra que noso­tros mismos somos). Pensar en la máquina de Tingueley sería, en este sentido, un impulsarla hacia dentro de sí misma; el desvanecimiento de su estructura, las piezas recogidas, la misma ex­plosión, de simples consecuencias de un juego programado, se revelan también (ya que mantie­nen, totalmente, su aspecto «grgenstandlinch») como relaciones esenciales y, nos atreveríamos a decir, líneas de fuerza virtuales. La urdidura fenomenológica del objeto y del gesto -y es por eso por lo que se hace importante su trágica tea­tralidad- se descubre insuficiente para seguir el juego abierto de remisiones; éste es el límite contra el que choca toda crítica de arte, que as­pire a 'resolver' la obra a la que se aplica. Ello no conlleva, quede bien claro, la desaparición del aspecto imparcial de la obra (de cualquier cosa), la fuerza de su ser 'Gegenstand' o la ilegitimi­dad de un discurso científico, del que cada día es posible constatar su poder; se propone sim­plemente un 'punto de vista leibnicianamente' diferente. La obra de Tingueley nos parece ele­va la cuestión. Se trata, entonces, de reflexionar a partir de puntos de vista diferentes, sin caer, por ello, en la erección de una jerarquía de valo­res en base a la cual éstos se elegirían.

El juego abierto de remisiones, como el as­pecto heideggerianamente ambiguo de la verdad

(revelación/ocultación), muestra el riesgo en el que incurre un análisis resolutivo de las cosas. Una parte del arte del siglo XX ha afrontado es­te riesgo en una «consonancia» sorprendente con el pensamiento de Heidegger. Y esta conso­nancia se ha expresado sobre todo en relación con las «cosas», con una reflexión sobre éstas. De hecho, las 'cosas' están condenadas a disi­parse cuando sólo se las considera en base a su simple presencia objetiva, pertenecientes a un mundo técnico y planificador que deja sin indagar su esencia. Igualmente, se disipan cuando el poder de la «Tierra» ( eso de lo que surgen y en lo que se mantienen) de ser reserva de significados, como «lo que no se ha manifestado nunca plenamente» y que permite la generación de obras siempre nue­vas (u otras), permanece en el olvido.

No se trata ya, por lo tanto, de «redimir» al mundo de las cosas, gracias a una expresión artística o a un pensamiento filosófico, que de-

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nuncia un dominio (Foucault ha mostrado ex­haustivamente que todo saber se ejerce como poder) científico-tecnológico. No se trata, en de­finitiva, de encontrar o ejercer terapias cultura­les especiales para un supuesto mundo en decli­ve. Se trata, en cambio, de saber mirar 'más allá' de lo que se presenta de inmediato, y de presen­tar el presente de una forma tal, que deje traslu­cir esta superación. «Sería una locura lanzarse a ciegas contra el mundo de la técnica, sería mio­pe condenarlo en bloque como obra del diablo», escribe Heidegger, ya que «ya somos esclavos» de los productos de la técnica. «Sin embargo -continúa poco después- podemos 'también'comportamos de otra forma. De hecho, pode­mos hacer uso de los productos de la técnica y,al mismo tiempo, en cualquier utilización quehagamos de ellos, podemos mantenemos libresde ellos ( ... ). Podemos decir que sí al uso inevi­table de los productos de la técnica y al mismotiempo podemos decirles que no, impedir quetomen ventaja sobre nosotros, que deformen,confundan y destruyan nuestro ser( ... ). Querríanombrar a esta conducta, con una antigua pala­bra: el abandono frente a las cosas ('die Gelas­senheit zu den Dingen'). De esta forma logra­mos ya no ver las cosas sólo desde el punto devista de la técnica, por fin vemos claro y recono­cemos que la producción y el uso de las máquinasexige de nosotros otra relación con las cosas».

Así pues, «nosotros» podemos comportamos 'también' de otra forma en relación con el mun­do técnico-utilitario y encontrar así 'otra' aplica­ción a las cosas. Los dos términos subrayados quieren llamar la atención sobre la no exclusivi­dad de un proceder así. Pero queremos poner en claro la relación con la ciencia. Heidegger lo ha­bía ya hecho durante las clases del semestre in­vernal 1935-1936, en un curso que tenía por títu­lo 'Cuestiones fundamentales de la metafísica' y que fue publicado en 1962 como 'Die Frege nach dem Ding'. Su interpelación a la filosofía versaba, de hecho, según Heidegger, sobre lo in­condicional ('Unbedingt'), sobre la cosidad .de las cosas, sobre lo que las condiciona sin ser a su vez condicionado; o sea, sobre lo que la ciencia no indaga. En este sentido, a Heidegger no le in­teresaba «ni reemplazar, ni mejorar la ciencia»

(lo «mejor» no significa más que una diferencia dentro de un mismo dominio); su interpelación quería colocarse en un saber de todo lo demás

('ganz anders') «de la ciencia o de lo que viene a llamarse una concepción del mundo» ('Anders als die Wissenschaft, aber auch anders als das, was man «Weltanschauung» nennt').

Tingueley provocó teatral/técnicamente la posibilidad de suscitar un simple pensamiento. Pero otro gran «artista» se mete de lleno en esta dirección, poniendo en revuelo el habitual mo­do de las cosas: Marcel Duchamp.

Siendo el tema de estas páginas una tentativa de aludir a la cuestión de la 'cosa', no se encami­nará a una crítica estética de las obras o de los

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autores considerados, ni a una crítica filosófica de los conceptos que podrían exponerse. La cuestión quiere limitarse a un simple apunte, a la revelación de una consonancia sin detenerse en la evidencia de las diferencias.

La cosa pensada excede la cosa expuesta y se une a la cosa dicha. Ser, historia y lenguaje son los tres caracteres esenciales en la interpelación filosófica, que Vattimo había intentado exponer en un viejo libro sobre Heidegger. Ahora bien, son precisamente estos tres caracteres los que vinculan a menudo toda indagación heideggeria­na en relación con las 'cosas'; el 'ser' de la cosa, el hecho de que 'ella' sea y el lenguaje en el que esa ya siempre se encuentra, son lo que se da como lo que hay que pensar. Se trata de un pen­sar encaminado a un substraerse, en el juego de las remisiones, en el que el pensamiento inte­rrogante encuentra a cada paso, se ve impulsado audazmente hacia un ilimitado desconcertante: la dificultad (limposibilidad?) de agotar definiti­vamente una «cosa» (un discurso, una indaga­ción, un descubrimiento ... ).

La distancia que separa los estudios husserlia­nos de los heideggerianos encuentra en el pen­samiento de la «cosa» su confirmación; pero también al mismo tiempo, una oculta complici­dad: la 'cosa' abre un problema fundamental pa­ra la filosofía, se trate del modo en el que se re­fleja en la riqueza de una subjetividad fenome­nológica, o bien se trate de un pensamiento del ser, que haya expulsado de sí toda filosofía del sujeto. Lo que permanece es el tema problemá­tico, como un terreno de fondo en relación con el cual los conceptos principales de las diferen­tes filosofías vienen a articularse (no consti­tuyendo, por lo tanto, el tema principal de las di­ferentes filosofías, sino la problematización re­currente 'respecto a la cual' ellas toman cuerpo). Ahora bien, la profundidad con la que Heidegger se enfrenta a la cuestión de la «cosa» siempre se refiere, tácitamente o no, a la forma en la que ésta había sido afrontada por la fenomenología; por eso, las cosas se indagarán a partir de la experien­cia diaria, como la analítica trascendental del Ser en 'Ser y Tiempo', para llegar a poder considerar en ello la «cosidad», o bien lo que pertenece a ca­da cosa en cuanto tal y que para ello siempre se substrae. Qúe se quiera o no, «Zu den Sachen sel­best» es un movimiento que sostiene la filosofía husserliana y la problemática heideggeriana.

Pero es un movimiento que también sostiene una serie de operaciones artísticas que se desa­rrollan en el curso de todo el siglo XX. Es evi­dente que el movimiento no ha sido nunca ex­plicitado por esta expresión artística, en cuanto tal (y es banal observar cómo el arte nunca ha «hecho» filosofía), pero la sorpresa de volver a encontrar una consonancia que sobrepase la evi­dencia de un Weltgeist podría permitir una ex­tensión al trabajo mismo de la filosofía.

Marcel_ Duchamp, en los años en los que pre­paraba una obra que habría roto la exclusividad

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plástica y representativa de las artes, el Gran Vi­drio, elaboraba al mismo tiempo una concep­ción de la obra de arte correlativa directamente con una interpelación sobre el objeto y sobre la cosa. Aquí es donde podría dejarse sentir una consonancia con Heidegger. El objeto ya no se representa, ni se reproduce, sobre una superficie o en un material propios del arte; éste se exponeen cuanto tal. En 1913 -fecha de las primerasnotas sobre el Gran Vidrio- Duchamp compusosu primer 'ready made': una rueda de bicicletamontada sobre una banqueta. Más que una com­posición, 'Rueda de bicicleta' ( este fue el nombreque se dio a la obra) consistía en una verdadera ex­posición. No se había hecho ninguna intervenciónoperativa; el objeto era tal y como había salido dela fábrica en la que se originó. La operación deDuchamp consistía simplemente en exponerlo taly como era, ya listo, 'ready made', en el que apare­cía la conciencia de una relación esencial entre lacosa expuesta y el lenguaje.

Ahora bien, toda la evolución artística de Du­champ siempre ha estado muy ligada al lengua­je, como si el trabajo sobre las cosas no pudiera llevarse a cabo desligado de un coextensivo tra­bajo sobre el lenguaje. La frase escrita sobre la pala, «en vez de describir un objeto, como lo ha­bría hecho un título, estaba destinada a arrastrar ('emporter') el espíritu del espectador hacia otras regiones más verbales». El trabajo sobre las cosas-objetos les abría a las obras el horizon­te de regiones «más verbales», de las que el arte ya no podía echarse atrás. La temática surrealis­ta de un retorno a las fuentes mismas del len­guaje, a los fenómenos elementales y al tarta­mudeo, era entendida por Duchamp de una for­ma muy particular: la verbalidad del lenguaje debía sacar a la luz el inagotable juego de sus posibilidades, precisamente como el mundo de las cosas, exponía en sus 'ready mades' la inago­tabilidad de sus remisiones. La tautología obse­siva en la que a menudo ha caído el 'pop art' de los años Sesenta, en el que el título de una obra no hacía otra cosa que designar circularmente al objeto expuesto, no estaba presente en el traba­jo de Duchamp. Lo que le interesaba era, en cambio, la desviación que se manifestaba inevi­tablemente cada vez que se miraba con una atención esencial (no retínicamente) a la presen­cia de las cosas y de las palabras.

En este sentido, incluso algunas definiciones terminológicas de Duchamp se revelan impor­tantes para nuestro análisis. En las notas de los años 1911-1915, contenidas en la 'Boite verte', Duchamp proponía como subtítulo de su Gran Vidrio (cuyo título era 'La mariée mise a nu par ses célibataires, méme'): 'Retard en verre'. Para explicarlo, Duchamp escribía también: «Em­plear 'retraso' en vez de cuadro o pintura; pinta­do en vidrio se convierte en retraso en vidrio -pero retraso en vidrio no quiere decir pintadoen vidrio. Se trata simplemente de un medio pa­ra llegar a no considerar ya como una pintura la

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cosa en cuestión ( ... ). La 'chose en question' de­be ser considerada como un retraso, pero un re­traso en el sentido de un detenerse. Como si la obra -dejada significativamente incompleta- se caracterizase en su detención más que en su realización. Ahora bien, la detención como re­traso concierne a una temporalidad especial que, por mucho que se quiera, no puede redu­cirse al simple pasar continuo de nuestro tiempo habitual. Algo no habitual y desconcertante pa­rece emerger en cada retraso: la experiencia dia­ria nos lo demuestra en todo momento.

Se podría describir a los 'ready mades' como objetos de retraso, en el sentido de una deten­ción de las cosas en ellos. Duchamp lo explicaba en la continuación de la nota antes citada, di­ciendo que «retraso» se debía entender como «retraso en vidrio, como se diría poema en prosa o escupidera en plata». La rueda de bicicleta sedetiene en su ser expuesta, retrasando su posi­ble utilidad. El museo revela aquí todo su traba­jo mundificador y entificador: el 'ready made'duchampiano que allí se expone, pierde el retra­so que le era esencial, para ponerse al día comoobra de arte, nuevo objeto totalmente utilizablea fines de un mercado calculador. Es lo que seproduce en la actualidad con las obras de A.Warhol, por ejemplo. Para Duchamp, el proble­ma era, en cambio, el evitar el engaño en obrasde arte de las obras («lSe pueden hacer obrasque no sean 'de arte'?», se preguntaba en 1913).La obra de arte en cuanto tal no escapaba, enopinión de Duchamp, a su objetivación intra­mundana: la operación artística no tenía, en nin­gún caso una función de redención. El arte nohabría podido ya nada sin unirse a la conceptua­lidad, sin mezclarse en reflexiones provenientesde regiones del saber muy diferentes de ella. Eneste sentido, la mayor parte de las obras de Du­champ son obras «pensadas». (Tal vez por eso,en 1923, se había corrido la voz de que el artistahabía abandonado definitivamente el arte; encierto sentido, había sido exactamente así).

El carácter conceptual de las operaciones de Duchamp, sin embargo, no ha de llevar a enga­ño; éstas siguen siendo una expresión artística imposible de confundir con una interpelación fi­losófica como, por ejemplo, la heideggeriana. En esto reside toda su fuerza; en cuanto obras de arte, las cosas expuestas por Duchamp expre­san un indecible sobrepasarse. El objeto se de­tiene en su retraso: sólo el gesto artístico puede permitirlo, en cuanto que dispone de una expre­sión ('poiein'), que tiene el poder de otorgar el ser a sus obras y dispone al mismo tiempo de un espacio ( el museo, la galería), en el que puede exponerlas, pero donde el acto expositivo las substrae de inmediato (las mercantiliza en cuan­to objetos de arte). Mirar a un 'ready made' co­mo a una obra de arte significa, entonces, negar­se la posibilidad de aprovechar su esencial re­tención: la operación artística (casi taumatúrgi­ca), que retrasa el objeto en el flujo producción-

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consumo, exponiéndolo como ya-hecho, 'ready made', se prolonga en él abriendo su 'cosalidad'. El 'ready made' ya no sería, por lo tanto, una obra-objeto de arte, sino la prolongación de una acción que, manteniendo en sí toda su artificio­sidad, muestra el horizonte inagotable en el que el objeto es una 'cosa'. Así pues, muestra el límite tras el cual una cosa 'cualquiera' se abre a su ser cosa, al hecho de que sea una cosa (y no sólo un utilitario intramundano, según la defini­ción dada por Heidegger en 'Ser y Tiempo'. De hecho, muestra la necesidad de «cambiar el ángulo visual, desde el que el objeto se percibe», de forma que se produzca una «modificación de la dirección primaria del objeto», que nada quita al objeto real de la vida diaria. Lo que se diferencia es, en defini­tiva, el 'punto de vista' sobre el objeto.

De aquí la consiguiente necesidad para los 'ready mades' de que se les prive de «sentido», para que la «exposición de una cosa que existe ya ( ... ) sirva de punto de partida para elucubra­ciones». Las elucubraciones son entendidas por Duchamp como lo que se desarrolla a partir del cambio de rumbo primario del objeto, como la sorpresa suscitada por el inhabitual juego de re­misiones, al que la adaptación de la cosa remite. Por eso, el rechazo del punto de vista habitual, con el que se presta atención (o mejor no se presta atención) a las cosas más simples está en el origen de su uso de objetos 'simples' (comu­nes) como obras de arte. Su operación de «ex­tracción» desplaza al objeto de su ámbito nor­mal, «lo libera de las habituales y lo empuja, aventureramente, a una tierra de nadie, donde el objeto ha de reinventar todas las relaciones, comenzando desde la fundamental entre lo nue­vo que ello representa y el contenido ya conoci­do del que proviene. El gesto que elige el objeto y lo inserta en el contexto del arte cumple, por lo tanto, una especie de épocas fenomenológi­cas, restituyéndonos la cosa tal como es». La suspensión que el retraso del objeto abre en las cosas, permite entonces dejar sentir, tal vez, el kandinskiano «sonido interior». Duchamp se pondría entonces como en un punto de bisagra entre Husserl y Heidegger (sólo en el sentido de que una reflexión filosófica 'en relación con' las operaciones de Duchamp se pondría en esa bisa­gra), poniendo en cuestión lo habitual de las co­sas en su detención como obras ya listas.

Heidegger, en el ensayo sobre 'El origen de la obra de arte', había escrito: «Lo que se presenta como natural, no es más que lo habitual de un largo hábito, que ha olvidado el inhabitual de que deriva. Lo inhabitual, sin embargo, un día, ha cogido al hombre por sorpresa como algo ex­traordinario, y ha llenado el pensamiento de ma­ravilla». Es este 'Erstaunen', el que Duchamp se propone ofrecer en la cosa. Pero esto sólo es po­sible como una acción discreta, modesta y vio­lenta al mismo tiempo: una acción que no se de­je absorber de nuevo en la hipertrofia de la pro­ducción, en la dispersión del cálculo estadístico,

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en la medianía y en la moda. El 'Erstaunen' sólo es posible para lo que se revela inhabitual y raro. Duchamp tenía una sorprendente conciencia de ello: «Me di cuenta muy pronto del peligro que podía haber en servir sin discriminación esta forma expresiva y decidí limitar la producción de los 'ready mades' a un pequeño número cada año. En esta época me di cuenta de que para el espectador, más aún que para el artista, el arte era 'una droga de costumbre', y quise proteger mis 'ready mades' de una contaminación de este tipo». El mayor peligro consistía para Duchamp, de hecho, en el logro de una forma de gusto; el gusto representaba para él la repetición de todo lo ya aceptado, por lo tanto, «un hábito». Reini­ciar la misma cosa durante algún tiempo y ésta se convertirá en un gusto. Si, en cambio, inte­rrumpís vuestra producción artística, tras haber creado una cosa y ésta se convierte en una cosa­en-sí y lo seguirá siendo. Pero si se repite por un cierto número de veces, se volverá gusto». En la obra no habitual el 'Erstaunen' abre, en cambio, la posibilidad de aprovechar la inagotabilidad de las cosas. La pintura ya no debía ahora limitarse a ser meramente visual o «retiniana», sino inte­resar también a esa que Duchamp llamaba «ma­teria gris», o sea, a nuestro apetito de compren­sión.

Preguntándose sobre la 'cosa' en su carácter de cosa, en la mitad de los años treinta, Heideg­ger denuncia la superficialidad de la confianza en la interpretación habitual de la cosa. Y ya que «el ser sujeto-objeto por parte de la humanidad no ha sido ni será la única posibilidad de la esencia futurista del hombre «histórico», a la fi­losofía se le impone la tarea de interrogar a las cosas que hasta ahora nos han estado presentes (al lado) como objetos intramundanos, como co­sas ya dadas sobre las que la ciencia está legiti­mada a ejercer su comprensión calculadora. Co­mo se ha visto, la confrontación con la obra de Duchamp se ha desarrollado a la luz de la pro­blemática filosófica de la cosa. Ahora ha llegado el momento de especificar la razón, por la que se ha hablado de Duchamp como «bisagra» en­tre Husserl y Heidegger (si bien el trabajo artís­tico de Duchamp se puede igualmente acercar también a otros tipos de interpretación no iden­tificables con aquellos de los dos filósofos antes mencionados). Por un lado, la operación no ha­bitual de detención retardante sobre la obra se puede concebir como una especie de suspensión (la que F. Menna pone en relación directa con la 'epoché' de Husserl); por otro lado, la exposi­ción del 'ready made' como tal, más o menos modificado, parece eliminar del todo la que para Kant era la 'genialidad' de la artista. En el 'ready made' desaparece todo objeto: la obra de arte, al renunciar a su carácter habitual y colocándola como una mera cosa, cuya objetividad remite a regiones diferentes de su objetualidad utilizable, impide la formación de un sujeto usuario (o artí­fice). La cosa, en cierto sentido, se presenta so-

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la; de aquí su carácter sorprendente (el 'Erstau­nen'). El artista ya no tiene otro papel que el de mediador entre la innumerable infinidad de las co­sas y su exposición retardante; en el 'Dictionnaire abrégé du surréalisme' Duchamp definía el 'ready made' como un «objeto usual promovido a la dig­nidad de objeto artístico por la simple elección del artista». Elección mediadora, ya no creadora.

En Heidegger, esta elección se manifiesta co­mo una respuesta a una llamada, no como el ejercicio de una voluntad. «En la obra de arte -escribe también, de hecho, en el ensayo sobreel 'origen de la obra de arte'- la verdad del serse ha puesto en acción. 'Poner' significa aquí:llevar a estar. En virtud de la obra, un ser, unpar de zapatos, viene a estar a la luz de su ser».La referencia es a un cuadro de Van Gogh, peroel interrogante se dirige a la cuestión de la cosa.

En el curso del ensayo que acabamos de citar, la cosa pierde sus características determinantes y que se pueden objetivar, para retirarse a su ser más propio, mientras que el pensamiento la per­sigue en esta su huida (todo el interrogante hei­deggeriano tiene la forma de este acoso, que no deja nada por sentado, sino que cuestiona «las cosas» precisamente desde el punto de vista de su ausencia). El pensamiento se encuentra, en­tonces, desorientado frente a la destrucción de la confianza, con la que se asignaban unas reglas precisas a las cosas, a la vista de un uso suyo apropiado; pero sólo así es posible, según Hei­degger, descubrir un 'espacio' diferente, en el que acercarse a ellas (un espacio que es una re­sonancia de la noción platónica de «chora», en el 'Timeo'). «Las cosas no están fuera de noso­tros, en el espacio exterior que se puede medir, como objetos neutrales ('ob-jecta') de uso y de intercambio, sino que son, en cambio, ellas mis­mas las que nos abren el 'lugar' originario a par­tir del cual sólo se hace posible la experiencia del espacio externo medible». El operador artís­tico de Duchamp se coloca en este espacio, a la búsqueda de ello; del mismo modo, también la inaudita substracción de la máquina suicida de Tingueley. Pero se trata de 'otro' espacio, para el que el término mismo de «espacio» se revela inadecuado (demasiado cargado de «tradición fi­losófico-metafísica»). Este «espacio», en el que las cosas se nos presentan en cuanto cosas, pero que reconocemos inmediatamente como deso­rientante y turbante, trágicamente diverso de aquél en el que estamos habituados a movernos, se abre 'dentro' de las cosas como su prodigioso habitar. Heidegger lo llamará 'Ereignis', acentuan­do el sentido de su recogimiento, de su inhabitual eventualidad, de su brillo sin historia. En 1935 no tenía aún este nombre, pero ya estaba puesto en sus características esenciales.

En el ensayo mencionado, la cosalidad de la cosa sólo sale a la luz a partir de una reflexión profunda sobre la obra de arte. De hecho, ésta se revela como la puesta en acción de la verdad (en este sentido, el arte, y en primer lugar la

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poesía como 'Dichtung', tiene un papel privile­giado), como su historización. «La puesta en ac­ción de la verdad abre lo prodigioso, echando por tierra lo ordinario y lo que se mantiene co­mo tal»; en la obra de arte, la cosa (y la cosali­dad innata en la obra misma) se muestra al mis­mo tiempo más rica y más pobre que los atribu­tos de posible utilidad, que caracterizan la con­fianza con la que estamos habituados a tratarla. «Modesta es la cosa, escribe a menudo Heideg­ger, ya que ésta se substrae al pensamiento de la forma más obstinada y se muestra sólo en un destello, en un hecho sorprendente, como en un santiamén, en su verdad. Ya que la verdad (tal vez justo como las pasiones más grandes, que no conocen el tiempo, sino que se revelan de improviso, rodeadas luego en seguida del hábi­to, que las apaga y las «normaliza») es el no-ser­oculto ('aletheia') del ser que abre en él un espa­cio inhabitual, ajeno a la fiabilidad. Pensar en las cosas, en los hombres, en los seres, para Hei­degger, nos revela lo poco que conocemos del ser y de las cosas, qué pequeña región ocupa el saber científico o la actividad tecnológica. Lo que creemos poseer definitivamente como co­nocimiento científico, no es más que provisional e inseguro («Das Bekannte bleibt ein Ungefüh­res, das Gemeisterte ein Unsicheres»). De he­cho, más allá del ser ('über das Seiende hinaus), y al mismo tiempo junto a él, en presencia de él, se revela Otro ('ein Andere') que es el mismo y a la vez no lo es. «En medio del ser, en su todo, domina ('west') un lugar abierto. Hay ('ist') una iluminación. Esta, pensada a partir del ser, está más ausente que cualquier ser. Este Centro abierto no está, por lo tanto, rodeado por el ser; por el contrario, es este Centro el que -como la nada, apenas conocida- rodea a todo ser.» Pe­ro este centro abierto, Otro, iluminador que se encuentra en medio del ser, es a la vez una ocul­tación; éste se nos substrae, substrayéndose al ser en su ser más propio. En este sentido, el no­ser-oculto del ser no es un estado habitual suyo, sino un suceso ('Geschehnis') que revela la ver­dad como algo que es al mismo tiempo no-ver­dad. La no-ocultación del ser como iluminación en el medio, se coloca como ocultación, se subs­trae como el más propio; de aquí la consecuen­cia de que contra la confianza familiar sobre las cosas, «lo seguro es en el fondo inseguro, no es tranquilizador del todo».

No viene al caso insistir sobre este fondo de insegura ocultación, que lo abierto nos revela en las cosas y que la literatura del siglo XX ha ex­presado de una forma incomparable. Muchos otros trabajos ya lo han destacado exhaustiva­mente. Lo que, en cambio, es importante su­brayar, consiste en el carácter esencial de esta turbación, de esta apertura substrayéndose. Co­mo en la gran poesía y en la gran literatura del siglo XX, el carácter fundamental e inseguro de las cosas, su esencial negación, no es en absolu­to una falta o un defecto; el venir a menos y la

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pobreza, de que habla Heidegger en varias oca­siones, no participan de la misma escala de valo­res que atribuyen a las cosas o a las experiencias su aspecto más o menos fiable (la mejor gradua­ción de un progresivo conocimiento científico, para Heidegger). La modestia, el alejamiento, la ocultación y el abandono, así como el claro, la iluminación y la quietud son palabras de ese Otro, que el pensamiento heideggeriano se ha esforzado continuamente en indagar (interro­gar), como copartícipe en el mundo falso de la opinión (donde la falta de autenticidad de la 'do­xa' no conlleva el desprecio altanero de una filo­sofía, que volvería a proponer de esta forma una muy conocida jerarquía de valores). La pala ex­puesta por Duchamp no elimina a la comprada en la tienda con el fin específico de palear la nie­ve, sino que simplemente la sobrepasa, mos­trando unas remisiones que no han sido interpe­ladas. La 'cosa' expuesta revela en sí una cosali­dad oculta que, la operación artística por un lado y el interrogante filosófico por otro, ponen en cuestión; no para redimirla de un mundo mate­rial despreciable, sino para sacar a la luz su esen­cial ser-en el-mundo.

La cosa, entonces, en su retardada detención, abre un espacio que se revela como un lugar abierto y oculto en su intimidad. La «elección» del artista, que una lectura superficial (la otra lectura) no coge en su profundidad, pero que Duchamp ponía como el carácter eminente de la expresión artística en relación con los 'ready mades', le abre la acción. Heidegger escribe: «Cuando la producción produce la apertura del ser y la verdad, el producto es una obra. Un pro­ducir así es la expresión del arte. En cuanto es una producción de este tipo, ésta es más bien un recibir y un alcanzar en el marco de la relación con el no-ser-oculto»; pero este recibir y este al­canzar, este elegir sin determinación (como Du­champ entre los objetos más corrientes) es posi­ble sólo si nosotros somos capaces de «detener» ('an sich halten') toda forma habitual de actuar y de juzgar, de conocer y de ver, para habitar en el hecho ('geschenden') de la verdad, en la obra». Sólo de esta forma podemos permitirle al 'Ers­taunen' (la sorpresa por el prodigio) que nos abra en un santiamén lo que en las cosas hay que da que pensar. Tal vez el arte y la filosofía ( como dos de las «pocas formas esenciales» en que tiene lugar ('geschieht') la verdad) siguen, por esto, manteniéndose en la historia de nues­tra cultura; ya que el 'fin' (venir a menos) de la historia que Heidegger destaca en el 'Ereignis' (y Hegel en el absoluto) no es algo que llega 'a continuación' de un ciclo de tiempo, como una 'conclusión' suya, sino algo que está ya siempre 'dentro' de la historia, el mundo y las cosas co­mo su íntima apertura hacia lo inagotable. Ben­jamín lo había escrito en sus 'Tesis de filosofía de la historia', cuando había destacado la tarea de choque y de detención que le correspondía al «materialista histórico» como pensador; choque

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y detención como única posibilidad, en la histo­ria, de 'hacer saltar la continuidad' de la historia. Lo que se oculta en las cosas más habituales es la posibilidad íntima ( como apertura) de un cier­to choque, de una detención desorientadora y de una detención en retraso. Este choque, sin embargo, no es algo que llegue de fuera, como el mensaje redentor de una extraña divinidad, sino lo oculto que en todas las cosas, en su esencia, vuelve turbadora toda indagación en profundidad ( como había ocurrido en la misma ciencia durante los años Treinta, cuando la me­cánica cuantística puso como fundamento de la materia un «principio de determinación», o sea, una incertidumbre fundamental).

La Tierra ya no será, entonces, sólo un objeto de la manipulación humana, a merced del que­rer humano como representación de la objetivi­dad absoluta», ni la naturaleza un mero «objeto de la técnica». En la suspensión del destino con­sumista de las cosas, el anti-arte dadaísta, el de Duchamp y el 'pop', han tratado tal vez, en el interior de su campo, de estudiar más a fondo la esencia objetiva del arte, pasando los límites de los gestos habituales de la locura. La locura de Duchamp podría ser, entonces, ese desarraigo que lleva a las cosas a su lugar más apropiado, abierto en medio de ellas como una tierra ex­tranjera; o sea «en el lúcido saber del loco, el cual ve y piensa de forma diferente a como lo hacen los cronistas de la actualidad, que se ago­tan en la crónica de los acontecimientos del pre­sente y que sólo conocen un futuro, objeto de previsión y planificación ( ... )». Lúcida locura que no tiene nada que ver con el elogio macabro de un delirio enfermo, que sólo se abriría a la comprensión de «otro» mundo. En este sentido, la poesía y la filosofía se tocarían entre sí 'sin' confundirse. La obra de Duchamp no es la elec­ción delirante y desordenada de un anárquico actuar, sino el recogimiento en lo abierto de mismas cosas, donde las cosas siguen siendo co­sas (la rueda de bicicleta sigue siendo una rueda de bicicleta) excediéndose en su retraso.

El engaño de una percha o de un peine fabri­cados en serie (dos 'ready mades' de Duchamp de los años Diez) detiene el tiempo que se le ha atribuido. Aislada de la constelación de objeti­vos y fines específicos, a los que su fabricación la había destinado, la pala puede convertirse en obra de arte. La 'cosa' ya no sigue encadenada y oculta en el interior de un ciclo (suyo propio) cada vez más frenético de producción-consumo ( cuyo defecto conllevaría una saturación fatal para el mercado), sino que choca contra su con­sumista organización, bloqueándose justo en medio del ciclo y mostrando su carácter esen­cial; la apertura. El lugar del bloqueo está en el paso del ser producido al ser consumido; antes de ser consumida, pero después de ser produci­da. Ese lugar donde un objeto se convierte en 'la cosa' que es, manifestando el hecho de que ella es. En esta separación de tiempo, en este «en-

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tre», se abre un lugar en que al pensamiento le queda aún que pensar (que podría encontrarse también entre las nociones marxistas de valor de uso y valor de cambio; siendo este paréntesis sólo un apunte para un posible trabajo futuro).

«Zu den Sachen Selbst» se revela entonces como un movimiento aún lleno de significado; la cuestión de la cosa (de las cosas) abre al pen­samiento una región inhabitual, en la que la fi­losofía acaba de comenzar a avanzar, y que el ar­te, en algunos, raros, momentos ha logrado se­ñalar. Heidegger ha tratado de mantenerla en ese mundo constituido por el simple juego re­flectante de cielo y tierra, divinos y mortales; nada vistosa y modesta es la cosa (Ringist das Ding): «Lo que se convierte en cosa, tiene lugar a partir del giro de espejos del mundo ( ... ). Mo­desta es la cosa: el jarro y el banco, el puente y

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el arado. Sin embargo, cosa es también, a su modo, el árbol y el estanque, el arroyo y la mon­taña. Cosas son también, ya que 'cosean' de vez en cuando a su modo, la garza y el ciervo, el ca­ballo y el toro ( ... ). Módicas y de poco relieve son, sin embargo, las cosas también en el núme­ro, en comparación con la inmensidad de los ob­jetos en cualquier parte indiferentes». Esta mo­destia y esta escasez del número eran también una de las preocupaciones de Duchamp, en rela­ción con sus 'ready mades', de los que había li­mitado la producción a uno o dos cada año; una cosa repetida por un número excesivo de veces se convierte en gusto, perdiendo el instante im­previsto del 'Erstaunen', que le permite ser la cosa que es. Todo esto es lo que queda ......._aún, en nuestra historia presente, 'qu·e � pensar'. �