Lluvia dorada de amor sobre tí

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"No fue hasta que terminó de ahogarse que lo pude ver fijamente a los ojos, y vi en sus pupilas satisfechas una historia incompleta, una historia que también fue mía. Ese tipo muerto, tirado en la bañera, con la cabeza en el piso al lado de cada uno de mis taco aguja me contaba en su futura podredumbre una historia difuminada que ya conocía, que creía olvidada, pero que ahora y más tranquila, estaba dispuesta (a regañadientes, sin otra fatídica oportunidad o escapatoria) a recordar, representar, revivir"

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LLUVIA DORADA DE AMOR SOBRE TÍ

Mhoris EMm

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I

No fue hasta que terminó de ahogarse que lo pude ver fijamente a los ojos, y vi en sus pupilas satisfechas una historia incompleta, una historia que también fue mía. Ese tipo muerto, tirado en la bañera, con la cabeza en el piso al lado de cada uno de mis taco aguja me contaba en su futura podredumbre una historia difuminada que ya conocía, que creía olvidada, pero que ahora y más tranquila, estaba dispuesta (a regañadientes, sin otra fatídica oportunidad o escapatoria) a recordar, representar, revivir.

No iba a acudir a la ficción, que ya sabía me esperaba, sin antes estar presentable. Abandoné por momentos a aquel hombre y fui por mi pequeña cartera Tropea esquivando a paso torpe toda aquella ropa desperdigada al azar por la habitación del hotel. Cepillé mi revuelta cabellera, retoqué mi maquillaje y vuelta al camino sinuoso identifiqué sus pantalones, su billetera, y lo que me correspondía por derecho, más un extra por lo que llevaría escuchar su historia innecesaria. La historia muerta de un muerto. Me abrigué con su económica campera de jean, me senté a su lado y prendí un cigarrillo que extraje de mi cartera. Un Virginia Slim. Por un momento toqué en su frente esa cicatriz que me extrañaba y ya sí me dispuse, para concluir lo antes posible, a escucharle su trivial relato póstumo.

Y como si hubiera perdido la noción consciente por un breve tiempo de lo que venía haciendo, tenía ahora sobre mi mano un viejísimo documento nacional de identidad que había sacado de mi cartera. Y antes de muerto y antes de adulto y de adolescente es que se veía tan adorable, tan pituco. Lástima. Tenías un corte honguito o taza, muy de los noventa. Maxi. Maximiliano González. Ese nombre, esa cara, esta cicatriz en tu frente, esa mirada en composé con su sonrisa, la misma que imitaba ahora. Venías del registro civil a enseñarme tu documento nuevo. Estabas contento y yo también, pero por vos. Habíamos ensayado los convenientes y alegres gestos de la foto carnet en casa, y hasta me acuerdo que antes nos habíamos sacado unas con la Kodak instantánea de papá. De lo de la instantánea no me acuerdo más, creo que no terminó bien. Esa vez le dije a tu vieja que te habías caído de la medianera cuando cruzaste a casa. Nos fuimos a la plaza de la estación. Esa que no existe

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más. Estaban construyendo el túnel para el paso a nivel bajo las vías en Villa Adelina. Te gustaba jugar sobre los montículos de tierra. Te creías Indiana Jones. No sé. Yo prefería el subibaja, vos lo sabías. Sin embargo siempre terminábamos correteando por el pequeño bosque (que ahora recortado es más pequeño y antes nos parecía inmenso, casi interminable, y sobre todo nos llamaba mucho la atención). Hacíamos pis en algún árbol, los dos juntos. Jugábamos. Los chorros se hacían uno, se separaban, se volvían a juntar. Me salpicabas. Y esa tarde llegaron con piedras. Y nos gritaban. Maricón. Marica. Nena. Nenita. Mariquita. Mariposón. Puto. Putaso. Putón. Era El Jony con esa bandita del Barrio Obrero. Hice lo que pude, lo que sabía. Cuando te desmayaste del piedrazo se asustaron y se fueron. Te traje a casa, te lavé y acordamos decirle a tu vieja que te caíste de la medianera cuando cruzaste para casa. Y no te hablé más. Yo sabía que lo que nos gritaban me lo gritaban a mí. A vos no. Ahí empezó el lento ciclo de la muerte interminable, cuando me di cuenta que esto tenía cuerda para rato. La misma cuerda. Cuando en tus ojos vi esa mirada, que también vi en mi viejo cuando me machacó a cintazos por lo de las fotos que descubrió mi vieja al tender mi cama. Re viva yo, ¿no? Dejarlas debajo de la almohada. Tan linda que salí, con los labios pintados de rojo, los ojos de celeste y los pómulos coloreados. Estaba medio mamarracho, pero no era para que las rompa. Ese día vos no tenías esa mirada. Te nació en ese bosque, esa tarde, mientras jugábamos a hacer los meos unos solo y los silbidos de los pájaros cantores que atravesaban esa mágica lluvia que doraba el aire se hacían insultos que no sabíamos que significaban, solo que eran insultos. Eran míos. Y eso sí, que rápido entendiste que a mi lado para vos también iban a ser nocivos.

Con el pasar de los años nos fuimos viendo menos. Al principio jugábamos sólo en su casa o en la mía, siempre mediante la medianera, y durante las horas de clase no había más que un cruce de palabras que entendí se iría poco a poco acortando, al igual que las tardes que compartíamos. Claramente fuimos recorriendo un complejo camino de pubertad bifurcado, muy distinto a una infancia que nos unía en ese chorro.

Séptimo grado fue el año de los cambios. El país terminaba el menemismo. Nos mudamos a una casa más pequeña, en un barrio no tan lejos, y yo, que en las mudanzas no era experta, afronté la más importante, la mía propia, la de mi cuerpo definitivo. Empecé de a poco, siendo una en casa y otra afuera. Empecé con terapias, con psicólogos, psiquíatras y hormonas ilegales y baratas. Pero esa es mí historia y yo quiero escuchar que me dice este muerto tan divino, que me trae a la

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mente recuerdos que los dos vivimos, como la vez que nos fugamos unas horas a un baldío. Me ibas a enseñar a fumar. No nos veía nadie y me chantaste un beso, un pegoteo de labios humeantes, un abrir de bocas inexpertas y nicotinadas, y cuando no, quién sabe, me traías a probar tantas cosas nuevas, como tus manos, tu piel, un porro, una palabra, un sentimiento, y luego la nostalgia y la bronca de lo clandestino ¿Por qué no podías ya venir a casa, besarme en la vereda y hacerme mates por la tarde? Claro, las piedras me decías, e inmediatamente lo entendía todo, y me callaba.

Esa tarde que nos fugamos por primera vez, me encotraste por casualidad. Yo vivía en otro barrio, iba a otra escuela, tomaba otros colectivos, estaba un poco cambiada, pero en el fondo era la misma. Vos te la habías agarrado con El Jony porque no sé dónde se querían meter y vos no te ibas a prender en esa, que el propio barrio no se mancha y esas giladas de pibitos adolescentes, que se la creen, que les importa nada.

Me viste pasar por el baldío, yo iba en bici a la estación, a comprar ropa al local de la vieja de una amiga que me hacía la segunda y me vendía así, de una. Me chiflaste, tenías un pucho en la mano, querías hablar con alguien, estabas solo, y me dijiste que si me quedaba a recordar los buenos tiempos, cuando éramos amigos, me ibas a enseñar a fumar.

Qué rápido te diste cuenta que el tiempo, la indiferencia y los insultos se pueden olvidar en un instante, y me propusiste una amistad, un romance, un juego, un no se qué clandestino, del que nadie podía ni saber ni sospechar nada, y ahí estábamos nosotros, marcando territorio en el baldío frente a la vía, sobre Escalabrini Ortiz. Marcábamos, después de terminar, con nuestro meo que se hacía uno, no sólo una pared vieja, sino también un destino, y claro, nuestros corazones. Que alegres fuimos en ese meo enamorado.

Basta, qué alegres, ni alegres. Me cansó el pasado. Me hartó este muerto peregrino que me trae a la memoria innecesaria recuerdos que me infartan, que me ahogan, que me creí en el mar del olvido. Esta historia es injusta, insoportable, inverosímil, innecesaria.

En el poco tiempo adolescente que compartimos Maxi empezó a demostrar que nunca cambió, que siempre fue igual, que la cicatriz del cascotazo en la cabeza volvía una y otra vez. Se había arreglado con El Jony, y yo que pensaba que iba a cambiar.

Cruzarlo por la calle con sus amigos del Barrio Obrero era devastador. A mis oídos volvían ese decorado musical tan caballero. Maricón. Marica. Nena. Nenita. Mariquita. Mariposón. Puto. Putaso. Putón. Pierdan cuidado, porque ya no me molestaban esos gritos, me

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molestaba que también salieran de su boca, y que cuando lo veía en el baldío me lo negara, me mintiera, y yo lo perdonaba, porque, bueno, aunque me gritara, era mío.

Después vino lo peor, cuando El Jony nos descubrió. El baldío empezó a ser un punto comercial. Maxi le dijo que iba a ser un buen lugar para vender, y bueno, pasó lo que pasó. Ahí me di cuenta que poco le importaba yo en relación a sí mismo. Ya empezaba a ausentarme de casa por varios días, a hacer la mía, y al Jony y a los otos pibes de la bandita les pareció divertida la idea de moverse un puto. Por su puesto, entre ellos habían ciertos códigos y no era la cuestión ir robándose los putos ajenos. Yo no esperé que Maxi blanqueara, pero sí que defendiera lo suyo, y como me le pifié. Pero de lo malo siempre hay algo bueno, dicen, y como nos engaña la mente. Dejaron de insultarme en la calle, y cuando las señoras me señalaban yo me reía por lo bajo, porque a su hijo seguro que me lo había pasado por el hilo de la tanga, pero a qué precio. A una cachetada porque sí, a tantos tirones de pelo, a cuándo no su brutalidad me desgarrase, a ofrecerme a algún cliente drogadicto, a incontables nudos en la garganta, lágrimas en los ojos y una puñalada en el corazón cuando Maxi presentó a su novia (porque ser macho era una cosa que nadie podía poner en duda, por más que después haga lo que haga).

Un día cambié las cosas. No daba para más tanta sumisión. Primero pensé en Maxi, pero eso no iba a cambiar las cosas. Tenía que ir alto. Lo planeé. Le dije al Jony que se de una vuelta por el baldío a la madrugada. Le tenía una sorpresa para él sólo, una cosa nueva que se fumaba y un regalito más; y aproveché su delirio (era algo nuevo y groso, pero el efecto duraba poco) y mientras acariciaba su entrepierna, saqué de mi bota una navaja y en un segundo le corté la yugular y vi tanta sangre correr y me emocioné, y quise ver más y como loca empezé a clavarle el miso cuchillo, una y otra vez, mientras repetía lo mismo que me decían todos los días Maricón. Marica. Nena. Nenita. Mariquita. Mariposón. Puto. Putaso. Putón. Y en cada palabra una puñalada nueva. Y claro, no vi que atrás mío estaba Maxi, paralizado.

Fui directo hacia él con el cuchillo en la mano, se lo puse cerca pero no pude, no sé, no quise, se lo di en la mano y lo tiró al piso. Me abrazó y me imaginé en una película de Hollywood, en una ficción policial, en el mismo Disney, en tantas cosas, y le pedí un beso. Uno. No era nada nuevo. Ya me los había dado y esta vez me lo negó. Su cobardía en los ojos me lo dijo todo. Que estúpida, si así eran los hombres. Muy machos entre ellos, y a la vez tan cobardes.

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Con poco más de dieciséis años me fui, me piré, me las tomé. Me dejé llevar como las gotas del meo que el viento arrastra y van a parar a tantos lugares que no son el paredón donde mi chorro y el de Maxi se hacen uno.

II

Los hombres se te mueren todos, querida -me dijo La Ale al teléfono, que es como mi madre, es mi madrina de la calle –Igual, como este, nena, yo que soy casi tu madre, si es el que me decís que es, agarrás tus cosas y te venís ya mismo para acá. –y tanta razón tenía La Ale. A uno que también era alto, pero muy de la violencia doméstica, se le reventó una olla Essen en la cabeza. Otro con los mismos ojos y que me engañaba con La Sofi (y encima pagándole) se asfixió con la salamdra que encendí en el cuarto antes de irme de otra amiga a festejar. El último, fue uno con la sonrisa idéntica, pero un tramontina se le cayó en el pulmón derecho cuando volvió borracho después de irse de casa una semana a no sé donde. Ah, y también estaba El Tito, pobre, era bueno, pero hacía un año que me venía prometiendo que iba a dejar a la mujer. Se infartó cuando la señora nos vino a buscar al departamento que alquiló para que nos encontremos tranquilos. Según la cornuda alguien le pasó la data, y según los forenses, El Tito había tomado mucho viagra, muchísimo. Menos mal que había pagado por adelantado los dos años de alquiler.

Como verán, los hombres se me mueren. Pero ninguno como Maxi. A Maximiliano González lo ahogué yo. Me venía buscando desde esa noche me dijo, desde que me dejó ir ensangrentada. Estaba arrepentido. Nueve años buscándome. Y me encontró. Estaba igual, era el mismo. Empezó a venir seguido. Primero le cobraba, después no. Me invitó a vivir con él, me hizo promesas, y yo como una estúpida me fui. Montamos un negocio, una cocina, y el se hizo dealer. Al tiempo trajo un perro, un caniche, un amigo al que la cana se la tenía junada y una mina cuando yo no estaba. Le faltaba la violencia y listo, era el mismo Maxi de siempre. No cambiaba. No.

Soy ingenua, pero no tanto. Todo ese pasado revoloteándome en el aire me avivaron un fuego constante que al reencontrarlo pensé que iba a apagarse. Entonces lo dejé. Me fui a lo de La Ale. No esperaba volver, pero sí que él venga a buscarme. Lo tenía planeado. Lo perdoné. Sí, porque soy

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buena. Y nos fuimos a un hotel a festejar el reencuentro. Y fui la mejor puta, y él mi mejor cliente, y me pidió que nos bañemos en una lluvia dorada, en un recuerdo amoroso del pasado, y fuimos a la ducha, y las gotas nos envolvieron entre risas, y le mee la boca y cuando casi se ahoga lo agarré del cuello y apreté fuerte, y vi en sus ojos mil lágrimas contenidas, y se dejó. Cuando cayó le besé en la frente la cicatriz de esa primer piedra, y sostuve entre mis piernas su cara que se seguía ahogando entre mi llanto incontenible.

III

Ahora que Maxi murió ya no tengo a quién matar, ya no me queda nadie. Ya los maté a todos.

No vayas a hacer una locura nena –me repite La Ale por el teléfono- y ella no entiende, pero Maxi y yo somos dos ríos que van siempre a parar a la misma fuente.

Mhoris eMmBuenos aires, 2012

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