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1 El Dios que llamó a Jeremías El Dios de los profetas: Un Dios que quiere revelarse a su pueblo E l Dios de Jeremías, manifestado en el Antiguo Testamento, es el mismo Dios que en el Nuevo Testamento es descrito por Juan con las sencillas pero sublimes palabras: «Dios es amor» (1 Juan 4: 8). Motivado por su amor al buscar relacionarse con su pueblo, Dios en la antigüedad tomó la iniciativa de elegir y llamar profetas. ¿Qué es un profeta? La palabra designa, en su sentido más elemental, a alguien que habla en lugar de otro; tal como ocurrió en Egipto, cuando Aarón hablaba ante el faraón en lugar de Moisés. «Jehová dijo a Moisés: "Mira, yo te he constituido dios para el faraón, y tu her- mano Aarón será tu profeta"» (Éxo. 7: 1). De ahí que, bíblicamente, un profeta es alguien que habla por Dios; es su vocero que ha recibido el mensaje de Dios y lo transmite. Se llega a ser profeta únicamente por llamamiento divino. El Dios que llamó a Jeremías, y a los demás profetas, manifestó su deseo de darse a conocer a su pueblo y, a través de esos voceros suyos, transmitirles su mensa- je. Ese mensaje es también para nosotros hoy (Rom. 15: 4). El Dios de Jeremías es infinito y, por tanto, incomprensible para nosotros. Esto es preciso aceptar como punto de partida y no dejamos confundir por cuestiones que no han sido reveladas, tales como la eternidad de Dios, su om- nisciencia y otras cosas por las que muchos se desvían de las verdades que han sido reveladas y está a su alcance comprender para ser salvos. El Señor eligió como profetas a personas que fueran fieles en proclamar su ley, pero, por sobre todas las cosas, que tuvieran la disposición de llegar a co- nocer al supremo Legislador de Israel y del universo. Así, mediante sus revela- ciones a los profetas, Dios nos manifiesta su amor. El Dios de Jeremías es el mismo que unos cien años antes habían contemplado los ojos de Isaías y del

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1El Dios que llamó a Jeremías

El Dios de los profetas: Un Dios que quiere revelarse a su pueblo

El Dios de Jeremías, manifestado en el Antiguo Testamento, es el mismo Dios que en el Nuevo Testamento es descrito por Juan con las sencillas pero sublimes palabras: «Dios es amor» (1 Juan 4: 8). Motivado por su amor al buscar relacionarse con su pueblo, Dios en la antigüedad tomó

la iniciativa de elegir y llamar profetas. ¿Qué es un profeta? La palabra designa, en su sentido más elemental, a alguien que habla en lugar de otro; tal como ocurrió en Egipto, cuando Aarón hablaba ante el faraón en lugar de Moisés. «Jehová dijo a Moisés: "Mira, yo te he constituido dios para el faraón, y tu her­mano Aarón será tu profeta"» (Éxo. 7: 1). De ahí que, bíblicamente, un profeta es alguien que habla por Dios; es su vocero que ha recibido el mensaje de Dios y lo transmite. Se llega a ser profeta únicamente por llamamiento divino. El Dios que llamó a Jeremías, y a los demás profetas, manifestó su deseo de darse a conocer a su pueblo y, a través de esos voceros suyos, transmitirles su mensa­je. Ese mensaje es también para nosotros hoy (Rom. 15: 4).

El Dios de Jeremías es infinito y, por tanto, incomprensible para nosotros. Esto es preciso aceptar como punto de partida y no dejamos confundir por cuestiones que no han sido reveladas, tales como la eternidad de Dios, su om­nisciencia y otras cosas por las que muchos se desvían de las verdades que han sido reveladas y está a su alcance comprender para ser salvos.

El Señor eligió como profetas a personas que fueran fieles en proclamar su ley, pero, por sobre todas las cosas, que tuvieran la disposición de llegar a co­nocer al supremo Legislador de Israel y del universo. Así, mediante sus revela­ciones a los profetas, Dios nos manifiesta su amor. El Dios de Jeremías es el mismo que unos cien años antes habían contemplado los ojos de Isaías y del

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cual sus labios y su pluma dieron testimonio unísono al describirlo como ex­celso, sublime, santo en gran manera, Rey y Señor todopoderoso, cuya gloria llena toda la tierra (Isa. 6: 1-5).

La responsabilidad de los profetas era muy seria; consistía en transmitir el mensaje divino a un pueblo que, comenzando con sus gobernantes, no estaba dispuesto a recibir ese mensaje. El mensaje que transmitían estos siervos del Señor no era de ellos, sino de Dios. Como bien declara el apóstol Pablo: «Por­que nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Ped. 1: 21). Era Dios mismo, por intermedio de los profetas, quien deseando bendecir a su pueblo lo exhortaba: «Si queréis y escucháis, comeréis de lo mejor de la tierra» (Isa. 1: 19). Pero no quisieron.

Así que, Jerusalén, la ciudad que debió haber hecho honor a su nombre («ciudad de paz»), siendo la morada de la fidelidad y la justicia, se había pros­tituido llegando a ser morada de la impiedad y la injusticia. Y Dios preguntó con tristeza: «¿Cómo te has convertido en ramera, tú, la ciudad fiel? Llena estu­vo de justicia, en ella habitó la equidad, ¡pero ahora la habitan los homicidas! Tu plata se ha convertido en escorias, tu vino está mezclado con agua. Tus go­bernantes son rebeldes y cómplices de ladrones. Todos aman el soborno y van tras las recompensas; no hacen justicia al huérfano ni llega a ellos la causa de la viuda» (vers. 21-23).

Al actuar de esa manera, amando las cosas del mundo más que las de Dios, se habían convertido en enemigos de su propio Padre, el Señor todopoderoso. Querido lector, tú y yo hemos de aprender hoy la lección que el Dios de Jere­mías, y de todos los profetas, nos transmite por medio de los escritores del Nuevo Testamento. Uno de ellos, Juan, nos amonesta: «No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él, porque nada de lo que hay en el mundo —los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida— proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Juan 2: 15-17). Es este el mismo mensaje que, en esencia, Dios intentó transmitir a los habitantes de Jerusalén y de Judá por medio de su siervo Jeremías.

Antecedentes familiares de JeremíasJeremías era hijo de Hilcías, cabeza de una de las familias sacerdotales de

Anatot, una población del territorio de la tribu de Benjamín que, desde la re­partición de la tierra de Canaán, habían sido asignadas a los sacerdotes, des­cendientes de Aarón (Jos. 21: 18; 1 Crón. 6: 60). El nombre antiguo de ese

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pueblo ha sido perpetuado en la moderna Anata, una aldea de origen reciente ubicada a unos cinco kilómetros al norte de Jerusalén. El pueblo natal de Jere­mías, reconstruido después de que fuera destruido por los babilonios, queda a unos ocho kilómetros al suroeste de Anata, y su nombre actual es Ras el-Kha- rrubeh.1

El significado del nombre Hilcías, el padre de Jeremías, es «mi porción es Jehová». Esto podría ser indicativo de una línea familiar temerosa de Dios. Podríamos deducir que los progenitores del profeta eran fieles al Señor en me­dio de la apostasía generalizada que caracterizaba a su pueblo de entonces, y que el Dios de Israel encontró en ellos la condición espiritual apropiada para cumplir su plan: que engendraran un hijo al cual, antes de que naciera, desde su misma concepción, él apartaría para una misión especial, sagrada, que Jere­mías habría de cumplir durante su vida. Esto es especialmente significativo si tenemos en cuenta que la familia de Jeremías vivía en una población cuyo nombre, Anatot, es literalmente la forma plural hebrea de Anat, una diosa fa­mosa de los cananeos. Seguramente allí se encontraba su santuario y era objeto de la veneración general de sus habitantes.

Los acontecimientos del segundo capítulo de 1 Reyes —en los que se narra la el sacerdote Abiatar es destituido de su cargo en la corte y enviado al destie­rro por Salomón a sus heredades en Anatot, el mismo lugar donde varios siglos después vivió Hilcías—, han sido utilizados para respaldar una posible co­nexión, por descendencia familiar, de Jeremías con dicho sacerdote. Tal co­nexión es una posibilidad no demostrada de manera definitiva. Lo que sí sabe­mos es que como «miembro del sacerdocio levítico, Jeremías había sido educa­do desde su infancia para el servicio santo».2

Dios justo y misericordiosoEn diferentes momentos de la historia de Israel, sus sacerdotes, como Abia­

tar, actuaron de manera contraria a la voluntad de Dios. Esta incluía el estable­cimiento de Salomón en el trono de Israel en cumplimiento de la promesa hecha por Dios a David. A fin de que esa promesa se cumpliera y que la descen­dencia de David quedara firmemente establecida en el trono, su hijo Salomón debía cumplir con los designios del Señor al tomar decisiones sobre el trato que debía darle a ciertos individuos.

Así las cosas, el Dios que habría de suscitar a Jeremías mostró su justicia y el invariable cumplimiento de su palabra por medio de la decisión de Salomón de destituir del sacerdocio a Abiatar, un descendiente de la familia de Eli (1 Re.

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2: 27). Pero al mismo tiempo, ese mismo Dios manifestó su carácter misericor­dioso en la decisión de Salomón de enviarlo a su tierra natal en vez de quitarle la vida, como merecía (vers. 26).

El llamamiento profético de JeremíasEl llamamiento profético de Jeremías revela a un Dios que nos conoce aun

desde antes de nacer.Cuando el tiempo del cautiverio de la nación judía llegó a su fin, en cum­

plimiento de lo profetizado por el Señor a través de Jeremías setenta años an­tes, el Imperio babilónico ya había dejado de ser la potencia mundial predomi­nante que era cuando destruyó a Jemsalén y deportó su pueblo. Habían sido derrotados por la coalición de los medos y los persas quienes ahora ocupaban ese lugar predominante en el mundo antiguo. Y entonces, «en el primer año de Ciro, rey de los persas, para que se cumpliera la palabra de Jehová, dada por boca de Jeremías, Jehová despertó el espíritu de Ciro, rey de los persas, el cual hizo pregonar de palabra y también por escrito, por todo su reino» el decreto de libertad para los cautivos judíos de tal manera que todos los que así lo qui­sieran regresaran a su tierra y reconstruyeran su capital (2 Crón. 36. 22, 23).

La actitud benévola de Ciro había sido propiciada por la obra del Espíritu de Dios en su corazón. Y no solo eso, Dios la había previsto; de hecho, había dispuesto que así ocurriera y el mismo Ciro así lo reconoció (Esd. 1: 2). Dios llamó a Ciro «mi pastor», que «hará mi voluntad» en relación con Jemsalén y su templo (Isa. 44: 28). Lo asombroso es que ¡este anuncio divino había sido hecho cerca de doscientos años antes! Evidentemente, el Dios que llamó a Je­remías conoce el fin desde el principio. Él nos dice: «Acordaos de las cosas pa­sadas desde los tiempos antiguos, porque yo soy Dios; y no hay otro Dios, m nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: "Mi plan permanecerá y haré todo lo que quiero"» (Isa. 46: 9, 10).

El conocimiento de Dios es ilimitado. Conoció a Ciro antes de que naciera, lo llamó mi «ungido», y le encomendó una misión relacionada con el cumpli­miento de sus propósitos en favor de su pueblo (Isa. 45: 1). Sin embargo, Ciro no obró como lo hizo simplemente porque Dios lo llamó, sino que Dios lo llamó porque sabía que él sería sensible al toque de su Espíritu y obraría como lo hizo. Lo primero sería determinismo, contrario al libre albedrío de los indi­viduos; pero lo segundo es presciencia divina. Piénsalo, querido lector. Si Dios puede conocer y usar así a un «pagano», ¿qué no podría hacer contigo y conmi­go? ¿Y por qué no hacerlo con un profeta como Jeremías, en favor de su pueblo amado?

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El Dios que llamó a Jeremías así lo hizo: «Vino, pues, la palabra de Jehová a mí, diciendo: "Antes que te formara en el vientre, te conocí, y antes que na­cieras, te santifiqué, te di por profeta a las naciones"» (Jer. 1 :5). Este testimonio personal del profeta nos revela algunas cosas interesantes acerca del Dios de Jeremías. La primera de ellas es que a él le debemos nuestras vidas. No somos meramente el producto de la interacción de nuestros padres; es Dios quien hace posible el milagro de la vida. Es debido a su intervención creadora que el feto se forma en el vientre de la madre.

La segunda es que Dios nos conoció aun desde antes de que naciéramos porque, al formamos, procedió de acuerdo con el plan que él había trazado para cada uno de nosotros; a tal punto que tú y yo podemos apropiamos de las palabras de David: «Tú formaste mis entrañas; me hiciste en el vientre de mi madre. Te alabaré, porque formidables y maravillosas son tus obras; estoy ma­ravillado y mi alma lo sabe muy bien. No fue encubierto de ti mi cuerpo, aun­que en oculto fui formado [...]. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro esta­ban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar ni una de ellas» (Sal. 139: 13-16).

La tercera es que hemos sido santificados por Dios desde antes de nacer. Santificar significa apartar para un uso especial, sagrado. El Dios de Jeremías nos ha apartado, a ti, a mí, y a todos sus hijos, para un propósito muy especial: que llegáramos a reflejar la imagen de su Hijo y, finalmente, a disfrutar eterna­mente con él de la gloria de su reino. Para ese sagrado propósito hemos sido predestinados con la única predestinación bíblica: la predestinación para salva­ción. Es con ese propósito en mente que el Dios que llamó a Jeremías nos ha llamado a conocerlo (Rom. 8: 28). Y «a los que antes conoció, también los predestinó para que fueran hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó» (vers. 29, 30; véase Efe. 1: 3-6).

Si bien es cierto que ni tú ni yo hemos recibido el llamado a ser profetas, como Jeremías, también es cierto que tú, yo, y todos sus hijos fieles que forma­mos parte de su pueblo en estos últimos días, hemos sido bendecidos con el testimonio de Jesucristo que es «el espíritu de la profecía» (Apoc. 12: 17; 19: 10). En ese sentido, como Jeremías, hemos sido dados por «profetas» (voceros de Dios) a las naciones, para que les anunciemos las verdades contenidas en la palabra profética más segura (Mat. 28: 19; 1 Ped. 1: 19). Así, como los creyen­tes de los días de Juan el revelador, los miembros de la iglesia remanente for­mamos parte de ese grupo especial al cual el ángel, dirigiéndose a Juan, se refi­rió como «tus hermanos los profetas» (Apoc. 22: 9). ¡Qué privilegio que el Dios que llamó a Jeremías nos ha dado también a nosotros!

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16 • El D ios de Jeremías

Llamado en tiempos difícilesJeremías fue llamado al oficio profético en el año decimotercero del rey Jo-

sías (626 a.C.). Cinco años después comenzaría el último gran reavivamiento religioso antes del cautiverio de Judá. Liderado por el piadoso rey, este reaviva­miento motivado por el descubrimiento del Libro de la ley en los recintos del templo, alentó el corazón del joven profeta Jeremías y avivó las esperanzas de prosperidad nacional generando sentimientos de seguridad en el pueblo. Pero ese mismo era también el tiempo del «reavivamiento» político del Imperio ba­bilónico. Así que el llamamiento de Jeremías ocurre en una época de marcados contrastes, cargada tanto de esperanzas como de presagios atemorizadores.3

Jeremías es llamado al oficio profético en un momento muy difícil para su nación, un tiempo de gran incertidumbre, caracterizado por serias amenazas externas. Pero las circunstancias internas en Judá tampoco eran alentadoras. La nación sobrevivía basada en una falsa seguridad mientras que, al mismo tiem­po, la apostasía era cada vez mayor y la soberbia caracterizaba a los dirigentes políticos y la prepotencia a los líderes espirituales. En esas circunstancias, Jere­mías fue llamado a pronunciar mensajes de amonestación y reprensión ante encumbrados y altivos monarcas. Y, como si eso fuera poco, por cuarenta años tendría que anunciar la caída de la casa de David, una suerte fatal para todo el pueblo, y la destrucción de esa hermosa joya de arquitectura mundial, el tem­plo de Salomón, centro de la vida religiosa (y de toda otra índole) del pueblo de Israel. No es sorprendente que el joven Jeremías se sintiera completamente inadecuado para la abrumadora tarea que le esperaba.

Pero el Dios de Jeremías es un Dios que, cuando nos da una misión para cumplir, está a nuestro lado a fin de capacitamos para cumplirla. Así se lo pro­metió a Jeremías al principio de su ministerio cuando era un jovencito temero­so, inseguro. «¡Ah, ah, Señor Jehová! ¡Yo no sé hablar, porque soy un mucha­cho!». Me dijo Jehová: "No digas: 'Soy un muchacho', porque a todo lo que te envíe irás, y dirás todo lo que te mande. No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice Jehová"» (Jer. 1: 6-8). Y Dios lo cumplió fiel­mente a través de los largos cuarenta años de ministerio del profeta. A alguien como el joven Jeremías, que rehusaba aceptar su llamamiento argumentando que no sabía hablar, lo capacitó para hablar la verdad (ver por ejemplo Jer. 34: 3), a pesar de que siempre estuvo susceptible al ataque de los poderosos.

El llamamiento de Dios incluye a todos sus hijos. Te incluye también a ti, lector. Porque, tal como afirma Elena G. de White: «A muchos a quienes no se les ha impuesto las manos, los envía para que se dediquen a su obra. Responde las objeciones que presentan contra este plan de acción, incluso antes de que sean planteadas. Dios ve el fin desde el principio. Conoce y se anticipa a cada

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deseo, y hace provisión para las emergencias. Si el hombre finito a quien le encomienda esta tarea no pone impedimentos, Dios tendrá obreros para en­viar a su viña».4

Tengamos esto en cuenta hoy: cuando Dios nos llama, él nos capacita para la tarea. Lo hizo con Jeremías y lo hará también contigo y conmigo. Después de llamamos y por medio de su Hijo Jesucristo enviamos a cumplir su última gran comisión para la salvación de los habitantes de este mundo (2 Cor. 5 :18- 20), nos da la seguridad de su promesa: «Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo» (Mat. 28: 20, NVI). No hemos de verlo para creerlo: tenemos que creerlo para verlo, porque el don de Dios está en su pro­mesa. Por lo tanto, avanza, no te intimides, sigue adelante, que el Dios de lere­ndas es tu Dios.

Profetas renuentesJeremías estaba completamente seguro de su llamamiento divino. En la in­

troducción de su libro (capítulo 1) deja bien claro que él estaba plenamente convencido de que fue Jehová el Dios del cielo quien le dio los mensajes que presentaría a lo largo de su ministerio profético. A pesar de ello, o quizá más precisamente debido a ello, fue que se sintió atemorizado y tan inepto para la tarea. Se miró a sí mismo, y fijándose en su juventud, en su carácter tímido y en su limitación personal para hablar elocuentemente, intentó esquivar la comi­sión. ¿Suena familiar? ¿Cuántas veces en nuestra esfera no hemos hecho lo mismo? Bueno, pues no nos ha pasado a nosotros solamente.

Otros profetas de Dios —como el gran profeta Isaías— inicialmente reac­cionaron ante el llamado divino fijándose en sus propias limitaciones huma­nas. Él nos cuenta: «El año en que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y sus faldas llenaban el templo [...]. Entonces dije: "¡Ay de mí que soy muerto!, porque siendo hombre inmundo de labios y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos"» (Isa. 6: 1, 5). Pero, tratemos de entenderlo. Isaías fue confrontado con una teofanía, es decir, una aparición visible de Dios, que generalmente ocurre en forma humana, una manifestación directa de su gloria. Contemplar lo sublime de Dios, su exaltada grandeza y, sobre todo, su inmaculada santidad, no puede menos que hacemos ver, por contraste, como lo que realmente somos: simples pecadores (cf. Isa. 40: 17). Ante la presencia de Dios, nuestro pecado nos hace conscientes de que merecemos la muerte (Rom. 6: 23); y así lo expresó Isaías en su primera reacción (Isa. 6: 5).

Otro ejemplo de la renuencia humana ante la manifestación divina lo en­contramos en otro gran profeta, Moisés (Deut. 18: 15; 34: 10), y su experiencia

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18 • El D ios de Jeremías

en el desierto de Madián. Ante la inusual manifestación del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob en la zarza ardiente, la primera reacción de Moisés fue de temor (Éxo. 3: 5, 6). Luego, después de escuchar de Dios el porqué de su apa­rición, y la misión que le encomendaba, fijándose en sí mismo le respondió: «Señor, yo nunca me he distinguido por mi facilidad de palabra [... j. Y esto no es algo que haya comenzado ayer ni anteayer, ni hoy que te diriges a este servi­dor tuyo. Francamente, me cuesta mucho trabajo hablar» (4: 10, JSTVI).

Y aun después de recibir la divina respuesta a su objeción: «¿Y quién le puso la boca al hombre? [...]. ¿Acaso no soy yo, el Señor [...]? Anda, ponte en mar­cha, que yo te ayudaré a hablar y te diré lo que debas decir» (vers. 11, 12), Moisés todavía insistió: «Te ruego que envíes a alguna otra persona» (vers. 13, NVI). Así, fue un profeta renuente, al principio a quien, enojado, Dios tuvo que convencer de que el cumplimiento de su misión no dependería de él; ni de sus debilidades ni tampoco de sus habilidades, sino de Aquél que se le había apa­recido y ahora lo enviaba.

¿Y qué podríamos decir de Jonás? Que en la renuencia a su llamamiento pa­rece haber ido más lejos que cualquier otro profeta. Y sin embargo Dios en su gran amor y misericordia lo persuadió y, a pesar de él mismo, le concedió el mayor de los éxitos entre los evangelistas del Antiguo Testamento, ¡y quizás de todos los tiempos! Finalmente, gracias a la predicación de Jonás, todos los habi­tantes de Nínive se arrepintieron de sus malos caminos y se convirtieron al Señor (Jonás 3: 5-10). ¿Qué te dice esto, estimado lector, de lo que el Dios que llamó a Jeremías puede hacer en ti y por medio de ti si tan solo te dispones y se lo permi­tes? Cabe aquí recordar las palabras de Elena G. de White: «No tiene límite la utilidad de aquel que, poniendo el yo a un lado, da lugar a que obre el Espíritu Santo en su corazón, y vive una vida completamente consagrada a Dios».5

El Dios de Jeremías y la vara de AlmendroLa primera visión que Dios le dio a Jeremías después de llamarlo al oficio

profético y de fortalecer su confianza al hablarle de la seguridad de su presencia permanente, es una visión interesante por lo inesperada que fue. No le mostró sublimes escenas celestiales; no le mostró el porvenir ni tampoco le mostró los pecados secretos de aquellos líderes a los que tendría que confrontar. «La pala­bra de Jehová vino a mí diciendo: "¿Qué ves tú, Jeremías?". Yo respondí: "Veo una vara de almendro"» (Jer. 1: 11).

El almendro, reconocido como fuente de alimento y de aceite delicado, era uno de los árboles más apreciados en Israel. Jacob envió de su fruto como re­galo al faraón (Gén. 43: 11). Dios instruyó a Moisés para que el candelabro del santuario tuviera sus siete brazos y sus copas en forma de flor de almendro, con

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cálices y pétalos (Éxo. 25: 33, 34). La vara de Aarón que reverdeció era una vara de almendro (Núm. 17: 8). Pero el énfasis principal de la visión no recae sobre el árbol sino sobre su significado. Tanto el almendro como su fruto —la almen­dra— se llaman en hebreo sacfued, «el que vela».

La palabra tiene un sonido parecido al de la expresión «yo estoy alerta», que procede de la misma raíz que el verbo «mantenerse vigilante» (soqed) y es un recordativo de que Dios está constantemente vigilando sobre su Palabra a fin de darle cumplimiento; una garantía de que él cumplirá lo que ha prometido.6 Aun en tiempos de adversidad, Dios le demostró a su pueblo que él fue fiel a su pacto con ellos, una realidad que puede percibirse a través del libro de Jere­mías, de manera especial cuando aborda el tema del pacto.7

Porque él es fiel a su propio carácter, Dios no podía abandonar su pacto con su pueblo. Él había prometido que aun «cuando ellos estén en tierra de sus enemigos, yo no los desecharé, ni los abominaré hasta consumirlos, invalidan­do mi pacto con ellos, porque yo, Jehová, soy su Dios» (Lev. 26: 44). La fideli­dad de Dios ha sido siempre mi mayor fuente de motivación espiritual.

Otros temas dominantes en el libro de Jeremías son los de renovación y restauración, los cuales también guardan relación con el pacto. Por esa razón es que el Dios que llamó a Jeremías, procurando la restauración de su pueblo, escogió el almendro para transmitir un mensaje de seguridad a su siervo y de advertencia a la nación escogida, porque el almendro es el primero que, aun antes de la primavera, echa sus flores.8 Sus brotes, blancos o delicadamente rosados, aparecen muy temprano, aun desde enero, mucho antes de que otros árboles florezcan, razón por la cual es apodado «el árbol desvelado». El mensa­je era claro: «Yo no duermo», «yo estoy alerta», Jeremías, ten confianza, yo cumpliré mi palabra.

Recordemos esto, porque el Dios de Jeremías también nos ha llamado a nosotros. No nos ha llamado a ser populares o a ser seguidos. Al contrario, Jesús nos advirtió que, frecuentemente, nuestra situación sería la opuesta (Mat. 10: 22; 24: 9; Mar. 13: 13; Luc. 21: 17). A fin de que la palabra dada por Dios a Je­remías se cumpliera para el bien y no para el mal del pueblo, es decir, a fin de evitar la destrucción que era inminente (Jer. 1:13-16), ellos debían arrepentirse.

Pero es el mismo Dios quien, por medio de su llamado al pueblo de Jere­mías, nos recuerda que no puede haber perdón sin arrepentimiento, y que la evidencia del verdadero arrepentimiento es nuestro cambio de conducta. Él nos dice: «Si en verdad enmiendan su conducta y sus acciones, si en verdad practican la justicia los unos con los otros, si no oprimen al extranjero ni al huérfano ni a la viuda, ni derraman sangre inocente en este lugar, ni siguen a otros dioses para su propio mal, entonces los dejaré seguir viviendo en este país, en la tierra que di a sus antepasados para siempre» (Jer. 7: 5-7).

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20 • El D ios de Jeremías

El Dios de Jeremías es el Dios del pacto, siempre fiel a su compromiso con su pueblo. Él está siempre listo a damos la oportunidad de comenzar de nuevo (Jer. 2: 2; 23: 3). Aunque las profecías de juicio parecen predominar en el libro, el juicio no es nunca un acto de venganza o un castigo retributivo, sino una disciplina redentora de parte de Dios. La carga principal de Jeremías es un lla­mamiento al arrepentimiento; el juicio es simplemente la consecuencia de que la nación no prestara atención a su llamado. Pero aun cuando la caída de Judá se hiciera inevitable, Jeremías ve que lo que Dios está haciendo es disciplinar a su pueblo con la esperanza de que la relación del pacto abandonada por ellos pudiera ser restaurada. Los mensajes de Jeremías estaban encaminados a hacer daros la naturaleza y propósitos del cautiverio y garantizar y aun apresurar el retomo de los exilados a su patria.9 El Dios de Jeremías está siempre dispuesto a perdonar.10 Es un Dios de gracia y de perdón.

Referencias1. Diccionario bíblico adventista, «Anatot».2. Elena G. de White, Profetas y reyes (Coral Gables, Florida: IADPA, 1957), p. 299.

3. NIVCDB, «Jeremías».4. Elena G. de White, Recibiréis poder, p. 173, versión electrónica.

5. Elena G. de White, Testimonios para la iglesia, t. 8, p. 26.

6. Soderlund, p. 986.7. En 1954, G. E. Mendenhall llamó la atención a la semejanza en estructura existente entre los

pactos Hititas (conocidos como zuzerainty) del final del segundo milenio a. C. y el pacto sinaí- tico de la Biblia, implicando que Israel se percibía a sí mismo como una nación sierva de Yahveh, el gran Rey. Ibíd.

8. DBI, «Almendra».9. Ibíd., «Jeremías».

10. ASB, p. 942.