Libro no 1162 heladas lluvias de enero wright, l r colección e o octubre 11 de 2014
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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014
GMM
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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© Libro No. 1162. Heladas Lluvias De Enero. Wright, L. R. Colección E.O. Octubre 11 de 2014.
Título original: © Heladas Lluvias De Enero. L. R. Wright
Versión Original: © Heladas Lluvias De Enero. L. R. Wright
Circulación conocimiento libre, Diseño y edición digital de Versión original de textos: Libros Tauro http://www.LibrosTauro.com.ar Licencia Creative Commons: Emancipación Obrera utiliza una licencia Creative Commons, puedes copiar, difundir o remezclar nuestro contenido, con la única condición de citar la fuente.
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Portada E.O. de Imagen original: http://mla-s1-p.mlstatic.com/heladas-lluvias-de-enero-l-r-wright-5529-MLA4511984510_062013-O.jpg
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Heladas Lluvias De
Enero
L. R. Wright
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Dedico este libro a Mary Eldridge y a Marti Wright
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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AGRADECIMIENTO
La autora agradece al sargento mayor Don Rowat, de la Real Policía
Montada del Canadá, y a Elaine Ferbey, la información y los consejos
recibidos. Las inexactitudes, en cambio, son de su exclusiva
responsabilidad.
Asimismo, deja constancia de la enorme deuda contraída con el buen
criterio, la paciencia y la generosidad de John Wright.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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NOTA DE LA AUTORA
La costa Sunshine existe en realidad, y en este libro aparecen los
nombres de sus ciudades y poblados, pero todo lo demás es ficción.
Los acontecimientos y los personajes son producto de mi imaginación,
que se ha tomado libertades geográficas y de otra índole al describir
la ciudad de Sechelt.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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El mundo de Zoe era un lugar peligroso.
A veces, cuando reflexionaba, se enfadaba muchísimo.
Ocasiones hubo en que se ponía tan nerviosa que no le importaba
nada de lo que pudiese ocurrir. Entonces era cuando hacía las cosas
más inverosímiles.
Pero en aquel momento estaba tranquila. Se arrullaba a sí misma al
calor de la cama, hundida en el colchón, con las mantas cubriéndole
hasta los hombros. En el lecho, le agradaba sentirse corno una
tortuga.
Yacía de costado, con el rostro vuelto hacia la ventana. Las persianas
estaban bajadas; por lo tanto, el mundo no la podía espiar mientras
dormía.
Zoe estaba acurrucada y esperaba dormirse pronto; tenía las rodillas
dobladas y las manos cruzadas sobre el pecho, en el sitio exacto
donde el día menos pensado le crecerían los senos. «¡Fabuloso!», se
dijo a sí misma. «Aunque tal vez no sean muy grandes».
El nuevo aparato de radio descansaba sobre la librería. Se lo habían
regalado sus padres por su cumpleaños. Había estado escuchando El
avispón verde, Señor Keen, La sombra y Refugio interior, hasta bien
pasada la acostumbrada hora de dormir.
Benjamín, en cambio, le había comprado un libro, lo que la irritó
sobremanera porque bien sabía él que a Zoe no le gustaba leer. Era
como si alguien le hablara al oído o se le metiera en la cabeza. Tan
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pronto como abría un libro, oía la respiración de la persona que lo
había escrito.
Zoe bajó las manos y las apoyó sobre los muslos, un sitio suave y
cálido. Dejó que sus ojos se cerraran, y percibió un leve relajamiento
en mitad del cuerpo. Su mente comenzó a divagar como si volara. A
partir de ese instante, su subconsciente comenzó a trabajar deprisa
para colmarle los ojos cerrados con un ensueño. Aguardó, mientras
escuchaba el aliento de sus propios pulmones, a que el suceso se
produjera.
Lejos, muy lejos, oyó un ruido casi imperceptible; quizá le llegaba una
música onírica. La textura del aire se modificó notablemente; algo
rozó su mejilla y presionó contra ella; primero era algo leve, más
pesado después... Intentó abrir los ojos en sueños, y no pudo; cuando
lo logró, descubrió que no veía nada. Movió la cabeza de un lado a
otro; se hallaba en un lugar tranquilo y oscuro...
... como cuando se cayó en el lago Cultus y no consiguió hacer pie. Se debatía en el
agua hasta que logró sacar la cabeza y gritar «¡Socorro!», mientras se sentía como una
auténtica imbécil; nadie le prestó atención y el lago la devoró de nuevo. Utilizó las
manos y los pies como aspas de un molino hasta emerger de nuevo a la superficie y
pedir auxilio una vez más. Un hombre la cogió por las axilas y la alzó hasta la
escollera que penetraba en el lago. Se puso de pie con dificultad y corrió por la
escollera y por la arena hasta el árbol bajo cuya sombra Benjamín y sus padres habían
preparado la merienda. Les narró lo sucedido; la expresión de los rostros denotaba que
no le creían ni una palabra...
En la oscuridad del sueño, se movía de un lado a otro sin descanso,
salvo la cabeza, que estaba inmovilizada. Su aliento se percibía de un
modo diferente, más acelerado; algo le hacía daño en el pecho y le
impedía aspirar la cantidad de aire necesaria. Abrió la boca para
inhalar más y comprendió que estaba tapada; algo se apretaba contra
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ella que le impedía entreabrir los labios. Intentó tocarse la cara con
las manos pero sólo alcanzó la almohada con los dedos.
El corazón le latía con tanta fuerza que era como si se le revolviera
dentro del pecho. Emitió unos ruidos discordantes y trató de hacerlos
más potentes para que alguien los escuchara. Tensó todo el cuerpo y
los puños golpearon algo blando que voló por los aires. De repente,
«eso» que le oprimía el rostro desapareció.
Zoe se alzó sobre las manos y las rodillas, suspiró y respiró hasta
recuperar el aire perdido. La almohada estaba en el suelo, junto a la
cama. ¡Sería ella la culpable, la que se había sofocado tanto a sí
misma que casi se asfixia? Miró por encima del hombro hacia la puerta
que daba al pasillo. Estaba cerrada. A Zoe le pareció que se movía un
poco, como si alguna persona la hubiera abierto para cerrarla después
y marcharse por el corredor.
Tal vez alguien la perseguía.
Se sentó en la cama con las mantas subidas hasta los hombros. El
corazón le latía deprisa, pero no tanto como antes; en consecuencia,
se tranquilizó. El pecho ya no le dolía.
Miró hacia la puerta durante un largo rato. Se preguntó quién
pretendería hacerle daño. Pensó que probablemente sería Benjamín;
pero, no obstante, no descartaba a su madre. Ni tampoco a su padre.
Cualquiera lo podía haber hecho, reflexionó, y se puso muy nerviosa.
Inventaría un modo de atrancar la puerta. De esta manera, se sentiría
segura.
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En la costa Sunshine el invierno presenta características muy
particulares.
Comunmente no nieva, sólo algunos años se observan ligeras
escarchas.
Sin embargo, llueve mucho; también hay días de niebla. Cuando las
nubes bajan y se extienden sobre la tierra, la niebla toca su faz con
dedos fríos, húmedos y espesos.
A Karl Alberg el tiempo no le preocupa demasiado. Le disgusta la
niebla cuando se amontona y arremolina frente a su Oldsmobile
blanco. Entonces, detiene el coche, aprieta los dientes y espera a que
se disperse. No siempre ocurre así. En el exterior, apenas respira,
como si temiese descubrir con disgusto que la niebla tiene cuerpo,
que es como copos de algodón. No obstante, por lo general, a
mediodía la niebla se levanta, se eleva hacia lo alto y desaparece en
un transparente y brillante destello de sol.
La lluvia es más frecuente que la niebla y hay ocasiones en que cae
de manera pesada y sostenida. Otras veces la llovizna es incesante.
En Vancouver, que está a hora y media por carretera y en ferry,
durante el período de las lluvias invernales resulta difícil descubrir otro
color que no sea el gris. Pero en la costa Sunshine es diferente.
En los bosques que se encuentran detrás de la casa de Cassandra
Mitchell, los cedros y los pinos se vuelven de un color verde grisáceo
suavizado por las gotas de lluvia. Los helechos crecen durante todo el
invierno, y las gaulterias se desarrollan con fuerza. En el patio de la
casa, racimos de bayas rojas cuelgan de las ramas de los acebos, y
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un jazmín de invierno florece con sus flores amarillas. Cassandra
Mitchell contempla las melenas doradas de los sauces y los chorros de
savia que enrojecen los flexibles esqueletos de los arándanos. Le
gusta el gris del mar y del cielo; en los días más serenos, hay una
vibración plateada sobre el agua. Los cielos cambian de manera
permanente, se mueven; en algún lugar, abandonan el gris ceniza
para ofrecer, como un toldo extendido, un retazo limpio y suave de
algo parecido a la nata; unas piscinas de un azul celeste, luminosas,
límpidas y poco profundas; unas sombras de un pálido color violeta y
a veces de un ocre deslucido.
Ramona Orlitzki no piensa en la niebla ni en la lluvia; pero, a menudo,
tiene problemas para mantener el calor en la estación invernal. En su
antigua casita, solía sentarse frente a la estufa y tejía con habilidad al
tiempo que se entretenía mirando las olas que el mar arrojaba hacia
su jardín. En la actualidad, mantener caliente su cuerpo no es de su
entera responsabilidad, y no logra ver el océano desde donde vive.
Zoe Strachan siente un cierto respeto por la niebla, y la evita.
Tolera la lluvia.
No se preocupa de los acebos, ni de los sauces, ni de los jazmines. A
veces se sienta en la playa rocosa que se encuentra detrás de su casa
y escucha el mar, y lo observa.
Zoe Strachan comprueba que en invierno la luz es distinta, que el aire
es menos denso.
Comprende que, cada año, la tarea del invierno consiste en alimentar
la muerte y traer la paz.
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Una mañana de finales de enero, la mañana de un día lúgubre,
lluvioso, opaco y melancólico, Zoe Strachan abrió la puerta de su casa
y se encontró cara a cara con su hermano. Dios mío! —exclamó,
espantada.
Rió, pero la mujer advirtió que estaba nervioso.
Al sonar el timbre, como de costumbre, en lo primero en que pensó
fue en el coche: ¿lo habría dejado en el sendero o guardado en el
garaje? Cuando estaba allí, a menudo no se molestaba en abrir la
puerta. Pero, esta vez, estaba fuera.
Podría ser un vendedor, pensaba mientras se encaminaba hacia la
entrada. Tal vez un funcionario del Estado. Esta gente siempre intenta
arrancarle a uno parte de su propiedad.
O quizás algún chico ofreciendo papeletas para una rifa, galletas secas
o tabletas de chocolate pasado. «No juego», les decía, o «no como
dulces»; y si se trataba de un adulto que pedía limosna, afirmaba con
dureza, «no doy dinero a nadie».
Pero quien estaba allí, de pie, era su hermano.
—Hace años que no sé nada de ti —le dijo.
—Me lo imaginaba.
Benjamín era alto; estaba demacrado y algo giboso. Aunque sólo tenía
cincuenta y dos años, cuatro más que ella, había encanecido por
completo.
—¿Dónde está tu mujer? —preguntó, y miró más allá del hombre.
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—Murió, lo siento.
Vestía un traje azul oscuro que no le sentaba muy bien.
—¿Murió? ¿Cuándo? ¿De qué?
—De cáncer. Hace cinco años.
—¡Qué pena! —comentó Zoe dando a sus palabras un tono de
conformidad.
—Sí —afirmó Benjamin vagamente, mientras miraba hacia el interior
de la casa—. La echo de menos.
Lo hizo pasar y cerró la puerta. Permanecieron durante un momento
en el pequeño recibidor; Zoe estudió a su hermano con mirada crítica.
—¿A qué vienes aquí? Por favor, no me digas que se trata otra vez de
dinero.
—Zoe... —comenzó a hablar un poco sobresaltado.
Ella, divertida, movió la cabeza de un lado para otro.
—Por supuesto, la respuesta es no.
—Al menos, dame de comer o algo para comer antes de que me vaya
—suspiró. Cuando pasó a su lado, la mujer pensó que olía a alcohol.
Zoe lo acompañó a la sala.
—Es muy temprano para comer. Haré un poco de café. —Lo invitó a
sentarse y se metió en la cocina.
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Mientras el café se asentaba, dejó que sus manos descansaran sobre
la tapadera de la cafetera. Tamborileó sobre ella cinco veces con los
dedos de la mano derecha y otras cinco con los de la izquierda.
En otra época él había sido muy rico. No tenía la menor idea de qué
nabía hecho con el dinero. «Nunca fue juicioso», pensó en el preciso
instante en que el café comenzaba a colarse.
—¿Me das un cenicero? —Benjamin entró en la cocina.
—No fumo —Zoe colocó un vaso, crema y azúcar en una bandeja—.
No tengo ceniceros.
Él se dirigió al armario y cogió una taza. Zoe observó con disgusto
cómo arrojaba la ceniza en su interior y, también, cómo se manchaba
la manga de la chaqueta.
Al sacudir la ceniza, la mujer comprendió qué era lo que le llamaba la
atención del traje. Era demasiado grande para él. Lo vio pálido,
delgado; se preguntó si la esposa no le habría contagiado el cáncer
antes de morir.
—¿Qué tal un poco de aguardiente para acompañar el café? —sugirió
Benjamin.
—No —Zoe vertió el café en el vaso y llevó la bandeja a la sala—. Te
quedan quince minutos para coger el próximo ferry —le explicó, al
tiempo que le acercaba el café.
Benjamin se sentó en el sillón preferido de Zoe, el de cuero negro.
—Se te ve muy bien —la halagó.
—Bebe el café.
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—Cada vez que te veo, me sorprende tu buen aspecto.
Dejó el café sobre la mesita auxiliar y se inclinó hacia adelante; tenía
los brazos apoyados en las rodillas y las manos le coleaban
flácidamente. «Sus manos siempre han sido desagradables», pensó
Zoe con repugnancia. «Cuando era un muchacho, despedían aquel
extraño olor. El sudor, tal vez. De niño, sudaba mucho.»
—Me cuido —respondió por fin—. Por eso tengo buen aspecto.
—Sí. Es cierto. Lo sé.
—Bebe el café —pidió Zoe otra vez.
—Vives en una casa muy bonita. —Benjamin echó una mirada por la
sala.
Zoe le miró y sonrió un poco, pero con cautela. Siempre había sido
reservado. También ella, sin duda. No obstante, Benjamin resultaba
desconcertante porque carecía de autocontrol.
—Te gusta vivir aquí, ¿no? En esta graciosa casita, entre rocas, en
este pueblecito encantador.
—Si no me gustara, Benjamin, no estaría aquí.
—Ha de ser estupendo saber con exactitud lo que uno quiere... —
reflexionó.
Su rostro era inexpresivo. Ella esperaba que reflejara dolor o
intenciones aviesas, pero no percibía nada. Zoe se relajó. Quizá no
tuviera que pelearse con él. Tal vez otro «no» rotundo resolviera la
situación.
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—... y ser capaz de conseguirlo —continuó—. Ha de ser estupendo. Y,
por supuesto, conservarlo. Eso es mejor aún.
—Lo es, sí —confirmó Zoe; pensaba en qué le gustaría comer a
mediodía.
Benjamin se sentó y cogió el vaso de café. Cruzó las piernas.
—He venido por una cuestión muy seria, Zoe.
Ella aguardó.
—¿No sientes curiosidad? —Suspiró y movió la cabeza al comprobar
que la mujer no respondía—. Había olvidado lo excéntrica que eres.
Ella apenas movió la cabeza, de modo que sus ojos se clavaron en los
del hombre. Benjamin perdió segundad.
—Creo que debes marcharte ahora mismo.
Él la miró de nuevo, tan sombrío y desafiante que Zoe sintió una leve
aprensión.
—Ahora mismo, o perderás el próximo ferry.
Benjamin contempló el patio empedrado a través del gran ventanal.
—Cariño —murmuró con voz opaca—, no tomaré el ferry. Tenemos
mucho de que hablar.
—No tenemos nada que decirnos —explotó Zoe.
De repente pensó en su padre. A veces le sucedía eso: irrumpía en su
cerebro una compasión extraña y efímera, lejana y superflua por uno
de sus padres.
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—«Zapatos y barcos y sellos de cera...» —entonó Benjamin. Echó la
cabeza hacia atrás y cerró los ojos—. De la muerte. Y de ciertos
diarios. De eso hablaremos —levantó los párpados v la miró—. Sí,
Zoe, tienes razón. También de dinero. Por supuesto.
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Zoe comprendió demasiado temprano que la vida era diferente.
Descubrirlo la desconcertó durante un breve período de tiempo.
Después, todo se aclaró.
También aprendió pronto que no debía parecer diferente, si quería
vivir con un mínimo de tranquilidad.
Pensó que no era probable que fuera la única persona diferente en
todo el mundo; sin embargo, era la única que lo sabía.
Dadas las circunstancias, Zoe se creó un personaje exterior; de otro
modo se habría encontrado en dificultades continuamente.
Creó unas reglas para este personaje, y a partir de ese momento se
sintió bastante más segura.
Si surgía algún problema, lo sabía porque había violado alguna de las
reglas.
Antes de la creación de esa personalidad exterior, Zoe percibía que
no podía decir ni hacer nada sin que alguien se asombrara. O peor
aun, sin que se escandalizara.
En la primera fase de su vida, el hecho de comprender que el resto de
la gente vivía de una manera distinta, le produjo agobio y
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preocupación. Por eso decidió tratar de entender las diferencias a
cualquier precio.
Y aprendió a hacerlo por medio de la escritura.
Todo comenzó en la escuela. En tercer grado. Le pidieron una
redacción de lo que había hecho durante las vacaciones, pero dejó la
tarea de lado y la olvidó; no quería hacerla porque no sabía cómo. No
obstante, la maestra se lo recordaba todos los días; y todos los días
le exigía el trabajo sobre el verano. Por último, exasperada, Zoe le
pidió ayuda a su madre.
Se sentaron juntas después de cenar. La niña tenía papel y lápiz.
—Cuéntame algo de tus vacaciones: con lo que hayas disfrutado de
verdad —solicitó la madre.
Zoe pensó un rato. Se había divertido entrando a escondidas en el
sótano de los Nelson, los vecinos de la casa de al lado, y fis—
goneando en el viejo baúl que había allí. Después, se encogió de
hombros.
—¿Qué me dices del tren a Banff? —preguntó la madre.
—Me gustó la piscina —recordó Zoe—, porque el agua estaba caliente
y el aire era fresco.
—Escribe sobre eso.
—No hay mucho que decir —expresó Zoe titubeando.
—No creo que la señorita Warren pretenda que se lo cuentes todo.
Quizás una página resulte suficiente. Escribe sobre el viaje en tren y
describe las cascadas.
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—¿Qué cuento del viaje?
—Lo que recuerdes.
Zoe se imaginó que sus pensamientos pasaban por un tamiz.
—Me acuerdo de que miraba por la ventanilla a la noche. A veces, no
se veía ninguna luz y yo pensaba que todas las bombillas del mundo
se habían apagado al mismo tiempo.
Miró a su madre y vio que sonreía.
—Ahí está, ¿ves? —habló con suavidad—. Tienes mucho para narrar.
Zoe escribió aquellas cosas y la señorita Warren señaló que el trabajo
era muy bueno.
Durante mucho tiempo, Zoe reflexionaba con frecuencia sobre este
episodio.
Resolvió que no estaría mal mostrar a los demás algo de lo que
pensaba y sentía sobre las cosas. Sin embargo, lo más importante era
saber seleccionar ese «algo».
Escribía para sí misma. Primero en papeles sueltos, para volcar sus
sensaciones.
Por ejemplo: ¿era correcto expresar lo que sentía sobre Benjamín?,
se preguntó por escrito.
Lo intentó. Primero se lo dijo a su madre.
La mujer se preocupó mucho, y la regañó a voz en grito. Zoe salió del
cuarto precipitadamente.
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A su padre le contó lo mismo, y lo menos durante un minuto pareció
que el rostro del hombre estaba a punto de desmoronarse.
Inmediatamente se inclinó hacia adelante de modo que los brazos
descansaran sobre sus rodillas y clavó la mirada en el tapete.
—Es perfectamente normal —dijo por fin— enfadarse con un hermano.
A veces, él también se enfada contigo.
Continuó con el tema, pero Zoe no escuchó más. A las personas no
les gusta oír ciertas cosas. Cuando se las dices, simulan que no es lo
que querías decir o intentan persuadirte para, que pienses de otra,
forma, o se ponen muy nerviosas. Si las aburres o si las sacas de sus
casillas, te gritan o te abofetean.
En su debido momento, Zoe empleó su asignación para comprarse un
cuaderno de notas donde expresar lo que los otros no querían
escuchar. De manera gradual, y a través de la escritura, muchas cosas
salieron a la luz.
Cuando era pequeña y veía algo que le gustaba, lo cogía aunque
perteneciera a otra persona. Pero esto la conducía a fuertes
reprimendas y castigos. Por consiguiente, creó la siguiente regla: «No
robes nada; a no ser que estés segura de que nadie te descubrirá.»
Cuando le hacían preguntas, tenía el hábito de contestar lo primero
que se le antojaba. Casi siempre se trataba de cosas imaginadas. Eso
también era motivo de disgustos. En consecuencia, escribió en su
cuaderno de ejercicios: «No cuentes nada, a menos que debas
hacerlo; si eso ocurre, procura que contenga un mínimo de verdad.»
Cuando algo la ponía furiosa, se liaba a golpes con ello. No importaba
que fuera un ser humano o un objeto; la cuestión era desahogarse.
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No le agradaba sentirse irritada. Se trataba de un sentimiento violento
y tenso que la molestaba. Sin embargo, dedujo que dar porrazos era
peor que robar; sobre todo cuando rompía alguna cosa. Por lo tanto,
una de sus reglas rezaba: «Cuando te enfades, vete a algún lugar
donde nadie te vea y golpea objetos que no se rompan. Si no se te
pasa la ira, arréglatelas como puedas para regresar con la persona
con la que estás resentida, de modo que ninguno se dé cuenta de lo
que sientes hacia ella. O hacia él».
De este modo construyó una Zoe exterior capaz de vivir según estas
reglas. Era la Zoe Número Dos.
La Zoe Número Uno vivía a salvo dentro de su cabeza, y sólo aparecía
cuando estaba sola; su único medio de expresión era el cuaderno de
notas.
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—Hay un coche aparcado ante la casa de la Strachan —dijo Sandy
McAllister, mientras dejaba el correo del día sobre el mostrador.
Se trataba de un hombre pequeño y nervudo; rondaba los cuarenta y
durante todo el año vestía el uniforme de verano de los carteros:
pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla. Hoy no; hoy llevaba la
capa de invierno impermeable y con capucha.
—¿Y qué? —se enfadó Isabella Harbud desde detrás de su escritorio.
—Le he llevado unas cartas —le dijo, y se inclinó sobre el mostrador
para ver cómo tecleaba Isabella.
—Es su trabajo, ¿no?
—Usted es muy rápida con esta cosa —afirmó con un tono de
admiración, en tanto se rascaba la pantorrilla con la punta del otro
pie—. Casi nunca hay nada para ella; es una de esas pocas personas
de la ciudad. Uno se pregunta...
—Ocúpese de sus asuntos, señor Sandy McAllister; eso es lo ue tiene
que hacer. —La mujer arrancó el papel de la máquina e escribir y lo
estudió con mirada crítica.
—Un buen coche. Y le digo a usted que ésa no recibe muchas visitas
—comentó Sandy, y se cargó sobre los hombros la cartera de correos.
—Deje de murmurar y ocúpese de su trabajo. —Isabella depositó la
carta en la parte superior de una pila de correspondencia ya
contestada y puso otra hoja de papel en la máquina de escribir.
Sandy se encogió de hombros; se sentía molesto.
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—Sólo intentaba darle conversación. ¿Tiene tiempo para tomar un
café?
Isabella le lanzó una mirada de desaprobación.
—Por supuesto que no. ¿Qué pensaría mi marido si me fuera a tomar
un café con uno como usted?
—Ja, ja, ja; que se iba a preocupar mucho. Dejémoslo así —le guiñó
un ojo y se encaminó hacia la puerta.
Una mujer menuda, de aspecto cauteloso, se lanzó sin más al área de
recepción desde el vestíbulo. Saludó a Isabella con un movimiento
vigoroso de cabeza y permaneció expectante, sólo un paso más
adentro que el cartero. Isabella la miró y suspiró. La observó con
curiosidad por encima del mostrador; la mujer se había sentado en la
sala de espera.
—Usted es la próxima —le dijo, y se puso de pie.
El sargento mayor Karl Alberg, del destacamento de Sechelt de la Real
Policía Montada del Canadá, analizaba una lista que había sobre el
escritorio que se encontraba frente a él. Cogió un lápiz y tachó con
esmero el primer nombre.
—Adelante —gritó cuando Isabella golpeó la puerta. Esta hizo pasar a
la candidata sin mirar a Alberg, y se marchó con celeridad.
El sargento observó a la mujer que con aire desafiante se había
plantado en el centro de su oficina. Medía poco más de metro y medio,
pesaba unos cuarenta kilos y tenía muy poco pelo.
—Bien —dijo por fin, mientras miraba la lista—. Señora... Stratidakis,
¿no?
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—Es un bello apellido de origen griego.
—Griego, claro, es lo que pensaba yo. Hábleme de usted, señora
Stratidakis.
—He parido ocho niños, he cubierto todas sus necesidades y las de mi
hombre —los minúsculos ojos azules de la mujer revolotearon
incómodos a lo largo y a lo ancho de la oficina—. Es la primera vez
que piso un despacho de la policía en toda mi vida. Soy una mujer
decente.
—¿Cocina, o sólo se ocupa de la limpieza?
—Ahora no lo hago para nadie, salvo para mí y para mi hombre.
Prefiero no cocinar, señor —Alberg notó que la escasa cantidad de
pelo que colgaba del cráneo de la mujer se disponía en aislados
mechones que parecían más bien plumas—. Le cobraré bastante por
venir a diario a esta oficina de la policía.
—No se trata de la oficina —explicó Alberg—, sino de mi casa. En
Gibsons.
Gibsons Landing es una ciudad a treinta y ocho kilómetros al sur de
Sechelt.
La mujer lo escudriñó con curiosidad.
—¿No tiene esposa?
—Estoy divorciado —murmuró Alberg. El rostro de la candidata se
ensombreció por un momento, tal era su suspicacia. Alberg se hartó
y se puso de pie—. No deseo entretenerla más, señora Stratidakis.
Gracias por venir. Isabella se pondrá en contacto con usted.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Cerró la puerta, contó hasta treinta y, con brusquedad, volvió a
abrirla.
—¡Isabella! —gritó con todas sus fuerzas—. ¿Qué diablos se le ha
metido a esa mujer en la cabeza?
—No la conozco —se disculpó la secretaria—. Me dijeron que trabaja
muy bien.
—No le gustan los oficiales de policía —dijo con tono amenazador—.
No le gustan los hombres divorciados.
—Mi marido me la recomendó. Ha tratado a su hijo —el marido de
Isabella era quiropráctico.
—Prométeme, Isabella, que no me meterás a ninguna otra maldita
postulante sin haberla visto antes con tus propios y maravillosos ojos.
—Confíe en mí. —Con solemnidad le alcanzó un mensaje telefónico.
Se acomodó en el precario moño que se había armado en la parte
posterior de la cabeza unos mechones rebeldes de su largo cabello
castaño rojizo—. Oí que había regresado —dijo, y abandonó la oficina.
Alberg cogió el teléfono y marcó el número de la biblioteca.
—¿Estás de vuelta? —musitó cuando escuchó la voz de Cassandra—.
¡Jesús! ¡Por fin!
—¿Cómo estás, Karl?
—Mucho mejor que hace un par de minutos. ¿Qué tal Inglaterra?
—Soberbia. Estupenda. Sin embargo, me siento feliz de estar en casa.
Me parece como si hubieran pasado años.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Y han pasado. ¡Años! —De hecho, sólo había estado fuera durante
cuatro meses, pero a Alberg le parecieron siglos—. ¿Cuándo te veré?
—por teléfono la voz de la mujer adquiría unos matices de enorme
sensualidad—. ¿Esta noche?
—Quiero visitar a mi madre esta noche. Me pregunto si querrás comer
conmigo.
Se abrió la puerta de la oficina e Isabella permaneció en la entrada,
pálida, estrujándose las manos.
—Bien. Comeremos. ¡Espléndido!
—Karl —le dijo Isabella, aunque jamás lo llamaba así.
—Tengo que cortar, Cassandra. Nos veremos a mediodía. —Se dirigió
con rapidez a Isabella pensando en accidentes de tráfico y en el hijo
de ella de diecisiete años—. ¿Qué ocurre?
Pero no se trataba del hijo de Isabella. Se trataba de Ramona Orhtzki.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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En Sechelt no se había previsto un centro para las personas mayores
incapacitadas de cuidar de sí mismas. En consecuencia, se las asilaba
en el último piso del hospital. Allí fue a parar Ramona Orlitzki.
Ramona tenía alrededor de setenta y cinco años; era alta, delgada,
con poco cabello y manos ágiles.
Su marido, Antón, murió en 1980. Los años siguientes Ramona vivió
feliz en su casita cercana al mar. La casa era demasiado fría en los
días más crudos del invierno, pero estaba situada en un lugar de
privilegio y, por otra parte, disponía de una buena estufa.
Ramona leía con voracidad. Le gustaban los libros de sexo de tono
subido y picante, y le pedía a Cassandra Mitchell, la bibliotecaria, que
le facilitara las lecturas que la divertían.
Cuando le preguntaban sobre su salud, solía decir que a su edad lo
esperaba todo, menos un embarazo. Entonces, se reía, arrugaba la
cara y resoplaba; no se trataba de una auténtica carcajada, en
realidad no era más que una especie de mueca. La gente la observaba,
sonriente pero tensa, y se sentía aliviada cuando Ramona se
recuperaba, se secaba los ojos y parpadeaba. Se ponía varias prendas
de vestir a la vez a lo largo de todo el año; en esto se parecía a su
amiga Isabella Harbud.
Toda la ciudad estaba de acuerdo con que Antón, el marido de
Ramona, había sido un hombre en extremo agradable pero
excesivamente tímido. Cuando Ramona se mudó a Sechelt después
de la jubilación de ambos, él se encerró en su madriguera como en
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un refugio y, con una terquedad digna de mejor causa, se negaba a
abandonarla, excepto cuando le resultaba imprescindible.
Ramona tenía la esperanza de que la jubilación lo arrancara de su
concha, pero no fue así: eso era evidente. No quería ir a los bolos, ni
al cine, ni al restaurante de la esquina a comer algo.
Antón sostenía que no criticaba esas idas y venidas de Ramona, pero
ella bien sabía que en el fondo de su corazón le molestaban. También
él había imaginado que, a partir de la jubilación, Ramona se volvería
más hogareña; del mismo modo en que ella había supuesto que él se
haría más callejero.
En resumen, que Ramona comenzó a quedarse en casa. Amaba a
Antón, de eso no tenía ninguna duda. Después de todo, había
compartido con él, día a día, cincuenta años. «Si eso no es amor, que
alguien me explique qué es», decía encongiéndose de hombros. Sin
embargo, se aburría. «Soy demasiado impaciente», le confió a
Isabella. Un día, Antón enfermó y en un abrir y cerrar de ojos se
marchó al otro barrio.
Ramona descubrió que tenía más amigos de los que creía; fue esta
revelación, más que la pena, la que le hizo derramar muchas lágrimas.
Todos colaboraban con ella, los amigos y los vecinos. Le llevaban
comida, que es algo que la gente hace cuando alguien muere. La
invitaron a vivir con ellos hasta que superara el mal momento. La
acompañaban a la iglesia y cosas por el estilo.
Los años siguientes, Ramona vivió lo que ella llamaba una vida de
bendiciones. Cuidaba el jardín, salía a caminar, visitaba a sus amigos,
realizaba los quehaceres domésticos, lavaba la ropa, regaba las
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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plantas, confeccionaba la lista de la compra, pagaba las cuentas..., en
fin, esa clase de tareas.
Todas las semanas escribía tarjetas a sus hijos, y cada dos o tres
meses preparaba su contribución para la «carta familiar» que
circulaba entre sus cinco hermanos, sus dos hermanas y ella misma.
Se asoció a los Pensionados de la Tercera Edad y jugaba a los bolos,
iba a bailes y a recitales de canto y concurría al viaje semestral a
Reno. Comenzó a preocuparse por su cabello; se lo cortaba y, cuatro
veces por año, puntual como un reloj, se hacía la permanente.
Descubrió que le gustaba la ginebra. Trabajaba como voluntaria, sólo
unas horas al día, con Cassandra en la biblioteca, y lanzaba
maldiciones contra aquellos que suponían que los libros no se
devolvían en la fecha señalada. Todos los miércoles comía con
Isabella; y de tarde en tarde, pescaba almejas con su amiga Rosie,
que vivía cuatro puertas más abajo que ella. Cada año, en verano,
alguno de sus hijos la visitaba: Horace y su esposa Ella, desde Cache
Creek; o Martha y Jerome, su marido, que vivían en Regina. Y los
nietos, dos cada vez. Ramona no amaba demasiado a sus nietos.
De alguna manera, se había convertido en una institución en la
ciudad. Sus numerosos amigos y conocidos se angustiaron de verdad
cuando se enteraron de que tenía una enfermedad en los intestinos.
La operaron. Al hospital acudieron muchísimas personas para llevarle
flores y frutas. Como sabían que a ella le agradaba echar un trago o
dos por la noche, le llevaron de contrabando pequeñas botellas de
ginebra, de esas que venden en los aviones o que ofrecen como saldo
en la época navideña.
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Por fin, llegó al día en que Ramona, con paso vacilante, regresó a su
casa. Los de «Comidas sobre Ruedas» le llevaban la cena hasta su
puerta, y otros voluntarios de la comunidad se hicieron cargo de las
compras, de lavarle la ropa y de fregar los suelos. No obstante, pronto
se descubrió que la operación no había dado los resultados esperados.
Regresó al hospital y se sometió a otra, y más tarde a una tercera.
Cuando todo terminó, tenía, tal como le dijo a Isabella, «medio
kilómetro de tubería sintética dentro del cuerpo, y una debilidad tan
agotadora que no se le marcharía por más vitaminas que tomase».
Su mente comenzó a desvariar y ella se daba perfecta cuenta.
Hablaba con Isabella de algún tema en particular, por ejemplo, de la
«carta familiar», y de repente se detenía y preguntaba, «¿esto ya te
lo he contado?»
Le complacía sentarse en la mecedora, cerca de la ventana, en su
salita. Desde allí veía el jardín y, más allá, el mar, las islas Triáis, la
bahía poco profunda que se curvaba a la derecha y el promontorio
que se alzaba en la parte más occidental de la bahía, donde brillaban
las luces de la casa de Zoe Strachan. Cuando Ramona se sentaba y
miraba la noche, la casa de Zoe parecía un barco en el mar, de lo
alejada que se hallaba del resto de las luces.
En ocasiones, Ramona abandonaba la mecedora y se sentaba en el
sillón preferido de Antón; él permanecía allí largas horas, hojeaba el
periódico y observaba a ratos el océano y el cielo. Allí lo había visto
sonreír de pura satisfacción y, para consolarse, recordaba aquellos
momentos. El hombre había muerto feliz y ella había cumplido con su
deber. Después se dedicó a disfrutar de la vida. Los años siguientes
los había galopado con el fervor de una potra; Dios la perdone, pero
así era.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Y al final había llegado a aquella situación. Como arrastrándose dejaba
el sillón y entraba en la cocina, miraba a su alrededor y se preguntaba
qué cuernos buscaba en ese lugar.
Le sucedían cosas extrañas. Una vez, por ejemplo, no reconoció el
papel que cubría las paredes del dormitorio. «¿Cuándo lo hice
colocar?», se preguntó y se acercó para verlo de cerca. Pero no, el
papel estaba gastado y desvaído; y cuando retiró un cuadro para
observar lo que había detrás, comprobó que los colores eran mucho
más brillantes porque la luz no los había perjudicado.
Por supuesto que entonces no logró recordar por qué inspeccionaba
con tanto interés el papel de la pared.
Un gran círculo se deslizaba con extraordinaria lentitud alrededor de
un gran círculo, inmenso, cambiante, que parecía diferente pero que,
en última instancia, era siempre el mismo. Lo sabía. Por las noches
permanecía sentada tranquilamente en la mecedora y miraba por la
ventana, o veía algún programa de televisión y bebía su ginebra.
Generalmente, entendía lo que ponían en la televisión, y a medida
que pasaba el tiempo la prefería a la gente de verdad. Casi todos los
días eran iguales en la pantalla, pero siempre había alguna diferencia,
así que le resultaba familiar, y si en algún momento no reconocía algo,
tampoco estaba mal. Nunca quería decir que se le había olvidado
alguna cosa. En cambio, la gente de carne y hueso la miraba con
lástima, y Ramona sentía que el calor de la humillación le subía por el
cuello hasta el rostro y se veía a sí misma vulnerable. Bajo esas
circunstancias, su carácter se tornaba cada vez más irritable. Cuando
los visitantes se marchaban, lo mismo se aliviaba que se deprimía.
Comprendía que se había comportado de una manera brusca, que no
podía evitarlo; y se sentía fatal al sólo pensarlo.
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Por último, Alex Gillingham, su doctor, fue a verla un buen día y le
habló en tono muy paternal:
—Debes ir al hospital —le dijo sin tapujos—. Hay mucho por hacer allí:
enseñar a bordar a las otras, ocuparte del jardín, ir a la biblioteca
cuando te plazca. ¡Demonios, Ramona, no es una cárcel!
Y de esta manera, según ella le contó a Isabella, él continuó y
continuó, perorando y sermoneándole; en realidad, ya no le quedaba
otra elección. Y acaso, en su fuero interno, se sintiera algo aliviada.
Algunas cosas le daban miedo: por ejemplo, olvidarse de apagar la
cocina.
Llegado el momento de escribir la «carta familiar» y de contarles a
sus hermanos lo que le ocurría, se echó a llorar. Las lágrimas
mancharon la página y esto la obligó a reaccionar.
Rompió la hoja y redactó una misiva más animosa, en la que
presentaba la situación más de color de rosa. No tenía sentido que se
preocuparan; estaban demasiado lejos para poder ayudarla.
También les escribió a sus hijos, sabía que no se sorprenderían al
conocer las novedades. Habían insistido mil veces durante años para
que se trasladara al hospital. Tenía la más absoluta certeza de que
ninguno de ellos pondría la menor objeción si hablara de instalarse en
la casa de alguno. De cualquier modo, no deseaba vivir en Cache
Creek ni en Regina; los dos eran sitios donde hacía más frío que en
Siberia y, por otra parte, allí no conocía a nadie salvo a los tristones
de sus hijos.
Horace le preguntó si vendería la casa. Ramona no tenía la menor
intención de hacerlo.
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—Se trata de pasar una temporada —dijo con firmeza—, ya verás
como regresaré en menos que canta un gallo; mientras tanto la
alquilaré.
Y eso hizo.
Durante un tiempo los amigos pensaron que Ramona se había
recuperado viviendo en el hospital.
Isabella la visitaba con frecuencia, lo mismo que Rosie, y Cassandra
dejó de ir porque partió para Inglaterra. Todos se sentían más
tranquilos. Ramona parecía más animada, más abierta, más parecida
a la que había sido.
Transcurrieron varios meses.
Ramona se quejó al doctor Gillingham por el trato que le daban. Nunca
había nadie disponible cuando quería ir a algún lugar, afirmaba. Hacía
seis meses que no se hacía la permanente, su aspecto era espantoso
y nadie la llevaba a la peluquería.
—¿De qué me habla? Tiene cantidad de amigos que la llevarán
gustosos a donde quiera —argumentó el médico.
—No tengo derecho a castigar a mis amigos con tareas de esa
naturaleza —respondió Ramona, enfadada—. Debe acompañarme una
de las enfermeras. —Él trató de hacerla razonar, pero la mujer agitó
las manos frente a su rostro y escupió las palabras—. Para eso están
—insistió.
También presentó otras quejas. Su cuarto miraba al tejado del ala
adyacente; carecía de vista. Hacía demasiado frío para cuidar el jardín
o para salir a caminar y, como agravante, y para más inri, las
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estúpidas enfermeras la obligaban a montarse en una maldita silla de
ruedas.
—Y el colmo de los colmos —añadió con amargura—, me prohiben
beber ginebra.
En realidad, éste era el quid de la cuestión.
Las enfermeras se mantuvieron inflexibles. Ramona no tendría
ginebra.
No resulta fácil determinar en qué medida una cosa se relaciona con
la otra. Lo cierto es que la enfermera que, aquella mañana de un
miércoles de enero, fue a despertarla para el desayuno, se encontró
con que la cama de Ramona estaba vacía y que Ramona se había ido.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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7
Sólo una vez Benjamin había osado presentarse a la puerta de Zoe
sin haber sido invitado.
Fue un día de verano, siete años atrás. Zoe acababa de mudarse de
casa. No había tenido tiempo de conocer bien el lugar, ni de disponer
el mobiliario, ni de organizar su cuarto de trabajo. Aún tenía dudas;
¿habría acertado al comprar aquel terreno con una casa ya
construida? El día en que apareció Benjamin, estaba vaciando unas
cajas en la cocina, reprendiéndose a sí misma, tratando de
convencerse y diciéndose que, si por cualquier motivo algo no
funcionaba, siempre podía mudarse.
Sin embargo, no quería hacerlo una vez más.
La puerta de dos hojas que daba al patio estaba abierta, igual que la
puerta principal. De esta manera, se establecía una corriente que
refrescaba toda la casa. Zoe vestía pantalones cortos, camiseta y
zapatillas deportivas.
Lo primero que hizo aquella mañana fue salir para Sechelt, para ir al
supermercado que se hallaba en la pequeña alameda. Compró un
cubo, algunas botellas para la limpieza, varios rollos de papel de
cocina, un par de esponjas, papel blanco para cubrir los estantes y
dos paños de cocina baratos que rasgó por la mitad para usarlos como
trapos. Los mármoles los dejó relucientes, al igual que la alacena,
aunque ya estaban bastante limpios porque era una casa flamante.
De todos modos, les pasó un trapo y colocó los papeles. La nevera, la
cocina y el lavavajillas también eran nuevos y no necesitaban
limpieza; pero los fregó.
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A mediodía, se preparó una taza de té y se calentó un plato de sopa.
Se sentó a la mesa de la cocina para comer, y mientras lo hacía oyó
el rugido del mar que penetraba por las puertas y ventanas abiertas.
Era el único ruido. Zoe volvió a sentirse segura. Tenía su propia
fortaleza, por decirlo de alguna manera. Era una casa firme y sólida,
sobre un promontorio, de cara al mar y de espaldas al resto del
mundo. Disponía de más espacio del que le hacía falta: un dormitorio
con dos armarios con cabida suficiente para guardar lo que ella
llamaba sus trajes; un despacho en el que haría las cuentas, un
lavadero y una sala. En el sótano, muchos metros para instalar su
cuarto de trabajo y almacenar provisiones y otros útiles. En el cuarto
de trabajo restauraría muebles. Era su única diversión. El devolver a
ciertas piezas de calidad su belleza original le proporcionaba una
sensación de bienestar, de tranquilidad. Pensaba Zoe, con
satisfacción, disfrutar mucho de la casa, sentirse protegida en el
primer hogar inmaculado que, por primera vez en su vida, ella
estrenaba.
Terminó la sopa, lavó el plato y lo guardó. Vertió el sobrante en un
cazo y lo metió en la nevera. Se sirvió el resto del té, lavó la tetera y
se dispuso a abrir otra caja.
De eso hacía ya siete años. Sonó el timbre y oyó la voz de Benjamin.
—¿Puedo entrar?
Inclinada sobre una caja de cartón, Zoe permaneció inmóvil.
¿Cómo no había advertido el ruido de las pisadas sobre el camino de
grava? Lamentablemente había descuidado la vigilancia; sólo durante
un momento..., pero el momento resultó muy largo.
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Se puso de pie, se dio la vuelta, salió de la cocina y cruzó el vestíbulo
en dirección a la puerta de entrada.
Allí se encontraba su hermano.
—¿Cómo sabías dónde encontrarme?
—El abogado lo sabe —explicó Benjamin—. Supongo que no le habrás
dicho que se trata de un secreto.
—No lo es. No obstante, me desagrada que la gente venga sin que la
invite. ¿Qué quieres?
Benjamin levantó una botella de vino.
—Un regalo de inauguración —sonrió, confiado.
—No me interesa que estés aquí —Zoe levantó una mano, la posó
sobre el pecho del hombre y lo empujó con suavidad—. Esta es mi
casa.
Benjamin se agachó para dejar la botella de vino sobre el suelo,
dentro de la casa.
—Muy bien —aceptó, y se enderezó de nuevo—. Lo que tú digas —dio
unos pasos atrás y se alejó de la casa—. Tengo que hablar contigo.
Ella negó con la cabeza.
—No. Dinero, no. Ya lo sabes, Benjamin. Sabes que no te daré un
céntimo. Vete.
—Por favor, Zoe —le rogó con calma—. Tan sólo escúchame. Necesito
que conversemos sobre las Minas del Gran Norte.
Zoe lo miró con un poco más de interés.
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—Da la vuelta a la casa y ve hacia el fondo —le dijo tras pensarlo un
poco—. Allí hay un patio.
Cerró la puerta, echó la llave y cruzó la casa a través del dormitorio;
luego cerró las puertas del patio y entró en el despacho, donde hizo
lo mismo. Por fin salió al patio tras cerrar la puerta que quedaba a sus
espaldas.
Benjamin observaba el mar por encima de las rocas que protegían la
casa del viento.
—Deseas hablar de la compañía —comentó Zoe apoyándose sobre una
pared lateral.
Benjamin la miró a los ojos.
—Las cosas me van mejor. Quedé destrozado cuando Laura se
divorció de mí.
Zoe aguardaba.
—Perdí el empleo, dilapidé la mayor parte del dinero y, sin embargo,
me negué a vender las acciones de las minas. He resistido con
obstinación y lo seguiré haciendo, no importa por cuánto tiempo.
—¿Y ahora? —inquirió Zoe con frialdad.
—Me he vuelto a casar.
Ella se acercó para mirarlo. Estaba mejor que la última vez que lo vio.
Sus ropas estaban limpias y planchadas: los pantalones de verano, la
camisa de manga corta. El rostro lo tenía relajado.
—¿Tiene dinero?
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Benjamin sonrió apenas.
—Sí —respondió—. De hecho, tiene.
—¿De ella o de su familia?
—Las dos cosas —explicó Benjamin—. A eso quiero llegar. Te suplico
que te comportes con cordialidad —suspiró—. Ha heredado, pero ha
hecho crecer el patrimonio. Tiene buena vista para los negocios.
—¿Qué tiene que ver esta historia con las minas?
El mobiliario del patio de Zoe se amontonaba contra la casa. Benjamin
le echó una mirada.
—¿Te importaría si cojo un par de sillas?
—¡Adelante! —accedió Zoe.
—También yo he conseguido otro trabajo —comentó mientras
acomodaba las sillas.
—Muy bien —aprobó la mujer.
El hombre se sentó y estiró las piernas.
—Me gustaría darle algo a Lorrame para que me lo invierta. Ya te lo
dije que tiene mucha vista para los negocios. Siéntate, ¿por qué te
quedas de pie?
Zoe le clavó la mirada y continuó a la espera.
Benjamin se rascó la nuca.
—Está bien, está bien. ¿Estarías dispuesta a dejarme algo de dinero?
—preguntó por fin. Zoe se echó a reír—. Te entrego las acciones de
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las minas como garantía —se inclinó hacia adelante y una solemne
seriedad cubrió su rostro—. Tú sabes bien lo que significan para mí.
Pero te pagaré inmediatamente. Con intereses.
—Las Minas del Gran Norte son un fiasco —señaló Zoe.
—Es sólo cuestión de tiempo —argumentó Benjamin—. Su valor se
duplicará en los próximos diez años.
—Entonces, ¿por qué corres el riesgo de perderlas?
—No hay tal riesgo, te lo repito. Te devolveré el dinero en unos pocos
meses. He visto cómo trabaja Lorraine. Es muy sagaz, Zoe. Deberías
mantener una charla con ella.
—Me las arreglo bien sin ayuda —replicó Zoe.
—¿Cuál es tu respuesta?
Zoe sacudió la cabeza.
—Por favor, Zoe.
—Pídelo a un banco.
—No puedo —musitó con resentimiento.
—No me digas. Ya las has usado como garantía.
—No, no lo ne hecho —exclamó Benjamin con furia. Se puso de pie y
caminó por el patio, con las manos hundidas en los bolsillos de los
pantalones.
—Necesitas que sea yo quien te preste el dinero —explicó Zoe—,
porque nadie más te dejaría nada a pesar de la garantía que le
ofrezcas. Y es porque estás de deudas hasta las orejas.
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Benjamin la miró.
—No te haré un préstamo —expresó Zoe—. Pero compraré tu parte.
—No quiero —se sobresaltó Benjamin.
—Ya sé que no lo deseas —remarcó Zoe—. Pero lo harás.
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8
Ramona hizo suya una teoría: que todo el mundo dispone de una
buena cantidad de segundas oportunidades.
Años atrás, muchos años atrás, conducía su coche durante la noche;
de repente, un inmenso camión apareció rugiendo por la izquierda;
las luces la deslumbraron. Precisamente, a esa altura, el camino torcía
a la derecha y el camión pasó de largo. Sin embargo, ¿qué habría
ocurrido una fracción de segundo antes?, pensó la mujer. En aquel
instante, comprendió que había vivido la experiencia dos veces. La
primera había tenido lugar exactamente una fracción de segundo
antes, y había muerto. Después de tanto llorar y lamentarse tanto,
Dios decidió que había cometido un error y le permitió vivir de nuevo
para que lo hiciera mejor.
Por lo general, uno no se entera de las segundas oportunidades y, por
lo tanto, no se muestra agradecido.
En fin, ésta era la teoría de Ramona.
El martes, cuando la señora Wallsten, la enfermera de la noche, se
presentó con la pildora para dormir, Ramona la miró y tuvo la
sensación de haber vivido aquel momento con anterioridad.
Sin saber por qué, simuló que se tragaba el medicamento.
En cuanto la señora Wallsten abandonó el cuarto, Ramona pescó la
pildora que había depositado debajo de la lengua y la miró con
curiosidad, como si la diminuta grajea le fuera a explicar por qué no
la había tragado.
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Por supuesto, durmió mal. Estaba acostumbrada a dormir cada noche
bajo el efecto de los somníferos. A eso de las cinco de la madrugada
del miércoles, le dolían todos los huesos y sentía la cabeza caliente y
pesada. Se desembarazó de las mantas y se sentó en el borde de la
cama.
Fue entonces cuando decidió poner pies en polvorosa y escabullirse
de allí.
No se detuvo a pensarlo; lo decidió y lo hizo.
Con lentitud, poco a poco, abrió la chirriante puerta de la gaveta de
metal que le servía de armario, sacó el vestido de algodón de manga
larga, la gruesa rebeca, los zapatos de goma y el abrigo de lanilla.
De los cajones retiró un par de calcetines que le llegaban a las rodillas,
dos pares de medias y algo de ropa interior.
Ramona se vistió, se cepilló los dientes y se peinó. Tenía prisa.
En la gaveta encontró una bolsa de papel, y la llenó con más ropa
interior, con calcetines, con sus cosas de aseo personal y vanas
revistas. Si hubiera planeado la fuga con anticipación, habría juntado
más bolsas. No obstante, estaba segura de que estas determinaciones
había que tomarlas impulsivamente, sin premeditación.
Se abotonó el abrigo, se calzó los blancos guantes de lana que
dormían en un bolsillo y se abrigó el cuello con la bufanda roja que
encontró enrollada en una de las mangas. Luego, abrió la puerta un
milímetro y miró el vestíbulo.
Todo estaba en orden. No vio a la señora Wallsten, que tendría que
estar sentada en el área de las enfermeras, en medio del pasillo.
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Ramona asió la bolsa y se encaminó hacia el vestíbulo, cerrando tras
de sí la puerta con mucha suavidad.
De puntillas, se deslizó hacia el área de las enfermeras; al llegar,
descubrió un vaso de café humeante sobre el mostrador, y oyó un
ruido amortiguado, como de una cascada, que salía de alguno de los
lavabos. Se escurrió hasta el ascensor, pero prefirió no utilizarlo.
No encontró a nadie en el hueco de la escalera. Aquel espacio estaba
muy iluminado y los ruidos retumbaban muchísimo.
Cuando llegó a la planta principal, abrió la puerta sólo un poco; en la
centralita, una figura femenina estaba enfrascada en un libro. Ramona
esperó a que el teléfono sonara; la telefonista se dio la vuelta con
parsimonia y respondió, momento que la mujer aprovechó para
apretar la bolsa entre las manos y escurrirse hacia la puerta de salida.
Su rostro se arrugaba a la espera de un grito: «Eh, usted, ¿adonde
va?». Pero nadie gritó y, en un segundo, estuvo fuera, bajo la divina
lluvia gris del invierno. Nunca se había dado cuenta de que la lluvia
es muy agradable.
Todavía estaba muy oscuro cuando bajó la colina hacia la ciudad.
La esperaba una larga caminata. Seis kilómetros y medio, más o
menos, hasta su casa.
Seis kilómetros y medio. Al menos, tendría tiempo para recordar
dónde había dejado las llaves.
Se sentía exhausta y temblaba de frío. Sin embargo, su espíritu estaba
tan ligero que creyó tener alas en los pies.
Y la mente, lo sabía, se mantenía aguda como una punta.
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9
Benjamín formaba, parte de sus recuerdos más lejanos. Le embotaba
la memoria. Lo veía por todas partes: con su rostro pálido, la frente
arrugada, espiándole desde un rincón, o por encima de una mesa., y
a veces desde detrás de su madre, cuya falda con toda seguridad
estrujaba.
Zoe estaba resentida con él porque era mayor. Y eso nunca cambió,
siempre fue mayor. Tenía cuatro años cuando ella nació; a la sazón
ya pensaba por cuenta propia, y nunca abandonó esa costumbre.
Zoe dejó de prestarle atención cuando creció lo suficiente para asistir
a la escuela; fue un alivio. Mas, en la primera fase de su infancia,
había estado presente de manera constante, al acecho, observándola.
Le sorprendía todo lo que ella hacía; estaba harta de ese papamoscas
que no le daba un rato de respiro.
Una vez, cuando Zoe tenía cuatro años y él ocho, la familia fue a
visitar a unos tíos a Vancouver. La madre llevó a Zoe y a Benjamín al
parque que estaba al otro lado de la calle. Jugaron un rato en los
columpios.
No había nadie en los alrededores. No estaba nublado, pero el día era
frío.
Un hombre rastrillaba las hojas secas y las amontonaba; después las
prendió fuego y se alejó para rastrillar más hojas y levantar otra pila.
Benjamín se dirigió a la hoguera, Zoe y la madre lo siguieron.
Zoe vestía un abrigo gris y un sombrero del mismo color que se
anudaba debajo de la barbilla. Pero las botas de invierno todavía no
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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eran necesarias ni las polainas que hacían juego con el abrigo y el
sombrero. La parte posterior de sus piernas desnudas estaba fresca,
casi fría; en cambio la parte anterior estaba tibia, casi caliente, a
causa del fuego. Del fuego que chisporroteaba ella olía el agradable
olor de las hojas que se quemaban. Flotaban hacia arriba sobre las
llamas, y Zoe no supo a ciencia cierta si se retorcían o danzaban.
La madre la tenía cogida de la mano. Benjamín se apartó de ellas y
se acercó al fuego para pisotear las hojas.
—Ven aquí, Benjamín —le dijo la madre—. Meterás un zapato en el
fuego.
A Benjamín la situación le resultaba muy divertida, y rió y rió, y se
lanzó al aire como un aro que da muchas vueltas, mientras Zoe lo
observaba. Por fin, se echó al suelo, acomodó las manos bajo la
cabeza y miró fijamente al cielo.
Zoe deseaba liberarse de la mano de su madre; no obstante, no lo
hizo. Si lo hubiera hecho, ella la habría mirado y tal vez le habría
fruncido el entrecejo. La madre se ocupaba del fuego y no le prestaba
atención, y eso era lo que Zoe quería.
Oyó cómo la madre suspiraba. Le soltó la mano para hurgar dentro
del bolso en busca de un pañuelo, y, cuando lo encontró, se frotó los
ojos con suavidad, enterró la nariz en el centro del pañuelo y se sonó.
Zoe se alejó unos pasos para no coger los virus de un resfriado.
De pronto, tropezó con Myrtle, la gata de su tía, que había cruzado la
calle y los había seguido al parque. Zoe la miró con expresión de
disgusto y le dio una ligera patada en las costillas con el lado del pie.
Myrtle lanzó un leve maullido y frotó su cuerpo contra la pierna de
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Zoe. —Vete —ordenó Zoe a la gata. —Deja tranquila a Myrtle —le
replicó Benjamín. Myrtle se estiró y clavó las zarpas en el abrigo gris
de Zoe. —Quédate quieta —repitió Zoe, y empujó a la gata. —Mamá
—la acusó Benjamín—. Zoe está maltratando a Myrtle. La gata se
dirigió en línea recta hacia Zoe y se sentó sobre sus pies, encima de
los zapatos de charol. Zoe, exasperada, la cogió, la alzó en el aire, y
la tiró al fuego.
Su acto generó una conmoción enorme. Benjamín saltó rápido como
una flecha y, gritando, se puso de dar vueltas alrededor del fuego. La
gata maullaba e intentaba huir hasta que, por fin, salió dando tumbos
de la hoguera,: parecía que le salía humo del cuerpo. Se alejó del
parque como borracha, después de evitar los brazos extendidos de
Benjamín y de ignorar sus voces de consuelo.
La madre de Zoe había observado la escena como mareada o algo así.
Miraba a Zoe y repetía su nombre una y otra vez, como si no creyera
que la niña estuviera allí, como si hubiera desaparecido de repente.
El hombre que rastrillaba las hojas se había enderezado y miraba a la
gata que cruzaba el parque cojeando, seguida por un vociferante
Benjamín. Se volvió y observó con curiosidad a la mujer y a la niña.
—¿Qué has hecho? —inquirió la madre.
—Eché a Myrtle al fuego.
—Pero ¿por qué? ¿Cómo has podido cometer una acción tan
horrorosa? —Miraba a Zoe y sostenía el bolso con las dos manos. En
el bolso se veía un nuevo par de arañazos, en la zona en que la piel
había perdido algo de su color castaño original. Zoe pensó que, con
toda probabilidad, los había hecho Myrtle con sus estúpidas garras.
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—No lo sé. Me hizo enfadar.
La madre se volvió y le dio la espalda; luego, se giró y la miró a los
ojos.
—¿No oías sus maullidos?¿No te das cuenta de lo mucho que ha
sufrido?
—Sí; pero no era yo.
—Pero, acabas de decirlo..., acabas de admitirlo, te oí yo misma:
«Eché a Myrtle al fuego». Me lo has dicho hace un momento.
—Sí —dijo Zoe—. Lo que quiero decir es que no era yo la que sufría.
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Ramona se sentía entumecida por el frío, el mareo y el cansancio, a
todo lo largo del último kilómetro que le faltaba recorrer para llegar a
casa. Su mente se había ausentado hacia alguna parte. El que
recordaba el camino era su cuerpo, y era él también el que sabía
dónde estaba la llave. Se movía indecisa por la entrada y estaba a
punto de preguntarse por quinta vez, ¿dónde dejé la llave?, cuando
se agachó y escarbó en la tierra, debajo de la piedra grande cubierta
de musgo que se encontraba junto a la ventana del dormitorio. Allí
estaba.
Una vez dentro, se dejó caer sobre el sofá y así estuvo algunos
minutos, no sabía cuántos. Se sentía feliz por no tener que andar más.
Deseó una taza de café. Miró por la ventana de la sala el promontorio
que se hallaba al otro lado de la bahía; no había luces en la casa de
la señora Strachan. Con toda seguridad, no se levantaba tan
temprano.
Ramona hubiera querido permanecer allí para siempre, para recobrar
las fuerzas perdidas, pero enseguida tuvo que ir al lavabo.
Además, debía esconderse porque la buscarían y la casa sería el
primer lugar al que acudirían.
La casa estaba fría. Se dio cuenta y encendió la estufa.
Mientras la sala se calentaba, decidió prepararse un café. Pensó que
tendría que retirar el hervidor del fuego antes de que silbara, para
que el sonido no se oyera desde fuera.
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Pero no lo encontró. Utilizó uno eléctrico que estaba sobre la mesa de
la cocina.
Buscó por la casa un escondite. A veces, se detenía y se rascaba la
cabeza; intentaba recordar por qué debía esconderse. Pero sabía que
era urgente y continuaba con la tarea. Por fin, resolvió que lo mejor
sería el armario. Estaba lleno de ropa colgada y algunas prendas
cayeron al suelo. Las apartó y colocó en su lugar el edredón de la
cama, dos mantas y una almohada que encontró en el armario de la
ropa blanca.
Aún tenía frío; se quitó el abrigo, se puso tres jerseis y volvió a
cubrirse con el abrigo que ya no podía abotonarse.
Ramona se acurrucó en el nido que se había fabricado y bebió el café.
De una manera lenta y gradual, las cosas se aclararon, como un viento
que despeja las nubes. Recordó que Marcia y Robbie Litwin vivían en
su casa y que se habían marchado de vacaciones a alguna parte, y
que por esa razón había resuelto huir.
—Bueno, es un alivio —dijo en voz alta. Se sentía bien; la mente le
funcionaba de un modo claro y definido.
Se preocupó de las provisiones. Había visto algunas cosas en la nevera
y algunas latas en la alacena; y sabía que fuera, en el cobertizo para
las herramientas, había cajas con patatas, zanahorias y cebollas que
Marcia había cultivado en el verano. No obstante, necesitaba frutas,
zumos y vitaminas. Y, por supuesto, un poco de ginebra. Al parecer,
Marcia y Robbie no consumían bebidas alcohólicas.
Sin embargo, los Ferris, los vecinos de la izquierda, le daban al trago
de tanto en tanto. Se mantendría muy alerta, y, tan pronto como se
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fueran a alguna parte, se las ingeniaría para entrar en su casa. No
echarían en falta la ginebra. Tenían un perro pequeño de orejas
grandes y un mechón de pelo blanco atado a manera de moño en la
cabeza. No le preocupaba el animal; dondequiera que fueran los
Ferris, allí iba el perro.
Ramona contuvo la respiración, con la taza de café detenida a medio
camino hacia su boca. Un coche se detuvo frente a la casa, que estaba
a un metro de la carretera.
Oyó que la puerta se abría y que alguien merodeaba por el costado
de la casa.
«¡Dios mío!», pensó. «¿Dónde he dejado la bolsa?»
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—Muy bien —dijo Sid Sokolowski, mientras se arrellanaba en la silla
de visitas de la oficina de Alberg. Isabella permanecía de pie junto a
la puerta—. Aquí está la historia. —Levantó un pie y luego el otro, y
se subió los calcetines, que no eran lo suficientemente largos para
cubrir sus macizas pantorrillas—. Se ha fugado, es cierto. No da
señales de vida. Las enfermeras están sumidas en un estado de
confusión tremendo porque no se trata de una evasión habitual. —El
sargento sacudió la cabeza en actitud de desaprobación—. No resulta
fácil imaginar cómo esos ancianos se largan sin que nadie se dé
cuenta.
—¡Es lo que yo pienso! —exclamó Isabella con vigor.
—¿Preferirías acaso que el lugar tuviera barrotes? —preguntó Alberg.
Sokolowski decidió pasar por alto el comentario.
—Lo importante es que Isabella los obligó a que denunciaran su
desaparición.
—Supuse que cuanto antes la buscaran, antes la encontrarían —
explicó la mujer.
—Es lo que ellos desean —añadió Sokolowski—, sobre todo porque,
como ya he dicho, es la primera vez que hace algo semejante. —Echó
una mirada a sus notas—. Desapareció entre las dos y las ocho de la
mañana. Es la información más exacta que pueden facilitarnos.
—La enfermera de noche realiza la ronda a las dos —puntualizó
Isabella—, y después nadie más fue a verla hasta el cambio de turno
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a las ocho. —Se frotó las manos—. ¡Oh, querida, mi querida! ¡Pobre
Ramona!
—¿Anda por allí con bata del hospital o algo así? —inquirió Alberg.
—Viste sus propias ropas —respondió Isabella.
—Isabella. Oigamos lo que nos dice el sargento. ¿Sid? ¿Cómo iba
vestida?
—Sí, con sus propias ropas —confirmó Sokolowski—. Sin embargo, las
enfermeras ignoran qué guardaba en el cuarto; en consecuencia, no
saben qué se puso, salvo el abrigo, que ha desaparecido con ella. Era
de buena calidad. —Se mojó la punta del índice con la lengua y dio la
vuelta a una página de su libreta de notas.
—¿Ha estado en su casa? —urgió Isabella—. Amaba aquella casa. Es
el primer lugar al que iría.
Sokolowski miró a Alberg con expresión de agobio.
—Isabella —ordenó Alberg—, deja de interrumpir, o márchate. ¿Está
claro?
—Entendido —aceptó, y se mordió los labios.
—Sí, posee una casa —dijo Sokolowski—. La ha alquilado. Estuve allí.
Está cerrada; no hay nadie. Los inquilinos, una pareja joven de clase
media, ganaron un concurso en un drugstore o algo parecido, y se
marcharon a Hawai durante tres semanas. —Levantó la vista de sus
apuntes—. ¿Has notado que los que ganan los concursos siempre
tienen un buen pasar? ¿Por qué será, Karl?
—¿Por qué no? No tienen nada que perder, ¿verdad? ¿Algo más?
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—Sí, hablé con su médico, el doctor Gillingham. Que Dios ayude a esa
pobre mujer —añadió Sokolowski con fervor—. Conversé con él. Le
pregunté si la anciana tenía dinero, quiénes eran sus amigos, adonde
le gustaba ir. No resultó de mucha ayuda, lo cual no me sorprendió.
El tío es un perfecto imbécil.
—¡Sid!
—Sí. No sabía demasiado de las finanzas de la vieja. Tendré que ver
a su abogado. Gillingham me dio una lista de las personas que la
visitaban en el hospital. Tiene dos hijos; me sugirió que me pusiera
en contacto con ellos. —De nuevo levantó la vista, con la frente
arrugada—. No lo hagamos tan pronto, Karl. No viven aquí, y no será
difícil encontrarla. No preocupemos a los chicos sin motivo.
—Recuérdalo, de todos modos; podría ir a verlos. ¿Dónde viven?
»
—En Cache Creek y en Regina —habló Isabella—. No iría con ellos.
¡Oh, Ramona, mi querida Ramona! —repitió mientras volvía a
retorcerse las manos—. ¿Por qué no vino a mí?
—Quizá lo haga, Isabella —la tranquilizó Alberg—. No obstante, lo
haga o no, la hallaremos.
El sargento asintió.
—Antes de que llegue la noche. ¿Apostamos algo? Por Dios, Isabella,
se trata de una anciana medio pirada, sin blanca en los téjanos.
Tranquila, aparecerá.
—Jamás usa ni usará téjanos —replicó Isabella—. Puede estar seguro.
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—Bueno, en lo que sea —condescendió Sokolowski—. De todos
modos, tienes mi palabra.
—Bueno, visita a su abogado —interrumpió Alberg—. Averigua si tiene
acceso a dinero en efectivo. Isabella, ¿estás dispuesta a ayudarnos?
—¡Por supuesto que sí!
—Telefonea a la gente que la conoce y que le gusta, a los lugares
donde acude con frecuencia. Diles que mantengan los ojos abiertos.
—Sí. Es una idea excelente. Lo haré. Ya mismo. —Isabella abandonó
la habitación.
—Al menos, afuera no está tan horrible —señaló Sokolowski al tiempo
que miraba a través de la persiana el día gris y lluvioso. Miró su reloj—
. Mejor me voy al despacho del abogado. Te mantendré informado.
Cuando se marchó, Alberg tomó asiento y recordó al cineasta de
Quebec que sufría la enfermedad de Alzheimer. Había desaparecido
en invierno, igual que Ramona Orlitzki. Por fin, lo encontraron flotando
en el río.
«Tenía un montón de gente que se ocupaba de él», recordó Alberg.
«Igual que Ramona Orlitzki.»
Sus ojos se posaron en la fotografía de sus hijas que colgaba de la
pared próxima, y pensó en los regalos que les compraría cuando se
graduasen. Acaso debería telefonear a Maura para pedirle consejo.
Después de todo, reflexionó con cierta melancolía, no veía a sus hijas
muy a menudo. ¿Qué le había hecho suponer que podría elegir regalos
especiales para ellas sin ayuda?
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Un poco después, Isabella llamó a la puerta e inmediatamente la
abrió; parecía angustiada.
—He hecho cuatro llamadas. Nadie la ha visto. Ha llegado la
bibliotecaria.
—No sufras, Isabella. La encontraremos. Haz pasar a Cassandra. Un
minuto —aclaró mientras Isabella regresaba a la sala—. Dame un
minuto de tiempo.
Apiló los papeles que cubrían el escritorio en varios grupos. Colgó la
chaqueta. Subió las persianas hasta el borde superior de la ventana.
Por vez primera, sentía un fervoroso agradecimiento hacia Isabella:
en la oficina no había polvo, ni círculos mugrientos sobre el escritorio,
ni colillas en el cenicero que estaca sobre la mesa de café.
Se atusó el pelo rubio con los dedos, se enderezó, se metió el
estómago hacia adentro y... después, «¡qué demonios!», pensó, se
relajó y adoptó una postura natural.
Se oyó un golpe y se abrió la puerta.
—Allí está —informó Isabella desde su lugar de trabajo.
—Gracias —dijo Cassandra Mitchell, y entró.
Alberg se quedó mirándola durante un largo rato; sonreía. Ella le
devolvió la sonrisa y se ruborizó.
—¡Por Dios! —dijo ella—. ¡Hola!
—Te veo tan bella... —musitó Alberg. Se acercó tratando de no pensar
en nada, y la rodeó con los brazos.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Cassandra cerró los ojos y apoyó la mejilla sobre el pecho del hombre.
Sentía los latidos de su corazón y cuando la apretó con fuerza percibió
los de él. Por fin, se mezclaron y ya no supo determinar a quién
pertenecían. Uno de ellos latía más rápido que el otro; «es el mío»,
pensó Cassandra. Levantó la cabeza, con los ojos todavía cerrados.
Con delicadeza, le acarició la nuca con los dedos y de manera muy
lenta atrajo el rostro de Karl hacia el suyo. Había aguardado este
momento durante meses; un beso de Karl Alberg sin Roger en medio,
sin Roger en su corazón. «Roger ha desaparecido, estupendo», pensó,
en tanto se entregaba a un beso dulce, limpio, poderoso...
Se apartó, pero permaneció asida a los hombros de Karl. Le gustaba
que fuera fuerte. «Un hombre potente», pensó con afecto. Su rostro
estaba un poco más curtido que cuando lo conoció, el cabello algo
más ralo, y aún resultaba enigmático, salvo cuando sonreía. Recordó
la primera vez que la besó, en la cocina de su casa, en la oscuridad,
mientras la luna coqueteaba con las nubes y se miraba en el agua.
Aquella noche fue más fanfarrón, más seguro de sí mismo. O más
atrevido, y simuló una seguridad que no tenía. Rozó su rostro con la
yema de los dedos, y recordó que temía acostarse con él por temor a
hablar de más en la cama. Por suerte, ya no tenía nada que ocultarle.
—Vamos a comer —pidió ella con una sonrisa.
Alberg la cogió por la cintura.
—Vamos a Victoria.
—¿A Victoria? —preguntó Cassandra con una carcajada—. ¿A comer?
—Hoy no. El viernes. A pasar el fin de semana.
Cassandra movió la cabeza a uno y otro lado.
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—Vas muy deprisa, ¿no te parece?
—¿Deprisa? ¡demonios! —Con suavidad la acercó hacia sí—. Te
agradan las flores, ¿no? Me he enterado de que en Victoria crecen
toda clase de flores.
—Pensamientos —dijo Cassandra, y se apoyó sobre él.
—¿Sí?
—Begonias, retamas, primaveras de China.
La apartó para verla mejor.
—¿Ves? —dijo él, radiante.
—¿Cómo lo has sabido?
—Sid Sokolowski anduvo por allí el otro día. Se interesa por las plantas
y por todo lo relacionado con ellas.
—Sin embargo, no es necesario que vayamos a Victoria —dijo
Cassandra, y lo abrazó—. La vincapervinca que crece en mi jardín
entre las rocas aún da flores.
—Si hay sol —continuó Alberg con la mejilla apoyada sobre la parte
superior de la cabeza de la mujer—, el océano estará muy azul en
Victoria.
—No lo sé —dijo Cassandra.
Oyó que Alberg suspiraba. Cassandra sonrió y lo apretó con fuerza.
—Corro con los gastos —dijo él, jugándose la última carta.
—Entonces, sí —acordó ella—. ¿Por qué no lo mencionaste antes?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—De la muerte. De ciertos diarios. Y de dinero —repitió Benjamín—.
De eso hablaremos.
Sobre la costa Sunshine caía una lluvia invernal, y la brisa que traía el océano era fría y
húmeda. Las hojas de los madroños que cubrían el patio producían un ruido chirriante,
como una escoba gastada que barriera un suelo rugoso. De tanto en tanto, el viento
lanzaba una ola de mar contra la protección de rocas, en el patio, y uno que otro ramalazo
golpeaba en la ventana con un ruido siseante, como si el agua del océano estuviera
caliente en vez de fría.
Benjamin se sentaba en la silla de cuero negro de Zoe a la espera de
que ella hablase. La cabeza descansaba sobre el respaldo, sus manos
desagradables se apoyaban sobre los brazos del sillón; tenía los ojos
cerrados. Sin embargo, Zoe se daba cuenta de que su cuerpo estaba
rígido por la tensión. En su respiración, percibía lucha, no esperanza.
De inmediato supo de qué estaba hablando. Y le creyó al instante.
Benjamin, ridículo como parecía, estaba en posesión de algo que quizá
la dañara.
Lo miró sin pasión mientras reflexionaba.
Decidió quedarse sentada, quieta, en silencio, durante un largo rato,
hasta que él se viera obligado a saltar de la silla, encogido y
acorralado, resoplando como un animal.
Mientras observaba el sudor que perlaba la frente de su hermano
pensó que lo había menospreciado.
Necesitaba más información.
—¡Qué cosa más rara! —exclamó la mujer en voz alta—. Los tienes
en tu poder y hasta ahora nunca habías pronunciado una palabra.
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—Se trataba de una inversión. —Benjamin se aclaró la garganta.
Supongo que es tu última carta. —Lo estudió con actitud pensativa—
. Has de precisar el dinero con desesperación.
—Todo lo que deseo son las acciones de las minas —aclaró Benjamin
con obstinación—. Que de hecho me pertenecen.
Zoe negó con la cabeza.
—Ya no. Te pagué por ellas en realidad más de lo que valían.
—Pero tenía razón, ¿no es cierto? —argumentó Benjamin con
rapidez—. Su valor se ha triplicado. Te lo dije. Sin duda, me debes
algo por ello.
—No. —Zoe apartó la mirada hacia la ventana. No alcanzaba a
distinguir el horizonte. Caía demasiada lluvia sobre el océano. Afuera
estaba gris y oscuro—. No —repitió—, no te debo nada.
—Solo vendí la mitad —comentó Benjamin. Su tono era de ruego. Ella
lo observó con interés. Se sentía complacida—. Conservé la otra
mitad. Permanecerán en la familia, si es lo que te preocupa.
Zoe se rió.
—Se quedarán conmigo, Benjamin. Es lo que quiero.
—Dámelas y te entregaré los diarios. Se trata de un juego limpio.
—No son diarios —suspiró Zoe—. Son sólo anotaciones. Viejos
recuerdos que garrapateé hace mucho. No son más que eso.
Benjamin se inclinó hacia ella.
—Sin embargo, sabes lo que contienen. Sobre todo, uno de ellos.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Zoe no respondió.
—Está todo allí —murmuró él en voz baja.
—No seas melodramático.
—Cada detalle —dijo en un susurro.
Su voz sonaba casi excitada. Con toda probabilidad, porque imaginaba
que volvería a ser rico.
—Me sorprende que tengas mis escritos —afirmó ella—. Pero no estoy
tan estupefacta para darte medio millón de dólares en acciones. Me
asombra que supongas que te los daré. —Se puso de pie, exasperada,
harta de permanecer sentada. Apoyó las manos en las caderas y miró
por la ventana—. ¿Qué fantaseas que puedes hacerme? Estamos
perdiendo el tiempo con tus disparates.
—Entregaré los diarios a la policía. En Sechelt está la R.C.M.P.1, ¿no?
Se los daré a la Montada.
1. R.C.M.P.: Siglas de la Royal Canadian Mounted Pólice (Real Policía
Montada del Canadá) (N. del t.)
Giró sobre sí misma, y él se acobardó. La mujer se puso rígida e
intentó controlarse.
—No es un diario. —Aún estaba enfadada, lo notaba por la voz.
Ansiaba cambiarse de ropa y dar un paseo bajo la lluvia. Respiró
hondo y se estrujó la mano izquierda con la derecha, cinco veces—.
No harán nada con eso —continuó más calmada—. Simplemente,
pensarán que estás loco por llevar y traer esas cosas.
—No se trata de llevar y traer. Se trata de entregárselos.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Sentirán mucha curiosidad en saber por qué has demorado tanto
tiempo la entrega —dijo Zoe—. Por qué has guardado esas tonterías
tantos años. —Se estrujó la mano derecha con la izquierda, cinco
veces.
—Les diré que los acabo de encontrar. En un baúl del sótano, mientras
tiraba trastos viejos.
—Supondrán que deseas humillar a tu propia hermana. —Zoe le dio
la espalda y volvió a mirar por la ventana—. Por amor de Dios, cuando
aquello ocurrió, era sólo una niña.
—Zoe, no se trata de humillarte. Serás procesada. Te enviarán a la
cárcel.
—¿Procesada? Estás loco. —El viento soplaba con fuerza. Las hojas de
los madroños se arremolinaban en el patio, castigadas por la lluvia y
el agua de mar—. Era una niña —afirmó Zoe. Quería reírse pero no lo
hizo—. ¿Procesada? No seas absurdo.
Benjamín saltó de la silla y se situó a su lado.
—Zoe, investigarán sobre lo que has escrito en tu diario...
Zoe se dio la vuelta.
—Te lo repito —expresó con frialdad—, no es un diario. Jamás en mi
vida escribí un diario. Es una tarea morbosa y enfermiza.
Benjamin dio unos pasos hacia atrás, pero continuó.
—Créeme, Zoe, es muy grave —insistió con un leve tartamudeo frente
a la mirada fija de su hermana—. Sabes que lo es. Si acudo a la
policía... —Retrocedió otro paso—. Investigarán; eso es lo que harán.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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«Me mudaría», pensó Zoe en tanto lo miraba. «Levantaría la casa y
me mudaría.»
Pero lo pasaba muy bien allí; había disfrutado mucho estos últimos
siete años. Tenía la intención de permanecer en el lugar por el resto
de sus días.
Las cosas no seguirían igual, con este hermano idiota que aparecía
arrastrándose desde las sombras cada vez que estaba en bancarrota
o perdía a una esposa.
—Necesito tiempo —le explicó— para pensar sobre el asunto.
—De hecho, no hay nada qué pensar, Zoe.
Observó que se parapetaba tras el respaldo de la maldita silla.
¡Ostras!, ¿enloquecería y lo atacaría con uñas y dientes?
—Benjamin —dijo con voz firme—, tienes mis escritos desde... desde
hace unos veinte años. O más. Has podido leerlos, meditar sobre ellos,
pensar en lo que contienen durante más de veinte años, decidir
cuándo los usarías.
Salió de la sala y lo esperó en el recibidor.
—Necesito algún tiempo para habituarme a esto. —Abrió la puerta de
la calle—. Vete. Vuelve dentro de dos días. Ni un minuto antes.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Bien entrada la mañana siguiente, Cassandra Mitchell oyó que
golpeaban con fuerza a la puerta de entrada. Se despertó
sobresaltada. Mientras se ajustaba la bata tratando de abrir
enseguida, rogaba que no fuera nadie del hospital; de haber
necesitado ponerse en contacto con ella, le habrían telefoneado. Sin
embargo, la gente bien intencionada insiste a veces en dar las malas
noticias personalmente en lugar de valerse de la frialdad del teléfono.
Al abrir la puerta, rezaba a todos los santos del cielo para no encontrar
a Alex Gillingham.
—Gracias a Dios —dijo al descubrir que se trataba de Karl Alberg.
—Supe lo de tu madre. ¿Está tan mal?
—No lo sé —respondió con voz cansada—. Nunca lo sé.
—¿Puedo entrar?
Cassandra retrocedió; en el momento en que Karl traspasó el umbral,
la mujer cerró la puerta y se apoyó en él.
—Te he despertado. Lo siento.
—Está bien. —Cassandra se echó el pelo hacia atrás con los dedos.
No recordaba si se había quitado la mascarilla antes de acostarse.
«¡Oh, Señor, con toda seguridad mi cara es un cromo!», pensó. Se
acordó que por supuesto no se había embadurnado la cara con nada
a su regreso del hospital.
—¿Qué tal si preparo un café? —sugirió Alberg al tiempo que se
quitaba la chaqueta.
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—Me gustaría —contestó ella; se sentía algo más animada.
Alberg la cogió por el codo y la condujo a la sala.
—Hueles bien —señaló mientras husmeaba el aire—. ¿Qué es?
—Oh, algo que me han regalado mis hijas. Loción para después de
afeitarse o algo parecido. No sé qué diablos es. Con toda probabilidad,
te producirá alergia. —Se sentó en el sofá de cuero blanco.
—Soy alérgica a todo; excepto a una cosa —dijo Cassandra—. Al
menos, que yo sepa.
—Oye, ¿te comenté que mis hijas se gradúan? La semana que viene.
En Calgary. Con birrete y todo. Mierda, no puedo creerlo —y esbozó
una amplia sonrisa. Miró al fondo del cuarto donde se encontraban las
ventanas correderas que daban al patio—. ¿Están cerradas? La puerta
estaba abierta —dijo con tono de desaprobación.
—Por favor, Karl —quería reírse, pero se sentía demasiado agotada.
—Está bien, está bien. Espero que tengas una de esas cosas que
gotean —dijo dirigiéndose a la cocina—. Es el único tipo de cafetera
que soy capaz de emplear.
—¿Has aprendido algo en la escuela de la Montada? Seguro que sabes
cabalgar, desollar un caribú, atrapar un castor y preparar café. Hasta
yo sé hacerlo.
La miró con expresión de reproche desde la puerta de la cocina.
—Por supuesto que sé montar un caballo. Pasé por el entrenamiento
en los viejos tiempos —desapareció otra vez y Cassandra oyó que
abría los armarios de la cocina.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Está en el de la izquierda, junto al fregadero —explicó.
Tenía los pies fríos; por lo tanto, se levantó del sofá para buscar las
pantuflas en el dormitorio. Una vez allí, descorrió las cortinas. Se
peinó frente al espejo, se ajustó la bata hasta que le ciñó más el
cuerpo, y decidió salir del cuarto. En ese momento, observó la cama
deshecha—. Sábanas, mantas, almohadas y el cubrecama
desparramados; tentadores, cálidos y libertinos. La cama era enorme:
«No está nada mal», pensó, «porque es un hombre de gran tamaño».
Al mirar la cama, se ruborizó.
—¿Dónde hay una bandeja? —gritó Karl.
Con pasos veloces abandonó el dormitorio y cerró la puerta a sus
espaldas.
—Sí —respondió—. Ya te doy una.
Unos minutos después descansaban, sentados uno junto al otro, en el
sofá; tomaban café.
—¿Habéis encontrado a Ramona? —inquirió Cassandra.
Alberg negó con la cabeza.
—Karl —dijo volviéndose hacia él—, tendría que haber aparecido. Han
pasado un día y una noche.
—Hemos investigado por todas partes. Con la gente que sugirió
Gillingham. Con la gente que sugirió Isabella. No hay rastro de ella.
—Bueno, pero..., ¿qué piensas?
Alberg se encogió de hombros.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Estará vagabundeando entre los matorrales, supongo. O quizás
encontró un lugar donde ocultarse. Depende de lo lúcida que esté.
—Me da la sensación de que actúa por impulsos.
—Sí.
—¿No está en su casa? Oí que sus inquilinos...
—Sí. Están en Hawai. Conseguimos una llave y registramos. Lo hizo
Sid Sokolowski; no hay nadie dentro. Sólo Cristo sabe dónde se
encuentra.
—¿Cuáles serán tus próximos pasos?
Dejó la taza de café y estiró el brazo a lo largo del respaldo del sofá.
—Una investigación exhaustiva. Hemos repartido su descripción por
toda la costa Sunshine. Tal vez alguien la haya visto. Es todo lo que
puede hacerse.
Ella lo cogió de la mano.
—Es bueno el café.
—Naturalmente.
—¿Sabes cocinar?
—Claro que sí. ¿Cómo crees que me alimento?
—En los restaurantes.
—Por supuesto que cocino. Preparo algunas especialidades que te
encantarían. Se te haría la boca agua.
—Dime una.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Pan de carne.
—¿Pan de carne? Está bien. ¿Quieres un cenicero?
La miró con expresión ofendida.
—¿No lo recuerdas? He dejado de fumar. Antes de que te marcharas.
—Lo recuerdo. Sin embargo, pensé que quizá te habías cansado.
—Este tío, no. Ya han transcurrido seis meses.
—Te felicito, Karl.
—Ahora —dijo él con suavidad—, cuéntame lo de tu madre.
Cassandra apoyó la taza sobre la mesa.
—Me llamó a las dos de la mañana. Pensaba que tendría un infarto.
Llamé a una ambulancia, pero yo llegué a su casa antes, así que la
acompañé al hospital y aguardé un par de horas. Cuando por fin me
dejaron verla, dormía.
—¿Se trataba de un infarto?
—Alex Gillingham dice que no. —Miró a Alberg—. Ya ha ocurrido otras
veces, Karl. No obstante, él afirma que mi madre está bien.
—Pero cada vez que sucede temes que esa ocasión la cosa sea
diferente, grave.
—Exacto —dijo Cassandra—. Así, tal cual. Cada vez sufro el mismo
martirio. Me vuelvo loca de angustia y al mismo tiempo me enfado
con ella. Telefoneo a mi hermano que vive en Edmonton y me dice
«¿Voy?». En realidad, quisiera decirle «Sí, sí, por el amor de Dios».
Pero no lo hago y le repito, «Esperemos para ver qué pasa». Al día
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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siguiente, o al otro, ella ya está bien y lo llamo y le pido que se quede
en su casa. —Había lágrimas en sus ojos; se las secó—. La amo, pero
me saca de quicio. Cuando estoy con ella, rechino los dientes; luego,
ocurren cosas como ésta...
Alberg la atrajo hacia sí.
—Todo está en orden —le dijo, y la abrazó con fuerza.
Cassandra se sintió confortada y algo adormilada. Le hubiera gustado
descansar, hecha un ovillo contra el pecho de Alberg. Pero en ese
momento, ocurrió algo inesperado. Algo que produjo una alteración
imperceptible en la situación. Cassandra se espabiló de repente, con
los cinco sentidos alerta. Recordó la cama deshecha. Tal vez olió la
colonia de madreselvas que se había puesto después de la ducha,
antes de irse a dormir la noche anterior.
La mano de Alberg se movió dentro de la bata; los rostros estaban
muy próximos; sus labios, abiertos para besarla. Sonó el teléfono.
—Mierda —se le escapó a Alberg y de inmediato se disculpó—. Lo
siento —después de todo, podrían llamar del hospital.
Pero era Isabella.
—He vuelto de comer —dijo—. Aún no hay noticias de Ramona. Y para
colmo, usted se ha retrasado.
—¿Retrasado yo? Retrasado, ¿para qué?
—Para ver a Bernie Peters. ¿No buscaba usted una mujer que le
hiciera la limpieza? Pues está aquí, esperando. Lleva veinte minutos
esperando, me dice. Y ha de estar en otro sitio a las once y media.
¿Han investigado en la tienda de licores?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Alberg cerró los ojos en un intento por concentrarse.
—¿De qué hablas, Isabella?
—De Ramona. Buscará un poco de ginebra. Ya le conté lo de Ramona
y la ginebra.
Alberg abrió los ojos.
—Se trata de una idea excelente, Isabella. Lo investigaré.
—Pero vendrá enseguida, ¿no?
—Te confieso que me había olvidado por completo de Bernie Peters —
dijo con voz débil—. ¿Es imprescindible que la vea en este momento?
—Se trata de una mujer muy solicitada —dijo Isabella.
—Joder! —exclamó Alberg.
—Perdón, sargento mayor —recalcó Isabella—, no puedo creer lo que
ha dicho.
—Ya voy —respondió él con aspereza. Y cortó.
Cassandra le alcanzó la chaqueta. Le acarició el leve surco que se le
formaba en la barbilla.
—Gracias, Karl —dijo.
Cuando llegó al destacamento, Bernie Peters ya se había largado.
—Y no le garantizo —sentenció Isabella con un gesto total de
desagrado— que regrese.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Zoe Strachan nunca se había interesado por la música. Hasta que un
día, caminando por la calle Robson de Vancouver, oyó algo que la
conmovió y le llegó a las fibras más íntimas.
Lo ejecutaba un hombre con un extraño instrumento de muchas
cuerdas. Zoe se detuvo y escuchó. Al terminar, le preguntó al músico
qué había tocado. Regresó a Sechelt con un disco del Canon de
Pachelbel.
Nada más llegar a casa, lo escuchó una y otra vez, absorta,
concentrada.
Mientras escuchaba, Zoe veía por todas partes barrotes que se
juntaban formando una valla. Subían tan alto que los perdía de vista;
bajaban tanto que dejaba de verlos. Eran delgados, del color de la
plata y brillaban mucho; sabía que eran indestructibles. También veía,
detrás de los barrotes, como ráfagas de fuego que se mezclaban entre
sí y se entrelazaban. Observó que el fuego gozaba de libertad para
desplazarse y elevarse; sin embargo, estaba prisionero detrás de los
barrotes. A medida que la música continuaba, los barrotes se
convertían en llamas; y las lenguas de fuego, en barrotes.
Comprendió que la música hablaba de una batalla.
En consecuencia, el día en que Benjamín le anunció su intención de
chantajearla, Zoe volvió a poner el Canon de Pachelbel, y lo volvió a
escuchar varias veces.
Fuera había oscurecido por completo cuando apagó el equipo de
música.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Durante un rato permaneció en la sala sin encender las luces, a
propósito.
La mayor parte de la gente vive de acuerdo con el modo en que se le
presentan las cosas; Zoe no podía permitirse ese lujo. Era lo único
que le envidiaba a los demás: la posibilidad de improvisar cada día sin
temor a una catástrofe. Obviamente, aquella gente no era consciente
del don que poseía. El don de una vida espontánea.
Zoe no se permitía ninguna improvisación. No pertenecía al mundo en
que vivía. En él la acechaban grandes peligros.
«Como el fuego en el Canon» pensó, «he levantado barrotes para vivir
detrás de ellos; me brindan estructura y seguridad.»
Le gustó mucho la imagen.
Corrió las cortinas, encendió las luces y entró en la cocina.
Tenía que comer algo y ver las noticias de las seis. Mientras tanto,
pensaría en el modo en que asesinaría a su hermano.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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15
Ramona se sentía afortunada. La primera vez, el hombre no entró en
la casa. Permaneció sentada, con el corazón encogido y un nudo en la
garganta. Con la taza de café en la mano, esperó y esperó. Sin
embargo, no ocurrió nada. Después de un largo espacio de tiempo,
oyó que la portezuela del coche se abría y se cerraba y el ruido del
motor se llevó el vehículo. No se imaginaba de quién podría tratarse
y qué había hecho allí. Seguramente había espiado por las ventanas.
Tan pronto como se marchó el coche, se escurrió y recogió la bolsa
de papel.
Pese a todo, no se sentía segura. Cogió algo de queso y algunas
galletas y regresó al armario.
Más tarde, en el transcurso del mismo día, otro coche se detuvo ante
la entrada. Esta vez el tipo entró en la casa; por los ruidos que hacía,
debía ser un hombre alto. Recorrió las habitaciones a los gritos de:
«¿Hay alquien aquí?, ¿Señora Orlitzki, está usted aquí?» Se identificó
diciendo que pertenecía a la R.C.M.P. En apariencia, tenía complejo
de tonto por hablar en una casa vacía.
No abrió la puerta del armario mientras hacía su recorrido.
Al irse esta vez, Ramona se sintió segura. Se arrastró por la casa para
correr las cortinas; después, rescató su vieja mecedora del dormitorio
donde la habían puesto Marcia y Robbie y la colocó en la sala, en el
lugar que le correspondía.
Ramona pasó el resto del día recuperándose de los esfuerzos que
había realizado, que habían sido considerables. Dormitó un poco en la
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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mecedora. Cuando se despertó, se preparó algo de té y comió unas
lonchas de queso y unas galletas. Se volvió a dormir otra vez. Para la
cena, abrió un bote de raviolis; eran bastante asquerosos pero
llenaban el estómago.
Se mantuvo atenta a la ventana del dormitorio para controlar la casa
vecina, pero los Ferris no se movieron en todo el día ni salieron por la
noche.
Al despertarse la mañana del jueves, no sabía dónde estaba sentada,
pero pronto lo superó. La invadió un sentimiento de beligerancia y de
triunfo. Estaba asombrada y orgullosa de sí misma.
Después de tomar un café para despejarse, fue al lavabo. Se sentó en
el inodoro durante un rato muy largo y dejó volar su imaginación. Se
trataba de un lujo que apreciaba en toda su magnitud: sentarse allí
hasta que el trasero se le entumeciera, sin que una enfermera viniera
a golpear la puerta para asegurarse de que no se había caído ni se
había ahogado. De repente, se le ocurrió que quería ver una serie de
televisión. Se dio prisa, buscó a tientas el papel higiénico y arrancó
los últimos centímetros que quedaban en el rollo. Con torpeza buscó
a su alrededor y abrió el armario que se hallaba debajo del lavabo.
Gracias a Dios que había media caja de kleenex; porque no había ni
rastro de papel higiénico. Ramona empleó los kleenex. Una vez fuera
del cuarto de baño, buscó por la casa. No había papel higiénico en
ninguna parte. Ni más kleenex tampoco.
Estaba mal provista. Se las arreglaría sin fruta; incluso, sin ginebra,
al menos durante un tiempo; pero estaba segura de que no
prescindiría del papel higiénico.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Y tuvo suerte. No había pasado media hora, mientras miraba en la
televisión La joven y el incansable y agradecía con todo su corazón a
la madre de Marcia, Reba McLean, por haberle pagado a los chicos el
cable, cuando oyó cierta actividad en la puerta de al lado.
Se lanzó hacia el dormitorio y espió con cautela, entre las cortinas y
el borde de la ventana. Sin duda, los Ferris partían hacia alguna parte.
Harold ayudaba a su mujer a introducirse en el coche y le colocaba el
perro blanco sobre el regazo; después enfiló hacia la portezuela del
conductor. El coche se puso en marcha por el sendero y desapareció
en dirección a Sechelt. Ramona salió de la casa como una flecha. La
playa estaba desierta.
La pareja que vivía al otro lado trabajaba; los había oído irse por la
mañana temprano.
Ramona manoteó el picaporte de la puerta trasera de los Ferris, y
descubrió que estaba sin llave.
Sólo cogió lo que necesitaba, y se prometió que repararía esta mala
acción en cuanto pudiera. Tomó una manzana, una naranja y un
plátano. También un bote de zumo de manzana.
Se apropió de un paquete con cuatro rollos de papel higiénico y de
una enorme caja de kleenex.
No se olvidó de una botella de ginebra.
Guardó el botín en la bolsa de papel y corrió hacia su casa.
Por la tarde, sentada en la mecedora, mientras miraba el mar por la
ventana, Ramona se preguntó cómo haría para devolver lo robado a
los Ferris. Después de todo, había cometido un delito. Estaba
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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horrorizada. Tal vez se dieran cuenta. Sintió pánico al pensarlo...
Entonces, olvidó qué día era... Jueves, decidió por fin, con alivio, y
entonces... «¡Oh, Dios mío, debo irme de aquí!»
Ramona sentía los pies un poco calientes y, algo aturdida, miró a su
alrededor. Llevaba un abrigo pesado, con toda seguridad no lo
necesitaría. No obstante, al salir se lo dejó puesto; y fue una actitud
inteligente porque fuera hacía fresco; más que fresco, hacía un frío de
mil demonios. Horrorizada, Ramona contempló el sombrío cielo, un
cielo invernal. ¿Cómo era posible que fuera invierno? Quería ver a
Rosie; pero era invierno... Se detuvo y se presionó la frente con la
palma de la mano; después se frotó los ojos durante unos segundos.
Inmediatamente continuó su camino a todo lo largo de la playa con
los zapatos hundiéndosele en la arena. Pasó tres casas; le resultaban
familiares, las reconoció...; pero, ¿dónde estaba la de Rosie? Llegó al
lugar en que la orilla se curvaba hacia adentro formando una bahía
poco profunda y los arbustos crecían en la arena. Esta porción de
territorio ¿pertenecía al gobierno... o a los indios? No logró recordarlo.
Olvidaba demasiadas cosas. Tenía el cerebro hecho un lío. Debía
calmarse y permitir que su mente se organizara, pero estaba muy
cansada.
Ramona se tambaleó mientras escalaba la leve subida de la playa y
se desplomó sobre el tronco de un colosal abeto. Jadeaba. Se sentó
en el suelo, sobre una alfombra de hierbas, la espalda apoyada en el
tronco. El árbol parecía muy... auténtico, muy concreto; casi sentía el
latido de su viejo corazón, fuerte y pesado. Era consciente de la
fragancia de los abetos y del murmullo del océano que lamía la playa
allá abajo, y de la humedad de la lluvia en el aire... Entonces, en su
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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interior, se produjo una conmoción y, con una certeza que mareaba,
que daba náuseas, reconoció su mundo una vez más.
Se le saltaron las lágrimas. De alivio, o de miedo; no estaba segura.
No obstante, se dijo que tenía que ser fuerte. Fuerte, para lo que
fuera.
Comprobó que se hallaba en la propiedad de la señora Strachan, al
comienzo del promontorio, no lejos del sendero.
Ramona no estaba dispuesta a recorrer de nuevo la playa. Volvería a
su casa por la carretera y tomaría las debidas precauciones para que
nadie la viera.
Unos minutos más tarde, se puso de pie y se dio ánimos a sí misma
para encaminarse hacia el sendero. Allí se detuvo contra otro árbol
para descansar otra vez un rato.
Se sentiría segura cuando estuviera de regreso en su propio hogar.
De hecho, en la actualidad no se trataba de su casa; había
pertenencias de otras personas esparcidas por todas partes.
Cuando Ramona se decidió a abandonar el árbol, una persona salía
disparada por el camino a todo correr. Ramona retrocedió con las
manos apretadas contra el pecho. Para ser exactos, más que correr
era ir a paso ligero, y su ejecutora era la señora Strachan. Ramona
estaba segura de que no la había visto a ella. Vestida de dril de
algodón azul y con zapatillas deportivas, corría con un paso corto, se
salía del camino hacia la izquierda y enfilaba hacia el sendero. Los
cabellos negros le golpeaban sobre los hombros, y, antes de que
Ramona reaccionara, la mujer retrocedió hacia su casa.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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«Por hoy, ya he tenido bastante», pensaba con firmeza y partió a paso
de tortuga carretera abajo rumbo a su casa. Le dolían los muslos y las
rodillas.
Cuando llegó estaba dolorida y sin aliento; estaba helada, a pesar del
vigoroso ejercicio que había realizado. Decidió beber una taza de café
instantáneo.
Mientras esperaba a que hirviera el agua, observó que una cinta
colgaba de la ventana de la cocina.
Recordó que en el dormitorio había un par de helechos.
Y un manojo de violetas africanas sobre la mesa de la sala.
Se preguntó dónde había obtenido el policía la llave para entrar.
Ramona se hundió en una de las sillas que rodeaban la mesa de la
cocina. Y la mente se le quedó en blanco como si un enorme vacío se
instalara en su cabeza.
Tenía que encontrar otro lugar donde esconderse.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
81
16
Zoe pasó casi todo el día corriendo.
Aquella tarde del jueves, mientras corría a lo largo del borde del
sendero, ella misma se maravilló de la tensión de la carrera, y se
maravilló también de que sus articulaciones respondieran al esfuerzo.
A veces, la rodilla derecha le fastidiaba.
Había mucha humedad en el aire, no se trataba exactamente de
lluvia; era fría y le refrescaba el rostro. Se sacó las orejeras y los
guantes y los sepultó en el bolsillo más grande del chándal.
No lograba digerir el que ignorara el sitio en que Benjamín ocultaba
sus escritos. Aunque lo emborrachara, estaba segura de que él se las
apañaría para mentirle.
Reflexionó que era bueno pensar en estos temas mientras corría. La
frustración que le producían, no obstante, se transformaba en energía
física que se consumía de inmediato.
Era estúpido que pensara que ella le permitiría seguir adelante con su
plan.
Había alcanzado el sitio aquel en que el sendero hacía una curva
dejando espacio a un enorme abeto rojo; eso significaba que le faltaba
algo más de un kilómetro y medio. Se aproximó al árbol y presionó la
palma de la mano derecha contra el tronco; luego hizo lo mismo con
la izquierda. Por último, se volvió y se dirigió a casa.
Había planificado su vida durante demasiado tiempo, había trabajado
duro para lograr la paz, el aislamiento, la vida que precisamente había
anhelado siempre. Y todo se tambaleaba ahora a causa de ese inútil
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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e inepto que no valía ni la pólvora que haría falta para hacerlo volar
por los aires.
No lo imaginaba de este modo. No conocía lo suficiente los explosivos.
Y aunque aprendiera, una muerte de este tipo alarmaría a las
autoridades.
«Podría envenenarlo», consideró mientras corría.
Pero de venenos lo ignoraba todo, y aunque consiguiera dar con uno
que no se detectara en absoluto, no la convencía. Una muerte por
envenenamiento siempre causa demasiada consternación.
Al fin y al cabo, no tenía esposa ni familia que después investigaran.
Se secó el sudor de la frente con la manga. «Lástima que él no corra»,
pensó entre jadeos. Porque lo invitaría a correr y lo induciría a sufrir
un ataque al corazón.
«Deberá ser un accidente», decidió. Al mismo tiempo abandonó el
sendero, aminoró la velocidad; y del trote pasó a un lento caminar
durante el último cuarto de kilómetro que le restaba hasta su casa.
Un accidente de coche, u otra cosa.
Ya se le ocurriría.
Duchada y cambiada de ropa, se detuvo junto a la ventana de la sala
para mirar la lluvia. Se le ocurrió que asesinar a Benjamín iba a
resultarle una labor complicada y difícil; la otra alternativa era
suicidarse.
¿Qué ocurriría si lo mataba y la cogían? Pasaría el resto de sus días
en prisión. Sería preferible morir.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
83
El dolor le desagradaba. No obstante, encontraría un modo de evitar
el sufrimiento físico.
¿De qué manera dispondría de su dinero? Estaba segura de que no
deseaba que pasara a manos de Benjamin ni del gobierno. Tal vez
tendría que convertir todos sus valores en dinero en efectivo,
transferirlo a una cuenta corriente, y dividirlo entre los que integraban
la guía telefónica de Sechelt.
Rumió con disgusto estas ideas mientras se paseaba por la casa, daba
golpecitos en los muebles y encendía y apagaba el televisor. Éstas
también eran sus posesiones. ¿Qué sería de ellas? ¿Quién demonios
dispondría de todas sus pertenencias: el coche, la casa? ¡Por Dios!
¿Sería capaz de librarse de todo ello sin que se le moviera un pelo?
La casa. Su fortaleza.
Había elegido la costa Sunshine porque estaba apartada de la
demasiado urbana Vancouver, a la que se podía llegar en ferry.
Había elegido Sechelt porque estaba en la mitad de la costa, a medio
camino del ferry que llevaba a Langdale, que cruzaba el estuario de
Howl hacia la bahía de Horseshoe, y la del río Powell, que surcaba el
estrecho de Georgia hacia la isla de Vancouver.
Había buscado durante un tiempo prolongado y, por fin, se decidió a
comprar la propiedad que daba al mar, y también adquirió los terrenos
vecinos y los que estaban junto a ellos. Compró todo el promontorio.
Se trataba de una parcela inmensa; algo así como ocho mil metros
cuadrados. Lo abarcaba con la vista. El sendero formaba su límite
oriental; por lo tanto, estaba protegida de probables nuevos vecinos.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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La casa ya estaba construida, ocupaba exactamente el espacio que
ella necesitaba y un garaje.
A mitad del camino, una casa pequeña para invitados. La usaba con
poca frecuencia. Sólo una o dos veces al año.
Una de las cosas que había investigado antes de tomar la decisión de
mudarse era si había bares suficientes en la zona. En la costa había
cuatro, sin contar los de Sechelt. Quería que estuvieran cerca de su
vivienda.
Para Zoe, el sexo era como el hambre, y su satisfacción no dependía
del apetito sino de la necesidad. Lo sintió por primera vez a los catorce
años, cuando un muchacho tres años mayor que ella comenzó a
seguirla hasta la casa familiar. Un día, ligó con ella y la llevó al parque.
Lo que ocurrió no fue del todo placentero para Zoe, pero le sirvió para
iniciarla en la adecuada gratificación del deseo sexual.
Cada dos o tres meses se vestía con uno de sus mejores trajes y
visitaba un bar. Encontraba a alguien y lo llevaba al chalet de
invitados, y se acostaba con él. Zoe lo hacía conscientemente y con
energía, como todo lo que realizaba en la vida. Después, despedía al
individuo.
A estos amantes ocasionales les decía que sus ancianos padres vivían
en la casa más grande que daba al mar.
Hasta entonces todo había funcionado a la perfección. Cada aspecto
de su vida estaba organizado de acuerdo con sus planes.
Tendría que estar loca de atar para permitir que Benjamin los
destruyera.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Al final de la tarde, el cielo se aclaró. Zoe se sentó en el depacho, en
un sillón redondo de bambú que tenía un suntuoso y enorme cojín de
color rojizo. Estaba sentada, con las piernas cruzadas y una copa de
buen vino blanco en la mano. El sol se preparaba para desaparecer y
hundirse en la aguas del océano. Zoe lo observó al tiempo que
paladeaba el vino.
Había llegado el momento de concentrarse en el tema que le
preocupaba.
Zoe confiaba de manera absoluta en su cerebro y lo trataba con
respeto. Procuraba entenderlo y anticiparse a sus necesidades.
Mantenía el cuerpo sano para evitarle al cerebro que se distrajera
preocupándose de enfermedades o de perjuicios que ella le
ocasionara. Siempre se esforzaba por estar tranquila para así crearle
un entorno ideal a su mente. Era como cuidar de un vivero en el que
crecía una planta exótica, o un garaje de clima controlado en el que
se guardara un coche de calidad superior.
El sol se puso; la copa de vino se calentaba entre sus dedos. Cerró los
ojos y se meció con suavidad hacia atrás y hacia adelante, mientras
pensaba en accidentes. Accidentes de coche, accidentes de mar,
accidentes industriales, accidentes de ski; accidentes con
equipamientos para granjas, accidentes en la cadena de producción
de un aserradero, accidentes con cuchillos afilados, o con tijeras de
largas hojas, o con drogas; accidentes que golpeaban, que
despedazaban, que perforaban, que empalaban.
Se lo imaginó arrastrándose por el suelo, entrando en coma,
deslizándose hacia la muerte. Lo vio reptar..., agonizar... Lo vio caer.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Comprendía lo que significaría apoyar las manos sobre sus hombros
y empujar con fuerza. Comprendía lo que significaría verlo del modo
que imaginaba: cayendo a plomo hacia el vacío, con un grito débil, un
pequeño y agudo grito de aliento vaporoso que duraría uno o dos
segundos mientras su cuerpo caía para luego estrellarse contra las
rocas. Ella se inclinaría con mucho cuidado, para controlar si alguna
parte de su cuerpo se movía; allá abajo, en las rocas donde yacería
completamente destrozado...
Zoe abrió los ojos y sonrió.
Podría empujarlo desde el acantilado que se hallaba frente a la puerta
de la casa de Benjamin.
Se encontrarían en su hogar del Vancouver Occidental. Él le daría los
escritos y ella le entregaría los certificados de las acciones, después
de asegurarse del lugar en que los guardaba. Beberían una, varias
copas, y ella se ocuparía de que él estuviera borracho, si es que no lo
estaba ya, que sería lo más probable. Transcurridos unos instantes,
se levantaría para marcharse. Al llegar al coche, simularía que el
coche no funcionaba. Le pediría a Benjamin que le echara una mirada
y cuando él saliera del ascensor del aparcamiento que está en la
cima del acantilado, lo empujaría, recuperaría los certificados, y
regresaría en ferry por la bahía Horseshoe.
Zoe se levantó del enorme sillón redondo y fue hacia la ventana. Aún
persistía un leve resplandor en el cielo. Los días se alargaban. Pronto
sería primavera otra vez.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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17
Cuando Zoe nació, su hermano ya había entrado en escena y
disfrutaba, de un lugar seguro y cómodo en el seno del hogar.
Su nombre comenzaba por la última letra del alfabeto. Era probable
que él hubiera tenido algo que ver con este hecho.
Ninguno de los nombres comunes les había gustado, le explicaron. En
consecuencia, buscaron al final del abecedario. El último nombre del
mundo; ése le pusieron: Zoe.
Benjamín era cuatro años mayor. A veces, la ponía tan nerviosa que
ella le pegaba. Por lo general, él se encogía de hombros y se
marchaba; sin embargo, en algunas ocasiones, le pegaba tan fuerte
que le hacía daño; y él le devolvía la paliza. Una vez la hizo sangrar
por la nariz. Ella se reclinó sobre el sofá inmediatamente y sacudió la
cabeza con tanta violencia que lo manchó por todas partes. Lo hizo
adrede para que castigaran a su hermano, y lo consiguió.
A Zoe, Benjamín no le gustaba; a él, ella no le desagradaba.
Zoe poseía interiormente como rincones ocultos que él desconocía., y
deseaba tener algunos conocidos. Un lugar desde el que poder
investigar el mundo sin que Benjamín o cualquier otro la viera.
En el terreno, había una piscina en la que nadaban y una hamaca para
sentarse; pero no había sitio donde jugar. Había rosales, parterres
con plantas, espacios con rododendros bajo los árboles, y un arroyo
pequeño que cruzaba la parte más baja de la propiedad en la que los
bulbos de primavera florecían con gran profusión. Sin embargo, no
existía un árbol apto para trepar o un escondrijo donde ocultarse.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Cumplió los ocho años, poco tiempo después de comenzar a poner en
el papel sus impresiones, pero ya entonces solía colarse en la
propiedad de los vecinos, que era casi tan grande como la de ellos
sólo que estaba menos cuidada. Formaba, una especie de loma suave
cubierta por diversas especies de árboles frutales. Zoe escalaba la
valla trasera y se arrastraba sobre la broza hasta la cima de
la loma, donde comenzaba el huerto. Desde allí veía toda la parte
posterior de la propiedad, y por encima de la valla también su propia
casa.
Este se transformó en su lugar secreto. Luego trepaba en un árbol y,
entre una rama gruesa y el tronco, allí se plantificaba. Si se trataba
de la estación pertinente, se atiborraba de cerezas o de manzanas
mientras seguía allí, sentada, como un pájaro gigante y fuerte en su
nido.
Cuatro años transcurrieron, y Zoe siguió creciendo; pero no lo
suficiente como para prescindir de un nido en las ramas de un árbol o
para no necesitar un lugar secreto.
Dos ancianos vivían en aquella casa vieja. Jamás se molestaban en
recoger las cerezas o las manzanas; sólo en circunstancias
excepcionales, los visitaba un grupo de adolescentes que se
marchaban con bolsas repletas de fruta.
Un día, contaba los doce años, Zoe estaba sentada en lo alto de un
manzano. Era el mes de julio, las manzanas estaban jugosas y
maduras, listas para comer; eran más grandes que una pelota de
tenis, pero no tanto como una de béisbol. La piel verde comenzaba a
amarillear.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Zoe estuvo rascando con la uña el tronco del árbol hasta arrancar
pequeños trozos de corteza que dejaba caer al suelo. Así se entretuvo
un buen rato, hasta que hizo un agujero en la corteza y llegó a lo que
imaginaba sería la carne del árbol.
De vez en cuando, rodeaba el tronco con los brazos y frotaba contra
él su mejilla, entonces le escocía y al tocársela con los dedos descubría
que le sangraba y que estaba sucia. Inmediatamente hacía lo mismo
con el otro lado de su cara.
Para Zoe, era muy importante que las cosas fueran equilibradas. En
ocasiones, durante la cena, por ejemplo golpeaba el suelo con el pie
derecho un número indeterminado de veces, y para recordar cuántas
habían sido lo repetía con el pie izquierdo.
Desde su percha del manzano, observó una vez que la anciana, la
señora Nelson, así se llamaba, salió de la casa y permanecía de pie
en el porche trasero. Llevaba un sombrero de paja en una mano. Se
lo colocó y lo ató bajo su barbilla con unas cintas de color castaño. A
continuación, dirigió la vista hacia el huerto que estaba en la cima de
la loma. Zoe se quedó inmóvil.
La señora Nelson bajó con lentitud los escalones, asida fuertemente a
la barandilla, y anduvo entre su salvaje jardín floral, cuyas lindes no
recibían ningún cuidado especial, y se encaminó hacia, los árboles
frutales. Se detenía a menudo para mirar una u otra flor, pero siempre
volvía a caminar en dirección al manzano en el que Zoe se agazapaba.
Los ancianos nunca recogen la fruta de los árboles; así que ¿qué
pensaba hacer esta vieja ahora? ¿subirse a una escalera y recoger
algunas manzanas?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Zoe procuró esconderse detrás del tronco, pero no halló ninguna rama
adecuada donde sentarse. Las hojas del manzano se estremecían a
cada uno de sus movimientos, y temía que la señora Nelson lo notara
a pesar de que aún se hallaba bastante lejos.
La señora Nelson llevaba un vestido blanco y marrón y calzaba
sandalias blancas. Se detuvo en la pequeña colina y se sentó en un
banco de madera que miraba hacia la casa. Transcurridos unos
minutos, se levantó y cogió del suelo una manzana que se había caído
de un árbol y había rodado hasta allí. La frotó en la falda de su vestido,
le dio un mordisco y se sentó de nuevo para comer la fruta. Por último,
dejó el corazón de la manzana en el suelo y se puso de pie.
Cuando se acercó, Zoe le arrojó una manzana.
Aunque no hizo diana, la mujer miró hacia los árboles. Zoe entonces
le tiró otra. Ésta sí le dio a la señora Nelson en un brazo, lo que la
sorprendió sobremanera. Zoe pensó que la vieja supondría que las
manzanas caían solas; pero no, su rostro reflejaba la sospecha de que
alguien era responsable de la agresión.
A la señora Nelson le era difícil creer lo que veía y Zoe le arrojó otra
más, que la golpeó en el hombro. Evidentemente, el impacto fue más
fuerte porque la anciana exclamó «¡Ay!» y se adelantó para
resguardarse detrás de un tronco. Se tambaleó, y se apoyó contra el
árbol, al tiempo que se cogió el hombro dolorido.
—¿Quién está ahí? —inquirió con voz temblorosa—. ¿Hay alguien ahí
arriba?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Zoe deseaba gritar, «No hay nadie; sólo Dios que le tira manzanas»,
pero, en lugar de hacerlo, le arrojó una más. Se estrelló contra el ala
del sombrero de la señora Nelson, que quedó torcido sobre su cabeza.
En aquel preciso instante, Zoe se enfadó consigo misma. ¿Por qué lo
hacía? Mientras tanto, la señora Nelson miraba entre los árboles y
escudriñaba entre las ramas de cada manzano, hasta que... ¡allí! Se
clavaron en el rostro de Zoe aquellos lacrimosos y pequeños ojos de
vieja.
—Zoe —dijo la señora Nelson algo asombrada.
—¡Zoe, Zoe, Zoe! —aulló la interpelada.
Bajó a toda velocidad del árbol y corrió hacia la cima de la loma; la
bajó por el otro lado, saltó la valla, entró en la propiedad de los
Bradley, donde Henry Bradley araba la tierra de su padre, y atravesó
deprisa el terreno mientras gritaba con toda la fuerza de sus
pulmones:
—¡Henry, gilipollas; Henry, gilipollas!
Llegó a la carretera, siguió hasta la curva y, por fin, se halló frente a
su casa. Subió corriendo las escaleras, se encerró en su cuarto, abrió
las amplias ventanas y se echó en la cama. La sangre le hervía por la
ira y la humillación. Pensó en algún hechizo o algo así para vengarse
de la señora Nelson.
Esa noche se celebró una reunión familiar con Zoe. Siempre elegían
el momento previo a la cena.
—La señora Nelson me ha dicho que hoy le has tirado manzanas —
expuso la madre de Zoe con voz cansada y triste.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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La adolescente se encogió de hombros.
—Estaba arriba del árbol. Quizá se cayó alguna.
—¿ Quieres decir que fue un accidente? —preguntó el padre.
Zoe volvió a encogerse de hombros.
—Tal vez la golpearon. No lo sé.
—La señora dice que le gritaste —continuó la madre.
—No recuerdo. Puede ser. Me asustó.
—¿De qué manera te asustó? —preguntó el padre.
—Intentó perseguirme.
—No logro imaginar a la señora Nelson persiguiéndote —argumentó
la madre.
Zoe no respondió.
—¿Qué te ha pasado en la cara? La tienes llena de arañazos.
—Me la froté contra un árbol.
—Zoe, por el amor de Dios...
—De cualquier manera, ¿qué hacías allí? —insistió el padre.
—Jugaba. —El estómago le hacía ruidos extraños—. Tengo hambre.
¿Cenamos?
La madre lanzó un hondo suspiro.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Zoe miraba el suelo. Estaba de pie sobre una alfombrilla, de color rojo
oscuro con grandes flores por todas partes, puesta encima de una
moqueta de color beige que cubría casi toda la casa.
—¿Podemos cenar? —volvió a preguntar.
—La señora Nelson nos ha pedido que jamás pongas el pie en su
terreno —le informó el padre.
«No me importa lo que ella desee», se dijo Zoe para sus adentros. De
cara a la galería, movió la cabeza de arriba abajo.
Su padre le acomodó el cabello.
—Está bien —dijo—. Llama a Benjamín. Dile que es hora de cenar.
Al día siguiente, comprobó que los ancianos habían segado las hierba
altas que cubrían el huerto. Lo habían hecho para verla mejor. Sabían
que intentaría volver.
Se pasaban el rato mirando por las ventanas. En el instante mismo en
que Zoe comenzó a trepar por un manzano, le gritaron que se
marchara, y llamaron por teléfono a sus padres.
A pesar de todo, lo intentó varias veces más; sus padres estaban muy
preocupados.
Siempre la pillaban; y, a pesar de todo, le gustaba saber hasta dónde
llegaba antes de que se abriera la puerta y uno de ellos comenzara
con sus alaridos.
Pronto se aburrió del juego.
Y a medida que transcurría el tiempo se enfadaba más y más ante la
visión del territorio vedado.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Cada día se ponía más furiosa. Una tarde se sentía tan asfixiada por
la ira que le entró un temblor. Deseaba romper cosas, destrozarlas,
destruirlas. Corrió y corrió sin parar a través de su propia finca,
alrededor de la casa y por el campo que se hallaba frente a la
carretera; y continuó corriendo hasta que no pudo más y se echó
sobre un césped ajeno. Jadeaba y jadeaba observada por un perro
enorme que estaba bajo un árbol. Por fin, su corazón dejó de latir
deprisa y fue capaz de percibir el calor del sol en la parte posterior de
las piernas. Se levantó y regresó a casa.
No se lamentaría por lo sucedido durante toda la vida. Le haría daño
a su cuerpo. Tenía que pensar en algo. Un hechizo, una maldición,
algo así.
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—¿Y cómo sé yo que están en tu poder? —preguntó Zoe a su hermano
en el curso de la conversación que mantuvieron la tarde del viernes.
Estaban sentados en la sala de la casa de Zoe.
—¿De qué otra manera podía conocer lo que contienen? —preguntó
Benjamín.
—Me gustaría echarles una mirada. Sólo para asegurarme.
Benjamin apuntó en dirección a ella con el dedo índice.
—No seas tonta, Zoe.
—Va contra mis principios —explicó la mujer con expresión de odio—
comprar algo, lo que sea, sin verlo antes.
Él movió la cabeza y la observó durante un momento.
—Y bien, ¿en qué quedamos? ¿Haremos la transacción?
—Sí, Benjamin —musitó Zoe—. Haremos la transacción.
En el rostro del hombre se dibujó una enorme sonrisa. Zoe pensó que
se le partía la cara en dos.
—No te arrepentirás —le prometió. Se frotó las manos, esas manos
repugnantes, rojas y cubiertas de eccemas. Quizá le causaran dolor.
¡Ojalá!
—Mañana te los traeré —advirtió él.
—No —exclamó Zoe, cortante.
Benjamin alzó la copa de vino y descubrió que estaba vacía.
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—Una más de despedida; después me marcharé por donde he venido
—aseguró Benjamin mientras sostenía la copa por el pie.
—No quiero que vuelvas por aquí —anunció Zoe—. Iré yo a tu casa.
—Bueno..., en realidad, no es lo más conveniente —dijo él.
—De acuerdo —aceptó Zoe. Se puso de pie—. Olvidémoslo.
—Está bien, está bien. —Benjamín agitó las manos con impaciencia—
. Ya me las arreglaré. ¿A qué hora?
—Por la tarde. Temprano.
—Muy bien. ¿Qué hay de la última copa?
—Te has bebido toda la botella.
—Buscaré otra —replicó, y dejó al copa sobre la mesa—. ¿Dónde
guardas las bebidas?
—No —se negó Zoe mientras lo miraba con fijeza—. Yo lo haré.
«Después de todo», pensó, «no te queda mucho por beber».
Encendió la luz de la escalera y bajó al sótano. El vino lo guardaba en
un cuarto pequeño, a la izquierda. Se encaminó hacia aquella puerta
y de repente cambió de idea y entró un momento en una habitación
grande, cuya mitad estaba destinada a trabajar. Un armario de
cincuenta años de antigüedad con cajones y candelabros bañados de
plata la aguardaban. Alguien lo había pintado de marrón oscuro. Zoe
estaba ansiosa por quitarle la pintura y ver cómo era en realidad.
Controló los estantes para asegurarse de que no le faltaba nada: papel
de lija de diferente grosor, grandes botes de líquido para decapar,
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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formones, la lijadora para perfeccionar los acabados, el aceite para
madera...
—¡Eh! —llamó Benjamín desde arriba.
El sonido de su voz le hizo rechinar los dientes.
—Ya subo —dijo Zoe. Apagó las luces del cuarto de trabajo y cerró la
puerta.
—¿Qué estás haciendo?
Tan pronto como se fuera, abriría todas las puertas y ventanas, sin
importarle el clima, y expulsaría los restos de la presencia de
Benjamin en su casa.
—Cojo el vino.
Bruñiría cada superficie que él hubiera tocado; fregaría los suelos
sobre los que hubiera puesto los pies.
Entró en el cuarto pequeño y fresco donde guardaba los vinos, y
seleccionó una botella de un tinto barato de California.
—No estarás tramando algo, ¿no? —Benjamin se cogía del picaporte
de la puerta abierta y espiaba por las escaleras con el rostro velado
por las sombras.
—No seas ridículo —respondió Zoe, y comenzó a subir.
Cuando casi llegó arriba, él estiró el brazo impidiéndole el paso. Ella
lo miró azorada. Su hermano le sonreía. El corazón le latía con fuerza.
—¿Quieres apartarte de mi camino? —pidió Zoe luchando por
mantener el control de sus actos.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Di «por favor».
—Eres tan infantil —masculló Zoe con una ira que le hacía temblar la
voz.
—Por—fa—vor —repitió Benjamin.
Al reflexionar más tarde sobre lo ocurrido a continuación, Zoe se dio
cuenta de que no se había defendido de él, de que no se había rendido,
de que no había perdido los estribos. Simplemente había tomado una
decisión, eso era todo. Miró a Benjamin a los ojos y resolvió dejar de
luchar; permitiría que el odio la invadiera...
Durante años y años no había experimentado esta clase de
sentimientos; desde la infancia.
Y Benjamin lo percibió, vio algo en los ojos de su hermana. Podría
haber hecho algo, retractarse, disculparse...
—Por—fa—vor —insistió como un niño estúpido.
Todo ocurrió muy rápido.
El pie derecho de Zoe se encontraba a dos escalones del rellano, y el
izquierdo, uno más abajo. Sostenía el tinto de California por el cuello
de la botella. Exaltada, impulsó la botella hacia atrás y, sin piedad de
ninguna clase, lo golpeó en el estómago con la base.
—¡Uf! —se quejó Benjamin, y soltó el marco de la puerta al tiempo
que se doblaba sobre sí mismo. Zoe lo empujó contra la balaustrada,
hacia su derecha. Benjamin tropezó con el muslo izquierdo de Zoe. Si
ella hubiera levantado la pierna, le habría evitado la caída.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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La ira la electrizaba. Había olvidado cuan voluptuosa resultaba la ira.
Levantó la botella y lo golpeó en la parte posterior de la cabeza; al
mismo tiempo retiró la pierna.
—¡Aaah! —gritó Benjamin mientras se derrumbaba, de manera
desmañada y ruidosa, escaleras abajo.
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Zoe, cogida al marco de la puerta para sostenerse, hizo un esfuerzo
para subir hasta el último escalón; allí esperó a que el corazón dejara
de latirle con fuerza. Miró hacia Benjamín. Yacía sobre el piso de
cemento, al final de la escalera. Era increíble que no se hubiera
estampado contra la balaustrada y no la hubiera hecho añicos, pensó,
agradecida por el ínfimo milagro.
Él estaba rígido.
Unos momentos después los latidos del corazón se normalizaron,
desapareció el temblor de los brazos y piernas. Dejó la botella de vino
en el suelo y bajó con cautela hasta el sótano.
Pasó por encima de él y se agachó a su lado, con la falda subida hasta
los muslos. Observó un hilillo de sangre que manaba de su cabeza.
Ésta formaba con el cuello un ángulo muy extraño.
Se mojó los labios resecos.
—¿Benjamín? ¡Benjamín!
Estaba segura de que estaba muerto. Pero, por si acaso, le dio un
empujón en los hombros. «He aquí un individuo completamente
inútil», pensó, que no servía para nada en absoluto; ni siquiera era
brillante. Bueno, algo había que reconocerle; era tenaz.
Lo empujó de nuevo. Le cogió la muñeca entre los dedos para tomarle
el pulso, se puso de pie y le dio un ligero puntapié en las costillas para
comprobar si el cuerpo sufría algún tipo de espasmo o emitía alguna
queja. No percibió nada.
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«Sí», decidió con un asentimiento de cabeza. «Está muerto. Él hombre
está muerto.»
El reguero de sangre formaba un charco pequeño.
—Correcto —sentenció Zoe en voz alta mientras contemplaba la
sangre y el cuello torcido—. Tarea cumplida.
Si se hubiera limitado a llevar a cabo su plan, no habría disfrutado
tanto con el asesinato. Ejecutarlo impelida por un impulso, de manera
atolondrada e imprevista, le había producido una enorme excitación.
Incluso hasta se había excitado desde el punto de vista sexual. ¡Todo
había sido tan sorprendente!
Sin embargo, estaba en apuros. Debía calcular sus próximos pasos
con mucho cuidado.
El sentimiento de satisfacción comenzaba a evaporarse.
Eran casi las tres. Siempre y cuando se diera prisa estaría en
condiciones de coger el ferry de las tres y media, que en una hora y
media la llevaría a la terminal. Media hora hasta la bahía Horseshoe;
quizá veinte minutos, con suerte. Una hora para revisar el lugar.
Luego, otra media hora hasta la terminal para coger el ferry de las
seis y media; estaría de regreso alrededor de las siete y media.
Hurgó en sus bolsillos; tomó precauciones para no moverlo demasiado
y para no alterar el plácido charco de sangre. Encontró las llaves y las
cogió. Subió deprisa las escaleras y sacó una chaqueta del armario
del recibidor.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Salió al exterior, cerró la puerta de entrada y corrió hacia el coche de
su hermano con la esperanza de que los escritos estuvieran allí. Por
supuesto, no los halló.
Descubrió que se estaba precipitando y procuró tomar las cosas con
calma para pensar con claridad.
Hacía cuatro horas y media que estaba tirado al pie de la escalera del
sótano. ¿Qué haría con él?
¿Arrojarlo al mar?
¿Llamar a la policía y explicarles que había ocurrido un accidente? Sin
duda, afirmaría que se trataba de un accidente. ¿Qué otra alternativa
le restaba?
Sin embargo, le preguntarían por qué no lo había denunciado antes.
«Ya pensaré algo», se dijo, mientras intentaba abrir la puerta de su
coche. Por fin, se percató de que trataba de hacerlo con las llaves de
Benjamin.
Las manos le temblaban, pero sacó sus llaves del bolso.
—¡Maldito sea! —dijo cuando logró entrar en el coche—. ¡Ojalá se
pudra en el infierno!
«Todo va bien», se repetía para tranquilizarse, al mismo tiempo que
se alejaba de su propiedad rumbo al camino.
«Funcionará.»
«Estaba borracho. No podías permitirle conducir en semejante estado.
Lo invitaste a que se quedara a dormir y saliste a comprar algo de
comida para la cena.»
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Miró la hora y apretó el acelerador. Si perdía el ferry de las tres y
media, debía olvidarse del plan; no podía dejarlo tirado durante más
de cuatro horas y media.
¿Dónde diría que había estado durante tanto tiempo? Comprar comida
no lleva más de una hora.
«Piensa, Zoe», se dijo, y flexionó las manos sobre el volante.
«Ese estúpido gilipollas», pensó, llena de furia.
Había llegado a Sechelt. Gracias a Dios no había mucho tráfico. Y no
tendría que preocuparse por las colas en la terminal del ferry, no,
durante un fin de semana de enero. Las carreteras estaban secas; el
día era gris pero no llovía. Y, a Dios gracias, no había niebla.
Oyó una sirena y, al mismo tiempo, vio unas luces que resplandecían
en el espejo retrovisor. «¡Mierda!», pensó Zoe. Redujo la velocidad y
se desplazó hacia el lado de la carretera para que lo que fuera pasara
de largo: una ambulancia, un coche de bomberos..., eso. Pero «eso»
se detuvo junto a ella, y ella lo vio; se trataba de un coche de policía.
Incrédula, llevó el coche hasta un Stop y vio que el vehículo policial
hacía lo mismo.
Se llevó las manos a la frente.
—No puedo creerlo —dijo—. Me niego a creerlo.
Miró por el espejo retrovisor y comprobó que el policía se apeaba del
coche con toda la calma del mundo. Miró la hora y supo que no llegaría
a tiempo a Langdale.
Entonces surgió la serenidad, una serenidad glacial y resuelta, que
dormía oculta en algún rincón de su mente.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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«Muy bien», pensó.
«Así son las cosas.»
«Pues así serán.»
El oficial de policía era alto y joven; mientras se dirigía hacia su coche,
Zoe observó que se sentía orgulloso de sus hombros anchos, de las
caderas estrechas, de los muslos robustos. Ella bajó el cristal de la
ventana y lo miró a la cara. Cuando sus ojos se encontraron, él la
reconoció. Poca gente de la ciudad la conocía. Pero pocos de ellos
tenían la entereza de mirarla del modo en que lo hacía este policía.
Un ramalazo de algo —¿deseo sexual?, ¿lujuria?— le recorrió la espina
dorsal.
Pero era demasiado tarde para aprovechar el momento, porque era
demasiado tarde para coger el ferry.
Aguardó mientras lo observaba. Él se quitó el sombrero y se pasó la
mano por el pelo, que era negro y rizado. A Zoe le causó gracia, pero
contuvo la risa; ni siquiera sonrió. Por el momento, imaginó que se
hallaba en un bar, vestida, camuflada, hambrienta.
—Señora Strachan, ¿verdad?
Zoe asintió.
—Me temo que se excedió en el límite de velocidad permitido.
—Oh, querido —musitó ella en tanto clavaba la vista en aquellos ojos
de un azul intenso. Él era un presumido, de acuerdo; y ella sintió la
urgente necesidad de humillarlo, al menos un poco. Sin embargo,
separó las manos del volante y las dirigió hacia él con timidez para
que viera cómo temblaban.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Estoy algo alterada.
—Tendré que ponerle una multa —le dijo con una sonrisa que dejaba
ver todos sus dientes, que a ella no le interesaban lo más mínimo.
—Mi hermano sufrió un accidente —explicó. Se volvió para hurgar en
su bolso en busca de unos kleenex—. Pienso..., creo que está muerto.
—Hundió la nariz en el papel tisú y se echó a llorar.
—¿Qué clase de accidente? ¿Dónde, señora Strachan?
Zoe sintió las manos del hombre sobre la espalda y sollozó con más
énfasis. Su sensación de desmayo era casi palpable. Antes de que él
se sintiera seguro y comenzara a tomar decisiones, ella lo miró con el
rostro empapado y habló.
—Se cayó por la escalera del sótano. Hay sangre —y otra vez empezó
a lloriquear.
Él policía le dio un apretón en el hombro.
—Llamaré a una ambulancia —y se encaminó deprisa hacia su coche.
Zoe permaneció sentada, pétrea y taciturna, con los ojos fijos en el
parabrisas.
Después de unos minutos, lo oyó que se acercaba por la grava, y lanzó
un suspiro, se enderezó y se acarició las mejillas con el kleenex
sobado.
—Nos encontraremos en su casa —dijo.
—Oh, bueno —susurró Zoe—. Muchas gracias.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—¿Por qué no llamó por teléfono a alguien? —preguntó inclinado sobre
el coche.
—No tengo teléfono —explicó—. Odio los teléfonos —añadió con una
sonrisa. Puso el coche en marcha y él se dio prisa para seguirla.
—Me pondrá la multa cuando lleguemos a casa.
Se introdujo en Sechelt por la calle principal. Por el espejo vio cómo
el policía se esmeraba por no perderla de vista.
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—He estado pensando últimamente —dijo Alberg mientras se quitaba
la chaqueta—. ¿Sabes que hay algo bueno en la situación de Ramona,
Isabella? —Se sentó en el borde del escritorio.
—Desapareció hace casi tres días —señaló la mujer con voz queda.
—Ya lo sé. Lo bueno es que no hemos encontrado el cuerpo.
Isabella asintió.
—Es verdad. No hay cuerpo. Todavía, no.
—Temía que se hubiera suicidado en alguna parte.
Isabella volvió a asentir.
—Admito que yo también lo pensé.
—No obstante, no creo que lo haya hecho. Habríamos encontrado su
cuerpo.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—Bueno, pero... ¿dónde supones que está?
—No tengo ni una pista —confesó Alberg—. Sin embargo, te apuesto
un mes de salario a que, se halle donde se halle, está con vida. La
gente va de acá para allá de manera permanente, Isabella. Lo sabes.
—El problema con Ramona es que, si no desea que la encuentren,
nunca darás con ella. Es vieja pero inteligente. Se olvida de un par de
cosas o tres, pero es inteligente.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Alberg guardó una libreta de notas nueva en el bolsillo interior de la
chaqueta.
—Sí. A pesar de todo, tal vez nosotros seamos más inteligentes.
—No lo creas —lo desilusionó Isabella.
—Quizá tengamos suerte, entonces. O acaso decida regresar. —Se
levantó y enfiló hacia la puerta—. Llama por teléfono al doctor
Gillingham. Dile que el lugar está al final de la carretera Mills. El
nombre es Strachan. Han denunciado una muerte accidental.
—¿Ha muerto esa mujer tan hermosa? —preguntó Isabella,
horrorizada.
—No sé nada sobre una mujer hermosa —replicó Alberg—. Se supone
que el que murió es un hombre.
El coche patrulla con Sanducci y la ambulancia estaban aparcados
junto a un Chevrolet, modelo antiguo, en el camino situado detrás de
la casa. Cuando Alberg golpeó la puerta, fue Sanducci quien la abrió.
—El tipo era su hermano —explicó—. No hay duda, está muerto. Me
parece que tiene la cabeza hecha polvo. Se cayó por la escalera del
sótano.
Los dos muchachos de la ambulancia se recostaron contra una pared.
—Aguarden en el vehículo —ordenó Alberg—. Los llamaremos cuando
los necesitemos. ¿Dónde está la hermana?, ¿se encuentra bien? —
preguntó a Sanducci.
—Está muy bien; en la cocina —respondió Sanducci, y le indicó el
camino.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Estaba sentada junto a la mesa de la cocina; miraba por una ventana
pequeña, sin cortinas; se sostenía la barbilla con una mano. Vestía un
traje negro: una falda estrecha, una chaqueta corta y una blusa
blanca con un lazo flojo a la altura del cuello.
—Señora Strachan —dijo Sanducci con una formalidad poco habitual
en él—, le presento al sargento mayor Alberg. Mayor, ésta es la señora
Zoe Strachan.
Ella apenas volvió la cabeza para mirarlo. Sus ojos, bien separados,
eran de un azul muy profundo. La frente era amplia y despejada.
Llevaba el cabello negro y ondulado, peinado a un lado. La piel era
pálida y tersa; sin embargo, él se dio cuenta de que no era joven. Seis
años atrás, era la cosa más bella que jamás había llegado a Sechelt.
—Gracias, Sanducci —dijo Alberg.
¿Por qué nunca la había visto en la ciudad?
Se obligó a apartar la vista de ella y la dirigió hacia la ventana.
Recordó que en el frente de la casa no había ventanas; sólo un cristal
pequeño esmerilado que con seguridad pertenecía al cuarto de baño.
En apariencia, la mujer preservaba su intimidad.
—¿Puedo sentarme? —dijo, y Zoe Strachan le concedió el permiso.
»¿Cuál era el nombre completo del accidentado, por favor? —Sacó la
libreta de notas y una pluma.
—Benjamín Henry Strachan.
—¿Era su hermano?
—Sí.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Apuntó estos datos en la libreta de notas. Tenía las manos frías. Miró
de nuevo por la pequeña ventana de la cocina a través de la cual sólo
se alcanzaba a ver el cielo oscuro. «Hay tanto que decir con respecto
a las vistas», reflexionó, distraído. Por ejemplo, le gustaba la que se
disfrutaba desde su porche: la colina que bajaba en dirección a
Gibsons y el puerto. Sin embargo, lo más importante de las ventanas
era que permitían el paso de la luz. No se imaginaba viviendo en una
casa que presentara un lado completo sin ninguna abertura.
Zoe Strachan aguardaba con paciencia las siguientes preguntas.
—¿Vivía aquí? ¿En la península?
—Residía en el Vancouver Oriental.
—¿Estaba casado? ¿Tenía familia?
—Se había casado. Dos veces. La primera mujer se divorció. La
segunda murió.
—¿Hijos?
—No.
—Ella es su única pariente viva, mayor —aclaró Sanducci. Alberg se
sobresaltó levemente; había olvidado que el cabo estaba allí.
Zoe elevó los ojos hacia Sanducci y le lanzó una sonrisa trémula.
—Es verdad; lo soy —añadió.
—Cabo —masculló Alberg—, avíseme cuando llegue el doctor
Gillingham. —Esperó a que Sanducci abandonara el cuarto.
—¿Sus padres han muerto?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Sí.
—¿Qué les ocurrió?
Ella lo miró con asombro. Alberg no la culpaba por ello. ¿Qué diablos
importaba de qué habían muerto los padres?
—Mi padre murió de un infarto —dijo—, cuando yo tenía veintitrés
años. A mi madre la mató un cáncer ocho años después. Estuvo
enferma durante un año y, por fin, falleció.
—¿Mantenía usted buenas relaciones con su hermano?
—Por Dios, no. No teníamos nada en común. Nada de nada, en
absoluto.
—Salvo los padres —concluyó Alberg.
En ese momento, ella lo miró de frente y él descubrió que era la
primera vez que lo hacía. Durante todo el tiempo había mantenido la
cabeza vuelta hacia el otro lado o, al menos, desviada. No había sido
consciente de ello. Hasta aquel momento. La mirada de la mujer lo
golpeó con una fuerza casi física.
—¿Desea verlo? —preguntó—. ¿A mi hermano?
—Sí —respondió Alberg—. Dentro de un minuto.
—No podemos dejarlo allí —dijo ella pensativa.
—No. Cuando llegue el médico, llevaremos a su hermano..., bueno, lo
llevaremos a donde usted quiera.
Le pareció que en los labios de la mujer se dibujaba una sonrisa.
—Preferiría una funeraria.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Él echó una mirada a su alrededor. En el rincón, sobre una mesa
pequeña, había un televisor. Una gran cantidad de electrodomésticos,
todos relucientes, se alineaban sobre los mármoles de la cocina. Una
botella de vino tinto sin abrir se encontraba junto al tostador. La
cocina revelaba una limpieza meticulosa. Hasta el fregadero de acero
inoxidable lanzaba destellos.
Zoe Strachan se meció en la silla y cruzó las piernas. Se oyó el roce
sedoso de las medias de seda que se acarician entre sí. Alberg no
logró recordar cuánto tiempo hacía que no oía aquel ruido. Las
mujeres ya casi no usan medias. Algunas prefieren los leotardos. De
hecho, se ponen falda en contadas ocasiones. Y tampoco usan trajes.
Era posible que, dado que llevaba puesta una falda, de hecho, un traje
completo, y también medias, que las suyas fueran auténticas, no
leotardos. Esto significaba que tendría que usar algo para sujetarlas:
un liguero negro, tal vez.
Se aclaró la garganta y jugó con la libreta de notas hasta que dio
vuelta a la página. Se le cayó la pluma al suelo. Zoe Strachan no
movió un músculo para recogerla, a pesar de que había rodado hasta
quedar junto a sus pies. Alberg percibió la suavidad del cuero de los
zapatos negros con el dorso de la mano con la que recogió la pluma.
Zoe lo miraba con curiosidad. Alberg no tenía la más remota idea de
la edad que tendría la mujer. Comprobó que unos hilos de plata
surcaban su cabello negro. Pero no tenía arrugas, y su cuerpo era
esbelto, incluso atlético.
—El cabo Sanducci me sugirió que quizá su hermano haya bebido
demasiado —explicó Alberg.
—Temo que sí. Me parece que Benjamin había bebido mucho.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Cuénteme qué ocurrió.
—Estábamos en la sala —dijo, y se puso de pie. De manera
automática, Alberg la imitó. «Es tan alta como Cassandra», pensó.
«No, un poco más baja porque calza tacones»—. Venga conmigo —y
él la siguió y salieron de la cocina.
En la sala, ella señaló una silla de cuero negro.
—Estaba sentado allí. Yo estaba en el sofá. Dijo que deseaba coger el
ferry de las tres y media. Le expliqué que estaba demasiado borracho
y que sería mejor que se quedara y cenara conmigo. —Observaba a
Alberg que permanecía de pie junto a la arcada que conducía al
vestíbulo—. No se emborrachó aquí, sargento mayor. Cuando llegó,
ya estaba ebrio. —Aguardó a que él apuntara con fidelidad sus
palabras.
—Yo no había hecho la compra semanal —continuó—. Le dije a
Benjamin que se acostara y durmiera un rato mientras salía a buscar
algo para comer. —Se sentó en el sofá; su brazo izquierdo descansaba
sobre el respaldo; se cruzó de piernas—. Estuvo de acuerdo. Pero
primero, afirmó, bajaría en busca de una botella de vino para la cena.
—Zoe se encogió de hombros—. No hay modo de discutir con la gente
cuando se ha pasado con el alcohol. Por consiguiente, me senté aquí
y esperé a que regresara. Unos minutos más tarde, oí un grito y el
ruido de un golpe.
Se levantó y caminó hacia Alberg.
—Me dirigí a la puerta del sótano —dijo ella en tanto pasaba al lado
de él hacia el vestíbulo—. Estaba abierta; igual que ahora. —Se detuvo
junto a la puerta y miró hacia abajo—. Lo llamé un par de veces.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Estaba muy oscuro. Encendí la luz? y allí estaba. —Se volvió y le sonrió
a Alberg—. Y todavía está —añadió con un gesto ambiguo.
Alberg espió el sótano.
—Pobre Benjamin —dijo Zoe.
—¿Para qué había venido a verla?
—Para pedirme dinero —respondió sin apartar la mirada de la
escalera.
—¿Mucho dinero?
—No tengo la menor idea. —Se apoyó contra el marco de la puerta y
miró a Alberg a la cara—. No tenía sentido discutir cuánto necesitaba,
puesto que no estaba dispuesta a darle nada.
—¿Se había metido en dificultades?
—No lo creo. Nunca le alcanzaba el dinero; eso es todo. A Benjamín
nunca le alcanzaba el dinero.
—¿Trabajaba?
Ella suspiró y se dirigió hacia la cocina mientras le hablaba a Alberg
por encima del hombro.
—En apariencia, sí. No sé dónde. Como le he dicho, no manteníamos
buenas relaciones. Sólo lo veía cuando necesitaba dinero. —Sacó un
bote de café del armario—. Nunca entendía por qué insistía. Jamás le
di un céntimo, y sabía que jamás se lo daría.
—El doctor Gillingham ha llegado —informó Sanducci desde la puerta.
—Quédese aquí, señora Strachan —rogó Alberg.
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—Sí —dijo Zoe con una sonrisa. Le mostró el bote—. Prepararé café.
Alberg halló al médico abajo, al pie de la escalera del sótano. Llevaba
un maletín negro y observaba con satisfacción la figura inerte de
Benjamin Henry Strachan.
—He aquí un individuo a quien la edad no arruinará —dijo con
aprobación.
—¡Cristo! Alex, baje la voz —pidió Alberg—, su hermana está arriba.
El doctor, un hombre moreno que rondaba la cincuentena, intentó
ponerse en cuclillas junto al cadáver.
—Mierda, me había olvidado de la condenada rodilla —exclamó—. ¿Me
trae una condenada silla?
Alberg revisó con la mirada el sótano. Vio tres puertas cerradas. Abrió
la primera: un cuarto pequeño que cumplía las funciones de bodega.
En un rincón, había un banco pequeño. Se lo llevó a Alex Gillingham.
—¿Qué le sucedió en la rodilla?
—Me la torcí escalando montañas.
—¡Cristo! —dijo Alberg.
—No debería burlarse —dijo el doctor con tono de reproche, y se
inclinó sobre Benjamin Strachan—. A usted le sobran unos kilos de
peso, Karl. Lo noto cada vez que lo veo. Un poco de montañismo no
le haría ningún daño.
—Lo sacaremos de aquí. Su hermana no quiere el cuerpo en la casa.
—Es cierto —dijo Zoe desde lo alto de la escalera.
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Los dos hombres miraron hacia arriba. Ella estaba de pie, inmóvil, con
una mano apoyada en el marco de la puerta, unos centímetros por
encima de los hombros, con una rodilla flexionada y la otra recta. Su
rostro aparecía velado por la sombra. Llenaba toda la entrada, aunque
Alberg comprendió que se trataba de una cuestión de perspectiva.
Esperó con ansiedad que ella hablara de nuevo.
Quería moverse, decir algo para darle ánimos; pero se sentía perplejo.
—Correcto —dijo el médico, y le dio un leve codazo a Alberg—. Por
cierto, la entiendo, señora. Esté segura de que realizaré mi trabajo lo
más rápido que me sea posible —y le dio con el codo de nuevo a
Alberg—. Suba, sargento mayor, y entretenga a la dama.
En lo alto de la escalera, Zoe soltó una carcajada.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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21
El jueves por la tarde, Ramona miró a su alrededor y descubrió las
plantas. Si las dejaban solas durante tres semanas, alguna tendría
que marchitarse. Dedujo que Marcia le habría dejado las llaves a
alguna persona para que las regara. Y con toda seguridad, esa
persona sería su madre, Reba McLean. Ramona pensó que aquél había
sido el modo a través del cual había entrado el policía: le había pedido
las llaves a Reba McLean.
Reba llegaría en cualquier momento, metiendo ruido, en su
destartalado Beetle blanco con el que, a trancas y barrancas, se
desplazaba de un lado a otro. Ramona sabía que no debía estar allí
cuando aquello ocurriera. Reba notaría el más mínimo cambio,
cualquier cosa que estuviera fuera de su sitio. Y revisaría la casa;
incluso era capaz de mirar dentro del armario.
Ramona reflexionó y reflexionó, aquella noche y el día siguiente, para
determinar adonde ir. Estaba muy preocupada, muy ansiosa.
Aunque le costaba admitirlo, y a pesar de que no tenía ningún sentido
negarlo, en algún momento de la tarde del viernes había perdido la
conciencia. Cuando «volvió en sí», estaba acurrucada en el fondo del
armario del dormitorio. Le produjo una especie de alivio comprobar
que, aun cuando sufriera una amnesia total, no se olvidaba de
esconderse.
En el hospital también le había pasado, pero allí carecía de toda
importancia.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
118
Era la mañana del sábado. Ramona controló de nuevo la tierra de las
plantas. Ninguna de ellas estaba seca por completo todavía; pero a la
mayoría le hacía falta un poco de agua.
Se preguntó qué comentario habría hecho Antón sobre el difícil trance
que atravesaba, y de solo pensarlo sonrió. Se sintió un poco mejor.
Se sentó frente de la desvencijada mesa de la cocina con un lápiz y
un bloc de papel rayado de color amarillo. Hizo dos listas.
En primer término, dejó constancia de las ventajas que le acarreaba
la situación. Aunque, por cierto, perdía la noción de sus actos de
manera periódica, se sentía más brillante y animada de lo que lo había
estado en mucho tiempo. Desde el punto de vista físico, se sentía en
mejores condiciones que las previstas.
En la otra columna escribió que debía abandonar su casa y que aquello
le suponía un duro golpe. Haría un reconocimiento de la zona de la
playa en busca de una vivienda que no estuviera cerrada y que, al
menos de manera temporal, permaneciera desocupada.
Otra desventaja —lo admitía— la constituía el que tal vez se agobiara
mucho y no descansara. Por el momento, disfrutaba de la libertad de
hacer lo que se le antojaba y cuando quería. No obstante, tenía clara
conciencia de que, después de algunos días —no tenía idea de
cuántos—, la necesidad de compañía crecería más y más. ¿Regresaría
al hospital entonces?
Ramona sabía que el doctor Gillingham no la había convencido de que
se instalara en el hospital para causarle sufrimientos. Creía,
sinceramente, que era incapaz de cuidar de sí misma.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
119
«Quizá no de manera permanente», pensó. «Pero al menos durante
un tiempo lo haré. Durante un tiempo, al menos, viviré de nuevo mi
propia vida.»
Volcó en el papel estas reflexiones y las analizó con detenimiento.
Bueno, las cartas estaban echadas. Disfrutaría de cada segundo de
libertad, durara lo que durase.
Tenía que confiar en alguna amiga. Cuando necesitara ropa, o libros
para leer, o cuando se hartara de estar sola.
Pero el momento de esa necesidad no le había llegado.
Lo primero era lo primero: había que encontrar otra madriguera y otra
provisión de alimentos.
Apartó la silla de la mesa y con actitud ceremoniosa se puso de pie.
Decidiría qué se llevaría con ella.
En la bolsa de papel guardó un par de calcetines que hurtó de un cajón
de la cómoda de Robbie, unos pantalones de Marcia, un rollo de papel
higiénico, el bloc donde había confeccionado las listas, el lápiz y la
botella de ginebra.
Se imaginaba que con más cosas no podría dar vueltas por ahí sin
cansarse.
Mientras luchaba con denuedo para ponerse el abrigo de lanilla encima
de los tres jerseis, recordó los inusuales movimientos que había
observado el día anterior en la vivienda de la señora Strachan.
Ramona había visto llegar un coche de policía, y después una
ambulancia. Supuso que la pobre mujer había enfermado.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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En el instante preciso en que apoyó la mano sobre el picaporte, oyó
que un coche se detenía en la grava de la carretera, frente a la casa.
Corrió a toda velocidad, y cogió la bolsa de papel para meterse de
nuevo en el armario.
La puerta del coche se cerró con fuerza. Dos personas se acercaban.
Las oía hablar. La mujer le daba chachara a un hombre, y éste
respondía «sí, sí».
Reba.
Ramona miró con terror hacia todos los rincones.
Entonces, abrió la puerta y se lanzó por un agujero de la valla hacia
el terreno de los Ferris. Desde allí espió la carretera y, hacia abajo, la
playa.
Marchó dando tumbos por la playa. Se sentía como aquel convicto
cuyo nombre no recordarla, el protagonista de Grandes ilusiones.
Se había olvidado la gorra de punto que solía usar.
También se había dejado los guantes y la bufanda.
Ramona caminó con paso vacilante a lo largo de la playa, aturdida y
ansiosa, abrazada a la bolsa de papel.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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22
Zoe no quería cambiar de casa. Su decisión era irrevocable. Sin
embargo, en el fondo, no tenía elección.
Ofreció una resistencia atroz. Lloró, gritó, pateó el suelo. Sabía que
se comportaba como un bebé, pero no se le ocurría hacer otra cosa.
Estaba horrorizada, llena de terror; no admitía lo que de hecho
sucedería.
Los padres estaban atónitos y preocupados por su conducta; no
obstante, en ningún momento pensaron en modificar los planes.
Cuando Zoe asumió que, hiciera lo que hiciese, nada alteraría el
horrible proyecto, dejó de llorar, de gritar, de patear el suelo.
Estuvo hosca y resentida durante un largo tiempo. Intentaron
convencerla de que dejara esa actitud. En los meses anteriores a la
mudanza, le hablaron con entusiasmo de la nueva casa, que estaba
en el Vancouver Oriental, cerca del océano. Incluso la llevaron a verla,
pero ella permaneció sentada en el coche mirando hacia la calle. Ni
siquiera quería ver la casa nueva.
Tuvo pesadillas en las que se moría, en las que le faltaba la
respiración, en las que la perseguían blandiendo cuchillos.
El padre dibujó minuciosos planos de la nueva casa y le pidió su
opinión acerca de los muebles que mejor quedarían. Sin embargo,
Zoe rehusó participar. El padre le explicó que sería la primera en elegir
dormitorio, ya que en la casa vieja lo había hecho Benjamín porque
había nacido antes. Sin embargo, a Zoe le daba igual cualquier cuarto.
El padre le dijo que la llevaría a las dos escuelas de la zona donde
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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iban a vivir para que escogiera la que más le gustara, pero Zoe no
quiso ir.
A veces hacía un esfuerzo para imaginar cómo sería vivir en una casa
diferente. Sus sentimientos la alarmaban: le producían más
pesadillas.
Estaba furiosa por no lograr adaptarse a un hecho tan importante
como cambiar de vivienda.
Pasaron los meses, terminaron por fin las clases y llegó el momento
de mudarse. En un principio, Zoe se negó a empaquetar sus
pertenencias. Su madre se comportó de una manera muy astuta; le
dijo que si ella no lo hacía, lo haría Benjamín. Por lo tanto, empaquetó
sus cosas en el dormitorio mientras Benjamín la observaba, desde el
pasillo. En un determinado momento, Zoe le cerró la puerta en las
narices.
El día de la mudanza, Zoe salió de la casa por la mañana muy
temprano y permaneció en la calle hasta bien entrada la noche.
Cuando volvió, los hombres de la mudanza habían venido y se habían
marchado. Benjamín y los padres comían bocadillos sobre la mesa del
fondo; la casa nueva no lo tenía y, en consecuencia, la mesa se
quedaba. El padre acercó a Zoe la fuente con los bocadillos a través
de la mesa. —No tengo hambre —dijo.
El hombre se rascó un lado de la cabeza; había muchas canas en su
cabello.
—Está bien —aceptó con calma—. Entonces, nos vamos. Cogieron el
coche y marcharon hacia el Vancouver Oriental, que distaba unos
veintidós kilómetros. Aquella noche durmieron en un hotel.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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A la mañana siguiente encontraron a los hombres de la mudanza en
la casa nueva. Más tarde, a lo largo del día, descubrieron que se
habían perdido tres cajas. Dos contenían libros de los padres de Zoe;
la tercera era de ella. El padre le pidió que hiciera una lista con los
objetos que recordara, para presentar a la compañía aseguradora o
algo parecido, pero Zoe no tenía idea de lo que había guardado allí.
Había metido las cosas en una caja hasta llenarla completamente, la
había cerrado y la había asegurado con cinta adhesiva. Había abierto
otra, la había llenado..., y así sucesivamente.
Dejó sus cosas en las cajas sin abrir durante semanas y semanas,
hasta que se acercó el final del verano, y Benjamín fue a trabajar a
las Minas del Gran Norte y Zoe se preparó para asistir a la nueva
escuela. Cuando, por último, vació las cajas, se dio cuenta de que
algunos de sus escritos estaban en la caja que se había perdido.
«Ya era tiempo de librarme de ellos», pensó. Rasgó el resto y los
quemó en la estufa.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Los hijos me han llamado por teléfono una docena de veces —
informó Sokolowski con melancolía, en la oficina de Alberg, el sábado
por la mañana.
—¿Por qué no vienen y nos ayudan a buscarla?, eso es lo que me
gustaría saber —dijo Isabella. Estaba apoyada contra la pared con los
brazos cruzados.
—El hijo, Horatio, o como se llame... —El sargento comenzó a pasar
las páginas de su libreta de notas.
—Horace —puntualizó Isabella.
—Sí, Horace. Quiere saber cuánto tiempo ha de transcurrir para que
se la declare legalmente muerta.
—¡Cristo! —exclamó Alberg.
—Así es. —Sokolowski se volvió hacia Isabella—. Es española, ¿no?
—¿Quién? ¿Ramona? ¿Española?
—Sí. Ramona. Es un nombre español.
Isabella negó con la cabeza.
—No, española no es.
—¿Está segura? —Sokolowski la miró con evidente desilusión.
—Segurísima. No es española.
—Estamos en un callejón sin salida, ¿verdad? —comentó Alberg.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
125
—Exacto, mayor. No cogió el autobús que lleva al río Po—well. No
pidió a nadie que la llevara a la bahía Porpoise. No tomó ningún ferry.
No pasó por el bar. Se desvaneció en el aire —pronunció la última
frase como si él mismo la acabara de inventar.
—Pienso... ¿Puedo decir lo que pienso? —Isabella se dirigió a Alberg.
—Adelante.
—Pienso que hay que echar otra ojeada en su casa.
—No está allí, Isabella —afirmó Sokolowski—. Se lo aseguro.
—Quizás estuviera escondida debajo de la cama.
—Sí, claro, una anciana de setenta y cinco años se mete con mucha
facilidad debajo de una cama.
—Está bien. Tal vez allí no —admitió Isabella—. Pero si está en la casa,
habrá tomado sus precauciones para que no se la encuentre. Se habrá
ocultado muy bien.
Isabella vestía una camisa blanca y un jersey marrón y blanco con
unos dibujos que a Alberg le recordaron vagamente Islandia. Se
preguntó si lo habría tejido ella misma. Era muy grande. A Isabella le
gustaban los jerseis grandes.
—Echa otra mirada, Sid —rogó—. No hará daño a nadie.
—Sí —aceptó Sid con cierto disgusto.
—El abogado dice que no tiene de dónde sacar dinero —señaló
Alberg—. ¿Cómo se alimenta?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Es posible que esté con alguien —dedujo Isabella esperanzada—.
Con una amiga, por ejemplo.
Alberg le clavó la vista.
—Si hubiera ido a verte a ti, Isabella, y te hubiera dicho que nadie
sabía dónde estaba, ¿la habrías protegido y cuidado?, ¿habrías
mantenido el secreto?
—Lo dudo —expresó Isabella con pena—. Con mi marido y Jimmy en
casa, no.
—¿Y si hubieras estado sola?
Isabella movió la cabeza y miró con actitud reflexiva hacia el techo.
—Entonces sí —decidió después de pensarlo un instante.
—Estupendo —dijo Sokolowski—. Colosal. —Se despegó de la silla—.
Llamaré a Reba McLean. —Suspiró—. Odio esta clase de cosas.
—Aparecerá —aseguró Isabella con voz firme.
Sokolowski abandonó el cuarto con un movimiento de cabeza.
—Dígame —le dijo Isabella a Alberg—, ¿es tan bella como dicen?
—¿Quién? —preguntó el sargento, y miró la hora.
—La señora Strachan. La hermana de ese que se emborrachó, el que
se cayó por la escalera del sótano y se mató.
—Sabes una barbaridad del asunto —exclamó Alberg, un poco
irritado.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Me lo contó Sanducci. Va por el mundo como si le hubieran dado un
martillazo en la cabeza. Dígame —insistió Isabella—, es una bomba
de relojería, ¿no?
—Sanducci. ¡Cristo! Si podría ser su madre.
Isabella frunció el entrecejo, sin creerlo del todo.
—Su tía, entonces ¿No tienes nada que hacer?
—Lo sabía —dijo Isabella con satisfacción—. Alguien me ha dicho que
ha trabajado de actriz.
—Antes de una hora tengo que marcharme —explicó Alberg—. Vete,
—O tal vez fuera modelo.
—Isabella, déjalo.
—Es probable que no sea cierto. Las personas pueden ser bellísimas
y no ser modelos. ¿Cómo se gana la vida?
Alberg se levantó y abrió la puerta de la oficina.
—Adiós, Isabella.
Sonó el teléfono. Era Alex Gillingham.
—Alex, ¿cuál es la última noticia?
—Dolor —dijo Gillingham, y rompió a reír.
Alex Gillingham estaba siempre en un estado calamitoso. La rodilla
que le molestaba en la casa de Zoe Strachan constituía el último
eslabón de una cadena de catástrofes, unas más graves que otras.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Se había convertido en un adicto a los deportes. A veces cojeaba a
causa de un tobillo dislocado, a veces le dolía un hombro, y a veces
el malestar era más general.
—Los huesos ya no resisten —le confiaba a Alberg—. Me parece que
me he excedido otra vez. —Lo decía con satisfacción. En apariencia,
su intención era castigar sin descanso su cuerpo para aturdirlo e
insensibilizarlo ante el dolor y, además, tal vez, también ante la
enfermedad.
—Strachan —aclaró Alberg con voz tranquila—, ¿cuál es la última
noticia respecto a su muerte?
—Murió de una fractura de cuello. Apuesto que no le hacía falta
preguntármelo, ¿no? Sin embargo, hay un par de cosas que me
intrigan.
—¿Sí? ¿Cuáles?
Gillingham trabajaba para la R.C.M.P. desde hacía un año. En
ocasiones, se exasperaba y ponía el grito en el cielo cuando lo
llamaban por alguna muerte, pero Alberg sabía que fingía. El doctor
casi nunca abandonaba la península por temor a perderse algo. Alberg
estaba convencido de que si Gillingham estaba atendiendo a un
moribundo y de repente recibía una llamada de la R.C.M.P., el pobre
paciente se iría a la mierda.
—Infórmeme rápido —añadió el sargento mayor—. Tengo que irme en
seguida.
—Se fracturó la base del cráneo.
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—Obvio, se cayó por la escalera, ¿no es cierto? No me sorprende que
se matara.
—De acuerdo. Pero la herida no me convence.
Dos inviernos atrás, Gillingham se había dedicado al esquí. El verano
pasado, al windsurf. Y ahora, le daba por recorrer kilómetros, sólo que
él decía escalar montañas. No tenía paciencia para cosas como el
tenis, el ping—pong o el squash. Eran competitivos y, por otra parte,
según sostenía, exigían un cierto componente intelectual. Prefería,
son sus palabras, «enfrentarme en persona con la naturaleza misma».
Pero se lanzaba contra ella con tal ardor, la atacaba con tanta furia,
que Alberg se preguntaba si la naturaleza no habría descubierto que
se las veía con un fanático; naturalmente, de manera sistemática le
hacía pagar cara su hostilidad.
No se comportaba de esa forma cuando Alberg lo conoció, hacía dos
años; después de que su mujer lo abandonara. Era el único hombre
conocido por Alberg que no había salido del matrimonio en busca de
otra mujer, tan sólo había entablado un romance apocalíptico y, sobre
todo, nada satisfactorio, con la madre naturaleza.
—¿Qué quiere decir con eso de que la herida no le convence?
—Lo que dije. También presenta un gran hematoma en el estómago.
—¿Qué intenta decirme?
—No lo sé, Karl. Quizá nada. Sin embargo, me huele mal, ¿me
comprende?
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—Alex —dijo Alberg con voz apagada—, el hombre voló escaleras
abajo, se rompió el cuello y se murió. Firme el certificado de
defunción, por favor.
—Seguro que se cayó por las escaleras —argumentó Gillingham—;
seguro que se quebró el cuello; seguro que se murió, pero ahí está
ese golpe en la cabeza y el hematoma en el estómago. Todo conspira
para desconcertarme.
Alberg sentía frío y ansiedad al mismo tiempo. ¿Estaría por coger una
gripe?
—Si no me doy prisa, tendré que cambiar mis planes —murmuró.
—No puedo afirmar que se cayera por las escaleras —sostuvo
Gillingham—. ¿Cómo demonios sé que lo hizo? Yo no estaba allí. ¿Y
usted?
—Por el amor de Dios, se trata de una deducción muy simple
—gritó Alberg al otro lado del hilo telefónico—. Si el hombre yacía
sobre el piso de cemento al final de la condenada escalera, se rompió
el cuello. Cualquiera supondría, Alex, que la caída causó la fractura
del cuello. ¿Por qué pone tantos inconvenientes? ¿Cuál es su maldito
problema? —Lo asombraba la irritación que manifestaba.
—Acaso no se cayó —dijo Gillingham con mucha calma—. Ése es mi
problema, para decirlo en pocas palabras.
De pronto, Alberg recordó las llaves. Zoe Strachan había pedido que
sacaran del camino el coche de su hermano. Alberg se ofreció a que
lo llevaran al aparcamiento del destacamento. Sin embargo, no
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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encontró las llaves en el cuerpo de Benjamin y resultó que las tenía
Zoe.
Por supuesto, explicó el hecho sin titubeos:
—Se las quité —dijo mientras extraía del llavero de su hermano las
llaves del coche—. No quería que condujera en aquel estado de
embriaguez. —Le alcanzó las llaves a Alberg con una sonrisa y se
guardó el llavero en el bolso.
—Realice su trabajo, Alex —pidió Alberg en un tono contenido—. Firme
el dichoso certificado. —Y colgó el teléfono.
Se quedó sentado ante el escritorio, pensando.
En su interior, se alzó una premonición que no supo explicarse, y que
tampoco deseaba investigar.
No había nada extraño en que ella tuviera en su poder las llaves de
Benjamin.
Lo que súbitamente lo inquietaba era la botella de vino que estaba
sobre el mármol de la cocina.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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24
El último ferry de Langdale a la bahía Horseshoe ya había partido
mientras Alberg y Gillingham conversaban y más tarde se retiró el
cadáver de Benjamin. Por consiguiente, a Zoe no le quedó otra
alternativa que esperar a la mañana del sábado para desplazarse al
Vancouver Oriental.
En la cafetería reconoció varios rostros: una mujer que trabajaba
como cajera en el Super—Valu, otra que cumplía la misma función en
el London Drugs, el dueño de la ferretería.
No vio a Alberg.
Alberg estaba hablando por teléfono desde la cubierta del ferry cuando
la descubrió. Conversaba con Cassandra. Al ver a Zoe Strachan, las
palabras se esfumaron de su boca.
—¿Karl? ¿Karl? —repetía Cassandra.
Zoe estaba sentada junto a la ventana; de cuando en cuando, sorbía
un poco de café irlandés.
La vista le resultaba de tal modo deprimente, que no sabía cómo
expresarlo. Por lo común, los cielos grises y los mares melancólicos
no la afectaban; sin embargo, en aquella mañana triste echaba en
falta la luz del sol. La tierra firme se adhería de manera amenazadora
contra el horizonte; Zoe percibió que el canal que cruzaban se hallaba
en un estado lamentable: islotes de tierra esparcidos de cualquier
modo por todas partes, sin armonía ni concierto, entre las aguas del
Howe Sound. Pensó que modificaban su posición por el mero hecho
de ser poco estéticas.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Alberg no la imaginaba lanzando a su hermano por las escaleras.
—Karl, ¿estás ahí o no? —preguntó Cassandra.
—Sí, lo siento, aquí estoy. Escucha, debo irme. Regresaré el lunes por
la noche; te llamaré tan pronto como llegue. Saluda a tu madre de mi
parte. —Colgó el teléfono y ojeó, distraído, los folletos turísticos que
se encontraban cerca de la entrada del lugar donde se aparcaban los
coches.
¿Adonde iría Zoe y por qué? Tal vez tendría que hacer algunos
trámites para los funerales. Quizás iría a visitar el lugar donde
trabajaba su hermano para dar la noticia de su muerte. Pero recordó
que era sábado y que no sabía dónde trabajaba.
El cabello negro de Zoe le cubrió el rostro cuando se inclinó para tomar
otro sorbo de café. De repente, levantó la vista. Pensó que Alberg la
había visto; era ridículo, se sintió como una idiota redomada; no
obstante, al girar el rostro hacia el sitio donde se encontraba el policía,
el corazón le latió con fuerza. Después siguió mirando por la ventana.
Zoe observaba varias embarcaciones que bordeaban su camino a
través del agua: un remolcador pequeño que arrastraba un botalón
de madera; un bote de pesca que se dirigía a la costa; un velero a
motor con las velas arriadas. Estaban cerca de la bahía de Horseshoe.
Pasó otro ferry rumbo a Nanaimo; la pequeña barca que llevaba a la
isla Bowen daba la sensación de que masticaba el agua en su avance,
y lanzaba espuma por ambos lados de la boca.
Alberg, en apariencia absorto en un folleto sobre los Jardines
Butchart, la estudiaba con detenimiento. «Vigilancia», dijo para sus
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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adentros. Sin embargo, no actuaba como un oficial de policía. Más
bien, como un voyeur.
Con cautela, Zoe se felicitaba a sí misma. Según como habían ido
desarrollándose los hechos, se había manejado bastante bien. Había
olvidado la maldita botella en el suelo del vestíbulo, pero se las había
arreglado para llevarla a la cocina sin que el cabo se diera cuenta. El
otro, el sargento mayor, se había tragado sin poner un pero que le
hubiera quitado las llaves a Benjamin porque estaba borracho.
No abandonaría el asunto. Tenía que encontrar los manuscritos,
quemarlos y recuperar su vida anterior. En el coche no estaban; esto
significaba que se hallaban en la casa, en la oficina o en la caja de
seguridad de algún banco. «La casa», pensó, «la casa es el lugar más
probable».
Elevó la vista hacia la proa, es decir, hacia Alberg. «Jesús», murmuró
él sin aliento. Esa piel, esos cabellos, esos ojos... La observó mientras
Zoe se ponía de pie y se colgaba al hombro su bolso negro de piel. Se
movía con gracia y sensualidad dentro de unos pantalones tejanos,
botas y una chaqueta de dril de algodón.
Luego, la miró de nuevo a la cara.
Con una frialdad terrible desde lo más hondo de su ser, identificó qué
era lo que producía que Zoe resultara tan extraordinaria. No era su
aspecto, ni su altivez, ni el distanciamiento, ni la indiferencia. No se
trataba de la presencia de algo; era, precisamente, todo lo contrario,
no la presencia sino la carencia de algo.
A Zoe Strachan le faltaba algo. No se animó a considerar qué podría
ser.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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25
Ramona trepó por la pendiente que conducía a la casa de la señora
Strachan, con la bolsa de papel en la mano. Descansó una vez más
contra el sólido abeto Douglas para recuperar el aliento y planificar su
estrategia.
Sí, estaba segura, sólo había una razón que explicara la presencia de
la ambulancia. La pobre mujer estaba enferma —quizá una
apendicitis—, y la habían trasladado al hospital.
Vivía sola, toda la ciudad lo sabía. Por consiguiente, la casa estaría
vacía.
Ramona imaginaba que mantenía una conversación telefónica con el
doctor Gillingham acerca del tema. «La señora Strachan está
preocupada porque su casa ha quedado deshabitada», le decía él, «y
le he dicho que usted se ocuparía con gusto de la vivienda por una
temporada, ¿qué le parece la idea?»
Ramona, apoyada contra el abeto, se veía a sí misma como una
profesional cuidadora de casas. Se mudaba de un lugar a otro y
cuidaba las viviendas de la gente a cambio de comida y alojamiento.
Con cautela, abandonó el cobijo de los árboles y se encaminó en
dirección a la casa.
A medida que avanzaba se ponía más nerviosa. Tal vez se estaba
equivocando. Era posible que la señora Strachan gozara de una salud
excelente y estuviera en casa como de costumbre. Si así era, podría
aparecer en cualquier momento, para correr un poco, para ir a la
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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ciudad a nacer las compras o para cualquier otra cosa. Bueno, si así
ocurría, Ramona simularía que se había perdido; eso era todo.
Pasó la bolsa de la mano derecha a la izquierda y se quitó el pelo de
la frente. Tenía el cabello fatal: demasiado largo, con aspecto
desaliñado y sucio, la permanente sólo se conservaba en las puntas.
Sabía que parecía una bruja. Siempre había sido escrupulosa con
respecto a la ropa interior y a los calcetines.
Se cambiaba todas las noches. En consecuencia, lo que rozaba su piel,
siempre estaba limpio. Sin embargo, el vestido estaba mugriento, y
los calcetines gruesos y los jerseys que había tomado en préstamo
necesitaban un lavado urgente.
La bolsa de papel se le hacía pesada.
Intentando no hacer ruido, se deslizó con cuidado sobre la grava.
Deseaba que saliera el sol. El promontorio, que se metía en el mar
como un pulgar gigante, no resultaba precisamente un lugar muy
acogedor. Un poco de sol le levantaría el ánimo y le daría fuerzas.
El océano hacía un escándalo detrás de la casa; en lugar de playa,
con toda seguridad habría un acantilado.
Ramona se acercaba con excesiva lentitud; sin embargo, sólo se
demoraba lo inevitable. A menos que retrocediera, tarde o temprano
llegaría.
Y así ocurrió. Había llegado. Allí estaba, de pie junto a la casa, con los
ojos fijos en la puerta.
El océano bramaba sobre las rocas, y los madroños diseminados
alrededor de la casa arañaban el tejado como uñas sobre una pizarra.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Mientras levantaba la mano, pensaba que no había reflexionado lo
suficiente..., que no estaba segura de lo que hacía..., que por qué
estaba tan nerviosa... A pesar de todo, tocó el timbre.
«De todos modos, ¿quién vive aquí?», se preguntó Ramona, con el
corazón que se le salía del pecho.
Nadie. O al menos no estaban.
La señora Strachan, ésa era la persona que vivía allí.
Como una ráfaga, volvió a estar lúcida. «Gracias, Dios mío», pensó
Ramona; pero continuó asustada, como si algo la amenazara.
«Simularé que me he perdido si me abre la puerta», decidió por fin la
anciana. No hay motivos para estar nerviosa, pero el corazón iba a
cien kilómetros por minuto, algo que no le haría bien; además, sufría
de un temblor en las rodilllas que le dificultaba permanecer de pie.
Se dio cuenta de que nadie respondía al timbre.
Con un poco más de sangre fría, tocó de nuevo.
Nadie en la casa. Estaba segura.
Con esperanza, tanteó la puerta. Estaba cerrada.
Resolvió dar una vuelta alrededor de la casa para introducirse por una
ventana.
No obstante, primero revisó el garaje..., el garaje estaba vacío.
Ramona comprendió que no tenía sentido que entrara en la casa;
porque si la señora Strachan había ido a alguna parte en el coche, era
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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evidente que no estaba en el hospital, y en cualquier momento podía
aparecer por el camino.
Ramona huyó de la casa; la bolsa de papel la golpeaba en el tobillo.
Estaba aún un poco lejos de la carretera, cuando oyó que alguien iba
silbando y vio que una figura entraba en el camino. Se lanzó sobre los
matorrales y se ocultó detrás de un árbol. Observó cómo Sandy
McAllister pasaba a su lado con la cartera de correos colgada del
hombro. Se tapó la boca con la mano para no llamarlo; era el cartero
que le llevaba la correspondencia cuando ella vivía en su casa, y a
menudo le daba un café caliente en las duras mañanas de invierno.
Vio que dejaba el correo, pasaba de nuevo a su lado, y desaparecía
en un recodo en que el camino se unía a la carretera.
Ramona, oculta por los árboles, consideró su situación. Las cosas ya
no funcionarían. No se sentía bien. Estaba insegura, deprimida. La
mente percibía el entorno como una enmarañada telaraña.
Quizá debería llamar a Isabella. O a Rosie. O incluso al doctor
Gillingham.
Se trataba de una perspectiva sombría, pero, al mismo tiempo,
tranquilizadora. La gente la cuidaría. Le lavaría la ropa. La llevaría a
hacerse la permanente. Hablaría con alguien.
Y se decidió por el hospital.
Entonces descubrió que ante sus ojos se alzaba una casa pequeña.
Estaba construida entre los árboles a diez metros escasos, al otro lado
del camino. Tenía una ventana pequeña a la derecha de la puerta,
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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pero las cortinas estaban corridas. Parecía una casa abandonada. Casi
no la había visto, escondida como estaba entre los árboles y la broza.
Ramona enfiló hacia la puerta con resolución. Probó a abrirla, pero
estaba cerrada. Se enfadó con la señora Strachan, ¿dónde creía que
vivía?, ¿en Nueva York? Todas las condenadas puertas estaban
cerradas. Rodeó aquella casa pequeña por un sendero bien trazado.
En la parte posterior había otra puerta. Y junto a ella, una ventana.
La ventana estaba rota. Los pedazos de cristal estaban mezclados con
trozos de corteza de árbol y una rama se enganchaba en el agujero.
Ramona miró entre las ramas cargadas y densas del cedro. Producían
un sonido suave, siseante.
Dejó en el suelo la bolsa de papel. Con cuidado se acerco a la ventana,
metió la mano y tanteó hasta encontrar el picaporte que giró con
facilidad; la aldaba saltó al instante. Había una cadena de seguridad;
la desenganchó y la puerta se abrió.
Ramona retrocedió, asombrada.
De repente se sintió plenamente feliz.
«Dios existe», resopló con alegría para sus adentros, «el mundo está
en orden».
Entonces levantó la bolsa de papel, atravesó la puerta y entró en la
casa de invitados de Zoe Strachan.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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26
En el Vancouver Oriental, Zoe aparcó el coche en un pequeño solar
pavimentado que correspondía a tres o cuatro casas situadas más
abajo de la carretera. Comprobó que habían levantado una valla, pero
no era muy alta. Si las cosas no se hubieran complicado, igual podría
haber arrojado a su hermano desde allí. Se asió a la Barandilla y miró
hacia abajo. El acantilado medía unos veinte metros de altura; la casa
estaba construida en su parte media, encajada en la roca. Había unos
escalones empinados que bajaban hasta la puerta principal, y otros
que se veían desde la carretera llevaban desde la puerta trasera hasta
una playa rocosa. El padre de Zoe había comprado un bote para dar
vueltas por allí. Benjamín lo utilizaba para pescar.
También había un ascensor que habían instalado después de que Zoe
dejara la casa. Se trataba de una jaula con una puerta con llave. Sacó
el llavero de Benjamín del bolso y encontró la llave correspondiente.
El ascensor la llevó con suavidad, lentamente, hacia la casa. Salió,
cerró la puerta de la jaula, buscó las llaves de la casa, abrió la puerta
y entró.
Dentro, flotaba un extraño silencio. Zoe permaneció quieta y escuchó
con atención el silencio, que parecía un silencio repentino tras un
clamor; se percibía como un eco ligado a él.
Se encontraba en un recibidor estrecho que recibía la luz de una
claraboya que se hallaba en el techo y de unos paneles de vidrio
esmerilado situados al otro lado de la puerta principal. Parecía
diferente de cuando ella vivía en la casa. Por fin, recordó que el suelo
era de roble, siempre muy brillante, cubierto de unas pequeñas
esteras para secarse los zapatos mojados. Ahora, bajo sus pies, había
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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baldosas de cerámica con diseño mediterráneo; se preguntó con
desagrado si habrían rehecho la casa en aquel estilo español.
Se desplazó desde el recibidor hasta la sala..., se detuvo en la entrada
con el entrecejo fruncido. No se oía nada, pero percibió algo, una
corriente de algo en alguna parte de la casa. Sacudió la cabeza con
impaciencia. No era momento para imaginar cosas.
En la sala de estar, se asombró de no encontrar ningún mueble; sólo
montones de enormes cojines de colores brillantes por todas partes.
El suelo seguía siendo el de roble, pero estaba descuidado y sin brillo.
Se dirigió a las ventanas desde donde podía mirar hacia arriba y hacia
abajo; abajo estaba la playa, oculta a su visión por un saliente de la
roca. A los lados de la casa, los madroños parecían suspendidos de la
ladera del acantilado, con las ramas acariciando el tejado. Zoe abrió
las ventanas de par en par y oyó el ahogado murmullo del mar y el
ocioso garabateo de los madroños sobre las tejas. Similares sonidos
a los que oía en su casa, pero distintos.
No deseaba permanecer allí. Quería regresar a su habitación y
contemplar su patio austero. Cerró las ventanas.
«¿Dónde diablos estarán los muebles?», se preguntó al tiempo que
observaba la habitación vacía. Los suelos desnudos, las paredes
desnudas..., supuso que Benjamín lo había vendido todo.
No había duda, esta vez oyó algo. Un ruido suave, como si arrastraran
alguna cosa. Estaba segura.
Imaginó qué podría ser. Tal vez Benjamín tuviera algún animal
doméstico, un perro o un gato. Escuchó, concentrada, casi sin
respirar. Nada.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
143
Quizá sólo se tratara del sonido del mar, más distante desde que había
cerrado la ventana. Salió de la sala de estar en el mayor de los
silencios, procurando que sus botas no provocaran ningún ruido sobre
el suelo de madera.
Al final del vestíbulo apareció el dormitorio principal, el que en un
tiempo ocuparon sus padres. Debajo de un par de ventanas sin
cortinas que dejaban ver las ramas de los madroños y el cielo, en una
esquina de la habitación, se hallaba una enorme bañera. Zoe la miró
con asombro, mientras recordaba el pequeño escritorio que había en
aquel rincón. Su madre se sentaba allí para hacer las cuentas de la
casa. La bañera era grande y tenía una amplia repisa. Dentro de la
bañera, había surtidores.
El suelo del dormitorio estaba cubierto por una moqueta, excepto en
el sector que rodeaba a la bañera, que era de baldosas de cerámica,
y había un desaseado estante blanco de mimbre con toallas adosado
a la pared. La cama, de un tamaño descomunal, estaba deshecha, y
las sábanas, las mantas, el cobertor y cuatro almohadas de gran
tamaño se mezclaban en el suelo. Zoe arrugó la nariz y husmeó en el
aire. Se preguntó cuánto tiempo haría que no cambiaban las sábanas.
Se preguntó cómo sería la vida sexual de Benjamin sin esposa. Trató
de imaginársela en los bares, tratando de seducir a alguien de una
manera anónima y voraz; no pudo, era demasiado absurdo. Se rió de
sólo pensarlo y, en ese momento, escuchó en el vestíbulo el ruido de
algo que se escurría.
Corrió a la puerta y miró, pero no vio nada. Todo estaba en calma.
—Aquí, gatito, gatito, gatito —dijo con voz nerviosa. Odiaba a los
gatos. Le erizaban los cabellos—. Aquí, gatito, gatito, gatito.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
144
No apareció ningún gato, ni Zoe oyó nada más.
Con cautela, empujó la puerta del cuarto que se hallaba junto al de
sus padres, el cuarto que alguna vez le había pertenecido. Desde el
pasillo, espió en su interior. Era obvio que Benjamin lo utilizaba como
despacho. Había muebles para archivar papeles, librerías y un
escritorio grande. Sintió la seguridad de que en algún lugar del cuarto
se hallaban sus escritos.
Sólo había alcanzado a introducir un pie en la habitación cuando oyó
un ruido tan real que se le erizaron los pelos de la cabeza. Se dio
media vuelta, ef corazón le latía con fuerza.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Quién eres?
Estaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared. Sus ojos
reflejaban pánico, tenía las rodillas levantadas, y los puños apretados
contra la boca.
—Te he preguntado quién eres —repitió Zoe en voz más alta.
Sus ropas eran desastrosas. Había estado llorando. Tenía la cara
sucia.
—¿Qué estás haciendo aquí, pequeño y miserable intruso? —gritó
Zoe.
Se arrastró por el suelo como un cangrejo en dirección a la puerta.
—Oh, no, jovencito —dijo Zoe, mientras se adelantaba y cerraba la
puerta—. No te dejaré ir hasta que me digas qué haces en esta casa.
—¡Vivo aquí! —aulló el niño.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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27
Alberg alquiló un coche en el aeropuerto de Calgary. Su ex mujer,
Maura, le había dicho que podía recogerlo y llevarlo a donde quisiera,
pero él no deseaba eso, él quería y hasta necesitaba manejarse
personalmente con su propio medio de transporte.
Diana le había reservado una habitación en un motel cercano al
campus, y Janey le había escrito una carta con instrucciones
meticulosas para llegar hasta allí.
Mientras recorría la Decimosexta Avenida, observó que el día era triste
y helado. El cielo parecía hecho de hierro fundido. Hacía un viento
cortante capaz de helarle los huevos a un mono de bronce.
En el cuarto del hotel halló todo lo que precisaba: una cama de tamaño
respetable, un televisor grande, y un cuarto de baño con una bañera
y una ducha. Dejó la maleta y probó el televisor. No era perfecto, pero
funcionaba. Se echó en la cama con las manos detrás de la cabeza.
Entonces, sonó el teléfono.
—Papi, ¿has llegado? —dijo Diana—. ¿Por qué no has llamado?
—Acabo de hacerlo —protestó—. Entré hace un segundo.
—Bueno, está bien. ¿Qué tal el lugar?
—Sí, es correcto —la tranquilizó, al tiempo que apagaba el televisor
con el mando a distancia—. Perfecto. Tiene todo lo que necesitaba.
—Estupendo. Escucha: mañana pasaremos el día los tres juntos,
¿verdad? Tú, yo y Janey
—De acuerdo —sonrió Alberg.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
146
—De todos modos, esta noche quizá salgamos a cenar. Queremos que
nos pagues tantas comidas como sea posible, mientras estés aquí.
—Me parece intersante oír eso —afirmó—, pero antes llamaré a tu
madre para saludarla. ¿Qué te parece si paso a buscarte dentro de
una hora? Dame la dirección —dijo mientras se pasaba el teléfono a
la mano izquierda para hurgar en la chaqueta a la caza de papel y
lápiz—. También recogeremos a Janey. O mejor la llamo por teléfono
también.
—Papi, deja de tomar decisiones. Escucha.
—Sí, ¿qué?
—Te llamo desde la casa de los abuelos. Janey está aquí. Mamá
también. ¿Vamos todos a comer?
—¿Quieres decir que tu madre también?
—Y el abuelo y la abuela. Todos. Por favor...
—¡Mierda!
—Papi...
—Sí. ¡Mierda...! Está bien.
—Gracias, papi. Te quiero.
—Sí. Lo sé.
Colgó el teléfono y miró la maleta. Había traído una buena chaqueta
y un buen par de pantalones. Los reservaba para el lunes.
Unos pantalones de pana y un polo. Eran para el día siguiente. ¿Qué
diablos se pondría esta noche?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Abrió la maleta, retiró la ropa de buena calidad y la colgó. Vio algunas
arrugas pero supuso que desaparecerían durante la noche. También
colgó el polo y los pantalones de pana y los zapatos los puso sobre el
suelo del armario. Trasladó sus cosas de afeitar al cuarto de baño, y
en una de las mesillas de noche dejó un ejemplar de La hoguera de
las vanidades de Tom Wolfe. Los regalos que había comprado para
sus hijas fueron a parar al escritorio. Dejó los calcetines y la ropa
interior limpia en la maleta y la apoyó sobre una de las dos sillas que
había en el cuarto.
Miró la hora y pidió una comunicación con Sechelt.
—Sólo para ver qué novedades hay —le informó a Sid Sokolowski.
—Se ha marchado hace cuatro horas, nada más, mayor.
—Sí. Quería saber si Gillingham envió el certificado de defunción. El
de la muerte de ese tal Strachan.
—Todavía no. Ya que ha llamado, le contaré algo. Isabella tenía razón.
—¿Acerca de qué?
—Regresé a la casa donde vivía la anciana. Volví con Reba McLean.
Reba revisó todas las habitaciones, lanzó un chillido y afirmó que
alguien había estado allí.
Alberg se sentó en el borde de la cama.
—¿Sí? ¿Cómo lo supo?
—Había objetos cambiados de sitio. Una silla que pertenece al
dormitorio estaba en la sala de estar. Y escúcheme, sé que es verdad
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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que la primera vez que fui a revisar la casa la condenada silla estaba
en el dormitorio.
Alberg esbozó una sonrisa.
—Así que tal vez estuviera escondida debajo de la cama.
Sokolowski no respondió.
—Es sólo una broma, Sid. Quizá ya se había marchado.
—Es lo que pienso yo de todas formas —afirmó el sargento—.
Posiblemente anduvo por allí al atardecer. Tenía una llave.
—Has revisado la casa a conciencia, supongo —exclamó Alberg sin
abandonar la sonrisa—. Me refiero a hoy.
—Sí. No estaba. No obstante, le pedí las llaves a Reba y se las
entregué a Sanducci. Vigilará la vivienda durante su ronda.
—Buena idea.
—Otra cosa. Hablé otra vez con los vecinos. No la vieron ni la oyeron;
pero la vieja pareja del perro dice que les han robado. No lo
denunciaron porque les faltó solamente comida y una botella de
ginebra.
Alberg se echó a reír.
—Sí —dijo Sokolowski—, en el fondo me alegra que haya obtenido un
poco de ginebra.
A las seis en punto, Alberg dejó el motel. Hacía frío y viento; le entró
un temblor y se dio prisa en subir al coche alquilado. A la madurez,
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
149
se volvía débil; es que estaba acostumbrado a los suaves inviernos de
la costa Sunshine.
De camino a casa de sus suegros, se le ocurrió que tendría que llevar
algún regalo simbólico: flores, chocolate, algo. Y quizá también algo
para Maura.
Alguien había escrito un libro acerca de estas situaciones. Más de uno,
seguramente. Apostaba hasta el último dólar a que todos esos libros
referidos a las formalidades de un divorcio, todos esos libros que
jamás había visto, que jamás se había interesado en mirar en la
biblioteca de Cassandra, los habían escrito mujeres. Cuando
regresara, se los pediría. «¿Tienes algún libro que trate de las
relaciones rotas pero aún vigentes con parientes políticos?».
Se preguntó dónde estaría Zoe Strachan en aquel momento, vestida
con tejanos, botas y chaqueta de dril. Pensó que en verano usaría
gafas de sol.
¿Habría hombres en su vida? ¿Se habría casado alguna vez? En la
actualidad, no había señales de marido alguno. Tal vez, como él,
estuviera divorciada.
Alberg ya no encontraba doloroso reencontrarse con su ex mujer. En
realidad, le hacía cierta ilusión. Los encuentros le creaban confusión,
pero se trataba de una confusión leve, no desagradable, y al mismo
tiempo existían una gran familiaridad y un sentimiento de extrañeza.
La mezcla de familiaridad y extrañeza lo hacían sentirse tenso y
excitado, como si fuera a ocurrir algo fuera de lo normal.
Pasó por unas pequeñas galerías comerciales y descubrió una
floristería que todavía estaba abierta. Eligió algo llamado gloxínea
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
150
para los ancianos y decidió salir del local porque el aroma de las flores
le provocaba náuseas. Pensó en comprar algunos dulces para Maura.
Pero le vino una duda: ¿estaría a dieta? Por naturaleza, Maura era
delgada, y, según lo que él recordaba, nunca se había sometido a un
régimen de comidas; sin embargo, actualmente, todo el mundo seguía
alguno, y quizás ella también.
Se detuvo, con la condenada gloxínea en una mano, mientras
observaba con preocupación una violeta africana. ¿Qué hacer? Pensó
en comprarle una cometa, y la vio, en la cima de una colina, con el
viento levantándole la falda y el pelo, con la cometa que él le había
regalado. Volaba alto en el cielo, por encima de su cabeza, y ella reía.
Se detuvo de nuevo con la gloxínea en la mano y la mirada fija sobre
la violeta africana. Intentó recordar por qué se habían divorciado.
La puerta se abrió antes de que tocara el timbre. Allí estaban sus
hijas. Las dos. Tan pronto como las vio, sintió un insoportable dolor
en el corazón que supuso que era de alegría, porque no estaba triste,
al verlas de pie, frente a él. Sonreían y le tendían los brazos; de
repente lo abrazaron. Sintió los cabellos contra su mejilla; olían a algo
dulce y joven. Cerró los ojos y permitió que lo sostuvieran. Pensó que
sería feliz si pudiera permanecer así siempre, sin ver nada, protegido
por los brazos amorosos de sus hijas. Se dio cuenta de que por debajo
de los párpados cerrados asomaban algunas lágrimas. Controló el
llanto, ¿a quién le importa?, y las observó con una mirada segura: a
Diana y a Janey. Era el rehén de las chicas, ¿y qué? Entonces vio que
ellas también lloraban.
—Oh, querido, míranos —dijo Diana—. Dios mío, Janey, ha traído
plantas. ¿Son para nosotras?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Sabe que lo asesinaríamos —respondió Janey—. Serán para mamá
—y le envió una tierna sonrisa de aprobación.
—Una es para vuestra madre —aclaró Alberg—. Ésta —explicó
mientras alzaba la violeta—, la otra es para la abuela.
—¿No hay nada para nosotras? —preguntó Diana con resignación, y
le cogió las plantas.
Janey lo tomó de un brazo y lo hizo entrar.
—Mamá —entonó—, papá está aquí —y le sonrió de un modo que él
fue incapaz de descifrar.
Maura apareció al final del recibidor. De pronto, todo le resultó
familiar. Siempre que la veía le ocurría lo mismo, y siempre se
sorprendía. Aun cuando algo en ella hubiera cambiado —la forma de
vestirse, el peinado, el maquillaje—, lo percibía, pero en un segundo
sentía una intimidad con ella que nunca había vuelto a experimentar
con nadie. Verla lo hizo sonreír y, también, le produjo un dolor en los
huesos.
—Hola —le dijo.
—Hola, Karl. Adelante. ¿Quieres un café?
Lo condujo a la cocina. Detrás de él, las hijas danzaban y se movían
de un lado a otro.
Su suegra se hallaba junto a la mesa de la cocina con un vaso de café
entre las manos. Sobre la mesa, había una revista abierta, la anciana
llevaba las gafas de leer. No se las quitó; en consecuencia, Alberg
comprendió que no se pondría de pie para abrazarlo. Se acercó a ella
para besarla en las mejillas y saludarla.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Hola, Karl —dijo con esa voz límpida y melodiosa que a él tanto le
agradaba. Su piel estaba arrugada, siempre le había gustado el sol.
Alberg se separó de ella y se sentó.
—¿Cómo estás, Peggy?
—Dentro de lo que cabe, bien, Karl. ¿Y tú?
—Oh, luchando —dijo mientras miraba a Diana y a Janey—. Bueno,
luchando; tú me entiendes. O quizá no tanto.
—Mira, abuela —se excitó Diana el tiempo que colocaba la gloxínea
sobre la mesa— Te la trajo papá. Y ésta es para ti, mamá —y le ofreció
la violeta.
Cada una le dio las gracias, y Alberg le quitó importancia al hecho.
—Me alegro de verte, Karl —dijo Maura con una sonrisa que Alberg le
devolvió. Se aclaró la garganta, tamborileó sobre la mesa y, de
repente, de manera inexplicable, se le apareció la imagen de Zoe
Strachan en lo alto de las escaleras. Maura vestía un jersey gris y una
falda estrecha gris y roja, y calzaba zapatos con tacones altos. Por
supuesto, llevaría leotardos también. O medias. Sabía que era posible
que usara medias. Pero nunca jamás, pensó mientras la miraba con
afecto, usaría un liguero negro.
Entonces llegó a la cocina el padre de Maura. Alberg se puso de pie y
se estrecharon las manos.
—Papi —reclamó Diana—, fíjate en esto. El abuelo tiene la cintura más
pequeña que tú. Siempre pensé que los policías conservaban una
buena figura.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
153
—He dejado de fumar —explicó Alberg con voz débil.
—Eso está muy bien —señaló Arthur Lobb.
—Muy bien —confirmó Maura—. ¿Desde cuándo?
—Seis meses.
—Bien, lo peor ya ha pasado —dijo Arthur—. Al menos es lo que dicen.
—Diana fuma —denunció Janey—. Me gustaría que no lo hiciera.
—Cierra el pico, querida —masculló Diana.
—He oído que nos llevarías a cenar —Arthur cambió de tema.
—Sí —aceptó Alberg con entusiasmo—. ¿Adonde vamos?
—Me tomé la libertad de hacer las reservas —intervino Maura.
—¡Ah! —dijo Alberg.
—Espero que no te importe.
—No. Por supuesto que no —les sonrió levemente a todos, mientras
luchaba por recuperar el equilibrio frente a un repentino y poderoso
ataque de déja—vu.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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28
Había un bidé en el cuarto de baño.
Ramona no había visto un bidé desde que, allá por 1956, Antón y ella
realizaron su único viaje a Europa.
Permaneció en el baño y lo contempló. Decidió que cada vez que
perdiera la noción de espacio y tiempo y no supiera dónde estaba ni
qué hacía, le echaría una mirada a aquel bidé que cumpliría con la
función de devolverla a la realidad.
El bidé no era la única cosa graciosa del lugar, ni tampoco de su vida.
«Querida familia», escribió a lápiz sobre el papel rayado que había
traído de la casa de Marcia y Robbie. «Querida familia: Vivo en una
casita encantadora que está a las afueras de Sechelt. Está rodeada de
árboles que producen unos bellos y suaves sonidos siseantes.
También hay muchos pájaros: gorriones y estorninos, petirrojos y
gayos.»
Estaba sentada en la diminuta cocina, frente a una mesa redonda de
madera pintada de blanco, que tenía dos sólidas sillas iguales.
Las cortinas estaban corridas. Ramona había encontrado una caja de
chinchetas en un cajón y cubrió la ventana rota con un trozo de
cartón.
«Se trata de un lugar muy cómodo», escribió. «Aunque he de admitir
que un poco raro.»
La casa tenía una cocina, un cuarto de baño, una sala de estar y un
dormitorio.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
155
«El aparato de televisión está en el dormitorio», escribió Ramona a
sus hermanos y hermanas, «y tienen un vídeo y una enorme colección
de películas».
Casi lo primero que hizo fue conectar el aparato y poner una película.
Observó durante uno o dos minutos, y se hundió en la cama,
deslumbrada y boquiabierta. Por supuesto, había oído que existía esta
clase de películas. Por el momento, ya había visto veinticinco.
«Cuido de la casa», escribió, «y los propietarios me han provisto de
alimentos y de todas las cosas necesarias».
En la alacena había encontrado tarros con frutos secos, latas de
conservas, cajas de galletas, botes de melocotones. En el congelador,
diversas marcas de cerveza importada y muchas botellas de agua
mineral. En un mueble de la sala de estar, todo tipo de licores, además
de algunas botellas de vino.
Debajo del lavabo, en el cuarto de baño, había, para su felicidad, tres
paquetes de cuatro rollos de papel higiénico cada uno y varias cajas
de kleenex.
«Cuidar una casa es una tarea fácil y agradable», explicó Ramona a
su familia. «Me habría gustado haberlo descubierto antes.»
Cuando llegó, una fina película de polvo cubría todos los objetos. Era
obvio que la casa estaba deshabitada desde hacía meses. Ramona lo
limpió lo mejor posible, pero no empleó la aspiradora que encontró en
un armario, por temor al ruido.
«Resulta muy interesante vivir en casas ajenas», escribió. «Con la
televisión, el vídeo y la cantidad de libros que hay aquí, no existe la
posibilidad de que me aburra.»
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Cada uno de los libros que descansaban en la librería que había en la
sala de estar, cerca de la chimenea, versaban sobre sexo. Reconoció
uno o dos. Se asombró de que algunos hubieran sido publicados.
«Es una casa pequeña, muy confortable», les contó a sus hermanos
y hermanas. «Me parece que todo lo que hay aquí es muy caro.»
Por supuesto, no encendería la chimenea. Sin embargo, por suerte,
en el dormitorio había una estufa.
La cama de hierro era inmensa. Cuando por la noche se sumergió en
el lecho, Ramona se sintió como en una isla a la deriva en un mar de
ropa de cama. Por cierto, estaba abrigada y caliente; sentada, miraba
el televisor y bebía ginebra.
En la mesilla de noche encontró un objeto que, por fin, dedujo que
sería un..., bueno, ignoraba con exactitud el nombre. No obstante,
por la forma, se dio cuenta de para qué servía.
«Os escribo para que no os preocupéis por mí», continuó con la carta.
«Tal vez Horace o Martna os hayan llamado a alguno de vosotros para
deciros que he abandonado el hospital. Bueno, estas líneas son para
explicaros que me encuentro muy bien y que me divierto mucho.»
En el dormitorio halló también ropa interior femenina de encaje negro,
que es muy bonita para el que le guste. Sin embargo, a aquellas
prendas le faltaban trozos en los lugares más importantes.
«Me despido. Escribiré de nuevo cuando conozca mi próximo destino.»
Y lo más peculiar de las cosas peculiares de esta casa tan peculiar,
eran los trozos de cuerda —cuerda suave, pero cuerda al fin— que
estaban atados en las barras de las cuatro esquinas de la cama.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Ramona se había quedado de pie en el dormitorio y había mirado
aquellos trozos de cuerda, y había pensado y pensado, con el
entrecejo fruncido, mientras se mordía con suavidad la parte de
adentro del labio inferior...
Consideró la posibilidad de desatarlas, de librarse de ellas.
No obstante, decidió dejarlas donde estaban.
Dobló la carta con mucho cuidado y la depositó en el bolsillo de su
vestido, lista para despacharla cuando consiguiera un sobre y sellos.
Se levantó a revisar la alacena en busca de algo para cenar, cuando
oyó el motor de un coche.
Ramona corrió hacia la sala y descorrió la cortina sólo una esquina. El
ruido del coche se hacía cada vez más fuerte. Comprobó que se
trataba del automóvil de la señora Strachan que enfilaba con lentitud
por el camino en dirección a su casa. Se hallaba a diez metros y tres
ramas le permitían espiarlo. Estaba segura de que en el asiento de al
lado de la señora Strachan, que vivía sola, había un niño.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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29
Alberg se despertó en mitad de la noche. En las palmas de las manos
sentía la forma del culo de Zoe Strachan.
Se sentó en la cama y rememoró el sueño. Intentó describírselo a sí
mismo.
En el sueño, emergían de algún lugar: de un cuarto, de un
bosquecillo..., no sabía con exactitud de dónde. Estaba detrás de ella.
Juntos, miraban a otra persona, quizás a un grupo de personas. Salían
de la intimidad a un espacio público; sin embargo, era evidente que
se notaba la nueva intimidad que había entre ellos.
La tenía abrazada. Permanecía detrás de la mujer. Las manos
descansaban sobre sus caderas, y en un abrazo ligero, casual, las
manos la enlazaron por la cintura; y entonces vio en sueños —y sintió,
además— cómo sus manos se deslizaban y dibujaban la curva de las
nalgas de Zoe.
Se trataba de una caricia íntima, y ella la aceptaba. Y el hecho de que
él no le susurrara nada al oído, de que no le rozara el cuello o las
sienes con los labios; el hecho de que él tuviera la vista clavada en la
persona, objeto o situación que ambos observaban con la mayor
atención, representaba para Alberg el estímulo sexual más excitante.
Fue entonces cuando se despertó.
Le tocaba el culo. Y ella se lo permitía. Y él sabía que si la mirara de
frente, sus ojos brillarían y habría una sonrisa para él; abriría la boca
para recibir la lengua del hombre. Lo sabía. Lo había experimentado,
en sueños; y sabía, en sueños también, que de nuevo sentiría el
apetito lujurioso de Zoe Strachan.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Jesús! —murmuró Alberg en la cama, con un leve temblor en la voz.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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30
Un crisantemo amarillo, plantado en una maceta, descansaba sobre
el mostrador del área de las enfermeras del segundo piso; de él
colgaba una tarjeta roja cubierta de polvo que decía «¡Gracias!»,
atada a una varilla de metal clavada en la tierra.
—Se está marchitando —le informó Cassandra a la enfermera. Era la
hora de la comida del domingo.
Doris Moon la miró con esperanza.
—¿Le parece?
—¿Mi madre está todavía en su cuarto?
La enfermera asintió.
—No molesta. Por lo menos, a mí.
La madre de Cassandra era la única ocupante de un cuarto de cuatro
camas. Yacía apoyada sobre dos almohadas, y la cama estaba un poco
levantada, de modo que pudiera mirar por la ventana el campo que
se deslizaba hacia un huerto que en verano se cubría de rosales
trepadores. Los senderos que ondulaban con gracia por la campiña
estaban vacíos y brillaban con la lluvia. Si hacía buen tiempo, las sillas
de ruedas deambulaban de acá para allá empujadas por las
enfermeras, y los enfermos que caminaban, trotaban más bien, de
macizo de flores en macizo de flores.
—Me dijeron que derribarán todo eso que está ahí abajo —dijo la
señora Mitchell, mientras miraba por la ventana el huerto—. Y que
eliminarán los jardines y construirán un edificio para cuidados
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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intensivos. ¿Es verdad? —Volvió la cabeza y descubrió a Cassandra de
pie a su lado. Arrugó el rostro y comenzó a llorar. Cassandra la abrazó
al instante.
—Mamá, ¿qué ocurre?
—Nadie me dijo que vendrías —se lamentó la anciana—. Tampoco tú
me avisaste.
—No sabía si me permitirían comer contigo. Su madre se apartó y
buscó la caja de papel tisú en la mesa que estaba junto a la cama.
—Me tendrías que haber consultado —afirmó.
—Está bien, mamá. ¿Puedo comer contigo?
La anciana se sonó la nariz con un puñado de pañuelos de papel.
—Tal vez logremos que nos sirvan la comida en el solarium —sugirió
Cassandra.
La señora Mitchell lanzó un sonido burlón.
—¿Llamas solárium a eso? —Arrojó los pañuelos en una papelera de
metal.
Cassandra se sentó en una silla próxima a la cama. Su madre no
llevaba las gafas de leer y su rostro se veía desprotegido y vulnerable.
Sin embargo, la piel, aunque arrugada, relucía, y el cabello gris era
suave y brillante. —Se te ve muy bien —dijo Cassandra—. ¿Cuándo
te darán el alta?
—Alex me lo dirá hoy.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Cassandra apartó un mechón de pelo de la mejilla de su madre. La
señora Mitchell retrocedió y levantó una mano como para defenderse.
Se miraron a los ojos. La señora Mitchell bajó la mano.
—Cuando era pequeña —recordó Cassandra—, acostumbrabas a
lavarme el cabello en el lavabo, y después me lo aclarabas. Más tarde,
llenabas de nuevo el lavabo con agua fría, añadías unas gotas de
vinagre, y volvías a aclarármelo.
—Me acuerdo perfectamente.
—Decías que de ese modo se eliminaba todo resto de jabón, y mi pelo
quedaba muy brillante.
—Me acuerdo a la perfección.
—Siempre me he preguntado que ¿por qué con agua fría?
—No tenía por qué ser agua fría. —La señora Mitchell apartó las
mantas—. Pero tampoco agua caliente. —Las piernas le colgaban por
un lado de la cama—. Siempre tuvimos que contar los peniques.
Vamos, dame la bata. Vamos, si es que hemos de hacerlo.
El solarium tenía muchas ventanas, amplias y espléndidas, pero todo
lo que se alcanzaba a ver era una lluvia pesada y densa. Parecía capaz
de confundir a cualquiera que se animara a caminar a través de ella,
de envolverlo en sus ráfagas espesas y mojadas.
El tragaluz dejaba pasar una masa densa y gris de algo que pretendía
ser luz.
En un rincón estaba sentado un hombre anciano, delgado y
apergaminado. Vestía pantalones marrones que formaban como unas
bolsas a la altura de las rodillas, y una camisa blanca con el faldón
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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descosido; ambas prendas resultaban demasiado grandes para él.
También llevaba calcetines marrones y un par de gastadas pantuflas
de piel. Se sostenía los pantalones por medio de unos tirantes rojos.
Estaba sentado con las rodillas separadas y una caña entre las manos,
inclinado hacia adelante, hacia la caña, y con la vista fija en el suelo.
No se movió cuando Cassandra y su madre entraron en el recinto.
En otra esquina, una mujer joven y delgada que vestía un albornoz
azul sobre la bata del hospital compartía un sofá con un individuo que
Cassandra dedujo que sería el marido. Él la tenía cogida de las manos
y le hablaba con afecto. La mujer escuchaba con atención; cada tanto,
asentía.
Había un televisor cerca del anciano. Estaba sintonizado en un
programa sobre jardinería que transmitían desde Victoria, pero no
emitía ningún sonido.
La señora Mitchell se alejó de Cassandra y se encaminó hacia una
planta que estaba en una maceta de plástico cerca de las ventanas.
Llegó hasta ella e introdujo un dedo en la tierra.
—Observa esto —advirtió a Cassandra cuando estuvieron juntas.
Frotó la tierra entre los dedos—. Completamente seca. —Miró a su
alrededor en busca de apoyo, pero nadie le prestaba atención—. No
traje las gafas —dijo mientras intentaba revisar las hojas de la
planta—. ¿Ves polvo? —Oh, sí —confirmó Cassandra.
—Llaman solárium a este condenado lugar —exclamó la señora
Mitchell con violencia—. No entra el sol, hay nada más que una planta
desgraciada, y nadie la cuida. —Sacudió la cabeza. Tenía los ojos
anegados en lágrimas.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—¿Quién va a comer? —preguntó una voz desde la entrada. —
Nosotras —dijo Cassandra con gratitud—. Mi madre y yo. —Traigo
café y bocadillos para las visitas —dijo la enfermera, que empujaba
un carrito—. No permitiremos que regresen a casa con hambre.
El anciano alzó la cabeza. —¿Cuándo vendrán a buscarme?
—Depende del médico, señor Simpson —le contestó la enfermera—.
Confío en que no tarde mucho tiempo. —Retiró una bandeja de un
estante pegado a la pared y se la puso delante—. Mientras tanto,
coma.
—No soporto esta situación —susurró la señora Mitchell al oído de su
hija—. Regresemos a mi cuarto.
—Comamos primero, mamá —musitó Cassandra—. Se ha molestado
en traerlo todo aquí. Comamos y después volveremos a tu cuarto. —
Llevó a su madre con suavidad hasta el sofá y se sentó junto a ella.
El señor Simpson miraba la comida que le habían servido con una
extraña expresión de asombro, como si fuera incapaz de imaginar
para qué serviría aquello que tenía ante los ojos.
—Vamos —dijo la enfermera—, coma.
—Esperaré a mi hermano —explicó el señor Simpson—. Le dije que lo
aguardaría aquí.
La señora Mitchell se puso de pie.
—Me vuelvo a mi cuarto —expresó, y Cassandra se dio prisa para
seguirla—. En este lugar no se disfruta de un momento de paz —
exclamó enfadada—, a menos que te quedes en tu cuarto, en tu cama.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Casi corría cuando atravesó el vestíbulo, pasó el área de las
enfermeras y se metió en su habitación.
—¡Aquí están! —canturreó Alex Gillingham—. Pensé que se habían
fugado. —Se inclinó hacia ellas—. ¿Se enteraron de lo de Ramona?
Helen Mitchell lo miró y se echó a llorar otra vez.
—Mamá —suplicó Cassandra, sin fuerzas y exasperada.
El doctor Gillingham rodeó con sus brazos el cuerpo frágil de la madre
de Cassandra.
—Todo está en orden, todo está bajo control —dijo mientras le lanzaba
una mirada tranquilizadora a Cassandra—. Mañana se irá a casa,
Helen. Esto resulta demasiado deprimente.
De repente, Cassandra se sintió exhausta. Se dejó caer sobre una
silla.
La señora Mitchell mantuvo los labios apretados; se envolvió más en
su bata y se introdujo en la cama.
—Todo lo que necesita es descansar —explicó el doctor—. Y aquí le
resultará imposible.
—¿Qué demonios le ocurre ahora? —preguntó la Señora Mitchell con
voz acusadora—. Está cojeando.
—Me caí en una montaña el pasado fin de semana —narró Gillingham
con orgullo—. Nada serio.
—El otro día vi a Marjorie —dijo la señora Mitchell—. Levántame un
poco más la cama, ¿quieres, Cassandra? Estaba bien. En realidad,
muy bien.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Me alegro —expresó Gillingham con indulgencia—. Me alegro de
oírlo. Siento un gran afecto por Marjorie.
—Se tinó el pelo.
Él la miró con asombro.
—¿Quién, Marjorie?
—Está rubia.
—¿Marjorie?
—Le sienta muy bien.
—¿De rubia?
—Marjorie es una mujer agradable. Siempre me ha gustado.
—¿Está bien así, mamá? —preguntó Cassandra—. ¿O más alta?
—Así. Gracias, Cassandra.
—No logro imaginarme rubia a Marjorie —dijo Gillingham con el
entrecejo fruncido—. Sólo soy capaz de pensar en Jean Harlow.
—Está igual que siempre —explicó la anciana—. Sólo que rubia. Y ha
perdido alrededor de doce kilos.
—¡No me diga!
—También oí que tenía un compañero.
—¡Santo Dios! —Gillingham cojeó hasta la puerta—. Ya tengo
bastante. No me cuente nada más.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Usted sabe, Alex, que jamás encontrará una mujer como Marjorie
en la cima de ninguna montaña.
—No creo que realice semejante esfuerzo para eso, mamá —señaló
Cassandra. Lanzó una mirada furtiva hacia el reloj.
—No tiene sentido que un hombre de su edad pierda el tiempo de esa
manera. Lo que está haciendo es mutilarse —expuso la señora Mitchell
con retintín—. O peor aun, suicidarse.
—Adentro hay tantos peligros como afuera, Helen —aclaró Gillingham
apoyado contra el marco de la puerta—. Usted sabe que realizo
algunos trabajos para la Montada; bueno, el otro día recibí una
llamada. Un tipo se cayó por las escaleras. Quedó hecho polvo.
Helen Mitchell lo miró atónita.
—¿Quién? No he oído ni una palabra al respecto. ¿De quién se trata?
—¿Conoce a la señora Strachan? Su hermano. Fue a visitarla desde el
Vancouver Oriental. —Efectuó un movimiento de planeo con una
mano—. Voló por las escaleras; se rompió la cabeza.
—¡Pobre mujer! —dijo la señora Mitchell con compasión—. ¡Qué
terrible para ella!
—De hecho —dijo Gillingham—, me parece que le importa un comino.
Ni un comino. Decididamente, no había afecto fraternal. —Miró a
Cassandra—. Creo que Karl también lo ha notado —dijo, y el corazón
de Cassandra se sobresaltó ligeramente.
Ambos la observaban; su madre desde la cama, Alex Gillingham desde
la puerta. Cassandra, sentada, se sentía como sobrada de peso y
desaliñada. Temía ruborizarse.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Lo había olvidado, mamá —estalló—. Karl te envía recuerdos.
—¿Qué Karl? —preguntó la madre con frialdad.
—Karl Alberg, Helen —especificó Gillingham con una sonrisa.
—Ah, sí —dijo la anciana con vaguedad—. El policía.
—Bueno, ahora no quiero que permanezca sola —explicó el doctor—.
¿Se quedará con Cassandra durante unos días? Digamos, ¿hasta el fin
de semana?
—Estoy segura de que no habrá inconveniente, Alex —afirmó la
señora Mitchell—. Mi hija lleva una vida muy atareada. —Miró a
Cassandra con actitud valorativa—. Demasiado ocupada para su bien.
Me preocupas, Cassandra, de verdad. Has regresado de Londres
hace... ¿una semana? ¿Dos semanas? Y ahora viajas de nuevo. Se
marcha a Victoria —le confesó con voz cansada al doctor Gillingham—
. Me resulta imposible retenerla a mi lado.
Cassandra suspiró, se colgó el bolso del hombro y se puso de pie.
«Mierda», pensó.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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31
El lunes por la mañana, Alberg se anudó la corbata en el motel de
Calgary y observó su escaso cabello con aire deprimido. El pelo rubio
tenía sus ventajas; al menos, no se notaban las canas. Sin embargo,
en poco tiempo no le quedaría cabello de ningún color en la parte
superior de la cabeza.
En julio cumpliría cincuenta años. El estómago le hacía un ruido raro
cada vez que se acordaba.
A pesar de todo, sabía que muchas mujeres preferían a los hombres
que habían alcanzado un cierto nivel de madurez.
Tenía que perder peso. Cinco kilos más o menos. Tal vez, siete. «Ya
no nay músculos», se dijo, dándose un golpe casual en el diafragma.
Siempre se había enorgullecido de su habilidad para endurecer el
estómago. Ahora era un gordo, un cerdo inmundo. Por supuesto, no
era cierto, reflexionó mientras se contemplaba en el espejo. Allí había
músculos. Seguro que había.
Un individuo como Sanducci, rodeado por muchachas de toda la
península..., no estaba mal, le parecía correcto; sin embargo, qué
podía ofrecer a una mujer de verdad, adulta... Seducción, atractivo
físico, seguro; pero también falta de experiencia.
Derramó en sus manos algo que se llamaba Espuma Fijadora Europea
y se la pasó por el pelo. Se peinó y se acomodó el cabello con los
dedos hasta que el producto actuó. Tenía una mancha húmeda en la
parte superior de la cabeza. «Se secará», se dijo, «antes de que me
vaya». Se dio cuenta de que no se sentía demasiado ilusionado con la
ceremonia de la tarde, y se entristeció.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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El día anterior había disfrutado con sus hijas, pero también se había
sentido solo y resentido. ¿Quién diablos sabía cuándo las vería otra
vez?
¿Por qué no habían terminado todos en el Canadá Central, donde
vivían sus padres, en lugar de caer aquí, en la zona
oriental, cerca de Maura? No era bueno para Diana y para Janey estar
alejadas de la influencia de los otros abuelos, unas personas tan
dignas, que veían las cosas con claridad, como en realidad eran y no
como querrían que fueran. Sus hijas habían crecido allí y se sentían
orientales sólo por haber nacido en el lugar, a pesar de que tenían
infinidad de parientes en Ontario, a pesar de que su propio padre
había nacido lejos.
Se lavó las manos, se las secó, se puso la chaqueta.
En un día tan especial, pensó que nadie faltaría. Tendrían que estar
los cuatro abuelos, no la mitad. No obstante, su padre no se
encontraba bien, y su madre no viajaría sin su marido.
Alberg llamó de nuevo a Sechelt.
—No ha aparecido todavía —dijo Sokolowski—. Hemos vuelto a revisar
la casa. No hay rastro de esa vieja.
—¡Maldición! —exclamó Alberg—, mejor sería dar otra batida por el
área, Sid. Tal vez salió a caminar, se cayó, y se rompió la cadera o
algo parecido.
—De acuerdo. Así lo haré.
—¿Alguna novedad de Gillingham?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
171
—No. ¿Por qué?
—Se ha empecinado con el asunto Strachan.
—¿Qué quiere decir?
—¡Diablos! nada. Hay una herida y un hematoma. A Gillingham se le
ha metido entre ceja y ceja que quizá no se trate de un accidente.
—¿Sí? —titubeó Sokolowski—. Bueno, usted sabe que ese doctor no
me cae bien, mayor. Pero he de admitir que conoce su oficio.
—Es bueno, sí. Pero en este caso, se le llenó de mierda el cerebro.
—Regresará esta tarde, ¿no?
—Cuando llegue a Sechelt ya será de noche.
—Si Gillingham trae hoy el certificado, lo dejaré sobre su escritorio.
—Muy bien. Gracias, Sid.
Alberg se abotonó la chaqueta, se miró en el espejo y se la
desabotonó. Se volvió a derecha e izquierda, hundió las manos con
aire distraído en los bolsillos, las sacó, y volvió a abotonarse la
chaqueta; se enderezó y se estudió un poco más. «A la mierda con
esto», decidió por último, y desabrochó los botones. Se palpó los
bolsillos para ver si llevaba la cartera y recogió las llaves del coche y
del cuarto que estaban encima de la cómoda.
Después, tomó del escritorio dos cajitas envueltas para regalo, y las
guardó con cuidado en uno de los bolsillos de la chaqueta.
Estaba listo para salir.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
172
Aquel día, cientos y cientos de estudiantes se graduaban en la
Universidad de Calgary. Cientos y cientos de coches, según le pareció
a Alberg, trataban en vano de aparcar cerca del campus. Maura y sus
padres decidieron coger un taxi y se habían ofrecido para llevarlo. Él
declinó el ofrecimiento y ahora se arrepentía.
Hacía frío y el día era gris, pero, al menos, y gracias a Dios, no nevaba.
Confiaba en que las togas de graduación abrigaran a sus hijas cuando
marcharan en procesión en dirección al gimnasio.
Maura se las ingenió para verlo entre la multitud y lo llamó y le gritó
hasta que él la descubrió. Se había hecho a la idea de poder deslizarse
sin ser observado y enterrarse entre la muchedumbre, pero cuando la
vio se puso contento. Ella lo condujo hasta un asiento cerca del
edificio.
—Tendríamos que haber llegado hace una hora —gritó—. No supuse
en ningún momento que la gente vendría tan temprano.
Cuando, por fin, dio comienzo la ceremonia, Alberg se dio cuenta de
que, desde el punto de vista acústico, el lugar era un desastre.
Resultaba imposible oír nada de lo que decían en el escenario que
estaba más abajo. De tanto en tanto, se levantaban unas risas de
aprobación en aparente respuesta a las agudezas pronunciadas por
algunos miembros honorarios, por el presidente de la Universidad, y
Dios sabe por quién más.
Alberg se había perdido su propia graduación porque prefirió visitar a
sus padres antes de presentarse en el centro de entrenamiento de la
R.C.M.P. en Regina. Por consiguiente, había imaginado que se
emocionaría en la graduación de sus hijas, que lucharía para que las
lágrimas no afloraran a sus ojos, que abrazaría a Maura para
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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consolarla mientras ésta lloraba a moco tendido. Se sentía
desazonado porque Maura estaba tranquila, con los ojos secos, y él
mismo no sentía nada, excepto una gran irritación porque no
escuchaba los nombres de los estudiantes que llamaban.
La mente volaba por allí. Hacia Cassandra. Hacia Benjamin Strachan.
Hacia Zoe. Se preguntó de qué viviría. Quizás Isabella tenía razón. Tal
vez fuera modelo.
Cuando finalizó la ceremonia, Maura y sus padres se adelantaron en
un taxi hasta el restaurante donde comerían y le entregarían los
regalos de graduación a Janey y a Diana. Alberg prefirió esperar a que
sus hijas se quitaran las togas y llevarlas en el coche alquilado.
Estacionó al pie de la escalera que conducía al gimnasio. La gente
continuaba saliendo del edificio, a su alrededor los estudiantes
graduados recibían abrazos, llantos y sonrisas, y posaban para
fotografiarse. Alberg se había olvidado de traer la cámara.
Aguardó con impaciencia, mientras temblaba en su chaqueta
demasiado ligera, y se preguntó qué demonios las retenía adentro;
después de todo, él tenía que tomar un avión. Miró la hora, alzó la
vista otra vez... Allí estaban, a pocos metros, de pie sobre la escalera.
No se movían y observaban a la multitud que se hallaba más abajo;
la gente las esquivaba, pero a nadie le molestaba.
Janey estaba detrás de Diana, un escalón más arriba, y los dedos de
su mano derecha descansaban con delicadeza sobre el hombro de su
hermana. Llevaban las togas y los birretes, y mantenían una
expresión de extrema seriedad en el rostro. Lo buscaban entre el
tropel de padres; le asombró comprobar cuan bellas eran.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
174
Sabía que vivía uno de aquellos momentos que perduraría para
siempre en su memoria; pensó que era mucho mejor que una
fotografía.
Cuando lo vieron, se pusieron radiantes; él les tendió los brazos y
ellas corrieron, lo abrazaron, y se ofrecieron para trabajar el verano
en Sechelt.
Más tarde, con cierta melancolía, condujo el coche alquilado rumbo al
aeropuerto. Estaba de pie en el sector de Air Canadá cuando sintió
una mano sobre el brazo.
—¡Maura! —dijo, encantado.
—Decidí venir a despedirte —explicó su ex mujer. Vestía un abrigo
largo de color gris y llevaba una bufanda roja alrededor del cuello. Las
botas eran negras, al igual que el bolso que colgaba de su hombro—.
Las chicas también querían venir, pero no se lo permití.
Alberg se acercó al mostrador y mostró el billete. Despachó la bolsa,
aunque era tan pequeña que podría haberla colocado debajo del
asiento, y cogió la tarjeta de embarque.
—Tenemos tiempo para un café —aseguró, y tomó a Maura de un
brazo. Subieron hasta la cafetería.
—¿Así que les darás trabajo a nuestras hijas el verano próximo? —
preguntó Maura una vez que se sentaron.
—Sí —sonrió Alberg—. No tengo ni idea de qué les haré hacer. Ya
pensaré en algo.
Maura tenía los ojos oscuros y una complexión fuerte. Llevaba el pelo
corto y lacio. Era alta y esbelta. Alberg la contempló con afecto.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
175
—Son buenas chicas, ¿verdad?
—Sí, Karl. Lo son.
Janey, vivo retrato de su madre, había viajado durante un año
después de graduarse en la escuela superior. Un año que Alberg jamás
olvidaría. Había permanecido en constante comunicación con Maura
solo por saber dónde estaba Janey, qué hacía, en qué problemas se
había metido. No se metió en ninguno. Al menos, en ninguno del que
Alberg hubiera tenido noticias.
Diana, que era parecida a Dorothea, la tía de Alberg, era dos años
menor que su hermana. Se había saltado un año de la escuela
elemental y había pasado de la escuela superior a la Universidad. Por
esa razón habían cursado juntas la carrera universitaria.
—Tus regalos les encantaron —señaló Maura. Les había comprado
joyas de plata. Un medallón para Janey y una pulsera para Diana,
creados por un orfebre indio de la Costa Oriental.
—¿Sí? ¿De verdad? —Aunque por la reacción de las muchachas él ya
había adivinado que los regalos les habían gustado.
—¿Qué harán ahora, hasta que llegue el verano? —le preguntó a la
madre.
—Regresarán conmigo. Diana sostiene que será mi casera. Janey me
ayudará en la tienda algunas semanas. —Maura tenía una tienda de
ropa de mujer en Kamloops, una pequeña ciudad situada en el interior
de la Columbia Británica—. Después se marchará a California con un
amigo.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—¿Qué? —se asombró Alberg—. ¿Qué amigo? ¿Por qué no me han
dicho nada?
—Te lo estoy diciendo yo ahora. Y estoy segura de que a Janey la hará
muy feliz contarte lo que a mí se me olvide. —¿Un amigo de qué clase?
—Si lo que deseas saber es si se trata de un novio, te informo que no.
—Menos mal —suspiró Alberg, y se relajó un poco.
—¿Cómo van tus cosas, Karl?
Abrió la boca para pronunciar algunas palabras cariñosas,
tranquilizadoras y al mismo tiempo impersonales, y descubrió que no
podía.
El rostro de Maura reflejaba la serenidad que siempre le había
desarmado. Esa serenidad era algo tan personal, tan propio, tan
precioso, que no se podía compartir: una fuerza interna, un sentido
de la seguridad que él siempre le había envidiado con toda su alma.
A menudo pensaba que su matrimonio había sido sacrificado a la
serenidad de Maura; que cuando se presentaron los conflictos, para
Maura la tranquilidad había sido más importante que él.
Observó que lo miraba con franqueza y con un gran afecto.
—Bueno. Veamos —suspiró—. Por supuesto, me gusta el trabajo. Me
gusta Sechelt. Y me gusta la gente que me rodea. Tengo un par de
gatos. Y a veces —añadió con cierto coraje—me siento algo solo.
—Pensé que tenías una relación estable —murmuró Maura—con una
bibliotecaria. ¿Has terminado con ella?
Alberg se sintió aturdido.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—¿Terminado? No, no hemos terminado. —Sobre una pantalla, en
alguna parte de su mente, relampagueó el rostro de Zoe Strachan,
pensativo y luminoso. Abrió la boca para decir algo que borrara la
imagen de la mujer y la reemplazara por la de Cassandra. Sólo
necesitaba un minuto, sólo un minuto para hallar las palabras
adecuadas...
—Bueno —señaló su ex mujer con suavidad—, de todas maneras,
Karl, quería que supieras... que volveré a casarme.
La miró de un modo impertinente. Las manos le temblaron de una
forma alarmante y derramó la taza de café sobre el mantel. Retrocedió
para evitar que el brebaje le manchara los pantalones.
—¡Mierda! —Miró a Maura con un gesto de angustia—. ¡Oh, me parece
bien! —Apartó la silla de la mesa y se puso de pie—. Me parece
espléndido, Maura.
La mujer se sacudió las gotas de café de la parte de delante de su
abrigo gris y lo abrazó con firmeza.
—Me alegro por ti.
—Lo sé, Karl. Lo sé.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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32
En el avión, Alberg reflexionó, se agitó, se preocupó. ¿Quién era el
hijo de puta con el que pensaba casarse? ¡Casarse! Se estremeció.
¿Cómo había llegado hasta ese punto?
Mientras conducía desde el aeropuerto de Vancouver hasta Gibsons,
se lamentó, se quejó y se apenó. En el ferry se sentía incapaz de salir
del coche; estaba sin fuerzas de puro abatimiento. Se negó a recordar
el nombre del sujeto. Maura le había dicho que era un contable.
También divorciado. Sin hijos. «Jesús!», pensó Alberg. El contable
podría haber tenido niños y Maura se convertiría en la madrastra de
cualquiera y Janey y Diana podrían tener hermanastros y
hermanastras. Alberg estaba azorado.
En el transcurso de la noche, se entristecía, se descorazonaba,
desfallecía de melancolía. Veía a Maura en su mente con una sombra
encima de los hombros. Al principio, la sombra era alta, grande,
siniestra. Sin piedad. Alberg la redujo de tamaño. Aún permanecía
allí, menos dominante, pero terca como una mula, encima del hombro
de Maura. Alberg casi oía cómo la acariciaba y la baboseaba, cómo se
negaba a dejarla, colgada del cuello de la mujer. ¡Jesús! Se indignó.
El amanecer del martes lo halló sentado en la cama, loco como una
cabra, a la espera de que fuera una hora razonable para llamar a
Calgary. ¿Qué pensaba ella que estaba haciendo al casarse? Le
gustaría saber qué pensaban las chicas sobre ese asunto.
Cuando se hizo más tarde para llamar a Calgary, decidió telefonear a
Cassandra. Necesitaba compasión, amabilidad, ternura. Por supuesto,
para conseguirlas tendría que decir que las necesitaba; y, en última
instancia, Cassandra no leía en la mente de los demás. Le preguntaría
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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qué le pasaba y él ignoraba cómo reaccionaría al saber que sufría
porque su ex mujer se casaba de nuevo.
Al final, se limitó a mantener con ella una conversación formal porque
la madre de Cassandra había salido del hospital y estaba viviendo en
casa de su hija. Percibió en la voz de Cassandra que le rechinaban los
dientes, al menos de manera figurada, y, seguramente, también en
realidad. Alberg exhaló un suspiro y sugirió que podrían comer juntos.
Ella, por supuesto, debía estar en casa para dar de comer a la anciana.
Involuntariamente, sí, pero no podían ayudarse: Alberg con sus
preocupaciones, Cassandra con las suyas. Cuando colgó el teléfono,
se sintió triste y abatido.
En el destacamento, las cosas no funcionaron mucho mejor. Isabella
le informó que una prima de la mujer de Sid Sokolowski, cuyo nombre
era Ludmilla, se había ofrecido a limpiarle la casa. Alberg no deseaba
contratar a una pariente de Sid Sokolowski como mujer de la limpieza.
Pero allí estaba la mujer, en persona, esperándolo; por lo tanto, la
recibió. Se trataba de una mujer joven, fuerte, fornida e inteligente,
con enormes manos rojas y una mata de tupido pelo de color amarillo.
Cuando la vio, se acobardó. Esbozó una débil sonrisa, le hizo unas
pocas preguntas, oyó las respuestas y con cortesía la rechazó. Sólo
Dios sabía qué razón le daría a Sid por no haberla contratado, pero
no deseaba hacerlo y eso era todo. «Creo que no cogeré a nadie»,
pensó, y lo dijo en voz alta, a solas en la oficina, mientras miraba el
teléfono e imaginaba la conversación que mantendría con Janey y
Diana más tarde.
Porque tenía que hablar con ellas. Estaba casi seguro de que ya sabían
lo de Maura y el contable, y él le había hecho saber a Maura que se
alegraba, que le parecía muy bien y toda esa mierda. Tal vez sus hijas
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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se compadecieran de él. Necesitaba cariño, simpatía por parte de
alguien.
Sonó el teléfono; era Gillingham.
—Está bien, está bien. Estoy preparando a ese individuo Strachan
para el entierro —informó Gillingham.
—Bueno —aceptó Alberg—. Ya era hora.
—Es increíble; esa mujer no tiene teléfono. Tengo mejores cosas que
hacer que rodar por la ciudad entregando cadáveres. ¿Por qué no
envía a uno de sus hombres a su casa? Dígale que puede recogerlo
cuando se le ocurra.
—Me alegro de que haya cambiado de idea —comentó Alberg.
—No he cambiado de idea. No me gusta la herida de la cabeza. No me
gusta el hematoma en la tripa. No me gusta su condenada hermana,
que dijo que estaba borracho como una cuba, y no es verdad —
suspiró—. Sin embargo, la herida no le provocó la muerte. Lo mató la
caída por la escalera.
—Quizá...
—Sí, sí, sí. Tiene razón. Quizá se lastimó la cabeza al caer. Le debo
una disculpa. Creo que he estado perdiendo el tiempo.
—A todos nos ocurre alguna vez —dijo Alberg.
Colgó el teléfono y se estiró. Colocó las manos detrás de la cabeza y
miró el cielo raso.
—Lo haré yo mismo —murmuró—. No tardaré mucho.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Le informó a Isabella adonde iba, y se encaminó a ver a Zoe Strachan.
Pocos minutos más tarde, se detuvo frente a la casa, caminó hacia las
pesadas puertas dobles y tocó el timbre. Oyó un eco desmayado a
través de la casa. Se limpió los pies en el felpudo —primero uno,
después el otro—, y se frotó los zapatos en los pantalones.
Había comenzado a llover de manera muy tenue. Alberg oyó las gotas
de lluvia que se escurrían entre las ramas de los madroños, salpicando
el alero que estaba encima de la puerta. Pero la lluvia caía con
lentitud, con somnolencia. Sopló una ráfaga de viento que hizo gemir
a los madroños. Tocó de nuevo el timbre. En apariencia no había
nadie.
Acercó la oreja a la puerta y no oyó nada. Volvió a tocar el timbre sólo
para provocar algún ruido en la vivienda.
Alberg se metió las manos en los bolsillos y miró la propiedad de Zoe
Strachan. Después de un rato, decidió dar una vuelta a su alrededor.
Había dos ventanas en la pared lateral que daba al sureste, hacia la
parte más oriental de las islas Trail, más allá de Mission Point. Alberg
miró por ellas mientras caminaba lenta y pesadamente sobre un
césped resbaladizo a causa de una lluvia que cada vez se hacía más
intensa. Cuando llegó a la esquina, se acabó el césped; comenzaba el
patio. Trozos de piedra plana y rugosa colocados uno junto al otro y
unidos con cemento. En el fondo del patio había un montón confuso
de piedras enormes. Detrás de ellas, Alberg vio el mar alborotado y
las islas Trail.
En ese momento, llovía fuerte, el océano se encrespaba, y Alberg
cruzó el patio deprisa con los hombros encogidos y el cuello de la
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
182
chaqueta levantado. De todas maneras, no logró ver mucho a pesar
de que este lado de la casa era casi todo de
cristal. Unas persianas venecianas la defendían de las miradas
curiosas. Aunque no intentó abrirlas, estaba seguro de que las puertas
estaban cerradas. Pero, ;por qué habría de abrirlas? No tenía derecho
a andar husmeando en la casa de Zoe Strachan.
Entonces, sin motivo aparente, se detuvo y regresó a la parte
posterior. Mientras el viento lo empujaba por la espalda y la lluvia le
empapaba el pelo, observó que las cortinas que se hallaban junto a
las puertas se movían levemente.
El espacio entre dos estrechas franjas horizontales se ampliaba, se
ampliaba. A Alberg le pareció ver una cara. La cortina volvió con
lentitud a su posición original. Alberg aguardó, curioso e incrédulo; y
apareció otra vez: un rostro pálido, pequeño y joven, con unos ojos
enormes. Sin duda, no se trataba de la cara de Zoe Strachan. Alberg
no se movió; sin embargo, sonrió, levantó una mano y con lentitud
saludó al pequeño rostro; trató por todos los medios de que en su
sonrisa, en su saludo, se manifestaran sus sentimientos más cálidos,
más tranquilizantes, menos amenazadores. El rostro continuaba
mirándolo. Entonces, Alberg oyó un coche que se acercaba por el
sendero de grava. La cortina se cerró y el rostro desapareció.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Zoe Strachan puso los intermitentes y abandonó el camino para entrar
en el sendero; lo recorrió con lentitud a lo largo del promontorio.
Pensaba en el chico, ¿habría permanecido en la casa tal como le había
ordenado?
Por el amor de Dios, ¿adonde iría?
Tal vez se le hubiera metido en la cabeza hacer autostop hasta el
ferry. Pero no tenía nada de dinero.
Quizás hubiera hecho autostop hasta Sechelt para llamar por teléfono
a algún amigo. Era probable que tuviera uno o dos amigos.
Todas estas cosas le habían mantenido la mente ocupada mientras
realizaba la compra, y estaba impaciente por entrar y comprobar que
el chico no se había movido de allí.
Vio un coche blanco aparcado cerca de su puerta y al sargento mayor
de pie en los escalones de la entrada principal. Abrió la puerta del
garaje con el dispositivo automático y guardó el coche. Salió con el
bolso y los paquetes de la compra, antes de que la puerta descendiera.
—¿Qué quiere? —preguntó—. ¿Qué hace aquí?
—¿Podemos entrar? —Alberg encogió los hombros.
Se trataba de un hombre corpulento, como a ella le gustaban, pero
un poco flojo en la zona de la cintura. No conducía un coche de policía,
no llevaba uniforme..., no se adaptaba a la idea que Zoe tenía de lo
que era un policía. Era un hipócrita, eso es lo que era. La gente tendría
que ser lo que aparenta y no pretender parecer otra cosa.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Me gustaría guarecerme de la lluvia —dijo el hombre.
—Lo hará si se mete en su coche y se va por donde vino.
Alberg le sonrió. Ella observó cómo las gotas de lluvia le chorreaban
por la cara y percibió que él deseaba tocarla.
i—Tengo que hablar con usted, señora Strachan. ¿Me permite pasar?
«Estos días, hay mucha gente y muy desagradable, que ha decidido
complicarme la vida», pensó Zoe con disgusto. Caminó bajo la lluvia
hasta la puerta y la abrió. —Adelante.
Alberg traspasó el umbral y permaneció en el pequeño recibidor
embaldosado en el que sólo había un paraguas apoyado en un rincón
y una mesa plegable contra una pared.
Zoe Strachan dejó el bolso y las bolsas de plástico de la compra sobre
la mesa, abrió un armario y colgó la gabardina. Al mismo tiempo que
volvía el rostro hacia él, deslizó las manos sobre sus caderas para
alisarse la falda negra. Repitió el gesto. No se trataba de una actitud
seductora; él pensó que lo hacía de forma mecánica; se la veía
demasiado preocupada. Alberg oyó el susurro de las manos sobre la
tela de la falda y observó otra vez el extraño vacío en sus ojos. Se
preguntó si, al hacer el amor, Zoe pronunciaría palabras en voz alta.
Supuso que llamaría al niño, pero no lo hizo. —¿De qué quiere hablar
conmigo? —preguntó mientras cerraba la puerta del armario. Estiró
las mangas del jersey de color verde esmeralda que llevaba puesto
hasta que los puños le cubrieron las muñecas—. Supongo que de mi
hermano.
Tenía los ojos azules, pero ese día parecían verdes a causa del jersey.
Sus ojos eran muy hermosos. A pesar de todo, tal vez no estuvieran
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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tan vacíos. Quizá parecían vacíos porque él no le despertaba el más
mínimo interés. Esto lo comprendió al darse cuenta de cómo lo
miraba.
—¿Quién es el chico? —dijo en un tono de voz más rudo de lo
esperado.
Zoe Strachan parpadeó.
—¿Qué chico? —exclamó de una forma casi automática. —El que me
espiaba detrás de las persianas. Ella le clavó los ojos durante unos
segundos. Ahora sí estaba interesada. De manera incongruente, se
sentía complacido consigo mismo, como si hubiera inventado al chico
que lo espiaba desde las cortinas, como si lo hubiese creado de la
nada, y se lo hubiera presentado a Zoe como una sorpresa. El rostro
del hombre expresaba expectación; estaba demasiado ansioso;
decidió cambiar de actitud frente a la mujer.
—Se supone —dijo Zoe Strachan con lentitud— que es el hijo de
Benjamin.
—Me había dicho que no tenía familia. Excepto usted. Asintió y estudió
al policía.
—Sé lo que he dicho. —Cogió el bolso y las bolsas de la compra y se
dirigió con calma hacia el vestíbulo. Él miró el cuerpo que se movía
bajo la falda negra y volvió a oír el roce de la seda o del nailon, o del
material que fuera con el que fabricaban las medias. Ella llegó a la
cocina y se giró—. Siéntese aquí. Regresaré en un momento. Le
llevaré estas ropas.
Desde la puerta de la cocina, Alberg vio que entraba en la sala y salía
enseguida. Abrió la puerta que se hallaba al final del vestíbulo y
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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desapareció durante un rato. Allí dejó el bolso. Abrió la puerta
siguiente.
—¿Estás aquí? —dijo, y entró. Alberg oyó murmullos pero no palabras.
Salió casi de inmediato, sin las bolsas de la compra, y se reunió con
Alberg en la cocina—. Prepararé un poco de café. ¿Quiere una taza?
—Si, gracias. —Siéntese.
Alberg se sentó junto a la mesa. —¿Cómo se llama? Me gustaría
conocerlo. Ella lo miró desde el armario con el tarro de café en la
mano.
—¿Está seguro? —preguntó asombrada. —Claro —respondió Alberg—
. Me gustan los niños. —Qué curioso —comentó Zoe; sacudió la
cabeza y comenzó a llenar la cafetera.
—¿Por qué cree que su hermano nunca le habló de él? —Benjamín era
una persona muy extraña —dijo con vaguedad—. Nunca se sabía por
qué hacia las cosas. —¿Cómo descubrió a su sobrino? La mujer vaciló.
—Fui a la casa —dijo, inclinada sobre el mármol de la cocina. Se cruzó
de brazos—. Quería traer algo de ropa para el entierro.
—¡Ah! —exclamó Alberg. La miraba con intensidad a la cara y
procuraba que los ojos no se deslizaran hacia sus pechos. —Tengo las
llaves —añadió. —Sí —dijo Alberg—. Es cierto.
—Me alegro de haber ido —dijo al tiempo que afirmaba con un
movimiento de cabeza—. Porque encontré al chico, solo. Sabe Dios
qué habría sido de él. —¿Qué edad tiene?
Pensó un poco.
—Creo que diez.
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—Entonces irá a alguna escuela.
—Seguramente.
—Tendrá amigos, maestros. Podría haber llamado a alguien.
—Sí. Entiendo a qué se refiere. Supongo que lo hubiera hecho. —
Vertió agua en la cafetera. A Karl le habría gustado que Zoe se sentara
a su lado.
—Pero es mejor que esté con un pariente —dijo Alberg.
Ella lo miró divertida. Sacó dos tazas y dos platos de la alacena y los
colocó sobre la mesa. Cuando se inclinó, él alcanzó a oler su perfume.
—Es adoptado —dijo Zoe—. Por lo tanto, de hecho no somos
parientes.
—Ella es hermana de mi padre —dijo una voz. Alberg se volvió y
descubrió a un chico en la puerta.
Era pequeño y delgado, con cabello castaño y grandes ojos del mismo
color. Estaba pálido y parecía cansado.
Alberg le sonrió.
—Espero no haberte asustado —dijo— cuando miraba la casa y te vi.
Los ojos del niño volaron hacia Zoe y regresaron a Alberg. —No —
afirmó.
—Te dije que te quedaras en tu cuarto —dijo Zoe con simpatía.
El muchacho la miró primero a ella y después a Alberg.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Me llamo Kenny. Kenneth. Tengo nueve años. Cumpliré diez dentro
de siete semanas.
—Por consiguiente..., déjame calcular, estás en cuarto grado,
¿acerté?
—Sí. —El chico se deslizó dentro de la habitación con la espalda
pegada a la pared—. ¿Quién es usted?
—Mi nombre es Karl. Soy policía. De la Montada —añadió, aunque el
chico era demasiado pequeño para que esas cosas le impresionaran.
—Creo que debes volver a tu cuarto —señaló Zoe.
—Lo haré —respondió Kenny, con los ojos fijos en Alberg—. Mi padre
murió —dijo.
Alberg asintió.
—Lo sé. Lo siento mucho.
—Se cayó por unas escaleras.
—Lo sé. Lo echarás mucho de menos.
—¿Dónde? —preguntó Kenny.
Alberg se inclinó insensiblemente hacia adelante.
—¿Perdón? —¿Qué escaleras? Alberg miró a Zoe.
—No hablemos de ese tema ahora —le dijo al chico—. Regresa a tu
cuarto. Mira la televisión. —Cuando se le acercó, Alberg observó que
Kenny se encogía—. Vamos —dijo ella. Intentó tocarlo o coger su
mano pero el niño la rechazó. Zoe le apretó el hombro de forma brutal
y repentina.
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—Oiga —dijo Alberg con una mano levantada en señal de protesta.
Desplazó la silla en un intento por ponerse de pie.
Sin embargo, con la misma rapidez con que lo había cogido, lo soltó.
Kenny se zafó del brazo de la mujer y se fue a toda velocidad hacia
su cuarto. Zoe se volvió hacia Alberg.
—Perdóneme —le dijo con cierto encanto. Alberg la miró con atención
mientras acompañaba al chico.
—¿Qué hará con él? —le preguntó apenas regresó. —Permanecerá
conmigo por poco tiempo —explicó Zoe. Le sonrió y Alberg sintió que
la boca se le secaba. Estaba pensando en él. Sabía que en la mente
de la mujer no había nada excepto él. Su pensamiento se traslucía en
su mirada.
—Tiene abuelos —continuó Zoe—. Los padres de la madre. Vivirá con
ellos; eso espero. Después del funeral.
Asintió, sonrió un poco, la miró a los ojos. Se preguntó si ella sería
capaz de leer en su mente.
—Sargento mayor, tal vez pueda decirme cuándo me van a entregar
el cadáver.
La sonrisa se le congeló y oyó su propia voz. —Pronto. Creo que muy
pronto. —Ella parecía asustada y él se puso de pie sin darse cuenta.
Se volvió y se encaminó con presteza hacia la puerta de entrada.
—¿No tomará el café? —preguntó la mujer siguiendo sus pasos. —
Hablaré con el doctor Gillingham y le informaré sobre el momento en
que el cadáver esté listo para retirar.
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—Pero, había pensado... ¿para qué ha venido entonces? —dijo ella
con un matiz de asombro en la voz.
De pie en la puerta de salida, miró el cielo con preocupación. —Aún
llueve. No creo que escampe. —Se subió el cuello de la chaqueta—.
No tardaré en volver —le dijo.
Trotó bajo la lluvia, y Zoe, confundida, vio cómo se marchaba. «Ojalá
coja una pulmonía», pensó con mala intención, «y tosa hasta
morirse».
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Cassandra se sentó en la sala para mirar la televisión con absoluta
conciencia de la presencia de su madre sobre el sillón de cuero blanco.
El sonido de los alegres resoplidos que la señora Mitchell le lanzaba a
Bill Cosby le hacía daño en los oídos. La visión del modo en que su
madre arrugaba los labios para beber el té producía en Cassandra un
parpadeo continuo, como si tuviese una mota en el ojo. La fragancia
de las sales de baño, los polvos de talco y la crema para el cuerpo de
Helen Mitchell le provocaban un desagradable cosquilleo en la parte
posterior de la nariz.
Cuando terminó el programa de Bill Cosby, la señora Mitchell cambió
a «Matlock».
—Siempre me ha gustado Andy Griffith —afirmó con aprobación.
—¿Por qué no te casaste de nuevo? —le preguntó Cassandra de forma
un tanto impertinente.
—Ya sabes por qué —respondió la madre con toda tranquilidad—.
Jamás encontré a un hombre que le llegara a tu padre a la suela de
los zapatos.
El padre de Cassandra había muerto cuando ella tenía ocho años.
Cuando pensaba en él, hecho que no ocurría con demasiada
frecuencia, rememoraba una benevolencia distante que, al parecer,
siempre llevaba un traje gris. Había muerto en 1951, y la madre de
Cassandra se aferró a la viudez como si hubiera nacido con ella.
—Lo sé, mamá —dijo Cassandra—. Pero podrías haber buscado a
alguien que te brindara una segunda posibilidad aceptable.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Tenía que criar a mis hijos —respondió la señora Mitchell—. Tú y
Graham. Tú eras mi responsabilidad primordial.
Graham, el hermano de Cassandra, le llevaba siete años. Los
recuerdos que conservaba de su padre eran claros y numerosos. A
veces, cuando se reunían los tres y recordaban, Cassandra intentaba
recuperar algunos momentos del pasado. Sin embargo, los otros dos
siempre la corregían y, en un instante, lo que creía cierto en su
memoria se convertía en algo irreconocible. Perdido. Muerto.
Cassandra se puso de pie. —Me voy a la cama —dijo—. ¿Necesitas
algo? —Todavía no son las nueve —se escandalizó la madre—.
¿Siempre te vas a dormir tan temprano?
—No —explicó Cassandra—. Pero hoy estoy muy cansada; eso es
todo. ¿Quieres algo?
—Bueno, supongo que es demasiado temprano, pero beberé un vaso
de leche caliente, si no es mucha molestia. Cassandra pasó una mala
noche.
Cuando se despertó la mañana del martes, oyó que su madre hablaba
con alguien. Se vistió deprisa y encontró a la señora Mitchell en la
cocina, sentada junto a la mesa, conversando por teléfono con
Graham.
Cassandra hizo la cama, se lavó, se peinó, se maquilló. La madre
continuaba al teléfono. La voz sonaba alegre y feliz. Cuando
Cassandra regresó a la cocina para preparar el desayuno, la anciana
le habló.
—Ven, querida, dile «hola» a tu hermano —y le tendió el auricular.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—No tengo ningún interés en decirle «hola» a mi hermano —estalló
Cassandra mientras abría una alacena.
—Mejor corto, Graham —dijo la señora Mitchell—. Siempre lo llamo
temprano por la mañana. Las tarifas resultan más baratas antes de
las ocho —explicó después de dejar el teléfono.
Cassandra no respondió y continuó preparando el café. —Cuando te
llegue la cuenta, dime cuánto te debo por las llamadas de larga
distancia —le pidió su madre.
Sonó el teléfono; era Karl. Estaba quejoso y deprimido. La invitó a
comer; Cassandra dijo que no, que tenía que hacerlo con su madre.
Sacó el zumo de naranja de la nevera y vertió un poco en un vaso.
—Yo no quiero —dijo la madre—. Es demasiado ácido para mi
estómago. Tomaré sólo leche y cereales. Y es más —añadió al tiempo
que se ponía de pie con lentitud—, esta mañana me lo prepararé yo
misma.
—Siéntate —ordenó Cassandra—. Ya lo haré yo.
—No, no —protestó la señora Mitchell mientras se arrastraba hacia la
despensa—. Puedo yo sola.
—Mama, si te sientes con fuerzas para prepararte el desayuno,
también las tienes para vivir en tu casa. ¿Estás bien como para irte a
casa?
Las lágrimas cubrieron los ojos de la señora Mitchell, y Cassandra
sintió que la ira la paralizaba.
—¿Por qué eres tan desagradable? —inquirió la mujer.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Cassandra se sentó a la mesa.
—No lo sé. Lo siento.
La madre era demasiado pequeña para llegar hasta donde se
encontraba el cereal, en el estante superior, y Cassandra se lo
alcanzó. Se sentó de nuevo y observó cómo la señora Mitchell vertía
con cuidado el cereal en un bol, le agregaba leche y lo revolvía con
una cuchara que había sacado del cajón de los cubiertos.
Para sentarse a la mesa, la madre debía pasar por detrás de
Cassandra. Así lo hizo. Sin pensarlo, Cassandra encogió el cuerpo.
Después de dejar a Zoe Strachan, Alberg se fue a ver a Cassandra.
Era martes y sabía que los martes la biblioteca no abría hasta la una.
Con toda seguridad, la encontraría en su casa. Pasó frente al hospital,
subió la colina y llegó al acceso de grava paralelo al camino. La puerta
del garaje de Cassandra estaba abierta, y el Hornet de catorce años
de antigüedad estaba dentro.
Subió por el camino y se sorprendió porque le pareció oír una
discusión. Llamó a la puerta. Después de un rato, oyó un grito de
enfado, un portazo y unos pasos rápidos que se acercaban. Se abrió
la puerta. Allí estaba Cassandra, con un aspecto febril.
—¿Sabes —dijo Alberg con un tono muy solemne— que lo que más
odiamos los policías son las disputas domésticas?
La cara de Cassandra se puso roja.
—¿Quién te ha llamado a ti? —le dijo con horror.
Alberg lanzó una carcajada.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Nadie. Pasaba por aquí. —Miró por encima del hombro de la mujer
hacia el interior de la casa, pero no logró ver a la señora Mitchell—.
¿Todo marcha bien?
—Todo marcha espléndidamente —ironizó Cassandra—. ¿Qué
quieres? —La miró con afecto cuando ella se acomodó unos mechones
rebeldes que le cubrían la frente. Le encantaba la manera en que se
le rizaba el pelo cuando había humedad.
—En realidad —dijo con suavidad—, sólo pretendía alimentar mi
lujuria. —La piel de la mujer parecía tibia, una delicada capa de sudor
le cubría el rostro.
—¿De qué hablas? —preguntó ella con impaciencia.
—De hecho, esperaré a que le prepares la comida a tu madre e
inmediatamente te llevaré a Earl's. Allí planificaremos nuestro viaje.
—¿Viaje? ¿Qué viaje?
—¿Qué quieres decir con «qué viaje»? —dijo él indignado—. Vamos a
Victoria este fin de semana.
Ella sacudió la cabeza con desesperación.
—Este fin de semana no puedo ir, Karl.
—Quieres decir... ¿por tu madre? —Bajó la voz—. Pensé que habías
dicho que no le había ocurrido nada grave.
—Habla con tu amigo Gillingham —escupió las palabras—. Es idea
suya.
—¡Mierda!
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—Hace trece años que dura esta historia. Durante trece años he vivido
en esta ciudad dejada de la mano de Dios, observando a mi
condenada madre, que tal vez sufra o tal vez no sufra una deficiencia
cardíaca.
—Cálmate, Cassandra.
—¡Cálmate tú, pesado! ¿Qué haces ahí de pie? ¡Vete! ¡Busca a otra
para irte a Victoria! —Y le dio con la puerta en las narices.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Cuando Alberg llegó al destacamento unos minutos después, Sandy
McAllister, el cartero, hablaba con Isabella y Sid Sokolowski se servía
un café de la máquina.
—Miren qué manera de llover —decía Isabella—. Necesitamos un ramo
de flores para alegrar este lugar.
—Olvídelo —la cortó Alberg.
—Mañana traeré algunas —reafirmó Isabella—. Acaso una maceta de
jacintos. Aguarde un minuto antes de meterse en su oficina. Dispone
de otra oportunidad para ver a Bernie Peters. Está dispuesta a que la
entreviste mañana por la tarde.
—He cambiado de idea, Isabella —dijo Alberg mientras lanzaba una
mirada furtiva a la expresión de reproche de Sid Sokolowski, a quien
le había rechazado a la prima de su mujer—. Además, he decidido no
tomar a nadie. —Se escurrió en el interior de la oficina y cerró la
puerta antes de que la secretaria lograra articular una palabra.
Llamó a Gillingham.
—Tengo que hablar con usted —le dijo, y arregló las cosas para que
comieran juntos en Earl's.
Gillingham pidió unas espinacas y agua mineral con gas. Alberg, una
hamburguesa y café.
—He visto a Zoe Strachan —le contó Alberg al doctor—. No le informé
de que podía retirar el cuerpo.
Gillingham lo miró fijamente.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Bromea.
—Cambié de idea —dijo Alberg a la defensiva.
Gillingham alzó una mano.
—Espere. Déjeme adivinar. Hay otro muerto en su sótano.
—No. Pero hay una criatura en uno de sus cuartos.
—¿Una criatura de qué clase?
—Pequeña. Un varón. Dentro de siete semanas, cumplirá diez años.
Earl, el propietario chino del bar, le sirvió el café en un jarro grande.
—Jesús!, Earl —exclamó el doctor—, ¿qué pretende?, ¿asesinarlo?
—A él le gusta el café —dijo Earl mientras dejaba sobre la mesa la
botella de agua mineral con gas—. ¿Qué puedo hacer? Si no se lo doy
yo, otro lo hará.
—Se trata del hijo del hermano —dijo Alberg cuando Earl se retiró.
—¿Del muerto? ¿No había dicho que no tenía hijos?
—Sí. Ella sostiene que tampoco lo sabía. Es adoptado. Se llama Kenny.
Gillingham se apoyó en el respaldo de la silla y observó con actitud de
aprobación cómo Earl ponía sobre la mesa un bol grande lleno de
espinacas y las aliñaba con esmero.
—No diré ni una palabra acerca de la mierda que le dará de comer a
mi obeso amigo.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Mis hamburguesas están hechas con bistec de primera —dijo Earl—
. Las patatas fritas son caseras. La salsa que ve allí es un secreto de
familia.
—No permitas que te convenza, Earl —incitó Alberg, mientras cogía
una patata frita.
—Preparo unas espinacas que están muy bien —afirmó Earl—, pero
no son nada comparadas con mis hamburguesas.
—¿De dónde diablos ha sacado eso que lleva puesto? —preguntó
Gillingham.
Earl se miró con orgullo. Estaba envuelto en una enorme bata blanca
de panadero.
—De París. Me lo trajo la señora Eddersley. —Regresó a la cocina
mientras acariciaba la bata a la altura de los muslos.
Alberg cortó la hamburguesa por la mitad y le echó sal.
—Fue a la casa de su hermano al día siguiente de su muerte. Dijo que
para recoger algunas ropas para el funeral. Allí se encontró con el
chico.
—¿Había pasado la noche solo? .
—Creo que sí.
—¿Por qué no llamó a nadie?
—Pensaría que su padre llegaría en cualquier momento.
—Y al otro día se le aparece su tía y le cuenta que el hombre ha
muerto. Muy fuerte para él, ¿no?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Sí —afirmó Alberg. Pinchó un trozo de hamburguesa y se inclinó
para que las gotas cayeran sobre el plato.
—Esto es delicioso —explicó Gillingham con lentitud y solemnidad,
mientras miraba sus espinacas. Luego suspiró y echó la espalda hacia
atrás—. Helen Mitchell vio a mi mujer, Marjorie, el otro día. A mi ex
mujer, para ser exactos. Me dijo que ha perdido diez kilos y que se ha
teñido el pelo. De rubio.
De inmediato, Alberg se encolerizó.
—Ya que hablamos de Helen Mitchell, ¿por qué diablos se la endilgó a
Cassandra?
—¿Endilgar? Por el amor de Dios, Cassandra es su hija.
—Se suponía que nos íbamos de viaje —añadió Alberg con
resignación.
Gillingham esbozó una sonrisa.
—Ah, claro. Apuesto que a Victoria.
—Sí, acertó. Se lo agradezco con todo mi corazón. —Cogió otro trozo
de hamburguesa—. Con seguridad, Marjorie volverá a casarse. Con
un contable.
—Delira, Karl —dijo el doctor con calma—. Ni en un millón de años
Marjorie se casaría con un contable. —Sacudió con disgusto algunos
granos de sal esparcidos sobre el hule que cubría la mesa—. Sabe que
no evitará que Zoe Strachan entie—rre a su hermano porque en la
casa hay un chico que a usted le parece que no tendría que estar allí.
Alberg dejó de lado la hamburguesa.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Tengo una sensación extraña.
Gillingham contuvo una carcajada.
—¿De qué se trata?, ¿el instinto del sabueso?, ¿un malestar en las
tripas?
Alberg apoyó los codos sobre la mesa.
—Cuando hablamos esta mañana, me dijo algo acerca de que
Strachan no estaba borracho.
—Es cierto. Había bebido, pero no estaba ebrio.
Alberg suspiró y apartó el plato.
—Tengo serios problemas. Y creo que a usted se le ha llenado el
cerebro de mierda con respecto a las heridas. «No son las heridas
adecuadas.» ¿Qué mierda significa eso? —Levantó una mano—. No
diga nada. Déjeme terminar. El sujeto se cae por las escaleras. Se
rompe el cuello. Se muere. Son cosas que pasan. Ella nos cuenta que
estaba borracho. Tiene sentido. Sin embargo, ahora resulta que no lo
estaba. —Se encogió de hombros—. Está bien, ella se equivocó. Su
hermano había bebido y se cayó por las escaleras; por lo tanto, la
mujer dedujo que estaba borracho. También lo acepto. —Se inclinó
hacia adelante—. Lo que en realidad me sobra es ese niño. ¿Qué
demonios hace allí? A ella no le gusta. Y al chico no le gusta ella.
—Correcto —argumentó Gillingham—, a ella no le gustan los niños. Le
ocurre a mucha gente.
—Entonces, ¿por qué lo arrastró hasta su casa en vez de dejarlo con
algún amigo? Un niño de nueve años conoce a algunas personas que
le darían cobijo. Soy incapaz de imaginar por qué lo trajo.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Gillingham lo miró con curiosidad.
—No lo sé, Karl.
—La señora Strachan tiene un carácter espantoso —dijo Alberg con
suavidad.
—¿Le preocupa el niño? —preguntó el doctor después de un rato—.
Le pregunto si ella sería capaz de hacerle daño.
—No estoy seguro —replicó Alberg lentamente—. Lo que sé es que el
chico le tiene miedo.
—¿Sí?
—Sí.
El doctor gruñó.
—Yo también.
Alberg colocó el plato frente a sí, levantó un trozo de hamburguesa y
lo dejó al instante.
—¿Qué quiere decir con que usted también?
—Esa tía es más fría que un témpano. De pie en la parte de arriba de
las escaleras, riéndose como lo hizo. —Gillingham se estremeció.
—Estaba nerviosa —explicó Alberg con irritación—. En momentos de
crisis, la gente reacciona de manera extraña. ¡Jesús! Debería saberlo
mejor que nadie. —Levantó otro bocado de hamburguesa y esta vez
se lo comió.
Gillingham masticaba las espinacas y observaba a su amigo de cerca.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
203
Alberg comió una patata frita que le supo a cartón.
—Carecemos de indicios para iniciar una investigación judicial, ¿no?
Sorprendido, Gillingham sacudió la cabeza.
—Por completo.
—No lo creo. —Alberg se apoyó con fuerza en el respaldo de la silla—
. Estoy seguro de que podemos demorar las cosas durante unos pocos
días. Veré si averiguo algo más.
Gillingham se quedó pensativo.
—La dama es una tramposa, ¿verdad? —murmuró.
Alberg levantó las cejas.
—¿Qué? ¿Quién?
—Como he dicho, más fría que un témpano. Pero sensual —dijo el
doctor—. Muy, muy sensual.
—¿Adonde quiere llegar, Alex?
—Tal vez lo suyo sea una reacción defensiva.
—¿De qué demonios habla?
Gillingham lo señaló con el dedo.
—Hablo de lo que veo. Está usted excitado. —Se encogió de
hombros—. Le gustaría saltar sobre ella. Es eso. Igual que Sanducci.
Igual que los muchachos de la ambulancia. Sabe que puede sentir
urgencias carnales y continuar siendo un policía. Eso es lo que intento
decirle.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
204
Alberg le lanzó una mirada hostil.
—Necesita un par de días —dijo Gillingham con actitud reflexiva—. Un
par de días para husmear por allí. Para satisfacer su curiosidad de
policía. Para convencerse de que ha realizado su trabajo. —Asintió
para sí mismo—. Lo conseguiremos. No lo dude.
—¿Cómo? —preguntó Alberg con desconfianza.
Gillingham sonrió enseñando todos los dientes.
—Montaremos un tinglado.
—No me suena muy legal.
—Vaya a su casa y dígale que hay ciertas cuestiones que aún no están
resueltas. Eso. —Se inclinó hacia adelante, abstraído en la
conversación técnica—. Este es el veredicto oficial, Karl. ¿Está
dispuesto a escucharlo?
—Adelante.
—Muy bien. Hay cuestiones sin resolver, sargento mayor, que se
relacionan con la autopsia que he practicado sobre ese pobre infeliz
que se precipitó en el sótano de la señora Strachan. Necesito algo más
de tiempo para... confirmar algunas presunciones, para... Veamos...
—Para completar su trabajo —salió en su auxilio Alberg—, por lo que
se refiere al aspecto judicial o de jurisprudencia médica,
imprescindible para una determinación exacta y correcta de la causa
y de las circunstancias de la muerte.
—Jamás lo habría dicho mejor. —Gillingham se relajó y cruzó los
brazos. —Con esto dispondrá de un día, dos o más, tal vez. Es posible
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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que ella se preocupe, pero qué diablos, dígale que me ocuparé en
persona de que el proceso de putrefacción no lo destruya demasiado.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
206
36
Cuando Alberg se fue aquella mañana, Zoe se dirigió a su dormitorio
y se puso unos téjanos y un chándal. Colgó la falda negra y guardó el
jersey verde, después de doblarlo con cuidado, en un cajón de los
armarios. Luego, abrió la puerta contigua, la del cuarto.
—Saldré a correr —le informó al chico que la miraba desde la cama
con los ojos muy abiertos—. Estaré fuera unos veinticinco minutos.
—¿Cuánto tiempo permaneceré aquí?
—¿Por qué lo has apagado? —Zoe encendió el televisor que se hallaba
sobre una cómoda frente a la cama—. No sé cuánto has de quedarte
—respondió, y salió de la habitación.
Aún llovía, pero a Zoe no le molestaba.
Caminó por el sendero con paso vivo, a manera de precalentamiento,
para echar a correr cuando llegara al camino.
«Por el momento me olvidaré del chico», pensó, «y cuando termine
de correr decidiré qué haré con él.»
A estas alturas, Cherniak, el abogado de la familia, habría llamado a
los abuelos y era probable que se presentaran en Sechelt. Pero ella
no podía hacer nada al respecto.
Se dijo que no era rabia lo que sentía. Había logrado controlarla hacía
muchos años. Sólo que estaba frustrada, eso era todo. ¿Quién la
culparía? Estaba frustrada a causa de ese policía de la Montada que
merodeaba por su casa disfrazado de civil, que formulaba toda clase
de preguntas que no eran pertinentes, y que había tenido la
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monumental desfachatez de impedirle enterrar a su hermano. Se
preguntó si continuaría siendo un problema ese policía de la Montada.
Corría más rápido de lo normal, casi golpeando el camino. Con un
esfuerzo fue aminorando la velocidad hasta reducir sus zancadas a un
paso algo más que ligero. Agotarse de esa manera sólo le provocaba
unas punzadas en el costado, cosa que la irritaba mucho.
Si hubiera logrado cumplir su plan, no estaría metida en este lío. Si
las cosas hubieran transcurrido tal como las había planificado, ahora
los escritos estarían en su poder, y Benjamín yacería destrozado en el
fondo del acantilado. Sin embargo, como se ha desarrollado todo...,
qué lío, pensaba Zoe disgustada, qué chapuza, con una muerte mitad
accidental y mitad no. Lo había planificado todo para que marchara
sobre ruedas. Si algo había aprendido de la vida, era justamente eso.
En un minuto, en menos de un minuto, en unos segundos,
simplemente en unos segundos en que se dejó llevar por un impulso
atolondrado, hizo peligrar todo lo que para ella era importante. Estaba
frustrada en exceso; irritada hasta más no poder consigo misma.
«Pero eso es un gasto inútil de energía», se dijo. «El tiempo que uno
pierde en lamentarse es tiempo perdido tontamente.»
Zoe corría con dificultad, con pesadez. Pensaba en su vida y en cómo
protegerla.
El lunes condujo el coche hasta Sechelt para llamar a Edward
Cherniak. Por primera vez en su vida se arrepentía de no tener un
teléfono en casa. En la ciudad había un solo teléfono público, en una
cabina cuya puerta se cerraba. El resto se hallaba sobre las paredes
de sórdidos restaurantes. Por fin, encontró uno en un centro comercial
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que al menos presentaba una hoja de plexiglás curva que funcionaba
como una parcial defensa contra los curiosos.
El centro comercial estaba lleno de adolescentes que a esa hora
tendrían que estar en la escuela. Se apoyaban contra las paredes;
ojos tristes que miraban desde rostros pálidos. Fumaban Dios sabe
qué y se besaban unos a otros. «Aquí es donde debería estar el
sargento cumpliendo con su trabajo», se dijo.
—Benjamín ha muerto —le dijo a Cherniak, el abogado, y esperó
mientras el otro se asombraba y lanzaba un murmullo ininteligible—.
Fue un accidente. Estaba borracho y se cayó por las escaleras del
sótano. —Esperó de nuevo a que acabaran las expresiones de horror
y de sorpresa del abogado. Se dio cuenta de que varios de los
adolescentes que vagabundeaban por allí, en la proximidad del
teléfono, usaban unas botas de punta estrecha que eran por lo menos
dos números más grandes que el que deberían calzar.
—¿Dónde está el chico? —preguntó Edward Cherniak—. ¿Cómo está?
—Está conmigo. ¿Había comprado Benjamín algún panteón por lo del
entierro?
—Sí. Cerca de Lorraine —dijo Cherniak.
—Bien. Me pondré en contacto con usted tan pronto como me
entreguen el cadáver para que haga los trámites correspondientes.
El abogado protestó.
—Por favor, Edward, supongo que es una de las funciones de los
abogados. No tengo ningún interés en verme involucrada en algo
semejante.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Muchos adolescentes, casi niños, llevaban dos, tres, o más pendientes
en las orejas. Parecían fugitivos. Zoe se estremeció a causa del
rechazo que le provocaban.
—¿Ha hecho testamento?
—Sí, por supuesto.
—¿Qué dice?
—Lo sabe bien, Zoe. No puedo informarle. De todas maneras, no lo
recuerdo. Salvo que deseaba que Peter y Flora Quenneville se hicieran
cargo de la custodia del muchacho.
—Me alegro por mí —dijo Zoe—. Tengo otra pregunta para hacerle,
Edward.
—Adelante.
—¿Benjamin le entregó algo? ¿Un paquete? ¿Algo que quisiera que
usted le guardara? —Muchos adolescentes llevaban la cabeza afeitada
en ciertas partes, y se habían teñido el pelo restante de colores
extravagantes: fucsia, verde lima, negro deslucido.
—Un paquete —dijo el abogado—. No. Creo que no. Aunque no estoy
seguro. ¿Por qué?
—¿Poseía una caja de seguridad en alguna parte?
—No tengo idea, Zoe. ¿Por qué?
—Tenía algo que me pertenecía. Deseo recuperarlo.
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Colgó y llamó de nuevo por teléfono. Esta vez al banco de Benjamin
en el Vancouver Oriental donde su hermano sí tenía una caja de
seguridad. Sin embargo, de ninguna manera le permitirían abrirla.
Furiosa, golpeó el auricular en la horquilla y se alejó del teléfono.
—Eh, señora —la llamó un hombre joven en estado de letargo que
vestía unos tejidos desvaídos, botas negras y una cazadora gastada
de piel también negra sobre una camiseta que llevaba una inscripción.
Zoe alcanzó a leer sólo dos palabras: «bebe sangre». Se detuvo y lo
miró—. ¿Me puede dar un poco de dinero?
Zoe abrió los ojos, incrédula.
—¿Está loco? —le dijo—. Fuera de mi camino o lo haré arrestar.
—¿Por qué? —preguntó él con voz quejosa mientras ella se alejaba.
Al día siguiente estuvo corriendo sin cesar con la esperanza de que la
actividad física la liberara de la frustración y previniera un ataque de
ira.
Se había construido un refugio. La idea se la había dado su padre.
A Zoe le gustaba correr, las piernas golpeaban el suelo, el corazón le
latía con fuerza. «Resulta gratificante confiar en tu propio cuerpo»,
pensó.
Le gustaban los abetos Douglas que se apiñaban alrededor de la casa
de invitados, y que se disponían en línea a lo largo de la linde de su
propiedad, porque protegían su intimidad. Le gustaban los madroños
porque cuando se les caía la corteza revelaban una brillante piel roja
y, además, no perdían las hojas aun cuando a veces parecieran
árboles de hoja caduca.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Le gustaba que la sala y el despacho miraran al este, hacia el patio.
Se alegraba de que en el otro lado de la casa no hubiera ventanas.
Descubría un placer enorme al contemplar la gran cantidad de espacio
de almacenaje de que disponía en el sótano, y a menudo, en su
cerebro, fantaseaba con las cosas que había acumulado allí: lotes de
comida envasada, artículos de papel, lámparas de petróleo llenas de
combustible, cajas de velas y cerillas, docenas de grandes botellas de
plástico llenas de agua.
Resultaba tranquilizador tener mucho dinero.
Lo pensó mientras corría hacia el abeto Spruce que se vislumbraba
delante de sus ojos, a mitad de camino de su recorrido. En suma, era
muy satisfactorio haber logrado una vida tan segura, tan perfecta.
No podría haberlo conseguido sin su padre.
Llegó al abeto y presionó la palma de la mano derecha contra el
tronco; luego, la izquierda; lo rodeó y corrió hacia su casa.
Su padre era un geólogo que había realizado algunas inversiones
inteligentes en la minería. Pero lo que lo había hecho rico había sido
su propia mina, Gran Norte, que compró y explotó durante más de
diez años con sus dos hermanos, que también eran geólogos. Para la
época en que se graduó en la escuela superior, Zoe sabía que su
futuro estaba asegurado; su padre ya se había preocupado. Más tarde
comprendió por qué y se dio cuenta de que había tenido mucha suerte
con el padre que le había tocado.
Sin ninguna duda, ella era inteligente, y era capaz de trabajar con
tesón. Pero se aburría enseguida y, cuando se aburría, el tesón
desaparecía. Ingresó en la Universidad pero la abandonó antes de
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Navidad, en el primer curso. Tuvo montones de trabajos, pero no duró
en ninguno, no los quería. Sus padres, en especial la madre, se
quejaban; sin embargo, continuaban manteniéndola. No obstante, se
negaron a alquilarle un piso propio hasta que cumplió los veintiún
años.
Sabía que si se lo proponía no dependería económicamente de su
padre. Era muy capaz de imaginar algún modo de robar. Esto la habría
llevado a una vida turbulenta y desordenada. Estaba contenta de que
no hubiera sido necesario.
Casi no llovía, observó al acercarse a la entrada del sendero. Dejó el
camino y aminoró un poco el paso para enfriar los músculos.
Había pasado de trabajo en trabajo, de apartamento en apartamento,
durante los años en que sus padres estuvieron vivos; de manera
gradual, había aprendido qué cosas le proporcionaban placer, qué
circunstancias atenuaban su ira, qué actividades llamaban su
atención.
Su padre observaba el aprendizaje, y fue él quien le habló acerca de
la construcción de un santuario. A Zoe le había fascinado la idea.
Cuando murieron —primero el padre, después la madre—, ella dejó el
empleo que tenía, invirtió su herencia con muy buen criterio, y se
retiró a la costa Sunshine.
Al pasar, echó una mirada hacia la casa de los invitados y se preguntó
cuándo volvería a utilizarla. Habían pasado seis meses desde la última
vez.
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Con una cosa y otra, pensó mientras jadeaba en su marcha hacia su
casa, era probable que transcurriera un tiempo antes de que sintiera
de nuevo un fuerte apetito sexual.
Una vez adentro, se desnudó, se duchó y volvió a vestirse con la falda
negra y el jersey verde esmeralda.
Entonces entró en el cuarto.
—Ven a la cocina —dijo—. Quiero hablar contigo mientras preparo la
comida.
—Podría irme con Roddy —dijo el chico en la cocina.
Zoe abrió una lata de sopa de pollo, le agregó una porción de agua y
la puso sobre la cocina para que se calentara.
—Tenemos que disponer el funeral de tu padre.
Él se deslizó por la pared hasta quedar en cuclillas.
—No encontré en tu casa lo que buscaba —explicó Zoe, en tanto
retiraba unas rebanadas de pan de la alacena. Buscó tomates y
lechuga en la nevera y preparó unos bocadillos—. ¿En qué otro sitio
he de mirar? —El chico no respondió. Ella lo miró y comprobó que
había alzado los hombros de una manera que parecía no tener cuello.
—Yo vivo aquí —había declarado el niño, y Zoe casi se había vuelto
loca. Sin embargo, resultó que era verdad.
Lo sentó en una silla donde poder controlarlo y le ordenó que no se
moviera de allí. Después, cerró con llave la puerta y se dedicó a
revisar el despacho de Benjamin. Buscó en el escritorio, en los
muebles para archivo, en las estanterías. Tenía las manos sucias y
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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pegajosas. Lo revolvió todo durante una hora, dos, tres. El sudor le
chorreaba por la nuca. Sentía que estaba cargando con el peso de la
vida de otra persona..., y no hallaba rastro de los escritos.
Descubrió que a partir de la muerte de la mujer de Benjamin la casa
había sido hipotecada e hipotecada e hipotecada, una y otra vez. Se
habían vendido las acciones, los bonos; se habían transformado las
libretas de ahorro en dinero en efectivo.
Y descubrió que hacía siete años Benjamin y Lorraine habían adoptado
a un niño de dos años.
También encontró carpetas llenas de antigua correspondencia con
patronos o potenciales patronos. Benjamin había trabajado para la
misma empresa durante cuatro años, en el período de la adopción, y
había permanecido en la compañía hasta un año después de la muerte
de Lorraine, cuando «lamentablemente» lo despidieron a causa de su
ausentismo crónico. Desde entonces, había estado en distintos
empleos y los había perdido todos. La carta más reciente databa de
pocos meses atrás. Aceptaban a Benjamin en una firma como contable
situada en la esquina de Burrard y Hasting.
—Tu padre había conseguido un empleo nuevo —le dijo Zoe al niño,
que permanecía sentado en la silla.
El niño asintió.
Ella se puso de pie, se estiró y miró el reloj. Debía irse si no quería
perder el último ferry.
Miró al muchacho con actitud pensativa.
—Mejor vienes conmigo —le dijo de un modo brusco.
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—Podría irme con Roddy —replicó el muchacho.
Y ahora lo repetía.
—Ya te lo he explicado —dijo Zoe mientras unía los bocadillos de
lechuga y tomate—. Tenemos que disponer el funeral de tu padre.
—¿Cuándo?
—Pronto.
Se sirvió un poco de café, colocó el plato de bocadillos sobre la mesa
y con un cucharón echó la sopa en unos boles.
—Siéntate y come.
Kenny se sentó. Cuando le alcanzó el bol de sopa, el niño se encogió.
—Por Dios, ¿qué pasa contigo? ¿Benjamin te castigaba o algo así?
Negó con la cabeza.
—Entonces, deja de asustarte por cualquier cosa. Come. —Zoe cogió
un bocadillo—. Estoy buscando algo muy importante —le confió al
chico.
Tenía el pelo castaño claro y los ojos grandes de color avellana, era
delgado. No le gustaba el modo en que la miraba, casi bizqueando,
como si a cada momento ella fuera a atacarlo.
—Se trata de algo que me pertenece —explicó Zoe. Mordió un trozo
de bocadillo—. Tu padre me lo había pedido en préstamo —le dijo con
la boca llena de pan, margarina, lechuga y tomate—. Quiero
recuperarlo. —Se limpió las comisuras de los labios con una servilleta
de papel—. Come —le ordenó al niño, que no se había movido.
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Esperó a que la mano de Kenny reptara hasta la mesa y alzara una
cucharada de sopa. Esperó, más aún, a que comiera varias
cucharadas. Suspiró con alivio. No quería que se muriera de hambre
en su casa.
—Unos escritos —dijo—. Eso es lo que busco.
Kenny inclinó la cabeza y continuó sorbiendo la sopa.
—No hagas ruido al tomar la sopa —le indicó—. Es horrible.
Él comió más rápido, con los hombros alzados.
Zoe lo observó mientras pensaba.
Se levantó y lo agarró por el hombro.
—Mírame. —Kenny se metió más sopa en la boca. La cuchara arañó
el fondo del bol. Zoe lo sacudió y él dejó caer la cuchara—. Mírame.
—Él la miró a la boca, no a los ojos—. Tú sabes algo acerca de esos
escritos.
El niño sacudió la cabeza sin apartar los ojos de la boca.
—Lo sabes —exclamó Zoe con suavidad—. Lo sabes.
Ambos oyeron el ruido que producían los neumáticos de un coche
sobre la grava que estaba frente a la puerta de entrada.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Abrió la puerta de par en par, y Zoe Strachan lo miró a la cara.
—Inocente —dijo Alberg. Alzó las manos con las palmas hacia
adelante—. Sea lo que sea, yo no he sido.
La mujer hizo un esfuerzo por relajarse.
—Hola otra vez, sargento mayor —dijo.
—He hablado con el doctor Gillingham.
—Estupendo.
—Aún no podemos entregarle el cadáver. Lo siento.
Lo miró con fijeza y sus mejillas se colorearon del rosa más pálido que
pueda imaginarse; resultaba casi imperceptible. Él pensó que los
efectos se ocultarían en la presión sanguínea de la mujer.
—¿Me permite entrar? —pidió Alberg—. Le explicaré. —Todo este
asunto lo había atormentado desde hacía un tiempo y creía que no
estaba demasiado preparado para mantener esta conversación.
—¿Dónde está el muchacho? —inquirió mientras la seguía a la sala.
—Está en su cuarto. —Zoe se sentó en la silla de cuero negro, cerca
de la ventana. No se mostraba hospitalaria. Habría sido más sencillo,
creía Alberg, si tuviera teléfono.
—No quiero que nos oiga —dijo Alberg.
—No lo hará. Está viendo la televisión.
Alberg se sentó en el sofá.
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—La autopsia ha revelado que existen ciertos puntos poco claros —
afirmó. Se sorprendió al descubrir que le sudaban las palmas de las
manos.
—Me resulta difícil de creer —expresó Zoe. Se cruzó de piernas—. El
hombre se cayó por las escaleras. Se rompió la cabeza sobre el suelo
de cemento. Se mató. No entiendo qué es lo que no queda claro. No
hay nada más.
Alberg miró hacia el vestíbulo, pero desde donde estaba sentado no
lograba ver la puerta de la habitación de Kenny.
—El niño está muy angustiado —afirmó Zoe Strachan—. Y usted no
nos brinda ninguna ayuda. No se recobrará hasta después del funeral.
—Las mejillas se le habían puesto más rosadas y tenía los ojos
brillantes.
—El problema es que él... piensa en solicitar una investigación judicial
—Alberg lo dijo rápido, para no arrepentirse—. Me refiero al doctor
Gillingham.
Ella lo miró con asombro.
—¿Por qué causa?
—Bueno, se formula algunas preguntas... —Alberg se detuvo; la
mente le daba vuelta sin sentido—. Resulta muy difícil de explicar,
señora Strachan.
Ella lo observó.
—No entiendo por qué.
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—El alcohol que se encontró en la sangre era insignificante —dijo
Alberg para salir del paso—. Quiero decir que no estaba borracho. —
Su mente trabajaba a toda velocidad para terminar cuanto antes la
charla y librarse de ese infierno.
—Explíqueme una cosa —dijo Zoe, y se puso de pie—. ¿Quién está en
mejores condiciones para saber si estaba borracho o no: un médico
que nunca lo vio con vida o la persona que estaba con él cuando
murió?
—Si he de elegir, opto por la palabra del médico, señora —señaló
Alberg. Se sentía muy nervioso. La situación era humillante.
Con los brazos en jarra, Zoe le lanzó una mirada cargada de odio.
—¿Qué sugiere, sargento mayor? ¿Sospecha que asesiné a mi
hermano?
Alberg intentó pensar. Lo distraía el cuerpo de la mujer, su presencia,
el sudor que le chorreaba por las axilas.
—Lo que digo, lo que el doctor sugiere como posibilidad... —No tenía
la más remota idea de las palabras que, a continuación, saldrían de
su boca—... Y recalcó que se trata sólo de una posibilidad... —Con
frenesí, intentó encontrar alguna idea que el médico hubiese dejado
entrever y que resultara de alguna utilidad— ... veamos, lo que los
hechos sugieren es que, dado que no estaba borracho, tal vez no se
cayó; tal vez, por el contrario, él..., él...
—Se tiró por las escaleras a propósito —ironizó Zoe con incredulidad.
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—Bueno —rectificó Alberg—, tampoco se trata de eso. —«¡Dios mío,
haz algo!», se dijo, «toma la ofensiva»—. Después de todo, usted no
lo vio caer —terminó.
—Yo..., ¿qué quiere decir?
—Que estaba aquí, ¿no es verdad? Aquí, en la sala de estar.
—Sí, pero...
—Y oyó un ruido.
—Sí.
—Él bajaba en busca de una botella de vino, ¿correcto?
—Es cierto.
¿Qué diablos estaba haciendo? No conseguiría nada; todo resultaba
sencillo de explicar. Alberg estaba furioso consigo mismo. «Eres un
idiota», se dijo.
—¿Se cayó hacia abajo? —preguntó.
—De eso estoy segura, no cayó hacia arriba, sargento mayor.
—Lo que pregunto —aclaró Alberg— es si se cayó cuando bajaba o
cuando subía. —No tengo la menor idea.
—Piénselo —le pidió—. ¿Cuánto tiempo tardó? Él abandonó la sala y
usted escuchó un grito. ¿Cuánto tiempo transcurrió entre ambos
hechos?
Zoe se acercó a la ventana y le dio la espalda; contemplaba el día gris
y lluvioso.
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—No entiendo por qué me pone las cosas tan difíciles. —Sobre el
mostrador de la cocina había una botella de vino —murmuró Alberg.
Ya estaba. Lo había dicho.
—¿Por qué había una botella de vino en su cocina? —preguntó con
gentileza.
Ella volvió el rostro y se tomó su tiempo. Movió la cabeza y lo miró
con expresión burlona. No podía adivinarlo. No tenía la menor pista
de lo que ella pensaba. —No entiendo la pregunta —dijo, por fin. —
Su hermano bajó al sótano para buscar vino. —No le daría la menor
posibilidad—. Sin embargo, había una botella arriba, en la cocina.
—¿De verdad? —Pasó a su lado y se sentó otra vez en la silla de cuero
negro. Él sintió que el aire se alteraba con sus movimientos.
—A menos que se tratara de la botella que fue a buscar. —La observó
mientras ella pensaba. Se sentía con una paciencia
ilimitada—. Sin embargo, esta última hipótesis suena absurda, ¿no?
—Ella lo miraba y seguía pensando—. Si se cayó al bajar, no habría
subido la botella. —Zoe asintió con lentitud—. Si se cayó al subir, la
botella se habría roto con toda seguridad. —Ella asintió por segunda
vez—. Este es el problema.
—No creo que se trate de ningún problema, sargento mayor —dijo
ella—. De hecho, hay una explicación muy simple.
Él asintió.
—Adelante.
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—Lo había olvidado, eso es todo. Había olvidado que había una botella
en la cocina. —Se apartó el cabello de las sienes—. Soy una persona
olvidadiza. Con cierta frecuencia...
Alberg la miró a la cara; vio unos ojos azules, una piel tersa y pálida
y una boca lujuriosa, y supo que mentía. Se sintió hondamente
aliviado. Le lanzó una sonrisa luminosa.
—Ahora me gustaría ver a Kenny, por favor.
Zoe batió palmas y llamó en voz alta.
—¡Kenny!
Observó a Alberg de cerca, con curiosidad, mientras esperaban al
chico.
Se puso de pie cuando Kenny se deslizó en el interior de la sala, y alzó
una mano.
—Hola, Kenny —dijo. El niño vaciló, después con cierta timidez le
estrechó la mano—. Siéntate. —El chico se sentó en el borde de la
silla que se hallaba más cerca del pasillo que conducía al vestíbulo—.
¿Podemos beber un poco de café? —le rogó a Zoe.
—No estamos en un encuentro social —escupió ella—. Y no soy la
criada de nadie.
«Esto no va por buen camino», pensó Zoe con horror. ¿Adonde había
ido a parar su autocontrol? No soportaba la idea de perderlo.
Aspiró despacio, profundo, y le ordenó a su cuerpo que se relajase.
—Me disculpo —dijo con serenidad—. No me he comportado de un
modo muy hospitalario que digamos.
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Alberg le sonrió. Ella permitió que la sonrisa le penetrara en la piel.
—No hay por qué preocuparse —dijo él—. De todas maneras, bebo
demasiado café.
Se desplazó hasta la punta del sofá para estar más cerca del chico.
—Me gustaría formularte algunas preguntas, Kenny. ¿Te parece bien?
—¿Acerca de mi padre? —La mirada del muchacho vagó por toda la
habitación; Zoe percibió que se estrellaba contra su rostro como un
pájaro contra un cristal—. La gente aún no se ha enterado de su
muerte, ¿no es cierto? —¿Qué quieres decir? —le preguntó Alberg. —
Roddy no lo sabe. Roddy es mi mejor amigo. —Levantaba la tela de
la silla con dedos delgados y nerviosos—. Apuesto a que podría
quedarme con él. Seguramente se estará preguntando dónde estoy.
—Tal vez puedas llamarlo por teléfono —dijo Alberg. —Aquí no hay
teléfono —señaló Kenny—. No creo que el abuelo y la abuela tampoco
lo sepan —observó mientras continuaba rascando la tela.
Zoe se mordió la parte interna del labio para evitar gritarle que dejara
la condenada silla en paz. Le resultaba dificultoso en exceso
concentrarse en el policía con el inmundo niño en el cuarto.
—¿Dónde viven tus abuelos? —dijo Alberg al mismo tiempo que
sacaba el bolígrafo y la libreta de notas del bolsillo interior de la
chaqueta.
—En Winnipeg —respondió Kenny. Se cogió los codos con las manos—
. Una vez los fuimos a visitar. Pero, por lo general, los que vienen son
ellos.
—¿Sabes cuál es su apellido, Kenny?
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—Seguro que lo sé. Quenneville. El abuelo se llama Peter y la
abuela..., lo he olvidado.
—Los llamaré por teléfono desde el destacamento —dijo Alberg—. Si
lo deseas, llamaré también a Roddy.
—Sí, es una idea excelente. Conozco su número. Lo llamo a todas
horas.
Alberg apuntó el número en la libreta de notas. —Lo haré apenas
llegue —le dijo—. Mañana volveré para tenerte al corriente de las
conversaciones. Kenny se puso de pie.
—Podría ir a quedarme con él. Tal vez su padre venga a buscarme.
—Tal vez puedes hacerlo después del funeral —dijo Zoe. Se volvió
hacia Alberg y le ofreció una lánguida sonrisa, que él percibió falsa e
insegura; estaba furiosa con el niño por haberle robado el
protagonismo y la confianza.
—Flora —dijo Kenny—. La abuela se llama Flora.
—Muy bien —le aseguró Alberg—, lo recordaré. —Se puso de pie.
—¿Puedo ir con usted? —rogó el chico.
—Es mejor que te quedes conmigo —dijo Zoe con voz suave—. Por lo
menos hasta que tus abuelos vengan a buscarte—. Se levantó y se
situó detrás de él, con una mano sobre su cabeza, en lo que esperaba
pareciera un gesto de afecto—. Estoy segura de que vendrán por ti
una vez que el sargento mayor hable con ellos, ¿verdad, mayor?
El acercó su rostro al de ella. La mujer sufrió un espasmo de irritación.
Parpadeó, se quedó sin habla, furiosa.
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—Volveré —le aseguró al chico—. Mañana.
—¿Prometido?
—Lo prometo —dijo Alberg con los ojos fijos en Zoe.
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Alberg volvió al destacamento y se encontró con que apestaba a
vinagre y que la sala de espera estaba atestada de personas mayores,
algunas de las cuales se manifestaban hostiles.
—A veces tendría usted que emplear la puerta de atrás —le dijo
Isabella.
—¿Qué demonios es todo esto? —masculló el policía—.
¿Quién es toda esta gente?
—Han venido para verlo a usted. Si a veces empleara la puerta de
atrás... —dijo de nuevo en tanto algunos de los visitantes se ponían
de pie y de mal talante se iban en su dirección—. Sé cómo resolver
estos problemas.
—¿Dónde está Sid? —preguntó Alberg—. Ahora no puedo ocuparme
de esto. Debo hacer una llamada telefónica.
—Uno de ellos es Horace Orlitzki —explicó Isabella—. El hijo de
Ramona. Ha venido desde Cache Creek.
—¡Mierda!
—Perdón, señor. —Un hombre de unos setenta y cinco años se acercó
al mostrador. Era elegante y tenía el cabello blanco; a Alberg le
recordó al duque de Windsor—. Estas damas y estos caballeros
integran la delegación de los Seniors. Soy su interlocutor. Bernard
Rundle. —Extendió la mano derecha—. Se trata de la señora Orlitzki.
—Encantado de conocerlo, señor Rundle —dijo Alberg y le estrechó la
mano—. Discúlpeme un minuto. ¿Isabella?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Ella lo siguió al interior de la oficina.
—Isabella, maldita seas. Se supone que a esta hora tendrías que estar
en tu casa. En lugar de eso, has vuelto a hacerlo; lo has fregado todo.
Este sitio apesta a vinagre.
—Exacto. Hasta las ventanas. También le he dado un buen repaso al
escritorio.
—Pero es que hay una persona que se encarga de limpiar esto. No te
hemos contratado para hacer estos menesteres.
—Me parece —señaló ella con agudeza— que debería encontrarse en
esa gente que lo aguarda y dejar de lado el tema de quien limpia o no
limpia esto. Están preocupados por Ramona, igual que yo. Por lo
tanto, han venido a verlo para que les diga qué ocurre. ¿Qué les dirá?
—Ya te lo he dicho, bendito sea, no puedo ocuparme ahora de ese
asunto. Debo llamar por teléfono. Isabella titubeó.
—Menos mal que estoy aquí —dijo con calma—. Que me ocupo de
todo. Alberg suspiró.
—Lo sé, Isabella, lo sé. ¿Cuánto tiempo hace que esperan? —Los
ancianos han llegado hace diez minutos. Horace Orlitzki va y viene
desde hace más de una hora.
—Está bien. Hazlo pasar. Y después al señor Rundle. Si aparece Sid,
dile que quiero verlo.
Horace Orlitzki era un hombre alto y calvo que andaba por la
cuarentena. Tenía el rostro de un querubín y las manos suaves y
regordetas. Vestía una chaqueta a cuadros escoceses sobre un
pantalón de color azul marino.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Mi hermana Martha y yo hemos pensado en contratar a un D.P. —
le explicó a Alberg. —¿Un qué?
—Un D.P. Un detective privado. Queremos que esto se aclare de una
vez por todas.
—¿De qué se trata, señor Orlitzki?
—Lo entiendo de una determinada manera; una corriente puede haber
arrastrado el cuerpo, un derrumbamiento lo puede haber enterrado,
y muchas cosas semejantes que no se clasifican como
acontecimientos comunes. —Perdóneme. ¿Habla de su madre?
Orlitzki asintió.
—Según entiendo, ha de transcurrir un cierto lapso de tiempo hasta
que la declaren muerta desde el punto de vista legal. —Exacto.
—Por consiguiente, contrataremos a un D.P. para que encuentre el
cadáver. Así nos quedaremos tranquilos. ¿A quién nos recomienda?
—¿A quién les recomiendo?
—Me refiero al dinero. Sabemos que hay que pagar. —Permítame que
me aclare. Desea contratar a un policía privado para que encuentre el
cuerpo de su madre.
—Exacto. Lo ha comprendido.
—¿Qué pasará si la encuentran con vida?
—¿Perdón?
—¿Que ocurrirá si no está muerta?
Orlitzki sacudió la cabeza.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
229
—No sigo el hilo de sus pensamientos.
Alberg se puso de pie, se dirigió a la puerta y la abrió.
—¡Isabella! —tronó. Se volvió hacia Horace Orlitzki—. No conozco a
ningún D.P. Busque en las páginas amarillas de Vancouver.
—Pero...
—Señor Orlitzki, usted busca a su madre muerta; nosotros la
queremos viva. ¡Isabella!
Orlitzki retrocedió mientras murmuraba algunas imprecaciones.
Apareció Isabella con Bernard Ruñóle, seguido de cerca por Sid
Sokolowski.
—Sid —dijo Alberg—, aquí tienes el señor Rundle. Señor Rundle, es
mejor que converse con el sargento Sokolowski, que es quien se halla
a cargo del caso. Sid, el señor Rundle representa a los amigos de
Ramona. Están ansiosos por saber cómo marchan las investigaciones
referidas a su desaparición. Atiéndelo, por favor.
Una vez solo en la oficina, cerró la puerta y llamó a Gillingham.
—Esas heridas de Strachan —le dijo al doctor—, en la cabeza, en la
tripa, ¿pueden haber sido producidas con una botella? ¿Con una
botella de vino?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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39
—Hoy estaré ocupado —le dijo su padre— y llegaré tarde a casa.
—¿Se trata del nuevo empleo? —preguntó Kenny.
El padre le sonrió de aquella manera que a Kenny le gustaba tanto.
—No —dijo, mientras le revolvía el pelo—. Es otra cosa.
Su padre le comunicó que regresaría a la hora de la cena, y así lo
había hecho.
Volvió contento. Le preparó la comida que a él más le agradaba:
macarrones con queso y ensalada, y lo envió a la tienda a comprar
algunos bollos.
Bebió vino en exceso durante la cena, pero no estaba borracho del
todo; se mostraba feliz y dicharachero, y Kenny se sentía bien.
Después de acostarse, oyó un golpe en la puerta. Se abrió un poco.
—¿Ken? ¿Estás despierto? —Entró y se sentó en el borde de la cama—
. Todo marchará mejor a partir de ahora —le explicó al tiempo que
subía con fuerza las mantas para cubrir los hombros de Kenny—.
Sabes que he estado preocupado a causa del dinero.
Kenny asintió. Lo sabía; era cierto.
—Pero todo se arreglará. —Su padre le acarició la mejilla—. Seremos
ricos de nuevo. —Se levantó tambaleante y se cogió del marco de la
puerta—. Me he excedido un poco con el amigo vino —dijo—. Sin
embargo, las cosas irán de maravilla, Ken —expresó con una voz
seria, como si estuviera en la iglesia. Se colocó un dedo sobre los
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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labios—. Shhh. Quiero que veas algo. No te vayas. —Bajó hacia el
vestíbulo en dirección a su dormitorio.
Kenny puso las manos debajo de la cabeza y esperó.
Después de un rato, su padre regresó con algo entre las manos. Se
sentó otra vez en la cama de Kenny.
—¿Ves esto? —Su padre sacó de un sobre marrón tres cuadernos de
ejercicios pequeños y ajados: uno amarillo, uno rojo y uno azul.
Tenían las tapas descoloridas y las esquinas gastadas.
—No parecen gran cosa —admitió su padre—, no obstante, representan mucho dinero,
Ken. Un montón de dinero. —Entreabrió los ojos y la boca, y todo su cuerpo tembló por
un instante en un esfuerzo por contener la risa. Después de un momento se relajó.
Suspiró y abrió los ojos—. Quiero que los cuides durante un tiempo. Serán unos pocos
días. —Se puso de pie y buscó a tientas la pared. Se apoyó sobre ella y echó una mirada
por todo el cuarto—, ¿Dónde hay un buen escondite, Kenny?
—¿Por qué necesitas esconderlos? —preguntó el niño. El padre frunció
el entrecejo en dirección al cielo raso. —No es que lo necesite. No
obstante, lo haré de todos modos. ¿Dónde hay un buen lugar?
Kenny le mostró el agujero de su armario, el sitio en que la pared se
había agrietado. El padre guardó los cuadernos dentro del sobre
marrón y lo ocultó en el agujero.
—Perfecto —murmuró mientras vacilaba sobre sus pies inseguros—.
Perfecto. —Tomó a Kenny por los hombros—. No le digas a nadie que
están ahí —exigió con una voz solemne y misteriosa—. A nadie.
¿Prometido? —Y Kenny le dio solemnemente su palabra.
Dos días después el padre volvió a marcharse por cuestiones de
negocios. Esta vez no llegó a la hora de la cena. Kenny esperó y
esperó. Esperó durante toda la noche. Y el día siguiente. Y su padre
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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no regresó ni llamó por teléfono. Nadie lo hizo. Kenny temía usar el
teléfono por si su padre intentaba comunicarse, y temía abandonar la
casa, y temía permanecer en ella. Sin embargo, no se movió de allí a
la espera de su padre. No vino, pero apareció la tía Zoe, y le contó
que su padre estaba muerto.
Al principio, Kenny no la creyó. Después sí.
Cuando le dijo que recogiera su pijama, lo guardó en la bolsa de
gimnasia, junto con algunas otras cosas, y buscó en derredor alguna
fotografía de su padre para llevarse consigo. No halló ninguna.
Se puso la enorme chaqueta de esquí que tenía unos bolsillos muy
grandes y en uno de ellos, en el del lado interno, guardó el sobre
marrón. No quería dejarlo en la casa por temor a que entrara un
vagabundo, un ladrón o un chico con malas intenciones en la vivienda
vacía y lo encontrara.
Eso había ocurrido algunos días atrás.
Kenny no sabía por qué no le había dicho una palabra a su lía Zoe
hasta la comida en que ella le confesó que estaba buscando algo.
Ella lo asustaba; ésa era la razón. Al menos, en parte.
Aguardó a que se hiciera muy tarde, hasta que estuvo seguro por
completo de que en la casa no se escuchaba ni un solo ruido.
Entonces, cogió la linterna de la bolsa de gimnasia y el sobre marrón
del bolsillo, y se sentó en la cama, se cubrió la cabeza con las mantas
y sacó los cuadernos de ejercicios. Abrió el que estaba más arriba y
lo primero que vio, escrito en grandes letras, fue el nombre de su tía.
Kenny comenzó a leer.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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40
El miércoles, por la mañana muy temprano, Ramona descorrió la
cortina y miró la niebla que se agazapaba con morosidad alrededor de
unas sombras vagas, verticales, oscuras, que ella sabía que eran los
troncos de los abetos que rodeaban la casa. Su corazón se alegró al
percibir cierto brillo y pensó que cuando se levantara ya habría sol.
No veía las ramas de los árboles, ni los helechos, ni la gaulteria que
crecía a ras del suelo; sólo las pértigas oscuras de los troncos, que
parecían emerger de la niebla y desvanecerse en ella, como si los
árboles carecieran de ramas y no estuvieran enraizados en la tierra.
Ramona oyó el vibrante e insistente canto de un pájaro; una nota que
trepaba hacia arriba, que se repetía una y otra vez; una voz que
llamaba en la niebla, tal vez porque más allá adivinaba el sol.
Abandonó la ventana y se vistió. Una vez en la cocina, hizo una
pequeña marca con lápiz sobre la puerta de la alacena, junto a otras
tres iguales; de este modo sabría el tiempo que llevaba en la casa.
Comió dos galletas y dos nueces y bebió una botella de una sustancia
australiana que en apariencia contenía zumo de frutas rebajado con
agua.
Ramona necesitaba con desesperación zumo auténtico, auténtica
fruta. Incluso soñaba con frutas: deliciosas manzanas golden, con un
toque rosado en su interior; naranjas de ombligo, de piel gruesa, que
chorreaban una dulzura que parecía néctar; plátanos, frescos y
deliciosos; piñas no, eran demasiado ácidas; en cambio, nectarinas...,
melocotones..., fresas... Se cogió del mostrador de la cocina y lanzó
un ligero quejido. De algún modo, en alguna parte, conseguiría fruta.
No tenía la menor duda.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Cuando acabó el desayuno, salió fuera de la casa. Cerró con cuidado
y se aseguró de que la puerta quedara bien sujeta.
El aire estaba húmedo y pegajoso, olía a primavera. Ramona vagó a
través de la niebla hacia el cobijo de los árboles. Se sentía
maravillosamente feliz; intentó abrazar a uno de los árboles, pero los
brazos no le alcanzaron para rodear el tronco por completo. Frotó con
cuidado la mejilla contra la corteza rugosa y aspiró la aromática
fragancia de las ramas que susurraban por encima de su cabeza. Vio
un retazo de azul brillante y oyó el grito indignado y ronco del
arrendajo; se preguntó qué le habría ocurrido a su pájaro favorito. Lo
tenía controlado con la ayuda de unos prismáticos que también
empleaba con frecuencia para mirar hacia el mar: las diferentes clases
de embarcaciones y esas cosas; sin embargo, resultaban útiles para
ver a los pájaros. «¡Dios mío!», pensó, mareada, «no sé dónde está
el océano», y se cogió del abeto.
Ramona se abrazó con fuerza al árbol y esperó. La niebla era densa y
sofocante, era malévola y se burlaba de ella. Se sintió amenazada,
tuvo pánico; no obstante, esperó y esperó, sin saber con exactitud
qué, como si obedeciera alguna instrucción que no recordaba... Y
entonces, de repente, supo dónde estaba y quién era.
«Es como si alguien se te sentara sobre el pecho», pensó mientras
continuaba abrazada al árbol y jadeaoa levemente. «Es como hacer
fuerza contra un objeto inamovible, que de repente desaparece. Te
pierdes, y luego te encuentras otra vez.»
Sintió un terror que la hizo sudar.
Pensó en ir a la ciudad para conseguir frutas y libros de la biblioteca,
comer con Isabella y, al terminar el día, descansar en el hospital.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Ramona se apartó con delicadeza del abeto y se frotó los brazos.
Había transcurrido una semana. Una semana con la que no contaba.
Estaba muy feliz para habérsela tomado.
Se preguntó cómo reaccionarían las enfermeras cuando la vieran
regresar allí, fuerte como un roble.
Se abotonó la parte superior del abrigo, sacudió la cabeza con
cansancio, y se dirigió al camino.
Cuando llegó, se quedó inmóvil, desconcertada por la niebla que le
impedía ver la dirección que deseaba tomar. Y de repente, se dio
cuenta de que había cambiado de idea.
No estaba preparada para regresar. Todavía, no.
Abandonó el camino y se sentó junto a un árbol, sobre el suelo
húmedo. ¿Qué es lo peor que podría sucederme? —reflexionó para
sus adentros.
Olvidarse algo en la cocina y que se prendiera fuego.
Se estremeció de sólo pensarlo; ya le había ocurrido dos veces. No
había ardido la casa pero se había olvidado de un jarro sobre el fogón
hasta que su contenido rebosó. Tenía la certeza de que algo
semejante le ocurriría de nuevo, y ocurrió. Al día siguiente.
«Muy bien», se dijo, «lo que hay que hacer es sencillo. No encender
más la cocina, eso es todo. La desenchufaré; eso es lo que voy a
hacer».
Bien, ¿qué más podría pasar?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Experimentó un descorazonador bandazo de terror; en vano intentó
librarse de él. Por fin, habló en voz alta.
«Quizá me olvide de lo que hago, de dónde estoy y no vuelva a mis
cabales.»
Ramona se apoyó en el tronco del árbol. Era obvio que estaría mucho
mejor en el hospital cuando sucediera algo semejante —si ocurría—,
que vagando por el mundo a su antojo.
Necesitaba que alguien la llevara de nuevo al hospital, al doctor
Gillingnam.
«¿Cómo me aseguro de que lo que deseo que pase, va a pasar?»
elucubró.
Escribiría una nota en la que explicaría su situación y la prendería en
la parte delantera de su abrigo.
¿Y si perdía la memoria mientras estaba en la cama?
Decidió que escribiría varias notas y que las engancharía en el abrigo,
en el jersey que usaba siempre, en el camisón que había tomado
prestado de casa de Marcia. Sería humillante andar por ahí con notas
por todas partes; no obstante, suponían su protección, una protección
necesaria contra sí misma.
Se puso de pie con esfuerzo y miró a través del camino hacia el sitio
donde se hallaba la casa grande, hundida en la niebla y en el reflejo
del mar. Tal vez la señora Strachan saliera hoy y, por una vez, dejara
la puerta sin echar la llave. Una persona esbelta como ella, que corría
tanto, estaría bien provista de frutas frescas.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
238
Ramona tomó conciencia de un sonido: no era un pájaro, ni el océano
cercano, ni una maravillosa brisa que arrastraba la niebla.
Enderezó la cabeza, se concentró y observó; aguardó mientras
procuraba ocultarse.
Una forma humana se materializó. Ramona comprobó que se trataba
de un niño que se acercaba corriendo. Iba envuelto en una chaqueta
grande y apretaba algo contra su pecho. No la vio cuando pasó a su
lado; miraba el suelo fijamente, como si temiera que el suelo fuera a
desaparecer si le quitaba un ojo de encima.
—¡Hola! —dijo Ramona, y el niño se echó a un lado para alejarse del
sonido de la voz. La vio de pie en la niebla, en el borde del camino, y
detuvo su carrera.
Cuando Kenny terminó de leer los escritos, apagó la linterna y se
quedó despierto durante un largo rato en la oscuridad, bajo las
mantas. Sólo oía su corazón, que latía con tanta rapidez que parecía
que fuera a saltarle del pecho.
Tenía que escapar de allí.
Sin embargo, estaba tan asustado que no se atrevía a moverse.
De cualquier modo, debía marcharse; era lo más seguro.
Después de unos momentos, bajó las mantas con gran lentitud sólo
unos cinco centímetros. No ocurrió nada; por lo tanto, las bajó más y
espió a su alrededor.
El cuarto estaba sumido en la más completa oscuridad. Pronto
distinguió algunas formas. Contuvo el aliento y escuchó, pero sólo oyó
el sonido amortiguado del océano.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
239
Deseaba cubrirse la cabeza con las mantas y permanecer allí,
invisible, hasta que su padre viniera a rescatarlo. Se echó a llorar.
«Tengo que elaborar un plan», pensó, y recordó los diez dólares que
su padre le había entregado la última mañana.
—Sí no he regresado cuando vuelvas de la escuela, cómprate una
pizza —le había indicado. Pero Kenny prefirió esperar a que su padre
volviera para comprar la pizza, y su padre nunca regresó; en
consecuencia, aún conservaba los diez dólares. Supuso que le
alcanzarían para pagar el ferry.
Con mucho cuidado se levantó de la cama y caminó de puntillas,
agazapado, casi sin respirar, mientras recogía sus cosas. Guardó las
suyas en la bolsa de gimnasia y dejó las que le había comprado la tía
Zoe... Se estremeció y la borró de sus pensamientos.
Se vistió con lentitud, con calma; nunca se había comportado con
tanta serenidad en su vida. Se puso la chaqueta y se sentó en el suelo,
junto a la ventana, a la espera de que en el cielo apareciera un poco
de luz.
Había que recorrer un largo camino para llegar al ferry. Pero andaría
lo que fuera necesario, sabía que era capaz de hacerlo. Tal vez alguien
lo llevara una parte del camino. Acaso hiciera autostop, pero a la
gente no le agradan los chicos que practican el autostop. Con toda
probabilidad, le formularían un montón de preguntas acerca de dónde
vivía, adonde iba y si su padre sabía que estaba haciendo autostop.
No era una buena idea. Sin embargo, si caminaba como si algo le
preocupara mucho, alguien se detendría y se ofrecería para llevarlo,
y dado que él no pedía nada, no habría problemas. Y desde el ferry
que lo transportaría a la bahía Horseshoe, llamaría por teléfono a
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
240
Roddy y tal vez se quedara con él, quizá su padre fuera a buscarlo,
porque también había un largo recorrido desde la bahía hasta el
Vancouver Oriental.
Kenny se secó las lágrimas e intentó dejar de llorar, pero no pudo. Su
llanto era silencioso: no se oía.
—No pretendía asustarte —dijo la anciana.
Kenny apretó con fuerza la bolsa de gimnasia.
—Hará un buen día —exclamó la mujer.
Los ojos de Kenny se desplazaron de derecha a izquierda.
—La niebla se disipará al mediodía, quizás antes.
Kenny le lanzó una ojeada fugaz, después observó el camino o, mejor
dicho, el lugar donde suponía que se hallaba el camino.
—¿Adonde vas? —le preguntó.
—A casa.
Ella asintió.
—¿Dónde queda?
—No tengo por qué decirle nada —respondió Kenny.
—Tranquilo. Tienes razón.
El chico se movió.
—¿Puedo pedirte un favor? —rogó ella.
—Tengo que irme.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
241
—Si alguien te pregunta si me has visto, dile que no, por favor.
Kenny se detuvo.
—¿Por qué?
—¿Eres capaz de guardar un secreto?
Con ciertos reparos, el niño asintió.
—Me escapé.
Kenny frunció el entrecejo.
—¿De dónde?
—De un lugar donde meten a la gente cuando es vieja.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Kenny con aire escéptico—. ¿«Un lugar
donde meten a la gente cuando es vieja»?
—Regresé a mi propia casa, pero vinieron a buscarme. Por
consiguiente —explicó con las manos extendidas—, ahora estoy aquí.
—¿En el bosque?
Ella vaciló y luego señaló el camino.
Kenny se dio la vuelta y espió a través de la niebla.
—¿Dónde? ¿Qué?
—Hay una casita.
Kenny se acercó lo suficiente para verla. Inmediatamente volvió al
camino. Contempló a la anciana. Parecía un personaje sobrenatural
con aquel abrigo grande y el cabello gris todo revuelto. Sin embargo,
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
242
el rostro transmitía calma y amistad. Parecía una visión pero estaba
claro que no se trataba de una loca. Su tía Zoe, ésa sí que estaba
loca. Y su tía Zoe no parecía un personaje sobrenatural, en absoluto.
—¿De verdad se ha fugado? —le preguntó a la anciana.
—Sí, lo hice. —La mujer miró hacia el vacío como si imaginara algo—
. Creo que hace una semana.
—¿La están buscando? ¿No están desesperados a causa de su
ausencia?
—No lo creo. Quizás un poco preocupados.
Kenny asintió.
—Sí, mi padre se habría preocupado si me hubiera escapado. —Abrazó
con fuerza la bolsa de gimnasia—. Lo cierto es que ha muerto.
—¿Quién, tu padre?
Kenny movió la cabeza afirmativamente.
—Es terrible —musitó la anciana.
Kenny oyó un crujido a lo lejos. Miró hacia la niebla mientras se
esforzaba por ver algo. «Oh, por favor, Dios mío, ayúdame», rezó en
su interior. Dejó caer la bolsa al suelo y abrió la cremallera.
—Esto —le dijo a la anciana al tiempo que le confiaba el sobre
marrón—, por favor, ocúltelo; se lo suplico, escóndalo.
La vieja tomó el sobre marrón que le tendía. Lo miró asombrada y
comenzó a decir algo. Pero Kenny leyó en su rostro que ella también
oía un crujido, y no habló; se dedicó a escuchar con la máxima
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
243
atención posible. El ruido se hacía cada vez más fuerte... Fue entonces
cuando la tía Zoe surgió de entre la niebla con el temor reflejado en
el rostro, un temor que se convirtió en alivio y más tarde en ira.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le dijo con un susurro cargado de furia,
como si en la niebla no se pudiera hablar en voz alta.
Él lanzó una rápida ojeada a la anciana, pero ésta había desaparecido.
—¿Adonde crees que ibas? —inquirió la tía mientras lo cogía por un
brazo.
Él se preguntó si la anciana habría sido una persona real.
La tía Zoe lo empujó hasta el camino, y luego hasta la casa. Kenny
miró atrás por encima del hombro, pero no vio a la mujer; sólo se
percibía la niebla ondulante.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
244
41
Alberg se despertó temprano el miércoles por la mañana. Permanecía
con las manos detrás de la cabeza, mirando el cielo raso de su
dormitorio. Fuera aún estaba oscuro y apenas se veía. Las gatas
dormían a los pies de la cama, ronroneando como dos amantes.
Alberg rumiaba sus pensamientos e intentaba que tuvieran sentido,
que fueran coherentes.
—Seguro —le había dicho Gillingham—. Una botella de vino lo podría
haber hecho. Los dos. La herida en la cabeza y el hematoma en el
estómago. No obstante, pudieron ser otras mil cosas, tantas que odio
tener que repetirlas. Incluso, como usted señaló, la caída por la
escalera.
«Fue una desgracia que se matara al caer», pensó Alberg; «si se
hubiera roto sólo un brazo, una pierna, o nada de nada.... Desde
luego, como método de asesinato, arrojar a uno por las escaleras deja
mucho que desear».
«Sin embargo, si había sido un accidente, ¿por qué mintió acerca de
la botella de vino?»
«Está bien», siguió pensando, «digamos que lo hizo. ¿Cómo lo hizo?»
»Su hermano está de pie en la parte superior de las escaleras. Baja
en busca de vino. Dice algo, quién sabe qué, que la saca de sus
casillas; la mujer pierde su frialdad habitual y lo tira abajo. Por
desgracia para ella, él muere. Decide simular que fue un accidente.
En realidad, casi lo fue, si las cosas ocurrieron de ese modo.»
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
245
»Otra posibilidad. Ella lo planificó con anticipación. Lo atrajo a su casa,
lo golpeó en la cabeza con la botella de vino, después lo arrojó por las
escaleras para que pareciera un accidente.»
»Pero, ¿por qué, por el amor de Dios?»
Alberg se sentó en la cama. Se frotó con vigor el cuero cabelludo. Si
se decidía por alguna de estas alternativas, no tenía ningún maldito
modo de probar nada.
¿Y cómo encajaba el niño en todo este asunto? ¿Y el odio que ella
sentía por él?, ¿y el aparente temor que la mujer le inspiraba?
—Necesito más información —musitó. Echó una mirada al reloj que se
hallaba en la mesilla de noche. Seis y media. Las ocho y media en
Winnipeg. Cogió el teléfono.
Había intentado comunicarse varias veces en el trascurso de la noche
anterior con los abuelos de Kenny, pero las líneas estaban saturadas.
Esta vez tuvo más suerte.
Comprobó que ya tenían noticias de la muerte de Benjamin Strachan.
El abogado de los Strachan, que se había enterado por Zoe, se lo
había dicho el lunes por la tarde.
—Nos aseguró que Kenny estaba con su tía —dijo Peter Quenneville—
. Por supuesto, queremos hablar con él, pero la compañía telefónica
insiste en que ella no tiene teléfono. Es increíble. Me estoy volviendo
loco. Pensaba llamarlos a ustedes como último recurso.
—El niño está bien —informó Alberg—. Sin embargo, sé que desea
hablar con usted. Le pediré a la señora Strachan que esta tarde lo
lleve a un teléfono.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
246
—Iremos ahí —explicó el abuelo de Kenny—. Mi esposa no suele viajar
en avión. Saldremos en tren mañana; supongo que llegaremos a
Vancouver el sábado, alrededor de las diez de la mañana. Sé que es
tarde. Procure demorar el funeral hasta entonces, ¿de acuerdo? —El
tono de su voz no admitía réplica—. Dígale a Kenny que no se
preocupe, que su abuelo ya está en camino. Dígale eso.
Alberg se lo imaginó alto y robusto, con la espalda recta y una
abundante cabellera canosa.
—Se lo diré, señor Quenneville. A propósito, ¿conoce personalmente
a Zoe Strachan?
—Nunca la he visto —admitió Peter Quenneville—. Jamás. ¿Por qué?
¿Cómo es?
Alberg vaciló antes de hablar.
—Fría —dijo por fin—. Es... fría.
—Me lo imaginada. Me lo imaginaba. ¡Mierda! ¿No hay nadie más que
pueda cuidar de Kenny hasta que lleguemos?
—Tal vez —dijo Alberg mientras tomaba de la mesilla de noche la
libreta de notas y un bolígrafo—. Veré qué puedo hacer. Mientras
tanto, ¿me daría las señas del abogado que lo llamó?
El abuelo de Kenny lo hizo.
—Gracias —dijo Alberg—. ¿Qué sabe de la tía de Kenny, señor
Quenneville? ¿Hablaba Benjamin de ella? —Comenzó a dibujar un tren
en una página de la libreta de notas.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
247
—No mucho, señor Alberg. —Suspiró, y el policía oyó un sonido
ahogado, como si Peter Quenneville hubiera tomado asiento. Imaginó
que el anciano hablaba desde la cocina de la casa. Su esposa estaría
a su lado y escucharía preocupada la conversación—. Benjamín me
caía bien, usted me entiende. Pero era como un tiro al aire, como un
soñador; le costaba muchísimo conservar un empleo. Lorraine había
heredado algo de dinero cuando murió su abuelo, hace ya más de
veinte años, lo invirtió y le sacó provecho. Después de morir ella, él
lo dilapidó —dijo con un tono de voz lento y cansado.
Alberg casi percibió el humo que salía del aparato telefónico; nunca
había experimentado algo semejante.
—En algunas ocasiones recordaba a su familia —continuó
Quenneville—. De su madre y de su padre, hablaba con afecto. Tenía
buenos recuerdos. No obstante, sólo un par de veces mencionó a su
hermana, y era evidente que la temía.
Alberg le interrumpió el discurso.
—¿Por qué?
—No lo sé, hombre. ¿Cómo lo voy a saber? Sin embargo, estoy seguro
de que no me equivoco. Se crispaba con sólo oír su nombre. Nunca lo
pronunciaba, salvo que estuviera borracho. Espere un minuto. No
corte. —Habló con su mujer—. Flora y yo lo traeremos a casa con
nosotros. Queremos que se lo diga. El abogado dijo que aparecía en
el testamento.
—Se lo diré, señor Quenneville.
—Y procure que nos llame por teléfono.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
248
—Lo haré —dijo. El tren que dibujaba ya tenía una locomotora y ocho
vagones.
Inmediatamente, llamó a Edward Cherniak, el abogado de Benjamin
Strachan, al número que le había dado Peter Quenneville.
Habló, escuchó, asintió, agregó un furgón de cola a su tren, escuchó
un poco más y dibujó una señal de cruce frente a la locomotora.
—¿Le dijo ella qué contenía el paquete? —le preguntó al abogado.
—No —dijo Cherniak—. Sólo que se trataba de algo que le pertenecía.
Parecía enfadada porque yo no sabía nada del asunto.
Alberg formuló un par de preguntas más, le dio las gracias al abogado
y colgó.
Las gatas le pedían comida; por consiguiente, se levantó y cumplió
con la exigencia de los animales. De paso, él mismo desayunó, se
duchó y se afeitó. Percibió que se movía con mayor agilidad. Se sentía
excitado. Observó que la niebla colgaba de la ladera de la colina. No
alcanzaba a ver el puerto, apenas veía la carretera que estaba frente
a su casa.
Tan pronto como abrieron los bancos, se sentó para efectuar otra
llamada.
—¿Señora Hawke? Mi nombre es Alberg. Pertenezco a la R.C.M.P. de
Sechelt. ¿Usted es el gerente, verdad? Necesito cierta información y
me pregunto si usted podría ayudarme...
Unos minutos más tarde concertaba una entrevista con Harriet Hawke
en el banco del Vancouver Oriental.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Espió de nuevo por la ventana principal y descubrió con alivio el
resplandor de algunos rayos de sol entre la niebla.
Calculó que antes de la hora de la cena regresaría a casa de Zoe
Strachan.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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42
Tenían una tumbona en el terreno que había detrás de la casa, entre
ésta y el mar. Allí estaba Ramona a media mañana del miércoles,
tensa y estirada, abrazada a un gran sobre de color marrón. Se volvió
para mirar a sus espaldas, hacia la casa: ¿qué hacía allí, de vuelta a
su viejo hogar? Miró hacia adelante, hacia donde se suponía que
estaba el océano; no lo veía a causa de la niebla, sólo lo oía. Estaba
segura de que era por la mañana, pero ignoraba cómo lo sabía, y
también sabía que tenía que hacer algo importante. Sin embargo, no
lograba recordar qué.
Bajó la vista en dirección al sobre marrón, y lo hizo girar una y otra
vez entre sus manos. No comprendía lo que aparecía escrito en él. Por
último, lo abrió, espió en su interior y descubrió tres cuadernos de
ejercicios y una nota escrita a lápiz sobre un papel rayado. Y entonces
recuperó la memoria, y casi deseó olvidar de nuevo.
El niño no le había pedido que no los leyera, y a decir verdad, se decía
Ramona, temblando en medio de la niebla, tampoco le habría hecho
caso. Los leería de todos modos. No iba a aceptar un paquete de un
niño lleno de pánico sin mirar su contenido, y una vez descubierto que
se trataba de material de lectura, no dejaría de leerlo.
Por consiguiente, los leyó. De un tirón los leyó. Y después se levantó
de la mesa de la cocina, a la que había estado sentada mientras leía,
y se sintió enferma por el miedo.
Intentó distraerse con un buen desayuno. Abrió latas de jamón cocido,
de sardinas, de ostras, y de carne ahumada. Acompañó los manjares
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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con tostadas, copos de trigo y pan suizo. Bebió una especie de zumo
de naranjas australiano y se comió una lata entera de melocotones.
Al finalizar el festín, se sentía hinchada, insatisfecha y más
preocupada y asustada que antes. Por último, llegó a la conclusión de
que aquellos cuadernos debían obrar en poder de la policía y que la
policía se enterase de la existencia del niño. Le tomó cierto tiempo
decidir cómo cumplir con estas obligaciones preservando, al mismo
tiempo, su libertad.
Ramona luchó por levantarse de la tumbona y se encaminó hacia la
fachada de la casa. ¿Cuánto tiempo había perdido? ¿Demasiado?
¿Llegaría demasiado tarde?
Sostuvo el sobre marrón apretado contra su pecho e intentó pensar.
La niebla todavía no se había levantado. Por lo tanto, seguramente
aún era de mañana, y tal vez no todo estuviera perdido.
Se agachó, se apoyó contra la valla, trató de ver a través de la niebla
y esperó.
Esperó durante un buen rato que le pareció un siglo. Se puso de pie
en varias ocasiones para evitar los calambres en las pantorriílas. A
veces se sentaba en el suelo con las piernas estiradas, hasta que
sentía demasiada humedad y demasiado frío. Hablaba consigo misma
y se negaba a aceptar la posibilidad de haber perdido a Sandy
McAllister. Permaneció así a la espera de que pasara Sandy,
agradecida a la niebla que mantenía a la gente en el interior de sus
hogares. Finalmente oyó su inconfundible silbido, y, cuando emergió
de la niebla, ella se le cruzó en el sendero.
Sandy McAllister dio un grito.
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—Soy yo —dijo Ramona—. Sandy, soy yo, Ramona.
—Toda la ciudad —musitó Sandy— te está buscando. La ciudad
entera, Ramona. La policía. Todos. Todos te buscan. ¡Oh, y yo te he
encontrado! ¡Oh! ¡Oh!
—No, Sandy —explicó Ramona con actitud firme—. Tú no me has
encontrado. Yo te he hallado a ti. —Le tendió el sobre marrón—. ¿Ves
esto? —Sandy lo miró—. ¿Ves lo que dice?
—«Jefe del Destacamento de la R.C.M.P., Sechelt» —leyó Sandy en
voz alta—. Pareces una visión del más allá, Ramona. Te lo prometo.
—Quiero que entregues esto —le cortó Ramona. Le tendió el sobre,
pero Sandy retrocedió aferrado a su cartera de correos.
—No puedo hacerlo —dijo—. Entrégalo tú. Vamos —dijo, excitado—.
Yo iré contigo. Vamos, Ramona.
—No iré a ninguna parte —señaló Ramona—. Tómalo tú —lo instó al
tiempo que lo golpeaba con el sobre marrón en el estómago.
Sandy McAllister levantó ambas manos en el aire.
—No lo haré —afirmó.
Ramona, furiosa, lo golpeó en el hombro.
—¡Cógelo! ¡Entrégalo! ¿Qué clase de cartero eres tú, después de todo?
—No puedo, Ramona —imploró—. Te están buscando por todas
partes. Alguien enloquecerá si aparezco tan fresco con un paquete sin
franquear que tú envías. «¿De dónde lo has sacado?», me
preguntarán. ¿Y qué les digo? ¿Que lo encontré en la calle o algo
parecido? «No», diré: «Me lo dio Ramona», y ellos querrán saber
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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dónde estás y yo les diré que te encuentras en el matorral próximo al
sendero, y entonces ellos dirán: «¿No sabes que la ciudad entera la
está buscando?», y con toda seguridad me meterán en chirona por
obstrucción a la justicia. —Se detuvo sin aliento—. ¿Comprendes?
Ramona lo observó con detenimiento. Simuló un suspiro.
—Déjame que piense, déjame que piense —pidió.
Sandy McAllister la miraba con ansiedad mientras la anciana
reflexionaba.
Por fin, la mujer habló.
—Está bien —afirmó—. Me rindo.
—Estupendo —dijo el hombre muy nervioso—. Estupendo, Ramona.
—Sin embargo, en este momento me siento demasiado cansada para
moverme, Sandy —le dijo, en tanto se apoyaba sobre él con
pesadez—. Entrega el sobre a los de la Montada. —Se lo tendió por
enésima vez y él lo cogió—. Asegúrate de que llegue a manos del jefe.
Después les dices dónde estoy. Que vengan a buscarme y que me
lleven.
Él la miró incrédulo.
—Estaré bien, Sandy —lo tranquilizó—. Regresaré a mi casa y los
aguardaré.
El cartero dudaba en separarse de ella.
—Vete, vete —le dijo, exasperada, mientras agitaba una mano.
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Sandy McAllister se hundió en la niebla. Cuando estuvo segura de que
se había marchado, Ramona rodeó la casa deprisa y se dirigió hacia
la playa por el promontorio, hacia la casa de invitados de Zoe
Stracnan.
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255
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Zoe estaba en la cocina. De pronto se volvió para mirar al chico, que
la observaba desde el corredor que conducía al vestíbulo. Sacudió la
cabeza al pensar en las dificultades en que se habían metido Benjamín
y su segunda mujer al hacerse cargo de este niño.
«No logro imaginar», pensó con la mirada clavada en el muchacho,
«para qué lo querrían».
—Ven aquí —le dijo con un tono que manifestaba cierta amabilidad—
. Te estoy preparando la comida.
Lo sentó a la mesa de la cocina, bajo la pequeña ventana cuadrada
que había hecho construir tan alta que él no lograba ver nada, a
menos que se subiera a una silla.
Zoe miró a su alrededor con el entrecejo fruncido. —No recuerdo qué
pensaba preparar. —Le daría la comida al niño y se sentaría con él
mientras comía. Ella prefería hacerlo a solas; por lo tanto esperaría a
que Kenny volviera a su dormitorio a ver la televisión—. Creo que
comeré chuletas de cerdo —dijo—. Y patatas horneadas a la crema
con pan rallado.
Se sentó a la mesa, del otro lado que Kenny, y pasó las manos por la
superficie del tablero; primero la mano derecha y después la izquierda
mientras dibujaba parsimoniosamente unos arcos. Repitió la
operación cinco veces.
—Es importante que encuentre los cuadernos —le dijo al muchacho.
Kenny no respondió. Me estoy cansando de repetírtelo. Él se deslizó
como una culebra sobre la silla. —Ya te lo he dicho. No sé dónde están.
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Ella se dijo que era vital que pensara las cosas tranquilamente y con
cuidado para impedir el torbellino emocional en que la rabia podría
sumergirla.
—¿Adonde ibas esta mañana? —le preguntó.
—Ya te lo he dicho. No iba a ninguna parte. Sólo caminaba por allí.
Exploraba.
—¿Explorabas? ¿Con la niebla que había?
El se encogió de hombros.
—Te has comportado de un modo insensato al dejar la casa sin avisar.
Estaba preocupada por ti.
El niño le daba puntapiés a la pata de la mesa, sin fuerza pero de una
forma obstinada. A ella no le gustó su actitud.
—Ahora soy responsable de ti —le explicó—. Podías haberte caído en
las rocas. O en el mar.
—Sólo salí a dar una vuelta.
Zoe arqueó la columna vertebral y se frotó las vértebras con los
puños. «Con toda probabilidad», pensó, «estarán en la caja de
seguridad de ese maldito banco. Pero no; tienen que estar en la casa.
Es posible que aún estén en la casa. El que no los encontrara...» Lo
cierto era que la aparición inesperada del muchachito la había
confundido.
—Cuando era niño, Benjamín tenía un montón de escondites —dijo y
se rió—. Los tenía por toda la casa.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—¿Y tú cómo sabes que estaban en su poder? Si eran tuyos, ¿por qué
los tenía papá?
La mujer sonrió.
—Sé que los tenía —señaló con voz suave—, porque lo leía en su
rostro. —El niño comenzó a protestar; ella hizo un ruido con la lengua
y sacudió el dedo índice frente a los ojos del pequeño—. No discutas.
Sé lo que he visto. Sin embargo, te doy la razón en una cosa. Él no
tendría que haberlos tenido. De hecho, no había ninguna razón para
ello. —Se inclinó sobre la mesa—. Los robó. De esa manera los obtuvo.
—Mi padre jamás habría robado. No hables así. —Tenía el rostro rojo,
con una expresión de enfado, aunque Zoe estaba segura de que
todavía le tenía miedo.
Lo miró impasible y se recostó sobre la silla.
—Quizá tengas razón. Es probable que los encontrara en alguna parte.
En un viejo baúl o algo así. De todas maneras, no tiene importancia.
Iba a devolvérmelos. Eso es lo fundamental. No es justo que no los
recupere porque se muriera antes de entregármelos.
—¿Cómo sabes que te los iba a devolver?
En la voz del niño había un perpetuo gimoteo que afectaba los nervios
de Zoe.
—Porque me lo dijo —le espetó.
Kenny la miró con desconfianza.
—Cuando vino a mi casa —explicó—. Esa es la razón por la que vino
a mi casa.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—¿Por qué no te los trajo, entonces?
—¡Oh, por todos los santos! —Se puso de pie y fue hasta la nevera;
abrió la puerta y sacó del congelador unas chuletas de cerdo. Las dejó
sobre el mármol de la cocina, cerca del horno microondas. Volvió a la
mesa y se agachó junto al niño—. Tu tarea consiste en ayudarme a
encontrar mis escritos. Están en algún sitio de aquella casa. Tu tarea
consiste en ayudarme a encontrarlos.
—No sé dónde están —dijo él—. De verdad que no lo sé.
Ella lo miró fijamente.
—Siento una aversión de larga data hacia los niños —explicó—. Eso
significa que no me gustan.
—Podría...
—Sí, sí. Ya sé. Podrías irte con Roddy. —Se puso de pie y sacó las
patatas de un cajón. Todavía no.
—¿Cuándo celebraremos el funeral de mi padre?
—Pregúntale al policía la próxima vez que lo veas.
Después de un momento de silencio, dejó la patata que pelaba y se
sentó junto a la mesa.
—¿Sabes? —exclamó con expresión pensativa—, no te he contado qué
hay en esos cuadernos.
—No me importa —dijo Kenny—. Me da lo mismo.
—Son libros en los que escribí cosas cuando era una niña.
—No tienes que explicarme nada.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Los llamaba mis escritos. Es lo que son. Tonterías. Ejercicios de
escritura.
El muchacho permaneció en silencio.
—Escribía historias. ¿Comprendes? Historias inventadas. Como las
que lees en los libros.
Él miraba al suelo sin hablar.
—No son cosas verdaderas, niño estúpido. Sólo fabulaciones,
inventos. ¿Me entiendes? —Se dio cuenta de que le gritaba. Él parecía
tenso y frágil, y no pronunciaba una palabra.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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44
A últimas horas de la tarde, Alberg volvía una vez más a la casa del
promontorio. A esa hora la ciudad entera sabía que habían encontrado
a Ramona Orlitzki.
Y que la habían perdido de nuevo.
Alberg había hablado por teléfono con Isabella desde el Vancouver
Oriental y, por radio, con Sid Sokolowski cuando conducía hasta
Langdale desde el ferry. Confiaba en que Sandy McAllister hubiera
disfrutado de sus diez minutos de gloria, porque después había caído
en completa desgracia. Isabella no le dirigía la palabra, y Sid lo
culpaba de algo. Sid estaba furioso. Alberg lo comprendía. Resultaba
embarazoso en extremo que todo el destacamento estuviera patas
arriba a causa de una anciana de setenta y cinco años cuyas
facultades mentales se suponía que no funcionaban demasiado bien.
Al menos, aún estaba con vida, pensaba Alberg en el momento en que
enfilaba en dirección al camino de Zoe Strachan. Y, al parecer, en
buen estado de salud. Al menos, Horace, el idiota de su hijo, sabía
que estaba viva; eso, reflexionó Alberg, le resultará de verdad
reconfortante. Ojalá el D.P. le cobrara un ojo de la cara.
Saltó del coche y avanzó con paso cansino hacia la casa de Zoe
Strachan. No poseía mayor información que la que tenía por la
mañana. En realidad, la visita carecía de sentido, salvo que se la tenía
prometida a Kenny.
Llamó a la puerta. Zoe abrió y sonrió como si lo estuviera esperando.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
261
En la sala, el sol entraba de manera sesgada a través de las puertas
acristaladas, dejaba ver grandes jirones de luz sobre la alfombra y
relucía sobre el negro cabello de Zoe Strachan.
—¿Han decidido ya —preguntó la mujer al tiempo que golpeaba el
brazo del sillón de cuero donde permanecía sentada—si se abrirá una
investigación judicial?
—Permítame que antes le formule una pregunta –señaló Alberg desde
el sofá—. ¿Por qué intentó revisar el contenido de la caja de seguridad
de su hermano?
Zoe lo estudió de arriba abajo durante un largo lapso de tiempo.
Alberg pensó de nuevo en una antorcha, pero esta vez sabía que su
rostro era inescrutable. Le devolvió la mirada con placidez, y en su
mente apareció la visión de Kenny cuando lo espiaba entre la persiana
veneciana.
—El testamento —dijo, por fin—. Quería saber qué pasaría con el niño.
—Ella cambió de posición y arqueó un poco la espalda—. ¿Cómo lo ha
sabido?
Alberg le sonrió.
—¿Le permitieron a usted ver la caja de seguridad?
Él se encogió de hombros sin hacer demasiado caso de las palabras
de la mujer.
—La Gestapo —dijo ella distraída, todavía con la vista fija en él.
—Entiendo —cambió de tema Alberg— que Kenny vaya con sus
abuelos.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
262
—Sí —dijo Zoe—. He hablado con el abogado.
—Igual que yo.
—Lo hizo —confirmó Zoe.
De repente, Alberg se sintió ingrávido, como si el aire se hubiera
esfumado de pronto.
—No ha respondido a mi pregunta —protestó Zoe— sobre la
investigación.
Alberg titubeó antes de hablar.
—No —expresó—. No creo que se haga.
Ella permaneció impasible, pero Alberg experimentó una sensación de
abandono de algo. Se dio cuenta de que Zoe se había dejado ir. Por
un momento, se sintió perdido, abandonado.
—Supongo que desea ver al niño —comentó la mujer poniéndose de
pie sin esfuerzo, de un solo movimiento, como una atleta—. Lo traeré.
La observó mientras se marchaba y se sintió invadido por una tristeza
indescriptible.
Kenny saltó a toda velocidad de la cama cuando oyó que Zoe se
aproximaba a su cuarto. La mujer abrió la puerta sin llamar, como lo
hacía siempre. Su cara expresaba una enorme frialdad.
—El policía está aquí —le dijo. Él ya lo sabía; había oído el timbre y
espiado en el recibidor para verlo.
La siguió a la sala de estar.
—Llamé por teléfono a Roddy —le explicó con una sonrisa.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Kenny se sentó en el borde de la poltrona.
—En realidad, hablé con sus padres —corrigió Alberg. Con su madre,
para ser más exacto. Está muy apenada por la muerte de tu padre,
Kenny.
—¿Dijeron si viviría con ellos? —Debió aclararse la garganta en mitad
de la frase; la tenía tan seca que a duras penas le salían las palabras.
—No necesitas irte con ellos —cortó tajante Zoe—. Estás conmigo. No
se puede permanecer en dos lugares al mismo tiempo, ¿no te parece?
Kenny y el policía la miraron y luego sus ojos se cruzaron.
—Ya veremos —aclaró Alberg—. Tu tía y yo charlaremos sobre este
asunto.
Kenny se sintió un poco mejor.
—También llamé a tus abuelos —agregó Alberg—. Llegarán aquí el
sábado.
—Maravilloso —comentó Zoe, y se sentó en el sillón de cuero.
—Su hermano les agradaba —le informó el policía—. Y sienten un
afecto profundo por Kenny.
—Sí —confirmó el niño. Se frotó el ojo derecho con el dorso de la
mano.
—Desean que vivas con ellos —dijo Alberg.
Kenny sintió que de manera repentina los ojos se le llenaban de
lágrimas.
—También era el deseo de tu padre —añadió Alberg.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Kenny se deslizó de la silla y se sentó cerca del policía, en el sofá.
—Yo quería ir con ellos —dijo—. Se lo había pedido a mi padre. Pero
él no quería. —Miró con rapidez a Zoe y después bajó la vista hacia
sus propias manos.
—Supongo que pretendía que no perdieras tus clases —argumentó
Alberg.
Kenny se acercó más aún.
—Él no quería que me ocurriera nada malo —le confió en voz tan baja
que Alberg se esforzó para oírlo.
Del otro lado del cuarto, su tía se removió inquieta en el sillón de
cuero negro.
—¿Cuándo dijo que llegaban los abuelos, sargento mayor? —
preguntó. Se levantó, se acercó a Kenny y dejó que sus dedos
descansaran sobre el pelo del niño. Era como si algunos insectos
voladores se hubieran posado allí, sobre su cabeza.
—El sábado —repitió el policía mientras observaba detenidamente a
Kenny—. He tenido una idea. A los abuelos les gustaría conversar con
Kenny, señora Strachan. ¿Por qué no lo lleva a un teléfono para que
hable con ellos?
Kenny hubiera jurado que su tía lo miraba desde arriba, en el centro
mismo de su cabeza.
—¿Cuándo emprenden el viaje? —preguntó la mujer.
—Mañana a mediodía —respondió Alberg.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Ella retiró la mano de la cabeza de Kenny, retrocedió un paso y se
cruzó de brazos. Adoptó una expresión risueña.
—No encuentro ninguna razón para negarme —dijo, y en el pecho de
Kenny, durante unos instantes, se abrió una enorme fuente de
felicidad—. Le diré algo. Venga a buscarlo por la mañana temprano.
Llévelo a desayunar, si lo desea.
—¿Está bien, Kenny? —preguntó el policía mientras le miraba el rostro
con mucha atención tratando de leer en sus ojos.
«Tal vez sea capaz de ver por sí mismo que no todo está tan bien»,
pensó Kenny.
—Seguro —dijo.
El policía le rodeó los hombros con un brazo.
—A las siete en punto. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —aceptó Kenny. Quizá lo lograran.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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45
Cuando Sandy McAllister entró precipitadamente en el destacamento
el miércoles por la mañana, amontonó el correo sobre el mostrador,
farfulló deprisa las novedades acerca de Ramona, y se aprestó a que
lo consideraran el héroe de la jornada.
Horas después, Isabella, cansada y distraída, recogió el correo del
mostrador, lo llevó a su escritorio y procedió a clasificarlo. El sobre
marrón dirigido al jefe del destacamento tenía una leyenda escrita en
letras mayúsculas: «PERSONAL»; por lo tanto, Isabella lo llevó al
despacho de Alberg y lo dejó sin abrir sobre el escritorio.
Alberg lo encontró por la noche, cuando hizo un alto en el trayecto de
la casa de Zoe Strachan hasta la suya.
Él sobre carecía de remitente. Lo abrió con cautela y dentro encontró
tres ajados cuadernos de ejercicios y una nota. «Por favor, lea éste —
rezaba la nota escrita a lápiz sobre un papel rayado—, y cuide del niño
que está en la casa de la señora Strachan». «Por favor» aparecía
subrayado dos veces.
Alberg miró otra vez el sobre. Abrió uno de los cuadernos de ejercicios
y experimentó como un fuerte golpe en la boca del estómago:
«Propiedad privada de Zoe Strachan. No lo lea. Peligro de muerte».
Llamó a Isabella a su casa.
—¿Quién lo trajo? —preguntó.
—Vino con el correo —respondió la secretaria.
—No lo creo —dijo Alberg—. No tiene sellos ni señales de haber
pasado por una oficina de correos.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Estoy segura —afirmó Isabella—. Estaba con el correo.
—Está bien —accedió Alberg mientras pasaba el pulgar por encima del
cuaderno amarillo. Colgó y buscó en la guía telefónica el número de
Sandy McAllister. Pero Sandy no estaba o había resuelto no contestar
el teléfono.
Alberg comenzó a leer.
Media hora después, introdujo el cuaderno de ejercicios y la nota
dentro del sobre. Con el canto de la mano empujó el sobre hasta el
borde del escritorio. Estaba sentado tranquilo, con la mirada fija en el
sobre; sin embargo, las manos se apretaban con fuerza contra la
superficie del escritorio como si de repente fuera a levantarse con un
fuerte impulso.
Por fin, cogió el teléfono y efectuó tres llamadas. La última fue para
Sid Sokolowski.
Cuando llegó el sargento, Alberg le confió el cuaderno amarillo y le
pidió que lo leyera.
Sokolowski leyó.
—¡Mierda! —exclamó el sargento con asombro. Levantó la vista de las
páginas cubiertas con una escritura infantil—. ¿Es esto cierto o qué?
—Debemos verificarlo. No obstante, me temo que sí.
—Entonces, nos hallamos frente a la posibilidad de un proceso penal.
Alberg asintió.
—¿Qué edad supone que tenía en esa época?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—He leído los tres condenados cuadernos. Tenía doce.
—Jesús! —exclamó el sargento. Guardó con cuidado el libro amarillo
dentro del sobre—. ¿La condenarán?
—Con toda probabilidad —dijo Alberg—, si es verdad. Llamé al
juzgado. Es asunto de ellos.
—Necesitaremos dos órdenes.
—Sí —admitió Alberg—. Se lo he dicho.
—¿Cómo manejará este embrollo?
—Lo primero... —Se puso de pie y se acercó a la ventana. Subió la
persiana hasta arriba y después la dejó caer con fuerza—. Quiero
sacar al niño de allí. No podemos detenerla hasta no tener un informe
grafológico del laboratorio, y no estará listo por lo menos hasta
mañana. No pienso esperar. Lo sacaremos de allí ahora mismo.
—Sí —afirmó Sokolowski—. Llamaré a Frieda, le diré que venga
enseguida. —Frieda Listad trabajaba para el ministerio provincial de
servicios sociales. Era otra de las primas de la mujer de Sid
Sokolowski, hermana de Ludmilla.
—Esperaba que lo sugirieras —exclamó Alberg con alivio.
—Seguro. Hay motivos más que suficientes para preocuparse por el
niño. Es todo lo que ella necesita.
Se oyó un golpecito en la puerta. El oficial de servicio se asomó a
través de la puerta entreabierta.
—Ha llegado el juez, mayor.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—Ahora mismo salgo —señaló Alberg—. Todo en orden —le dijo a
Sokolowski—. Dile a Frieda que venga lo antes posible. Tan pronto
como confirmemos que este..., este incidente ocurrió de verdad,
actuaremos. Deseo que Frieda venga con nosotros. Tendremos las
órdenes en nuestro poder, obtendremos las pruebas y Frieda estará
en condiciones de hacerse cargo del muchacho.
—Karl —murmuró Sokolowski al mismo tiempo que se acercaba al
teléfono— ¿Cómo llegaron a sus manos esos cuadernos de ejercicios?
—No estoy seguro —confesó Alberg mientras se encogía de hombros
dentro de su chaqueta—. Me parece que a través de Ramona.
El sargento se quedó con la boca abierta.
—¿Ramona? —exclamó incrédulo—. ¿Ramona?
—Ramona —confirmó Alberg—. Por medio de Sandy Mc Allister.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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46
Otra vez estaba furiosa, después de todo el tiempo transcurrido.
Después de todo el tiempo transcurrido, temía mirarse de nuevo al
espejo; temía ver sus ojos saltones, desorbitados por la ira que
albergaban. Se sentía como cuando era una niña: atenazada por el
furor.
Luchó contra estos sentimientos durante un largo rato.
Buscó al chico, pero había desaparecido.
«Se ha marchado», pensó, y voló hacía el vestíbulo. Se abalanzó
sobre la puerta abierta del cuarto y encendió la luz que estaba en la
cabecera de la cama. Tenía puesto el pijama; estaba en el lecho; tal
vez, dormido.
—Tengo que pensar —dijo en voz alta, y se apretó las sienes con las
manos.
Bajó al cuarto de trabajo, encendió la luz y se encerró dentro. Con un
pincel, cubrió la superficie del armario de una selladora de pintura y
se sentó a esperar.
Golpeaba el suelo de cemento con los pies; primero con uno, después
con el otro.
Oía el ruido que producían las suelas de cuero sobre el cemento y,
desconcertada, levantó los brazos y observó su cuerpo. ¿Por qué no
se había puesto las zapatillas de deporte? ¿Por qué vestía aún sus
mejores pantalones de lana y la camisa blanca de seda que había
usado por la mañana? ¿Por qué no se había puesto los tejanos viejos
y se había cubierto con el chándal antes de bajar?
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Ahora tendría que moverse con mucho cuidado para no mancharse la
ropa mientras trabajaba.
Con precisión, manipuló la rasqueta a lo largo de la madera;
arrancaba largas tiras de arrugada pintura marrón; sin embargo, no
le había dado tiempo suficiente a la selladora para actuar y la pintura
se enganchaba con fuerza a la madera. Raspó con más vigor y mayor
rapidez. De repente, la rasqueta se deslizó y se raspó en la mano, que
comenzó a sangrar.
Zoe cogió un rollo de toallas de papel de un estante y lo presionó
contra la herida. La sangre le manchó los pantalones de lana y la
camisa de seda.
Desanimada, miró a su alrededor. El armario era la última pieza que
le faltaba por terminar. Junto a las paredes se alineaban muebles que
había reparado con meticulosidad. Había montones y montones.
Había llegado el momento de vaciar el local. Alquilaría un camión tan
pronto como se acabaran sus problemas con el retorcido muchacho,
y llevaría las piezas terminadas a un basurero. Adquiriría algunas más
en las casas de antigüedades y de venta de muebles usados que se
hallaban en la costa y en la Lower Mainland.
La mano le temblaba. Con cautela, espió por debajo de las toallas de
papel empapadas. La hemorragia cesaba ya. Apagó las luces y subió
las escaleras, dolorida y desconsolada.
No obstante, al menos la ira había desaparecido.
En el cuarto de baño anexo a su dormitorio se lavó la mano herida y
la vendó. Se quitó los pantalones y la camisa y los arrojó al cesto de
ropa sucia que estaba en su cuarto. Se puso los tejanos, el chándal y
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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las zapatillas deportivas; se pasó un peine por el pelo; tomó dos
aspirinas, y bajó al cuarto del niño.
Abrió la puerta y le ordenó que fuera a la sala de estar.
—Hasta hoy pensaba que no sabías dónde se encuentran los escritos
—le dijo una vez que ambos se sentaron: ella en el sillón de cuero;
él, con el pijama puesto, en la silla que estaba próxima al corredor—.
Hoy he comprendido que lo sabes.
Sintió que su corazón latía más deprisa y que luego se calmaba un
poco. No permitiría que la ira la cegara. Y era la proximidad del niño
lo que se la provocaba. El cerebro le jugaba una mala pasada y se
distraía en su presencia. Por eso evitaba mirarlo.
El chico estaba sentado, delgado y ansioso; de repente, se echó a
llorar.
—Iremos a tu casa —ordenó la mujer—. Tú y yo.
—¿A mi casa? —Se le quebró la voz. Se aclaró la garganta—. ¿A tu
casa?
—Y me ayudarás a encontrar los escritos.
—Pero..., pero tú ya lo has revisado todo. Ya has mirado en toda la
casa.
—No pueden estar en ninguna otra parte —afirmó Zoe—. No estaban
en sus bolsillos, tampoco en el coche —dijo mientras chasqueaba los
dedos—, y por lo que deduje de las palabras del policía, tampoco en
la caja de seguridad del banco. Por consiguiente, están o en su oficina
o en su casa. —Miró con la mirada perdida a su alrededor—. Estoy
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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casi segura de que no se encuentran en su oficina. Entonces, tienen
que estar en su casa.
—No sé dónde están. Te digo la verdad. Te digo la verdad.
Zoe se puso de pie y apretó las manos con fuerza.
—En realidad, tu llanto me resulta inadmisible. Me parece que no te
das cuenta de cuál es tu verdadera situación. Y te hablo muy en serio.
Él moqueó, bufó y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Se
trataba de un débil, desgreñado, descarnado trozo de humanidad; y
para colmo resultaba tan inútil como su padre.
—Sigue mi consejo: ponte la chaqueta —le dijo la mujer con frialdad,
y lo observó a medida que el muchacho se alejaba en dirección a su
cuarto.
Ella se encaminó al armario para buscar la gabardina, y volvió a la
sala de estar. Se sentó y jugó con el mando del televisor saltando de
cadena en cadena. No entendía nada de lo que estaba pasando ante
sus ojos. Era como si hablaran en diversos idiomas incomprensibles.
Por fin, llena de impaciencia, miró la hora. Con sorpresa descubrió que
era medianoche. Había perdido el último ferry.
Lentamente, con los ojos en blanco, Zoe se puso de pie. Unos
temblores le recorrían los músculos de los hombros. Sus manos se
habían transformado en puños agarrotados. Batallaba ferozmente
para controlarse...
Habría ganado, habría vencido la feroz contienda, si no hubiera bajado
al vestíbulo para decirle al chico que se fuera a dormir, si no hubiera
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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abierto la puerta de su cuarto y hubiera descubierto la cama vacía y
la ventana abierta.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Aquella noche, la niebla había serpenteado desde el mar y bajado
desde la cima de las colinas. Rodeaba la casa de Zoe Strachan y la
residencia para invitados, donde Ramona Orlitzki veía la televisión,
bebía su ginebra y se preguntaba si la policía habría rescatado ya al
muchacho.
Cassandra Mitchell miraba por la ventana de la cocina y no lograba
ver el océano ni el cementerio indio; ni siquiera el camino que pasaba
a cincuenta metros de la puerta principal. Sin embargo, veía unas
luces, difuminadas y distantes, y por un momento imaginó que estaba
en un barco y que observaba a través de la niebla las luces de un país
desconocido.
Karl Alberg no tenía paz ni sosiego a la espera de que sonara el
teléfono. Por lo tanto, decidió dar un par de vueltas a la manzana.
Salió sin tener en cuenta la niebla y se encontró con que allí estaba:
los dedos húmedos en el cabello, la palma pegajosa presionada
suavemente contra el rostro. Cambió de idea acerca de la caminata.
Se preguntó si alguna vez la niebla había sido tan espesa, tan densa.
Mientras tanto, llegó la hora de acudir a casa de Zoe Strachan. No es
que le importara, se decía una y otra vez. Lo que ocurría es que
conducir se convertía en una tarea peligrosa. Odiaba la niebla cuando
era tan corpórea que los faros de su coche la iluminaban pero no
lograban penetrarla. La odiaba cuando bajaba la ventanilla del
automóvil y sacaba la cabeza al exterior para ver mejor y percibía la
aceitosa caricia de la niebla sobre el rostro y la imaginaba
deslizándose en el interior de sus pulmones; entonces, procuraba no
respirar. Descubrió que en aquel momento no inhalaba aire, de pie
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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frente a la puerta del destacamento. Por supuesto, regresó al interior
a toda velocidad.
Después de medianoche, Zoe Strachan cerró y echó el pasador a la
ventana de Kenny. Se puso la gabardina con el cinturón bien prieto
alrededor del cuerpo y salió de la casa para sumergirse en la niebla.
Llevaba una linterna.
A Ramona le pareció que alguien golpeaba la puerta. Al principio, no
hizo caso para no asustarse. Por fin, se levanto y la abrió. El chico
estaba allí, y lo dejó entrar. La niebla se cernía sobre la casa y se
enredaba como algodón entre las ramas de los abetos.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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La niebla lo envolvía todo a su alrededor. Zoe se imaginó al niño oculto
en la densa cortina de niebla, agazapado, espiándola cuando ella no
podía verlo. Le dolían los ojos, incapaz de fijarlos en ningún punto; la
niebla avanzaba y retrocedía, llameaba y palpitaba; en ocasiones Zoe
se veía obligada a cerrar los ojos..., pero no por mucho tiempo,
porque estaba muy cerca de las rocas y del mar.
Dio la vuelta a la casa mientras intentaba iluminar el patio con el haz
de la linterna; se inclinó para enfocar los escondrijos y las hendiduras
de la playa rocosa, pero allí abajo sólo estaba la niebla, impenetrable
unas veces, sutil otras, con las negras aguas que se movían sin
descanso detrás de ella. La brisa del frío océano arrojaba más y más
niebla sobre la tierra firme, amontonándola como nubes aplanadas
sobre su propiedad. ¿Qué explicación daría si el niño se mataba,
destrozado entre las rocas o ahogado en el Pacífico? No necesitaría
explicarlo, se decía a sí misma. Si el chico es lo suficientemente
estúpido para vagabundear en medio de la noche, en medio de un
banco de niebla, merecía hacerse polvo contra las rocas o perecer en
el mar.
No deseaba que se muriera. Quería hallarlo con vida. Antes de que se
encontrara con el maldito policía o tuviera acceso a una cabina
telefónica, lo llevaría directamente a Langdale y juntos esperarían en
el coche la salida del ferry de las seis.
Si recuperara los condenados escritos...
La furia la hacía temblar. Se detuvo, descansó, respiró hondo
repetidas veces, procuró relajarse desesperadamente..., sin embargo,
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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el pensamiento de ese niño tan retorcido era suficiente para hacerle
subir la presión sanguínea como un cohete.
«Detente, Zoe», se dijo. «Detente. Piensa.»
Había dado la vuelta a la casa; había controlado la playa tanto como
le había sido posible. No había oído ni un quejido, ni un gemido, ni
más ruidos, que no fueran los bramidos del mar, el ulular del viento y
su propia respiración trabajosa.
Con toda seguridad, se había marchado por el camino, pensó. No por
su parte central, sino por uno de sus lados.
Más que andar habría corrido sin parar y ya se habría alejado
bastante. Zoe, vuelta a la racionalidad, se introdujo en el coche y
condujo hacia el sendero.
Los faros del coche provocaban que la niebla pareciera danzar una
danza macabra. Zoe escudriñaba en esa masa informe con la cabeza
fuera del vehículo, y conducía con mucha lentitud. La niebla y el brillo
de los faros le impedían distinguir nada. Apagó las luces. El coche se
deslizó a ciegas sobre el sendero; sin embargo, iba a tan poca
velocidad que no se preocupó por accidente o choque alguno. Estaba
tan acostumbrada a esa ruta, que la conocía palmo a palmo incluso
en mitad de la niebla. Cuando llegó al camino, encendió las luces y
enfiló en dirección a Sechelt.
¿Qué ocurriría si el niño había llegado al destacamento de policía y
había llamado a su condenado amigo Roddy? «Pero eso es imposible,
no ha tenido tiempo», pensó. Y entonces, en aquel preciso momento,
al lado izquierdo, vio un resplandor donde se suponía que estaba la
casa de invitados.
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«La casa de invitados. La casa de invitados. Esa maldita sabandija
está allí.»
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—¡Mierda! —exclamó Alberg mientras colgaba el teléfono. —¿No hubo
suerte? —preguntó Sokolowski. —Ninguna. ¡Jesús! Uno pensaría que
con todos esos ordenadores dispersos por el mundo...
—Bueno, los ordenadores... —dijo el sargento con desprecio. —No
estoy dispuesto a esperar más, Sid. —Correcto. Entiendo lo que dice.
Tenemos las órdenes en nuestro poder. Frieda está sentada ahí fuera,
lista para actuar. Sin embargo, Karl, los niños inventan cosas. Si
resulta que la niña lo inventó todo...
Sonó el teléfono y Alberg lo cogió con ansiedad; sólo se trataba de
Cassandra.
—Te llamé a tu casa —dijo—. ¿No crees que trabajas hasta muy tarde?
—Sí. Es cierto. Cassandra, escucha... Sokolowski se puso de pie muy
lentamente. Habla con ella, Karl. Relájate durante unos minutos.
Estás ocupado —admitió Cassandra—. No te robaré más tiempo.
Sokolowski le dirigió a Alberg un gesto de asentimiento con la cabeza.
Cinco minutos —dijo—. Démosles otros cinco minutos. Salió de la
oficina de Alberg y cerró la puerta tras de sí.
Dispongo de cinco minutos —habló Alberg al teléfono—. ¿Cómo estás?
¿Cómo está tu madre?
Bien. Estamos bien. Quería pedirte que pasaras a tomar un café o una
copa cuando regreses a casa.
Supongo que se me hará muy tarde, Cassandra. Comprendo. —Su
voz sonaba melancólica, vencida. Si puedo... —expresó Alberg con
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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suavidad. ¿Qué haces ahí a estas horas? ¿Cómo es que aún
permaneces en la oficina?
—Te lo explicaré después.
—¿Después de qué?
—Después de que todo termine.
Sokolowski golpeó la puerta y asomó la cabeza.
—Lo tenemos, Karl.
—Debo irme, Cassandra. —Le dijo adiós y colgó—. ¿Llamaron? —le
preguntó a Sokolowski.
—Sí. Ocurrió, Karl. Tal como ella lo describió.
Se oyó una sirena. Lejana al principio, más fuerte y clamorosa
después: reclamaba a los voluntarios del departamento de bomberos.
Alberg se acercó a la ventana y levantó la persiana.
—No alcanzo a ver nada con esta maldita niebla.
Se dieron prisa por encontrarse con Frieda Listad, que aguardaba en
la recepción. El oficial de guardia acababa de colgar el teléfono.
—¿Mayor? —dijo—. Fuego. Se ha producido fuego en la propiedad de
la señora Strachan.
Alberg y Sokolowski se miraron el uno al otro.
—Vamos, Sid —dijo Alberg con calma.
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La casa de invitados tenía dos puertas. La posterior conducía
directamente a la cocina. Había un pequeño recibidor entre la puerta
principal y el dormitorio. Cuando Ramona dejó entrar al niño, estaba
tan aterrorizado que, para tranquilizarlo, obstruyó ambas puertas.
Ayudada por el muchacho, arrastró una pesada cómoda desde el
dormitorio hasta el recibidor y la apoyó contra la puerta principal. En
la cocina no había mucho que hacer, salvo atrancar la puerta con la
mesa, y eso es lo que lucieron.
El niño dijo que se llamaba Kenny.
Ella se había olvidado de que lo conocía.
—¿Qué hizo con ellos? —preguntó con un tono en la voz que
expresaba interés y urgencia mientras miraba a su alrededor después
de tapiar las puertas.
—¿Con qué? —preguntó ella.
—Con... con lo que le entregué. Ya sabe. El sobre marrón.
Ella lo miró sin entender nada.
—Se lo di —Kenny comenzó a llorar— esta mañana.
—¿Estás seguro de que se trataba de mí? —inquirió ella.
—Se lo entregué en la niebla —sollozó el niño—. Lo hice.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la anciana—. Sí. Lo siento. Ahora lo
recuerdo. —Le dio un abrazo—. No te preocupes; están en buenas
manos. Los tiene en su poder la policía.
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—Bueno..., ¿quiere decir que lo ha abierto? ¿Que leyó los escritos?
Por supuesto que los leí —admitió Ramona. Se acercó a él—. No te
culpo porque estés asustado. Yo también me asusté al leer toda
aquella basura.
¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó Kenny. Primero te prepararé algo
caliente para que comas —señaló Ramona. Sacó de la alacena uno de
los paquetes de sopa de pollo con pasta—. Por desgracia, no tengo
leche, pero la haré con agua.
—¿Y después? —inquirió el chico. Ramona le explicó que tan pronto
como amaneciera lo sacaría y lo llevaría por el camino, a través de la
playa, hasta la primera casa. Desde allí llamarían a la policía y le
pedirían que vinieran a buscarlo.
Después de comer, se sentaron en la cama y miraron la televisión.
—¿Has oído algo? —preguntó él por tercera vez desde que estaban
allí.
Con actitud obediente, Ramona bajó el sonido del televisor y escuchó.
—No.
—Me pareció haber oído algo.
—No lo creo. —Se apartó un mechón de cabellos de la frente. Se sentía
como si fuera madre de nuevo; había amado mucho a Horace y a
Martha cuando eran niños.
Ramona subió el sonido.
—En cuanto haya un poco de luz, nos largaremos deprisa de aquí.
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—¿Sí? Estupendo.
—¿Me traerás un poco de fruta, verdad?
—Te refieres a después... —aclaró Kenny.
—Sí. Antes de que te marches a tu casa.
—Sí. Seguro. Seguro que lo haré. Entonces, ¿usted se quedará aquí?
—Tal vez un poco más. Hasta que la gente regrese.
Él la miró de un modo extraño y estuvo a punto de decir algo; sin
embargo, cambió de idea.
Un anuncio comercial interrumpió la película, y Ramona se rió con
placer y, con aire de triunfo, manipuló el mando a distancia para bajar
el sonido del aparato.
—¡Silencio! —ordenó el niño—. He oído algo —susurró. Se acercó a
Ramona, que rodeó sus hombros con un brazo huesudo y se puso
tensa para escuchar lo que pudiera oír.
De repente, sonaron unos golpes descomunales. A Ramona le llevó
unos segundos descubrir que venían de la puerta principal.
—¡Es ella! —dijo el muchacho, y saltó de la cama mientras miraba a
su alrededor con expresión salvaje.
El ruido era poderoso, implacable.
—¡Señor! —exclamó Ramona en tanto metía los pies desnudos en las
pantuflas. Cogió al muchacho y lo arrastró a la cocina.
Los golpes cesaron, y oyeron unos pasos rápidos al otro
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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lado de la casa. Y todo comenzó de nuevo, esta vez en la puerta
trasera, y en la cocina ¡Pum!, ¡pum!, ¡pum!: rítmicos y horripilantes.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —gritó Ramona. Ocultó al niño a sus
espaldas.
—¡Fuera de mi casa! —aulló una voz femenina.
Ramona sacudió la cabeza y se apoyó en la nevera. Estaba muy
agitada. No recordaba qué había hecho con el mando a distancia.
Había jugado con él una y otra vez, pero ahora no tenía nada en las
manos: estaban vacías.
—¿Qué hacemos? —gritó el niño.
Ramona se volvió para mirarlo. Los golpes en la puerta de la cocina
continuaban. En apariencia, se trataba de un sonido real..., los goznes
de la puerta comenzaban a ceder...
Ramona habló con voz pausada.
—Se cansará de golpear de esa forma. Lo hace para asustarnos.
Dentro de un momento, romperá la ventana de la cocina, o tal vez la
de la sala, y entrará.
Corrió hasta la sala y cogió el atizador.
—Apaga la luz del dormitorio. Desconecta el televisor —le ordenó—.
¡Vamos! ¡Hazlo! —Y él lo hizo.
Ramona se agachó cerca de la ventana de la cocina, y los golpes
cesaron. Durante unos instantes, no sucedió nada.
—¡Dios mío!, ¡Dios mío! —repitió Ramona varias veces, y a
continuación los vidrios de la ventana de la cocina saltaron hechos
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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añicos. Ramona gritó y cerró los ojos, los trozos de vidrio cayeron
sobre ella y a su alrededor como una ducha. Entonces, Ramona lanzó
un golpe con el atizador y oyó un quejido de dolor.
La mujer se apartó.
—Regresará —aseguró el muchacho—, ¡Salgamos de aquí! ¡Tenemos
que salir de aquí! —Ramona no quería moverse. El corazón se le había
paralizado por el pánico y las piernas le temblaban de tal manera que
casi no se tenía de pie. Le dijo que se fuera sin ella, que quitara los
vidrios rotos enganchados en el marco de la ventana y saliera por allí.
Que corriera y corriera; pero él se obstinó en no dejarla. Lloraba
mucho, y Ramona sintió pena por él.
—¡Por favor, por favor! —imploraba—. ¡Vamos, por favor!
Ramona estaba como mareada, sentía dolores en diversas partes del
cuerpo, aunque no sabía explicarse dónde ni por qué. Le pareció que
olía a gasolina. Descubrió un poco de
sangre y se dio cuenta de que se había caído sobre los cristales rotos
o que quizá la habían lastimado al entrar en la casa. Se hallaba en
medio de un mar de confusiones, de puro desvarío; en el límite de la
anarquía, incluso de la demencia: le habría gustado saber dónde se
hallaba Antón cada vez que lo necesitaba, y por qué Horace había
crecido y se había transformado en una persona tan desagradable, y
por qué había permitido que le realizaran la tercera operación, que no
tendría que haber sido hecha; la tercera operación le había acarreado
todos sus males, lo sabía...
Ramona tomó conciencia del humo, del calor, de los gritos del niño.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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—¿Adonde demonios me había marchado? —exclamó—. ¿De dónde
diablos viene este fuego?
Luchó con sus pies y se dirigió dando tumbos hacia el dormitorio. Abrió
con rapidez el armario de cedro y sacó una manta.
El chico gritaba cada vez más fuerte. En la casa, además del humo,
había llamas; el ruido del fuego era ensordecedor. Ramona pensó en
la sopa de pollo que había preparado y no logró recordar si había
apagado la cocina. Comenzó a sollozar.
Arrastró la manta hacia el cuarto de baño.
—Aquí, ven aquí, ven conmigo —llamó, y Kenny corrió tras ella.
—¿Para qué? Moriremos quemados —exclamó.
—No —aseguró Ramona—, no. —Abrió todos los grifos y sumergió la
manta dentro de la bañera—. Espera —dijo mientras lo mantenía
sujeto por una manga—. No salgas todavía.
—La ventana es demasiado pequeña —aulló el muchacho con la
mirada fija en la ventana del cuarto de baño.
—Sí, sí —confirmó Ramona.
Sacó la manta empapada de la bañera y envolvió al chico con ella. Lo
empujó fuera del baño, hacia la casa. Le escocían los ojos y la
garganta a causa del humo. Oyó el crepitar del fuego y pensó en grasa
derretida, en carne achicharrada. Sintió el fuego sobre su piel, pero
no le hacía daño.
—¡Corre! —le dijo, y arrojó al niño a través de las llamas, a través de
la ventana rota de la cocina. Ella regresaría para coger otra manta;
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sin embargo, hacía demasiado calor, había demasiado humo. «Me
pregunto si me rescatarán», pensó, mientras se desvanecía soore el
suelo de la cocina.
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La gente corría desde sus casas, a lo largo de la playa, para curiosear
y tratar de ayudar en lo que pudieran. El primero en llegar vio a Kenny
tambaleándose por el camino, medio cubierto por una manta
empapada, con el pelo chamuscado y la cara tiznada de humo.
El hombre, cuya casa estaba en la playa, cogió al muchacho entre sus
brazos y lo tranquilizó.
—Tranquilo, todo va bien. Estás a salvo. Ya vienen los bomberos, ¿los
oyes?
Kenny hizo gestos desesperados en dirección a la casa incendiada.
—¡Ella aún está allí! —gritaba. En ese momento llegaron los bomberos
y el hombre les comunicó lo que el niño decía.
—Estaba entre las llamas. Lo llevaré a mi casa. Dice que dentro hay
alguien más, una mujer.
—¿Se trata de la señora Strachan? —le preguntó el bombero.
—No, no, es una anciana, ¡una anciana! —se desesperó el muchacho,
y el bombero le aseguró que intentarían sacarla, y el hombre —un
hombre alto y fuerte, de pelo gris— se llevó a Kenny por el camino,
por la arena de la playa, hacia la casa donde vivía con su mujer.
La casa de invitados se derrumbó: un escándalo de fuego y ruido.
Nadie logró entrar para rescatar a la anciana.
Alberg llegó con Frieda Listad y Sid Sokolowski. Los bomberos se
gritaban unos a otros mientras rociaban los abetos que rodeaban la
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construcción quemada. Alberg preguntó si en el interior había alguna
persona.
—Sí. Un chico. Dijo que se llama Kenny. Está bien. Brian Forbes se lo
llevó a su casa. El niño dijo que también había una mujer —sacudió la
cabeza, estaba casi ahogado por el humo, exhausto—, pero no se
pudo hacer nada por ella.
—Iré a ver al muchacho —dijo Frieda Listad—. Conozco la casa de
Brian Forbes.
—Bueno —comentó Sik Sokolowski—, llámanos más tarde, ¿quieres?
—Era Ramona —dijo Alberg cuando la mujer se fue. Miraba hacia el
fuego—. Ramona está allí. —Observó el círculo de espectadores y
descubrió a Zoe Strachan, de pie, inmóvil, apartada de los demás—.
Vamos —le ordenó a Sokolowski. Comenzó a caminar hacia ella. La
mujer lo vio y se volvió en dirección a su casa.
La siguieron. Zoe Strachan caminaba sin prisa, y ellos mantenían el
mismo ritmo; eran tres pares de pies que nacían crujir la grava.
Alberg, incómodo por la niebla, estaba ansioso por no perderla de
vista, pero no apuraba el paso. Era como una experiencia onírica; la
seguía por el camino de grava como si cumpliera con una cita
concertada de antemano. Los gritos de los bomberos se debilitaban.
La niebla parecía espesarse más y más. El mar conversaba con la
noche, con la niebla, en un murmullo interminable y familiar. Alberg
avanzaba acompañado por un Sid despacioso y lúcido. Observaba el
balanceo de los brazos de Zoe Strachan, el vaivén de sus caderas, y
recordó los pensamientos lujuriosos que la mujer le había despertado.
Se dio cuenta de que aún estaban allí.
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Se acercaron a la casa. Alberg vio que el coche de la mujer estaba
aparcado de forma oblicua en el camino y que la puerta del conductor
estaba abierta. Zoe llegó al umbral y se volvió para enfrentarse a
ellos.
—Tengo dos órdenes judiciales— dijo Alberg.
Zoe miró detrás de él, hacia Sid Sokolowski. Parecía muy serena.
—Una de ellas —explicó Alberg— me autoriza a retener tres cuadernos
de ejercicios que en apariencia le pertenecen, y que alguien envió de
manera anónima al destacamento de Sechelt de la R.C.M.P.
Zoe Strachan apenas sonrió.
—La otra —añadió Alberg— es una orden para tomar muestras de su
escritura.
—No entiendo tanto revuelo —dijo, impasible, Zoe Strachan—. ¿Qué
edad tenía la persona que escribió esos cuadernos? —preguntó con
cautela.
—Doce años —respondió Alberg.
—Doce años —repitió Zoe, y sacudió la cabeza— son muy pocos años.
—Sí —admitió Alberg—, pero resultan suficientes para saber
lo que hacía. Y suficientes para sufrir un proceso. —Se inclinó un poco
y se acercó a ella—. ¿Ha vuelto a hacerlo, señora Strachan?
No hubo respuesta.
—Creo que sí lo ha hecho.
A través de la niebla se oían los rugidos del mar.
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—Necesitamos las muestras ahora mismo —dijo mientras le mostraba
la orden.
Se quedó mirándolo durante unos instantes, elevó los ojos hasta el
rostro de Alberg y le sonrió con tanta dulzura y tanto encanto que
estuvo seguro de que ella no lo había comprendido.
—Por supuesto —afirmó—, estoy muy contenta de cooperar con
ustedes.
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La niebla se iba abriendo paso y se enredaba alrededor de la casa;
por consiguiente, en cuanto los policías se marcharon, Zoe echó la
llave a las puertas, cerró las ventanas y encendió al máximo la
calefacción.
Era un auténtico alivio haber recuperado la casa para ella sola.
Le dolía mucho el hombro donde había recibido el golpe; por lo tanto,
se preparó un baño caliente, vertió varios puñados de sales de Daño
de Yardley, se desnudó y se sumergió durante casi una hora mientras
bebía pequeños sorbos de vino blanco. Agregaba agua caliente a
medida que notaba que comenzaba a enfriarse.
Poco a poco, el dolor del hombro se calmó, se sintió relajada y cerró
los ojos para disfrutar del aroma de las sales de baño. Las manos
recorrían su cuerpo con lentitud y la hacían sentirse somnolienta y
voluptuosa.
Pensó que todo lo que una persona necesita para gozar de una
perfecta salud física y mental era soledad. Soledad y aislamiento.
La ira le subía fuerte y potente, con el correr del tiempo se volvía más
fuerte y más potente. Zoe imaginaba que la ira crecía y crecía en el
interior de su cuerpo, ocupaba toda la habitación y desplazaba todos
los objetos que allí se encontraban. Los ojos se le saltarían de las
órbitas, el cerebro saldría despedido por su boca, todas las cosas
asquerosas que tenía en su interior —los intestinos y demás—
aflorarían al exterior en el transcurso de un ataque de furia. Era
estremecedor.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Ya no necesitaba los árboles de los viejos, había encontrado un lugar
privado externo mucho mejor que el de ellos, pero este hecho no
modificaba en nada la magnitud de su furia.
Lo había hallado en la carretera, después de pasar el sitio donde
comenzaba la grava. Un día caminaba por la carretera, mientras
el polvo de la grava le volvía grises los pies y las sandalias marrones,
cuando descubrió un campo cubierto de hierbas. Y más allá del campo,
unos árboles; no podía decirse que se tratara de un bosquecillo, sólo
eran unos pocos árboles. Corrió a través del campo y entre los
árboles; buscó con cuidado señales de personas o de animales
salvajes, pero no vio nada. Al otro lado de los árboles, la tierra sufría
una depresión y en el fondo de ella había un granero grande y
destartalado. Se convirtió en su lugar privado exterior.
La puerta del granero estaba rota y desvencijada. La primera vez que
entró, oyó algo que crujía, la piel se le puso fría y el vello de punta.
Vio que un gato la miraba oculto tras una máquina herrumbrosa. Zoe
se apartó un poco de la puerta y el gato corrió hacia ella, la atravesó
y se fue.
Junto al granero había una escalera. Trepó por ella y descubrió un
montón de heno, y una especie de ventana sin cristales de ninguna
clase. Le encantaba echarse en el heno y mirar el inmenso suelo del
granero que se extendía allá abajo. Siempre había mucho polvo y,
cuando brillaba el sol, el aire se llenaba de pequeñas motas flotantes.
El granero olía muy bien; tal vez ella fuera la única persona de este
mundo que conocía su existencia.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Iba casi todos los días, salvo cuando llovía, porque entonces el heno
estaba húmedo y helado. Se sentía muy feliz por haber descubierto
este sitio; era mucho mejor que sentarse sobre un estúpido manzano.
Sin embargo, continuaba consumida por la ira. Halló cosas en el
granero —herramientas gastadas y deformadas por el óxido— y, con
todas sus fuerzas, golpeó con ellas el suelo sucio y la puerta rota. Esta
actividad la agotó desde el punto de vista físico; no obstante,
continuaba tan enfadada como antes.
Un día, después de descargar sus fuerzas, subió la escalera y se
acostó sobre el heno; de repente, se le presentó una imagen en la
mente: trepaba la valla y se metía en el terreno de los viejos, nadie
la veía porque era de noche.
Se preguntó cómo no se le había ocurrido antes.
Zoe sintió que el baño la adormecía; le resultaba difícil mantener los
ojos abiertos, y sus miembros parecían endebles, insustanciales.
Retiró el tapón de la bañera, dejó la copa de vino en el suelo, y se
puso de rodillas para lavarse la cabeza debajo del grifo.
Al salir de la bañera, y después de cubrirse con un albornoz, lavó y
secó el cuarto de baño por completo.
Cogió luego el secador del pelo. Tenía un cabello espeso y brillante,
jamás le habían importado las hebras de plata que lo surcaban.
Cuando desenchufó el secador, reinó la calma en su dormitorio.
De improviso, la invadió la melancolía. Se sentó en el borde de la
cama y, durante unos momentos, dudó acerca de la validez de las
decisiones que había tomado a lo largo de su vida.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Aquella noche se acostó, pero permaneció despierta. Planificaba. Le
pareció que transcurría una eternidad hasta que sus padres se fueron
a la cama. Se dio cuenta de que dormitaba. Por consiguiente se
levantó y desplazó la silla del escritorio hasta situarla debajo de una
de las ventanas, y la abrió. Se sentó en la silla vestida sólo con el
camisón; el aire fresco de la noche la hacía temblar e impedía que
concillara el sueño.
Muy tarde, oyó que sus padres subían a la primera planta. Escuchó
sus voces durante un rato pero no entendía lo que hablaban;
entonces, la puerta del cuarto se cerró, la casa quedó en calma.
Sabía que Benjamín todavía no se había acostado. Con toda
seguridad, aún no habría regresado a casa de dondequiera que
hubiera ido con sus amigos. Zoe sentía frío, también una gran
impaciencia. Debía decidir: salir en aquel momento o aguardar la
llegada de Benjamín, que tal vez tardara horas en volver y no se
acostara enseguida. Después de pensar en esto durante unos
minutos, se puso el albornoz y las pantuflas, abrió la puerta del
dormitorio con mucho cuidado, escuchó atentamente y, como no oyó
nada, bajó de puntillas las escaleras.
Sin encender ninguna luz, encontró el gran bol de la cocina donde su
madre guardaba las cerillas. En la sala, vació el cesto de la leña para
el hogar y dejó en él dos trozos pequeños y dos grandes, cogió el
periódico que estaba sobre la mesa, y salió.
Cruzó el terreno deprisa, con la cesta golpeándole la pierna, y trepó
por la valla. Se agachó y aguardó unos instantes, como si esperara
oír los gritos de su madre desde la ventana de arriba, o los de los
viejos desde la desvencijada puerta de su casa. Sin embargo, no oyó
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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nada; sólo una leve brisa que jugueteaba entre las verduras del huerto
que tenía delante de sí.
Se arrodilló y miró por encima de la huerta la casa de los viejos.
Estaba oscura y tranquila. El corazón de Zoe golpeaba su pecho. Dejó
pasar unos instantes, se levantó y comenzó a reptar hacia la casa. El
césped estaba húmedo, y así estaba la suela de sus pantuflas. El
albornoz se enganchó en un rosal y la chica tuvo que dejar la cesta
en el suelo para liberarlo.
Cuando estuvo cerca de la casa, se agazapó una vez más, pero no
oyó nada ni percibió ninguna luz.
Corrió precipitadamente hasta el porche trasero y esperó un instante,
y escuchando con la mayor atención posible para asegurarse de que
en la casa no había nadie despierto. Cogió el periódico.
Entonces, prendió fuego.
Transcurridos unos instantes, Zoe se recobró.
Se dirigió al armario y pensó en qué se pondría.
Observó sus trajes de noche con una sonrisa. Vestidos sin espalda,
vestidos casi sin parte delantera, vestidos con enormes faldas y
cintura muy estrecha; prendas clandestinas, prendas eróticas,
prendas de niña; un conjunto de vaquera, algo que se parecía a un
uniforme de enfermera... Otra vez apareció la melancolía y abrió la
puerta del otro armario, donde guardaba la ropa corriente.
Escogió un jersey que tenía el mismo matiz azul de sus ojos, y una
falda con flores del mismo color.
¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!
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Se puso la falda y el jersey y se calzó un par de zapatos planos de
color oscuro.
No se puso ropa interior ni joyas de ninguna clase.
Zoe arrugó el periódico y lo mezcló con la leña; encima colocó los dos
maderos más grandes. Sacó una caja de cerillas del bolsillo del
albornoz y encendió el papel en tres sitios diferentes. Salió de abajo
del porche, y echó a correr.
Le faltaba la mitad del recorrido para llegar a la valla, cuando se
acordó de la cesta. Pensó en dejarla y que se quemara con el porche,
pero su madre la echaría de menos; en consecuencia, retrocedió a
gran velocidad y la recuperó en el momento preciso: estaba tibia, casi
caliente. El fuego ardía en todo su esplendor y producía sonidos muy
particulares.
Zoe voló a través del terreno de los viejos, se arrojó por encima de la
valla y entró como un rayo por la puerta trasera de su casa. Una vez
dentro, volvió a llenar la cesta, la depositó junto al hogar, y subió a
su cuarto con el mayor de los sigilos.
Se sentó a mirar por la ventana mientras recuperaba el aliento.
Observó cómo el fuego del porche de la casa de los viejos se extendía
por todo el edificio. Se trataba de un fuego mucho más importante de
lo que había esperado. Olía el humo y sentía el calor en su propio
terreno, en su propia casa, en su propio cuarto.
Oyó que Benjamín metía un gran ruido al subir las escaleras y gritaba
con toda la fuerza de sus pulmones. Entonces, su padre y su madre
se levantaron enseguida mientras daban voces y pegaban portazos.
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Zoe se metió en la cama y se cubrió con las mantas hasta la barbilla.
El fuego quemó el porche, la casa entera y, también, a los viejos. La
ira de Zoe ardió con ellos.
Zoe se miró en el espejo y se acarició la cara con las palmas de las
manos. Lentamente dejó que los dedos recorrieran sus cabellos;
primero con una mano, después con la otra; cinco veces con cada
una. Se contempló con una mirada crítica y vio un rostro grave, de
mirada firme. Se observó a sí misma en busca de señales de ira, o de
temor, pero no las halló.
Fue a la cocina y cogió dos pailas y un cuchillo.
En la sala de estar puso un disco; el Canon de Pachelbel. Subió el
volumen del equipo de música, apagó las luces y regresó al
dormitorio.
Dejó la puerta abierta, para oír la música.
Se acostó en el centro de la cama, dispuso las pailas una a cada lado
de su cuerpo y se cortó las venas con el cuchillo.
Cuando la encontraron al día siguiente, toda la sangre había caído en
las pailas.
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Toda la noche permaneció un guardia en el camino de Zoe Strachan.
Por la tarde del día siguiente, el cuartel central le envió a Alberg un
fax con el informe del laboratorio. Decía que los cuadernos parecían
haber sido escritos por Zoe Strachan.
También recibió una nota del inspector de bomberos en la que le
comunicaba que había evidencias claras de que el incendio que había
destruido la casa de invitados había sido intencionado.
Le pidió a Sokolowski que lo siguiera en un coche de policía y se
encaminó hacia el hogar de la señora Strachan.
Cuando llegó, hacía dieciocho horas que la mujer estaba muerta.
Por fin regresó al destacamento a las seis de la tarde. Isabella aún
permanecía sentada frente a su escritorio.
—Isabella, te dije que te fueras a tu casa hace varias horas.
—Lo sé —dijo mientras metía un papel en la máquina de escribir—.
Creo que es mejor que me mantenga ocupada.
Alberg se sentó en el borde del escritorio.
—Siento mucho lo de Ramona.
—Gracias —murmuró la mujer—. Usted hizo cuanto pudo. Ella no
deseaba que la encontráramos.
—Le salvó la vida al niño, lo sabes.
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—Lo he oído. —Levantó la vista—. Si no le importa que se lo diga, su
aspecto es terrible.
—No, no me importa. —Se dirigió a su despacho mientras se quitaba
la chaqueta. Se sentó detrás del escritorio y se frotó la cara con ambas
manos—. Jesús!, ¡Jesús!, Jesús! —musitó.
Se oyó un golpe en la puerta.
—¿Qué ocurre ahora? —Isabella abrió la puerta.
—Bernie Peters desea verlo. Está detrás de mí —añadió con rapidez.
—No, Isabella —suplicó agotado—. Por favor, que se vaya. Isabella se
retiró y una persona pequeña y morena se materializó en el marco.
—Mucho gusto —dijo la mujer, mientras alargaba la mano derecha.
Su piel parecía un papel arrugado. Nunca había visto tantas marcas y
tantos pliegues.
Saltó sobre sus pies y le estrechó la mano. —Karl Alberg.
—Me han dicho que necesita usted una persona para limpiar.
Estaba seguro de que la mujer se teñía el pelo. Ese color castaño era
demasiado artificial, demasiado brillante. Llevaba unos rizos
diminutos cubiertos por una redecilla. —Bueno, sí, yo estaba...
Vestía un uniforme blanco debajo de una chaqueta marrón que le
llegaba hasta la cintura. Calzaba un par de zapatos blancos, del tipo
de los que usan las enfermeras o las camareras. De su muñeca
huesuda colgaba un monedero de color verde manzana.
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—¿Y bien? ¿Se decide o no se decide? —Lo miraba con unos ojos
brillantes, pequeños y negros.
Alberg la estudió durante unos instantes y después se sentó detrás de
su escritorio.
—Le haré algunas preguntas. —Dispare.
—¿Tiene algo en contra de los hombres que no están casados? —No.
—¿Y de las gatas? —No.
—¿Qué me dice acerca de los oficiales de policía? i —Los oficiales
de policía me han salvado el pellejo tantas veces que ya he perdido la
cuenta.
—¿De verdad? —dijo él con un tono esperanzado—. Siéntese,
siéntese, señora Peters.
—No tengo ningún inconveniente en hacerlo.
—Bueno. Continuemos.
—Estuve casada durante un tiempo.
—¿Sí?
—Pero me tocó una manzana podrida.
Alberg produjo un sonido de compasión.
—Me zurraba con frecuencia.
—¿Aquí? ¿En Sechelt?
—En ningún otro sitio.
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—¿Cuánto tiempo lo aguantó?
—Me dio diecisiete palizas antes de que me librara de él y lo metieran
en chirona.
—¡Hostia!
—No me agrada que blasfemen en mi presencia.
—Perdón. ¿Dónde está ahora?
—Esto ocurrió en mil novecientos setenta y cinco. Por supuesto, ahora
está libre. Pero se marchó bien lejos de aquí; apueste sus botas a que
no vuelve y no las perderá.
Estaba sentada con la espalda recta, los pies juntos, el monedero
verde sobre su regazo. Alberg no tenía la más remota idea de la edad
que podría tener la mujer.
—Bueno, es cierto. Necesito una señora que me ayude.
—Sería los miércoles por la tarde o los lunes por la mañana.
—Prefiero los miércoles por la tarde.
La mujer se puso de pie.
—Hecho —dijo—. Estaré allí de la una en punto a las cinco. Isabella
me dirá cómo llegar a su casa. —Alargó de nuevo la mano—.
Encantada de haberlo conocido —dijo.
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Al final de todo, Alberg regresó a su hogar. Mientras conducía pensó
en Kenny, ahora a salvo en casa de su amigo Roddy esperando la
llegada de sus abuelos. También pensó en Ramona.
Y en Zoe Strachan, pirómana por partida doble. Responsables de tres
muertes. Tal vez de cuatro, si arrojó a su hermano por las escaleras.
Una lluvia de finales de invierno había comenzado a caer durante toda
la tarde, y continuaba cayendo, a veces con fuerza, otras levemente,
mientras Alberg conducía. Se había levantado el viento y se vio
obligado a mantener una marcha más lenta de lo habitual a lo largo
del camino entre Sechelt y Gibsons. Miraba las ramas de los árboles;
en realidad, había muy poco tráfico en la carretera.
Era de noche cuando llegó a su casa. Había olvidado dejar encendida
alguna luz, y pensó que parecía muerta, clavada allí, sobre la ladera
de la colina: sombría, inerte, desocupada y muerta; un cadáver de
casa.
No obstante, no estaba desocupada, se recordó a sí mismo. Y,
además, por cierto, no estaba muerta.
Se detuvo cerca de una especie de valla destartalada sobre la que se
apoyaban grandes masas de hortensias, cuyas flores sin cortar habían
adquirido un color marrón dorado, como si el invierno las hubiera
oxidado. Subió por el retorcido sendero hasta la puerta de entrada,
mientras consideraba si le convenía comprar la casa en lugar de
continuar con el alquiler, o si sería mejor buscar otra con idea de
comprarla. Este condenado edificio estaba viejo y mal cuidado; un día
u otro se le derrumbaría encima.
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Ramona Orlitzki había sido una heroína; Alberg se preguntó si antes
de morir se habría dado cuenta de su heroísmo.
Una vez en el interior de la casa, llamó a la gata gris y, en respuesta,
oyó un débil maullido. Encendió las luces del recibidor y la vio cómo
trepaba por el sofá de la sala; con suma lentitud, estiraba primero las
patas delanteras, luego las de atrás. Y maullaba. Se había sentido
muy feliz cuando ella y su cría, que ahora era una gata adulta, habían
decidido dormir en la casa en lugar de hacerlo en la caja de cartón
que estaba en el porche. Le gustaba que otros seres vivos
compartieran su casa. Ninguna de ellas tenía nombre; llamaba Gata
a la mayor y Número Dos a la más joven. Era negra, con manchas
blancas en las patas de delante, el pecho y alrededor de la boca.
Estaba enroscada hecha un ovillo sobre una silla de su dormitorio.
Alimentó a las gatas, les habló como acostumbraba a hacerlo, y se
preguntó si a Zoe Strachan le habrían gustado los animales. Miró las
caras obtusas, triangulares de sus gatas y pensó que estas criaturas
eran más concretas, más verdaderas que Zoe Strachan.
No, por supuesto que no. Los animales le disgustarían. No le gustaba
la gente... Se preguntó qué le habría gustado; tenía que haber algo...
Sintió que le gustaría hablar con sus hijas. Pero hoy no necesitaba
que lo entretuvieran; deseaba un poco de comprensión.
Pensó en llamar a Maura. Pero, con toda seguridad, estaría con su
maldito contable.
Apagó las luces y se sentó en la sala de estar, en la poltrona próxima
a la ventana, con los pies sobre un cojín. Dejó las cortinas descorridas
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y permaneció allí, en silencio, mientras miraba la lluvia y las
hortensias.
Al cabo de unos momentos, ya no sintió deseos de compartir la
tristeza con nadie. Le parecía correcto hacerse cargo de su propia
melancolía, al menos durante un tiempo.
Oyó un coche, y apareció el Hornet de Cassandra, y se detuvo detrás
de su Oldsmobile. Alberg lanzó un juramento en voz muy baja.
Observó, protegido por la oscuridad, cómo Cassandra miraba el
Oldsmobile blanco y la casa en penumbra. Estaba seguro de que no
sabía qué hacer. Comenzó a sentirse culpable, pero no movió un dedo
para encender las luces. Cassandra titubeó junto a su coche, con la
puerta del conductor aún abierta. La cerró de un golpe y caminó
rápidamente hacia la casa.
Alberg se levantó de la silla.
—¡Hola! —dijo cuando abrió la puerta. El pelo de la mujer estaba
cubierto de destellos de lluvia, y las mejillas, sonrosadas.
—Acabo de acompañar a mi madre a su casa —explicó Cassandra—
con todas sus pertenencias. He venido para llevarte a Victoria.
Alberg experimentó una súbita punzada en el fondo de los ojos. Los
cerró con fuerza, se acercó a ella y la rodeó con los brazos.
—¡Qué idea más maravillosa!
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