Libro no 1162 heladas lluvias de enero wright, l r colección e o octubre 11 de 2014

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular! 1 Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014 GMM

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Heladas Lluvias De Enero. Wright, L. R. Colección E.O. Octubre 11 de 2014 Colección E.O. Octubre 11 de 2014. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014

GMM

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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© Libro No. 1162. Heladas Lluvias De Enero. Wright, L. R. Colección E.O. Octubre 11 de 2014.

Título original: © Heladas Lluvias De Enero. L. R. Wright

Versión Original: © Heladas Lluvias De Enero. L. R. Wright

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Heladas Lluvias De

Enero

L. R. Wright

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Dedico este libro a Mary Eldridge y a Marti Wright

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AGRADECIMIENTO

La autora agradece al sargento mayor Don Rowat, de la Real Policía

Montada del Canadá, y a Elaine Ferbey, la información y los consejos

recibidos. Las inexactitudes, en cambio, son de su exclusiva

responsabilidad.

Asimismo, deja constancia de la enorme deuda contraída con el buen

criterio, la paciencia y la generosidad de John Wright.

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NOTA DE LA AUTORA

La costa Sunshine existe en realidad, y en este libro aparecen los

nombres de sus ciudades y poblados, pero todo lo demás es ficción.

Los acontecimientos y los personajes son producto de mi imaginación,

que se ha tomado libertades geográficas y de otra índole al describir

la ciudad de Sechelt.

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El mundo de Zoe era un lugar peligroso.

A veces, cuando reflexionaba, se enfadaba muchísimo.

Ocasiones hubo en que se ponía tan nerviosa que no le importaba

nada de lo que pudiese ocurrir. Entonces era cuando hacía las cosas

más inverosímiles.

Pero en aquel momento estaba tranquila. Se arrullaba a sí misma al

calor de la cama, hundida en el colchón, con las mantas cubriéndole

hasta los hombros. En el lecho, le agradaba sentirse corno una

tortuga.

Yacía de costado, con el rostro vuelto hacia la ventana. Las persianas

estaban bajadas; por lo tanto, el mundo no la podía espiar mientras

dormía.

Zoe estaba acurrucada y esperaba dormirse pronto; tenía las rodillas

dobladas y las manos cruzadas sobre el pecho, en el sitio exacto

donde el día menos pensado le crecerían los senos. «¡Fabuloso!», se

dijo a sí misma. «Aunque tal vez no sean muy grandes».

El nuevo aparato de radio descansaba sobre la librería. Se lo habían

regalado sus padres por su cumpleaños. Había estado escuchando El

avispón verde, Señor Keen, La sombra y Refugio interior, hasta bien

pasada la acostumbrada hora de dormir.

Benjamín, en cambio, le había comprado un libro, lo que la irritó

sobremanera porque bien sabía él que a Zoe no le gustaba leer. Era

como si alguien le hablara al oído o se le metiera en la cabeza. Tan

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pronto como abría un libro, oía la respiración de la persona que lo

había escrito.

Zoe bajó las manos y las apoyó sobre los muslos, un sitio suave y

cálido. Dejó que sus ojos se cerraran, y percibió un leve relajamiento

en mitad del cuerpo. Su mente comenzó a divagar como si volara. A

partir de ese instante, su subconsciente comenzó a trabajar deprisa

para colmarle los ojos cerrados con un ensueño. Aguardó, mientras

escuchaba el aliento de sus propios pulmones, a que el suceso se

produjera.

Lejos, muy lejos, oyó un ruido casi imperceptible; quizá le llegaba una

música onírica. La textura del aire se modificó notablemente; algo

rozó su mejilla y presionó contra ella; primero era algo leve, más

pesado después... Intentó abrir los ojos en sueños, y no pudo; cuando

lo logró, descubrió que no veía nada. Movió la cabeza de un lado a

otro; se hallaba en un lugar tranquilo y oscuro...

... como cuando se cayó en el lago Cultus y no consiguió hacer pie. Se debatía en el

agua hasta que logró sacar la cabeza y gritar «¡Socorro!», mientras se sentía como una

auténtica imbécil; nadie le prestó atención y el lago la devoró de nuevo. Utilizó las

manos y los pies como aspas de un molino hasta emerger de nuevo a la superficie y

pedir auxilio una vez más. Un hombre la cogió por las axilas y la alzó hasta la

escollera que penetraba en el lago. Se puso de pie con dificultad y corrió por la

escollera y por la arena hasta el árbol bajo cuya sombra Benjamín y sus padres habían

preparado la merienda. Les narró lo sucedido; la expresión de los rostros denotaba que

no le creían ni una palabra...

En la oscuridad del sueño, se movía de un lado a otro sin descanso,

salvo la cabeza, que estaba inmovilizada. Su aliento se percibía de un

modo diferente, más acelerado; algo le hacía daño en el pecho y le

impedía aspirar la cantidad de aire necesaria. Abrió la boca para

inhalar más y comprendió que estaba tapada; algo se apretaba contra

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ella que le impedía entreabrir los labios. Intentó tocarse la cara con

las manos pero sólo alcanzó la almohada con los dedos.

El corazón le latía con tanta fuerza que era como si se le revolviera

dentro del pecho. Emitió unos ruidos discordantes y trató de hacerlos

más potentes para que alguien los escuchara. Tensó todo el cuerpo y

los puños golpearon algo blando que voló por los aires. De repente,

«eso» que le oprimía el rostro desapareció.

Zoe se alzó sobre las manos y las rodillas, suspiró y respiró hasta

recuperar el aire perdido. La almohada estaba en el suelo, junto a la

cama. ¡Sería ella la culpable, la que se había sofocado tanto a sí

misma que casi se asfixia? Miró por encima del hombro hacia la puerta

que daba al pasillo. Estaba cerrada. A Zoe le pareció que se movía un

poco, como si alguna persona la hubiera abierto para cerrarla después

y marcharse por el corredor.

Tal vez alguien la perseguía.

Se sentó en la cama con las mantas subidas hasta los hombros. El

corazón le latía deprisa, pero no tanto como antes; en consecuencia,

se tranquilizó. El pecho ya no le dolía.

Miró hacia la puerta durante un largo rato. Se preguntó quién

pretendería hacerle daño. Pensó que probablemente sería Benjamín;

pero, no obstante, no descartaba a su madre. Ni tampoco a su padre.

Cualquiera lo podía haber hecho, reflexionó, y se puso muy nerviosa.

Inventaría un modo de atrancar la puerta. De esta manera, se sentiría

segura.

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En la costa Sunshine el invierno presenta características muy

particulares.

Comunmente no nieva, sólo algunos años se observan ligeras

escarchas.

Sin embargo, llueve mucho; también hay días de niebla. Cuando las

nubes bajan y se extienden sobre la tierra, la niebla toca su faz con

dedos fríos, húmedos y espesos.

A Karl Alberg el tiempo no le preocupa demasiado. Le disgusta la

niebla cuando se amontona y arremolina frente a su Oldsmobile

blanco. Entonces, detiene el coche, aprieta los dientes y espera a que

se disperse. No siempre ocurre así. En el exterior, apenas respira,

como si temiese descubrir con disgusto que la niebla tiene cuerpo,

que es como copos de algodón. No obstante, por lo general, a

mediodía la niebla se levanta, se eleva hacia lo alto y desaparece en

un transparente y brillante destello de sol.

La lluvia es más frecuente que la niebla y hay ocasiones en que cae

de manera pesada y sostenida. Otras veces la llovizna es incesante.

En Vancouver, que está a hora y media por carretera y en ferry,

durante el período de las lluvias invernales resulta difícil descubrir otro

color que no sea el gris. Pero en la costa Sunshine es diferente.

En los bosques que se encuentran detrás de la casa de Cassandra

Mitchell, los cedros y los pinos se vuelven de un color verde grisáceo

suavizado por las gotas de lluvia. Los helechos crecen durante todo el

invierno, y las gaulterias se desarrollan con fuerza. En el patio de la

casa, racimos de bayas rojas cuelgan de las ramas de los acebos, y

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un jazmín de invierno florece con sus flores amarillas. Cassandra

Mitchell contempla las melenas doradas de los sauces y los chorros de

savia que enrojecen los flexibles esqueletos de los arándanos. Le

gusta el gris del mar y del cielo; en los días más serenos, hay una

vibración plateada sobre el agua. Los cielos cambian de manera

permanente, se mueven; en algún lugar, abandonan el gris ceniza

para ofrecer, como un toldo extendido, un retazo limpio y suave de

algo parecido a la nata; unas piscinas de un azul celeste, luminosas,

límpidas y poco profundas; unas sombras de un pálido color violeta y

a veces de un ocre deslucido.

Ramona Orlitzki no piensa en la niebla ni en la lluvia; pero, a menudo,

tiene problemas para mantener el calor en la estación invernal. En su

antigua casita, solía sentarse frente a la estufa y tejía con habilidad al

tiempo que se entretenía mirando las olas que el mar arrojaba hacia

su jardín. En la actualidad, mantener caliente su cuerpo no es de su

entera responsabilidad, y no logra ver el océano desde donde vive.

Zoe Strachan siente un cierto respeto por la niebla, y la evita.

Tolera la lluvia.

No se preocupa de los acebos, ni de los sauces, ni de los jazmines. A

veces se sienta en la playa rocosa que se encuentra detrás de su casa

y escucha el mar, y lo observa.

Zoe Strachan comprueba que en invierno la luz es distinta, que el aire

es menos denso.

Comprende que, cada año, la tarea del invierno consiste en alimentar

la muerte y traer la paz.

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Una mañana de finales de enero, la mañana de un día lúgubre,

lluvioso, opaco y melancólico, Zoe Strachan abrió la puerta de su casa

y se encontró cara a cara con su hermano. Dios mío! —exclamó,

espantada.

Rió, pero la mujer advirtió que estaba nervioso.

Al sonar el timbre, como de costumbre, en lo primero en que pensó

fue en el coche: ¿lo habría dejado en el sendero o guardado en el

garaje? Cuando estaba allí, a menudo no se molestaba en abrir la

puerta. Pero, esta vez, estaba fuera.

Podría ser un vendedor, pensaba mientras se encaminaba hacia la

entrada. Tal vez un funcionario del Estado. Esta gente siempre intenta

arrancarle a uno parte de su propiedad.

O quizás algún chico ofreciendo papeletas para una rifa, galletas secas

o tabletas de chocolate pasado. «No juego», les decía, o «no como

dulces»; y si se trataba de un adulto que pedía limosna, afirmaba con

dureza, «no doy dinero a nadie».

Pero quien estaba allí, de pie, era su hermano.

—Hace años que no sé nada de ti —le dijo.

—Me lo imaginaba.

Benjamín era alto; estaba demacrado y algo giboso. Aunque sólo tenía

cincuenta y dos años, cuatro más que ella, había encanecido por

completo.

—¿Dónde está tu mujer? —preguntó, y miró más allá del hombre.

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—Murió, lo siento.

Vestía un traje azul oscuro que no le sentaba muy bien.

—¿Murió? ¿Cuándo? ¿De qué?

—De cáncer. Hace cinco años.

—¡Qué pena! —comentó Zoe dando a sus palabras un tono de

conformidad.

—Sí —afirmó Benjamin vagamente, mientras miraba hacia el interior

de la casa—. La echo de menos.

Lo hizo pasar y cerró la puerta. Permanecieron durante un momento

en el pequeño recibidor; Zoe estudió a su hermano con mirada crítica.

—¿A qué vienes aquí? Por favor, no me digas que se trata otra vez de

dinero.

—Zoe... —comenzó a hablar un poco sobresaltado.

Ella, divertida, movió la cabeza de un lado para otro.

—Por supuesto, la respuesta es no.

—Al menos, dame de comer o algo para comer antes de que me vaya

—suspiró. Cuando pasó a su lado, la mujer pensó que olía a alcohol.

Zoe lo acompañó a la sala.

—Es muy temprano para comer. Haré un poco de café. —Lo invitó a

sentarse y se metió en la cocina.

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Mientras el café se asentaba, dejó que sus manos descansaran sobre

la tapadera de la cafetera. Tamborileó sobre ella cinco veces con los

dedos de la mano derecha y otras cinco con los de la izquierda.

En otra época él había sido muy rico. No tenía la menor idea de qué

nabía hecho con el dinero. «Nunca fue juicioso», pensó en el preciso

instante en que el café comenzaba a colarse.

—¿Me das un cenicero? —Benjamin entró en la cocina.

—No fumo —Zoe colocó un vaso, crema y azúcar en una bandeja—.

No tengo ceniceros.

Él se dirigió al armario y cogió una taza. Zoe observó con disgusto

cómo arrojaba la ceniza en su interior y, también, cómo se manchaba

la manga de la chaqueta.

Al sacudir la ceniza, la mujer comprendió qué era lo que le llamaba la

atención del traje. Era demasiado grande para él. Lo vio pálido,

delgado; se preguntó si la esposa no le habría contagiado el cáncer

antes de morir.

—¿Qué tal un poco de aguardiente para acompañar el café? —sugirió

Benjamin.

—No —Zoe vertió el café en el vaso y llevó la bandeja a la sala—. Te

quedan quince minutos para coger el próximo ferry —le explicó, al

tiempo que le acercaba el café.

Benjamin se sentó en el sillón preferido de Zoe, el de cuero negro.

—Se te ve muy bien —la halagó.

—Bebe el café.

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—Cada vez que te veo, me sorprende tu buen aspecto.

Dejó el café sobre la mesita auxiliar y se inclinó hacia adelante; tenía

los brazos apoyados en las rodillas y las manos le coleaban

flácidamente. «Sus manos siempre han sido desagradables», pensó

Zoe con repugnancia. «Cuando era un muchacho, despedían aquel

extraño olor. El sudor, tal vez. De niño, sudaba mucho.»

—Me cuido —respondió por fin—. Por eso tengo buen aspecto.

—Sí. Es cierto. Lo sé.

—Bebe el café —pidió Zoe otra vez.

—Vives en una casa muy bonita. —Benjamin echó una mirada por la

sala.

Zoe le miró y sonrió un poco, pero con cautela. Siempre había sido

reservado. También ella, sin duda. No obstante, Benjamin resultaba

desconcertante porque carecía de autocontrol.

—Te gusta vivir aquí, ¿no? En esta graciosa casita, entre rocas, en

este pueblecito encantador.

—Si no me gustara, Benjamin, no estaría aquí.

—Ha de ser estupendo saber con exactitud lo que uno quiere... —

reflexionó.

Su rostro era inexpresivo. Ella esperaba que reflejara dolor o

intenciones aviesas, pero no percibía nada. Zoe se relajó. Quizá no

tuviera que pelearse con él. Tal vez otro «no» rotundo resolviera la

situación.

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—... y ser capaz de conseguirlo —continuó—. Ha de ser estupendo. Y,

por supuesto, conservarlo. Eso es mejor aún.

—Lo es, sí —confirmó Zoe; pensaba en qué le gustaría comer a

mediodía.

Benjamin se sentó y cogió el vaso de café. Cruzó las piernas.

—He venido por una cuestión muy seria, Zoe.

Ella aguardó.

—¿No sientes curiosidad? —Suspiró y movió la cabeza al comprobar

que la mujer no respondía—. Había olvidado lo excéntrica que eres.

Ella apenas movió la cabeza, de modo que sus ojos se clavaron en los

del hombre. Benjamin perdió segundad.

—Creo que debes marcharte ahora mismo.

Él la miró de nuevo, tan sombrío y desafiante que Zoe sintió una leve

aprensión.

—Ahora mismo, o perderás el próximo ferry.

Benjamin contempló el patio empedrado a través del gran ventanal.

—Cariño —murmuró con voz opaca—, no tomaré el ferry. Tenemos

mucho de que hablar.

—No tenemos nada que decirnos —explotó Zoe.

De repente pensó en su padre. A veces le sucedía eso: irrumpía en su

cerebro una compasión extraña y efímera, lejana y superflua por uno

de sus padres.

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—«Zapatos y barcos y sellos de cera...» —entonó Benjamin. Echó la

cabeza hacia atrás y cerró los ojos—. De la muerte. Y de ciertos

diarios. De eso hablaremos —levantó los párpados v la miró—. Sí,

Zoe, tienes razón. También de dinero. Por supuesto.

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Zoe comprendió demasiado temprano que la vida era diferente.

Descubrirlo la desconcertó durante un breve período de tiempo.

Después, todo se aclaró.

También aprendió pronto que no debía parecer diferente, si quería

vivir con un mínimo de tranquilidad.

Pensó que no era probable que fuera la única persona diferente en

todo el mundo; sin embargo, era la única que lo sabía.

Dadas las circunstancias, Zoe se creó un personaje exterior; de otro

modo se habría encontrado en dificultades continuamente.

Creó unas reglas para este personaje, y a partir de ese momento se

sintió bastante más segura.

Si surgía algún problema, lo sabía porque había violado alguna de las

reglas.

Antes de la creación de esa personalidad exterior, Zoe percibía que

no podía decir ni hacer nada sin que alguien se asombrara. O peor

aun, sin que se escandalizara.

En la primera fase de su vida, el hecho de comprender que el resto de

la gente vivía de una manera distinta, le produjo agobio y

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preocupación. Por eso decidió tratar de entender las diferencias a

cualquier precio.

Y aprendió a hacerlo por medio de la escritura.

Todo comenzó en la escuela. En tercer grado. Le pidieron una

redacción de lo que había hecho durante las vacaciones, pero dejó la

tarea de lado y la olvidó; no quería hacerla porque no sabía cómo. No

obstante, la maestra se lo recordaba todos los días; y todos los días

le exigía el trabajo sobre el verano. Por último, exasperada, Zoe le

pidió ayuda a su madre.

Se sentaron juntas después de cenar. La niña tenía papel y lápiz.

—Cuéntame algo de tus vacaciones: con lo que hayas disfrutado de

verdad —solicitó la madre.

Zoe pensó un rato. Se había divertido entrando a escondidas en el

sótano de los Nelson, los vecinos de la casa de al lado, y fis—

goneando en el viejo baúl que había allí. Después, se encogió de

hombros.

—¿Qué me dices del tren a Banff? —preguntó la madre.

—Me gustó la piscina —recordó Zoe—, porque el agua estaba caliente

y el aire era fresco.

—Escribe sobre eso.

—No hay mucho que decir —expresó Zoe titubeando.

—No creo que la señorita Warren pretenda que se lo cuentes todo.

Quizás una página resulte suficiente. Escribe sobre el viaje en tren y

describe las cascadas.

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—¿Qué cuento del viaje?

—Lo que recuerdes.

Zoe se imaginó que sus pensamientos pasaban por un tamiz.

—Me acuerdo de que miraba por la ventanilla a la noche. A veces, no

se veía ninguna luz y yo pensaba que todas las bombillas del mundo

se habían apagado al mismo tiempo.

Miró a su madre y vio que sonreía.

—Ahí está, ¿ves? —habló con suavidad—. Tienes mucho para narrar.

Zoe escribió aquellas cosas y la señorita Warren señaló que el trabajo

era muy bueno.

Durante mucho tiempo, Zoe reflexionaba con frecuencia sobre este

episodio.

Resolvió que no estaría mal mostrar a los demás algo de lo que

pensaba y sentía sobre las cosas. Sin embargo, lo más importante era

saber seleccionar ese «algo».

Escribía para sí misma. Primero en papeles sueltos, para volcar sus

sensaciones.

Por ejemplo: ¿era correcto expresar lo que sentía sobre Benjamín?,

se preguntó por escrito.

Lo intentó. Primero se lo dijo a su madre.

La mujer se preocupó mucho, y la regañó a voz en grito. Zoe salió del

cuarto precipitadamente.

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A su padre le contó lo mismo, y lo menos durante un minuto pareció

que el rostro del hombre estaba a punto de desmoronarse.

Inmediatamente se inclinó hacia adelante de modo que los brazos

descansaran sobre sus rodillas y clavó la mirada en el tapete.

—Es perfectamente normal —dijo por fin— enfadarse con un hermano.

A veces, él también se enfada contigo.

Continuó con el tema, pero Zoe no escuchó más. A las personas no

les gusta oír ciertas cosas. Cuando se las dices, simulan que no es lo

que querías decir o intentan persuadirte para, que pienses de otra,

forma, o se ponen muy nerviosas. Si las aburres o si las sacas de sus

casillas, te gritan o te abofetean.

En su debido momento, Zoe empleó su asignación para comprarse un

cuaderno de notas donde expresar lo que los otros no querían

escuchar. De manera gradual, y a través de la escritura, muchas cosas

salieron a la luz.

Cuando era pequeña y veía algo que le gustaba, lo cogía aunque

perteneciera a otra persona. Pero esto la conducía a fuertes

reprimendas y castigos. Por consiguiente, creó la siguiente regla: «No

robes nada; a no ser que estés segura de que nadie te descubrirá.»

Cuando le hacían preguntas, tenía el hábito de contestar lo primero

que se le antojaba. Casi siempre se trataba de cosas imaginadas. Eso

también era motivo de disgustos. En consecuencia, escribió en su

cuaderno de ejercicios: «No cuentes nada, a menos que debas

hacerlo; si eso ocurre, procura que contenga un mínimo de verdad.»

Cuando algo la ponía furiosa, se liaba a golpes con ello. No importaba

que fuera un ser humano o un objeto; la cuestión era desahogarse.

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No le agradaba sentirse irritada. Se trataba de un sentimiento violento

y tenso que la molestaba. Sin embargo, dedujo que dar porrazos era

peor que robar; sobre todo cuando rompía alguna cosa. Por lo tanto,

una de sus reglas rezaba: «Cuando te enfades, vete a algún lugar

donde nadie te vea y golpea objetos que no se rompan. Si no se te

pasa la ira, arréglatelas como puedas para regresar con la persona

con la que estás resentida, de modo que ninguno se dé cuenta de lo

que sientes hacia ella. O hacia él».

De este modo construyó una Zoe exterior capaz de vivir según estas

reglas. Era la Zoe Número Dos.

La Zoe Número Uno vivía a salvo dentro de su cabeza, y sólo aparecía

cuando estaba sola; su único medio de expresión era el cuaderno de

notas.

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—Hay un coche aparcado ante la casa de la Strachan —dijo Sandy

McAllister, mientras dejaba el correo del día sobre el mostrador.

Se trataba de un hombre pequeño y nervudo; rondaba los cuarenta y

durante todo el año vestía el uniforme de verano de los carteros:

pantalones cortos y calcetines hasta la rodilla. Hoy no; hoy llevaba la

capa de invierno impermeable y con capucha.

—¿Y qué? —se enfadó Isabella Harbud desde detrás de su escritorio.

—Le he llevado unas cartas —le dijo, y se inclinó sobre el mostrador

para ver cómo tecleaba Isabella.

—Es su trabajo, ¿no?

—Usted es muy rápida con esta cosa —afirmó con un tono de

admiración, en tanto se rascaba la pantorrilla con la punta del otro

pie—. Casi nunca hay nada para ella; es una de esas pocas personas

de la ciudad. Uno se pregunta...

—Ocúpese de sus asuntos, señor Sandy McAllister; eso es lo ue tiene

que hacer. —La mujer arrancó el papel de la máquina e escribir y lo

estudió con mirada crítica.

—Un buen coche. Y le digo a usted que ésa no recibe muchas visitas

—comentó Sandy, y se cargó sobre los hombros la cartera de correos.

—Deje de murmurar y ocúpese de su trabajo. —Isabella depositó la

carta en la parte superior de una pila de correspondencia ya

contestada y puso otra hoja de papel en la máquina de escribir.

Sandy se encogió de hombros; se sentía molesto.

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—Sólo intentaba darle conversación. ¿Tiene tiempo para tomar un

café?

Isabella le lanzó una mirada de desaprobación.

—Por supuesto que no. ¿Qué pensaría mi marido si me fuera a tomar

un café con uno como usted?

—Ja, ja, ja; que se iba a preocupar mucho. Dejémoslo así —le guiñó

un ojo y se encaminó hacia la puerta.

Una mujer menuda, de aspecto cauteloso, se lanzó sin más al área de

recepción desde el vestíbulo. Saludó a Isabella con un movimiento

vigoroso de cabeza y permaneció expectante, sólo un paso más

adentro que el cartero. Isabella la miró y suspiró. La observó con

curiosidad por encima del mostrador; la mujer se había sentado en la

sala de espera.

—Usted es la próxima —le dijo, y se puso de pie.

El sargento mayor Karl Alberg, del destacamento de Sechelt de la Real

Policía Montada del Canadá, analizaba una lista que había sobre el

escritorio que se encontraba frente a él. Cogió un lápiz y tachó con

esmero el primer nombre.

—Adelante —gritó cuando Isabella golpeó la puerta. Esta hizo pasar a

la candidata sin mirar a Alberg, y se marchó con celeridad.

El sargento observó a la mujer que con aire desafiante se había

plantado en el centro de su oficina. Medía poco más de metro y medio,

pesaba unos cuarenta kilos y tenía muy poco pelo.

—Bien —dijo por fin, mientras miraba la lista—. Señora... Stratidakis,

¿no?

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—Es un bello apellido de origen griego.

—Griego, claro, es lo que pensaba yo. Hábleme de usted, señora

Stratidakis.

—He parido ocho niños, he cubierto todas sus necesidades y las de mi

hombre —los minúsculos ojos azules de la mujer revolotearon

incómodos a lo largo y a lo ancho de la oficina—. Es la primera vez

que piso un despacho de la policía en toda mi vida. Soy una mujer

decente.

—¿Cocina, o sólo se ocupa de la limpieza?

—Ahora no lo hago para nadie, salvo para mí y para mi hombre.

Prefiero no cocinar, señor —Alberg notó que la escasa cantidad de

pelo que colgaba del cráneo de la mujer se disponía en aislados

mechones que parecían más bien plumas—. Le cobraré bastante por

venir a diario a esta oficina de la policía.

—No se trata de la oficina —explicó Alberg—, sino de mi casa. En

Gibsons.

Gibsons Landing es una ciudad a treinta y ocho kilómetros al sur de

Sechelt.

La mujer lo escudriñó con curiosidad.

—¿No tiene esposa?

—Estoy divorciado —murmuró Alberg. El rostro de la candidata se

ensombreció por un momento, tal era su suspicacia. Alberg se hartó

y se puso de pie—. No deseo entretenerla más, señora Stratidakis.

Gracias por venir. Isabella se pondrá en contacto con usted.

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Cerró la puerta, contó hasta treinta y, con brusquedad, volvió a

abrirla.

—¡Isabella! —gritó con todas sus fuerzas—. ¿Qué diablos se le ha

metido a esa mujer en la cabeza?

—No la conozco —se disculpó la secretaria—. Me dijeron que trabaja

muy bien.

—No le gustan los oficiales de policía —dijo con tono amenazador—.

No le gustan los hombres divorciados.

—Mi marido me la recomendó. Ha tratado a su hijo —el marido de

Isabella era quiropráctico.

—Prométeme, Isabella, que no me meterás a ninguna otra maldita

postulante sin haberla visto antes con tus propios y maravillosos ojos.

—Confíe en mí. —Con solemnidad le alcanzó un mensaje telefónico.

Se acomodó en el precario moño que se había armado en la parte

posterior de la cabeza unos mechones rebeldes de su largo cabello

castaño rojizo—. Oí que había regresado —dijo, y abandonó la oficina.

Alberg cogió el teléfono y marcó el número de la biblioteca.

—¿Estás de vuelta? —musitó cuando escuchó la voz de Cassandra—.

¡Jesús! ¡Por fin!

—¿Cómo estás, Karl?

—Mucho mejor que hace un par de minutos. ¿Qué tal Inglaterra?

—Soberbia. Estupenda. Sin embargo, me siento feliz de estar en casa.

Me parece como si hubieran pasado años.

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—Y han pasado. ¡Años! —De hecho, sólo había estado fuera durante

cuatro meses, pero a Alberg le parecieron siglos—. ¿Cuándo te veré?

—por teléfono la voz de la mujer adquiría unos matices de enorme

sensualidad—. ¿Esta noche?

—Quiero visitar a mi madre esta noche. Me pregunto si querrás comer

conmigo.

Se abrió la puerta de la oficina e Isabella permaneció en la entrada,

pálida, estrujándose las manos.

—Bien. Comeremos. ¡Espléndido!

—Karl —le dijo Isabella, aunque jamás lo llamaba así.

—Tengo que cortar, Cassandra. Nos veremos a mediodía. —Se dirigió

con rapidez a Isabella pensando en accidentes de tráfico y en el hijo

de ella de diecisiete años—. ¿Qué ocurre?

Pero no se trataba del hijo de Isabella. Se trataba de Ramona Orhtzki.

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6

En Sechelt no se había previsto un centro para las personas mayores

incapacitadas de cuidar de sí mismas. En consecuencia, se las asilaba

en el último piso del hospital. Allí fue a parar Ramona Orlitzki.

Ramona tenía alrededor de setenta y cinco años; era alta, delgada,

con poco cabello y manos ágiles.

Su marido, Antón, murió en 1980. Los años siguientes Ramona vivió

feliz en su casita cercana al mar. La casa era demasiado fría en los

días más crudos del invierno, pero estaba situada en un lugar de

privilegio y, por otra parte, disponía de una buena estufa.

Ramona leía con voracidad. Le gustaban los libros de sexo de tono

subido y picante, y le pedía a Cassandra Mitchell, la bibliotecaria, que

le facilitara las lecturas que la divertían.

Cuando le preguntaban sobre su salud, solía decir que a su edad lo

esperaba todo, menos un embarazo. Entonces, se reía, arrugaba la

cara y resoplaba; no se trataba de una auténtica carcajada, en

realidad no era más que una especie de mueca. La gente la observaba,

sonriente pero tensa, y se sentía aliviada cuando Ramona se

recuperaba, se secaba los ojos y parpadeaba. Se ponía varias prendas

de vestir a la vez a lo largo de todo el año; en esto se parecía a su

amiga Isabella Harbud.

Toda la ciudad estaba de acuerdo con que Antón, el marido de

Ramona, había sido un hombre en extremo agradable pero

excesivamente tímido. Cuando Ramona se mudó a Sechelt después

de la jubilación de ambos, él se encerró en su madriguera como en

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un refugio y, con una terquedad digna de mejor causa, se negaba a

abandonarla, excepto cuando le resultaba imprescindible.

Ramona tenía la esperanza de que la jubilación lo arrancara de su

concha, pero no fue así: eso era evidente. No quería ir a los bolos, ni

al cine, ni al restaurante de la esquina a comer algo.

Antón sostenía que no criticaba esas idas y venidas de Ramona, pero

ella bien sabía que en el fondo de su corazón le molestaban. También

él había imaginado que, a partir de la jubilación, Ramona se volvería

más hogareña; del mismo modo en que ella había supuesto que él se

haría más callejero.

En resumen, que Ramona comenzó a quedarse en casa. Amaba a

Antón, de eso no tenía ninguna duda. Después de todo, había

compartido con él, día a día, cincuenta años. «Si eso no es amor, que

alguien me explique qué es», decía encongiéndose de hombros. Sin

embargo, se aburría. «Soy demasiado impaciente», le confió a

Isabella. Un día, Antón enfermó y en un abrir y cerrar de ojos se

marchó al otro barrio.

Ramona descubrió que tenía más amigos de los que creía; fue esta

revelación, más que la pena, la que le hizo derramar muchas lágrimas.

Todos colaboraban con ella, los amigos y los vecinos. Le llevaban

comida, que es algo que la gente hace cuando alguien muere. La

invitaron a vivir con ellos hasta que superara el mal momento. La

acompañaban a la iglesia y cosas por el estilo.

Los años siguientes, Ramona vivió lo que ella llamaba una vida de

bendiciones. Cuidaba el jardín, salía a caminar, visitaba a sus amigos,

realizaba los quehaceres domésticos, lavaba la ropa, regaba las

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plantas, confeccionaba la lista de la compra, pagaba las cuentas..., en

fin, esa clase de tareas.

Todas las semanas escribía tarjetas a sus hijos, y cada dos o tres

meses preparaba su contribución para la «carta familiar» que

circulaba entre sus cinco hermanos, sus dos hermanas y ella misma.

Se asoció a los Pensionados de la Tercera Edad y jugaba a los bolos,

iba a bailes y a recitales de canto y concurría al viaje semestral a

Reno. Comenzó a preocuparse por su cabello; se lo cortaba y, cuatro

veces por año, puntual como un reloj, se hacía la permanente.

Descubrió que le gustaba la ginebra. Trabajaba como voluntaria, sólo

unas horas al día, con Cassandra en la biblioteca, y lanzaba

maldiciones contra aquellos que suponían que los libros no se

devolvían en la fecha señalada. Todos los miércoles comía con

Isabella; y de tarde en tarde, pescaba almejas con su amiga Rosie,

que vivía cuatro puertas más abajo que ella. Cada año, en verano,

alguno de sus hijos la visitaba: Horace y su esposa Ella, desde Cache

Creek; o Martha y Jerome, su marido, que vivían en Regina. Y los

nietos, dos cada vez. Ramona no amaba demasiado a sus nietos.

De alguna manera, se había convertido en una institución en la

ciudad. Sus numerosos amigos y conocidos se angustiaron de verdad

cuando se enteraron de que tenía una enfermedad en los intestinos.

La operaron. Al hospital acudieron muchísimas personas para llevarle

flores y frutas. Como sabían que a ella le agradaba echar un trago o

dos por la noche, le llevaron de contrabando pequeñas botellas de

ginebra, de esas que venden en los aviones o que ofrecen como saldo

en la época navideña.

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Por fin, llegó al día en que Ramona, con paso vacilante, regresó a su

casa. Los de «Comidas sobre Ruedas» le llevaban la cena hasta su

puerta, y otros voluntarios de la comunidad se hicieron cargo de las

compras, de lavarle la ropa y de fregar los suelos. No obstante, pronto

se descubrió que la operación no había dado los resultados esperados.

Regresó al hospital y se sometió a otra, y más tarde a una tercera.

Cuando todo terminó, tenía, tal como le dijo a Isabella, «medio

kilómetro de tubería sintética dentro del cuerpo, y una debilidad tan

agotadora que no se le marcharía por más vitaminas que tomase».

Su mente comenzó a desvariar y ella se daba perfecta cuenta.

Hablaba con Isabella de algún tema en particular, por ejemplo, de la

«carta familiar», y de repente se detenía y preguntaba, «¿esto ya te

lo he contado?»

Le complacía sentarse en la mecedora, cerca de la ventana, en su

salita. Desde allí veía el jardín y, más allá, el mar, las islas Triáis, la

bahía poco profunda que se curvaba a la derecha y el promontorio

que se alzaba en la parte más occidental de la bahía, donde brillaban

las luces de la casa de Zoe Strachan. Cuando Ramona se sentaba y

miraba la noche, la casa de Zoe parecía un barco en el mar, de lo

alejada que se hallaba del resto de las luces.

En ocasiones, Ramona abandonaba la mecedora y se sentaba en el

sillón preferido de Antón; él permanecía allí largas horas, hojeaba el

periódico y observaba a ratos el océano y el cielo. Allí lo había visto

sonreír de pura satisfacción y, para consolarse, recordaba aquellos

momentos. El hombre había muerto feliz y ella había cumplido con su

deber. Después se dedicó a disfrutar de la vida. Los años siguientes

los había galopado con el fervor de una potra; Dios la perdone, pero

así era.

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Y al final había llegado a aquella situación. Como arrastrándose dejaba

el sillón y entraba en la cocina, miraba a su alrededor y se preguntaba

qué cuernos buscaba en ese lugar.

Le sucedían cosas extrañas. Una vez, por ejemplo, no reconoció el

papel que cubría las paredes del dormitorio. «¿Cuándo lo hice

colocar?», se preguntó y se acercó para verlo de cerca. Pero no, el

papel estaba gastado y desvaído; y cuando retiró un cuadro para

observar lo que había detrás, comprobó que los colores eran mucho

más brillantes porque la luz no los había perjudicado.

Por supuesto que entonces no logró recordar por qué inspeccionaba

con tanto interés el papel de la pared.

Un gran círculo se deslizaba con extraordinaria lentitud alrededor de

un gran círculo, inmenso, cambiante, que parecía diferente pero que,

en última instancia, era siempre el mismo. Lo sabía. Por las noches

permanecía sentada tranquilamente en la mecedora y miraba por la

ventana, o veía algún programa de televisión y bebía su ginebra.

Generalmente, entendía lo que ponían en la televisión, y a medida

que pasaba el tiempo la prefería a la gente de verdad. Casi todos los

días eran iguales en la pantalla, pero siempre había alguna diferencia,

así que le resultaba familiar, y si en algún momento no reconocía algo,

tampoco estaba mal. Nunca quería decir que se le había olvidado

alguna cosa. En cambio, la gente de carne y hueso la miraba con

lástima, y Ramona sentía que el calor de la humillación le subía por el

cuello hasta el rostro y se veía a sí misma vulnerable. Bajo esas

circunstancias, su carácter se tornaba cada vez más irritable. Cuando

los visitantes se marchaban, lo mismo se aliviaba que se deprimía.

Comprendía que se había comportado de una manera brusca, que no

podía evitarlo; y se sentía fatal al sólo pensarlo.

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Por último, Alex Gillingham, su doctor, fue a verla un buen día y le

habló en tono muy paternal:

—Debes ir al hospital —le dijo sin tapujos—. Hay mucho por hacer allí:

enseñar a bordar a las otras, ocuparte del jardín, ir a la biblioteca

cuando te plazca. ¡Demonios, Ramona, no es una cárcel!

Y de esta manera, según ella le contó a Isabella, él continuó y

continuó, perorando y sermoneándole; en realidad, ya no le quedaba

otra elección. Y acaso, en su fuero interno, se sintiera algo aliviada.

Algunas cosas le daban miedo: por ejemplo, olvidarse de apagar la

cocina.

Llegado el momento de escribir la «carta familiar» y de contarles a

sus hermanos lo que le ocurría, se echó a llorar. Las lágrimas

mancharon la página y esto la obligó a reaccionar.

Rompió la hoja y redactó una misiva más animosa, en la que

presentaba la situación más de color de rosa. No tenía sentido que se

preocuparan; estaban demasiado lejos para poder ayudarla.

También les escribió a sus hijos, sabía que no se sorprenderían al

conocer las novedades. Habían insistido mil veces durante años para

que se trasladara al hospital. Tenía la más absoluta certeza de que

ninguno de ellos pondría la menor objeción si hablara de instalarse en

la casa de alguno. De cualquier modo, no deseaba vivir en Cache

Creek ni en Regina; los dos eran sitios donde hacía más frío que en

Siberia y, por otra parte, allí no conocía a nadie salvo a los tristones

de sus hijos.

Horace le preguntó si vendería la casa. Ramona no tenía la menor

intención de hacerlo.

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—Se trata de pasar una temporada —dijo con firmeza—, ya verás

como regresaré en menos que canta un gallo; mientras tanto la

alquilaré.

Y eso hizo.

Durante un tiempo los amigos pensaron que Ramona se había

recuperado viviendo en el hospital.

Isabella la visitaba con frecuencia, lo mismo que Rosie, y Cassandra

dejó de ir porque partió para Inglaterra. Todos se sentían más

tranquilos. Ramona parecía más animada, más abierta, más parecida

a la que había sido.

Transcurrieron varios meses.

Ramona se quejó al doctor Gillingham por el trato que le daban. Nunca

había nadie disponible cuando quería ir a algún lugar, afirmaba. Hacía

seis meses que no se hacía la permanente, su aspecto era espantoso

y nadie la llevaba a la peluquería.

—¿De qué me habla? Tiene cantidad de amigos que la llevarán

gustosos a donde quiera —argumentó el médico.

—No tengo derecho a castigar a mis amigos con tareas de esa

naturaleza —respondió Ramona, enfadada—. Debe acompañarme una

de las enfermeras. —Él trató de hacerla razonar, pero la mujer agitó

las manos frente a su rostro y escupió las palabras—. Para eso están

—insistió.

También presentó otras quejas. Su cuarto miraba al tejado del ala

adyacente; carecía de vista. Hacía demasiado frío para cuidar el jardín

o para salir a caminar y, como agravante, y para más inri, las

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estúpidas enfermeras la obligaban a montarse en una maldita silla de

ruedas.

—Y el colmo de los colmos —añadió con amargura—, me prohiben

beber ginebra.

En realidad, éste era el quid de la cuestión.

Las enfermeras se mantuvieron inflexibles. Ramona no tendría

ginebra.

No resulta fácil determinar en qué medida una cosa se relaciona con

la otra. Lo cierto es que la enfermera que, aquella mañana de un

miércoles de enero, fue a despertarla para el desayuno, se encontró

con que la cama de Ramona estaba vacía y que Ramona se había ido.

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Sólo una vez Benjamin había osado presentarse a la puerta de Zoe

sin haber sido invitado.

Fue un día de verano, siete años atrás. Zoe acababa de mudarse de

casa. No había tenido tiempo de conocer bien el lugar, ni de disponer

el mobiliario, ni de organizar su cuarto de trabajo. Aún tenía dudas;

¿habría acertado al comprar aquel terreno con una casa ya

construida? El día en que apareció Benjamin, estaba vaciando unas

cajas en la cocina, reprendiéndose a sí misma, tratando de

convencerse y diciéndose que, si por cualquier motivo algo no

funcionaba, siempre podía mudarse.

Sin embargo, no quería hacerlo una vez más.

La puerta de dos hojas que daba al patio estaba abierta, igual que la

puerta principal. De esta manera, se establecía una corriente que

refrescaba toda la casa. Zoe vestía pantalones cortos, camiseta y

zapatillas deportivas.

Lo primero que hizo aquella mañana fue salir para Sechelt, para ir al

supermercado que se hallaba en la pequeña alameda. Compró un

cubo, algunas botellas para la limpieza, varios rollos de papel de

cocina, un par de esponjas, papel blanco para cubrir los estantes y

dos paños de cocina baratos que rasgó por la mitad para usarlos como

trapos. Los mármoles los dejó relucientes, al igual que la alacena,

aunque ya estaban bastante limpios porque era una casa flamante.

De todos modos, les pasó un trapo y colocó los papeles. La nevera, la

cocina y el lavavajillas también eran nuevos y no necesitaban

limpieza; pero los fregó.

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A mediodía, se preparó una taza de té y se calentó un plato de sopa.

Se sentó a la mesa de la cocina para comer, y mientras lo hacía oyó

el rugido del mar que penetraba por las puertas y ventanas abiertas.

Era el único ruido. Zoe volvió a sentirse segura. Tenía su propia

fortaleza, por decirlo de alguna manera. Era una casa firme y sólida,

sobre un promontorio, de cara al mar y de espaldas al resto del

mundo. Disponía de más espacio del que le hacía falta: un dormitorio

con dos armarios con cabida suficiente para guardar lo que ella

llamaba sus trajes; un despacho en el que haría las cuentas, un

lavadero y una sala. En el sótano, muchos metros para instalar su

cuarto de trabajo y almacenar provisiones y otros útiles. En el cuarto

de trabajo restauraría muebles. Era su única diversión. El devolver a

ciertas piezas de calidad su belleza original le proporcionaba una

sensación de bienestar, de tranquilidad. Pensaba Zoe, con

satisfacción, disfrutar mucho de la casa, sentirse protegida en el

primer hogar inmaculado que, por primera vez en su vida, ella

estrenaba.

Terminó la sopa, lavó el plato y lo guardó. Vertió el sobrante en un

cazo y lo metió en la nevera. Se sirvió el resto del té, lavó la tetera y

se dispuso a abrir otra caja.

De eso hacía ya siete años. Sonó el timbre y oyó la voz de Benjamin.

—¿Puedo entrar?

Inclinada sobre una caja de cartón, Zoe permaneció inmóvil.

¿Cómo no había advertido el ruido de las pisadas sobre el camino de

grava? Lamentablemente había descuidado la vigilancia; sólo durante

un momento..., pero el momento resultó muy largo.

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Se puso de pie, se dio la vuelta, salió de la cocina y cruzó el vestíbulo

en dirección a la puerta de entrada.

Allí se encontraba su hermano.

—¿Cómo sabías dónde encontrarme?

—El abogado lo sabe —explicó Benjamin—. Supongo que no le habrás

dicho que se trata de un secreto.

—No lo es. No obstante, me desagrada que la gente venga sin que la

invite. ¿Qué quieres?

Benjamin levantó una botella de vino.

—Un regalo de inauguración —sonrió, confiado.

—No me interesa que estés aquí —Zoe levantó una mano, la posó

sobre el pecho del hombre y lo empujó con suavidad—. Esta es mi

casa.

Benjamin se agachó para dejar la botella de vino sobre el suelo,

dentro de la casa.

—Muy bien —aceptó, y se enderezó de nuevo—. Lo que tú digas —dio

unos pasos atrás y se alejó de la casa—. Tengo que hablar contigo.

Ella negó con la cabeza.

—No. Dinero, no. Ya lo sabes, Benjamin. Sabes que no te daré un

céntimo. Vete.

—Por favor, Zoe —le rogó con calma—. Tan sólo escúchame. Necesito

que conversemos sobre las Minas del Gran Norte.

Zoe lo miró con un poco más de interés.

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—Da la vuelta a la casa y ve hacia el fondo —le dijo tras pensarlo un

poco—. Allí hay un patio.

Cerró la puerta, echó la llave y cruzó la casa a través del dormitorio;

luego cerró las puertas del patio y entró en el despacho, donde hizo

lo mismo. Por fin salió al patio tras cerrar la puerta que quedaba a sus

espaldas.

Benjamin observaba el mar por encima de las rocas que protegían la

casa del viento.

—Deseas hablar de la compañía —comentó Zoe apoyándose sobre una

pared lateral.

Benjamin la miró a los ojos.

—Las cosas me van mejor. Quedé destrozado cuando Laura se

divorció de mí.

Zoe aguardaba.

—Perdí el empleo, dilapidé la mayor parte del dinero y, sin embargo,

me negué a vender las acciones de las minas. He resistido con

obstinación y lo seguiré haciendo, no importa por cuánto tiempo.

—¿Y ahora? —inquirió Zoe con frialdad.

—Me he vuelto a casar.

Ella se acercó para mirarlo. Estaba mejor que la última vez que lo vio.

Sus ropas estaban limpias y planchadas: los pantalones de verano, la

camisa de manga corta. El rostro lo tenía relajado.

—¿Tiene dinero?

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Benjamin sonrió apenas.

—Sí —respondió—. De hecho, tiene.

—¿De ella o de su familia?

—Las dos cosas —explicó Benjamin—. A eso quiero llegar. Te suplico

que te comportes con cordialidad —suspiró—. Ha heredado, pero ha

hecho crecer el patrimonio. Tiene buena vista para los negocios.

—¿Qué tiene que ver esta historia con las minas?

El mobiliario del patio de Zoe se amontonaba contra la casa. Benjamin

le echó una mirada.

—¿Te importaría si cojo un par de sillas?

—¡Adelante! —accedió Zoe.

—También yo he conseguido otro trabajo —comentó mientras

acomodaba las sillas.

—Muy bien —aprobó la mujer.

El hombre se sentó y estiró las piernas.

—Me gustaría darle algo a Lorrame para que me lo invierta. Ya te lo

dije que tiene mucha vista para los negocios. Siéntate, ¿por qué te

quedas de pie?

Zoe le clavó la mirada y continuó a la espera.

Benjamin se rascó la nuca.

—Está bien, está bien. ¿Estarías dispuesta a dejarme algo de dinero?

—preguntó por fin. Zoe se echó a reír—. Te entrego las acciones de

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las minas como garantía —se inclinó hacia adelante y una solemne

seriedad cubrió su rostro—. Tú sabes bien lo que significan para mí.

Pero te pagaré inmediatamente. Con intereses.

—Las Minas del Gran Norte son un fiasco —señaló Zoe.

—Es sólo cuestión de tiempo —argumentó Benjamin—. Su valor se

duplicará en los próximos diez años.

—Entonces, ¿por qué corres el riesgo de perderlas?

—No hay tal riesgo, te lo repito. Te devolveré el dinero en unos pocos

meses. He visto cómo trabaja Lorraine. Es muy sagaz, Zoe. Deberías

mantener una charla con ella.

—Me las arreglo bien sin ayuda —replicó Zoe.

—¿Cuál es tu respuesta?

Zoe sacudió la cabeza.

—Por favor, Zoe.

—Pídelo a un banco.

—No puedo —musitó con resentimiento.

—No me digas. Ya las has usado como garantía.

—No, no lo ne hecho —exclamó Benjamin con furia. Se puso de pie y

caminó por el patio, con las manos hundidas en los bolsillos de los

pantalones.

—Necesitas que sea yo quien te preste el dinero —explicó Zoe—,

porque nadie más te dejaría nada a pesar de la garantía que le

ofrezcas. Y es porque estás de deudas hasta las orejas.

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Benjamin la miró.

—No te haré un préstamo —expresó Zoe—. Pero compraré tu parte.

—No quiero —se sobresaltó Benjamin.

—Ya sé que no lo deseas —remarcó Zoe—. Pero lo harás.

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Ramona hizo suya una teoría: que todo el mundo dispone de una

buena cantidad de segundas oportunidades.

Años atrás, muchos años atrás, conducía su coche durante la noche;

de repente, un inmenso camión apareció rugiendo por la izquierda;

las luces la deslumbraron. Precisamente, a esa altura, el camino torcía

a la derecha y el camión pasó de largo. Sin embargo, ¿qué habría

ocurrido una fracción de segundo antes?, pensó la mujer. En aquel

instante, comprendió que había vivido la experiencia dos veces. La

primera había tenido lugar exactamente una fracción de segundo

antes, y había muerto. Después de tanto llorar y lamentarse tanto,

Dios decidió que había cometido un error y le permitió vivir de nuevo

para que lo hiciera mejor.

Por lo general, uno no se entera de las segundas oportunidades y, por

lo tanto, no se muestra agradecido.

En fin, ésta era la teoría de Ramona.

El martes, cuando la señora Wallsten, la enfermera de la noche, se

presentó con la pildora para dormir, Ramona la miró y tuvo la

sensación de haber vivido aquel momento con anterioridad.

Sin saber por qué, simuló que se tragaba el medicamento.

En cuanto la señora Wallsten abandonó el cuarto, Ramona pescó la

pildora que había depositado debajo de la lengua y la miró con

curiosidad, como si la diminuta grajea le fuera a explicar por qué no

la había tragado.

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Por supuesto, durmió mal. Estaba acostumbrada a dormir cada noche

bajo el efecto de los somníferos. A eso de las cinco de la madrugada

del miércoles, le dolían todos los huesos y sentía la cabeza caliente y

pesada. Se desembarazó de las mantas y se sentó en el borde de la

cama.

Fue entonces cuando decidió poner pies en polvorosa y escabullirse

de allí.

No se detuvo a pensarlo; lo decidió y lo hizo.

Con lentitud, poco a poco, abrió la chirriante puerta de la gaveta de

metal que le servía de armario, sacó el vestido de algodón de manga

larga, la gruesa rebeca, los zapatos de goma y el abrigo de lanilla.

De los cajones retiró un par de calcetines que le llegaban a las rodillas,

dos pares de medias y algo de ropa interior.

Ramona se vistió, se cepilló los dientes y se peinó. Tenía prisa.

En la gaveta encontró una bolsa de papel, y la llenó con más ropa

interior, con calcetines, con sus cosas de aseo personal y vanas

revistas. Si hubiera planeado la fuga con anticipación, habría juntado

más bolsas. No obstante, estaba segura de que estas determinaciones

había que tomarlas impulsivamente, sin premeditación.

Se abotonó el abrigo, se calzó los blancos guantes de lana que

dormían en un bolsillo y se abrigó el cuello con la bufanda roja que

encontró enrollada en una de las mangas. Luego, abrió la puerta un

milímetro y miró el vestíbulo.

Todo estaba en orden. No vio a la señora Wallsten, que tendría que

estar sentada en el área de las enfermeras, en medio del pasillo.

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Ramona asió la bolsa y se encaminó hacia el vestíbulo, cerrando tras

de sí la puerta con mucha suavidad.

De puntillas, se deslizó hacia el área de las enfermeras; al llegar,

descubrió un vaso de café humeante sobre el mostrador, y oyó un

ruido amortiguado, como de una cascada, que salía de alguno de los

lavabos. Se escurrió hasta el ascensor, pero prefirió no utilizarlo.

No encontró a nadie en el hueco de la escalera. Aquel espacio estaba

muy iluminado y los ruidos retumbaban muchísimo.

Cuando llegó a la planta principal, abrió la puerta sólo un poco; en la

centralita, una figura femenina estaba enfrascada en un libro. Ramona

esperó a que el teléfono sonara; la telefonista se dio la vuelta con

parsimonia y respondió, momento que la mujer aprovechó para

apretar la bolsa entre las manos y escurrirse hacia la puerta de salida.

Su rostro se arrugaba a la espera de un grito: «Eh, usted, ¿adonde

va?». Pero nadie gritó y, en un segundo, estuvo fuera, bajo la divina

lluvia gris del invierno. Nunca se había dado cuenta de que la lluvia

es muy agradable.

Todavía estaba muy oscuro cuando bajó la colina hacia la ciudad.

La esperaba una larga caminata. Seis kilómetros y medio, más o

menos, hasta su casa.

Seis kilómetros y medio. Al menos, tendría tiempo para recordar

dónde había dejado las llaves.

Se sentía exhausta y temblaba de frío. Sin embargo, su espíritu estaba

tan ligero que creyó tener alas en los pies.

Y la mente, lo sabía, se mantenía aguda como una punta.

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Benjamín formaba, parte de sus recuerdos más lejanos. Le embotaba

la memoria. Lo veía por todas partes: con su rostro pálido, la frente

arrugada, espiándole desde un rincón, o por encima de una mesa., y

a veces desde detrás de su madre, cuya falda con toda seguridad

estrujaba.

Zoe estaba resentida con él porque era mayor. Y eso nunca cambió,

siempre fue mayor. Tenía cuatro años cuando ella nació; a la sazón

ya pensaba por cuenta propia, y nunca abandonó esa costumbre.

Zoe dejó de prestarle atención cuando creció lo suficiente para asistir

a la escuela; fue un alivio. Mas, en la primera fase de su infancia,

había estado presente de manera constante, al acecho, observándola.

Le sorprendía todo lo que ella hacía; estaba harta de ese papamoscas

que no le daba un rato de respiro.

Una vez, cuando Zoe tenía cuatro años y él ocho, la familia fue a

visitar a unos tíos a Vancouver. La madre llevó a Zoe y a Benjamín al

parque que estaba al otro lado de la calle. Jugaron un rato en los

columpios.

No había nadie en los alrededores. No estaba nublado, pero el día era

frío.

Un hombre rastrillaba las hojas secas y las amontonaba; después las

prendió fuego y se alejó para rastrillar más hojas y levantar otra pila.

Benjamín se dirigió a la hoguera, Zoe y la madre lo siguieron.

Zoe vestía un abrigo gris y un sombrero del mismo color que se

anudaba debajo de la barbilla. Pero las botas de invierno todavía no

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eran necesarias ni las polainas que hacían juego con el abrigo y el

sombrero. La parte posterior de sus piernas desnudas estaba fresca,

casi fría; en cambio la parte anterior estaba tibia, casi caliente, a

causa del fuego. Del fuego que chisporroteaba ella olía el agradable

olor de las hojas que se quemaban. Flotaban hacia arriba sobre las

llamas, y Zoe no supo a ciencia cierta si se retorcían o danzaban.

La madre la tenía cogida de la mano. Benjamín se apartó de ellas y

se acercó al fuego para pisotear las hojas.

—Ven aquí, Benjamín —le dijo la madre—. Meterás un zapato en el

fuego.

A Benjamín la situación le resultaba muy divertida, y rió y rió, y se

lanzó al aire como un aro que da muchas vueltas, mientras Zoe lo

observaba. Por fin, se echó al suelo, acomodó las manos bajo la

cabeza y miró fijamente al cielo.

Zoe deseaba liberarse de la mano de su madre; no obstante, no lo

hizo. Si lo hubiera hecho, ella la habría mirado y tal vez le habría

fruncido el entrecejo. La madre se ocupaba del fuego y no le prestaba

atención, y eso era lo que Zoe quería.

Oyó cómo la madre suspiraba. Le soltó la mano para hurgar dentro

del bolso en busca de un pañuelo, y, cuando lo encontró, se frotó los

ojos con suavidad, enterró la nariz en el centro del pañuelo y se sonó.

Zoe se alejó unos pasos para no coger los virus de un resfriado.

De pronto, tropezó con Myrtle, la gata de su tía, que había cruzado la

calle y los había seguido al parque. Zoe la miró con expresión de

disgusto y le dio una ligera patada en las costillas con el lado del pie.

Myrtle lanzó un leve maullido y frotó su cuerpo contra la pierna de

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Zoe. —Vete —ordenó Zoe a la gata. —Deja tranquila a Myrtle —le

replicó Benjamín. Myrtle se estiró y clavó las zarpas en el abrigo gris

de Zoe. —Quédate quieta —repitió Zoe, y empujó a la gata. —Mamá

—la acusó Benjamín—. Zoe está maltratando a Myrtle. La gata se

dirigió en línea recta hacia Zoe y se sentó sobre sus pies, encima de

los zapatos de charol. Zoe, exasperada, la cogió, la alzó en el aire, y

la tiró al fuego.

Su acto generó una conmoción enorme. Benjamín saltó rápido como

una flecha y, gritando, se puso de dar vueltas alrededor del fuego. La

gata maullaba e intentaba huir hasta que, por fin, salió dando tumbos

de la hoguera,: parecía que le salía humo del cuerpo. Se alejó del

parque como borracha, después de evitar los brazos extendidos de

Benjamín y de ignorar sus voces de consuelo.

La madre de Zoe había observado la escena como mareada o algo así.

Miraba a Zoe y repetía su nombre una y otra vez, como si no creyera

que la niña estuviera allí, como si hubiera desaparecido de repente.

El hombre que rastrillaba las hojas se había enderezado y miraba a la

gata que cruzaba el parque cojeando, seguida por un vociferante

Benjamín. Se volvió y observó con curiosidad a la mujer y a la niña.

—¿Qué has hecho? —inquirió la madre.

—Eché a Myrtle al fuego.

—Pero ¿por qué? ¿Cómo has podido cometer una acción tan

horrorosa? —Miraba a Zoe y sostenía el bolso con las dos manos. En

el bolso se veía un nuevo par de arañazos, en la zona en que la piel

había perdido algo de su color castaño original. Zoe pensó que, con

toda probabilidad, los había hecho Myrtle con sus estúpidas garras.

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—No lo sé. Me hizo enfadar.

La madre se volvió y le dio la espalda; luego, se giró y la miró a los

ojos.

—¿No oías sus maullidos?¿No te das cuenta de lo mucho que ha

sufrido?

—Sí; pero no era yo.

—Pero, acabas de decirlo..., acabas de admitirlo, te oí yo misma:

«Eché a Myrtle al fuego». Me lo has dicho hace un momento.

—Sí —dijo Zoe—. Lo que quiero decir es que no era yo la que sufría.

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Ramona se sentía entumecida por el frío, el mareo y el cansancio, a

todo lo largo del último kilómetro que le faltaba recorrer para llegar a

casa. Su mente se había ausentado hacia alguna parte. El que

recordaba el camino era su cuerpo, y era él también el que sabía

dónde estaba la llave. Se movía indecisa por la entrada y estaba a

punto de preguntarse por quinta vez, ¿dónde dejé la llave?, cuando

se agachó y escarbó en la tierra, debajo de la piedra grande cubierta

de musgo que se encontraba junto a la ventana del dormitorio. Allí

estaba.

Una vez dentro, se dejó caer sobre el sofá y así estuvo algunos

minutos, no sabía cuántos. Se sentía feliz por no tener que andar más.

Deseó una taza de café. Miró por la ventana de la sala el promontorio

que se hallaba al otro lado de la bahía; no había luces en la casa de

la señora Strachan. Con toda seguridad, no se levantaba tan

temprano.

Ramona hubiera querido permanecer allí para siempre, para recobrar

las fuerzas perdidas, pero enseguida tuvo que ir al lavabo.

Además, debía esconderse porque la buscarían y la casa sería el

primer lugar al que acudirían.

La casa estaba fría. Se dio cuenta y encendió la estufa.

Mientras la sala se calentaba, decidió prepararse un café. Pensó que

tendría que retirar el hervidor del fuego antes de que silbara, para

que el sonido no se oyera desde fuera.

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Pero no lo encontró. Utilizó uno eléctrico que estaba sobre la mesa de

la cocina.

Buscó por la casa un escondite. A veces, se detenía y se rascaba la

cabeza; intentaba recordar por qué debía esconderse. Pero sabía que

era urgente y continuaba con la tarea. Por fin, resolvió que lo mejor

sería el armario. Estaba lleno de ropa colgada y algunas prendas

cayeron al suelo. Las apartó y colocó en su lugar el edredón de la

cama, dos mantas y una almohada que encontró en el armario de la

ropa blanca.

Aún tenía frío; se quitó el abrigo, se puso tres jerseis y volvió a

cubrirse con el abrigo que ya no podía abotonarse.

Ramona se acurrucó en el nido que se había fabricado y bebió el café.

De una manera lenta y gradual, las cosas se aclararon, como un viento

que despeja las nubes. Recordó que Marcia y Robbie Litwin vivían en

su casa y que se habían marchado de vacaciones a alguna parte, y

que por esa razón había resuelto huir.

—Bueno, es un alivio —dijo en voz alta. Se sentía bien; la mente le

funcionaba de un modo claro y definido.

Se preocupó de las provisiones. Había visto algunas cosas en la nevera

y algunas latas en la alacena; y sabía que fuera, en el cobertizo para

las herramientas, había cajas con patatas, zanahorias y cebollas que

Marcia había cultivado en el verano. No obstante, necesitaba frutas,

zumos y vitaminas. Y, por supuesto, un poco de ginebra. Al parecer,

Marcia y Robbie no consumían bebidas alcohólicas.

Sin embargo, los Ferris, los vecinos de la izquierda, le daban al trago

de tanto en tanto. Se mantendría muy alerta, y, tan pronto como se

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fueran a alguna parte, se las ingeniaría para entrar en su casa. No

echarían en falta la ginebra. Tenían un perro pequeño de orejas

grandes y un mechón de pelo blanco atado a manera de moño en la

cabeza. No le preocupaba el animal; dondequiera que fueran los

Ferris, allí iba el perro.

Ramona contuvo la respiración, con la taza de café detenida a medio

camino hacia su boca. Un coche se detuvo frente a la casa, que estaba

a un metro de la carretera.

Oyó que la puerta se abría y que alguien merodeaba por el costado

de la casa.

«¡Dios mío!», pensó. «¿Dónde he dejado la bolsa?»

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—Muy bien —dijo Sid Sokolowski, mientras se arrellanaba en la silla

de visitas de la oficina de Alberg. Isabella permanecía de pie junto a

la puerta—. Aquí está la historia. —Levantó un pie y luego el otro, y

se subió los calcetines, que no eran lo suficientemente largos para

cubrir sus macizas pantorrillas—. Se ha fugado, es cierto. No da

señales de vida. Las enfermeras están sumidas en un estado de

confusión tremendo porque no se trata de una evasión habitual. —El

sargento sacudió la cabeza en actitud de desaprobación—. No resulta

fácil imaginar cómo esos ancianos se largan sin que nadie se dé

cuenta.

—¡Es lo que yo pienso! —exclamó Isabella con vigor.

—¿Preferirías acaso que el lugar tuviera barrotes? —preguntó Alberg.

Sokolowski decidió pasar por alto el comentario.

—Lo importante es que Isabella los obligó a que denunciaran su

desaparición.

—Supuse que cuanto antes la buscaran, antes la encontrarían —

explicó la mujer.

—Es lo que ellos desean —añadió Sokolowski—, sobre todo porque,

como ya he dicho, es la primera vez que hace algo semejante. —Echó

una mirada a sus notas—. Desapareció entre las dos y las ocho de la

mañana. Es la información más exacta que pueden facilitarnos.

—La enfermera de noche realiza la ronda a las dos —puntualizó

Isabella—, y después nadie más fue a verla hasta el cambio de turno

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a las ocho. —Se frotó las manos—. ¡Oh, querida, mi querida! ¡Pobre

Ramona!

—¿Anda por allí con bata del hospital o algo así? —inquirió Alberg.

—Viste sus propias ropas —respondió Isabella.

—Isabella. Oigamos lo que nos dice el sargento. ¿Sid? ¿Cómo iba

vestida?

—Sí, con sus propias ropas —confirmó Sokolowski—. Sin embargo, las

enfermeras ignoran qué guardaba en el cuarto; en consecuencia, no

saben qué se puso, salvo el abrigo, que ha desaparecido con ella. Era

de buena calidad. —Se mojó la punta del índice con la lengua y dio la

vuelta a una página de su libreta de notas.

—¿Ha estado en su casa? —urgió Isabella—. Amaba aquella casa. Es

el primer lugar al que iría.

Sokolowski miró a Alberg con expresión de agobio.

—Isabella —ordenó Alberg—, deja de interrumpir, o márchate. ¿Está

claro?

—Entendido —aceptó, y se mordió los labios.

—Sí, posee una casa —dijo Sokolowski—. La ha alquilado. Estuve allí.

Está cerrada; no hay nadie. Los inquilinos, una pareja joven de clase

media, ganaron un concurso en un drugstore o algo parecido, y se

marcharon a Hawai durante tres semanas. —Levantó la vista de sus

apuntes—. ¿Has notado que los que ganan los concursos siempre

tienen un buen pasar? ¿Por qué será, Karl?

—¿Por qué no? No tienen nada que perder, ¿verdad? ¿Algo más?

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—Sí, hablé con su médico, el doctor Gillingham. Que Dios ayude a esa

pobre mujer —añadió Sokolowski con fervor—. Conversé con él. Le

pregunté si la anciana tenía dinero, quiénes eran sus amigos, adonde

le gustaba ir. No resultó de mucha ayuda, lo cual no me sorprendió.

El tío es un perfecto imbécil.

—¡Sid!

—Sí. No sabía demasiado de las finanzas de la vieja. Tendré que ver

a su abogado. Gillingham me dio una lista de las personas que la

visitaban en el hospital. Tiene dos hijos; me sugirió que me pusiera

en contacto con ellos. —De nuevo levantó la vista, con la frente

arrugada—. No lo hagamos tan pronto, Karl. No viven aquí, y no será

difícil encontrarla. No preocupemos a los chicos sin motivo.

—Recuérdalo, de todos modos; podría ir a verlos. ¿Dónde viven?

»

—En Cache Creek y en Regina —habló Isabella—. No iría con ellos.

¡Oh, Ramona, mi querida Ramona! —repitió mientras volvía a

retorcerse las manos—. ¿Por qué no vino a mí?

—Quizá lo haga, Isabella —la tranquilizó Alberg—. No obstante, lo

haga o no, la hallaremos.

El sargento asintió.

—Antes de que llegue la noche. ¿Apostamos algo? Por Dios, Isabella,

se trata de una anciana medio pirada, sin blanca en los téjanos.

Tranquila, aparecerá.

—Jamás usa ni usará téjanos —replicó Isabella—. Puede estar seguro.

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—Bueno, en lo que sea —condescendió Sokolowski—. De todos

modos, tienes mi palabra.

—Bueno, visita a su abogado —interrumpió Alberg—. Averigua si tiene

acceso a dinero en efectivo. Isabella, ¿estás dispuesta a ayudarnos?

—¡Por supuesto que sí!

—Telefonea a la gente que la conoce y que le gusta, a los lugares

donde acude con frecuencia. Diles que mantengan los ojos abiertos.

—Sí. Es una idea excelente. Lo haré. Ya mismo. —Isabella abandonó

la habitación.

—Al menos, afuera no está tan horrible —señaló Sokolowski al tiempo

que miraba a través de la persiana el día gris y lluvioso. Miró su reloj—

. Mejor me voy al despacho del abogado. Te mantendré informado.

Cuando se marchó, Alberg tomó asiento y recordó al cineasta de

Quebec que sufría la enfermedad de Alzheimer. Había desaparecido

en invierno, igual que Ramona Orlitzki. Por fin, lo encontraron flotando

en el río.

«Tenía un montón de gente que se ocupaba de él», recordó Alberg.

«Igual que Ramona Orlitzki.»

Sus ojos se posaron en la fotografía de sus hijas que colgaba de la

pared próxima, y pensó en los regalos que les compraría cuando se

graduasen. Acaso debería telefonear a Maura para pedirle consejo.

Después de todo, reflexionó con cierta melancolía, no veía a sus hijas

muy a menudo. ¿Qué le había hecho suponer que podría elegir regalos

especiales para ellas sin ayuda?

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Un poco después, Isabella llamó a la puerta e inmediatamente la

abrió; parecía angustiada.

—He hecho cuatro llamadas. Nadie la ha visto. Ha llegado la

bibliotecaria.

—No sufras, Isabella. La encontraremos. Haz pasar a Cassandra. Un

minuto —aclaró mientras Isabella regresaba a la sala—. Dame un

minuto de tiempo.

Apiló los papeles que cubrían el escritorio en varios grupos. Colgó la

chaqueta. Subió las persianas hasta el borde superior de la ventana.

Por vez primera, sentía un fervoroso agradecimiento hacia Isabella:

en la oficina no había polvo, ni círculos mugrientos sobre el escritorio,

ni colillas en el cenicero que estaca sobre la mesa de café.

Se atusó el pelo rubio con los dedos, se enderezó, se metió el

estómago hacia adentro y... después, «¡qué demonios!», pensó, se

relajó y adoptó una postura natural.

Se oyó un golpe y se abrió la puerta.

—Allí está —informó Isabella desde su lugar de trabajo.

—Gracias —dijo Cassandra Mitchell, y entró.

Alberg se quedó mirándola durante un largo rato; sonreía. Ella le

devolvió la sonrisa y se ruborizó.

—¡Por Dios! —dijo ella—. ¡Hola!

—Te veo tan bella... —musitó Alberg. Se acercó tratando de no pensar

en nada, y la rodeó con los brazos.

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Cassandra cerró los ojos y apoyó la mejilla sobre el pecho del hombre.

Sentía los latidos de su corazón y cuando la apretó con fuerza percibió

los de él. Por fin, se mezclaron y ya no supo determinar a quién

pertenecían. Uno de ellos latía más rápido que el otro; «es el mío»,

pensó Cassandra. Levantó la cabeza, con los ojos todavía cerrados.

Con delicadeza, le acarició la nuca con los dedos y de manera muy

lenta atrajo el rostro de Karl hacia el suyo. Había aguardado este

momento durante meses; un beso de Karl Alberg sin Roger en medio,

sin Roger en su corazón. «Roger ha desaparecido, estupendo», pensó,

en tanto se entregaba a un beso dulce, limpio, poderoso...

Se apartó, pero permaneció asida a los hombros de Karl. Le gustaba

que fuera fuerte. «Un hombre potente», pensó con afecto. Su rostro

estaba un poco más curtido que cuando lo conoció, el cabello algo

más ralo, y aún resultaba enigmático, salvo cuando sonreía. Recordó

la primera vez que la besó, en la cocina de su casa, en la oscuridad,

mientras la luna coqueteaba con las nubes y se miraba en el agua.

Aquella noche fue más fanfarrón, más seguro de sí mismo. O más

atrevido, y simuló una seguridad que no tenía. Rozó su rostro con la

yema de los dedos, y recordó que temía acostarse con él por temor a

hablar de más en la cama. Por suerte, ya no tenía nada que ocultarle.

—Vamos a comer —pidió ella con una sonrisa.

Alberg la cogió por la cintura.

—Vamos a Victoria.

—¿A Victoria? —preguntó Cassandra con una carcajada—. ¿A comer?

—Hoy no. El viernes. A pasar el fin de semana.

Cassandra movió la cabeza a uno y otro lado.

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—Vas muy deprisa, ¿no te parece?

—¿Deprisa? ¡demonios! —Con suavidad la acercó hacia sí—. Te

agradan las flores, ¿no? Me he enterado de que en Victoria crecen

toda clase de flores.

—Pensamientos —dijo Cassandra, y se apoyó sobre él.

—¿Sí?

—Begonias, retamas, primaveras de China.

La apartó para verla mejor.

—¿Ves? —dijo él, radiante.

—¿Cómo lo has sabido?

—Sid Sokolowski anduvo por allí el otro día. Se interesa por las plantas

y por todo lo relacionado con ellas.

—Sin embargo, no es necesario que vayamos a Victoria —dijo

Cassandra, y lo abrazó—. La vincapervinca que crece en mi jardín

entre las rocas aún da flores.

—Si hay sol —continuó Alberg con la mejilla apoyada sobre la parte

superior de la cabeza de la mujer—, el océano estará muy azul en

Victoria.

—No lo sé —dijo Cassandra.

Oyó que Alberg suspiraba. Cassandra sonrió y lo apretó con fuerza.

—Corro con los gastos —dijo él, jugándose la última carta.

—Entonces, sí —acordó ella—. ¿Por qué no lo mencionaste antes?

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—De la muerte. De ciertos diarios. Y de dinero —repitió Benjamín—.

De eso hablaremos.

Sobre la costa Sunshine caía una lluvia invernal, y la brisa que traía el océano era fría y

húmeda. Las hojas de los madroños que cubrían el patio producían un ruido chirriante,

como una escoba gastada que barriera un suelo rugoso. De tanto en tanto, el viento

lanzaba una ola de mar contra la protección de rocas, en el patio, y uno que otro ramalazo

golpeaba en la ventana con un ruido siseante, como si el agua del océano estuviera

caliente en vez de fría.

Benjamin se sentaba en la silla de cuero negro de Zoe a la espera de

que ella hablase. La cabeza descansaba sobre el respaldo, sus manos

desagradables se apoyaban sobre los brazos del sillón; tenía los ojos

cerrados. Sin embargo, Zoe se daba cuenta de que su cuerpo estaba

rígido por la tensión. En su respiración, percibía lucha, no esperanza.

De inmediato supo de qué estaba hablando. Y le creyó al instante.

Benjamin, ridículo como parecía, estaba en posesión de algo que quizá

la dañara.

Lo miró sin pasión mientras reflexionaba.

Decidió quedarse sentada, quieta, en silencio, durante un largo rato,

hasta que él se viera obligado a saltar de la silla, encogido y

acorralado, resoplando como un animal.

Mientras observaba el sudor que perlaba la frente de su hermano

pensó que lo había menospreciado.

Necesitaba más información.

—¡Qué cosa más rara! —exclamó la mujer en voz alta—. Los tienes

en tu poder y hasta ahora nunca habías pronunciado una palabra.

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—Se trataba de una inversión. —Benjamin se aclaró la garganta.

Supongo que es tu última carta. —Lo estudió con actitud pensativa—

. Has de precisar el dinero con desesperación.

—Todo lo que deseo son las acciones de las minas —aclaró Benjamin

con obstinación—. Que de hecho me pertenecen.

Zoe negó con la cabeza.

—Ya no. Te pagué por ellas en realidad más de lo que valían.

—Pero tenía razón, ¿no es cierto? —argumentó Benjamin con

rapidez—. Su valor se ha triplicado. Te lo dije. Sin duda, me debes

algo por ello.

—No. —Zoe apartó la mirada hacia la ventana. No alcanzaba a

distinguir el horizonte. Caía demasiada lluvia sobre el océano. Afuera

estaba gris y oscuro—. No —repitió—, no te debo nada.

—Solo vendí la mitad —comentó Benjamin. Su tono era de ruego. Ella

lo observó con interés. Se sentía complacida—. Conservé la otra

mitad. Permanecerán en la familia, si es lo que te preocupa.

Zoe se rió.

—Se quedarán conmigo, Benjamin. Es lo que quiero.

—Dámelas y te entregaré los diarios. Se trata de un juego limpio.

—No son diarios —suspiró Zoe—. Son sólo anotaciones. Viejos

recuerdos que garrapateé hace mucho. No son más que eso.

Benjamin se inclinó hacia ella.

—Sin embargo, sabes lo que contienen. Sobre todo, uno de ellos.

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Zoe no respondió.

—Está todo allí —murmuró él en voz baja.

—No seas melodramático.

—Cada detalle —dijo en un susurro.

Su voz sonaba casi excitada. Con toda probabilidad, porque imaginaba

que volvería a ser rico.

—Me sorprende que tengas mis escritos —afirmó ella—. Pero no estoy

tan estupefacta para darte medio millón de dólares en acciones. Me

asombra que supongas que te los daré. —Se puso de pie, exasperada,

harta de permanecer sentada. Apoyó las manos en las caderas y miró

por la ventana—. ¿Qué fantaseas que puedes hacerme? Estamos

perdiendo el tiempo con tus disparates.

—Entregaré los diarios a la policía. En Sechelt está la R.C.M.P.1, ¿no?

Se los daré a la Montada.

1. R.C.M.P.: Siglas de la Royal Canadian Mounted Pólice (Real Policía

Montada del Canadá) (N. del t.)

Giró sobre sí misma, y él se acobardó. La mujer se puso rígida e

intentó controlarse.

—No es un diario. —Aún estaba enfadada, lo notaba por la voz.

Ansiaba cambiarse de ropa y dar un paseo bajo la lluvia. Respiró

hondo y se estrujó la mano izquierda con la derecha, cinco veces—.

No harán nada con eso —continuó más calmada—. Simplemente,

pensarán que estás loco por llevar y traer esas cosas.

—No se trata de llevar y traer. Se trata de entregárselos.

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—Sentirán mucha curiosidad en saber por qué has demorado tanto

tiempo la entrega —dijo Zoe—. Por qué has guardado esas tonterías

tantos años. —Se estrujó la mano derecha con la izquierda, cinco

veces.

—Les diré que los acabo de encontrar. En un baúl del sótano, mientras

tiraba trastos viejos.

—Supondrán que deseas humillar a tu propia hermana. —Zoe le dio

la espalda y volvió a mirar por la ventana—. Por amor de Dios, cuando

aquello ocurrió, era sólo una niña.

—Zoe, no se trata de humillarte. Serás procesada. Te enviarán a la

cárcel.

—¿Procesada? Estás loco. —El viento soplaba con fuerza. Las hojas de

los madroños se arremolinaban en el patio, castigadas por la lluvia y

el agua de mar—. Era una niña —afirmó Zoe. Quería reírse pero no lo

hizo—. ¿Procesada? No seas absurdo.

Benjamín saltó de la silla y se situó a su lado.

—Zoe, investigarán sobre lo que has escrito en tu diario...

Zoe se dio la vuelta.

—Te lo repito —expresó con frialdad—, no es un diario. Jamás en mi

vida escribí un diario. Es una tarea morbosa y enfermiza.

Benjamin dio unos pasos hacia atrás, pero continuó.

—Créeme, Zoe, es muy grave —insistió con un leve tartamudeo frente

a la mirada fija de su hermana—. Sabes que lo es. Si acudo a la

policía... —Retrocedió otro paso—. Investigarán; eso es lo que harán.

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«Me mudaría», pensó Zoe en tanto lo miraba. «Levantaría la casa y

me mudaría.»

Pero lo pasaba muy bien allí; había disfrutado mucho estos últimos

siete años. Tenía la intención de permanecer en el lugar por el resto

de sus días.

Las cosas no seguirían igual, con este hermano idiota que aparecía

arrastrándose desde las sombras cada vez que estaba en bancarrota

o perdía a una esposa.

—Necesito tiempo —le explicó— para pensar sobre el asunto.

—De hecho, no hay nada qué pensar, Zoe.

Observó que se parapetaba tras el respaldo de la maldita silla.

¡Ostras!, ¿enloquecería y lo atacaría con uñas y dientes?

—Benjamin —dijo con voz firme—, tienes mis escritos desde... desde

hace unos veinte años. O más. Has podido leerlos, meditar sobre ellos,

pensar en lo que contienen durante más de veinte años, decidir

cuándo los usarías.

Salió de la sala y lo esperó en el recibidor.

—Necesito algún tiempo para habituarme a esto. —Abrió la puerta de

la calle—. Vete. Vuelve dentro de dos días. Ni un minuto antes.

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Bien entrada la mañana siguiente, Cassandra Mitchell oyó que

golpeaban con fuerza a la puerta de entrada. Se despertó

sobresaltada. Mientras se ajustaba la bata tratando de abrir

enseguida, rogaba que no fuera nadie del hospital; de haber

necesitado ponerse en contacto con ella, le habrían telefoneado. Sin

embargo, la gente bien intencionada insiste a veces en dar las malas

noticias personalmente en lugar de valerse de la frialdad del teléfono.

Al abrir la puerta, rezaba a todos los santos del cielo para no encontrar

a Alex Gillingham.

—Gracias a Dios —dijo al descubrir que se trataba de Karl Alberg.

—Supe lo de tu madre. ¿Está tan mal?

—No lo sé —respondió con voz cansada—. Nunca lo sé.

—¿Puedo entrar?

Cassandra retrocedió; en el momento en que Karl traspasó el umbral,

la mujer cerró la puerta y se apoyó en él.

—Te he despertado. Lo siento.

—Está bien. —Cassandra se echó el pelo hacia atrás con los dedos.

No recordaba si se había quitado la mascarilla antes de acostarse.

«¡Oh, Señor, con toda seguridad mi cara es un cromo!», pensó. Se

acordó que por supuesto no se había embadurnado la cara con nada

a su regreso del hospital.

—¿Qué tal si preparo un café? —sugirió Alberg al tiempo que se

quitaba la chaqueta.

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—Me gustaría —contestó ella; se sentía algo más animada.

Alberg la cogió por el codo y la condujo a la sala.

—Hueles bien —señaló mientras husmeaba el aire—. ¿Qué es?

—Oh, algo que me han regalado mis hijas. Loción para después de

afeitarse o algo parecido. No sé qué diablos es. Con toda probabilidad,

te producirá alergia. —Se sentó en el sofá de cuero blanco.

—Soy alérgica a todo; excepto a una cosa —dijo Cassandra—. Al

menos, que yo sepa.

—Oye, ¿te comenté que mis hijas se gradúan? La semana que viene.

En Calgary. Con birrete y todo. Mierda, no puedo creerlo —y esbozó

una amplia sonrisa. Miró al fondo del cuarto donde se encontraban las

ventanas correderas que daban al patio—. ¿Están cerradas? La puerta

estaba abierta —dijo con tono de desaprobación.

—Por favor, Karl —quería reírse, pero se sentía demasiado agotada.

—Está bien, está bien. Espero que tengas una de esas cosas que

gotean —dijo dirigiéndose a la cocina—. Es el único tipo de cafetera

que soy capaz de emplear.

—¿Has aprendido algo en la escuela de la Montada? Seguro que sabes

cabalgar, desollar un caribú, atrapar un castor y preparar café. Hasta

yo sé hacerlo.

La miró con expresión de reproche desde la puerta de la cocina.

—Por supuesto que sé montar un caballo. Pasé por el entrenamiento

en los viejos tiempos —desapareció otra vez y Cassandra oyó que

abría los armarios de la cocina.

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—Está en el de la izquierda, junto al fregadero —explicó.

Tenía los pies fríos; por lo tanto, se levantó del sofá para buscar las

pantuflas en el dormitorio. Una vez allí, descorrió las cortinas. Se

peinó frente al espejo, se ajustó la bata hasta que le ciñó más el

cuerpo, y decidió salir del cuarto. En ese momento, observó la cama

deshecha—. Sábanas, mantas, almohadas y el cubrecama

desparramados; tentadores, cálidos y libertinos. La cama era enorme:

«No está nada mal», pensó, «porque es un hombre de gran tamaño».

Al mirar la cama, se ruborizó.

—¿Dónde hay una bandeja? —gritó Karl.

Con pasos veloces abandonó el dormitorio y cerró la puerta a sus

espaldas.

—Sí —respondió—. Ya te doy una.

Unos minutos después descansaban, sentados uno junto al otro, en el

sofá; tomaban café.

—¿Habéis encontrado a Ramona? —inquirió Cassandra.

Alberg negó con la cabeza.

—Karl —dijo volviéndose hacia él—, tendría que haber aparecido. Han

pasado un día y una noche.

—Hemos investigado por todas partes. Con la gente que sugirió

Gillingham. Con la gente que sugirió Isabella. No hay rastro de ella.

—Bueno, pero..., ¿qué piensas?

Alberg se encogió de hombros.

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—Estará vagabundeando entre los matorrales, supongo. O quizás

encontró un lugar donde ocultarse. Depende de lo lúcida que esté.

—Me da la sensación de que actúa por impulsos.

—Sí.

—¿No está en su casa? Oí que sus inquilinos...

—Sí. Están en Hawai. Conseguimos una llave y registramos. Lo hizo

Sid Sokolowski; no hay nadie dentro. Sólo Cristo sabe dónde se

encuentra.

—¿Cuáles serán tus próximos pasos?

Dejó la taza de café y estiró el brazo a lo largo del respaldo del sofá.

—Una investigación exhaustiva. Hemos repartido su descripción por

toda la costa Sunshine. Tal vez alguien la haya visto. Es todo lo que

puede hacerse.

Ella lo cogió de la mano.

—Es bueno el café.

—Naturalmente.

—¿Sabes cocinar?

—Claro que sí. ¿Cómo crees que me alimento?

—En los restaurantes.

—Por supuesto que cocino. Preparo algunas especialidades que te

encantarían. Se te haría la boca agua.

—Dime una.

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—Pan de carne.

—¿Pan de carne? Está bien. ¿Quieres un cenicero?

La miró con expresión ofendida.

—¿No lo recuerdas? He dejado de fumar. Antes de que te marcharas.

—Lo recuerdo. Sin embargo, pensé que quizá te habías cansado.

—Este tío, no. Ya han transcurrido seis meses.

—Te felicito, Karl.

—Ahora —dijo él con suavidad—, cuéntame lo de tu madre.

Cassandra apoyó la taza sobre la mesa.

—Me llamó a las dos de la mañana. Pensaba que tendría un infarto.

Llamé a una ambulancia, pero yo llegué a su casa antes, así que la

acompañé al hospital y aguardé un par de horas. Cuando por fin me

dejaron verla, dormía.

—¿Se trataba de un infarto?

—Alex Gillingham dice que no. —Miró a Alberg—. Ya ha ocurrido otras

veces, Karl. No obstante, él afirma que mi madre está bien.

—Pero cada vez que sucede temes que esa ocasión la cosa sea

diferente, grave.

—Exacto —dijo Cassandra—. Así, tal cual. Cada vez sufro el mismo

martirio. Me vuelvo loca de angustia y al mismo tiempo me enfado

con ella. Telefoneo a mi hermano que vive en Edmonton y me dice

«¿Voy?». En realidad, quisiera decirle «Sí, sí, por el amor de Dios».

Pero no lo hago y le repito, «Esperemos para ver qué pasa». Al día

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siguiente, o al otro, ella ya está bien y lo llamo y le pido que se quede

en su casa. —Había lágrimas en sus ojos; se las secó—. La amo, pero

me saca de quicio. Cuando estoy con ella, rechino los dientes; luego,

ocurren cosas como ésta...

Alberg la atrajo hacia sí.

—Todo está en orden —le dijo, y la abrazó con fuerza.

Cassandra se sintió confortada y algo adormilada. Le hubiera gustado

descansar, hecha un ovillo contra el pecho de Alberg. Pero en ese

momento, ocurrió algo inesperado. Algo que produjo una alteración

imperceptible en la situación. Cassandra se espabiló de repente, con

los cinco sentidos alerta. Recordó la cama deshecha. Tal vez olió la

colonia de madreselvas que se había puesto después de la ducha,

antes de irse a dormir la noche anterior.

La mano de Alberg se movió dentro de la bata; los rostros estaban

muy próximos; sus labios, abiertos para besarla. Sonó el teléfono.

—Mierda —se le escapó a Alberg y de inmediato se disculpó—. Lo

siento —después de todo, podrían llamar del hospital.

Pero era Isabella.

—He vuelto de comer —dijo—. Aún no hay noticias de Ramona. Y para

colmo, usted se ha retrasado.

—¿Retrasado yo? Retrasado, ¿para qué?

—Para ver a Bernie Peters. ¿No buscaba usted una mujer que le

hiciera la limpieza? Pues está aquí, esperando. Lleva veinte minutos

esperando, me dice. Y ha de estar en otro sitio a las once y media.

¿Han investigado en la tienda de licores?

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Alberg cerró los ojos en un intento por concentrarse.

—¿De qué hablas, Isabella?

—De Ramona. Buscará un poco de ginebra. Ya le conté lo de Ramona

y la ginebra.

Alberg abrió los ojos.

—Se trata de una idea excelente, Isabella. Lo investigaré.

—Pero vendrá enseguida, ¿no?

—Te confieso que me había olvidado por completo de Bernie Peters —

dijo con voz débil—. ¿Es imprescindible que la vea en este momento?

—Se trata de una mujer muy solicitada —dijo Isabella.

—Joder! —exclamó Alberg.

—Perdón, sargento mayor —recalcó Isabella—, no puedo creer lo que

ha dicho.

—Ya voy —respondió él con aspereza. Y cortó.

Cassandra le alcanzó la chaqueta. Le acarició el leve surco que se le

formaba en la barbilla.

—Gracias, Karl —dijo.

Cuando llegó al destacamento, Bernie Peters ya se había largado.

—Y no le garantizo —sentenció Isabella con un gesto total de

desagrado— que regrese.

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Zoe Strachan nunca se había interesado por la música. Hasta que un

día, caminando por la calle Robson de Vancouver, oyó algo que la

conmovió y le llegó a las fibras más íntimas.

Lo ejecutaba un hombre con un extraño instrumento de muchas

cuerdas. Zoe se detuvo y escuchó. Al terminar, le preguntó al músico

qué había tocado. Regresó a Sechelt con un disco del Canon de

Pachelbel.

Nada más llegar a casa, lo escuchó una y otra vez, absorta,

concentrada.

Mientras escuchaba, Zoe veía por todas partes barrotes que se

juntaban formando una valla. Subían tan alto que los perdía de vista;

bajaban tanto que dejaba de verlos. Eran delgados, del color de la

plata y brillaban mucho; sabía que eran indestructibles. También veía,

detrás de los barrotes, como ráfagas de fuego que se mezclaban entre

sí y se entrelazaban. Observó que el fuego gozaba de libertad para

desplazarse y elevarse; sin embargo, estaba prisionero detrás de los

barrotes. A medida que la música continuaba, los barrotes se

convertían en llamas; y las lenguas de fuego, en barrotes.

Comprendió que la música hablaba de una batalla.

En consecuencia, el día en que Benjamín le anunció su intención de

chantajearla, Zoe volvió a poner el Canon de Pachelbel, y lo volvió a

escuchar varias veces.

Fuera había oscurecido por completo cuando apagó el equipo de

música.

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Durante un rato permaneció en la sala sin encender las luces, a

propósito.

La mayor parte de la gente vive de acuerdo con el modo en que se le

presentan las cosas; Zoe no podía permitirse ese lujo. Era lo único

que le envidiaba a los demás: la posibilidad de improvisar cada día sin

temor a una catástrofe. Obviamente, aquella gente no era consciente

del don que poseía. El don de una vida espontánea.

Zoe no se permitía ninguna improvisación. No pertenecía al mundo en

que vivía. En él la acechaban grandes peligros.

«Como el fuego en el Canon» pensó, «he levantado barrotes para vivir

detrás de ellos; me brindan estructura y seguridad.»

Le gustó mucho la imagen.

Corrió las cortinas, encendió las luces y entró en la cocina.

Tenía que comer algo y ver las noticias de las seis. Mientras tanto,

pensaría en el modo en que asesinaría a su hermano.

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Ramona se sentía afortunada. La primera vez, el hombre no entró en

la casa. Permaneció sentada, con el corazón encogido y un nudo en la

garganta. Con la taza de café en la mano, esperó y esperó. Sin

embargo, no ocurrió nada. Después de un largo espacio de tiempo,

oyó que la portezuela del coche se abría y se cerraba y el ruido del

motor se llevó el vehículo. No se imaginaba de quién podría tratarse

y qué había hecho allí. Seguramente había espiado por las ventanas.

Tan pronto como se marchó el coche, se escurrió y recogió la bolsa

de papel.

Pese a todo, no se sentía segura. Cogió algo de queso y algunas

galletas y regresó al armario.

Más tarde, en el transcurso del mismo día, otro coche se detuvo ante

la entrada. Esta vez el tipo entró en la casa; por los ruidos que hacía,

debía ser un hombre alto. Recorrió las habitaciones a los gritos de:

«¿Hay alquien aquí?, ¿Señora Orlitzki, está usted aquí?» Se identificó

diciendo que pertenecía a la R.C.M.P. En apariencia, tenía complejo

de tonto por hablar en una casa vacía.

No abrió la puerta del armario mientras hacía su recorrido.

Al irse esta vez, Ramona se sintió segura. Se arrastró por la casa para

correr las cortinas; después, rescató su vieja mecedora del dormitorio

donde la habían puesto Marcia y Robbie y la colocó en la sala, en el

lugar que le correspondía.

Ramona pasó el resto del día recuperándose de los esfuerzos que

había realizado, que habían sido considerables. Dormitó un poco en la

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mecedora. Cuando se despertó, se preparó algo de té y comió unas

lonchas de queso y unas galletas. Se volvió a dormir otra vez. Para la

cena, abrió un bote de raviolis; eran bastante asquerosos pero

llenaban el estómago.

Se mantuvo atenta a la ventana del dormitorio para controlar la casa

vecina, pero los Ferris no se movieron en todo el día ni salieron por la

noche.

Al despertarse la mañana del jueves, no sabía dónde estaba sentada,

pero pronto lo superó. La invadió un sentimiento de beligerancia y de

triunfo. Estaba asombrada y orgullosa de sí misma.

Después de tomar un café para despejarse, fue al lavabo. Se sentó en

el inodoro durante un rato muy largo y dejó volar su imaginación. Se

trataba de un lujo que apreciaba en toda su magnitud: sentarse allí

hasta que el trasero se le entumeciera, sin que una enfermera viniera

a golpear la puerta para asegurarse de que no se había caído ni se

había ahogado. De repente, se le ocurrió que quería ver una serie de

televisión. Se dio prisa, buscó a tientas el papel higiénico y arrancó

los últimos centímetros que quedaban en el rollo. Con torpeza buscó

a su alrededor y abrió el armario que se hallaba debajo del lavabo.

Gracias a Dios que había media caja de kleenex; porque no había ni

rastro de papel higiénico. Ramona empleó los kleenex. Una vez fuera

del cuarto de baño, buscó por la casa. No había papel higiénico en

ninguna parte. Ni más kleenex tampoco.

Estaba mal provista. Se las arreglaría sin fruta; incluso, sin ginebra,

al menos durante un tiempo; pero estaba segura de que no

prescindiría del papel higiénico.

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Y tuvo suerte. No había pasado media hora, mientras miraba en la

televisión La joven y el incansable y agradecía con todo su corazón a

la madre de Marcia, Reba McLean, por haberle pagado a los chicos el

cable, cuando oyó cierta actividad en la puerta de al lado.

Se lanzó hacia el dormitorio y espió con cautela, entre las cortinas y

el borde de la ventana. Sin duda, los Ferris partían hacia alguna parte.

Harold ayudaba a su mujer a introducirse en el coche y le colocaba el

perro blanco sobre el regazo; después enfiló hacia la portezuela del

conductor. El coche se puso en marcha por el sendero y desapareció

en dirección a Sechelt. Ramona salió de la casa como una flecha. La

playa estaba desierta.

La pareja que vivía al otro lado trabajaba; los había oído irse por la

mañana temprano.

Ramona manoteó el picaporte de la puerta trasera de los Ferris, y

descubrió que estaba sin llave.

Sólo cogió lo que necesitaba, y se prometió que repararía esta mala

acción en cuanto pudiera. Tomó una manzana, una naranja y un

plátano. También un bote de zumo de manzana.

Se apropió de un paquete con cuatro rollos de papel higiénico y de

una enorme caja de kleenex.

No se olvidó de una botella de ginebra.

Guardó el botín en la bolsa de papel y corrió hacia su casa.

Por la tarde, sentada en la mecedora, mientras miraba el mar por la

ventana, Ramona se preguntó cómo haría para devolver lo robado a

los Ferris. Después de todo, había cometido un delito. Estaba

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horrorizada. Tal vez se dieran cuenta. Sintió pánico al pensarlo...

Entonces, olvidó qué día era... Jueves, decidió por fin, con alivio, y

entonces... «¡Oh, Dios mío, debo irme de aquí!»

Ramona sentía los pies un poco calientes y, algo aturdida, miró a su

alrededor. Llevaba un abrigo pesado, con toda seguridad no lo

necesitaría. No obstante, al salir se lo dejó puesto; y fue una actitud

inteligente porque fuera hacía fresco; más que fresco, hacía un frío de

mil demonios. Horrorizada, Ramona contempló el sombrío cielo, un

cielo invernal. ¿Cómo era posible que fuera invierno? Quería ver a

Rosie; pero era invierno... Se detuvo y se presionó la frente con la

palma de la mano; después se frotó los ojos durante unos segundos.

Inmediatamente continuó su camino a todo lo largo de la playa con

los zapatos hundiéndosele en la arena. Pasó tres casas; le resultaban

familiares, las reconoció...; pero, ¿dónde estaba la de Rosie? Llegó al

lugar en que la orilla se curvaba hacia adentro formando una bahía

poco profunda y los arbustos crecían en la arena. Esta porción de

territorio ¿pertenecía al gobierno... o a los indios? No logró recordarlo.

Olvidaba demasiadas cosas. Tenía el cerebro hecho un lío. Debía

calmarse y permitir que su mente se organizara, pero estaba muy

cansada.

Ramona se tambaleó mientras escalaba la leve subida de la playa y

se desplomó sobre el tronco de un colosal abeto. Jadeaba. Se sentó

en el suelo, sobre una alfombra de hierbas, la espalda apoyada en el

tronco. El árbol parecía muy... auténtico, muy concreto; casi sentía el

latido de su viejo corazón, fuerte y pesado. Era consciente de la

fragancia de los abetos y del murmullo del océano que lamía la playa

allá abajo, y de la humedad de la lluvia en el aire... Entonces, en su

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interior, se produjo una conmoción y, con una certeza que mareaba,

que daba náuseas, reconoció su mundo una vez más.

Se le saltaron las lágrimas. De alivio, o de miedo; no estaba segura.

No obstante, se dijo que tenía que ser fuerte. Fuerte, para lo que

fuera.

Comprobó que se hallaba en la propiedad de la señora Strachan, al

comienzo del promontorio, no lejos del sendero.

Ramona no estaba dispuesta a recorrer de nuevo la playa. Volvería a

su casa por la carretera y tomaría las debidas precauciones para que

nadie la viera.

Unos minutos más tarde, se puso de pie y se dio ánimos a sí misma

para encaminarse hacia el sendero. Allí se detuvo contra otro árbol

para descansar otra vez un rato.

Se sentiría segura cuando estuviera de regreso en su propio hogar.

De hecho, en la actualidad no se trataba de su casa; había

pertenencias de otras personas esparcidas por todas partes.

Cuando Ramona se decidió a abandonar el árbol, una persona salía

disparada por el camino a todo correr. Ramona retrocedió con las

manos apretadas contra el pecho. Para ser exactos, más que correr

era ir a paso ligero, y su ejecutora era la señora Strachan. Ramona

estaba segura de que no la había visto a ella. Vestida de dril de

algodón azul y con zapatillas deportivas, corría con un paso corto, se

salía del camino hacia la izquierda y enfilaba hacia el sendero. Los

cabellos negros le golpeaban sobre los hombros, y, antes de que

Ramona reaccionara, la mujer retrocedió hacia su casa.

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«Por hoy, ya he tenido bastante», pensaba con firmeza y partió a paso

de tortuga carretera abajo rumbo a su casa. Le dolían los muslos y las

rodillas.

Cuando llegó estaba dolorida y sin aliento; estaba helada, a pesar del

vigoroso ejercicio que había realizado. Decidió beber una taza de café

instantáneo.

Mientras esperaba a que hirviera el agua, observó que una cinta

colgaba de la ventana de la cocina.

Recordó que en el dormitorio había un par de helechos.

Y un manojo de violetas africanas sobre la mesa de la sala.

Se preguntó dónde había obtenido el policía la llave para entrar.

Ramona se hundió en una de las sillas que rodeaban la mesa de la

cocina. Y la mente se le quedó en blanco como si un enorme vacío se

instalara en su cabeza.

Tenía que encontrar otro lugar donde esconderse.

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Zoe pasó casi todo el día corriendo.

Aquella tarde del jueves, mientras corría a lo largo del borde del

sendero, ella misma se maravilló de la tensión de la carrera, y se

maravilló también de que sus articulaciones respondieran al esfuerzo.

A veces, la rodilla derecha le fastidiaba.

Había mucha humedad en el aire, no se trataba exactamente de

lluvia; era fría y le refrescaba el rostro. Se sacó las orejeras y los

guantes y los sepultó en el bolsillo más grande del chándal.

No lograba digerir el que ignorara el sitio en que Benjamín ocultaba

sus escritos. Aunque lo emborrachara, estaba segura de que él se las

apañaría para mentirle.

Reflexionó que era bueno pensar en estos temas mientras corría. La

frustración que le producían, no obstante, se transformaba en energía

física que se consumía de inmediato.

Era estúpido que pensara que ella le permitiría seguir adelante con su

plan.

Había alcanzado el sitio aquel en que el sendero hacía una curva

dejando espacio a un enorme abeto rojo; eso significaba que le faltaba

algo más de un kilómetro y medio. Se aproximó al árbol y presionó la

palma de la mano derecha contra el tronco; luego hizo lo mismo con

la izquierda. Por último, se volvió y se dirigió a casa.

Había planificado su vida durante demasiado tiempo, había trabajado

duro para lograr la paz, el aislamiento, la vida que precisamente había

anhelado siempre. Y todo se tambaleaba ahora a causa de ese inútil

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e inepto que no valía ni la pólvora que haría falta para hacerlo volar

por los aires.

No lo imaginaba de este modo. No conocía lo suficiente los explosivos.

Y aunque aprendiera, una muerte de este tipo alarmaría a las

autoridades.

«Podría envenenarlo», consideró mientras corría.

Pero de venenos lo ignoraba todo, y aunque consiguiera dar con uno

que no se detectara en absoluto, no la convencía. Una muerte por

envenenamiento siempre causa demasiada consternación.

Al fin y al cabo, no tenía esposa ni familia que después investigaran.

Se secó el sudor de la frente con la manga. «Lástima que él no corra»,

pensó entre jadeos. Porque lo invitaría a correr y lo induciría a sufrir

un ataque al corazón.

«Deberá ser un accidente», decidió. Al mismo tiempo abandonó el

sendero, aminoró la velocidad; y del trote pasó a un lento caminar

durante el último cuarto de kilómetro que le restaba hasta su casa.

Un accidente de coche, u otra cosa.

Ya se le ocurriría.

Duchada y cambiada de ropa, se detuvo junto a la ventana de la sala

para mirar la lluvia. Se le ocurrió que asesinar a Benjamín iba a

resultarle una labor complicada y difícil; la otra alternativa era

suicidarse.

¿Qué ocurriría si lo mataba y la cogían? Pasaría el resto de sus días

en prisión. Sería preferible morir.

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El dolor le desagradaba. No obstante, encontraría un modo de evitar

el sufrimiento físico.

¿De qué manera dispondría de su dinero? Estaba segura de que no

deseaba que pasara a manos de Benjamin ni del gobierno. Tal vez

tendría que convertir todos sus valores en dinero en efectivo,

transferirlo a una cuenta corriente, y dividirlo entre los que integraban

la guía telefónica de Sechelt.

Rumió con disgusto estas ideas mientras se paseaba por la casa, daba

golpecitos en los muebles y encendía y apagaba el televisor. Éstas

también eran sus posesiones. ¿Qué sería de ellas? ¿Quién demonios

dispondría de todas sus pertenencias: el coche, la casa? ¡Por Dios!

¿Sería capaz de librarse de todo ello sin que se le moviera un pelo?

La casa. Su fortaleza.

Había elegido la costa Sunshine porque estaba apartada de la

demasiado urbana Vancouver, a la que se podía llegar en ferry.

Había elegido Sechelt porque estaba en la mitad de la costa, a medio

camino del ferry que llevaba a Langdale, que cruzaba el estuario de

Howl hacia la bahía de Horseshoe, y la del río Powell, que surcaba el

estrecho de Georgia hacia la isla de Vancouver.

Había buscado durante un tiempo prolongado y, por fin, se decidió a

comprar la propiedad que daba al mar, y también adquirió los terrenos

vecinos y los que estaban junto a ellos. Compró todo el promontorio.

Se trataba de una parcela inmensa; algo así como ocho mil metros

cuadrados. Lo abarcaba con la vista. El sendero formaba su límite

oriental; por lo tanto, estaba protegida de probables nuevos vecinos.

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La casa ya estaba construida, ocupaba exactamente el espacio que

ella necesitaba y un garaje.

A mitad del camino, una casa pequeña para invitados. La usaba con

poca frecuencia. Sólo una o dos veces al año.

Una de las cosas que había investigado antes de tomar la decisión de

mudarse era si había bares suficientes en la zona. En la costa había

cuatro, sin contar los de Sechelt. Quería que estuvieran cerca de su

vivienda.

Para Zoe, el sexo era como el hambre, y su satisfacción no dependía

del apetito sino de la necesidad. Lo sintió por primera vez a los catorce

años, cuando un muchacho tres años mayor que ella comenzó a

seguirla hasta la casa familiar. Un día, ligó con ella y la llevó al parque.

Lo que ocurrió no fue del todo placentero para Zoe, pero le sirvió para

iniciarla en la adecuada gratificación del deseo sexual.

Cada dos o tres meses se vestía con uno de sus mejores trajes y

visitaba un bar. Encontraba a alguien y lo llevaba al chalet de

invitados, y se acostaba con él. Zoe lo hacía conscientemente y con

energía, como todo lo que realizaba en la vida. Después, despedía al

individuo.

A estos amantes ocasionales les decía que sus ancianos padres vivían

en la casa más grande que daba al mar.

Hasta entonces todo había funcionado a la perfección. Cada aspecto

de su vida estaba organizado de acuerdo con sus planes.

Tendría que estar loca de atar para permitir que Benjamin los

destruyera.

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Al final de la tarde, el cielo se aclaró. Zoe se sentó en el depacho, en

un sillón redondo de bambú que tenía un suntuoso y enorme cojín de

color rojizo. Estaba sentada, con las piernas cruzadas y una copa de

buen vino blanco en la mano. El sol se preparaba para desaparecer y

hundirse en la aguas del océano. Zoe lo observó al tiempo que

paladeaba el vino.

Había llegado el momento de concentrarse en el tema que le

preocupaba.

Zoe confiaba de manera absoluta en su cerebro y lo trataba con

respeto. Procuraba entenderlo y anticiparse a sus necesidades.

Mantenía el cuerpo sano para evitarle al cerebro que se distrajera

preocupándose de enfermedades o de perjuicios que ella le

ocasionara. Siempre se esforzaba por estar tranquila para así crearle

un entorno ideal a su mente. Era como cuidar de un vivero en el que

crecía una planta exótica, o un garaje de clima controlado en el que

se guardara un coche de calidad superior.

El sol se puso; la copa de vino se calentaba entre sus dedos. Cerró los

ojos y se meció con suavidad hacia atrás y hacia adelante, mientras

pensaba en accidentes. Accidentes de coche, accidentes de mar,

accidentes industriales, accidentes de ski; accidentes con

equipamientos para granjas, accidentes en la cadena de producción

de un aserradero, accidentes con cuchillos afilados, o con tijeras de

largas hojas, o con drogas; accidentes que golpeaban, que

despedazaban, que perforaban, que empalaban.

Se lo imaginó arrastrándose por el suelo, entrando en coma,

deslizándose hacia la muerte. Lo vio reptar..., agonizar... Lo vio caer.

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Comprendía lo que significaría apoyar las manos sobre sus hombros

y empujar con fuerza. Comprendía lo que significaría verlo del modo

que imaginaba: cayendo a plomo hacia el vacío, con un grito débil, un

pequeño y agudo grito de aliento vaporoso que duraría uno o dos

segundos mientras su cuerpo caía para luego estrellarse contra las

rocas. Ella se inclinaría con mucho cuidado, para controlar si alguna

parte de su cuerpo se movía; allá abajo, en las rocas donde yacería

completamente destrozado...

Zoe abrió los ojos y sonrió.

Podría empujarlo desde el acantilado que se hallaba frente a la puerta

de la casa de Benjamin.

Se encontrarían en su hogar del Vancouver Occidental. Él le daría los

escritos y ella le entregaría los certificados de las acciones, después

de asegurarse del lugar en que los guardaba. Beberían una, varias

copas, y ella se ocuparía de que él estuviera borracho, si es que no lo

estaba ya, que sería lo más probable. Transcurridos unos instantes,

se levantaría para marcharse. Al llegar al coche, simularía que el

coche no funcionaba. Le pediría a Benjamin que le echara una mirada

y cuando él saliera del ascensor del aparcamiento que está en la

cima del acantilado, lo empujaría, recuperaría los certificados, y

regresaría en ferry por la bahía Horseshoe.

Zoe se levantó del enorme sillón redondo y fue hacia la ventana. Aún

persistía un leve resplandor en el cielo. Los días se alargaban. Pronto

sería primavera otra vez.

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Cuando Zoe nació, su hermano ya había entrado en escena y

disfrutaba, de un lugar seguro y cómodo en el seno del hogar.

Su nombre comenzaba por la última letra del alfabeto. Era probable

que él hubiera tenido algo que ver con este hecho.

Ninguno de los nombres comunes les había gustado, le explicaron. En

consecuencia, buscaron al final del abecedario. El último nombre del

mundo; ése le pusieron: Zoe.

Benjamín era cuatro años mayor. A veces, la ponía tan nerviosa que

ella le pegaba. Por lo general, él se encogía de hombros y se

marchaba; sin embargo, en algunas ocasiones, le pegaba tan fuerte

que le hacía daño; y él le devolvía la paliza. Una vez la hizo sangrar

por la nariz. Ella se reclinó sobre el sofá inmediatamente y sacudió la

cabeza con tanta violencia que lo manchó por todas partes. Lo hizo

adrede para que castigaran a su hermano, y lo consiguió.

A Zoe, Benjamín no le gustaba; a él, ella no le desagradaba.

Zoe poseía interiormente como rincones ocultos que él desconocía., y

deseaba tener algunos conocidos. Un lugar desde el que poder

investigar el mundo sin que Benjamín o cualquier otro la viera.

En el terreno, había una piscina en la que nadaban y una hamaca para

sentarse; pero no había sitio donde jugar. Había rosales, parterres

con plantas, espacios con rododendros bajo los árboles, y un arroyo

pequeño que cruzaba la parte más baja de la propiedad en la que los

bulbos de primavera florecían con gran profusión. Sin embargo, no

existía un árbol apto para trepar o un escondrijo donde ocultarse.

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Cumplió los ocho años, poco tiempo después de comenzar a poner en

el papel sus impresiones, pero ya entonces solía colarse en la

propiedad de los vecinos, que era casi tan grande como la de ellos

sólo que estaba menos cuidada. Formaba, una especie de loma suave

cubierta por diversas especies de árboles frutales. Zoe escalaba la

valla trasera y se arrastraba sobre la broza hasta la cima de

la loma, donde comenzaba el huerto. Desde allí veía toda la parte

posterior de la propiedad, y por encima de la valla también su propia

casa.

Este se transformó en su lugar secreto. Luego trepaba en un árbol y,

entre una rama gruesa y el tronco, allí se plantificaba. Si se trataba

de la estación pertinente, se atiborraba de cerezas o de manzanas

mientras seguía allí, sentada, como un pájaro gigante y fuerte en su

nido.

Cuatro años transcurrieron, y Zoe siguió creciendo; pero no lo

suficiente como para prescindir de un nido en las ramas de un árbol o

para no necesitar un lugar secreto.

Dos ancianos vivían en aquella casa vieja. Jamás se molestaban en

recoger las cerezas o las manzanas; sólo en circunstancias

excepcionales, los visitaba un grupo de adolescentes que se

marchaban con bolsas repletas de fruta.

Un día, contaba los doce años, Zoe estaba sentada en lo alto de un

manzano. Era el mes de julio, las manzanas estaban jugosas y

maduras, listas para comer; eran más grandes que una pelota de

tenis, pero no tanto como una de béisbol. La piel verde comenzaba a

amarillear.

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Zoe estuvo rascando con la uña el tronco del árbol hasta arrancar

pequeños trozos de corteza que dejaba caer al suelo. Así se entretuvo

un buen rato, hasta que hizo un agujero en la corteza y llegó a lo que

imaginaba sería la carne del árbol.

De vez en cuando, rodeaba el tronco con los brazos y frotaba contra

él su mejilla, entonces le escocía y al tocársela con los dedos descubría

que le sangraba y que estaba sucia. Inmediatamente hacía lo mismo

con el otro lado de su cara.

Para Zoe, era muy importante que las cosas fueran equilibradas. En

ocasiones, durante la cena, por ejemplo golpeaba el suelo con el pie

derecho un número indeterminado de veces, y para recordar cuántas

habían sido lo repetía con el pie izquierdo.

Desde su percha del manzano, observó una vez que la anciana, la

señora Nelson, así se llamaba, salió de la casa y permanecía de pie

en el porche trasero. Llevaba un sombrero de paja en una mano. Se

lo colocó y lo ató bajo su barbilla con unas cintas de color castaño. A

continuación, dirigió la vista hacia el huerto que estaba en la cima de

la loma. Zoe se quedó inmóvil.

La señora Nelson bajó con lentitud los escalones, asida fuertemente a

la barandilla, y anduvo entre su salvaje jardín floral, cuyas lindes no

recibían ningún cuidado especial, y se encaminó hacia, los árboles

frutales. Se detenía a menudo para mirar una u otra flor, pero siempre

volvía a caminar en dirección al manzano en el que Zoe se agazapaba.

Los ancianos nunca recogen la fruta de los árboles; así que ¿qué

pensaba hacer esta vieja ahora? ¿subirse a una escalera y recoger

algunas manzanas?

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Zoe procuró esconderse detrás del tronco, pero no halló ninguna rama

adecuada donde sentarse. Las hojas del manzano se estremecían a

cada uno de sus movimientos, y temía que la señora Nelson lo notara

a pesar de que aún se hallaba bastante lejos.

La señora Nelson llevaba un vestido blanco y marrón y calzaba

sandalias blancas. Se detuvo en la pequeña colina y se sentó en un

banco de madera que miraba hacia la casa. Transcurridos unos

minutos, se levantó y cogió del suelo una manzana que se había caído

de un árbol y había rodado hasta allí. La frotó en la falda de su vestido,

le dio un mordisco y se sentó de nuevo para comer la fruta. Por último,

dejó el corazón de la manzana en el suelo y se puso de pie.

Cuando se acercó, Zoe le arrojó una manzana.

Aunque no hizo diana, la mujer miró hacia los árboles. Zoe entonces

le tiró otra. Ésta sí le dio a la señora Nelson en un brazo, lo que la

sorprendió sobremanera. Zoe pensó que la vieja supondría que las

manzanas caían solas; pero no, su rostro reflejaba la sospecha de que

alguien era responsable de la agresión.

A la señora Nelson le era difícil creer lo que veía y Zoe le arrojó otra

más, que la golpeó en el hombro. Evidentemente, el impacto fue más

fuerte porque la anciana exclamó «¡Ay!» y se adelantó para

resguardarse detrás de un tronco. Se tambaleó, y se apoyó contra el

árbol, al tiempo que se cogió el hombro dolorido.

—¿Quién está ahí? —inquirió con voz temblorosa—. ¿Hay alguien ahí

arriba?

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Zoe deseaba gritar, «No hay nadie; sólo Dios que le tira manzanas»,

pero, en lugar de hacerlo, le arrojó una más. Se estrelló contra el ala

del sombrero de la señora Nelson, que quedó torcido sobre su cabeza.

En aquel preciso instante, Zoe se enfadó consigo misma. ¿Por qué lo

hacía? Mientras tanto, la señora Nelson miraba entre los árboles y

escudriñaba entre las ramas de cada manzano, hasta que... ¡allí! Se

clavaron en el rostro de Zoe aquellos lacrimosos y pequeños ojos de

vieja.

—Zoe —dijo la señora Nelson algo asombrada.

—¡Zoe, Zoe, Zoe! —aulló la interpelada.

Bajó a toda velocidad del árbol y corrió hacia la cima de la loma; la

bajó por el otro lado, saltó la valla, entró en la propiedad de los

Bradley, donde Henry Bradley araba la tierra de su padre, y atravesó

deprisa el terreno mientras gritaba con toda la fuerza de sus

pulmones:

—¡Henry, gilipollas; Henry, gilipollas!

Llegó a la carretera, siguió hasta la curva y, por fin, se halló frente a

su casa. Subió corriendo las escaleras, se encerró en su cuarto, abrió

las amplias ventanas y se echó en la cama. La sangre le hervía por la

ira y la humillación. Pensó en algún hechizo o algo así para vengarse

de la señora Nelson.

Esa noche se celebró una reunión familiar con Zoe. Siempre elegían

el momento previo a la cena.

—La señora Nelson me ha dicho que hoy le has tirado manzanas —

expuso la madre de Zoe con voz cansada y triste.

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La adolescente se encogió de hombros.

—Estaba arriba del árbol. Quizá se cayó alguna.

—¿ Quieres decir que fue un accidente? —preguntó el padre.

Zoe volvió a encogerse de hombros.

—Tal vez la golpearon. No lo sé.

—La señora dice que le gritaste —continuó la madre.

—No recuerdo. Puede ser. Me asustó.

—¿De qué manera te asustó? —preguntó el padre.

—Intentó perseguirme.

—No logro imaginar a la señora Nelson persiguiéndote —argumentó

la madre.

Zoe no respondió.

—¿Qué te ha pasado en la cara? La tienes llena de arañazos.

—Me la froté contra un árbol.

—Zoe, por el amor de Dios...

—De cualquier manera, ¿qué hacías allí? —insistió el padre.

—Jugaba. —El estómago le hacía ruidos extraños—. Tengo hambre.

¿Cenamos?

La madre lanzó un hondo suspiro.

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Zoe miraba el suelo. Estaba de pie sobre una alfombrilla, de color rojo

oscuro con grandes flores por todas partes, puesta encima de una

moqueta de color beige que cubría casi toda la casa.

—¿Podemos cenar? —volvió a preguntar.

—La señora Nelson nos ha pedido que jamás pongas el pie en su

terreno —le informó el padre.

«No me importa lo que ella desee», se dijo Zoe para sus adentros. De

cara a la galería, movió la cabeza de arriba abajo.

Su padre le acomodó el cabello.

—Está bien —dijo—. Llama a Benjamín. Dile que es hora de cenar.

Al día siguiente, comprobó que los ancianos habían segado las hierba

altas que cubrían el huerto. Lo habían hecho para verla mejor. Sabían

que intentaría volver.

Se pasaban el rato mirando por las ventanas. En el instante mismo en

que Zoe comenzó a trepar por un manzano, le gritaron que se

marchara, y llamaron por teléfono a sus padres.

A pesar de todo, lo intentó varias veces más; sus padres estaban muy

preocupados.

Siempre la pillaban; y, a pesar de todo, le gustaba saber hasta dónde

llegaba antes de que se abriera la puerta y uno de ellos comenzara

con sus alaridos.

Pronto se aburrió del juego.

Y a medida que transcurría el tiempo se enfadaba más y más ante la

visión del territorio vedado.

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Cada día se ponía más furiosa. Una tarde se sentía tan asfixiada por

la ira que le entró un temblor. Deseaba romper cosas, destrozarlas,

destruirlas. Corrió y corrió sin parar a través de su propia finca,

alrededor de la casa y por el campo que se hallaba frente a la

carretera; y continuó corriendo hasta que no pudo más y se echó

sobre un césped ajeno. Jadeaba y jadeaba observada por un perro

enorme que estaba bajo un árbol. Por fin, su corazón dejó de latir

deprisa y fue capaz de percibir el calor del sol en la parte posterior de

las piernas. Se levantó y regresó a casa.

No se lamentaría por lo sucedido durante toda la vida. Le haría daño

a su cuerpo. Tenía que pensar en algo. Un hechizo, una maldición,

algo así.

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—¿Y cómo sé yo que están en tu poder? —preguntó Zoe a su hermano

en el curso de la conversación que mantuvieron la tarde del viernes.

Estaban sentados en la sala de la casa de Zoe.

—¿De qué otra manera podía conocer lo que contienen? —preguntó

Benjamín.

—Me gustaría echarles una mirada. Sólo para asegurarme.

Benjamin apuntó en dirección a ella con el dedo índice.

—No seas tonta, Zoe.

—Va contra mis principios —explicó la mujer con expresión de odio—

comprar algo, lo que sea, sin verlo antes.

Él movió la cabeza y la observó durante un momento.

—Y bien, ¿en qué quedamos? ¿Haremos la transacción?

—Sí, Benjamin —musitó Zoe—. Haremos la transacción.

En el rostro del hombre se dibujó una enorme sonrisa. Zoe pensó que

se le partía la cara en dos.

—No te arrepentirás —le prometió. Se frotó las manos, esas manos

repugnantes, rojas y cubiertas de eccemas. Quizá le causaran dolor.

¡Ojalá!

—Mañana te los traeré —advirtió él.

—No —exclamó Zoe, cortante.

Benjamin alzó la copa de vino y descubrió que estaba vacía.

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—Una más de despedida; después me marcharé por donde he venido

—aseguró Benjamin mientras sostenía la copa por el pie.

—No quiero que vuelvas por aquí —anunció Zoe—. Iré yo a tu casa.

—Bueno..., en realidad, no es lo más conveniente —dijo él.

—De acuerdo —aceptó Zoe. Se puso de pie—. Olvidémoslo.

—Está bien, está bien. —Benjamín agitó las manos con impaciencia—

. Ya me las arreglaré. ¿A qué hora?

—Por la tarde. Temprano.

—Muy bien. ¿Qué hay de la última copa?

—Te has bebido toda la botella.

—Buscaré otra —replicó, y dejó al copa sobre la mesa—. ¿Dónde

guardas las bebidas?

—No —se negó Zoe mientras lo miraba con fijeza—. Yo lo haré.

«Después de todo», pensó, «no te queda mucho por beber».

Encendió la luz de la escalera y bajó al sótano. El vino lo guardaba en

un cuarto pequeño, a la izquierda. Se encaminó hacia aquella puerta

y de repente cambió de idea y entró un momento en una habitación

grande, cuya mitad estaba destinada a trabajar. Un armario de

cincuenta años de antigüedad con cajones y candelabros bañados de

plata la aguardaban. Alguien lo había pintado de marrón oscuro. Zoe

estaba ansiosa por quitarle la pintura y ver cómo era en realidad.

Controló los estantes para asegurarse de que no le faltaba nada: papel

de lija de diferente grosor, grandes botes de líquido para decapar,

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formones, la lijadora para perfeccionar los acabados, el aceite para

madera...

—¡Eh! —llamó Benjamín desde arriba.

El sonido de su voz le hizo rechinar los dientes.

—Ya subo —dijo Zoe. Apagó las luces del cuarto de trabajo y cerró la

puerta.

—¿Qué estás haciendo?

Tan pronto como se fuera, abriría todas las puertas y ventanas, sin

importarle el clima, y expulsaría los restos de la presencia de

Benjamin en su casa.

—Cojo el vino.

Bruñiría cada superficie que él hubiera tocado; fregaría los suelos

sobre los que hubiera puesto los pies.

Entró en el cuarto pequeño y fresco donde guardaba los vinos, y

seleccionó una botella de un tinto barato de California.

—No estarás tramando algo, ¿no? —Benjamin se cogía del picaporte

de la puerta abierta y espiaba por las escaleras con el rostro velado

por las sombras.

—No seas ridículo —respondió Zoe, y comenzó a subir.

Cuando casi llegó arriba, él estiró el brazo impidiéndole el paso. Ella

lo miró azorada. Su hermano le sonreía. El corazón le latía con fuerza.

—¿Quieres apartarte de mi camino? —pidió Zoe luchando por

mantener el control de sus actos.

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—Di «por favor».

—Eres tan infantil —masculló Zoe con una ira que le hacía temblar la

voz.

—Por—fa—vor —repitió Benjamin.

Al reflexionar más tarde sobre lo ocurrido a continuación, Zoe se dio

cuenta de que no se había defendido de él, de que no se había rendido,

de que no había perdido los estribos. Simplemente había tomado una

decisión, eso era todo. Miró a Benjamin a los ojos y resolvió dejar de

luchar; permitiría que el odio la invadiera...

Durante años y años no había experimentado esta clase de

sentimientos; desde la infancia.

Y Benjamin lo percibió, vio algo en los ojos de su hermana. Podría

haber hecho algo, retractarse, disculparse...

—Por—fa—vor —insistió como un niño estúpido.

Todo ocurrió muy rápido.

El pie derecho de Zoe se encontraba a dos escalones del rellano, y el

izquierdo, uno más abajo. Sostenía el tinto de California por el cuello

de la botella. Exaltada, impulsó la botella hacia atrás y, sin piedad de

ninguna clase, lo golpeó en el estómago con la base.

—¡Uf! —se quejó Benjamin, y soltó el marco de la puerta al tiempo

que se doblaba sobre sí mismo. Zoe lo empujó contra la balaustrada,

hacia su derecha. Benjamin tropezó con el muslo izquierdo de Zoe. Si

ella hubiera levantado la pierna, le habría evitado la caída.

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La ira la electrizaba. Había olvidado cuan voluptuosa resultaba la ira.

Levantó la botella y lo golpeó en la parte posterior de la cabeza; al

mismo tiempo retiró la pierna.

—¡Aaah! —gritó Benjamin mientras se derrumbaba, de manera

desmañada y ruidosa, escaleras abajo.

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Zoe, cogida al marco de la puerta para sostenerse, hizo un esfuerzo

para subir hasta el último escalón; allí esperó a que el corazón dejara

de latirle con fuerza. Miró hacia Benjamín. Yacía sobre el piso de

cemento, al final de la escalera. Era increíble que no se hubiera

estampado contra la balaustrada y no la hubiera hecho añicos, pensó,

agradecida por el ínfimo milagro.

Él estaba rígido.

Unos momentos después los latidos del corazón se normalizaron,

desapareció el temblor de los brazos y piernas. Dejó la botella de vino

en el suelo y bajó con cautela hasta el sótano.

Pasó por encima de él y se agachó a su lado, con la falda subida hasta

los muslos. Observó un hilillo de sangre que manaba de su cabeza.

Ésta formaba con el cuello un ángulo muy extraño.

Se mojó los labios resecos.

—¿Benjamín? ¡Benjamín!

Estaba segura de que estaba muerto. Pero, por si acaso, le dio un

empujón en los hombros. «He aquí un individuo completamente

inútil», pensó, que no servía para nada en absoluto; ni siquiera era

brillante. Bueno, algo había que reconocerle; era tenaz.

Lo empujó de nuevo. Le cogió la muñeca entre los dedos para tomarle

el pulso, se puso de pie y le dio un ligero puntapié en las costillas para

comprobar si el cuerpo sufría algún tipo de espasmo o emitía alguna

queja. No percibió nada.

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«Sí», decidió con un asentimiento de cabeza. «Está muerto. Él hombre

está muerto.»

El reguero de sangre formaba un charco pequeño.

—Correcto —sentenció Zoe en voz alta mientras contemplaba la

sangre y el cuello torcido—. Tarea cumplida.

Si se hubiera limitado a llevar a cabo su plan, no habría disfrutado

tanto con el asesinato. Ejecutarlo impelida por un impulso, de manera

atolondrada e imprevista, le había producido una enorme excitación.

Incluso hasta se había excitado desde el punto de vista sexual. ¡Todo

había sido tan sorprendente!

Sin embargo, estaba en apuros. Debía calcular sus próximos pasos

con mucho cuidado.

El sentimiento de satisfacción comenzaba a evaporarse.

Eran casi las tres. Siempre y cuando se diera prisa estaría en

condiciones de coger el ferry de las tres y media, que en una hora y

media la llevaría a la terminal. Media hora hasta la bahía Horseshoe;

quizá veinte minutos, con suerte. Una hora para revisar el lugar.

Luego, otra media hora hasta la terminal para coger el ferry de las

seis y media; estaría de regreso alrededor de las siete y media.

Hurgó en sus bolsillos; tomó precauciones para no moverlo demasiado

y para no alterar el plácido charco de sangre. Encontró las llaves y las

cogió. Subió deprisa las escaleras y sacó una chaqueta del armario

del recibidor.

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Salió al exterior, cerró la puerta de entrada y corrió hacia el coche de

su hermano con la esperanza de que los escritos estuvieran allí. Por

supuesto, no los halló.

Descubrió que se estaba precipitando y procuró tomar las cosas con

calma para pensar con claridad.

Hacía cuatro horas y media que estaba tirado al pie de la escalera del

sótano. ¿Qué haría con él?

¿Arrojarlo al mar?

¿Llamar a la policía y explicarles que había ocurrido un accidente? Sin

duda, afirmaría que se trataba de un accidente. ¿Qué otra alternativa

le restaba?

Sin embargo, le preguntarían por qué no lo había denunciado antes.

«Ya pensaré algo», se dijo, mientras intentaba abrir la puerta de su

coche. Por fin, se percató de que trataba de hacerlo con las llaves de

Benjamin.

Las manos le temblaban, pero sacó sus llaves del bolso.

—¡Maldito sea! —dijo cuando logró entrar en el coche—. ¡Ojalá se

pudra en el infierno!

«Todo va bien», se repetía para tranquilizarse, al mismo tiempo que

se alejaba de su propiedad rumbo al camino.

«Funcionará.»

«Estaba borracho. No podías permitirle conducir en semejante estado.

Lo invitaste a que se quedara a dormir y saliste a comprar algo de

comida para la cena.»

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Miró la hora y apretó el acelerador. Si perdía el ferry de las tres y

media, debía olvidarse del plan; no podía dejarlo tirado durante más

de cuatro horas y media.

¿Dónde diría que había estado durante tanto tiempo? Comprar comida

no lleva más de una hora.

«Piensa, Zoe», se dijo, y flexionó las manos sobre el volante.

«Ese estúpido gilipollas», pensó, llena de furia.

Había llegado a Sechelt. Gracias a Dios no había mucho tráfico. Y no

tendría que preocuparse por las colas en la terminal del ferry, no,

durante un fin de semana de enero. Las carreteras estaban secas; el

día era gris pero no llovía. Y, a Dios gracias, no había niebla.

Oyó una sirena y, al mismo tiempo, vio unas luces que resplandecían

en el espejo retrovisor. «¡Mierda!», pensó Zoe. Redujo la velocidad y

se desplazó hacia el lado de la carretera para que lo que fuera pasara

de largo: una ambulancia, un coche de bomberos..., eso. Pero «eso»

se detuvo junto a ella, y ella lo vio; se trataba de un coche de policía.

Incrédula, llevó el coche hasta un Stop y vio que el vehículo policial

hacía lo mismo.

Se llevó las manos a la frente.

—No puedo creerlo —dijo—. Me niego a creerlo.

Miró por el espejo retrovisor y comprobó que el policía se apeaba del

coche con toda la calma del mundo. Miró la hora y supo que no llegaría

a tiempo a Langdale.

Entonces surgió la serenidad, una serenidad glacial y resuelta, que

dormía oculta en algún rincón de su mente.

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«Muy bien», pensó.

«Así son las cosas.»

«Pues así serán.»

El oficial de policía era alto y joven; mientras se dirigía hacia su coche,

Zoe observó que se sentía orgulloso de sus hombros anchos, de las

caderas estrechas, de los muslos robustos. Ella bajó el cristal de la

ventana y lo miró a la cara. Cuando sus ojos se encontraron, él la

reconoció. Poca gente de la ciudad la conocía. Pero pocos de ellos

tenían la entereza de mirarla del modo en que lo hacía este policía.

Un ramalazo de algo —¿deseo sexual?, ¿lujuria?— le recorrió la espina

dorsal.

Pero era demasiado tarde para aprovechar el momento, porque era

demasiado tarde para coger el ferry.

Aguardó mientras lo observaba. Él se quitó el sombrero y se pasó la

mano por el pelo, que era negro y rizado. A Zoe le causó gracia, pero

contuvo la risa; ni siquiera sonrió. Por el momento, imaginó que se

hallaba en un bar, vestida, camuflada, hambrienta.

—Señora Strachan, ¿verdad?

Zoe asintió.

—Me temo que se excedió en el límite de velocidad permitido.

—Oh, querido —musitó ella en tanto clavaba la vista en aquellos ojos

de un azul intenso. Él era un presumido, de acuerdo; y ella sintió la

urgente necesidad de humillarlo, al menos un poco. Sin embargo,

separó las manos del volante y las dirigió hacia él con timidez para

que viera cómo temblaban.

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—Estoy algo alterada.

—Tendré que ponerle una multa —le dijo con una sonrisa que dejaba

ver todos sus dientes, que a ella no le interesaban lo más mínimo.

—Mi hermano sufrió un accidente —explicó. Se volvió para hurgar en

su bolso en busca de unos kleenex—. Pienso..., creo que está muerto.

—Hundió la nariz en el papel tisú y se echó a llorar.

—¿Qué clase de accidente? ¿Dónde, señora Strachan?

Zoe sintió las manos del hombre sobre la espalda y sollozó con más

énfasis. Su sensación de desmayo era casi palpable. Antes de que él

se sintiera seguro y comenzara a tomar decisiones, ella lo miró con el

rostro empapado y habló.

—Se cayó por la escalera del sótano. Hay sangre —y otra vez empezó

a lloriquear.

Él policía le dio un apretón en el hombro.

—Llamaré a una ambulancia —y se encaminó deprisa hacia su coche.

Zoe permaneció sentada, pétrea y taciturna, con los ojos fijos en el

parabrisas.

Después de unos minutos, lo oyó que se acercaba por la grava, y lanzó

un suspiro, se enderezó y se acarició las mejillas con el kleenex

sobado.

—Nos encontraremos en su casa —dijo.

—Oh, bueno —susurró Zoe—. Muchas gracias.

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—¿Por qué no llamó por teléfono a alguien? —preguntó inclinado sobre

el coche.

—No tengo teléfono —explicó—. Odio los teléfonos —añadió con una

sonrisa. Puso el coche en marcha y él se dio prisa para seguirla.

—Me pondrá la multa cuando lleguemos a casa.

Se introdujo en Sechelt por la calle principal. Por el espejo vio cómo

el policía se esmeraba por no perderla de vista.

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20

—He estado pensando últimamente —dijo Alberg mientras se quitaba

la chaqueta—. ¿Sabes que hay algo bueno en la situación de Ramona,

Isabella? —Se sentó en el borde del escritorio.

—Desapareció hace casi tres días —señaló la mujer con voz queda.

—Ya lo sé. Lo bueno es que no hemos encontrado el cuerpo.

Isabella asintió.

—Es verdad. No hay cuerpo. Todavía, no.

—Temía que se hubiera suicidado en alguna parte.

Isabella volvió a asentir.

—Admito que yo también lo pensé.

—No obstante, no creo que lo haya hecho. Habríamos encontrado su

cuerpo.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Bueno, pero... ¿dónde supones que está?

—No tengo ni una pista —confesó Alberg—. Sin embargo, te apuesto

un mes de salario a que, se halle donde se halle, está con vida. La

gente va de acá para allá de manera permanente, Isabella. Lo sabes.

—El problema con Ramona es que, si no desea que la encuentren,

nunca darás con ella. Es vieja pero inteligente. Se olvida de un par de

cosas o tres, pero es inteligente.

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Alberg guardó una libreta de notas nueva en el bolsillo interior de la

chaqueta.

—Sí. A pesar de todo, tal vez nosotros seamos más inteligentes.

—No lo creas —lo desilusionó Isabella.

—Quizá tengamos suerte, entonces. O acaso decida regresar. —Se

levantó y enfiló hacia la puerta—. Llama por teléfono al doctor

Gillingham. Dile que el lugar está al final de la carretera Mills. El

nombre es Strachan. Han denunciado una muerte accidental.

—¿Ha muerto esa mujer tan hermosa? —preguntó Isabella,

horrorizada.

—No sé nada sobre una mujer hermosa —replicó Alberg—. Se supone

que el que murió es un hombre.

El coche patrulla con Sanducci y la ambulancia estaban aparcados

junto a un Chevrolet, modelo antiguo, en el camino situado detrás de

la casa. Cuando Alberg golpeó la puerta, fue Sanducci quien la abrió.

—El tipo era su hermano —explicó—. No hay duda, está muerto. Me

parece que tiene la cabeza hecha polvo. Se cayó por la escalera del

sótano.

Los dos muchachos de la ambulancia se recostaron contra una pared.

—Aguarden en el vehículo —ordenó Alberg—. Los llamaremos cuando

los necesitemos. ¿Dónde está la hermana?, ¿se encuentra bien? —

preguntó a Sanducci.

—Está muy bien; en la cocina —respondió Sanducci, y le indicó el

camino.

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Estaba sentada junto a la mesa de la cocina; miraba por una ventana

pequeña, sin cortinas; se sostenía la barbilla con una mano. Vestía un

traje negro: una falda estrecha, una chaqueta corta y una blusa

blanca con un lazo flojo a la altura del cuello.

—Señora Strachan —dijo Sanducci con una formalidad poco habitual

en él—, le presento al sargento mayor Alberg. Mayor, ésta es la señora

Zoe Strachan.

Ella apenas volvió la cabeza para mirarlo. Sus ojos, bien separados,

eran de un azul muy profundo. La frente era amplia y despejada.

Llevaba el cabello negro y ondulado, peinado a un lado. La piel era

pálida y tersa; sin embargo, él se dio cuenta de que no era joven. Seis

años atrás, era la cosa más bella que jamás había llegado a Sechelt.

—Gracias, Sanducci —dijo Alberg.

¿Por qué nunca la había visto en la ciudad?

Se obligó a apartar la vista de ella y la dirigió hacia la ventana.

Recordó que en el frente de la casa no había ventanas; sólo un cristal

pequeño esmerilado que con seguridad pertenecía al cuarto de baño.

En apariencia, la mujer preservaba su intimidad.

—¿Puedo sentarme? —dijo, y Zoe Strachan le concedió el permiso.

»¿Cuál era el nombre completo del accidentado, por favor? —Sacó la

libreta de notas y una pluma.

—Benjamín Henry Strachan.

—¿Era su hermano?

—Sí.

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Apuntó estos datos en la libreta de notas. Tenía las manos frías. Miró

de nuevo por la pequeña ventana de la cocina a través de la cual sólo

se alcanzaba a ver el cielo oscuro. «Hay tanto que decir con respecto

a las vistas», reflexionó, distraído. Por ejemplo, le gustaba la que se

disfrutaba desde su porche: la colina que bajaba en dirección a

Gibsons y el puerto. Sin embargo, lo más importante de las ventanas

era que permitían el paso de la luz. No se imaginaba viviendo en una

casa que presentara un lado completo sin ninguna abertura.

Zoe Strachan aguardaba con paciencia las siguientes preguntas.

—¿Vivía aquí? ¿En la península?

—Residía en el Vancouver Oriental.

—¿Estaba casado? ¿Tenía familia?

—Se había casado. Dos veces. La primera mujer se divorció. La

segunda murió.

—¿Hijos?

—No.

—Ella es su única pariente viva, mayor —aclaró Sanducci. Alberg se

sobresaltó levemente; había olvidado que el cabo estaba allí.

Zoe elevó los ojos hacia Sanducci y le lanzó una sonrisa trémula.

—Es verdad; lo soy —añadió.

—Cabo —masculló Alberg—, avíseme cuando llegue el doctor

Gillingham. —Esperó a que Sanducci abandonara el cuarto.

—¿Sus padres han muerto?

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—Sí.

—¿Qué les ocurrió?

Ella lo miró con asombro. Alberg no la culpaba por ello. ¿Qué diablos

importaba de qué habían muerto los padres?

—Mi padre murió de un infarto —dijo—, cuando yo tenía veintitrés

años. A mi madre la mató un cáncer ocho años después. Estuvo

enferma durante un año y, por fin, falleció.

—¿Mantenía usted buenas relaciones con su hermano?

—Por Dios, no. No teníamos nada en común. Nada de nada, en

absoluto.

—Salvo los padres —concluyó Alberg.

En ese momento, ella lo miró de frente y él descubrió que era la

primera vez que lo hacía. Durante todo el tiempo había mantenido la

cabeza vuelta hacia el otro lado o, al menos, desviada. No había sido

consciente de ello. Hasta aquel momento. La mirada de la mujer lo

golpeó con una fuerza casi física.

—¿Desea verlo? —preguntó—. ¿A mi hermano?

—Sí —respondió Alberg—. Dentro de un minuto.

—No podemos dejarlo allí —dijo ella pensativa.

—No. Cuando llegue el médico, llevaremos a su hermano..., bueno, lo

llevaremos a donde usted quiera.

Le pareció que en los labios de la mujer se dibujaba una sonrisa.

—Preferiría una funeraria.

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Él echó una mirada a su alrededor. En el rincón, sobre una mesa

pequeña, había un televisor. Una gran cantidad de electrodomésticos,

todos relucientes, se alineaban sobre los mármoles de la cocina. Una

botella de vino tinto sin abrir se encontraba junto al tostador. La

cocina revelaba una limpieza meticulosa. Hasta el fregadero de acero

inoxidable lanzaba destellos.

Zoe Strachan se meció en la silla y cruzó las piernas. Se oyó el roce

sedoso de las medias de seda que se acarician entre sí. Alberg no

logró recordar cuánto tiempo hacía que no oía aquel ruido. Las

mujeres ya casi no usan medias. Algunas prefieren los leotardos. De

hecho, se ponen falda en contadas ocasiones. Y tampoco usan trajes.

Era posible que, dado que llevaba puesta una falda, de hecho, un traje

completo, y también medias, que las suyas fueran auténticas, no

leotardos. Esto significaba que tendría que usar algo para sujetarlas:

un liguero negro, tal vez.

Se aclaró la garganta y jugó con la libreta de notas hasta que dio

vuelta a la página. Se le cayó la pluma al suelo. Zoe Strachan no

movió un músculo para recogerla, a pesar de que había rodado hasta

quedar junto a sus pies. Alberg percibió la suavidad del cuero de los

zapatos negros con el dorso de la mano con la que recogió la pluma.

Zoe lo miraba con curiosidad. Alberg no tenía la más remota idea de

la edad que tendría la mujer. Comprobó que unos hilos de plata

surcaban su cabello negro. Pero no tenía arrugas, y su cuerpo era

esbelto, incluso atlético.

—El cabo Sanducci me sugirió que quizá su hermano haya bebido

demasiado —explicó Alberg.

—Temo que sí. Me parece que Benjamin había bebido mucho.

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—Cuénteme qué ocurrió.

—Estábamos en la sala —dijo, y se puso de pie. De manera

automática, Alberg la imitó. «Es tan alta como Cassandra», pensó.

«No, un poco más baja porque calza tacones»—. Venga conmigo —y

él la siguió y salieron de la cocina.

En la sala, ella señaló una silla de cuero negro.

—Estaba sentado allí. Yo estaba en el sofá. Dijo que deseaba coger el

ferry de las tres y media. Le expliqué que estaba demasiado borracho

y que sería mejor que se quedara y cenara conmigo. —Observaba a

Alberg que permanecía de pie junto a la arcada que conducía al

vestíbulo—. No se emborrachó aquí, sargento mayor. Cuando llegó,

ya estaba ebrio. —Aguardó a que él apuntara con fidelidad sus

palabras.

—Yo no había hecho la compra semanal —continuó—. Le dije a

Benjamin que se acostara y durmiera un rato mientras salía a buscar

algo para comer. —Se sentó en el sofá; su brazo izquierdo descansaba

sobre el respaldo; se cruzó de piernas—. Estuvo de acuerdo. Pero

primero, afirmó, bajaría en busca de una botella de vino para la cena.

—Zoe se encogió de hombros—. No hay modo de discutir con la gente

cuando se ha pasado con el alcohol. Por consiguiente, me senté aquí

y esperé a que regresara. Unos minutos más tarde, oí un grito y el

ruido de un golpe.

Se levantó y caminó hacia Alberg.

—Me dirigí a la puerta del sótano —dijo ella en tanto pasaba al lado

de él hacia el vestíbulo—. Estaba abierta; igual que ahora. —Se detuvo

junto a la puerta y miró hacia abajo—. Lo llamé un par de veces.

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Estaba muy oscuro. Encendí la luz? y allí estaba. —Se volvió y le sonrió

a Alberg—. Y todavía está —añadió con un gesto ambiguo.

Alberg espió el sótano.

—Pobre Benjamin —dijo Zoe.

—¿Para qué había venido a verla?

—Para pedirme dinero —respondió sin apartar la mirada de la

escalera.

—¿Mucho dinero?

—No tengo la menor idea. —Se apoyó contra el marco de la puerta y

miró a Alberg a la cara—. No tenía sentido discutir cuánto necesitaba,

puesto que no estaba dispuesta a darle nada.

—¿Se había metido en dificultades?

—No lo creo. Nunca le alcanzaba el dinero; eso es todo. A Benjamín

nunca le alcanzaba el dinero.

—¿Trabajaba?

Ella suspiró y se dirigió hacia la cocina mientras le hablaba a Alberg

por encima del hombro.

—En apariencia, sí. No sé dónde. Como le he dicho, no manteníamos

buenas relaciones. Sólo lo veía cuando necesitaba dinero. —Sacó un

bote de café del armario—. Nunca entendía por qué insistía. Jamás le

di un céntimo, y sabía que jamás se lo daría.

—El doctor Gillingham ha llegado —informó Sanducci desde la puerta.

—Quédese aquí, señora Strachan —rogó Alberg.

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—Sí —dijo Zoe con una sonrisa. Le mostró el bote—. Prepararé café.

Alberg halló al médico abajo, al pie de la escalera del sótano. Llevaba

un maletín negro y observaba con satisfacción la figura inerte de

Benjamin Henry Strachan.

—He aquí un individuo a quien la edad no arruinará —dijo con

aprobación.

—¡Cristo! Alex, baje la voz —pidió Alberg—, su hermana está arriba.

El doctor, un hombre moreno que rondaba la cincuentena, intentó

ponerse en cuclillas junto al cadáver.

—Mierda, me había olvidado de la condenada rodilla —exclamó—. ¿Me

trae una condenada silla?

Alberg revisó con la mirada el sótano. Vio tres puertas cerradas. Abrió

la primera: un cuarto pequeño que cumplía las funciones de bodega.

En un rincón, había un banco pequeño. Se lo llevó a Alex Gillingham.

—¿Qué le sucedió en la rodilla?

—Me la torcí escalando montañas.

—¡Cristo! —dijo Alberg.

—No debería burlarse —dijo el doctor con tono de reproche, y se

inclinó sobre Benjamin Strachan—. A usted le sobran unos kilos de

peso, Karl. Lo noto cada vez que lo veo. Un poco de montañismo no

le haría ningún daño.

—Lo sacaremos de aquí. Su hermana no quiere el cuerpo en la casa.

—Es cierto —dijo Zoe desde lo alto de la escalera.

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Los dos hombres miraron hacia arriba. Ella estaba de pie, inmóvil, con

una mano apoyada en el marco de la puerta, unos centímetros por

encima de los hombros, con una rodilla flexionada y la otra recta. Su

rostro aparecía velado por la sombra. Llenaba toda la entrada, aunque

Alberg comprendió que se trataba de una cuestión de perspectiva.

Esperó con ansiedad que ella hablara de nuevo.

Quería moverse, decir algo para darle ánimos; pero se sentía perplejo.

—Correcto —dijo el médico, y le dio un leve codazo a Alberg—. Por

cierto, la entiendo, señora. Esté segura de que realizaré mi trabajo lo

más rápido que me sea posible —y le dio con el codo de nuevo a

Alberg—. Suba, sargento mayor, y entretenga a la dama.

En lo alto de la escalera, Zoe soltó una carcajada.

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El jueves por la tarde, Ramona miró a su alrededor y descubrió las

plantas. Si las dejaban solas durante tres semanas, alguna tendría

que marchitarse. Dedujo que Marcia le habría dejado las llaves a

alguna persona para que las regara. Y con toda seguridad, esa

persona sería su madre, Reba McLean. Ramona pensó que aquél había

sido el modo a través del cual había entrado el policía: le había pedido

las llaves a Reba McLean.

Reba llegaría en cualquier momento, metiendo ruido, en su

destartalado Beetle blanco con el que, a trancas y barrancas, se

desplazaba de un lado a otro. Ramona sabía que no debía estar allí

cuando aquello ocurriera. Reba notaría el más mínimo cambio,

cualquier cosa que estuviera fuera de su sitio. Y revisaría la casa;

incluso era capaz de mirar dentro del armario.

Ramona reflexionó y reflexionó, aquella noche y el día siguiente, para

determinar adonde ir. Estaba muy preocupada, muy ansiosa.

Aunque le costaba admitirlo, y a pesar de que no tenía ningún sentido

negarlo, en algún momento de la tarde del viernes había perdido la

conciencia. Cuando «volvió en sí», estaba acurrucada en el fondo del

armario del dormitorio. Le produjo una especie de alivio comprobar

que, aun cuando sufriera una amnesia total, no se olvidaba de

esconderse.

En el hospital también le había pasado, pero allí carecía de toda

importancia.

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Era la mañana del sábado. Ramona controló de nuevo la tierra de las

plantas. Ninguna de ellas estaba seca por completo todavía; pero a la

mayoría le hacía falta un poco de agua.

Se preguntó qué comentario habría hecho Antón sobre el difícil trance

que atravesaba, y de solo pensarlo sonrió. Se sintió un poco mejor.

Se sentó frente de la desvencijada mesa de la cocina con un lápiz y

un bloc de papel rayado de color amarillo. Hizo dos listas.

En primer término, dejó constancia de las ventajas que le acarreaba

la situación. Aunque, por cierto, perdía la noción de sus actos de

manera periódica, se sentía más brillante y animada de lo que lo había

estado en mucho tiempo. Desde el punto de vista físico, se sentía en

mejores condiciones que las previstas.

En la otra columna escribió que debía abandonar su casa y que aquello

le suponía un duro golpe. Haría un reconocimiento de la zona de la

playa en busca de una vivienda que no estuviera cerrada y que, al

menos de manera temporal, permaneciera desocupada.

Otra desventaja —lo admitía— la constituía el que tal vez se agobiara

mucho y no descansara. Por el momento, disfrutaba de la libertad de

hacer lo que se le antojaba y cuando quería. No obstante, tenía clara

conciencia de que, después de algunos días —no tenía idea de

cuántos—, la necesidad de compañía crecería más y más. ¿Regresaría

al hospital entonces?

Ramona sabía que el doctor Gillingham no la había convencido de que

se instalara en el hospital para causarle sufrimientos. Creía,

sinceramente, que era incapaz de cuidar de sí misma.

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«Quizá no de manera permanente», pensó. «Pero al menos durante

un tiempo lo haré. Durante un tiempo, al menos, viviré de nuevo mi

propia vida.»

Volcó en el papel estas reflexiones y las analizó con detenimiento.

Bueno, las cartas estaban echadas. Disfrutaría de cada segundo de

libertad, durara lo que durase.

Tenía que confiar en alguna amiga. Cuando necesitara ropa, o libros

para leer, o cuando se hartara de estar sola.

Pero el momento de esa necesidad no le había llegado.

Lo primero era lo primero: había que encontrar otra madriguera y otra

provisión de alimentos.

Apartó la silla de la mesa y con actitud ceremoniosa se puso de pie.

Decidiría qué se llevaría con ella.

En la bolsa de papel guardó un par de calcetines que hurtó de un cajón

de la cómoda de Robbie, unos pantalones de Marcia, un rollo de papel

higiénico, el bloc donde había confeccionado las listas, el lápiz y la

botella de ginebra.

Se imaginaba que con más cosas no podría dar vueltas por ahí sin

cansarse.

Mientras luchaba con denuedo para ponerse el abrigo de lanilla encima

de los tres jerseis, recordó los inusuales movimientos que había

observado el día anterior en la vivienda de la señora Strachan.

Ramona había visto llegar un coche de policía, y después una

ambulancia. Supuso que la pobre mujer había enfermado.

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En el instante preciso en que apoyó la mano sobre el picaporte, oyó

que un coche se detenía en la grava de la carretera, frente a la casa.

Corrió a toda velocidad, y cogió la bolsa de papel para meterse de

nuevo en el armario.

La puerta del coche se cerró con fuerza. Dos personas se acercaban.

Las oía hablar. La mujer le daba chachara a un hombre, y éste

respondía «sí, sí».

Reba.

Ramona miró con terror hacia todos los rincones.

Entonces, abrió la puerta y se lanzó por un agujero de la valla hacia

el terreno de los Ferris. Desde allí espió la carretera y, hacia abajo, la

playa.

Marchó dando tumbos por la playa. Se sentía como aquel convicto

cuyo nombre no recordarla, el protagonista de Grandes ilusiones.

Se había olvidado la gorra de punto que solía usar.

También se había dejado los guantes y la bufanda.

Ramona caminó con paso vacilante a lo largo de la playa, aturdida y

ansiosa, abrazada a la bolsa de papel.

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Zoe no quería cambiar de casa. Su decisión era irrevocable. Sin

embargo, en el fondo, no tenía elección.

Ofreció una resistencia atroz. Lloró, gritó, pateó el suelo. Sabía que

se comportaba como un bebé, pero no se le ocurría hacer otra cosa.

Estaba horrorizada, llena de terror; no admitía lo que de hecho

sucedería.

Los padres estaban atónitos y preocupados por su conducta; no

obstante, en ningún momento pensaron en modificar los planes.

Cuando Zoe asumió que, hiciera lo que hiciese, nada alteraría el

horrible proyecto, dejó de llorar, de gritar, de patear el suelo.

Estuvo hosca y resentida durante un largo tiempo. Intentaron

convencerla de que dejara esa actitud. En los meses anteriores a la

mudanza, le hablaron con entusiasmo de la nueva casa, que estaba

en el Vancouver Oriental, cerca del océano. Incluso la llevaron a verla,

pero ella permaneció sentada en el coche mirando hacia la calle. Ni

siquiera quería ver la casa nueva.

Tuvo pesadillas en las que se moría, en las que le faltaba la

respiración, en las que la perseguían blandiendo cuchillos.

El padre dibujó minuciosos planos de la nueva casa y le pidió su

opinión acerca de los muebles que mejor quedarían. Sin embargo,

Zoe rehusó participar. El padre le explicó que sería la primera en elegir

dormitorio, ya que en la casa vieja lo había hecho Benjamín porque

había nacido antes. Sin embargo, a Zoe le daba igual cualquier cuarto.

El padre le dijo que la llevaría a las dos escuelas de la zona donde

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iban a vivir para que escogiera la que más le gustara, pero Zoe no

quiso ir.

A veces hacía un esfuerzo para imaginar cómo sería vivir en una casa

diferente. Sus sentimientos la alarmaban: le producían más

pesadillas.

Estaba furiosa por no lograr adaptarse a un hecho tan importante

como cambiar de vivienda.

Pasaron los meses, terminaron por fin las clases y llegó el momento

de mudarse. En un principio, Zoe se negó a empaquetar sus

pertenencias. Su madre se comportó de una manera muy astuta; le

dijo que si ella no lo hacía, lo haría Benjamín. Por lo tanto, empaquetó

sus cosas en el dormitorio mientras Benjamín la observaba, desde el

pasillo. En un determinado momento, Zoe le cerró la puerta en las

narices.

El día de la mudanza, Zoe salió de la casa por la mañana muy

temprano y permaneció en la calle hasta bien entrada la noche.

Cuando volvió, los hombres de la mudanza habían venido y se habían

marchado. Benjamín y los padres comían bocadillos sobre la mesa del

fondo; la casa nueva no lo tenía y, en consecuencia, la mesa se

quedaba. El padre acercó a Zoe la fuente con los bocadillos a través

de la mesa. —No tengo hambre —dijo.

El hombre se rascó un lado de la cabeza; había muchas canas en su

cabello.

—Está bien —aceptó con calma—. Entonces, nos vamos. Cogieron el

coche y marcharon hacia el Vancouver Oriental, que distaba unos

veintidós kilómetros. Aquella noche durmieron en un hotel.

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A la mañana siguiente encontraron a los hombres de la mudanza en

la casa nueva. Más tarde, a lo largo del día, descubrieron que se

habían perdido tres cajas. Dos contenían libros de los padres de Zoe;

la tercera era de ella. El padre le pidió que hiciera una lista con los

objetos que recordara, para presentar a la compañía aseguradora o

algo parecido, pero Zoe no tenía idea de lo que había guardado allí.

Había metido las cosas en una caja hasta llenarla completamente, la

había cerrado y la había asegurado con cinta adhesiva. Había abierto

otra, la había llenado..., y así sucesivamente.

Dejó sus cosas en las cajas sin abrir durante semanas y semanas,

hasta que se acercó el final del verano, y Benjamín fue a trabajar a

las Minas del Gran Norte y Zoe se preparó para asistir a la nueva

escuela. Cuando, por último, vació las cajas, se dio cuenta de que

algunos de sus escritos estaban en la caja que se había perdido.

«Ya era tiempo de librarme de ellos», pensó. Rasgó el resto y los

quemó en la estufa.

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23

—Los hijos me han llamado por teléfono una docena de veces —

informó Sokolowski con melancolía, en la oficina de Alberg, el sábado

por la mañana.

—¿Por qué no vienen y nos ayudan a buscarla?, eso es lo que me

gustaría saber —dijo Isabella. Estaba apoyada contra la pared con los

brazos cruzados.

—El hijo, Horatio, o como se llame... —El sargento comenzó a pasar

las páginas de su libreta de notas.

—Horace —puntualizó Isabella.

—Sí, Horace. Quiere saber cuánto tiempo ha de transcurrir para que

se la declare legalmente muerta.

—¡Cristo! —exclamó Alberg.

—Así es. —Sokolowski se volvió hacia Isabella—. Es española, ¿no?

—¿Quién? ¿Ramona? ¿Española?

—Sí. Ramona. Es un nombre español.

Isabella negó con la cabeza.

—No, española no es.

—¿Está segura? —Sokolowski la miró con evidente desilusión.

—Segurísima. No es española.

—Estamos en un callejón sin salida, ¿verdad? —comentó Alberg.

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—Exacto, mayor. No cogió el autobús que lleva al río Po—well. No

pidió a nadie que la llevara a la bahía Porpoise. No tomó ningún ferry.

No pasó por el bar. Se desvaneció en el aire —pronunció la última

frase como si él mismo la acabara de inventar.

—Pienso... ¿Puedo decir lo que pienso? —Isabella se dirigió a Alberg.

—Adelante.

—Pienso que hay que echar otra ojeada en su casa.

—No está allí, Isabella —afirmó Sokolowski—. Se lo aseguro.

—Quizás estuviera escondida debajo de la cama.

—Sí, claro, una anciana de setenta y cinco años se mete con mucha

facilidad debajo de una cama.

—Está bien. Tal vez allí no —admitió Isabella—. Pero si está en la casa,

habrá tomado sus precauciones para que no se la encuentre. Se habrá

ocultado muy bien.

Isabella vestía una camisa blanca y un jersey marrón y blanco con

unos dibujos que a Alberg le recordaron vagamente Islandia. Se

preguntó si lo habría tejido ella misma. Era muy grande. A Isabella le

gustaban los jerseis grandes.

—Echa otra mirada, Sid —rogó—. No hará daño a nadie.

—Sí —aceptó Sid con cierto disgusto.

—El abogado dice que no tiene de dónde sacar dinero —señaló

Alberg—. ¿Cómo se alimenta?

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—Es posible que esté con alguien —dedujo Isabella esperanzada—.

Con una amiga, por ejemplo.

Alberg le clavó la vista.

—Si hubiera ido a verte a ti, Isabella, y te hubiera dicho que nadie

sabía dónde estaba, ¿la habrías protegido y cuidado?, ¿habrías

mantenido el secreto?

—Lo dudo —expresó Isabella con pena—. Con mi marido y Jimmy en

casa, no.

—¿Y si hubieras estado sola?

Isabella movió la cabeza y miró con actitud reflexiva hacia el techo.

—Entonces sí —decidió después de pensarlo un instante.

—Estupendo —dijo Sokolowski—. Colosal. —Se despegó de la silla—.

Llamaré a Reba McLean. —Suspiró—. Odio esta clase de cosas.

—Aparecerá —aseguró Isabella con voz firme.

Sokolowski abandonó el cuarto con un movimiento de cabeza.

—Dígame —le dijo Isabella a Alberg—, ¿es tan bella como dicen?

—¿Quién? —preguntó el sargento, y miró la hora.

—La señora Strachan. La hermana de ese que se emborrachó, el que

se cayó por la escalera del sótano y se mató.

—Sabes una barbaridad del asunto —exclamó Alberg, un poco

irritado.

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—Me lo contó Sanducci. Va por el mundo como si le hubieran dado un

martillazo en la cabeza. Dígame —insistió Isabella—, es una bomba

de relojería, ¿no?

—Sanducci. ¡Cristo! Si podría ser su madre.

Isabella frunció el entrecejo, sin creerlo del todo.

—Su tía, entonces ¿No tienes nada que hacer?

—Lo sabía —dijo Isabella con satisfacción—. Alguien me ha dicho que

ha trabajado de actriz.

—Antes de una hora tengo que marcharme —explicó Alberg—. Vete,

—O tal vez fuera modelo.

—Isabella, déjalo.

—Es probable que no sea cierto. Las personas pueden ser bellísimas

y no ser modelos. ¿Cómo se gana la vida?

Alberg se levantó y abrió la puerta de la oficina.

—Adiós, Isabella.

Sonó el teléfono. Era Alex Gillingham.

—Alex, ¿cuál es la última noticia?

—Dolor —dijo Gillingham, y rompió a reír.

Alex Gillingham estaba siempre en un estado calamitoso. La rodilla

que le molestaba en la casa de Zoe Strachan constituía el último

eslabón de una cadena de catástrofes, unas más graves que otras.

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Se había convertido en un adicto a los deportes. A veces cojeaba a

causa de un tobillo dislocado, a veces le dolía un hombro, y a veces

el malestar era más general.

—Los huesos ya no resisten —le confiaba a Alberg—. Me parece que

me he excedido otra vez. —Lo decía con satisfacción. En apariencia,

su intención era castigar sin descanso su cuerpo para aturdirlo e

insensibilizarlo ante el dolor y, además, tal vez, también ante la

enfermedad.

—Strachan —aclaró Alberg con voz tranquila—, ¿cuál es la última

noticia respecto a su muerte?

—Murió de una fractura de cuello. Apuesto que no le hacía falta

preguntármelo, ¿no? Sin embargo, hay un par de cosas que me

intrigan.

—¿Sí? ¿Cuáles?

Gillingham trabajaba para la R.C.M.P. desde hacía un año. En

ocasiones, se exasperaba y ponía el grito en el cielo cuando lo

llamaban por alguna muerte, pero Alberg sabía que fingía. El doctor

casi nunca abandonaba la península por temor a perderse algo. Alberg

estaba convencido de que si Gillingham estaba atendiendo a un

moribundo y de repente recibía una llamada de la R.C.M.P., el pobre

paciente se iría a la mierda.

—Infórmeme rápido —añadió el sargento mayor—. Tengo que irme en

seguida.

—Se fracturó la base del cráneo.

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—Obvio, se cayó por la escalera, ¿no es cierto? No me sorprende que

se matara.

—De acuerdo. Pero la herida no me convence.

Dos inviernos atrás, Gillingham se había dedicado al esquí. El verano

pasado, al windsurf. Y ahora, le daba por recorrer kilómetros, sólo que

él decía escalar montañas. No tenía paciencia para cosas como el

tenis, el ping—pong o el squash. Eran competitivos y, por otra parte,

según sostenía, exigían un cierto componente intelectual. Prefería,

son sus palabras, «enfrentarme en persona con la naturaleza misma».

Pero se lanzaba contra ella con tal ardor, la atacaba con tanta furia,

que Alberg se preguntaba si la naturaleza no habría descubierto que

se las veía con un fanático; naturalmente, de manera sistemática le

hacía pagar cara su hostilidad.

No se comportaba de esa forma cuando Alberg lo conoció, hacía dos

años; después de que su mujer lo abandonara. Era el único hombre

conocido por Alberg que no había salido del matrimonio en busca de

otra mujer, tan sólo había entablado un romance apocalíptico y, sobre

todo, nada satisfactorio, con la madre naturaleza.

—¿Qué quiere decir con eso de que la herida no le convence?

—Lo que dije. También presenta un gran hematoma en el estómago.

—¿Qué intenta decirme?

—No lo sé, Karl. Quizá nada. Sin embargo, me huele mal, ¿me

comprende?

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—Alex —dijo Alberg con voz apagada—, el hombre voló escaleras

abajo, se rompió el cuello y se murió. Firme el certificado de

defunción, por favor.

—Seguro que se cayó por las escaleras —argumentó Gillingham—;

seguro que se quebró el cuello; seguro que se murió, pero ahí está

ese golpe en la cabeza y el hematoma en el estómago. Todo conspira

para desconcertarme.

Alberg sentía frío y ansiedad al mismo tiempo. ¿Estaría por coger una

gripe?

—Si no me doy prisa, tendré que cambiar mis planes —murmuró.

—No puedo afirmar que se cayera por las escaleras —sostuvo

Gillingham—. ¿Cómo demonios sé que lo hizo? Yo no estaba allí. ¿Y

usted?

—Por el amor de Dios, se trata de una deducción muy simple

—gritó Alberg al otro lado del hilo telefónico—. Si el hombre yacía

sobre el piso de cemento al final de la condenada escalera, se rompió

el cuello. Cualquiera supondría, Alex, que la caída causó la fractura

del cuello. ¿Por qué pone tantos inconvenientes? ¿Cuál es su maldito

problema? —Lo asombraba la irritación que manifestaba.

—Acaso no se cayó —dijo Gillingham con mucha calma—. Ése es mi

problema, para decirlo en pocas palabras.

De pronto, Alberg recordó las llaves. Zoe Strachan había pedido que

sacaran del camino el coche de su hermano. Alberg se ofreció a que

lo llevaran al aparcamiento del destacamento. Sin embargo, no

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encontró las llaves en el cuerpo de Benjamin y resultó que las tenía

Zoe.

Por supuesto, explicó el hecho sin titubeos:

—Se las quité —dijo mientras extraía del llavero de su hermano las

llaves del coche—. No quería que condujera en aquel estado de

embriaguez. —Le alcanzó las llaves a Alberg con una sonrisa y se

guardó el llavero en el bolso.

—Realice su trabajo, Alex —pidió Alberg en un tono contenido—. Firme

el dichoso certificado. —Y colgó el teléfono.

Se quedó sentado ante el escritorio, pensando.

En su interior, se alzó una premonición que no supo explicarse, y que

tampoco deseaba investigar.

No había nada extraño en que ella tuviera en su poder las llaves de

Benjamin.

Lo que súbitamente lo inquietaba era la botella de vino que estaba

sobre el mármol de la cocina.

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24

El último ferry de Langdale a la bahía Horseshoe ya había partido

mientras Alberg y Gillingham conversaban y más tarde se retiró el

cadáver de Benjamin. Por consiguiente, a Zoe no le quedó otra

alternativa que esperar a la mañana del sábado para desplazarse al

Vancouver Oriental.

En la cafetería reconoció varios rostros: una mujer que trabajaba

como cajera en el Super—Valu, otra que cumplía la misma función en

el London Drugs, el dueño de la ferretería.

No vio a Alberg.

Alberg estaba hablando por teléfono desde la cubierta del ferry cuando

la descubrió. Conversaba con Cassandra. Al ver a Zoe Strachan, las

palabras se esfumaron de su boca.

—¿Karl? ¿Karl? —repetía Cassandra.

Zoe estaba sentada junto a la ventana; de cuando en cuando, sorbía

un poco de café irlandés.

La vista le resultaba de tal modo deprimente, que no sabía cómo

expresarlo. Por lo común, los cielos grises y los mares melancólicos

no la afectaban; sin embargo, en aquella mañana triste echaba en

falta la luz del sol. La tierra firme se adhería de manera amenazadora

contra el horizonte; Zoe percibió que el canal que cruzaban se hallaba

en un estado lamentable: islotes de tierra esparcidos de cualquier

modo por todas partes, sin armonía ni concierto, entre las aguas del

Howe Sound. Pensó que modificaban su posición por el mero hecho

de ser poco estéticas.

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Alberg no la imaginaba lanzando a su hermano por las escaleras.

—Karl, ¿estás ahí o no? —preguntó Cassandra.

—Sí, lo siento, aquí estoy. Escucha, debo irme. Regresaré el lunes por

la noche; te llamaré tan pronto como llegue. Saluda a tu madre de mi

parte. —Colgó el teléfono y ojeó, distraído, los folletos turísticos que

se encontraban cerca de la entrada del lugar donde se aparcaban los

coches.

¿Adonde iría Zoe y por qué? Tal vez tendría que hacer algunos

trámites para los funerales. Quizás iría a visitar el lugar donde

trabajaba su hermano para dar la noticia de su muerte. Pero recordó

que era sábado y que no sabía dónde trabajaba.

El cabello negro de Zoe le cubrió el rostro cuando se inclinó para tomar

otro sorbo de café. De repente, levantó la vista. Pensó que Alberg la

había visto; era ridículo, se sintió como una idiota redomada; no

obstante, al girar el rostro hacia el sitio donde se encontraba el policía,

el corazón le latió con fuerza. Después siguió mirando por la ventana.

Zoe observaba varias embarcaciones que bordeaban su camino a

través del agua: un remolcador pequeño que arrastraba un botalón

de madera; un bote de pesca que se dirigía a la costa; un velero a

motor con las velas arriadas. Estaban cerca de la bahía de Horseshoe.

Pasó otro ferry rumbo a Nanaimo; la pequeña barca que llevaba a la

isla Bowen daba la sensación de que masticaba el agua en su avance,

y lanzaba espuma por ambos lados de la boca.

Alberg, en apariencia absorto en un folleto sobre los Jardines

Butchart, la estudiaba con detenimiento. «Vigilancia», dijo para sus

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adentros. Sin embargo, no actuaba como un oficial de policía. Más

bien, como un voyeur.

Con cautela, Zoe se felicitaba a sí misma. Según como habían ido

desarrollándose los hechos, se había manejado bastante bien. Había

olvidado la maldita botella en el suelo del vestíbulo, pero se las había

arreglado para llevarla a la cocina sin que el cabo se diera cuenta. El

otro, el sargento mayor, se había tragado sin poner un pero que le

hubiera quitado las llaves a Benjamin porque estaba borracho.

No abandonaría el asunto. Tenía que encontrar los manuscritos,

quemarlos y recuperar su vida anterior. En el coche no estaban; esto

significaba que se hallaban en la casa, en la oficina o en la caja de

seguridad de algún banco. «La casa», pensó, «la casa es el lugar más

probable».

Elevó la vista hacia la proa, es decir, hacia Alberg. «Jesús», murmuró

él sin aliento. Esa piel, esos cabellos, esos ojos... La observó mientras

Zoe se ponía de pie y se colgaba al hombro su bolso negro de piel. Se

movía con gracia y sensualidad dentro de unos pantalones tejanos,

botas y una chaqueta de dril de algodón.

Luego, la miró de nuevo a la cara.

Con una frialdad terrible desde lo más hondo de su ser, identificó qué

era lo que producía que Zoe resultara tan extraordinaria. No era su

aspecto, ni su altivez, ni el distanciamiento, ni la indiferencia. No se

trataba de la presencia de algo; era, precisamente, todo lo contrario,

no la presencia sino la carencia de algo.

A Zoe Strachan le faltaba algo. No se animó a considerar qué podría

ser.

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25

Ramona trepó por la pendiente que conducía a la casa de la señora

Strachan, con la bolsa de papel en la mano. Descansó una vez más

contra el sólido abeto Douglas para recuperar el aliento y planificar su

estrategia.

Sí, estaba segura, sólo había una razón que explicara la presencia de

la ambulancia. La pobre mujer estaba enferma —quizá una

apendicitis—, y la habían trasladado al hospital.

Vivía sola, toda la ciudad lo sabía. Por consiguiente, la casa estaría

vacía.

Ramona imaginaba que mantenía una conversación telefónica con el

doctor Gillingham acerca del tema. «La señora Strachan está

preocupada porque su casa ha quedado deshabitada», le decía él, «y

le he dicho que usted se ocuparía con gusto de la vivienda por una

temporada, ¿qué le parece la idea?»

Ramona, apoyada contra el abeto, se veía a sí misma como una

profesional cuidadora de casas. Se mudaba de un lugar a otro y

cuidaba las viviendas de la gente a cambio de comida y alojamiento.

Con cautela, abandonó el cobijo de los árboles y se encaminó en

dirección a la casa.

A medida que avanzaba se ponía más nerviosa. Tal vez se estaba

equivocando. Era posible que la señora Strachan gozara de una salud

excelente y estuviera en casa como de costumbre. Si así era, podría

aparecer en cualquier momento, para correr un poco, para ir a la

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ciudad a nacer las compras o para cualquier otra cosa. Bueno, si así

ocurría, Ramona simularía que se había perdido; eso era todo.

Pasó la bolsa de la mano derecha a la izquierda y se quitó el pelo de

la frente. Tenía el cabello fatal: demasiado largo, con aspecto

desaliñado y sucio, la permanente sólo se conservaba en las puntas.

Sabía que parecía una bruja. Siempre había sido escrupulosa con

respecto a la ropa interior y a los calcetines.

Se cambiaba todas las noches. En consecuencia, lo que rozaba su piel,

siempre estaba limpio. Sin embargo, el vestido estaba mugriento, y

los calcetines gruesos y los jerseys que había tomado en préstamo

necesitaban un lavado urgente.

La bolsa de papel se le hacía pesada.

Intentando no hacer ruido, se deslizó con cuidado sobre la grava.

Deseaba que saliera el sol. El promontorio, que se metía en el mar

como un pulgar gigante, no resultaba precisamente un lugar muy

acogedor. Un poco de sol le levantaría el ánimo y le daría fuerzas.

El océano hacía un escándalo detrás de la casa; en lugar de playa,

con toda seguridad habría un acantilado.

Ramona se acercaba con excesiva lentitud; sin embargo, sólo se

demoraba lo inevitable. A menos que retrocediera, tarde o temprano

llegaría.

Y así ocurrió. Había llegado. Allí estaba, de pie junto a la casa, con los

ojos fijos en la puerta.

El océano bramaba sobre las rocas, y los madroños diseminados

alrededor de la casa arañaban el tejado como uñas sobre una pizarra.

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Mientras levantaba la mano, pensaba que no había reflexionado lo

suficiente..., que no estaba segura de lo que hacía..., que por qué

estaba tan nerviosa... A pesar de todo, tocó el timbre.

«De todos modos, ¿quién vive aquí?», se preguntó Ramona, con el

corazón que se le salía del pecho.

Nadie. O al menos no estaban.

La señora Strachan, ésa era la persona que vivía allí.

Como una ráfaga, volvió a estar lúcida. «Gracias, Dios mío», pensó

Ramona; pero continuó asustada, como si algo la amenazara.

«Simularé que me he perdido si me abre la puerta», decidió por fin la

anciana. No hay motivos para estar nerviosa, pero el corazón iba a

cien kilómetros por minuto, algo que no le haría bien; además, sufría

de un temblor en las rodilllas que le dificultaba permanecer de pie.

Se dio cuenta de que nadie respondía al timbre.

Con un poco más de sangre fría, tocó de nuevo.

Nadie en la casa. Estaba segura.

Con esperanza, tanteó la puerta. Estaba cerrada.

Resolvió dar una vuelta alrededor de la casa para introducirse por una

ventana.

No obstante, primero revisó el garaje..., el garaje estaba vacío.

Ramona comprendió que no tenía sentido que entrara en la casa;

porque si la señora Strachan había ido a alguna parte en el coche, era

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evidente que no estaba en el hospital, y en cualquier momento podía

aparecer por el camino.

Ramona huyó de la casa; la bolsa de papel la golpeaba en el tobillo.

Estaba aún un poco lejos de la carretera, cuando oyó que alguien iba

silbando y vio que una figura entraba en el camino. Se lanzó sobre los

matorrales y se ocultó detrás de un árbol. Observó cómo Sandy

McAllister pasaba a su lado con la cartera de correos colgada del

hombro. Se tapó la boca con la mano para no llamarlo; era el cartero

que le llevaba la correspondencia cuando ella vivía en su casa, y a

menudo le daba un café caliente en las duras mañanas de invierno.

Vio que dejaba el correo, pasaba de nuevo a su lado, y desaparecía

en un recodo en que el camino se unía a la carretera.

Ramona, oculta por los árboles, consideró su situación. Las cosas ya

no funcionarían. No se sentía bien. Estaba insegura, deprimida. La

mente percibía el entorno como una enmarañada telaraña.

Quizá debería llamar a Isabella. O a Rosie. O incluso al doctor

Gillingham.

Se trataba de una perspectiva sombría, pero, al mismo tiempo,

tranquilizadora. La gente la cuidaría. Le lavaría la ropa. La llevaría a

hacerse la permanente. Hablaría con alguien.

Y se decidió por el hospital.

Entonces descubrió que ante sus ojos se alzaba una casa pequeña.

Estaba construida entre los árboles a diez metros escasos, al otro lado

del camino. Tenía una ventana pequeña a la derecha de la puerta,

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pero las cortinas estaban corridas. Parecía una casa abandonada. Casi

no la había visto, escondida como estaba entre los árboles y la broza.

Ramona enfiló hacia la puerta con resolución. Probó a abrirla, pero

estaba cerrada. Se enfadó con la señora Strachan, ¿dónde creía que

vivía?, ¿en Nueva York? Todas las condenadas puertas estaban

cerradas. Rodeó aquella casa pequeña por un sendero bien trazado.

En la parte posterior había otra puerta. Y junto a ella, una ventana.

La ventana estaba rota. Los pedazos de cristal estaban mezclados con

trozos de corteza de árbol y una rama se enganchaba en el agujero.

Ramona miró entre las ramas cargadas y densas del cedro. Producían

un sonido suave, siseante.

Dejó en el suelo la bolsa de papel. Con cuidado se acerco a la ventana,

metió la mano y tanteó hasta encontrar el picaporte que giró con

facilidad; la aldaba saltó al instante. Había una cadena de seguridad;

la desenganchó y la puerta se abrió.

Ramona retrocedió, asombrada.

De repente se sintió plenamente feliz.

«Dios existe», resopló con alegría para sus adentros, «el mundo está

en orden».

Entonces levantó la bolsa de papel, atravesó la puerta y entró en la

casa de invitados de Zoe Strachan.

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26

En el Vancouver Oriental, Zoe aparcó el coche en un pequeño solar

pavimentado que correspondía a tres o cuatro casas situadas más

abajo de la carretera. Comprobó que habían levantado una valla, pero

no era muy alta. Si las cosas no se hubieran complicado, igual podría

haber arrojado a su hermano desde allí. Se asió a la Barandilla y miró

hacia abajo. El acantilado medía unos veinte metros de altura; la casa

estaba construida en su parte media, encajada en la roca. Había unos

escalones empinados que bajaban hasta la puerta principal, y otros

que se veían desde la carretera llevaban desde la puerta trasera hasta

una playa rocosa. El padre de Zoe había comprado un bote para dar

vueltas por allí. Benjamín lo utilizaba para pescar.

También había un ascensor que habían instalado después de que Zoe

dejara la casa. Se trataba de una jaula con una puerta con llave. Sacó

el llavero de Benjamín del bolso y encontró la llave correspondiente.

El ascensor la llevó con suavidad, lentamente, hacia la casa. Salió,

cerró la puerta de la jaula, buscó las llaves de la casa, abrió la puerta

y entró.

Dentro, flotaba un extraño silencio. Zoe permaneció quieta y escuchó

con atención el silencio, que parecía un silencio repentino tras un

clamor; se percibía como un eco ligado a él.

Se encontraba en un recibidor estrecho que recibía la luz de una

claraboya que se hallaba en el techo y de unos paneles de vidrio

esmerilado situados al otro lado de la puerta principal. Parecía

diferente de cuando ella vivía en la casa. Por fin, recordó que el suelo

era de roble, siempre muy brillante, cubierto de unas pequeñas

esteras para secarse los zapatos mojados. Ahora, bajo sus pies, había

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baldosas de cerámica con diseño mediterráneo; se preguntó con

desagrado si habrían rehecho la casa en aquel estilo español.

Se desplazó desde el recibidor hasta la sala..., se detuvo en la entrada

con el entrecejo fruncido. No se oía nada, pero percibió algo, una

corriente de algo en alguna parte de la casa. Sacudió la cabeza con

impaciencia. No era momento para imaginar cosas.

En la sala de estar, se asombró de no encontrar ningún mueble; sólo

montones de enormes cojines de colores brillantes por todas partes.

El suelo seguía siendo el de roble, pero estaba descuidado y sin brillo.

Se dirigió a las ventanas desde donde podía mirar hacia arriba y hacia

abajo; abajo estaba la playa, oculta a su visión por un saliente de la

roca. A los lados de la casa, los madroños parecían suspendidos de la

ladera del acantilado, con las ramas acariciando el tejado. Zoe abrió

las ventanas de par en par y oyó el ahogado murmullo del mar y el

ocioso garabateo de los madroños sobre las tejas. Similares sonidos

a los que oía en su casa, pero distintos.

No deseaba permanecer allí. Quería regresar a su habitación y

contemplar su patio austero. Cerró las ventanas.

«¿Dónde diablos estarán los muebles?», se preguntó al tiempo que

observaba la habitación vacía. Los suelos desnudos, las paredes

desnudas..., supuso que Benjamín lo había vendido todo.

No había duda, esta vez oyó algo. Un ruido suave, como si arrastraran

alguna cosa. Estaba segura.

Imaginó qué podría ser. Tal vez Benjamín tuviera algún animal

doméstico, un perro o un gato. Escuchó, concentrada, casi sin

respirar. Nada.

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Quizá sólo se tratara del sonido del mar, más distante desde que había

cerrado la ventana. Salió de la sala de estar en el mayor de los

silencios, procurando que sus botas no provocaran ningún ruido sobre

el suelo de madera.

Al final del vestíbulo apareció el dormitorio principal, el que en un

tiempo ocuparon sus padres. Debajo de un par de ventanas sin

cortinas que dejaban ver las ramas de los madroños y el cielo, en una

esquina de la habitación, se hallaba una enorme bañera. Zoe la miró

con asombro, mientras recordaba el pequeño escritorio que había en

aquel rincón. Su madre se sentaba allí para hacer las cuentas de la

casa. La bañera era grande y tenía una amplia repisa. Dentro de la

bañera, había surtidores.

El suelo del dormitorio estaba cubierto por una moqueta, excepto en

el sector que rodeaba a la bañera, que era de baldosas de cerámica,

y había un desaseado estante blanco de mimbre con toallas adosado

a la pared. La cama, de un tamaño descomunal, estaba deshecha, y

las sábanas, las mantas, el cobertor y cuatro almohadas de gran

tamaño se mezclaban en el suelo. Zoe arrugó la nariz y husmeó en el

aire. Se preguntó cuánto tiempo haría que no cambiaban las sábanas.

Se preguntó cómo sería la vida sexual de Benjamin sin esposa. Trató

de imaginársela en los bares, tratando de seducir a alguien de una

manera anónima y voraz; no pudo, era demasiado absurdo. Se rió de

sólo pensarlo y, en ese momento, escuchó en el vestíbulo el ruido de

algo que se escurría.

Corrió a la puerta y miró, pero no vio nada. Todo estaba en calma.

—Aquí, gatito, gatito, gatito —dijo con voz nerviosa. Odiaba a los

gatos. Le erizaban los cabellos—. Aquí, gatito, gatito, gatito.

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No apareció ningún gato, ni Zoe oyó nada más.

Con cautela, empujó la puerta del cuarto que se hallaba junto al de

sus padres, el cuarto que alguna vez le había pertenecido. Desde el

pasillo, espió en su interior. Era obvio que Benjamin lo utilizaba como

despacho. Había muebles para archivar papeles, librerías y un

escritorio grande. Sintió la seguridad de que en algún lugar del cuarto

se hallaban sus escritos.

Sólo había alcanzado a introducir un pie en la habitación cuando oyó

un ruido tan real que se le erizaron los pelos de la cabeza. Se dio

media vuelta, ef corazón le latía con fuerza.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Quién eres?

Estaba sentado en el suelo, con la espalda contra la pared. Sus ojos

reflejaban pánico, tenía las rodillas levantadas, y los puños apretados

contra la boca.

—Te he preguntado quién eres —repitió Zoe en voz más alta.

Sus ropas eran desastrosas. Había estado llorando. Tenía la cara

sucia.

—¿Qué estás haciendo aquí, pequeño y miserable intruso? —gritó

Zoe.

Se arrastró por el suelo como un cangrejo en dirección a la puerta.

—Oh, no, jovencito —dijo Zoe, mientras se adelantaba y cerraba la

puerta—. No te dejaré ir hasta que me digas qué haces en esta casa.

—¡Vivo aquí! —aulló el niño.

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27

Alberg alquiló un coche en el aeropuerto de Calgary. Su ex mujer,

Maura, le había dicho que podía recogerlo y llevarlo a donde quisiera,

pero él no deseaba eso, él quería y hasta necesitaba manejarse

personalmente con su propio medio de transporte.

Diana le había reservado una habitación en un motel cercano al

campus, y Janey le había escrito una carta con instrucciones

meticulosas para llegar hasta allí.

Mientras recorría la Decimosexta Avenida, observó que el día era triste

y helado. El cielo parecía hecho de hierro fundido. Hacía un viento

cortante capaz de helarle los huevos a un mono de bronce.

En el cuarto del hotel halló todo lo que precisaba: una cama de tamaño

respetable, un televisor grande, y un cuarto de baño con una bañera

y una ducha. Dejó la maleta y probó el televisor. No era perfecto, pero

funcionaba. Se echó en la cama con las manos detrás de la cabeza.

Entonces, sonó el teléfono.

—Papi, ¿has llegado? —dijo Diana—. ¿Por qué no has llamado?

—Acabo de hacerlo —protestó—. Entré hace un segundo.

—Bueno, está bien. ¿Qué tal el lugar?

—Sí, es correcto —la tranquilizó, al tiempo que apagaba el televisor

con el mando a distancia—. Perfecto. Tiene todo lo que necesitaba.

—Estupendo. Escucha: mañana pasaremos el día los tres juntos,

¿verdad? Tú, yo y Janey

—De acuerdo —sonrió Alberg.

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—De todos modos, esta noche quizá salgamos a cenar. Queremos que

nos pagues tantas comidas como sea posible, mientras estés aquí.

—Me parece intersante oír eso —afirmó—, pero antes llamaré a tu

madre para saludarla. ¿Qué te parece si paso a buscarte dentro de

una hora? Dame la dirección —dijo mientras se pasaba el teléfono a

la mano izquierda para hurgar en la chaqueta a la caza de papel y

lápiz—. También recogeremos a Janey. O mejor la llamo por teléfono

también.

—Papi, deja de tomar decisiones. Escucha.

—Sí, ¿qué?

—Te llamo desde la casa de los abuelos. Janey está aquí. Mamá

también. ¿Vamos todos a comer?

—¿Quieres decir que tu madre también?

—Y el abuelo y la abuela. Todos. Por favor...

—¡Mierda!

—Papi...

—Sí. ¡Mierda...! Está bien.

—Gracias, papi. Te quiero.

—Sí. Lo sé.

Colgó el teléfono y miró la maleta. Había traído una buena chaqueta

y un buen par de pantalones. Los reservaba para el lunes.

Unos pantalones de pana y un polo. Eran para el día siguiente. ¿Qué

diablos se pondría esta noche?

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Abrió la maleta, retiró la ropa de buena calidad y la colgó. Vio algunas

arrugas pero supuso que desaparecerían durante la noche. También

colgó el polo y los pantalones de pana y los zapatos los puso sobre el

suelo del armario. Trasladó sus cosas de afeitar al cuarto de baño, y

en una de las mesillas de noche dejó un ejemplar de La hoguera de

las vanidades de Tom Wolfe. Los regalos que había comprado para

sus hijas fueron a parar al escritorio. Dejó los calcetines y la ropa

interior limpia en la maleta y la apoyó sobre una de las dos sillas que

había en el cuarto.

Miró la hora y pidió una comunicación con Sechelt.

—Sólo para ver qué novedades hay —le informó a Sid Sokolowski.

—Se ha marchado hace cuatro horas, nada más, mayor.

—Sí. Quería saber si Gillingham envió el certificado de defunción. El

de la muerte de ese tal Strachan.

—Todavía no. Ya que ha llamado, le contaré algo. Isabella tenía razón.

—¿Acerca de qué?

—Regresé a la casa donde vivía la anciana. Volví con Reba McLean.

Reba revisó todas las habitaciones, lanzó un chillido y afirmó que

alguien había estado allí.

Alberg se sentó en el borde de la cama.

—¿Sí? ¿Cómo lo supo?

—Había objetos cambiados de sitio. Una silla que pertenece al

dormitorio estaba en la sala de estar. Y escúcheme, sé que es verdad

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que la primera vez que fui a revisar la casa la condenada silla estaba

en el dormitorio.

Alberg esbozó una sonrisa.

—Así que tal vez estuviera escondida debajo de la cama.

Sokolowski no respondió.

—Es sólo una broma, Sid. Quizá ya se había marchado.

—Es lo que pienso yo de todas formas —afirmó el sargento—.

Posiblemente anduvo por allí al atardecer. Tenía una llave.

—Has revisado la casa a conciencia, supongo —exclamó Alberg sin

abandonar la sonrisa—. Me refiero a hoy.

—Sí. No estaba. No obstante, le pedí las llaves a Reba y se las

entregué a Sanducci. Vigilará la vivienda durante su ronda.

—Buena idea.

—Otra cosa. Hablé otra vez con los vecinos. No la vieron ni la oyeron;

pero la vieja pareja del perro dice que les han robado. No lo

denunciaron porque les faltó solamente comida y una botella de

ginebra.

Alberg se echó a reír.

—Sí —dijo Sokolowski—, en el fondo me alegra que haya obtenido un

poco de ginebra.

A las seis en punto, Alberg dejó el motel. Hacía frío y viento; le entró

un temblor y se dio prisa en subir al coche alquilado. A la madurez,

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se volvía débil; es que estaba acostumbrado a los suaves inviernos de

la costa Sunshine.

De camino a casa de sus suegros, se le ocurrió que tendría que llevar

algún regalo simbólico: flores, chocolate, algo. Y quizá también algo

para Maura.

Alguien había escrito un libro acerca de estas situaciones. Más de uno,

seguramente. Apostaba hasta el último dólar a que todos esos libros

referidos a las formalidades de un divorcio, todos esos libros que

jamás había visto, que jamás se había interesado en mirar en la

biblioteca de Cassandra, los habían escrito mujeres. Cuando

regresara, se los pediría. «¿Tienes algún libro que trate de las

relaciones rotas pero aún vigentes con parientes políticos?».

Se preguntó dónde estaría Zoe Strachan en aquel momento, vestida

con tejanos, botas y chaqueta de dril. Pensó que en verano usaría

gafas de sol.

¿Habría hombres en su vida? ¿Se habría casado alguna vez? En la

actualidad, no había señales de marido alguno. Tal vez, como él,

estuviera divorciada.

Alberg ya no encontraba doloroso reencontrarse con su ex mujer. En

realidad, le hacía cierta ilusión. Los encuentros le creaban confusión,

pero se trataba de una confusión leve, no desagradable, y al mismo

tiempo existían una gran familiaridad y un sentimiento de extrañeza.

La mezcla de familiaridad y extrañeza lo hacían sentirse tenso y

excitado, como si fuera a ocurrir algo fuera de lo normal.

Pasó por unas pequeñas galerías comerciales y descubrió una

floristería que todavía estaba abierta. Eligió algo llamado gloxínea

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para los ancianos y decidió salir del local porque el aroma de las flores

le provocaba náuseas. Pensó en comprar algunos dulces para Maura.

Pero le vino una duda: ¿estaría a dieta? Por naturaleza, Maura era

delgada, y, según lo que él recordaba, nunca se había sometido a un

régimen de comidas; sin embargo, actualmente, todo el mundo seguía

alguno, y quizás ella también.

Se detuvo, con la condenada gloxínea en una mano, mientras

observaba con preocupación una violeta africana. ¿Qué hacer? Pensó

en comprarle una cometa, y la vio, en la cima de una colina, con el

viento levantándole la falda y el pelo, con la cometa que él le había

regalado. Volaba alto en el cielo, por encima de su cabeza, y ella reía.

Se detuvo de nuevo con la gloxínea en la mano y la mirada fija sobre

la violeta africana. Intentó recordar por qué se habían divorciado.

La puerta se abrió antes de que tocara el timbre. Allí estaban sus

hijas. Las dos. Tan pronto como las vio, sintió un insoportable dolor

en el corazón que supuso que era de alegría, porque no estaba triste,

al verlas de pie, frente a él. Sonreían y le tendían los brazos; de

repente lo abrazaron. Sintió los cabellos contra su mejilla; olían a algo

dulce y joven. Cerró los ojos y permitió que lo sostuvieran. Pensó que

sería feliz si pudiera permanecer así siempre, sin ver nada, protegido

por los brazos amorosos de sus hijas. Se dio cuenta de que por debajo

de los párpados cerrados asomaban algunas lágrimas. Controló el

llanto, ¿a quién le importa?, y las observó con una mirada segura: a

Diana y a Janey. Era el rehén de las chicas, ¿y qué? Entonces vio que

ellas también lloraban.

—Oh, querido, míranos —dijo Diana—. Dios mío, Janey, ha traído

plantas. ¿Son para nosotras?

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—Sabe que lo asesinaríamos —respondió Janey—. Serán para mamá

—y le envió una tierna sonrisa de aprobación.

—Una es para vuestra madre —aclaró Alberg—. Ésta —explicó

mientras alzaba la violeta—, la otra es para la abuela.

—¿No hay nada para nosotras? —preguntó Diana con resignación, y

le cogió las plantas.

Janey lo tomó de un brazo y lo hizo entrar.

—Mamá —entonó—, papá está aquí —y le sonrió de un modo que él

fue incapaz de descifrar.

Maura apareció al final del recibidor. De pronto, todo le resultó

familiar. Siempre que la veía le ocurría lo mismo, y siempre se

sorprendía. Aun cuando algo en ella hubiera cambiado —la forma de

vestirse, el peinado, el maquillaje—, lo percibía, pero en un segundo

sentía una intimidad con ella que nunca había vuelto a experimentar

con nadie. Verla lo hizo sonreír y, también, le produjo un dolor en los

huesos.

—Hola —le dijo.

—Hola, Karl. Adelante. ¿Quieres un café?

Lo condujo a la cocina. Detrás de él, las hijas danzaban y se movían

de un lado a otro.

Su suegra se hallaba junto a la mesa de la cocina con un vaso de café

entre las manos. Sobre la mesa, había una revista abierta, la anciana

llevaba las gafas de leer. No se las quitó; en consecuencia, Alberg

comprendió que no se pondría de pie para abrazarlo. Se acercó a ella

para besarla en las mejillas y saludarla.

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—Hola, Karl —dijo con esa voz límpida y melodiosa que a él tanto le

agradaba. Su piel estaba arrugada, siempre le había gustado el sol.

Alberg se separó de ella y se sentó.

—¿Cómo estás, Peggy?

—Dentro de lo que cabe, bien, Karl. ¿Y tú?

—Oh, luchando —dijo mientras miraba a Diana y a Janey—. Bueno,

luchando; tú me entiendes. O quizá no tanto.

—Mira, abuela —se excitó Diana el tiempo que colocaba la gloxínea

sobre la mesa— Te la trajo papá. Y ésta es para ti, mamá —y le ofreció

la violeta.

Cada una le dio las gracias, y Alberg le quitó importancia al hecho.

—Me alegro de verte, Karl —dijo Maura con una sonrisa que Alberg le

devolvió. Se aclaró la garganta, tamborileó sobre la mesa y, de

repente, de manera inexplicable, se le apareció la imagen de Zoe

Strachan en lo alto de las escaleras. Maura vestía un jersey gris y una

falda estrecha gris y roja, y calzaba zapatos con tacones altos. Por

supuesto, llevaría leotardos también. O medias. Sabía que era posible

que usara medias. Pero nunca jamás, pensó mientras la miraba con

afecto, usaría un liguero negro.

Entonces llegó a la cocina el padre de Maura. Alberg se puso de pie y

se estrecharon las manos.

—Papi —reclamó Diana—, fíjate en esto. El abuelo tiene la cintura más

pequeña que tú. Siempre pensé que los policías conservaban una

buena figura.

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—He dejado de fumar —explicó Alberg con voz débil.

—Eso está muy bien —señaló Arthur Lobb.

—Muy bien —confirmó Maura—. ¿Desde cuándo?

—Seis meses.

—Bien, lo peor ya ha pasado —dijo Arthur—. Al menos es lo que dicen.

—Diana fuma —denunció Janey—. Me gustaría que no lo hiciera.

—Cierra el pico, querida —masculló Diana.

—He oído que nos llevarías a cenar —Arthur cambió de tema.

—Sí —aceptó Alberg con entusiasmo—. ¿Adonde vamos?

—Me tomé la libertad de hacer las reservas —intervino Maura.

—¡Ah! —dijo Alberg.

—Espero que no te importe.

—No. Por supuesto que no —les sonrió levemente a todos, mientras

luchaba por recuperar el equilibrio frente a un repentino y poderoso

ataque de déja—vu.

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Había un bidé en el cuarto de baño.

Ramona no había visto un bidé desde que, allá por 1956, Antón y ella

realizaron su único viaje a Europa.

Permaneció en el baño y lo contempló. Decidió que cada vez que

perdiera la noción de espacio y tiempo y no supiera dónde estaba ni

qué hacía, le echaría una mirada a aquel bidé que cumpliría con la

función de devolverla a la realidad.

El bidé no era la única cosa graciosa del lugar, ni tampoco de su vida.

«Querida familia», escribió a lápiz sobre el papel rayado que había

traído de la casa de Marcia y Robbie. «Querida familia: Vivo en una

casita encantadora que está a las afueras de Sechelt. Está rodeada de

árboles que producen unos bellos y suaves sonidos siseantes.

También hay muchos pájaros: gorriones y estorninos, petirrojos y

gayos.»

Estaba sentada en la diminuta cocina, frente a una mesa redonda de

madera pintada de blanco, que tenía dos sólidas sillas iguales.

Las cortinas estaban corridas. Ramona había encontrado una caja de

chinchetas en un cajón y cubrió la ventana rota con un trozo de

cartón.

«Se trata de un lugar muy cómodo», escribió. «Aunque he de admitir

que un poco raro.»

La casa tenía una cocina, un cuarto de baño, una sala de estar y un

dormitorio.

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«El aparato de televisión está en el dormitorio», escribió Ramona a

sus hermanos y hermanas, «y tienen un vídeo y una enorme colección

de películas».

Casi lo primero que hizo fue conectar el aparato y poner una película.

Observó durante uno o dos minutos, y se hundió en la cama,

deslumbrada y boquiabierta. Por supuesto, había oído que existía esta

clase de películas. Por el momento, ya había visto veinticinco.

«Cuido de la casa», escribió, «y los propietarios me han provisto de

alimentos y de todas las cosas necesarias».

En la alacena había encontrado tarros con frutos secos, latas de

conservas, cajas de galletas, botes de melocotones. En el congelador,

diversas marcas de cerveza importada y muchas botellas de agua

mineral. En un mueble de la sala de estar, todo tipo de licores, además

de algunas botellas de vino.

Debajo del lavabo, en el cuarto de baño, había, para su felicidad, tres

paquetes de cuatro rollos de papel higiénico cada uno y varias cajas

de kleenex.

«Cuidar una casa es una tarea fácil y agradable», explicó Ramona a

su familia. «Me habría gustado haberlo descubierto antes.»

Cuando llegó, una fina película de polvo cubría todos los objetos. Era

obvio que la casa estaba deshabitada desde hacía meses. Ramona lo

limpió lo mejor posible, pero no empleó la aspiradora que encontró en

un armario, por temor al ruido.

«Resulta muy interesante vivir en casas ajenas», escribió. «Con la

televisión, el vídeo y la cantidad de libros que hay aquí, no existe la

posibilidad de que me aburra.»

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Cada uno de los libros que descansaban en la librería que había en la

sala de estar, cerca de la chimenea, versaban sobre sexo. Reconoció

uno o dos. Se asombró de que algunos hubieran sido publicados.

«Es una casa pequeña, muy confortable», les contó a sus hermanos

y hermanas. «Me parece que todo lo que hay aquí es muy caro.»

Por supuesto, no encendería la chimenea. Sin embargo, por suerte,

en el dormitorio había una estufa.

La cama de hierro era inmensa. Cuando por la noche se sumergió en

el lecho, Ramona se sintió como en una isla a la deriva en un mar de

ropa de cama. Por cierto, estaba abrigada y caliente; sentada, miraba

el televisor y bebía ginebra.

En la mesilla de noche encontró un objeto que, por fin, dedujo que

sería un..., bueno, ignoraba con exactitud el nombre. No obstante,

por la forma, se dio cuenta de para qué servía.

«Os escribo para que no os preocupéis por mí», continuó con la carta.

«Tal vez Horace o Martna os hayan llamado a alguno de vosotros para

deciros que he abandonado el hospital. Bueno, estas líneas son para

explicaros que me encuentro muy bien y que me divierto mucho.»

En el dormitorio halló también ropa interior femenina de encaje negro,

que es muy bonita para el que le guste. Sin embargo, a aquellas

prendas le faltaban trozos en los lugares más importantes.

«Me despido. Escribiré de nuevo cuando conozca mi próximo destino.»

Y lo más peculiar de las cosas peculiares de esta casa tan peculiar,

eran los trozos de cuerda —cuerda suave, pero cuerda al fin— que

estaban atados en las barras de las cuatro esquinas de la cama.

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Ramona se había quedado de pie en el dormitorio y había mirado

aquellos trozos de cuerda, y había pensado y pensado, con el

entrecejo fruncido, mientras se mordía con suavidad la parte de

adentro del labio inferior...

Consideró la posibilidad de desatarlas, de librarse de ellas.

No obstante, decidió dejarlas donde estaban.

Dobló la carta con mucho cuidado y la depositó en el bolsillo de su

vestido, lista para despacharla cuando consiguiera un sobre y sellos.

Se levantó a revisar la alacena en busca de algo para cenar, cuando

oyó el motor de un coche.

Ramona corrió hacia la sala y descorrió la cortina sólo una esquina. El

ruido del coche se hacía cada vez más fuerte. Comprobó que se

trataba del automóvil de la señora Strachan que enfilaba con lentitud

por el camino en dirección a su casa. Se hallaba a diez metros y tres

ramas le permitían espiarlo. Estaba segura de que en el asiento de al

lado de la señora Strachan, que vivía sola, había un niño.

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Alberg se despertó en mitad de la noche. En las palmas de las manos

sentía la forma del culo de Zoe Strachan.

Se sentó en la cama y rememoró el sueño. Intentó describírselo a sí

mismo.

En el sueño, emergían de algún lugar: de un cuarto, de un

bosquecillo..., no sabía con exactitud de dónde. Estaba detrás de ella.

Juntos, miraban a otra persona, quizás a un grupo de personas. Salían

de la intimidad a un espacio público; sin embargo, era evidente que

se notaba la nueva intimidad que había entre ellos.

La tenía abrazada. Permanecía detrás de la mujer. Las manos

descansaban sobre sus caderas, y en un abrazo ligero, casual, las

manos la enlazaron por la cintura; y entonces vio en sueños —y sintió,

además— cómo sus manos se deslizaban y dibujaban la curva de las

nalgas de Zoe.

Se trataba de una caricia íntima, y ella la aceptaba. Y el hecho de que

él no le susurrara nada al oído, de que no le rozara el cuello o las

sienes con los labios; el hecho de que él tuviera la vista clavada en la

persona, objeto o situación que ambos observaban con la mayor

atención, representaba para Alberg el estímulo sexual más excitante.

Fue entonces cuando se despertó.

Le tocaba el culo. Y ella se lo permitía. Y él sabía que si la mirara de

frente, sus ojos brillarían y habría una sonrisa para él; abriría la boca

para recibir la lengua del hombre. Lo sabía. Lo había experimentado,

en sueños; y sabía, en sueños también, que de nuevo sentiría el

apetito lujurioso de Zoe Strachan.

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—Jesús! —murmuró Alberg en la cama, con un leve temblor en la voz.

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Un crisantemo amarillo, plantado en una maceta, descansaba sobre

el mostrador del área de las enfermeras del segundo piso; de él

colgaba una tarjeta roja cubierta de polvo que decía «¡Gracias!»,

atada a una varilla de metal clavada en la tierra.

—Se está marchitando —le informó Cassandra a la enfermera. Era la

hora de la comida del domingo.

Doris Moon la miró con esperanza.

—¿Le parece?

—¿Mi madre está todavía en su cuarto?

La enfermera asintió.

—No molesta. Por lo menos, a mí.

La madre de Cassandra era la única ocupante de un cuarto de cuatro

camas. Yacía apoyada sobre dos almohadas, y la cama estaba un poco

levantada, de modo que pudiera mirar por la ventana el campo que

se deslizaba hacia un huerto que en verano se cubría de rosales

trepadores. Los senderos que ondulaban con gracia por la campiña

estaban vacíos y brillaban con la lluvia. Si hacía buen tiempo, las sillas

de ruedas deambulaban de acá para allá empujadas por las

enfermeras, y los enfermos que caminaban, trotaban más bien, de

macizo de flores en macizo de flores.

—Me dijeron que derribarán todo eso que está ahí abajo —dijo la

señora Mitchell, mientras miraba por la ventana el huerto—. Y que

eliminarán los jardines y construirán un edificio para cuidados

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intensivos. ¿Es verdad? —Volvió la cabeza y descubrió a Cassandra de

pie a su lado. Arrugó el rostro y comenzó a llorar. Cassandra la abrazó

al instante.

—Mamá, ¿qué ocurre?

—Nadie me dijo que vendrías —se lamentó la anciana—. Tampoco tú

me avisaste.

—No sabía si me permitirían comer contigo. Su madre se apartó y

buscó la caja de papel tisú en la mesa que estaba junto a la cama.

—Me tendrías que haber consultado —afirmó.

—Está bien, mamá. ¿Puedo comer contigo?

La anciana se sonó la nariz con un puñado de pañuelos de papel.

—Tal vez logremos que nos sirvan la comida en el solarium —sugirió

Cassandra.

La señora Mitchell lanzó un sonido burlón.

—¿Llamas solárium a eso? —Arrojó los pañuelos en una papelera de

metal.

Cassandra se sentó en una silla próxima a la cama. Su madre no

llevaba las gafas de leer y su rostro se veía desprotegido y vulnerable.

Sin embargo, la piel, aunque arrugada, relucía, y el cabello gris era

suave y brillante. —Se te ve muy bien —dijo Cassandra—. ¿Cuándo

te darán el alta?

—Alex me lo dirá hoy.

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Cassandra apartó un mechón de pelo de la mejilla de su madre. La

señora Mitchell retrocedió y levantó una mano como para defenderse.

Se miraron a los ojos. La señora Mitchell bajó la mano.

—Cuando era pequeña —recordó Cassandra—, acostumbrabas a

lavarme el cabello en el lavabo, y después me lo aclarabas. Más tarde,

llenabas de nuevo el lavabo con agua fría, añadías unas gotas de

vinagre, y volvías a aclarármelo.

—Me acuerdo perfectamente.

—Decías que de ese modo se eliminaba todo resto de jabón, y mi pelo

quedaba muy brillante.

—Me acuerdo a la perfección.

—Siempre me he preguntado que ¿por qué con agua fría?

—No tenía por qué ser agua fría. —La señora Mitchell apartó las

mantas—. Pero tampoco agua caliente. —Las piernas le colgaban por

un lado de la cama—. Siempre tuvimos que contar los peniques.

Vamos, dame la bata. Vamos, si es que hemos de hacerlo.

El solarium tenía muchas ventanas, amplias y espléndidas, pero todo

lo que se alcanzaba a ver era una lluvia pesada y densa. Parecía capaz

de confundir a cualquiera que se animara a caminar a través de ella,

de envolverlo en sus ráfagas espesas y mojadas.

El tragaluz dejaba pasar una masa densa y gris de algo que pretendía

ser luz.

En un rincón estaba sentado un hombre anciano, delgado y

apergaminado. Vestía pantalones marrones que formaban como unas

bolsas a la altura de las rodillas, y una camisa blanca con el faldón

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descosido; ambas prendas resultaban demasiado grandes para él.

También llevaba calcetines marrones y un par de gastadas pantuflas

de piel. Se sostenía los pantalones por medio de unos tirantes rojos.

Estaba sentado con las rodillas separadas y una caña entre las manos,

inclinado hacia adelante, hacia la caña, y con la vista fija en el suelo.

No se movió cuando Cassandra y su madre entraron en el recinto.

En otra esquina, una mujer joven y delgada que vestía un albornoz

azul sobre la bata del hospital compartía un sofá con un individuo que

Cassandra dedujo que sería el marido. Él la tenía cogida de las manos

y le hablaba con afecto. La mujer escuchaba con atención; cada tanto,

asentía.

Había un televisor cerca del anciano. Estaba sintonizado en un

programa sobre jardinería que transmitían desde Victoria, pero no

emitía ningún sonido.

La señora Mitchell se alejó de Cassandra y se encaminó hacia una

planta que estaba en una maceta de plástico cerca de las ventanas.

Llegó hasta ella e introdujo un dedo en la tierra.

—Observa esto —advirtió a Cassandra cuando estuvieron juntas.

Frotó la tierra entre los dedos—. Completamente seca. —Miró a su

alrededor en busca de apoyo, pero nadie le prestaba atención—. No

traje las gafas —dijo mientras intentaba revisar las hojas de la

planta—. ¿Ves polvo? —Oh, sí —confirmó Cassandra.

—Llaman solárium a este condenado lugar —exclamó la señora

Mitchell con violencia—. No entra el sol, hay nada más que una planta

desgraciada, y nadie la cuida. —Sacudió la cabeza. Tenía los ojos

anegados en lágrimas.

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—¿Quién va a comer? —preguntó una voz desde la entrada. —

Nosotras —dijo Cassandra con gratitud—. Mi madre y yo. —Traigo

café y bocadillos para las visitas —dijo la enfermera, que empujaba

un carrito—. No permitiremos que regresen a casa con hambre.

El anciano alzó la cabeza. —¿Cuándo vendrán a buscarme?

—Depende del médico, señor Simpson —le contestó la enfermera—.

Confío en que no tarde mucho tiempo. —Retiró una bandeja de un

estante pegado a la pared y se la puso delante—. Mientras tanto,

coma.

—No soporto esta situación —susurró la señora Mitchell al oído de su

hija—. Regresemos a mi cuarto.

—Comamos primero, mamá —musitó Cassandra—. Se ha molestado

en traerlo todo aquí. Comamos y después volveremos a tu cuarto. —

Llevó a su madre con suavidad hasta el sofá y se sentó junto a ella.

El señor Simpson miraba la comida que le habían servido con una

extraña expresión de asombro, como si fuera incapaz de imaginar

para qué serviría aquello que tenía ante los ojos.

—Vamos —dijo la enfermera—, coma.

—Esperaré a mi hermano —explicó el señor Simpson—. Le dije que lo

aguardaría aquí.

La señora Mitchell se puso de pie.

—Me vuelvo a mi cuarto —expresó, y Cassandra se dio prisa para

seguirla—. En este lugar no se disfruta de un momento de paz —

exclamó enfadada—, a menos que te quedes en tu cuarto, en tu cama.

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—Casi corría cuando atravesó el vestíbulo, pasó el área de las

enfermeras y se metió en su habitación.

—¡Aquí están! —canturreó Alex Gillingham—. Pensé que se habían

fugado. —Se inclinó hacia ellas—. ¿Se enteraron de lo de Ramona?

Helen Mitchell lo miró y se echó a llorar otra vez.

—Mamá —suplicó Cassandra, sin fuerzas y exasperada.

El doctor Gillingham rodeó con sus brazos el cuerpo frágil de la madre

de Cassandra.

—Todo está en orden, todo está bajo control —dijo mientras le lanzaba

una mirada tranquilizadora a Cassandra—. Mañana se irá a casa,

Helen. Esto resulta demasiado deprimente.

De repente, Cassandra se sintió exhausta. Se dejó caer sobre una

silla.

La señora Mitchell mantuvo los labios apretados; se envolvió más en

su bata y se introdujo en la cama.

—Todo lo que necesita es descansar —explicó el doctor—. Y aquí le

resultará imposible.

—¿Qué demonios le ocurre ahora? —preguntó la Señora Mitchell con

voz acusadora—. Está cojeando.

—Me caí en una montaña el pasado fin de semana —narró Gillingham

con orgullo—. Nada serio.

—El otro día vi a Marjorie —dijo la señora Mitchell—. Levántame un

poco más la cama, ¿quieres, Cassandra? Estaba bien. En realidad,

muy bien.

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—Me alegro —expresó Gillingham con indulgencia—. Me alegro de

oírlo. Siento un gran afecto por Marjorie.

—Se tinó el pelo.

Él la miró con asombro.

—¿Quién, Marjorie?

—Está rubia.

—¿Marjorie?

—Le sienta muy bien.

—¿De rubia?

—Marjorie es una mujer agradable. Siempre me ha gustado.

—¿Está bien así, mamá? —preguntó Cassandra—. ¿O más alta?

—Así. Gracias, Cassandra.

—No logro imaginarme rubia a Marjorie —dijo Gillingham con el

entrecejo fruncido—. Sólo soy capaz de pensar en Jean Harlow.

—Está igual que siempre —explicó la anciana—. Sólo que rubia. Y ha

perdido alrededor de doce kilos.

—¡No me diga!

—También oí que tenía un compañero.

—¡Santo Dios! —Gillingham cojeó hasta la puerta—. Ya tengo

bastante. No me cuente nada más.

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—Usted sabe, Alex, que jamás encontrará una mujer como Marjorie

en la cima de ninguna montaña.

—No creo que realice semejante esfuerzo para eso, mamá —señaló

Cassandra. Lanzó una mirada furtiva hacia el reloj.

—No tiene sentido que un hombre de su edad pierda el tiempo de esa

manera. Lo que está haciendo es mutilarse —expuso la señora Mitchell

con retintín—. O peor aun, suicidarse.

—Adentro hay tantos peligros como afuera, Helen —aclaró Gillingham

apoyado contra el marco de la puerta—. Usted sabe que realizo

algunos trabajos para la Montada; bueno, el otro día recibí una

llamada. Un tipo se cayó por las escaleras. Quedó hecho polvo.

Helen Mitchell lo miró atónita.

—¿Quién? No he oído ni una palabra al respecto. ¿De quién se trata?

—¿Conoce a la señora Strachan? Su hermano. Fue a visitarla desde el

Vancouver Oriental. —Efectuó un movimiento de planeo con una

mano—. Voló por las escaleras; se rompió la cabeza.

—¡Pobre mujer! —dijo la señora Mitchell con compasión—. ¡Qué

terrible para ella!

—De hecho —dijo Gillingham—, me parece que le importa un comino.

Ni un comino. Decididamente, no había afecto fraternal. —Miró a

Cassandra—. Creo que Karl también lo ha notado —dijo, y el corazón

de Cassandra se sobresaltó ligeramente.

Ambos la observaban; su madre desde la cama, Alex Gillingham desde

la puerta. Cassandra, sentada, se sentía como sobrada de peso y

desaliñada. Temía ruborizarse.

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—Lo había olvidado, mamá —estalló—. Karl te envía recuerdos.

—¿Qué Karl? —preguntó la madre con frialdad.

—Karl Alberg, Helen —especificó Gillingham con una sonrisa.

—Ah, sí —dijo la anciana con vaguedad—. El policía.

—Bueno, ahora no quiero que permanezca sola —explicó el doctor—.

¿Se quedará con Cassandra durante unos días? Digamos, ¿hasta el fin

de semana?

—Estoy segura de que no habrá inconveniente, Alex —afirmó la

señora Mitchell—. Mi hija lleva una vida muy atareada. —Miró a

Cassandra con actitud valorativa—. Demasiado ocupada para su bien.

Me preocupas, Cassandra, de verdad. Has regresado de Londres

hace... ¿una semana? ¿Dos semanas? Y ahora viajas de nuevo. Se

marcha a Victoria —le confesó con voz cansada al doctor Gillingham—

. Me resulta imposible retenerla a mi lado.

Cassandra suspiró, se colgó el bolso del hombro y se puso de pie.

«Mierda», pensó.

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El lunes por la mañana, Alberg se anudó la corbata en el motel de

Calgary y observó su escaso cabello con aire deprimido. El pelo rubio

tenía sus ventajas; al menos, no se notaban las canas. Sin embargo,

en poco tiempo no le quedaría cabello de ningún color en la parte

superior de la cabeza.

En julio cumpliría cincuenta años. El estómago le hacía un ruido raro

cada vez que se acordaba.

A pesar de todo, sabía que muchas mujeres preferían a los hombres

que habían alcanzado un cierto nivel de madurez.

Tenía que perder peso. Cinco kilos más o menos. Tal vez, siete. «Ya

no nay músculos», se dijo, dándose un golpe casual en el diafragma.

Siempre se había enorgullecido de su habilidad para endurecer el

estómago. Ahora era un gordo, un cerdo inmundo. Por supuesto, no

era cierto, reflexionó mientras se contemplaba en el espejo. Allí había

músculos. Seguro que había.

Un individuo como Sanducci, rodeado por muchachas de toda la

península..., no estaba mal, le parecía correcto; sin embargo, qué

podía ofrecer a una mujer de verdad, adulta... Seducción, atractivo

físico, seguro; pero también falta de experiencia.

Derramó en sus manos algo que se llamaba Espuma Fijadora Europea

y se la pasó por el pelo. Se peinó y se acomodó el cabello con los

dedos hasta que el producto actuó. Tenía una mancha húmeda en la

parte superior de la cabeza. «Se secará», se dijo, «antes de que me

vaya». Se dio cuenta de que no se sentía demasiado ilusionado con la

ceremonia de la tarde, y se entristeció.

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El día anterior había disfrutado con sus hijas, pero también se había

sentido solo y resentido. ¿Quién diablos sabía cuándo las vería otra

vez?

¿Por qué no habían terminado todos en el Canadá Central, donde

vivían sus padres, en lugar de caer aquí, en la zona

oriental, cerca de Maura? No era bueno para Diana y para Janey estar

alejadas de la influencia de los otros abuelos, unas personas tan

dignas, que veían las cosas con claridad, como en realidad eran y no

como querrían que fueran. Sus hijas habían crecido allí y se sentían

orientales sólo por haber nacido en el lugar, a pesar de que tenían

infinidad de parientes en Ontario, a pesar de que su propio padre

había nacido lejos.

Se lavó las manos, se las secó, se puso la chaqueta.

En un día tan especial, pensó que nadie faltaría. Tendrían que estar

los cuatro abuelos, no la mitad. No obstante, su padre no se

encontraba bien, y su madre no viajaría sin su marido.

Alberg llamó de nuevo a Sechelt.

—No ha aparecido todavía —dijo Sokolowski—. Hemos vuelto a revisar

la casa. No hay rastro de esa vieja.

—¡Maldición! —exclamó Alberg—, mejor sería dar otra batida por el

área, Sid. Tal vez salió a caminar, se cayó, y se rompió la cadera o

algo parecido.

—De acuerdo. Así lo haré.

—¿Alguna novedad de Gillingham?

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—No. ¿Por qué?

—Se ha empecinado con el asunto Strachan.

—¿Qué quiere decir?

—¡Diablos! nada. Hay una herida y un hematoma. A Gillingham se le

ha metido entre ceja y ceja que quizá no se trate de un accidente.

—¿Sí? —titubeó Sokolowski—. Bueno, usted sabe que ese doctor no

me cae bien, mayor. Pero he de admitir que conoce su oficio.

—Es bueno, sí. Pero en este caso, se le llenó de mierda el cerebro.

—Regresará esta tarde, ¿no?

—Cuando llegue a Sechelt ya será de noche.

—Si Gillingham trae hoy el certificado, lo dejaré sobre su escritorio.

—Muy bien. Gracias, Sid.

Alberg se abotonó la chaqueta, se miró en el espejo y se la

desabotonó. Se volvió a derecha e izquierda, hundió las manos con

aire distraído en los bolsillos, las sacó, y volvió a abotonarse la

chaqueta; se enderezó y se estudió un poco más. «A la mierda con

esto», decidió por último, y desabrochó los botones. Se palpó los

bolsillos para ver si llevaba la cartera y recogió las llaves del coche y

del cuarto que estaban encima de la cómoda.

Después, tomó del escritorio dos cajitas envueltas para regalo, y las

guardó con cuidado en uno de los bolsillos de la chaqueta.

Estaba listo para salir.

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Aquel día, cientos y cientos de estudiantes se graduaban en la

Universidad de Calgary. Cientos y cientos de coches, según le pareció

a Alberg, trataban en vano de aparcar cerca del campus. Maura y sus

padres decidieron coger un taxi y se habían ofrecido para llevarlo. Él

declinó el ofrecimiento y ahora se arrepentía.

Hacía frío y el día era gris, pero, al menos, y gracias a Dios, no nevaba.

Confiaba en que las togas de graduación abrigaran a sus hijas cuando

marcharan en procesión en dirección al gimnasio.

Maura se las ingenió para verlo entre la multitud y lo llamó y le gritó

hasta que él la descubrió. Se había hecho a la idea de poder deslizarse

sin ser observado y enterrarse entre la muchedumbre, pero cuando la

vio se puso contento. Ella lo condujo hasta un asiento cerca del

edificio.

—Tendríamos que haber llegado hace una hora —gritó—. No supuse

en ningún momento que la gente vendría tan temprano.

Cuando, por fin, dio comienzo la ceremonia, Alberg se dio cuenta de

que, desde el punto de vista acústico, el lugar era un desastre.

Resultaba imposible oír nada de lo que decían en el escenario que

estaba más abajo. De tanto en tanto, se levantaban unas risas de

aprobación en aparente respuesta a las agudezas pronunciadas por

algunos miembros honorarios, por el presidente de la Universidad, y

Dios sabe por quién más.

Alberg se había perdido su propia graduación porque prefirió visitar a

sus padres antes de presentarse en el centro de entrenamiento de la

R.C.M.P. en Regina. Por consiguiente, había imaginado que se

emocionaría en la graduación de sus hijas, que lucharía para que las

lágrimas no afloraran a sus ojos, que abrazaría a Maura para

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consolarla mientras ésta lloraba a moco tendido. Se sentía

desazonado porque Maura estaba tranquila, con los ojos secos, y él

mismo no sentía nada, excepto una gran irritación porque no

escuchaba los nombres de los estudiantes que llamaban.

La mente volaba por allí. Hacia Cassandra. Hacia Benjamin Strachan.

Hacia Zoe. Se preguntó de qué viviría. Quizás Isabella tenía razón. Tal

vez fuera modelo.

Cuando finalizó la ceremonia, Maura y sus padres se adelantaron en

un taxi hasta el restaurante donde comerían y le entregarían los

regalos de graduación a Janey y a Diana. Alberg prefirió esperar a que

sus hijas se quitaran las togas y llevarlas en el coche alquilado.

Estacionó al pie de la escalera que conducía al gimnasio. La gente

continuaba saliendo del edificio, a su alrededor los estudiantes

graduados recibían abrazos, llantos y sonrisas, y posaban para

fotografiarse. Alberg se había olvidado de traer la cámara.

Aguardó con impaciencia, mientras temblaba en su chaqueta

demasiado ligera, y se preguntó qué demonios las retenía adentro;

después de todo, él tenía que tomar un avión. Miró la hora, alzó la

vista otra vez... Allí estaban, a pocos metros, de pie sobre la escalera.

No se movían y observaban a la multitud que se hallaba más abajo;

la gente las esquivaba, pero a nadie le molestaba.

Janey estaba detrás de Diana, un escalón más arriba, y los dedos de

su mano derecha descansaban con delicadeza sobre el hombro de su

hermana. Llevaban las togas y los birretes, y mantenían una

expresión de extrema seriedad en el rostro. Lo buscaban entre el

tropel de padres; le asombró comprobar cuan bellas eran.

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Sabía que vivía uno de aquellos momentos que perduraría para

siempre en su memoria; pensó que era mucho mejor que una

fotografía.

Cuando lo vieron, se pusieron radiantes; él les tendió los brazos y

ellas corrieron, lo abrazaron, y se ofrecieron para trabajar el verano

en Sechelt.

Más tarde, con cierta melancolía, condujo el coche alquilado rumbo al

aeropuerto. Estaba de pie en el sector de Air Canadá cuando sintió

una mano sobre el brazo.

—¡Maura! —dijo, encantado.

—Decidí venir a despedirte —explicó su ex mujer. Vestía un abrigo

largo de color gris y llevaba una bufanda roja alrededor del cuello. Las

botas eran negras, al igual que el bolso que colgaba de su hombro—.

Las chicas también querían venir, pero no se lo permití.

Alberg se acercó al mostrador y mostró el billete. Despachó la bolsa,

aunque era tan pequeña que podría haberla colocado debajo del

asiento, y cogió la tarjeta de embarque.

—Tenemos tiempo para un café —aseguró, y tomó a Maura de un

brazo. Subieron hasta la cafetería.

—¿Así que les darás trabajo a nuestras hijas el verano próximo? —

preguntó Maura una vez que se sentaron.

—Sí —sonrió Alberg—. No tengo ni idea de qué les haré hacer. Ya

pensaré en algo.

Maura tenía los ojos oscuros y una complexión fuerte. Llevaba el pelo

corto y lacio. Era alta y esbelta. Alberg la contempló con afecto.

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—Son buenas chicas, ¿verdad?

—Sí, Karl. Lo son.

Janey, vivo retrato de su madre, había viajado durante un año

después de graduarse en la escuela superior. Un año que Alberg jamás

olvidaría. Había permanecido en constante comunicación con Maura

solo por saber dónde estaba Janey, qué hacía, en qué problemas se

había metido. No se metió en ninguno. Al menos, en ninguno del que

Alberg hubiera tenido noticias.

Diana, que era parecida a Dorothea, la tía de Alberg, era dos años

menor que su hermana. Se había saltado un año de la escuela

elemental y había pasado de la escuela superior a la Universidad. Por

esa razón habían cursado juntas la carrera universitaria.

—Tus regalos les encantaron —señaló Maura. Les había comprado

joyas de plata. Un medallón para Janey y una pulsera para Diana,

creados por un orfebre indio de la Costa Oriental.

—¿Sí? ¿De verdad? —Aunque por la reacción de las muchachas él ya

había adivinado que los regalos les habían gustado.

—¿Qué harán ahora, hasta que llegue el verano? —le preguntó a la

madre.

—Regresarán conmigo. Diana sostiene que será mi casera. Janey me

ayudará en la tienda algunas semanas. —Maura tenía una tienda de

ropa de mujer en Kamloops, una pequeña ciudad situada en el interior

de la Columbia Británica—. Después se marchará a California con un

amigo.

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—¿Qué? —se asombró Alberg—. ¿Qué amigo? ¿Por qué no me han

dicho nada?

—Te lo estoy diciendo yo ahora. Y estoy segura de que a Janey la hará

muy feliz contarte lo que a mí se me olvide. —¿Un amigo de qué clase?

—Si lo que deseas saber es si se trata de un novio, te informo que no.

—Menos mal —suspiró Alberg, y se relajó un poco.

—¿Cómo van tus cosas, Karl?

Abrió la boca para pronunciar algunas palabras cariñosas,

tranquilizadoras y al mismo tiempo impersonales, y descubrió que no

podía.

El rostro de Maura reflejaba la serenidad que siempre le había

desarmado. Esa serenidad era algo tan personal, tan propio, tan

precioso, que no se podía compartir: una fuerza interna, un sentido

de la seguridad que él siempre le había envidiado con toda su alma.

A menudo pensaba que su matrimonio había sido sacrificado a la

serenidad de Maura; que cuando se presentaron los conflictos, para

Maura la tranquilidad había sido más importante que él.

Observó que lo miraba con franqueza y con un gran afecto.

—Bueno. Veamos —suspiró—. Por supuesto, me gusta el trabajo. Me

gusta Sechelt. Y me gusta la gente que me rodea. Tengo un par de

gatos. Y a veces —añadió con cierto coraje—me siento algo solo.

—Pensé que tenías una relación estable —murmuró Maura—con una

bibliotecaria. ¿Has terminado con ella?

Alberg se sintió aturdido.

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—¿Terminado? No, no hemos terminado. —Sobre una pantalla, en

alguna parte de su mente, relampagueó el rostro de Zoe Strachan,

pensativo y luminoso. Abrió la boca para decir algo que borrara la

imagen de la mujer y la reemplazara por la de Cassandra. Sólo

necesitaba un minuto, sólo un minuto para hallar las palabras

adecuadas...

—Bueno —señaló su ex mujer con suavidad—, de todas maneras,

Karl, quería que supieras... que volveré a casarme.

La miró de un modo impertinente. Las manos le temblaron de una

forma alarmante y derramó la taza de café sobre el mantel. Retrocedió

para evitar que el brebaje le manchara los pantalones.

—¡Mierda! —Miró a Maura con un gesto de angustia—. ¡Oh, me parece

bien! —Apartó la silla de la mesa y se puso de pie—. Me parece

espléndido, Maura.

La mujer se sacudió las gotas de café de la parte de delante de su

abrigo gris y lo abrazó con firmeza.

—Me alegro por ti.

—Lo sé, Karl. Lo sé.

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En el avión, Alberg reflexionó, se agitó, se preocupó. ¿Quién era el

hijo de puta con el que pensaba casarse? ¡Casarse! Se estremeció.

¿Cómo había llegado hasta ese punto?

Mientras conducía desde el aeropuerto de Vancouver hasta Gibsons,

se lamentó, se quejó y se apenó. En el ferry se sentía incapaz de salir

del coche; estaba sin fuerzas de puro abatimiento. Se negó a recordar

el nombre del sujeto. Maura le había dicho que era un contable.

También divorciado. Sin hijos. «Jesús!», pensó Alberg. El contable

podría haber tenido niños y Maura se convertiría en la madrastra de

cualquiera y Janey y Diana podrían tener hermanastros y

hermanastras. Alberg estaba azorado.

En el transcurso de la noche, se entristecía, se descorazonaba,

desfallecía de melancolía. Veía a Maura en su mente con una sombra

encima de los hombros. Al principio, la sombra era alta, grande,

siniestra. Sin piedad. Alberg la redujo de tamaño. Aún permanecía

allí, menos dominante, pero terca como una mula, encima del hombro

de Maura. Alberg casi oía cómo la acariciaba y la baboseaba, cómo se

negaba a dejarla, colgada del cuello de la mujer. ¡Jesús! Se indignó.

El amanecer del martes lo halló sentado en la cama, loco como una

cabra, a la espera de que fuera una hora razonable para llamar a

Calgary. ¿Qué pensaba ella que estaba haciendo al casarse? Le

gustaría saber qué pensaban las chicas sobre ese asunto.

Cuando se hizo más tarde para llamar a Calgary, decidió telefonear a

Cassandra. Necesitaba compasión, amabilidad, ternura. Por supuesto,

para conseguirlas tendría que decir que las necesitaba; y, en última

instancia, Cassandra no leía en la mente de los demás. Le preguntaría

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qué le pasaba y él ignoraba cómo reaccionaría al saber que sufría

porque su ex mujer se casaba de nuevo.

Al final, se limitó a mantener con ella una conversación formal porque

la madre de Cassandra había salido del hospital y estaba viviendo en

casa de su hija. Percibió en la voz de Cassandra que le rechinaban los

dientes, al menos de manera figurada, y, seguramente, también en

realidad. Alberg exhaló un suspiro y sugirió que podrían comer juntos.

Ella, por supuesto, debía estar en casa para dar de comer a la anciana.

Involuntariamente, sí, pero no podían ayudarse: Alberg con sus

preocupaciones, Cassandra con las suyas. Cuando colgó el teléfono,

se sintió triste y abatido.

En el destacamento, las cosas no funcionaron mucho mejor. Isabella

le informó que una prima de la mujer de Sid Sokolowski, cuyo nombre

era Ludmilla, se había ofrecido a limpiarle la casa. Alberg no deseaba

contratar a una pariente de Sid Sokolowski como mujer de la limpieza.

Pero allí estaba la mujer, en persona, esperándolo; por lo tanto, la

recibió. Se trataba de una mujer joven, fuerte, fornida e inteligente,

con enormes manos rojas y una mata de tupido pelo de color amarillo.

Cuando la vio, se acobardó. Esbozó una débil sonrisa, le hizo unas

pocas preguntas, oyó las respuestas y con cortesía la rechazó. Sólo

Dios sabía qué razón le daría a Sid por no haberla contratado, pero

no deseaba hacerlo y eso era todo. «Creo que no cogeré a nadie»,

pensó, y lo dijo en voz alta, a solas en la oficina, mientras miraba el

teléfono e imaginaba la conversación que mantendría con Janey y

Diana más tarde.

Porque tenía que hablar con ellas. Estaba casi seguro de que ya sabían

lo de Maura y el contable, y él le había hecho saber a Maura que se

alegraba, que le parecía muy bien y toda esa mierda. Tal vez sus hijas

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se compadecieran de él. Necesitaba cariño, simpatía por parte de

alguien.

Sonó el teléfono; era Gillingham.

—Está bien, está bien. Estoy preparando a ese individuo Strachan

para el entierro —informó Gillingham.

—Bueno —aceptó Alberg—. Ya era hora.

—Es increíble; esa mujer no tiene teléfono. Tengo mejores cosas que

hacer que rodar por la ciudad entregando cadáveres. ¿Por qué no

envía a uno de sus hombres a su casa? Dígale que puede recogerlo

cuando se le ocurra.

—Me alegro de que haya cambiado de idea —comentó Alberg.

—No he cambiado de idea. No me gusta la herida de la cabeza. No me

gusta el hematoma en la tripa. No me gusta su condenada hermana,

que dijo que estaba borracho como una cuba, y no es verdad —

suspiró—. Sin embargo, la herida no le provocó la muerte. Lo mató la

caída por la escalera.

—Quizá...

—Sí, sí, sí. Tiene razón. Quizá se lastimó la cabeza al caer. Le debo

una disculpa. Creo que he estado perdiendo el tiempo.

—A todos nos ocurre alguna vez —dijo Alberg.

Colgó el teléfono y se estiró. Colocó las manos detrás de la cabeza y

miró el cielo raso.

—Lo haré yo mismo —murmuró—. No tardaré mucho.

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Le informó a Isabella adonde iba, y se encaminó a ver a Zoe Strachan.

Pocos minutos más tarde, se detuvo frente a la casa, caminó hacia las

pesadas puertas dobles y tocó el timbre. Oyó un eco desmayado a

través de la casa. Se limpió los pies en el felpudo —primero uno,

después el otro—, y se frotó los zapatos en los pantalones.

Había comenzado a llover de manera muy tenue. Alberg oyó las gotas

de lluvia que se escurrían entre las ramas de los madroños, salpicando

el alero que estaba encima de la puerta. Pero la lluvia caía con

lentitud, con somnolencia. Sopló una ráfaga de viento que hizo gemir

a los madroños. Tocó de nuevo el timbre. En apariencia no había

nadie.

Acercó la oreja a la puerta y no oyó nada. Volvió a tocar el timbre sólo

para provocar algún ruido en la vivienda.

Alberg se metió las manos en los bolsillos y miró la propiedad de Zoe

Strachan. Después de un rato, decidió dar una vuelta a su alrededor.

Había dos ventanas en la pared lateral que daba al sureste, hacia la

parte más oriental de las islas Trail, más allá de Mission Point. Alberg

miró por ellas mientras caminaba lenta y pesadamente sobre un

césped resbaladizo a causa de una lluvia que cada vez se hacía más

intensa. Cuando llegó a la esquina, se acabó el césped; comenzaba el

patio. Trozos de piedra plana y rugosa colocados uno junto al otro y

unidos con cemento. En el fondo del patio había un montón confuso

de piedras enormes. Detrás de ellas, Alberg vio el mar alborotado y

las islas Trail.

En ese momento, llovía fuerte, el océano se encrespaba, y Alberg

cruzó el patio deprisa con los hombros encogidos y el cuello de la

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chaqueta levantado. De todas maneras, no logró ver mucho a pesar

de que este lado de la casa era casi todo de

cristal. Unas persianas venecianas la defendían de las miradas

curiosas. Aunque no intentó abrirlas, estaba seguro de que las puertas

estaban cerradas. Pero, ;por qué habría de abrirlas? No tenía derecho

a andar husmeando en la casa de Zoe Strachan.

Entonces, sin motivo aparente, se detuvo y regresó a la parte

posterior. Mientras el viento lo empujaba por la espalda y la lluvia le

empapaba el pelo, observó que las cortinas que se hallaban junto a

las puertas se movían levemente.

El espacio entre dos estrechas franjas horizontales se ampliaba, se

ampliaba. A Alberg le pareció ver una cara. La cortina volvió con

lentitud a su posición original. Alberg aguardó, curioso e incrédulo; y

apareció otra vez: un rostro pálido, pequeño y joven, con unos ojos

enormes. Sin duda, no se trataba de la cara de Zoe Strachan. Alberg

no se movió; sin embargo, sonrió, levantó una mano y con lentitud

saludó al pequeño rostro; trató por todos los medios de que en su

sonrisa, en su saludo, se manifestaran sus sentimientos más cálidos,

más tranquilizantes, menos amenazadores. El rostro continuaba

mirándolo. Entonces, Alberg oyó un coche que se acercaba por el

sendero de grava. La cortina se cerró y el rostro desapareció.

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Zoe Strachan puso los intermitentes y abandonó el camino para entrar

en el sendero; lo recorrió con lentitud a lo largo del promontorio.

Pensaba en el chico, ¿habría permanecido en la casa tal como le había

ordenado?

Por el amor de Dios, ¿adonde iría?

Tal vez se le hubiera metido en la cabeza hacer autostop hasta el

ferry. Pero no tenía nada de dinero.

Quizás hubiera hecho autostop hasta Sechelt para llamar por teléfono

a algún amigo. Era probable que tuviera uno o dos amigos.

Todas estas cosas le habían mantenido la mente ocupada mientras

realizaba la compra, y estaba impaciente por entrar y comprobar que

el chico no se había movido de allí.

Vio un coche blanco aparcado cerca de su puerta y al sargento mayor

de pie en los escalones de la entrada principal. Abrió la puerta del

garaje con el dispositivo automático y guardó el coche. Salió con el

bolso y los paquetes de la compra, antes de que la puerta descendiera.

—¿Qué quiere? —preguntó—. ¿Qué hace aquí?

—¿Podemos entrar? —Alberg encogió los hombros.

Se trataba de un hombre corpulento, como a ella le gustaban, pero

un poco flojo en la zona de la cintura. No conducía un coche de policía,

no llevaba uniforme..., no se adaptaba a la idea que Zoe tenía de lo

que era un policía. Era un hipócrita, eso es lo que era. La gente tendría

que ser lo que aparenta y no pretender parecer otra cosa.

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—Me gustaría guarecerme de la lluvia —dijo el hombre.

—Lo hará si se mete en su coche y se va por donde vino.

Alberg le sonrió. Ella observó cómo las gotas de lluvia le chorreaban

por la cara y percibió que él deseaba tocarla.

i—Tengo que hablar con usted, señora Strachan. ¿Me permite pasar?

«Estos días, hay mucha gente y muy desagradable, que ha decidido

complicarme la vida», pensó Zoe con disgusto. Caminó bajo la lluvia

hasta la puerta y la abrió. —Adelante.

Alberg traspasó el umbral y permaneció en el pequeño recibidor

embaldosado en el que sólo había un paraguas apoyado en un rincón

y una mesa plegable contra una pared.

Zoe Strachan dejó el bolso y las bolsas de plástico de la compra sobre

la mesa, abrió un armario y colgó la gabardina. Al mismo tiempo que

volvía el rostro hacia él, deslizó las manos sobre sus caderas para

alisarse la falda negra. Repitió el gesto. No se trataba de una actitud

seductora; él pensó que lo hacía de forma mecánica; se la veía

demasiado preocupada. Alberg oyó el susurro de las manos sobre la

tela de la falda y observó otra vez el extraño vacío en sus ojos. Se

preguntó si, al hacer el amor, Zoe pronunciaría palabras en voz alta.

Supuso que llamaría al niño, pero no lo hizo. —¿De qué quiere hablar

conmigo? —preguntó mientras cerraba la puerta del armario. Estiró

las mangas del jersey de color verde esmeralda que llevaba puesto

hasta que los puños le cubrieron las muñecas—. Supongo que de mi

hermano.

Tenía los ojos azules, pero ese día parecían verdes a causa del jersey.

Sus ojos eran muy hermosos. A pesar de todo, tal vez no estuvieran

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tan vacíos. Quizá parecían vacíos porque él no le despertaba el más

mínimo interés. Esto lo comprendió al darse cuenta de cómo lo

miraba.

—¿Quién es el chico? —dijo en un tono de voz más rudo de lo

esperado.

Zoe Strachan parpadeó.

—¿Qué chico? —exclamó de una forma casi automática. —El que me

espiaba detrás de las persianas. Ella le clavó los ojos durante unos

segundos. Ahora sí estaba interesada. De manera incongruente, se

sentía complacido consigo mismo, como si hubiera inventado al chico

que lo espiaba desde las cortinas, como si lo hubiese creado de la

nada, y se lo hubiera presentado a Zoe como una sorpresa. El rostro

del hombre expresaba expectación; estaba demasiado ansioso;

decidió cambiar de actitud frente a la mujer.

—Se supone —dijo Zoe Strachan con lentitud— que es el hijo de

Benjamin.

—Me había dicho que no tenía familia. Excepto usted. Asintió y estudió

al policía.

—Sé lo que he dicho. —Cogió el bolso y las bolsas de la compra y se

dirigió con calma hacia el vestíbulo. Él miró el cuerpo que se movía

bajo la falda negra y volvió a oír el roce de la seda o del nailon, o del

material que fuera con el que fabricaban las medias. Ella llegó a la

cocina y se giró—. Siéntese aquí. Regresaré en un momento. Le

llevaré estas ropas.

Desde la puerta de la cocina, Alberg vio que entraba en la sala y salía

enseguida. Abrió la puerta que se hallaba al final del vestíbulo y

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desapareció durante un rato. Allí dejó el bolso. Abrió la puerta

siguiente.

—¿Estás aquí? —dijo, y entró. Alberg oyó murmullos pero no palabras.

Salió casi de inmediato, sin las bolsas de la compra, y se reunió con

Alberg en la cocina—. Prepararé un poco de café. ¿Quiere una taza?

—Si, gracias. —Siéntese.

Alberg se sentó junto a la mesa. —¿Cómo se llama? Me gustaría

conocerlo. Ella lo miró desde el armario con el tarro de café en la

mano.

—¿Está seguro? —preguntó asombrada. —Claro —respondió Alberg—

. Me gustan los niños. —Qué curioso —comentó Zoe; sacudió la

cabeza y comenzó a llenar la cafetera.

—¿Por qué cree que su hermano nunca le habló de él? —Benjamín era

una persona muy extraña —dijo con vaguedad—. Nunca se sabía por

qué hacia las cosas. —¿Cómo descubrió a su sobrino? La mujer vaciló.

—Fui a la casa —dijo, inclinada sobre el mármol de la cocina. Se cruzó

de brazos—. Quería traer algo de ropa para el entierro.

—¡Ah! —exclamó Alberg. La miraba con intensidad a la cara y

procuraba que los ojos no se deslizaran hacia sus pechos. —Tengo las

llaves —añadió. —Sí —dijo Alberg—. Es cierto.

—Me alegro de haber ido —dijo al tiempo que afirmaba con un

movimiento de cabeza—. Porque encontré al chico, solo. Sabe Dios

qué habría sido de él. —¿Qué edad tiene?

Pensó un poco.

—Creo que diez.

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—Entonces irá a alguna escuela.

—Seguramente.

—Tendrá amigos, maestros. Podría haber llamado a alguien.

—Sí. Entiendo a qué se refiere. Supongo que lo hubiera hecho. —

Vertió agua en la cafetera. A Karl le habría gustado que Zoe se sentara

a su lado.

—Pero es mejor que esté con un pariente —dijo Alberg.

Ella lo miró divertida. Sacó dos tazas y dos platos de la alacena y los

colocó sobre la mesa. Cuando se inclinó, él alcanzó a oler su perfume.

—Es adoptado —dijo Zoe—. Por lo tanto, de hecho no somos

parientes.

—Ella es hermana de mi padre —dijo una voz. Alberg se volvió y

descubrió a un chico en la puerta.

Era pequeño y delgado, con cabello castaño y grandes ojos del mismo

color. Estaba pálido y parecía cansado.

Alberg le sonrió.

—Espero no haberte asustado —dijo— cuando miraba la casa y te vi.

Los ojos del niño volaron hacia Zoe y regresaron a Alberg. —No —

afirmó.

—Te dije que te quedaras en tu cuarto —dijo Zoe con simpatía.

El muchacho la miró primero a ella y después a Alberg.

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—Me llamo Kenny. Kenneth. Tengo nueve años. Cumpliré diez dentro

de siete semanas.

—Por consiguiente..., déjame calcular, estás en cuarto grado,

¿acerté?

—Sí. —El chico se deslizó dentro de la habitación con la espalda

pegada a la pared—. ¿Quién es usted?

—Mi nombre es Karl. Soy policía. De la Montada —añadió, aunque el

chico era demasiado pequeño para que esas cosas le impresionaran.

—Creo que debes volver a tu cuarto —señaló Zoe.

—Lo haré —respondió Kenny, con los ojos fijos en Alberg—. Mi padre

murió —dijo.

Alberg asintió.

—Lo sé. Lo siento mucho.

—Se cayó por unas escaleras.

—Lo sé. Lo echarás mucho de menos.

—¿Dónde? —preguntó Kenny.

Alberg se inclinó insensiblemente hacia adelante.

—¿Perdón? —¿Qué escaleras? Alberg miró a Zoe.

—No hablemos de ese tema ahora —le dijo al chico—. Regresa a tu

cuarto. Mira la televisión. —Cuando se le acercó, Alberg observó que

Kenny se encogía—. Vamos —dijo ella. Intentó tocarlo o coger su

mano pero el niño la rechazó. Zoe le apretó el hombro de forma brutal

y repentina.

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—Oiga —dijo Alberg con una mano levantada en señal de protesta.

Desplazó la silla en un intento por ponerse de pie.

Sin embargo, con la misma rapidez con que lo había cogido, lo soltó.

Kenny se zafó del brazo de la mujer y se fue a toda velocidad hacia

su cuarto. Zoe se volvió hacia Alberg.

—Perdóneme —le dijo con cierto encanto. Alberg la miró con atención

mientras acompañaba al chico.

—¿Qué hará con él? —le preguntó apenas regresó. —Permanecerá

conmigo por poco tiempo —explicó Zoe. Le sonrió y Alberg sintió que

la boca se le secaba. Estaba pensando en él. Sabía que en la mente

de la mujer no había nada excepto él. Su pensamiento se traslucía en

su mirada.

—Tiene abuelos —continuó Zoe—. Los padres de la madre. Vivirá con

ellos; eso espero. Después del funeral.

Asintió, sonrió un poco, la miró a los ojos. Se preguntó si ella sería

capaz de leer en su mente.

—Sargento mayor, tal vez pueda decirme cuándo me van a entregar

el cadáver.

La sonrisa se le congeló y oyó su propia voz. —Pronto. Creo que muy

pronto. —Ella parecía asustada y él se puso de pie sin darse cuenta.

Se volvió y se encaminó con presteza hacia la puerta de entrada.

—¿No tomará el café? —preguntó la mujer siguiendo sus pasos. —

Hablaré con el doctor Gillingham y le informaré sobre el momento en

que el cadáver esté listo para retirar.

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—Pero, había pensado... ¿para qué ha venido entonces? —dijo ella

con un matiz de asombro en la voz.

De pie en la puerta de salida, miró el cielo con preocupación. —Aún

llueve. No creo que escampe. —Se subió el cuello de la chaqueta—.

No tardaré en volver —le dijo.

Trotó bajo la lluvia, y Zoe, confundida, vio cómo se marchaba. «Ojalá

coja una pulmonía», pensó con mala intención, «y tosa hasta

morirse».

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34

Cassandra se sentó en la sala para mirar la televisión con absoluta

conciencia de la presencia de su madre sobre el sillón de cuero blanco.

El sonido de los alegres resoplidos que la señora Mitchell le lanzaba a

Bill Cosby le hacía daño en los oídos. La visión del modo en que su

madre arrugaba los labios para beber el té producía en Cassandra un

parpadeo continuo, como si tuviese una mota en el ojo. La fragancia

de las sales de baño, los polvos de talco y la crema para el cuerpo de

Helen Mitchell le provocaban un desagradable cosquilleo en la parte

posterior de la nariz.

Cuando terminó el programa de Bill Cosby, la señora Mitchell cambió

a «Matlock».

—Siempre me ha gustado Andy Griffith —afirmó con aprobación.

—¿Por qué no te casaste de nuevo? —le preguntó Cassandra de forma

un tanto impertinente.

—Ya sabes por qué —respondió la madre con toda tranquilidad—.

Jamás encontré a un hombre que le llegara a tu padre a la suela de

los zapatos.

El padre de Cassandra había muerto cuando ella tenía ocho años.

Cuando pensaba en él, hecho que no ocurría con demasiada

frecuencia, rememoraba una benevolencia distante que, al parecer,

siempre llevaba un traje gris. Había muerto en 1951, y la madre de

Cassandra se aferró a la viudez como si hubiera nacido con ella.

—Lo sé, mamá —dijo Cassandra—. Pero podrías haber buscado a

alguien que te brindara una segunda posibilidad aceptable.

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—Tenía que criar a mis hijos —respondió la señora Mitchell—. Tú y

Graham. Tú eras mi responsabilidad primordial.

Graham, el hermano de Cassandra, le llevaba siete años. Los

recuerdos que conservaba de su padre eran claros y numerosos. A

veces, cuando se reunían los tres y recordaban, Cassandra intentaba

recuperar algunos momentos del pasado. Sin embargo, los otros dos

siempre la corregían y, en un instante, lo que creía cierto en su

memoria se convertía en algo irreconocible. Perdido. Muerto.

Cassandra se puso de pie. —Me voy a la cama —dijo—. ¿Necesitas

algo? —Todavía no son las nueve —se escandalizó la madre—.

¿Siempre te vas a dormir tan temprano?

—No —explicó Cassandra—. Pero hoy estoy muy cansada; eso es

todo. ¿Quieres algo?

—Bueno, supongo que es demasiado temprano, pero beberé un vaso

de leche caliente, si no es mucha molestia. Cassandra pasó una mala

noche.

Cuando se despertó la mañana del martes, oyó que su madre hablaba

con alguien. Se vistió deprisa y encontró a la señora Mitchell en la

cocina, sentada junto a la mesa, conversando por teléfono con

Graham.

Cassandra hizo la cama, se lavó, se peinó, se maquilló. La madre

continuaba al teléfono. La voz sonaba alegre y feliz. Cuando

Cassandra regresó a la cocina para preparar el desayuno, la anciana

le habló.

—Ven, querida, dile «hola» a tu hermano —y le tendió el auricular.

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—No tengo ningún interés en decirle «hola» a mi hermano —estalló

Cassandra mientras abría una alacena.

—Mejor corto, Graham —dijo la señora Mitchell—. Siempre lo llamo

temprano por la mañana. Las tarifas resultan más baratas antes de

las ocho —explicó después de dejar el teléfono.

Cassandra no respondió y continuó preparando el café. —Cuando te

llegue la cuenta, dime cuánto te debo por las llamadas de larga

distancia —le pidió su madre.

Sonó el teléfono; era Karl. Estaba quejoso y deprimido. La invitó a

comer; Cassandra dijo que no, que tenía que hacerlo con su madre.

Sacó el zumo de naranja de la nevera y vertió un poco en un vaso.

—Yo no quiero —dijo la madre—. Es demasiado ácido para mi

estómago. Tomaré sólo leche y cereales. Y es más —añadió al tiempo

que se ponía de pie con lentitud—, esta mañana me lo prepararé yo

misma.

—Siéntate —ordenó Cassandra—. Ya lo haré yo.

—No, no —protestó la señora Mitchell mientras se arrastraba hacia la

despensa—. Puedo yo sola.

—Mama, si te sientes con fuerzas para prepararte el desayuno,

también las tienes para vivir en tu casa. ¿Estás bien como para irte a

casa?

Las lágrimas cubrieron los ojos de la señora Mitchell, y Cassandra

sintió que la ira la paralizaba.

—¿Por qué eres tan desagradable? —inquirió la mujer.

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Cassandra se sentó a la mesa.

—No lo sé. Lo siento.

La madre era demasiado pequeña para llegar hasta donde se

encontraba el cereal, en el estante superior, y Cassandra se lo

alcanzó. Se sentó de nuevo y observó cómo la señora Mitchell vertía

con cuidado el cereal en un bol, le agregaba leche y lo revolvía con

una cuchara que había sacado del cajón de los cubiertos.

Para sentarse a la mesa, la madre debía pasar por detrás de

Cassandra. Así lo hizo. Sin pensarlo, Cassandra encogió el cuerpo.

Después de dejar a Zoe Strachan, Alberg se fue a ver a Cassandra.

Era martes y sabía que los martes la biblioteca no abría hasta la una.

Con toda seguridad, la encontraría en su casa. Pasó frente al hospital,

subió la colina y llegó al acceso de grava paralelo al camino. La puerta

del garaje de Cassandra estaba abierta, y el Hornet de catorce años

de antigüedad estaba dentro.

Subió por el camino y se sorprendió porque le pareció oír una

discusión. Llamó a la puerta. Después de un rato, oyó un grito de

enfado, un portazo y unos pasos rápidos que se acercaban. Se abrió

la puerta. Allí estaba Cassandra, con un aspecto febril.

—¿Sabes —dijo Alberg con un tono muy solemne— que lo que más

odiamos los policías son las disputas domésticas?

La cara de Cassandra se puso roja.

—¿Quién te ha llamado a ti? —le dijo con horror.

Alberg lanzó una carcajada.

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—Nadie. Pasaba por aquí. —Miró por encima del hombro de la mujer

hacia el interior de la casa, pero no logró ver a la señora Mitchell—.

¿Todo marcha bien?

—Todo marcha espléndidamente —ironizó Cassandra—. ¿Qué

quieres? —La miró con afecto cuando ella se acomodó unos mechones

rebeldes que le cubrían la frente. Le encantaba la manera en que se

le rizaba el pelo cuando había humedad.

—En realidad —dijo con suavidad—, sólo pretendía alimentar mi

lujuria. —La piel de la mujer parecía tibia, una delicada capa de sudor

le cubría el rostro.

—¿De qué hablas? —preguntó ella con impaciencia.

—De hecho, esperaré a que le prepares la comida a tu madre e

inmediatamente te llevaré a Earl's. Allí planificaremos nuestro viaje.

—¿Viaje? ¿Qué viaje?

—¿Qué quieres decir con «qué viaje»? —dijo él indignado—. Vamos a

Victoria este fin de semana.

Ella sacudió la cabeza con desesperación.

—Este fin de semana no puedo ir, Karl.

—Quieres decir... ¿por tu madre? —Bajó la voz—. Pensé que habías

dicho que no le había ocurrido nada grave.

—Habla con tu amigo Gillingham —escupió las palabras—. Es idea

suya.

—¡Mierda!

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—Hace trece años que dura esta historia. Durante trece años he vivido

en esta ciudad dejada de la mano de Dios, observando a mi

condenada madre, que tal vez sufra o tal vez no sufra una deficiencia

cardíaca.

—Cálmate, Cassandra.

—¡Cálmate tú, pesado! ¿Qué haces ahí de pie? ¡Vete! ¡Busca a otra

para irte a Victoria! —Y le dio con la puerta en las narices.

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35

Cuando Alberg llegó al destacamento unos minutos después, Sandy

McAllister, el cartero, hablaba con Isabella y Sid Sokolowski se servía

un café de la máquina.

—Miren qué manera de llover —decía Isabella—. Necesitamos un ramo

de flores para alegrar este lugar.

—Olvídelo —la cortó Alberg.

—Mañana traeré algunas —reafirmó Isabella—. Acaso una maceta de

jacintos. Aguarde un minuto antes de meterse en su oficina. Dispone

de otra oportunidad para ver a Bernie Peters. Está dispuesta a que la

entreviste mañana por la tarde.

—He cambiado de idea, Isabella —dijo Alberg mientras lanzaba una

mirada furtiva a la expresión de reproche de Sid Sokolowski, a quien

le había rechazado a la prima de su mujer—. Además, he decidido no

tomar a nadie. —Se escurrió en el interior de la oficina y cerró la

puerta antes de que la secretaria lograra articular una palabra.

Llamó a Gillingham.

—Tengo que hablar con usted —le dijo, y arregló las cosas para que

comieran juntos en Earl's.

Gillingham pidió unas espinacas y agua mineral con gas. Alberg, una

hamburguesa y café.

—He visto a Zoe Strachan —le contó Alberg al doctor—. No le informé

de que podía retirar el cuerpo.

Gillingham lo miró fijamente.

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—Bromea.

—Cambié de idea —dijo Alberg a la defensiva.

Gillingham alzó una mano.

—Espere. Déjeme adivinar. Hay otro muerto en su sótano.

—No. Pero hay una criatura en uno de sus cuartos.

—¿Una criatura de qué clase?

—Pequeña. Un varón. Dentro de siete semanas, cumplirá diez años.

Earl, el propietario chino del bar, le sirvió el café en un jarro grande.

—Jesús!, Earl —exclamó el doctor—, ¿qué pretende?, ¿asesinarlo?

—A él le gusta el café —dijo Earl mientras dejaba sobre la mesa la

botella de agua mineral con gas—. ¿Qué puedo hacer? Si no se lo doy

yo, otro lo hará.

—Se trata del hijo del hermano —dijo Alberg cuando Earl se retiró.

—¿Del muerto? ¿No había dicho que no tenía hijos?

—Sí. Ella sostiene que tampoco lo sabía. Es adoptado. Se llama Kenny.

Gillingham se apoyó en el respaldo de la silla y observó con actitud de

aprobación cómo Earl ponía sobre la mesa un bol grande lleno de

espinacas y las aliñaba con esmero.

—No diré ni una palabra acerca de la mierda que le dará de comer a

mi obeso amigo.

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—Mis hamburguesas están hechas con bistec de primera —dijo Earl—

. Las patatas fritas son caseras. La salsa que ve allí es un secreto de

familia.

—No permitas que te convenza, Earl —incitó Alberg, mientras cogía

una patata frita.

—Preparo unas espinacas que están muy bien —afirmó Earl—, pero

no son nada comparadas con mis hamburguesas.

—¿De dónde diablos ha sacado eso que lleva puesto? —preguntó

Gillingham.

Earl se miró con orgullo. Estaba envuelto en una enorme bata blanca

de panadero.

—De París. Me lo trajo la señora Eddersley. —Regresó a la cocina

mientras acariciaba la bata a la altura de los muslos.

Alberg cortó la hamburguesa por la mitad y le echó sal.

—Fue a la casa de su hermano al día siguiente de su muerte. Dijo que

para recoger algunas ropas para el funeral. Allí se encontró con el

chico.

—¿Había pasado la noche solo? .

—Creo que sí.

—¿Por qué no llamó a nadie?

—Pensaría que su padre llegaría en cualquier momento.

—Y al otro día se le aparece su tía y le cuenta que el hombre ha

muerto. Muy fuerte para él, ¿no?

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—Sí —afirmó Alberg. Pinchó un trozo de hamburguesa y se inclinó

para que las gotas cayeran sobre el plato.

—Esto es delicioso —explicó Gillingham con lentitud y solemnidad,

mientras miraba sus espinacas. Luego suspiró y echó la espalda hacia

atrás—. Helen Mitchell vio a mi mujer, Marjorie, el otro día. A mi ex

mujer, para ser exactos. Me dijo que ha perdido diez kilos y que se ha

teñido el pelo. De rubio.

De inmediato, Alberg se encolerizó.

—Ya que hablamos de Helen Mitchell, ¿por qué diablos se la endilgó a

Cassandra?

—¿Endilgar? Por el amor de Dios, Cassandra es su hija.

—Se suponía que nos íbamos de viaje —añadió Alberg con

resignación.

Gillingham esbozó una sonrisa.

—Ah, claro. Apuesto que a Victoria.

—Sí, acertó. Se lo agradezco con todo mi corazón. —Cogió otro trozo

de hamburguesa—. Con seguridad, Marjorie volverá a casarse. Con

un contable.

—Delira, Karl —dijo el doctor con calma—. Ni en un millón de años

Marjorie se casaría con un contable. —Sacudió con disgusto algunos

granos de sal esparcidos sobre el hule que cubría la mesa—. Sabe que

no evitará que Zoe Strachan entie—rre a su hermano porque en la

casa hay un chico que a usted le parece que no tendría que estar allí.

Alberg dejó de lado la hamburguesa.

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—Tengo una sensación extraña.

Gillingham contuvo una carcajada.

—¿De qué se trata?, ¿el instinto del sabueso?, ¿un malestar en las

tripas?

Alberg apoyó los codos sobre la mesa.

—Cuando hablamos esta mañana, me dijo algo acerca de que

Strachan no estaba borracho.

—Es cierto. Había bebido, pero no estaba ebrio.

Alberg suspiró y apartó el plato.

—Tengo serios problemas. Y creo que a usted se le ha llenado el

cerebro de mierda con respecto a las heridas. «No son las heridas

adecuadas.» ¿Qué mierda significa eso? —Levantó una mano—. No

diga nada. Déjeme terminar. El sujeto se cae por las escaleras. Se

rompe el cuello. Se muere. Son cosas que pasan. Ella nos cuenta que

estaba borracho. Tiene sentido. Sin embargo, ahora resulta que no lo

estaba. —Se encogió de hombros—. Está bien, ella se equivocó. Su

hermano había bebido y se cayó por las escaleras; por lo tanto, la

mujer dedujo que estaba borracho. También lo acepto. —Se inclinó

hacia adelante—. Lo que en realidad me sobra es ese niño. ¿Qué

demonios hace allí? A ella no le gusta. Y al chico no le gusta ella.

—Correcto —argumentó Gillingham—, a ella no le gustan los niños. Le

ocurre a mucha gente.

—Entonces, ¿por qué lo arrastró hasta su casa en vez de dejarlo con

algún amigo? Un niño de nueve años conoce a algunas personas que

le darían cobijo. Soy incapaz de imaginar por qué lo trajo.

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—Gillingham lo miró con curiosidad.

—No lo sé, Karl.

—La señora Strachan tiene un carácter espantoso —dijo Alberg con

suavidad.

—¿Le preocupa el niño? —preguntó el doctor después de un rato—.

Le pregunto si ella sería capaz de hacerle daño.

—No estoy seguro —replicó Alberg lentamente—. Lo que sé es que el

chico le tiene miedo.

—¿Sí?

—Sí.

El doctor gruñó.

—Yo también.

Alberg colocó el plato frente a sí, levantó un trozo de hamburguesa y

lo dejó al instante.

—¿Qué quiere decir con que usted también?

—Esa tía es más fría que un témpano. De pie en la parte de arriba de

las escaleras, riéndose como lo hizo. —Gillingham se estremeció.

—Estaba nerviosa —explicó Alberg con irritación—. En momentos de

crisis, la gente reacciona de manera extraña. ¡Jesús! Debería saberlo

mejor que nadie. —Levantó otro bocado de hamburguesa y esta vez

se lo comió.

Gillingham masticaba las espinacas y observaba a su amigo de cerca.

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Alberg comió una patata frita que le supo a cartón.

—Carecemos de indicios para iniciar una investigación judicial, ¿no?

Sorprendido, Gillingham sacudió la cabeza.

—Por completo.

—No lo creo. —Alberg se apoyó con fuerza en el respaldo de la silla—

. Estoy seguro de que podemos demorar las cosas durante unos pocos

días. Veré si averiguo algo más.

Gillingham se quedó pensativo.

—La dama es una tramposa, ¿verdad? —murmuró.

Alberg levantó las cejas.

—¿Qué? ¿Quién?

—Como he dicho, más fría que un témpano. Pero sensual —dijo el

doctor—. Muy, muy sensual.

—¿Adonde quiere llegar, Alex?

—Tal vez lo suyo sea una reacción defensiva.

—¿De qué demonios habla?

Gillingham lo señaló con el dedo.

—Hablo de lo que veo. Está usted excitado. —Se encogió de

hombros—. Le gustaría saltar sobre ella. Es eso. Igual que Sanducci.

Igual que los muchachos de la ambulancia. Sabe que puede sentir

urgencias carnales y continuar siendo un policía. Eso es lo que intento

decirle.

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Alberg le lanzó una mirada hostil.

—Necesita un par de días —dijo Gillingham con actitud reflexiva—. Un

par de días para husmear por allí. Para satisfacer su curiosidad de

policía. Para convencerse de que ha realizado su trabajo. —Asintió

para sí mismo—. Lo conseguiremos. No lo dude.

—¿Cómo? —preguntó Alberg con desconfianza.

Gillingham sonrió enseñando todos los dientes.

—Montaremos un tinglado.

—No me suena muy legal.

—Vaya a su casa y dígale que hay ciertas cuestiones que aún no están

resueltas. Eso. —Se inclinó hacia adelante, abstraído en la

conversación técnica—. Este es el veredicto oficial, Karl. ¿Está

dispuesto a escucharlo?

—Adelante.

—Muy bien. Hay cuestiones sin resolver, sargento mayor, que se

relacionan con la autopsia que he practicado sobre ese pobre infeliz

que se precipitó en el sótano de la señora Strachan. Necesito algo más

de tiempo para... confirmar algunas presunciones, para... Veamos...

—Para completar su trabajo —salió en su auxilio Alberg—, por lo que

se refiere al aspecto judicial o de jurisprudencia médica,

imprescindible para una determinación exacta y correcta de la causa

y de las circunstancias de la muerte.

—Jamás lo habría dicho mejor. —Gillingham se relajó y cruzó los

brazos. —Con esto dispondrá de un día, dos o más, tal vez. Es posible

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que ella se preocupe, pero qué diablos, dígale que me ocuparé en

persona de que el proceso de putrefacción no lo destruya demasiado.

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Cuando Alberg se fue aquella mañana, Zoe se dirigió a su dormitorio

y se puso unos téjanos y un chándal. Colgó la falda negra y guardó el

jersey verde, después de doblarlo con cuidado, en un cajón de los

armarios. Luego, abrió la puerta contigua, la del cuarto.

—Saldré a correr —le informó al chico que la miraba desde la cama

con los ojos muy abiertos—. Estaré fuera unos veinticinco minutos.

—¿Cuánto tiempo permaneceré aquí?

—¿Por qué lo has apagado? —Zoe encendió el televisor que se hallaba

sobre una cómoda frente a la cama—. No sé cuánto has de quedarte

—respondió, y salió de la habitación.

Aún llovía, pero a Zoe no le molestaba.

Caminó por el sendero con paso vivo, a manera de precalentamiento,

para echar a correr cuando llegara al camino.

«Por el momento me olvidaré del chico», pensó, «y cuando termine

de correr decidiré qué haré con él.»

A estas alturas, Cherniak, el abogado de la familia, habría llamado a

los abuelos y era probable que se presentaran en Sechelt. Pero ella

no podía hacer nada al respecto.

Se dijo que no era rabia lo que sentía. Había logrado controlarla hacía

muchos años. Sólo que estaba frustrada, eso era todo. ¿Quién la

culparía? Estaba frustrada a causa de ese policía de la Montada que

merodeaba por su casa disfrazado de civil, que formulaba toda clase

de preguntas que no eran pertinentes, y que había tenido la

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monumental desfachatez de impedirle enterrar a su hermano. Se

preguntó si continuaría siendo un problema ese policía de la Montada.

Corría más rápido de lo normal, casi golpeando el camino. Con un

esfuerzo fue aminorando la velocidad hasta reducir sus zancadas a un

paso algo más que ligero. Agotarse de esa manera sólo le provocaba

unas punzadas en el costado, cosa que la irritaba mucho.

Si hubiera logrado cumplir su plan, no estaría metida en este lío. Si

las cosas hubieran transcurrido tal como las había planificado, ahora

los escritos estarían en su poder, y Benjamín yacería destrozado en el

fondo del acantilado. Sin embargo, como se ha desarrollado todo...,

qué lío, pensaba Zoe disgustada, qué chapuza, con una muerte mitad

accidental y mitad no. Lo había planificado todo para que marchara

sobre ruedas. Si algo había aprendido de la vida, era justamente eso.

En un minuto, en menos de un minuto, en unos segundos,

simplemente en unos segundos en que se dejó llevar por un impulso

atolondrado, hizo peligrar todo lo que para ella era importante. Estaba

frustrada en exceso; irritada hasta más no poder consigo misma.

«Pero eso es un gasto inútil de energía», se dijo. «El tiempo que uno

pierde en lamentarse es tiempo perdido tontamente.»

Zoe corría con dificultad, con pesadez. Pensaba en su vida y en cómo

protegerla.

El lunes condujo el coche hasta Sechelt para llamar a Edward

Cherniak. Por primera vez en su vida se arrepentía de no tener un

teléfono en casa. En la ciudad había un solo teléfono público, en una

cabina cuya puerta se cerraba. El resto se hallaba sobre las paredes

de sórdidos restaurantes. Por fin, encontró uno en un centro comercial

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que al menos presentaba una hoja de plexiglás curva que funcionaba

como una parcial defensa contra los curiosos.

El centro comercial estaba lleno de adolescentes que a esa hora

tendrían que estar en la escuela. Se apoyaban contra las paredes;

ojos tristes que miraban desde rostros pálidos. Fumaban Dios sabe

qué y se besaban unos a otros. «Aquí es donde debería estar el

sargento cumpliendo con su trabajo», se dijo.

—Benjamín ha muerto —le dijo a Cherniak, el abogado, y esperó

mientras el otro se asombraba y lanzaba un murmullo ininteligible—.

Fue un accidente. Estaba borracho y se cayó por las escaleras del

sótano. —Esperó de nuevo a que acabaran las expresiones de horror

y de sorpresa del abogado. Se dio cuenta de que varios de los

adolescentes que vagabundeaban por allí, en la proximidad del

teléfono, usaban unas botas de punta estrecha que eran por lo menos

dos números más grandes que el que deberían calzar.

—¿Dónde está el chico? —preguntó Edward Cherniak—. ¿Cómo está?

—Está conmigo. ¿Había comprado Benjamín algún panteón por lo del

entierro?

—Sí. Cerca de Lorraine —dijo Cherniak.

—Bien. Me pondré en contacto con usted tan pronto como me

entreguen el cadáver para que haga los trámites correspondientes.

El abogado protestó.

—Por favor, Edward, supongo que es una de las funciones de los

abogados. No tengo ningún interés en verme involucrada en algo

semejante.

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Muchos adolescentes, casi niños, llevaban dos, tres, o más pendientes

en las orejas. Parecían fugitivos. Zoe se estremeció a causa del

rechazo que le provocaban.

—¿Ha hecho testamento?

—Sí, por supuesto.

—¿Qué dice?

—Lo sabe bien, Zoe. No puedo informarle. De todas maneras, no lo

recuerdo. Salvo que deseaba que Peter y Flora Quenneville se hicieran

cargo de la custodia del muchacho.

—Me alegro por mí —dijo Zoe—. Tengo otra pregunta para hacerle,

Edward.

—Adelante.

—¿Benjamin le entregó algo? ¿Un paquete? ¿Algo que quisiera que

usted le guardara? —Muchos adolescentes llevaban la cabeza afeitada

en ciertas partes, y se habían teñido el pelo restante de colores

extravagantes: fucsia, verde lima, negro deslucido.

—Un paquete —dijo el abogado—. No. Creo que no. Aunque no estoy

seguro. ¿Por qué?

—¿Poseía una caja de seguridad en alguna parte?

—No tengo idea, Zoe. ¿Por qué?

—Tenía algo que me pertenecía. Deseo recuperarlo.

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Colgó y llamó de nuevo por teléfono. Esta vez al banco de Benjamin

en el Vancouver Oriental donde su hermano sí tenía una caja de

seguridad. Sin embargo, de ninguna manera le permitirían abrirla.

Furiosa, golpeó el auricular en la horquilla y se alejó del teléfono.

—Eh, señora —la llamó un hombre joven en estado de letargo que

vestía unos tejidos desvaídos, botas negras y una cazadora gastada

de piel también negra sobre una camiseta que llevaba una inscripción.

Zoe alcanzó a leer sólo dos palabras: «bebe sangre». Se detuvo y lo

miró—. ¿Me puede dar un poco de dinero?

Zoe abrió los ojos, incrédula.

—¿Está loco? —le dijo—. Fuera de mi camino o lo haré arrestar.

—¿Por qué? —preguntó él con voz quejosa mientras ella se alejaba.

Al día siguiente estuvo corriendo sin cesar con la esperanza de que la

actividad física la liberara de la frustración y previniera un ataque de

ira.

Se había construido un refugio. La idea se la había dado su padre.

A Zoe le gustaba correr, las piernas golpeaban el suelo, el corazón le

latía con fuerza. «Resulta gratificante confiar en tu propio cuerpo»,

pensó.

Le gustaban los abetos Douglas que se apiñaban alrededor de la casa

de invitados, y que se disponían en línea a lo largo de la linde de su

propiedad, porque protegían su intimidad. Le gustaban los madroños

porque cuando se les caía la corteza revelaban una brillante piel roja

y, además, no perdían las hojas aun cuando a veces parecieran

árboles de hoja caduca.

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Le gustaba que la sala y el despacho miraran al este, hacia el patio.

Se alegraba de que en el otro lado de la casa no hubiera ventanas.

Descubría un placer enorme al contemplar la gran cantidad de espacio

de almacenaje de que disponía en el sótano, y a menudo, en su

cerebro, fantaseaba con las cosas que había acumulado allí: lotes de

comida envasada, artículos de papel, lámparas de petróleo llenas de

combustible, cajas de velas y cerillas, docenas de grandes botellas de

plástico llenas de agua.

Resultaba tranquilizador tener mucho dinero.

Lo pensó mientras corría hacia el abeto Spruce que se vislumbraba

delante de sus ojos, a mitad de camino de su recorrido. En suma, era

muy satisfactorio haber logrado una vida tan segura, tan perfecta.

No podría haberlo conseguido sin su padre.

Llegó al abeto y presionó la palma de la mano derecha contra el

tronco; luego, la izquierda; lo rodeó y corrió hacia su casa.

Su padre era un geólogo que había realizado algunas inversiones

inteligentes en la minería. Pero lo que lo había hecho rico había sido

su propia mina, Gran Norte, que compró y explotó durante más de

diez años con sus dos hermanos, que también eran geólogos. Para la

época en que se graduó en la escuela superior, Zoe sabía que su

futuro estaba asegurado; su padre ya se había preocupado. Más tarde

comprendió por qué y se dio cuenta de que había tenido mucha suerte

con el padre que le había tocado.

Sin ninguna duda, ella era inteligente, y era capaz de trabajar con

tesón. Pero se aburría enseguida y, cuando se aburría, el tesón

desaparecía. Ingresó en la Universidad pero la abandonó antes de

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Navidad, en el primer curso. Tuvo montones de trabajos, pero no duró

en ninguno, no los quería. Sus padres, en especial la madre, se

quejaban; sin embargo, continuaban manteniéndola. No obstante, se

negaron a alquilarle un piso propio hasta que cumplió los veintiún

años.

Sabía que si se lo proponía no dependería económicamente de su

padre. Era muy capaz de imaginar algún modo de robar. Esto la habría

llevado a una vida turbulenta y desordenada. Estaba contenta de que

no hubiera sido necesario.

Casi no llovía, observó al acercarse a la entrada del sendero. Dejó el

camino y aminoró un poco el paso para enfriar los músculos.

Había pasado de trabajo en trabajo, de apartamento en apartamento,

durante los años en que sus padres estuvieron vivos; de manera

gradual, había aprendido qué cosas le proporcionaban placer, qué

circunstancias atenuaban su ira, qué actividades llamaban su

atención.

Su padre observaba el aprendizaje, y fue él quien le habló acerca de

la construcción de un santuario. A Zoe le había fascinado la idea.

Cuando murieron —primero el padre, después la madre—, ella dejó el

empleo que tenía, invirtió su herencia con muy buen criterio, y se

retiró a la costa Sunshine.

Al pasar, echó una mirada hacia la casa de los invitados y se preguntó

cuándo volvería a utilizarla. Habían pasado seis meses desde la última

vez.

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Con una cosa y otra, pensó mientras jadeaba en su marcha hacia su

casa, era probable que transcurriera un tiempo antes de que sintiera

de nuevo un fuerte apetito sexual.

Una vez adentro, se desnudó, se duchó y volvió a vestirse con la falda

negra y el jersey verde esmeralda.

Entonces entró en el cuarto.

—Ven a la cocina —dijo—. Quiero hablar contigo mientras preparo la

comida.

—Podría irme con Roddy —dijo el chico en la cocina.

Zoe abrió una lata de sopa de pollo, le agregó una porción de agua y

la puso sobre la cocina para que se calentara.

—Tenemos que disponer el funeral de tu padre.

Él se deslizó por la pared hasta quedar en cuclillas.

—No encontré en tu casa lo que buscaba —explicó Zoe, en tanto

retiraba unas rebanadas de pan de la alacena. Buscó tomates y

lechuga en la nevera y preparó unos bocadillos—. ¿En qué otro sitio

he de mirar? —El chico no respondió. Ella lo miró y comprobó que

había alzado los hombros de una manera que parecía no tener cuello.

—Yo vivo aquí —había declarado el niño, y Zoe casi se había vuelto

loca. Sin embargo, resultó que era verdad.

Lo sentó en una silla donde poder controlarlo y le ordenó que no se

moviera de allí. Después, cerró con llave la puerta y se dedicó a

revisar el despacho de Benjamin. Buscó en el escritorio, en los

muebles para archivo, en las estanterías. Tenía las manos sucias y

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pegajosas. Lo revolvió todo durante una hora, dos, tres. El sudor le

chorreaba por la nuca. Sentía que estaba cargando con el peso de la

vida de otra persona..., y no hallaba rastro de los escritos.

Descubrió que a partir de la muerte de la mujer de Benjamin la casa

había sido hipotecada e hipotecada e hipotecada, una y otra vez. Se

habían vendido las acciones, los bonos; se habían transformado las

libretas de ahorro en dinero en efectivo.

Y descubrió que hacía siete años Benjamin y Lorraine habían adoptado

a un niño de dos años.

También encontró carpetas llenas de antigua correspondencia con

patronos o potenciales patronos. Benjamin había trabajado para la

misma empresa durante cuatro años, en el período de la adopción, y

había permanecido en la compañía hasta un año después de la muerte

de Lorraine, cuando «lamentablemente» lo despidieron a causa de su

ausentismo crónico. Desde entonces, había estado en distintos

empleos y los había perdido todos. La carta más reciente databa de

pocos meses atrás. Aceptaban a Benjamin en una firma como contable

situada en la esquina de Burrard y Hasting.

—Tu padre había conseguido un empleo nuevo —le dijo Zoe al niño,

que permanecía sentado en la silla.

El niño asintió.

Ella se puso de pie, se estiró y miró el reloj. Debía irse si no quería

perder el último ferry.

Miró al muchacho con actitud pensativa.

—Mejor vienes conmigo —le dijo de un modo brusco.

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—Podría irme con Roddy —replicó el muchacho.

Y ahora lo repetía.

—Ya te lo he explicado —dijo Zoe mientras unía los bocadillos de

lechuga y tomate—. Tenemos que disponer el funeral de tu padre.

—¿Cuándo?

—Pronto.

Se sirvió un poco de café, colocó el plato de bocadillos sobre la mesa

y con un cucharón echó la sopa en unos boles.

—Siéntate y come.

Kenny se sentó. Cuando le alcanzó el bol de sopa, el niño se encogió.

—Por Dios, ¿qué pasa contigo? ¿Benjamin te castigaba o algo así?

Negó con la cabeza.

—Entonces, deja de asustarte por cualquier cosa. Come. —Zoe cogió

un bocadillo—. Estoy buscando algo muy importante —le confió al

chico.

Tenía el pelo castaño claro y los ojos grandes de color avellana, era

delgado. No le gustaba el modo en que la miraba, casi bizqueando,

como si a cada momento ella fuera a atacarlo.

—Se trata de algo que me pertenece —explicó Zoe. Mordió un trozo

de bocadillo—. Tu padre me lo había pedido en préstamo —le dijo con

la boca llena de pan, margarina, lechuga y tomate—. Quiero

recuperarlo. —Se limpió las comisuras de los labios con una servilleta

de papel—. Come —le ordenó al niño, que no se había movido.

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Esperó a que la mano de Kenny reptara hasta la mesa y alzara una

cucharada de sopa. Esperó, más aún, a que comiera varias

cucharadas. Suspiró con alivio. No quería que se muriera de hambre

en su casa.

—Unos escritos —dijo—. Eso es lo que busco.

Kenny inclinó la cabeza y continuó sorbiendo la sopa.

—No hagas ruido al tomar la sopa —le indicó—. Es horrible.

Él comió más rápido, con los hombros alzados.

Zoe lo observó mientras pensaba.

Se levantó y lo agarró por el hombro.

—Mírame. —Kenny se metió más sopa en la boca. La cuchara arañó

el fondo del bol. Zoe lo sacudió y él dejó caer la cuchara—. Mírame.

—Él la miró a la boca, no a los ojos—. Tú sabes algo acerca de esos

escritos.

El niño sacudió la cabeza sin apartar los ojos de la boca.

—Lo sabes —exclamó Zoe con suavidad—. Lo sabes.

Ambos oyeron el ruido que producían los neumáticos de un coche

sobre la grava que estaba frente a la puerta de entrada.

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Abrió la puerta de par en par, y Zoe Strachan lo miró a la cara.

—Inocente —dijo Alberg. Alzó las manos con las palmas hacia

adelante—. Sea lo que sea, yo no he sido.

La mujer hizo un esfuerzo por relajarse.

—Hola otra vez, sargento mayor —dijo.

—He hablado con el doctor Gillingham.

—Estupendo.

—Aún no podemos entregarle el cadáver. Lo siento.

Lo miró con fijeza y sus mejillas se colorearon del rosa más pálido que

pueda imaginarse; resultaba casi imperceptible. Él pensó que los

efectos se ocultarían en la presión sanguínea de la mujer.

—¿Me permite entrar? —pidió Alberg—. Le explicaré. —Todo este

asunto lo había atormentado desde hacía un tiempo y creía que no

estaba demasiado preparado para mantener esta conversación.

—¿Dónde está el muchacho? —inquirió mientras la seguía a la sala.

—Está en su cuarto. —Zoe se sentó en la silla de cuero negro, cerca

de la ventana. No se mostraba hospitalaria. Habría sido más sencillo,

creía Alberg, si tuviera teléfono.

—No quiero que nos oiga —dijo Alberg.

—No lo hará. Está viendo la televisión.

Alberg se sentó en el sofá.

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—La autopsia ha revelado que existen ciertos puntos poco claros —

afirmó. Se sorprendió al descubrir que le sudaban las palmas de las

manos.

—Me resulta difícil de creer —expresó Zoe. Se cruzó de piernas—. El

hombre se cayó por las escaleras. Se rompió la cabeza sobre el suelo

de cemento. Se mató. No entiendo qué es lo que no queda claro. No

hay nada más.

Alberg miró hacia el vestíbulo, pero desde donde estaba sentado no

lograba ver la puerta de la habitación de Kenny.

—El niño está muy angustiado —afirmó Zoe Strachan—. Y usted no

nos brinda ninguna ayuda. No se recobrará hasta después del funeral.

—Las mejillas se le habían puesto más rosadas y tenía los ojos

brillantes.

—El problema es que él... piensa en solicitar una investigación judicial

—Alberg lo dijo rápido, para no arrepentirse—. Me refiero al doctor

Gillingham.

Ella lo miró con asombro.

—¿Por qué causa?

—Bueno, se formula algunas preguntas... —Alberg se detuvo; la

mente le daba vuelta sin sentido—. Resulta muy difícil de explicar,

señora Strachan.

Ella lo observó.

—No entiendo por qué.

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—El alcohol que se encontró en la sangre era insignificante —dijo

Alberg para salir del paso—. Quiero decir que no estaba borracho. —

Su mente trabajaba a toda velocidad para terminar cuanto antes la

charla y librarse de ese infierno.

—Explíqueme una cosa —dijo Zoe, y se puso de pie—. ¿Quién está en

mejores condiciones para saber si estaba borracho o no: un médico

que nunca lo vio con vida o la persona que estaba con él cuando

murió?

—Si he de elegir, opto por la palabra del médico, señora —señaló

Alberg. Se sentía muy nervioso. La situación era humillante.

Con los brazos en jarra, Zoe le lanzó una mirada cargada de odio.

—¿Qué sugiere, sargento mayor? ¿Sospecha que asesiné a mi

hermano?

Alberg intentó pensar. Lo distraía el cuerpo de la mujer, su presencia,

el sudor que le chorreaba por las axilas.

—Lo que digo, lo que el doctor sugiere como posibilidad... —No tenía

la más remota idea de las palabras que, a continuación, saldrían de

su boca—... Y recalcó que se trata sólo de una posibilidad... —Con

frenesí, intentó encontrar alguna idea que el médico hubiese dejado

entrever y que resultara de alguna utilidad— ... veamos, lo que los

hechos sugieren es que, dado que no estaba borracho, tal vez no se

cayó; tal vez, por el contrario, él..., él...

—Se tiró por las escaleras a propósito —ironizó Zoe con incredulidad.

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—Bueno —rectificó Alberg—, tampoco se trata de eso. —«¡Dios mío,

haz algo!», se dijo, «toma la ofensiva»—. Después de todo, usted no

lo vio caer —terminó.

—Yo..., ¿qué quiere decir?

—Que estaba aquí, ¿no es verdad? Aquí, en la sala de estar.

—Sí, pero...

—Y oyó un ruido.

—Sí.

—Él bajaba en busca de una botella de vino, ¿correcto?

—Es cierto.

¿Qué diablos estaba haciendo? No conseguiría nada; todo resultaba

sencillo de explicar. Alberg estaba furioso consigo mismo. «Eres un

idiota», se dijo.

—¿Se cayó hacia abajo? —preguntó.

—De eso estoy segura, no cayó hacia arriba, sargento mayor.

—Lo que pregunto —aclaró Alberg— es si se cayó cuando bajaba o

cuando subía. —No tengo la menor idea.

—Piénselo —le pidió—. ¿Cuánto tiempo tardó? Él abandonó la sala y

usted escuchó un grito. ¿Cuánto tiempo transcurrió entre ambos

hechos?

Zoe se acercó a la ventana y le dio la espalda; contemplaba el día gris

y lluvioso.

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—No entiendo por qué me pone las cosas tan difíciles. —Sobre el

mostrador de la cocina había una botella de vino —murmuró Alberg.

Ya estaba. Lo había dicho.

—¿Por qué había una botella de vino en su cocina? —preguntó con

gentileza.

Ella volvió el rostro y se tomó su tiempo. Movió la cabeza y lo miró

con expresión burlona. No podía adivinarlo. No tenía la menor pista

de lo que ella pensaba. —No entiendo la pregunta —dijo, por fin. —

Su hermano bajó al sótano para buscar vino. —No le daría la menor

posibilidad—. Sin embargo, había una botella arriba, en la cocina.

—¿De verdad? —Pasó a su lado y se sentó otra vez en la silla de cuero

negro. Él sintió que el aire se alteraba con sus movimientos.

—A menos que se tratara de la botella que fue a buscar. —La observó

mientras ella pensaba. Se sentía con una paciencia

ilimitada—. Sin embargo, esta última hipótesis suena absurda, ¿no?

—Ella lo miraba y seguía pensando—. Si se cayó al bajar, no habría

subido la botella. —Zoe asintió con lentitud—. Si se cayó al subir, la

botella se habría roto con toda seguridad. —Ella asintió por segunda

vez—. Este es el problema.

—No creo que se trate de ningún problema, sargento mayor —dijo

ella—. De hecho, hay una explicación muy simple.

Él asintió.

—Adelante.

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—Lo había olvidado, eso es todo. Había olvidado que había una botella

en la cocina. —Se apartó el cabello de las sienes—. Soy una persona

olvidadiza. Con cierta frecuencia...

Alberg la miró a la cara; vio unos ojos azules, una piel tersa y pálida

y una boca lujuriosa, y supo que mentía. Se sintió hondamente

aliviado. Le lanzó una sonrisa luminosa.

—Ahora me gustaría ver a Kenny, por favor.

Zoe batió palmas y llamó en voz alta.

—¡Kenny!

Observó a Alberg de cerca, con curiosidad, mientras esperaban al

chico.

Se puso de pie cuando Kenny se deslizó en el interior de la sala, y alzó

una mano.

—Hola, Kenny —dijo. El niño vaciló, después con cierta timidez le

estrechó la mano—. Siéntate. —El chico se sentó en el borde de la

silla que se hallaba más cerca del pasillo que conducía al vestíbulo—.

¿Podemos beber un poco de café? —le rogó a Zoe.

—No estamos en un encuentro social —escupió ella—. Y no soy la

criada de nadie.

«Esto no va por buen camino», pensó Zoe con horror. ¿Adonde había

ido a parar su autocontrol? No soportaba la idea de perderlo.

Aspiró despacio, profundo, y le ordenó a su cuerpo que se relajase.

—Me disculpo —dijo con serenidad—. No me he comportado de un

modo muy hospitalario que digamos.

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Alberg le sonrió. Ella permitió que la sonrisa le penetrara en la piel.

—No hay por qué preocuparse —dijo él—. De todas maneras, bebo

demasiado café.

Se desplazó hasta la punta del sofá para estar más cerca del chico.

—Me gustaría formularte algunas preguntas, Kenny. ¿Te parece bien?

—¿Acerca de mi padre? —La mirada del muchacho vagó por toda la

habitación; Zoe percibió que se estrellaba contra su rostro como un

pájaro contra un cristal—. La gente aún no se ha enterado de su

muerte, ¿no es cierto? —¿Qué quieres decir? —le preguntó Alberg. —

Roddy no lo sabe. Roddy es mi mejor amigo. —Levantaba la tela de

la silla con dedos delgados y nerviosos—. Apuesto a que podría

quedarme con él. Seguramente se estará preguntando dónde estoy.

—Tal vez puedas llamarlo por teléfono —dijo Alberg. —Aquí no hay

teléfono —señaló Kenny—. No creo que el abuelo y la abuela tampoco

lo sepan —observó mientras continuaba rascando la tela.

Zoe se mordió la parte interna del labio para evitar gritarle que dejara

la condenada silla en paz. Le resultaba dificultoso en exceso

concentrarse en el policía con el inmundo niño en el cuarto.

—¿Dónde viven tus abuelos? —dijo Alberg al mismo tiempo que

sacaba el bolígrafo y la libreta de notas del bolsillo interior de la

chaqueta.

—En Winnipeg —respondió Kenny. Se cogió los codos con las manos—

. Una vez los fuimos a visitar. Pero, por lo general, los que vienen son

ellos.

—¿Sabes cuál es su apellido, Kenny?

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—Seguro que lo sé. Quenneville. El abuelo se llama Peter y la

abuela..., lo he olvidado.

—Los llamaré por teléfono desde el destacamento —dijo Alberg—. Si

lo deseas, llamaré también a Roddy.

—Sí, es una idea excelente. Conozco su número. Lo llamo a todas

horas.

Alberg apuntó el número en la libreta de notas. —Lo haré apenas

llegue —le dijo—. Mañana volveré para tenerte al corriente de las

conversaciones. Kenny se puso de pie.

—Podría ir a quedarme con él. Tal vez su padre venga a buscarme.

—Tal vez puedes hacerlo después del funeral —dijo Zoe. Se volvió

hacia Alberg y le ofreció una lánguida sonrisa, que él percibió falsa e

insegura; estaba furiosa con el niño por haberle robado el

protagonismo y la confianza.

—Flora —dijo Kenny—. La abuela se llama Flora.

—Muy bien —le aseguró Alberg—, lo recordaré. —Se puso de pie.

—¿Puedo ir con usted? —rogó el chico.

—Es mejor que te quedes conmigo —dijo Zoe con voz suave—. Por lo

menos hasta que tus abuelos vengan a buscarte—. Se levantó y se

situó detrás de él, con una mano sobre su cabeza, en lo que esperaba

pareciera un gesto de afecto—. Estoy segura de que vendrán por ti

una vez que el sargento mayor hable con ellos, ¿verdad, mayor?

El acercó su rostro al de ella. La mujer sufrió un espasmo de irritación.

Parpadeó, se quedó sin habla, furiosa.

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—Volveré —le aseguró al chico—. Mañana.

—¿Prometido?

—Lo prometo —dijo Alberg con los ojos fijos en Zoe.

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Alberg volvió al destacamento y se encontró con que apestaba a

vinagre y que la sala de espera estaba atestada de personas mayores,

algunas de las cuales se manifestaban hostiles.

—A veces tendría usted que emplear la puerta de atrás —le dijo

Isabella.

—¿Qué demonios es todo esto? —masculló el policía—.

¿Quién es toda esta gente?

—Han venido para verlo a usted. Si a veces empleara la puerta de

atrás... —dijo de nuevo en tanto algunos de los visitantes se ponían

de pie y de mal talante se iban en su dirección—. Sé cómo resolver

estos problemas.

—¿Dónde está Sid? —preguntó Alberg—. Ahora no puedo ocuparme

de esto. Debo hacer una llamada telefónica.

—Uno de ellos es Horace Orlitzki —explicó Isabella—. El hijo de

Ramona. Ha venido desde Cache Creek.

—¡Mierda!

—Perdón, señor. —Un hombre de unos setenta y cinco años se acercó

al mostrador. Era elegante y tenía el cabello blanco; a Alberg le

recordó al duque de Windsor—. Estas damas y estos caballeros

integran la delegación de los Seniors. Soy su interlocutor. Bernard

Rundle. —Extendió la mano derecha—. Se trata de la señora Orlitzki.

—Encantado de conocerlo, señor Rundle —dijo Alberg y le estrechó la

mano—. Discúlpeme un minuto. ¿Isabella?

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Ella lo siguió al interior de la oficina.

—Isabella, maldita seas. Se supone que a esta hora tendrías que estar

en tu casa. En lugar de eso, has vuelto a hacerlo; lo has fregado todo.

Este sitio apesta a vinagre.

—Exacto. Hasta las ventanas. También le he dado un buen repaso al

escritorio.

—Pero es que hay una persona que se encarga de limpiar esto. No te

hemos contratado para hacer estos menesteres.

—Me parece —señaló ella con agudeza— que debería encontrarse en

esa gente que lo aguarda y dejar de lado el tema de quien limpia o no

limpia esto. Están preocupados por Ramona, igual que yo. Por lo

tanto, han venido a verlo para que les diga qué ocurre. ¿Qué les dirá?

—Ya te lo he dicho, bendito sea, no puedo ocuparme ahora de ese

asunto. Debo llamar por teléfono. Isabella titubeó.

—Menos mal que estoy aquí —dijo con calma—. Que me ocupo de

todo. Alberg suspiró.

—Lo sé, Isabella, lo sé. ¿Cuánto tiempo hace que esperan? —Los

ancianos han llegado hace diez minutos. Horace Orlitzki va y viene

desde hace más de una hora.

—Está bien. Hazlo pasar. Y después al señor Rundle. Si aparece Sid,

dile que quiero verlo.

Horace Orlitzki era un hombre alto y calvo que andaba por la

cuarentena. Tenía el rostro de un querubín y las manos suaves y

regordetas. Vestía una chaqueta a cuadros escoceses sobre un

pantalón de color azul marino.

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—Mi hermana Martha y yo hemos pensado en contratar a un D.P. —

le explicó a Alberg. —¿Un qué?

—Un D.P. Un detective privado. Queremos que esto se aclare de una

vez por todas.

—¿De qué se trata, señor Orlitzki?

—Lo entiendo de una determinada manera; una corriente puede haber

arrastrado el cuerpo, un derrumbamiento lo puede haber enterrado,

y muchas cosas semejantes que no se clasifican como

acontecimientos comunes. —Perdóneme. ¿Habla de su madre?

Orlitzki asintió.

—Según entiendo, ha de transcurrir un cierto lapso de tiempo hasta

que la declaren muerta desde el punto de vista legal. —Exacto.

—Por consiguiente, contrataremos a un D.P. para que encuentre el

cadáver. Así nos quedaremos tranquilos. ¿A quién nos recomienda?

—¿A quién les recomiendo?

—Me refiero al dinero. Sabemos que hay que pagar. —Permítame que

me aclare. Desea contratar a un policía privado para que encuentre el

cuerpo de su madre.

—Exacto. Lo ha comprendido.

—¿Qué pasará si la encuentran con vida?

—¿Perdón?

—¿Que ocurrirá si no está muerta?

Orlitzki sacudió la cabeza.

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—No sigo el hilo de sus pensamientos.

Alberg se puso de pie, se dirigió a la puerta y la abrió.

—¡Isabella! —tronó. Se volvió hacia Horace Orlitzki—. No conozco a

ningún D.P. Busque en las páginas amarillas de Vancouver.

—Pero...

—Señor Orlitzki, usted busca a su madre muerta; nosotros la

queremos viva. ¡Isabella!

Orlitzki retrocedió mientras murmuraba algunas imprecaciones.

Apareció Isabella con Bernard Ruñóle, seguido de cerca por Sid

Sokolowski.

—Sid —dijo Alberg—, aquí tienes el señor Rundle. Señor Rundle, es

mejor que converse con el sargento Sokolowski, que es quien se halla

a cargo del caso. Sid, el señor Rundle representa a los amigos de

Ramona. Están ansiosos por saber cómo marchan las investigaciones

referidas a su desaparición. Atiéndelo, por favor.

Una vez solo en la oficina, cerró la puerta y llamó a Gillingham.

—Esas heridas de Strachan —le dijo al doctor—, en la cabeza, en la

tripa, ¿pueden haber sido producidas con una botella? ¿Con una

botella de vino?

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39

—Hoy estaré ocupado —le dijo su padre— y llegaré tarde a casa.

—¿Se trata del nuevo empleo? —preguntó Kenny.

El padre le sonrió de aquella manera que a Kenny le gustaba tanto.

—No —dijo, mientras le revolvía el pelo—. Es otra cosa.

Su padre le comunicó que regresaría a la hora de la cena, y así lo

había hecho.

Volvió contento. Le preparó la comida que a él más le agradaba:

macarrones con queso y ensalada, y lo envió a la tienda a comprar

algunos bollos.

Bebió vino en exceso durante la cena, pero no estaba borracho del

todo; se mostraba feliz y dicharachero, y Kenny se sentía bien.

Después de acostarse, oyó un golpe en la puerta. Se abrió un poco.

—¿Ken? ¿Estás despierto? —Entró y se sentó en el borde de la cama—

. Todo marchará mejor a partir de ahora —le explicó al tiempo que

subía con fuerza las mantas para cubrir los hombros de Kenny—.

Sabes que he estado preocupado a causa del dinero.

Kenny asintió. Lo sabía; era cierto.

—Pero todo se arreglará. —Su padre le acarició la mejilla—. Seremos

ricos de nuevo. —Se levantó tambaleante y se cogió del marco de la

puerta—. Me he excedido un poco con el amigo vino —dijo—. Sin

embargo, las cosas irán de maravilla, Ken —expresó con una voz

seria, como si estuviera en la iglesia. Se colocó un dedo sobre los

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labios—. Shhh. Quiero que veas algo. No te vayas. —Bajó hacia el

vestíbulo en dirección a su dormitorio.

Kenny puso las manos debajo de la cabeza y esperó.

Después de un rato, su padre regresó con algo entre las manos. Se

sentó otra vez en la cama de Kenny.

—¿Ves esto? —Su padre sacó de un sobre marrón tres cuadernos de

ejercicios pequeños y ajados: uno amarillo, uno rojo y uno azul.

Tenían las tapas descoloridas y las esquinas gastadas.

—No parecen gran cosa —admitió su padre—, no obstante, representan mucho dinero,

Ken. Un montón de dinero. —Entreabrió los ojos y la boca, y todo su cuerpo tembló por

un instante en un esfuerzo por contener la risa. Después de un momento se relajó.

Suspiró y abrió los ojos—. Quiero que los cuides durante un tiempo. Serán unos pocos

días. —Se puso de pie y buscó a tientas la pared. Se apoyó sobre ella y echó una mirada

por todo el cuarto—, ¿Dónde hay un buen escondite, Kenny?

—¿Por qué necesitas esconderlos? —preguntó el niño. El padre frunció

el entrecejo en dirección al cielo raso. —No es que lo necesite. No

obstante, lo haré de todos modos. ¿Dónde hay un buen lugar?

Kenny le mostró el agujero de su armario, el sitio en que la pared se

había agrietado. El padre guardó los cuadernos dentro del sobre

marrón y lo ocultó en el agujero.

—Perfecto —murmuró mientras vacilaba sobre sus pies inseguros—.

Perfecto. —Tomó a Kenny por los hombros—. No le digas a nadie que

están ahí —exigió con una voz solemne y misteriosa—. A nadie.

¿Prometido? —Y Kenny le dio solemnemente su palabra.

Dos días después el padre volvió a marcharse por cuestiones de

negocios. Esta vez no llegó a la hora de la cena. Kenny esperó y

esperó. Esperó durante toda la noche. Y el día siguiente. Y su padre

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no regresó ni llamó por teléfono. Nadie lo hizo. Kenny temía usar el

teléfono por si su padre intentaba comunicarse, y temía abandonar la

casa, y temía permanecer en ella. Sin embargo, no se movió de allí a

la espera de su padre. No vino, pero apareció la tía Zoe, y le contó

que su padre estaba muerto.

Al principio, Kenny no la creyó. Después sí.

Cuando le dijo que recogiera su pijama, lo guardó en la bolsa de

gimnasia, junto con algunas otras cosas, y buscó en derredor alguna

fotografía de su padre para llevarse consigo. No halló ninguna.

Se puso la enorme chaqueta de esquí que tenía unos bolsillos muy

grandes y en uno de ellos, en el del lado interno, guardó el sobre

marrón. No quería dejarlo en la casa por temor a que entrara un

vagabundo, un ladrón o un chico con malas intenciones en la vivienda

vacía y lo encontrara.

Eso había ocurrido algunos días atrás.

Kenny no sabía por qué no le había dicho una palabra a su lía Zoe

hasta la comida en que ella le confesó que estaba buscando algo.

Ella lo asustaba; ésa era la razón. Al menos, en parte.

Aguardó a que se hiciera muy tarde, hasta que estuvo seguro por

completo de que en la casa no se escuchaba ni un solo ruido.

Entonces, cogió la linterna de la bolsa de gimnasia y el sobre marrón

del bolsillo, y se sentó en la cama, se cubrió la cabeza con las mantas

y sacó los cuadernos de ejercicios. Abrió el que estaba más arriba y

lo primero que vio, escrito en grandes letras, fue el nombre de su tía.

Kenny comenzó a leer.

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El miércoles, por la mañana muy temprano, Ramona descorrió la

cortina y miró la niebla que se agazapaba con morosidad alrededor de

unas sombras vagas, verticales, oscuras, que ella sabía que eran los

troncos de los abetos que rodeaban la casa. Su corazón se alegró al

percibir cierto brillo y pensó que cuando se levantara ya habría sol.

No veía las ramas de los árboles, ni los helechos, ni la gaulteria que

crecía a ras del suelo; sólo las pértigas oscuras de los troncos, que

parecían emerger de la niebla y desvanecerse en ella, como si los

árboles carecieran de ramas y no estuvieran enraizados en la tierra.

Ramona oyó el vibrante e insistente canto de un pájaro; una nota que

trepaba hacia arriba, que se repetía una y otra vez; una voz que

llamaba en la niebla, tal vez porque más allá adivinaba el sol.

Abandonó la ventana y se vistió. Una vez en la cocina, hizo una

pequeña marca con lápiz sobre la puerta de la alacena, junto a otras

tres iguales; de este modo sabría el tiempo que llevaba en la casa.

Comió dos galletas y dos nueces y bebió una botella de una sustancia

australiana que en apariencia contenía zumo de frutas rebajado con

agua.

Ramona necesitaba con desesperación zumo auténtico, auténtica

fruta. Incluso soñaba con frutas: deliciosas manzanas golden, con un

toque rosado en su interior; naranjas de ombligo, de piel gruesa, que

chorreaban una dulzura que parecía néctar; plátanos, frescos y

deliciosos; piñas no, eran demasiado ácidas; en cambio, nectarinas...,

melocotones..., fresas... Se cogió del mostrador de la cocina y lanzó

un ligero quejido. De algún modo, en alguna parte, conseguiría fruta.

No tenía la menor duda.

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Cuando acabó el desayuno, salió fuera de la casa. Cerró con cuidado

y se aseguró de que la puerta quedara bien sujeta.

El aire estaba húmedo y pegajoso, olía a primavera. Ramona vagó a

través de la niebla hacia el cobijo de los árboles. Se sentía

maravillosamente feliz; intentó abrazar a uno de los árboles, pero los

brazos no le alcanzaron para rodear el tronco por completo. Frotó con

cuidado la mejilla contra la corteza rugosa y aspiró la aromática

fragancia de las ramas que susurraban por encima de su cabeza. Vio

un retazo de azul brillante y oyó el grito indignado y ronco del

arrendajo; se preguntó qué le habría ocurrido a su pájaro favorito. Lo

tenía controlado con la ayuda de unos prismáticos que también

empleaba con frecuencia para mirar hacia el mar: las diferentes clases

de embarcaciones y esas cosas; sin embargo, resultaban útiles para

ver a los pájaros. «¡Dios mío!», pensó, mareada, «no sé dónde está

el océano», y se cogió del abeto.

Ramona se abrazó con fuerza al árbol y esperó. La niebla era densa y

sofocante, era malévola y se burlaba de ella. Se sintió amenazada,

tuvo pánico; no obstante, esperó y esperó, sin saber con exactitud

qué, como si obedeciera alguna instrucción que no recordaba... Y

entonces, de repente, supo dónde estaba y quién era.

«Es como si alguien se te sentara sobre el pecho», pensó mientras

continuaba abrazada al árbol y jadeaoa levemente. «Es como hacer

fuerza contra un objeto inamovible, que de repente desaparece. Te

pierdes, y luego te encuentras otra vez.»

Sintió un terror que la hizo sudar.

Pensó en ir a la ciudad para conseguir frutas y libros de la biblioteca,

comer con Isabella y, al terminar el día, descansar en el hospital.

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Ramona se apartó con delicadeza del abeto y se frotó los brazos.

Había transcurrido una semana. Una semana con la que no contaba.

Estaba muy feliz para habérsela tomado.

Se preguntó cómo reaccionarían las enfermeras cuando la vieran

regresar allí, fuerte como un roble.

Se abotonó la parte superior del abrigo, sacudió la cabeza con

cansancio, y se dirigió al camino.

Cuando llegó, se quedó inmóvil, desconcertada por la niebla que le

impedía ver la dirección que deseaba tomar. Y de repente, se dio

cuenta de que había cambiado de idea.

No estaba preparada para regresar. Todavía, no.

Abandonó el camino y se sentó junto a un árbol, sobre el suelo

húmedo. ¿Qué es lo peor que podría sucederme? —reflexionó para

sus adentros.

Olvidarse algo en la cocina y que se prendiera fuego.

Se estremeció de sólo pensarlo; ya le había ocurrido dos veces. No

había ardido la casa pero se había olvidado de un jarro sobre el fogón

hasta que su contenido rebosó. Tenía la certeza de que algo

semejante le ocurriría de nuevo, y ocurrió. Al día siguiente.

«Muy bien», se dijo, «lo que hay que hacer es sencillo. No encender

más la cocina, eso es todo. La desenchufaré; eso es lo que voy a

hacer».

Bien, ¿qué más podría pasar?

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Experimentó un descorazonador bandazo de terror; en vano intentó

librarse de él. Por fin, habló en voz alta.

«Quizá me olvide de lo que hago, de dónde estoy y no vuelva a mis

cabales.»

Ramona se apoyó en el tronco del árbol. Era obvio que estaría mucho

mejor en el hospital cuando sucediera algo semejante —si ocurría—,

que vagando por el mundo a su antojo.

Necesitaba que alguien la llevara de nuevo al hospital, al doctor

Gillingnam.

«¿Cómo me aseguro de que lo que deseo que pase, va a pasar?»

elucubró.

Escribiría una nota en la que explicaría su situación y la prendería en

la parte delantera de su abrigo.

¿Y si perdía la memoria mientras estaba en la cama?

Decidió que escribiría varias notas y que las engancharía en el abrigo,

en el jersey que usaba siempre, en el camisón que había tomado

prestado de casa de Marcia. Sería humillante andar por ahí con notas

por todas partes; no obstante, suponían su protección, una protección

necesaria contra sí misma.

Se puso de pie con esfuerzo y miró a través del camino hacia el sitio

donde se hallaba la casa grande, hundida en la niebla y en el reflejo

del mar. Tal vez la señora Strachan saliera hoy y, por una vez, dejara

la puerta sin echar la llave. Una persona esbelta como ella, que corría

tanto, estaría bien provista de frutas frescas.

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Ramona tomó conciencia de un sonido: no era un pájaro, ni el océano

cercano, ni una maravillosa brisa que arrastraba la niebla.

Enderezó la cabeza, se concentró y observó; aguardó mientras

procuraba ocultarse.

Una forma humana se materializó. Ramona comprobó que se trataba

de un niño que se acercaba corriendo. Iba envuelto en una chaqueta

grande y apretaba algo contra su pecho. No la vio cuando pasó a su

lado; miraba el suelo fijamente, como si temiera que el suelo fuera a

desaparecer si le quitaba un ojo de encima.

—¡Hola! —dijo Ramona, y el niño se echó a un lado para alejarse del

sonido de la voz. La vio de pie en la niebla, en el borde del camino, y

detuvo su carrera.

Cuando Kenny terminó de leer los escritos, apagó la linterna y se

quedó despierto durante un largo rato en la oscuridad, bajo las

mantas. Sólo oía su corazón, que latía con tanta rapidez que parecía

que fuera a saltarle del pecho.

Tenía que escapar de allí.

Sin embargo, estaba tan asustado que no se atrevía a moverse.

De cualquier modo, debía marcharse; era lo más seguro.

Después de unos momentos, bajó las mantas con gran lentitud sólo

unos cinco centímetros. No ocurrió nada; por lo tanto, las bajó más y

espió a su alrededor.

El cuarto estaba sumido en la más completa oscuridad. Pronto

distinguió algunas formas. Contuvo el aliento y escuchó, pero sólo oyó

el sonido amortiguado del océano.

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Deseaba cubrirse la cabeza con las mantas y permanecer allí,

invisible, hasta que su padre viniera a rescatarlo. Se echó a llorar.

«Tengo que elaborar un plan», pensó, y recordó los diez dólares que

su padre le había entregado la última mañana.

—Sí no he regresado cuando vuelvas de la escuela, cómprate una

pizza —le había indicado. Pero Kenny prefirió esperar a que su padre

volviera para comprar la pizza, y su padre nunca regresó; en

consecuencia, aún conservaba los diez dólares. Supuso que le

alcanzarían para pagar el ferry.

Con mucho cuidado se levantó de la cama y caminó de puntillas,

agazapado, casi sin respirar, mientras recogía sus cosas. Guardó las

suyas en la bolsa de gimnasia y dejó las que le había comprado la tía

Zoe... Se estremeció y la borró de sus pensamientos.

Se vistió con lentitud, con calma; nunca se había comportado con

tanta serenidad en su vida. Se puso la chaqueta y se sentó en el suelo,

junto a la ventana, a la espera de que en el cielo apareciera un poco

de luz.

Había que recorrer un largo camino para llegar al ferry. Pero andaría

lo que fuera necesario, sabía que era capaz de hacerlo. Tal vez alguien

lo llevara una parte del camino. Acaso hiciera autostop, pero a la

gente no le agradan los chicos que practican el autostop. Con toda

probabilidad, le formularían un montón de preguntas acerca de dónde

vivía, adonde iba y si su padre sabía que estaba haciendo autostop.

No era una buena idea. Sin embargo, si caminaba como si algo le

preocupara mucho, alguien se detendría y se ofrecería para llevarlo,

y dado que él no pedía nada, no habría problemas. Y desde el ferry

que lo transportaría a la bahía Horseshoe, llamaría por teléfono a

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Roddy y tal vez se quedara con él, quizá su padre fuera a buscarlo,

porque también había un largo recorrido desde la bahía hasta el

Vancouver Oriental.

Kenny se secó las lágrimas e intentó dejar de llorar, pero no pudo. Su

llanto era silencioso: no se oía.

—No pretendía asustarte —dijo la anciana.

Kenny apretó con fuerza la bolsa de gimnasia.

—Hará un buen día —exclamó la mujer.

Los ojos de Kenny se desplazaron de derecha a izquierda.

—La niebla se disipará al mediodía, quizás antes.

Kenny le lanzó una ojeada fugaz, después observó el camino o, mejor

dicho, el lugar donde suponía que se hallaba el camino.

—¿Adonde vas? —le preguntó.

—A casa.

Ella asintió.

—¿Dónde queda?

—No tengo por qué decirle nada —respondió Kenny.

—Tranquilo. Tienes razón.

El chico se movió.

—¿Puedo pedirte un favor? —rogó ella.

—Tengo que irme.

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—Si alguien te pregunta si me has visto, dile que no, por favor.

Kenny se detuvo.

—¿Por qué?

—¿Eres capaz de guardar un secreto?

Con ciertos reparos, el niño asintió.

—Me escapé.

Kenny frunció el entrecejo.

—¿De dónde?

—De un lugar donde meten a la gente cuando es vieja.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Kenny con aire escéptico—. ¿«Un lugar

donde meten a la gente cuando es vieja»?

—Regresé a mi propia casa, pero vinieron a buscarme. Por

consiguiente —explicó con las manos extendidas—, ahora estoy aquí.

—¿En el bosque?

Ella vaciló y luego señaló el camino.

Kenny se dio la vuelta y espió a través de la niebla.

—¿Dónde? ¿Qué?

—Hay una casita.

Kenny se acercó lo suficiente para verla. Inmediatamente volvió al

camino. Contempló a la anciana. Parecía un personaje sobrenatural

con aquel abrigo grande y el cabello gris todo revuelto. Sin embargo,

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el rostro transmitía calma y amistad. Parecía una visión pero estaba

claro que no se trataba de una loca. Su tía Zoe, ésa sí que estaba

loca. Y su tía Zoe no parecía un personaje sobrenatural, en absoluto.

—¿De verdad se ha fugado? —le preguntó a la anciana.

—Sí, lo hice. —La mujer miró hacia el vacío como si imaginara algo—

. Creo que hace una semana.

—¿La están buscando? ¿No están desesperados a causa de su

ausencia?

—No lo creo. Quizás un poco preocupados.

Kenny asintió.

—Sí, mi padre se habría preocupado si me hubiera escapado. —Abrazó

con fuerza la bolsa de gimnasia—. Lo cierto es que ha muerto.

—¿Quién, tu padre?

Kenny movió la cabeza afirmativamente.

—Es terrible —musitó la anciana.

Kenny oyó un crujido a lo lejos. Miró hacia la niebla mientras se

esforzaba por ver algo. «Oh, por favor, Dios mío, ayúdame», rezó en

su interior. Dejó caer la bolsa al suelo y abrió la cremallera.

—Esto —le dijo a la anciana al tiempo que le confiaba el sobre

marrón—, por favor, ocúltelo; se lo suplico, escóndalo.

La vieja tomó el sobre marrón que le tendía. Lo miró asombrada y

comenzó a decir algo. Pero Kenny leyó en su rostro que ella también

oía un crujido, y no habló; se dedicó a escuchar con la máxima

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atención posible. El ruido se hacía cada vez más fuerte... Fue entonces

cuando la tía Zoe surgió de entre la niebla con el temor reflejado en

el rostro, un temor que se convirtió en alivio y más tarde en ira.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le dijo con un susurro cargado de furia,

como si en la niebla no se pudiera hablar en voz alta.

Él lanzó una rápida ojeada a la anciana, pero ésta había desaparecido.

—¿Adonde crees que ibas? —inquirió la tía mientras lo cogía por un

brazo.

Él se preguntó si la anciana habría sido una persona real.

La tía Zoe lo empujó hasta el camino, y luego hasta la casa. Kenny

miró atrás por encima del hombro, pero no vio a la mujer; sólo se

percibía la niebla ondulante.

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Alberg se despertó temprano el miércoles por la mañana. Permanecía

con las manos detrás de la cabeza, mirando el cielo raso de su

dormitorio. Fuera aún estaba oscuro y apenas se veía. Las gatas

dormían a los pies de la cama, ronroneando como dos amantes.

Alberg rumiaba sus pensamientos e intentaba que tuvieran sentido,

que fueran coherentes.

—Seguro —le había dicho Gillingham—. Una botella de vino lo podría

haber hecho. Los dos. La herida en la cabeza y el hematoma en el

estómago. No obstante, pudieron ser otras mil cosas, tantas que odio

tener que repetirlas. Incluso, como usted señaló, la caída por la

escalera.

«Fue una desgracia que se matara al caer», pensó Alberg; «si se

hubiera roto sólo un brazo, una pierna, o nada de nada.... Desde

luego, como método de asesinato, arrojar a uno por las escaleras deja

mucho que desear».

«Sin embargo, si había sido un accidente, ¿por qué mintió acerca de

la botella de vino?»

«Está bien», siguió pensando, «digamos que lo hizo. ¿Cómo lo hizo?»

»Su hermano está de pie en la parte superior de las escaleras. Baja

en busca de vino. Dice algo, quién sabe qué, que la saca de sus

casillas; la mujer pierde su frialdad habitual y lo tira abajo. Por

desgracia para ella, él muere. Decide simular que fue un accidente.

En realidad, casi lo fue, si las cosas ocurrieron de ese modo.»

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»Otra posibilidad. Ella lo planificó con anticipación. Lo atrajo a su casa,

lo golpeó en la cabeza con la botella de vino, después lo arrojó por las

escaleras para que pareciera un accidente.»

»Pero, ¿por qué, por el amor de Dios?»

Alberg se sentó en la cama. Se frotó con vigor el cuero cabelludo. Si

se decidía por alguna de estas alternativas, no tenía ningún maldito

modo de probar nada.

¿Y cómo encajaba el niño en todo este asunto? ¿Y el odio que ella

sentía por él?, ¿y el aparente temor que la mujer le inspiraba?

—Necesito más información —musitó. Echó una mirada al reloj que se

hallaba en la mesilla de noche. Seis y media. Las ocho y media en

Winnipeg. Cogió el teléfono.

Había intentado comunicarse varias veces en el trascurso de la noche

anterior con los abuelos de Kenny, pero las líneas estaban saturadas.

Esta vez tuvo más suerte.

Comprobó que ya tenían noticias de la muerte de Benjamin Strachan.

El abogado de los Strachan, que se había enterado por Zoe, se lo

había dicho el lunes por la tarde.

—Nos aseguró que Kenny estaba con su tía —dijo Peter Quenneville—

. Por supuesto, queremos hablar con él, pero la compañía telefónica

insiste en que ella no tiene teléfono. Es increíble. Me estoy volviendo

loco. Pensaba llamarlos a ustedes como último recurso.

—El niño está bien —informó Alberg—. Sin embargo, sé que desea

hablar con usted. Le pediré a la señora Strachan que esta tarde lo

lleve a un teléfono.

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—Iremos ahí —explicó el abuelo de Kenny—. Mi esposa no suele viajar

en avión. Saldremos en tren mañana; supongo que llegaremos a

Vancouver el sábado, alrededor de las diez de la mañana. Sé que es

tarde. Procure demorar el funeral hasta entonces, ¿de acuerdo? —El

tono de su voz no admitía réplica—. Dígale a Kenny que no se

preocupe, que su abuelo ya está en camino. Dígale eso.

Alberg se lo imaginó alto y robusto, con la espalda recta y una

abundante cabellera canosa.

—Se lo diré, señor Quenneville. A propósito, ¿conoce personalmente

a Zoe Strachan?

—Nunca la he visto —admitió Peter Quenneville—. Jamás. ¿Por qué?

¿Cómo es?

Alberg vaciló antes de hablar.

—Fría —dijo por fin—. Es... fría.

—Me lo imaginada. Me lo imaginaba. ¡Mierda! ¿No hay nadie más que

pueda cuidar de Kenny hasta que lleguemos?

—Tal vez —dijo Alberg mientras tomaba de la mesilla de noche la

libreta de notas y un bolígrafo—. Veré qué puedo hacer. Mientras

tanto, ¿me daría las señas del abogado que lo llamó?

El abuelo de Kenny lo hizo.

—Gracias —dijo Alberg—. ¿Qué sabe de la tía de Kenny, señor

Quenneville? ¿Hablaba Benjamin de ella? —Comenzó a dibujar un tren

en una página de la libreta de notas.

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—No mucho, señor Alberg. —Suspiró, y el policía oyó un sonido

ahogado, como si Peter Quenneville hubiera tomado asiento. Imaginó

que el anciano hablaba desde la cocina de la casa. Su esposa estaría

a su lado y escucharía preocupada la conversación—. Benjamín me

caía bien, usted me entiende. Pero era como un tiro al aire, como un

soñador; le costaba muchísimo conservar un empleo. Lorraine había

heredado algo de dinero cuando murió su abuelo, hace ya más de

veinte años, lo invirtió y le sacó provecho. Después de morir ella, él

lo dilapidó —dijo con un tono de voz lento y cansado.

Alberg casi percibió el humo que salía del aparato telefónico; nunca

había experimentado algo semejante.

—En algunas ocasiones recordaba a su familia —continuó

Quenneville—. De su madre y de su padre, hablaba con afecto. Tenía

buenos recuerdos. No obstante, sólo un par de veces mencionó a su

hermana, y era evidente que la temía.

Alberg le interrumpió el discurso.

—¿Por qué?

—No lo sé, hombre. ¿Cómo lo voy a saber? Sin embargo, estoy seguro

de que no me equivoco. Se crispaba con sólo oír su nombre. Nunca lo

pronunciaba, salvo que estuviera borracho. Espere un minuto. No

corte. —Habló con su mujer—. Flora y yo lo traeremos a casa con

nosotros. Queremos que se lo diga. El abogado dijo que aparecía en

el testamento.

—Se lo diré, señor Quenneville.

—Y procure que nos llame por teléfono.

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—Lo haré —dijo. El tren que dibujaba ya tenía una locomotora y ocho

vagones.

Inmediatamente, llamó a Edward Cherniak, el abogado de Benjamin

Strachan, al número que le había dado Peter Quenneville.

Habló, escuchó, asintió, agregó un furgón de cola a su tren, escuchó

un poco más y dibujó una señal de cruce frente a la locomotora.

—¿Le dijo ella qué contenía el paquete? —le preguntó al abogado.

—No —dijo Cherniak—. Sólo que se trataba de algo que le pertenecía.

Parecía enfadada porque yo no sabía nada del asunto.

Alberg formuló un par de preguntas más, le dio las gracias al abogado

y colgó.

Las gatas le pedían comida; por consiguiente, se levantó y cumplió

con la exigencia de los animales. De paso, él mismo desayunó, se

duchó y se afeitó. Percibió que se movía con mayor agilidad. Se sentía

excitado. Observó que la niebla colgaba de la ladera de la colina. No

alcanzaba a ver el puerto, apenas veía la carretera que estaba frente

a su casa.

Tan pronto como abrieron los bancos, se sentó para efectuar otra

llamada.

—¿Señora Hawke? Mi nombre es Alberg. Pertenezco a la R.C.M.P. de

Sechelt. ¿Usted es el gerente, verdad? Necesito cierta información y

me pregunto si usted podría ayudarme...

Unos minutos más tarde concertaba una entrevista con Harriet Hawke

en el banco del Vancouver Oriental.

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Espió de nuevo por la ventana principal y descubrió con alivio el

resplandor de algunos rayos de sol entre la niebla.

Calculó que antes de la hora de la cena regresaría a casa de Zoe

Strachan.

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Tenían una tumbona en el terreno que había detrás de la casa, entre

ésta y el mar. Allí estaba Ramona a media mañana del miércoles,

tensa y estirada, abrazada a un gran sobre de color marrón. Se volvió

para mirar a sus espaldas, hacia la casa: ¿qué hacía allí, de vuelta a

su viejo hogar? Miró hacia adelante, hacia donde se suponía que

estaba el océano; no lo veía a causa de la niebla, sólo lo oía. Estaba

segura de que era por la mañana, pero ignoraba cómo lo sabía, y

también sabía que tenía que hacer algo importante. Sin embargo, no

lograba recordar qué.

Bajó la vista en dirección al sobre marrón, y lo hizo girar una y otra

vez entre sus manos. No comprendía lo que aparecía escrito en él. Por

último, lo abrió, espió en su interior y descubrió tres cuadernos de

ejercicios y una nota escrita a lápiz sobre un papel rayado. Y entonces

recuperó la memoria, y casi deseó olvidar de nuevo.

El niño no le había pedido que no los leyera, y a decir verdad, se decía

Ramona, temblando en medio de la niebla, tampoco le habría hecho

caso. Los leería de todos modos. No iba a aceptar un paquete de un

niño lleno de pánico sin mirar su contenido, y una vez descubierto que

se trataba de material de lectura, no dejaría de leerlo.

Por consiguiente, los leyó. De un tirón los leyó. Y después se levantó

de la mesa de la cocina, a la que había estado sentada mientras leía,

y se sintió enferma por el miedo.

Intentó distraerse con un buen desayuno. Abrió latas de jamón cocido,

de sardinas, de ostras, y de carne ahumada. Acompañó los manjares

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con tostadas, copos de trigo y pan suizo. Bebió una especie de zumo

de naranjas australiano y se comió una lata entera de melocotones.

Al finalizar el festín, se sentía hinchada, insatisfecha y más

preocupada y asustada que antes. Por último, llegó a la conclusión de

que aquellos cuadernos debían obrar en poder de la policía y que la

policía se enterase de la existencia del niño. Le tomó cierto tiempo

decidir cómo cumplir con estas obligaciones preservando, al mismo

tiempo, su libertad.

Ramona luchó por levantarse de la tumbona y se encaminó hacia la

fachada de la casa. ¿Cuánto tiempo había perdido? ¿Demasiado?

¿Llegaría demasiado tarde?

Sostuvo el sobre marrón apretado contra su pecho e intentó pensar.

La niebla todavía no se había levantado. Por lo tanto, seguramente

aún era de mañana, y tal vez no todo estuviera perdido.

Se agachó, se apoyó contra la valla, trató de ver a través de la niebla

y esperó.

Esperó durante un buen rato que le pareció un siglo. Se puso de pie

en varias ocasiones para evitar los calambres en las pantorriílas. A

veces se sentaba en el suelo con las piernas estiradas, hasta que

sentía demasiada humedad y demasiado frío. Hablaba consigo misma

y se negaba a aceptar la posibilidad de haber perdido a Sandy

McAllister. Permaneció así a la espera de que pasara Sandy,

agradecida a la niebla que mantenía a la gente en el interior de sus

hogares. Finalmente oyó su inconfundible silbido, y, cuando emergió

de la niebla, ella se le cruzó en el sendero.

Sandy McAllister dio un grito.

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—Soy yo —dijo Ramona—. Sandy, soy yo, Ramona.

—Toda la ciudad —musitó Sandy— te está buscando. La ciudad

entera, Ramona. La policía. Todos. Todos te buscan. ¡Oh, y yo te he

encontrado! ¡Oh! ¡Oh!

—No, Sandy —explicó Ramona con actitud firme—. Tú no me has

encontrado. Yo te he hallado a ti. —Le tendió el sobre marrón—. ¿Ves

esto? —Sandy lo miró—. ¿Ves lo que dice?

—«Jefe del Destacamento de la R.C.M.P., Sechelt» —leyó Sandy en

voz alta—. Pareces una visión del más allá, Ramona. Te lo prometo.

—Quiero que entregues esto —le cortó Ramona. Le tendió el sobre,

pero Sandy retrocedió aferrado a su cartera de correos.

—No puedo hacerlo —dijo—. Entrégalo tú. Vamos —dijo, excitado—.

Yo iré contigo. Vamos, Ramona.

—No iré a ninguna parte —señaló Ramona—. Tómalo tú —lo instó al

tiempo que lo golpeaba con el sobre marrón en el estómago.

Sandy McAllister levantó ambas manos en el aire.

—No lo haré —afirmó.

Ramona, furiosa, lo golpeó en el hombro.

—¡Cógelo! ¡Entrégalo! ¿Qué clase de cartero eres tú, después de todo?

—No puedo, Ramona —imploró—. Te están buscando por todas

partes. Alguien enloquecerá si aparezco tan fresco con un paquete sin

franquear que tú envías. «¿De dónde lo has sacado?», me

preguntarán. ¿Y qué les digo? ¿Que lo encontré en la calle o algo

parecido? «No», diré: «Me lo dio Ramona», y ellos querrán saber

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dónde estás y yo les diré que te encuentras en el matorral próximo al

sendero, y entonces ellos dirán: «¿No sabes que la ciudad entera la

está buscando?», y con toda seguridad me meterán en chirona por

obstrucción a la justicia. —Se detuvo sin aliento—. ¿Comprendes?

Ramona lo observó con detenimiento. Simuló un suspiro.

—Déjame que piense, déjame que piense —pidió.

Sandy McAllister la miraba con ansiedad mientras la anciana

reflexionaba.

Por fin, la mujer habló.

—Está bien —afirmó—. Me rindo.

—Estupendo —dijo el hombre muy nervioso—. Estupendo, Ramona.

—Sin embargo, en este momento me siento demasiado cansada para

moverme, Sandy —le dijo, en tanto se apoyaba sobre él con

pesadez—. Entrega el sobre a los de la Montada. —Se lo tendió por

enésima vez y él lo cogió—. Asegúrate de que llegue a manos del jefe.

Después les dices dónde estoy. Que vengan a buscarme y que me

lleven.

Él la miró incrédulo.

—Estaré bien, Sandy —lo tranquilizó—. Regresaré a mi casa y los

aguardaré.

El cartero dudaba en separarse de ella.

—Vete, vete —le dijo, exasperada, mientras agitaba una mano.

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Sandy McAllister se hundió en la niebla. Cuando estuvo segura de que

se había marchado, Ramona rodeó la casa deprisa y se dirigió hacia

la playa por el promontorio, hacia la casa de invitados de Zoe

Stracnan.

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Zoe estaba en la cocina. De pronto se volvió para mirar al chico, que

la observaba desde el corredor que conducía al vestíbulo. Sacudió la

cabeza al pensar en las dificultades en que se habían metido Benjamín

y su segunda mujer al hacerse cargo de este niño.

«No logro imaginar», pensó con la mirada clavada en el muchacho,

«para qué lo querrían».

—Ven aquí —le dijo con un tono que manifestaba cierta amabilidad—

. Te estoy preparando la comida.

Lo sentó a la mesa de la cocina, bajo la pequeña ventana cuadrada

que había hecho construir tan alta que él no lograba ver nada, a

menos que se subiera a una silla.

Zoe miró a su alrededor con el entrecejo fruncido. —No recuerdo qué

pensaba preparar. —Le daría la comida al niño y se sentaría con él

mientras comía. Ella prefería hacerlo a solas; por lo tanto esperaría a

que Kenny volviera a su dormitorio a ver la televisión—. Creo que

comeré chuletas de cerdo —dijo—. Y patatas horneadas a la crema

con pan rallado.

Se sentó a la mesa, del otro lado que Kenny, y pasó las manos por la

superficie del tablero; primero la mano derecha y después la izquierda

mientras dibujaba parsimoniosamente unos arcos. Repitió la

operación cinco veces.

—Es importante que encuentre los cuadernos —le dijo al muchacho.

Kenny no respondió. Me estoy cansando de repetírtelo. Él se deslizó

como una culebra sobre la silla. —Ya te lo he dicho. No sé dónde están.

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Ella se dijo que era vital que pensara las cosas tranquilamente y con

cuidado para impedir el torbellino emocional en que la rabia podría

sumergirla.

—¿Adonde ibas esta mañana? —le preguntó.

—Ya te lo he dicho. No iba a ninguna parte. Sólo caminaba por allí.

Exploraba.

—¿Explorabas? ¿Con la niebla que había?

El se encogió de hombros.

—Te has comportado de un modo insensato al dejar la casa sin avisar.

Estaba preocupada por ti.

El niño le daba puntapiés a la pata de la mesa, sin fuerza pero de una

forma obstinada. A ella no le gustó su actitud.

—Ahora soy responsable de ti —le explicó—. Podías haberte caído en

las rocas. O en el mar.

—Sólo salí a dar una vuelta.

Zoe arqueó la columna vertebral y se frotó las vértebras con los

puños. «Con toda probabilidad», pensó, «estarán en la caja de

seguridad de ese maldito banco. Pero no; tienen que estar en la casa.

Es posible que aún estén en la casa. El que no los encontrara...» Lo

cierto era que la aparición inesperada del muchachito la había

confundido.

—Cuando era niño, Benjamín tenía un montón de escondites —dijo y

se rió—. Los tenía por toda la casa.

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—¿Y tú cómo sabes que estaban en su poder? Si eran tuyos, ¿por qué

los tenía papá?

La mujer sonrió.

—Sé que los tenía —señaló con voz suave—, porque lo leía en su

rostro. —El niño comenzó a protestar; ella hizo un ruido con la lengua

y sacudió el dedo índice frente a los ojos del pequeño—. No discutas.

Sé lo que he visto. Sin embargo, te doy la razón en una cosa. Él no

tendría que haberlos tenido. De hecho, no había ninguna razón para

ello. —Se inclinó sobre la mesa—. Los robó. De esa manera los obtuvo.

—Mi padre jamás habría robado. No hables así. —Tenía el rostro rojo,

con una expresión de enfado, aunque Zoe estaba segura de que

todavía le tenía miedo.

Lo miró impasible y se recostó sobre la silla.

—Quizá tengas razón. Es probable que los encontrara en alguna parte.

En un viejo baúl o algo así. De todas maneras, no tiene importancia.

Iba a devolvérmelos. Eso es lo fundamental. No es justo que no los

recupere porque se muriera antes de entregármelos.

—¿Cómo sabes que te los iba a devolver?

En la voz del niño había un perpetuo gimoteo que afectaba los nervios

de Zoe.

—Porque me lo dijo —le espetó.

Kenny la miró con desconfianza.

—Cuando vino a mi casa —explicó—. Esa es la razón por la que vino

a mi casa.

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—¿Por qué no te los trajo, entonces?

—¡Oh, por todos los santos! —Se puso de pie y fue hasta la nevera;

abrió la puerta y sacó del congelador unas chuletas de cerdo. Las dejó

sobre el mármol de la cocina, cerca del horno microondas. Volvió a la

mesa y se agachó junto al niño—. Tu tarea consiste en ayudarme a

encontrar mis escritos. Están en algún sitio de aquella casa. Tu tarea

consiste en ayudarme a encontrarlos.

—No sé dónde están —dijo él—. De verdad que no lo sé.

Ella lo miró fijamente.

—Siento una aversión de larga data hacia los niños —explicó—. Eso

significa que no me gustan.

—Podría...

—Sí, sí. Ya sé. Podrías irte con Roddy. —Se puso de pie y sacó las

patatas de un cajón. Todavía no.

—¿Cuándo celebraremos el funeral de mi padre?

—Pregúntale al policía la próxima vez que lo veas.

Después de un momento de silencio, dejó la patata que pelaba y se

sentó junto a la mesa.

—¿Sabes? —exclamó con expresión pensativa—, no te he contado qué

hay en esos cuadernos.

—No me importa —dijo Kenny—. Me da lo mismo.

—Son libros en los que escribí cosas cuando era una niña.

—No tienes que explicarme nada.

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—Los llamaba mis escritos. Es lo que son. Tonterías. Ejercicios de

escritura.

El muchacho permaneció en silencio.

—Escribía historias. ¿Comprendes? Historias inventadas. Como las

que lees en los libros.

Él miraba al suelo sin hablar.

—No son cosas verdaderas, niño estúpido. Sólo fabulaciones,

inventos. ¿Me entiendes? —Se dio cuenta de que le gritaba. Él parecía

tenso y frágil, y no pronunciaba una palabra.

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A últimas horas de la tarde, Alberg volvía una vez más a la casa del

promontorio. A esa hora la ciudad entera sabía que habían encontrado

a Ramona Orlitzki.

Y que la habían perdido de nuevo.

Alberg había hablado por teléfono con Isabella desde el Vancouver

Oriental y, por radio, con Sid Sokolowski cuando conducía hasta

Langdale desde el ferry. Confiaba en que Sandy McAllister hubiera

disfrutado de sus diez minutos de gloria, porque después había caído

en completa desgracia. Isabella no le dirigía la palabra, y Sid lo

culpaba de algo. Sid estaba furioso. Alberg lo comprendía. Resultaba

embarazoso en extremo que todo el destacamento estuviera patas

arriba a causa de una anciana de setenta y cinco años cuyas

facultades mentales se suponía que no funcionaban demasiado bien.

Al menos, aún estaba con vida, pensaba Alberg en el momento en que

enfilaba en dirección al camino de Zoe Strachan. Y, al parecer, en

buen estado de salud. Al menos, Horace, el idiota de su hijo, sabía

que estaba viva; eso, reflexionó Alberg, le resultará de verdad

reconfortante. Ojalá el D.P. le cobrara un ojo de la cara.

Saltó del coche y avanzó con paso cansino hacia la casa de Zoe

Strachan. No poseía mayor información que la que tenía por la

mañana. En realidad, la visita carecía de sentido, salvo que se la tenía

prometida a Kenny.

Llamó a la puerta. Zoe abrió y sonrió como si lo estuviera esperando.

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En la sala, el sol entraba de manera sesgada a través de las puertas

acristaladas, dejaba ver grandes jirones de luz sobre la alfombra y

relucía sobre el negro cabello de Zoe Strachan.

—¿Han decidido ya —preguntó la mujer al tiempo que golpeaba el

brazo del sillón de cuero donde permanecía sentada—si se abrirá una

investigación judicial?

—Permítame que antes le formule una pregunta –señaló Alberg desde

el sofá—. ¿Por qué intentó revisar el contenido de la caja de seguridad

de su hermano?

Zoe lo estudió de arriba abajo durante un largo lapso de tiempo.

Alberg pensó de nuevo en una antorcha, pero esta vez sabía que su

rostro era inescrutable. Le devolvió la mirada con placidez, y en su

mente apareció la visión de Kenny cuando lo espiaba entre la persiana

veneciana.

—El testamento —dijo, por fin—. Quería saber qué pasaría con el niño.

—Ella cambió de posición y arqueó un poco la espalda—. ¿Cómo lo ha

sabido?

Alberg le sonrió.

—¿Le permitieron a usted ver la caja de seguridad?

Él se encogió de hombros sin hacer demasiado caso de las palabras

de la mujer.

—La Gestapo —dijo ella distraída, todavía con la vista fija en él.

—Entiendo —cambió de tema Alberg— que Kenny vaya con sus

abuelos.

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—Sí —dijo Zoe—. He hablado con el abogado.

—Igual que yo.

—Lo hizo —confirmó Zoe.

De repente, Alberg se sintió ingrávido, como si el aire se hubiera

esfumado de pronto.

—No ha respondido a mi pregunta —protestó Zoe— sobre la

investigación.

Alberg titubeó antes de hablar.

—No —expresó—. No creo que se haga.

Ella permaneció impasible, pero Alberg experimentó una sensación de

abandono de algo. Se dio cuenta de que Zoe se había dejado ir. Por

un momento, se sintió perdido, abandonado.

—Supongo que desea ver al niño —comentó la mujer poniéndose de

pie sin esfuerzo, de un solo movimiento, como una atleta—. Lo traeré.

La observó mientras se marchaba y se sintió invadido por una tristeza

indescriptible.

Kenny saltó a toda velocidad de la cama cuando oyó que Zoe se

aproximaba a su cuarto. La mujer abrió la puerta sin llamar, como lo

hacía siempre. Su cara expresaba una enorme frialdad.

—El policía está aquí —le dijo. Él ya lo sabía; había oído el timbre y

espiado en el recibidor para verlo.

La siguió a la sala de estar.

—Llamé por teléfono a Roddy —le explicó con una sonrisa.

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Kenny se sentó en el borde de la poltrona.

—En realidad, hablé con sus padres —corrigió Alberg. Con su madre,

para ser más exacto. Está muy apenada por la muerte de tu padre,

Kenny.

—¿Dijeron si viviría con ellos? —Debió aclararse la garganta en mitad

de la frase; la tenía tan seca que a duras penas le salían las palabras.

—No necesitas irte con ellos —cortó tajante Zoe—. Estás conmigo. No

se puede permanecer en dos lugares al mismo tiempo, ¿no te parece?

Kenny y el policía la miraron y luego sus ojos se cruzaron.

—Ya veremos —aclaró Alberg—. Tu tía y yo charlaremos sobre este

asunto.

Kenny se sintió un poco mejor.

—También llamé a tus abuelos —agregó Alberg—. Llegarán aquí el

sábado.

—Maravilloso —comentó Zoe, y se sentó en el sillón de cuero.

—Su hermano les agradaba —le informó el policía—. Y sienten un

afecto profundo por Kenny.

—Sí —confirmó el niño. Se frotó el ojo derecho con el dorso de la

mano.

—Desean que vivas con ellos —dijo Alberg.

Kenny sintió que de manera repentina los ojos se le llenaban de

lágrimas.

—También era el deseo de tu padre —añadió Alberg.

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Kenny se deslizó de la silla y se sentó cerca del policía, en el sofá.

—Yo quería ir con ellos —dijo—. Se lo había pedido a mi padre. Pero

él no quería. —Miró con rapidez a Zoe y después bajó la vista hacia

sus propias manos.

—Supongo que pretendía que no perdieras tus clases —argumentó

Alberg.

Kenny se acercó más aún.

—Él no quería que me ocurriera nada malo —le confió en voz tan baja

que Alberg se esforzó para oírlo.

Del otro lado del cuarto, su tía se removió inquieta en el sillón de

cuero negro.

—¿Cuándo dijo que llegaban los abuelos, sargento mayor? —

preguntó. Se levantó, se acercó a Kenny y dejó que sus dedos

descansaran sobre el pelo del niño. Era como si algunos insectos

voladores se hubieran posado allí, sobre su cabeza.

—El sábado —repitió el policía mientras observaba detenidamente a

Kenny—. He tenido una idea. A los abuelos les gustaría conversar con

Kenny, señora Strachan. ¿Por qué no lo lleva a un teléfono para que

hable con ellos?

Kenny hubiera jurado que su tía lo miraba desde arriba, en el centro

mismo de su cabeza.

—¿Cuándo emprenden el viaje? —preguntó la mujer.

—Mañana a mediodía —respondió Alberg.

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Ella retiró la mano de la cabeza de Kenny, retrocedió un paso y se

cruzó de brazos. Adoptó una expresión risueña.

—No encuentro ninguna razón para negarme —dijo, y en el pecho de

Kenny, durante unos instantes, se abrió una enorme fuente de

felicidad—. Le diré algo. Venga a buscarlo por la mañana temprano.

Llévelo a desayunar, si lo desea.

—¿Está bien, Kenny? —preguntó el policía mientras le miraba el rostro

con mucha atención tratando de leer en sus ojos.

«Tal vez sea capaz de ver por sí mismo que no todo está tan bien»,

pensó Kenny.

—Seguro —dijo.

El policía le rodeó los hombros con un brazo.

—A las siete en punto. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —aceptó Kenny. Quizá lo lograran.

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Cuando Sandy McAllister entró precipitadamente en el destacamento

el miércoles por la mañana, amontonó el correo sobre el mostrador,

farfulló deprisa las novedades acerca de Ramona, y se aprestó a que

lo consideraran el héroe de la jornada.

Horas después, Isabella, cansada y distraída, recogió el correo del

mostrador, lo llevó a su escritorio y procedió a clasificarlo. El sobre

marrón dirigido al jefe del destacamento tenía una leyenda escrita en

letras mayúsculas: «PERSONAL»; por lo tanto, Isabella lo llevó al

despacho de Alberg y lo dejó sin abrir sobre el escritorio.

Alberg lo encontró por la noche, cuando hizo un alto en el trayecto de

la casa de Zoe Strachan hasta la suya.

Él sobre carecía de remitente. Lo abrió con cautela y dentro encontró

tres ajados cuadernos de ejercicios y una nota. «Por favor, lea éste —

rezaba la nota escrita a lápiz sobre un papel rayado—, y cuide del niño

que está en la casa de la señora Strachan». «Por favor» aparecía

subrayado dos veces.

Alberg miró otra vez el sobre. Abrió uno de los cuadernos de ejercicios

y experimentó como un fuerte golpe en la boca del estómago:

«Propiedad privada de Zoe Strachan. No lo lea. Peligro de muerte».

Llamó a Isabella a su casa.

—¿Quién lo trajo? —preguntó.

—Vino con el correo —respondió la secretaria.

—No lo creo —dijo Alberg—. No tiene sellos ni señales de haber

pasado por una oficina de correos.

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—Estoy segura —afirmó Isabella—. Estaba con el correo.

—Está bien —accedió Alberg mientras pasaba el pulgar por encima del

cuaderno amarillo. Colgó y buscó en la guía telefónica el número de

Sandy McAllister. Pero Sandy no estaba o había resuelto no contestar

el teléfono.

Alberg comenzó a leer.

Media hora después, introdujo el cuaderno de ejercicios y la nota

dentro del sobre. Con el canto de la mano empujó el sobre hasta el

borde del escritorio. Estaba sentado tranquilo, con la mirada fija en el

sobre; sin embargo, las manos se apretaban con fuerza contra la

superficie del escritorio como si de repente fuera a levantarse con un

fuerte impulso.

Por fin, cogió el teléfono y efectuó tres llamadas. La última fue para

Sid Sokolowski.

Cuando llegó el sargento, Alberg le confió el cuaderno amarillo y le

pidió que lo leyera.

Sokolowski leyó.

—¡Mierda! —exclamó el sargento con asombro. Levantó la vista de las

páginas cubiertas con una escritura infantil—. ¿Es esto cierto o qué?

—Debemos verificarlo. No obstante, me temo que sí.

—Entonces, nos hallamos frente a la posibilidad de un proceso penal.

Alberg asintió.

—¿Qué edad supone que tenía en esa época?

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—He leído los tres condenados cuadernos. Tenía doce.

—Jesús! —exclamó el sargento. Guardó con cuidado el libro amarillo

dentro del sobre—. ¿La condenarán?

—Con toda probabilidad —dijo Alberg—, si es verdad. Llamé al

juzgado. Es asunto de ellos.

—Necesitaremos dos órdenes.

—Sí —admitió Alberg—. Se lo he dicho.

—¿Cómo manejará este embrollo?

—Lo primero... —Se puso de pie y se acercó a la ventana. Subió la

persiana hasta arriba y después la dejó caer con fuerza—. Quiero

sacar al niño de allí. No podemos detenerla hasta no tener un informe

grafológico del laboratorio, y no estará listo por lo menos hasta

mañana. No pienso esperar. Lo sacaremos de allí ahora mismo.

—Sí —afirmó Sokolowski—. Llamaré a Frieda, le diré que venga

enseguida. —Frieda Listad trabajaba para el ministerio provincial de

servicios sociales. Era otra de las primas de la mujer de Sid

Sokolowski, hermana de Ludmilla.

—Esperaba que lo sugirieras —exclamó Alberg con alivio.

—Seguro. Hay motivos más que suficientes para preocuparse por el

niño. Es todo lo que ella necesita.

Se oyó un golpecito en la puerta. El oficial de servicio se asomó a

través de la puerta entreabierta.

—Ha llegado el juez, mayor.

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—Ahora mismo salgo —señaló Alberg—. Todo en orden —le dijo a

Sokolowski—. Dile a Frieda que venga lo antes posible. Tan pronto

como confirmemos que este..., este incidente ocurrió de verdad,

actuaremos. Deseo que Frieda venga con nosotros. Tendremos las

órdenes en nuestro poder, obtendremos las pruebas y Frieda estará

en condiciones de hacerse cargo del muchacho.

—Karl —murmuró Sokolowski al mismo tiempo que se acercaba al

teléfono— ¿Cómo llegaron a sus manos esos cuadernos de ejercicios?

—No estoy seguro —confesó Alberg mientras se encogía de hombros

dentro de su chaqueta—. Me parece que a través de Ramona.

El sargento se quedó con la boca abierta.

—¿Ramona? —exclamó incrédulo—. ¿Ramona?

—Ramona —confirmó Alberg—. Por medio de Sandy Mc Allister.

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Otra vez estaba furiosa, después de todo el tiempo transcurrido.

Después de todo el tiempo transcurrido, temía mirarse de nuevo al

espejo; temía ver sus ojos saltones, desorbitados por la ira que

albergaban. Se sentía como cuando era una niña: atenazada por el

furor.

Luchó contra estos sentimientos durante un largo rato.

Buscó al chico, pero había desaparecido.

«Se ha marchado», pensó, y voló hacía el vestíbulo. Se abalanzó

sobre la puerta abierta del cuarto y encendió la luz que estaba en la

cabecera de la cama. Tenía puesto el pijama; estaba en el lecho; tal

vez, dormido.

—Tengo que pensar —dijo en voz alta, y se apretó las sienes con las

manos.

Bajó al cuarto de trabajo, encendió la luz y se encerró dentro. Con un

pincel, cubrió la superficie del armario de una selladora de pintura y

se sentó a esperar.

Golpeaba el suelo de cemento con los pies; primero con uno, después

con el otro.

Oía el ruido que producían las suelas de cuero sobre el cemento y,

desconcertada, levantó los brazos y observó su cuerpo. ¿Por qué no

se había puesto las zapatillas de deporte? ¿Por qué vestía aún sus

mejores pantalones de lana y la camisa blanca de seda que había

usado por la mañana? ¿Por qué no se había puesto los tejanos viejos

y se había cubierto con el chándal antes de bajar?

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Ahora tendría que moverse con mucho cuidado para no mancharse la

ropa mientras trabajaba.

Con precisión, manipuló la rasqueta a lo largo de la madera;

arrancaba largas tiras de arrugada pintura marrón; sin embargo, no

le había dado tiempo suficiente a la selladora para actuar y la pintura

se enganchaba con fuerza a la madera. Raspó con más vigor y mayor

rapidez. De repente, la rasqueta se deslizó y se raspó en la mano, que

comenzó a sangrar.

Zoe cogió un rollo de toallas de papel de un estante y lo presionó

contra la herida. La sangre le manchó los pantalones de lana y la

camisa de seda.

Desanimada, miró a su alrededor. El armario era la última pieza que

le faltaba por terminar. Junto a las paredes se alineaban muebles que

había reparado con meticulosidad. Había montones y montones.

Había llegado el momento de vaciar el local. Alquilaría un camión tan

pronto como se acabaran sus problemas con el retorcido muchacho,

y llevaría las piezas terminadas a un basurero. Adquiriría algunas más

en las casas de antigüedades y de venta de muebles usados que se

hallaban en la costa y en la Lower Mainland.

La mano le temblaba. Con cautela, espió por debajo de las toallas de

papel empapadas. La hemorragia cesaba ya. Apagó las luces y subió

las escaleras, dolorida y desconsolada.

No obstante, al menos la ira había desaparecido.

En el cuarto de baño anexo a su dormitorio se lavó la mano herida y

la vendó. Se quitó los pantalones y la camisa y los arrojó al cesto de

ropa sucia que estaba en su cuarto. Se puso los tejanos, el chándal y

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las zapatillas deportivas; se pasó un peine por el pelo; tomó dos

aspirinas, y bajó al cuarto del niño.

Abrió la puerta y le ordenó que fuera a la sala de estar.

—Hasta hoy pensaba que no sabías dónde se encuentran los escritos

—le dijo una vez que ambos se sentaron: ella en el sillón de cuero;

él, con el pijama puesto, en la silla que estaba próxima al corredor—.

Hoy he comprendido que lo sabes.

Sintió que su corazón latía más deprisa y que luego se calmaba un

poco. No permitiría que la ira la cegara. Y era la proximidad del niño

lo que se la provocaba. El cerebro le jugaba una mala pasada y se

distraía en su presencia. Por eso evitaba mirarlo.

El chico estaba sentado, delgado y ansioso; de repente, se echó a

llorar.

—Iremos a tu casa —ordenó la mujer—. Tú y yo.

—¿A mi casa? —Se le quebró la voz. Se aclaró la garganta—. ¿A tu

casa?

—Y me ayudarás a encontrar los escritos.

—Pero..., pero tú ya lo has revisado todo. Ya has mirado en toda la

casa.

—No pueden estar en ninguna otra parte —afirmó Zoe—. No estaban

en sus bolsillos, tampoco en el coche —dijo mientras chasqueaba los

dedos—, y por lo que deduje de las palabras del policía, tampoco en

la caja de seguridad del banco. Por consiguiente, están o en su oficina

o en su casa. —Miró con la mirada perdida a su alrededor—. Estoy

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casi segura de que no se encuentran en su oficina. Entonces, tienen

que estar en su casa.

—No sé dónde están. Te digo la verdad. Te digo la verdad.

Zoe se puso de pie y apretó las manos con fuerza.

—En realidad, tu llanto me resulta inadmisible. Me parece que no te

das cuenta de cuál es tu verdadera situación. Y te hablo muy en serio.

Él moqueó, bufó y se limpió la nariz con el dorso de la mano. Se

trataba de un débil, desgreñado, descarnado trozo de humanidad; y

para colmo resultaba tan inútil como su padre.

—Sigue mi consejo: ponte la chaqueta —le dijo la mujer con frialdad,

y lo observó a medida que el muchacho se alejaba en dirección a su

cuarto.

Ella se encaminó al armario para buscar la gabardina, y volvió a la

sala de estar. Se sentó y jugó con el mando del televisor saltando de

cadena en cadena. No entendía nada de lo que estaba pasando ante

sus ojos. Era como si hablaran en diversos idiomas incomprensibles.

Por fin, llena de impaciencia, miró la hora. Con sorpresa descubrió que

era medianoche. Había perdido el último ferry.

Lentamente, con los ojos en blanco, Zoe se puso de pie. Unos

temblores le recorrían los músculos de los hombros. Sus manos se

habían transformado en puños agarrotados. Batallaba ferozmente

para controlarse...

Habría ganado, habría vencido la feroz contienda, si no hubiera bajado

al vestíbulo para decirle al chico que se fuera a dormir, si no hubiera

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abierto la puerta de su cuarto y hubiera descubierto la cama vacía y

la ventana abierta.

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Aquella noche, la niebla había serpenteado desde el mar y bajado

desde la cima de las colinas. Rodeaba la casa de Zoe Strachan y la

residencia para invitados, donde Ramona Orlitzki veía la televisión,

bebía su ginebra y se preguntaba si la policía habría rescatado ya al

muchacho.

Cassandra Mitchell miraba por la ventana de la cocina y no lograba

ver el océano ni el cementerio indio; ni siquiera el camino que pasaba

a cincuenta metros de la puerta principal. Sin embargo, veía unas

luces, difuminadas y distantes, y por un momento imaginó que estaba

en un barco y que observaba a través de la niebla las luces de un país

desconocido.

Karl Alberg no tenía paz ni sosiego a la espera de que sonara el

teléfono. Por lo tanto, decidió dar un par de vueltas a la manzana.

Salió sin tener en cuenta la niebla y se encontró con que allí estaba:

los dedos húmedos en el cabello, la palma pegajosa presionada

suavemente contra el rostro. Cambió de idea acerca de la caminata.

Se preguntó si alguna vez la niebla había sido tan espesa, tan densa.

Mientras tanto, llegó la hora de acudir a casa de Zoe Strachan. No es

que le importara, se decía una y otra vez. Lo que ocurría es que

conducir se convertía en una tarea peligrosa. Odiaba la niebla cuando

era tan corpórea que los faros de su coche la iluminaban pero no

lograban penetrarla. La odiaba cuando bajaba la ventanilla del

automóvil y sacaba la cabeza al exterior para ver mejor y percibía la

aceitosa caricia de la niebla sobre el rostro y la imaginaba

deslizándose en el interior de sus pulmones; entonces, procuraba no

respirar. Descubrió que en aquel momento no inhalaba aire, de pie

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frente a la puerta del destacamento. Por supuesto, regresó al interior

a toda velocidad.

Después de medianoche, Zoe Strachan cerró y echó el pasador a la

ventana de Kenny. Se puso la gabardina con el cinturón bien prieto

alrededor del cuerpo y salió de la casa para sumergirse en la niebla.

Llevaba una linterna.

A Ramona le pareció que alguien golpeaba la puerta. Al principio, no

hizo caso para no asustarse. Por fin, se levanto y la abrió. El chico

estaba allí, y lo dejó entrar. La niebla se cernía sobre la casa y se

enredaba como algodón entre las ramas de los abetos.

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La niebla lo envolvía todo a su alrededor. Zoe se imaginó al niño oculto

en la densa cortina de niebla, agazapado, espiándola cuando ella no

podía verlo. Le dolían los ojos, incapaz de fijarlos en ningún punto; la

niebla avanzaba y retrocedía, llameaba y palpitaba; en ocasiones Zoe

se veía obligada a cerrar los ojos..., pero no por mucho tiempo,

porque estaba muy cerca de las rocas y del mar.

Dio la vuelta a la casa mientras intentaba iluminar el patio con el haz

de la linterna; se inclinó para enfocar los escondrijos y las hendiduras

de la playa rocosa, pero allí abajo sólo estaba la niebla, impenetrable

unas veces, sutil otras, con las negras aguas que se movían sin

descanso detrás de ella. La brisa del frío océano arrojaba más y más

niebla sobre la tierra firme, amontonándola como nubes aplanadas

sobre su propiedad. ¿Qué explicación daría si el niño se mataba,

destrozado entre las rocas o ahogado en el Pacífico? No necesitaría

explicarlo, se decía a sí misma. Si el chico es lo suficientemente

estúpido para vagabundear en medio de la noche, en medio de un

banco de niebla, merecía hacerse polvo contra las rocas o perecer en

el mar.

No deseaba que se muriera. Quería hallarlo con vida. Antes de que se

encontrara con el maldito policía o tuviera acceso a una cabina

telefónica, lo llevaría directamente a Langdale y juntos esperarían en

el coche la salida del ferry de las seis.

Si recuperara los condenados escritos...

La furia la hacía temblar. Se detuvo, descansó, respiró hondo

repetidas veces, procuró relajarse desesperadamente..., sin embargo,

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el pensamiento de ese niño tan retorcido era suficiente para hacerle

subir la presión sanguínea como un cohete.

«Detente, Zoe», se dijo. «Detente. Piensa.»

Había dado la vuelta a la casa; había controlado la playa tanto como

le había sido posible. No había oído ni un quejido, ni un gemido, ni

más ruidos, que no fueran los bramidos del mar, el ulular del viento y

su propia respiración trabajosa.

Con toda seguridad, se había marchado por el camino, pensó. No por

su parte central, sino por uno de sus lados.

Más que andar habría corrido sin parar y ya se habría alejado

bastante. Zoe, vuelta a la racionalidad, se introdujo en el coche y

condujo hacia el sendero.

Los faros del coche provocaban que la niebla pareciera danzar una

danza macabra. Zoe escudriñaba en esa masa informe con la cabeza

fuera del vehículo, y conducía con mucha lentitud. La niebla y el brillo

de los faros le impedían distinguir nada. Apagó las luces. El coche se

deslizó a ciegas sobre el sendero; sin embargo, iba a tan poca

velocidad que no se preocupó por accidente o choque alguno. Estaba

tan acostumbrada a esa ruta, que la conocía palmo a palmo incluso

en mitad de la niebla. Cuando llegó al camino, encendió las luces y

enfiló en dirección a Sechelt.

¿Qué ocurriría si el niño había llegado al destacamento de policía y

había llamado a su condenado amigo Roddy? «Pero eso es imposible,

no ha tenido tiempo», pensó. Y entonces, en aquel preciso momento,

al lado izquierdo, vio un resplandor donde se suponía que estaba la

casa de invitados.

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«La casa de invitados. La casa de invitados. Esa maldita sabandija

está allí.»

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—¡Mierda! —exclamó Alberg mientras colgaba el teléfono. —¿No hubo

suerte? —preguntó Sokolowski. —Ninguna. ¡Jesús! Uno pensaría que

con todos esos ordenadores dispersos por el mundo...

—Bueno, los ordenadores... —dijo el sargento con desprecio. —No

estoy dispuesto a esperar más, Sid. —Correcto. Entiendo lo que dice.

Tenemos las órdenes en nuestro poder. Frieda está sentada ahí fuera,

lista para actuar. Sin embargo, Karl, los niños inventan cosas. Si

resulta que la niña lo inventó todo...

Sonó el teléfono y Alberg lo cogió con ansiedad; sólo se trataba de

Cassandra.

—Te llamé a tu casa —dijo—. ¿No crees que trabajas hasta muy tarde?

—Sí. Es cierto. Cassandra, escucha... Sokolowski se puso de pie muy

lentamente. Habla con ella, Karl. Relájate durante unos minutos.

Estás ocupado —admitió Cassandra—. No te robaré más tiempo.

Sokolowski le dirigió a Alberg un gesto de asentimiento con la cabeza.

Cinco minutos —dijo—. Démosles otros cinco minutos. Salió de la

oficina de Alberg y cerró la puerta tras de sí.

Dispongo de cinco minutos —habló Alberg al teléfono—. ¿Cómo estás?

¿Cómo está tu madre?

Bien. Estamos bien. Quería pedirte que pasaras a tomar un café o una

copa cuando regreses a casa.

Supongo que se me hará muy tarde, Cassandra. Comprendo. —Su

voz sonaba melancólica, vencida. Si puedo... —expresó Alberg con

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suavidad. ¿Qué haces ahí a estas horas? ¿Cómo es que aún

permaneces en la oficina?

—Te lo explicaré después.

—¿Después de qué?

—Después de que todo termine.

Sokolowski golpeó la puerta y asomó la cabeza.

—Lo tenemos, Karl.

—Debo irme, Cassandra. —Le dijo adiós y colgó—. ¿Llamaron? —le

preguntó a Sokolowski.

—Sí. Ocurrió, Karl. Tal como ella lo describió.

Se oyó una sirena. Lejana al principio, más fuerte y clamorosa

después: reclamaba a los voluntarios del departamento de bomberos.

Alberg se acercó a la ventana y levantó la persiana.

—No alcanzo a ver nada con esta maldita niebla.

Se dieron prisa por encontrarse con Frieda Listad, que aguardaba en

la recepción. El oficial de guardia acababa de colgar el teléfono.

—¿Mayor? —dijo—. Fuego. Se ha producido fuego en la propiedad de

la señora Strachan.

Alberg y Sokolowski se miraron el uno al otro.

—Vamos, Sid —dijo Alberg con calma.

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La casa de invitados tenía dos puertas. La posterior conducía

directamente a la cocina. Había un pequeño recibidor entre la puerta

principal y el dormitorio. Cuando Ramona dejó entrar al niño, estaba

tan aterrorizado que, para tranquilizarlo, obstruyó ambas puertas.

Ayudada por el muchacho, arrastró una pesada cómoda desde el

dormitorio hasta el recibidor y la apoyó contra la puerta principal. En

la cocina no había mucho que hacer, salvo atrancar la puerta con la

mesa, y eso es lo que lucieron.

El niño dijo que se llamaba Kenny.

Ella se había olvidado de que lo conocía.

—¿Qué hizo con ellos? —preguntó con un tono en la voz que

expresaba interés y urgencia mientras miraba a su alrededor después

de tapiar las puertas.

—¿Con qué? —preguntó ella.

—Con... con lo que le entregué. Ya sabe. El sobre marrón.

Ella lo miró sin entender nada.

—Se lo di —Kenny comenzó a llorar— esta mañana.

—¿Estás seguro de que se trataba de mí? —inquirió ella.

—Se lo entregué en la niebla —sollozó el niño—. Lo hice.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la anciana—. Sí. Lo siento. Ahora lo

recuerdo. —Le dio un abrazo—. No te preocupes; están en buenas

manos. Los tiene en su poder la policía.

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—Bueno..., ¿quiere decir que lo ha abierto? ¿Que leyó los escritos?

Por supuesto que los leí —admitió Ramona. Se acercó a él—. No te

culpo porque estés asustado. Yo también me asusté al leer toda

aquella basura.

¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó Kenny. Primero te prepararé algo

caliente para que comas —señaló Ramona. Sacó de la alacena uno de

los paquetes de sopa de pollo con pasta—. Por desgracia, no tengo

leche, pero la haré con agua.

—¿Y después? —inquirió el chico. Ramona le explicó que tan pronto

como amaneciera lo sacaría y lo llevaría por el camino, a través de la

playa, hasta la primera casa. Desde allí llamarían a la policía y le

pedirían que vinieran a buscarlo.

Después de comer, se sentaron en la cama y miraron la televisión.

—¿Has oído algo? —preguntó él por tercera vez desde que estaban

allí.

Con actitud obediente, Ramona bajó el sonido del televisor y escuchó.

—No.

—Me pareció haber oído algo.

—No lo creo. —Se apartó un mechón de cabellos de la frente. Se sentía

como si fuera madre de nuevo; había amado mucho a Horace y a

Martha cuando eran niños.

Ramona subió el sonido.

—En cuanto haya un poco de luz, nos largaremos deprisa de aquí.

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—¿Sí? Estupendo.

—¿Me traerás un poco de fruta, verdad?

—Te refieres a después... —aclaró Kenny.

—Sí. Antes de que te marches a tu casa.

—Sí. Seguro. Seguro que lo haré. Entonces, ¿usted se quedará aquí?

—Tal vez un poco más. Hasta que la gente regrese.

Él la miró de un modo extraño y estuvo a punto de decir algo; sin

embargo, cambió de idea.

Un anuncio comercial interrumpió la película, y Ramona se rió con

placer y, con aire de triunfo, manipuló el mando a distancia para bajar

el sonido del aparato.

—¡Silencio! —ordenó el niño—. He oído algo —susurró. Se acercó a

Ramona, que rodeó sus hombros con un brazo huesudo y se puso

tensa para escuchar lo que pudiera oír.

De repente, sonaron unos golpes descomunales. A Ramona le llevó

unos segundos descubrir que venían de la puerta principal.

—¡Es ella! —dijo el muchacho, y saltó de la cama mientras miraba a

su alrededor con expresión salvaje.

El ruido era poderoso, implacable.

—¡Señor! —exclamó Ramona en tanto metía los pies desnudos en las

pantuflas. Cogió al muchacho y lo arrastró a la cocina.

Los golpes cesaron, y oyeron unos pasos rápidos al otro

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lado de la casa. Y todo comenzó de nuevo, esta vez en la puerta

trasera, y en la cocina ¡Pum!, ¡pum!, ¡pum!: rítmicos y horripilantes.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —gritó Ramona. Ocultó al niño a sus

espaldas.

—¡Fuera de mi casa! —aulló una voz femenina.

Ramona sacudió la cabeza y se apoyó en la nevera. Estaba muy

agitada. No recordaba qué había hecho con el mando a distancia.

Había jugado con él una y otra vez, pero ahora no tenía nada en las

manos: estaban vacías.

—¿Qué hacemos? —gritó el niño.

Ramona se volvió para mirarlo. Los golpes en la puerta de la cocina

continuaban. En apariencia, se trataba de un sonido real..., los goznes

de la puerta comenzaban a ceder...

Ramona habló con voz pausada.

—Se cansará de golpear de esa forma. Lo hace para asustarnos.

Dentro de un momento, romperá la ventana de la cocina, o tal vez la

de la sala, y entrará.

Corrió hasta la sala y cogió el atizador.

—Apaga la luz del dormitorio. Desconecta el televisor —le ordenó—.

¡Vamos! ¡Hazlo! —Y él lo hizo.

Ramona se agachó cerca de la ventana de la cocina, y los golpes

cesaron. Durante unos instantes, no sucedió nada.

—¡Dios mío!, ¡Dios mío! —repitió Ramona varias veces, y a

continuación los vidrios de la ventana de la cocina saltaron hechos

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añicos. Ramona gritó y cerró los ojos, los trozos de vidrio cayeron

sobre ella y a su alrededor como una ducha. Entonces, Ramona lanzó

un golpe con el atizador y oyó un quejido de dolor.

La mujer se apartó.

—Regresará —aseguró el muchacho—, ¡Salgamos de aquí! ¡Tenemos

que salir de aquí! —Ramona no quería moverse. El corazón se le había

paralizado por el pánico y las piernas le temblaban de tal manera que

casi no se tenía de pie. Le dijo que se fuera sin ella, que quitara los

vidrios rotos enganchados en el marco de la ventana y saliera por allí.

Que corriera y corriera; pero él se obstinó en no dejarla. Lloraba

mucho, y Ramona sintió pena por él.

—¡Por favor, por favor! —imploraba—. ¡Vamos, por favor!

Ramona estaba como mareada, sentía dolores en diversas partes del

cuerpo, aunque no sabía explicarse dónde ni por qué. Le pareció que

olía a gasolina. Descubrió un poco de

sangre y se dio cuenta de que se había caído sobre los cristales rotos

o que quizá la habían lastimado al entrar en la casa. Se hallaba en

medio de un mar de confusiones, de puro desvarío; en el límite de la

anarquía, incluso de la demencia: le habría gustado saber dónde se

hallaba Antón cada vez que lo necesitaba, y por qué Horace había

crecido y se había transformado en una persona tan desagradable, y

por qué había permitido que le realizaran la tercera operación, que no

tendría que haber sido hecha; la tercera operación le había acarreado

todos sus males, lo sabía...

Ramona tomó conciencia del humo, del calor, de los gritos del niño.

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—¿Adonde demonios me había marchado? —exclamó—. ¿De dónde

diablos viene este fuego?

Luchó con sus pies y se dirigió dando tumbos hacia el dormitorio. Abrió

con rapidez el armario de cedro y sacó una manta.

El chico gritaba cada vez más fuerte. En la casa, además del humo,

había llamas; el ruido del fuego era ensordecedor. Ramona pensó en

la sopa de pollo que había preparado y no logró recordar si había

apagado la cocina. Comenzó a sollozar.

Arrastró la manta hacia el cuarto de baño.

—Aquí, ven aquí, ven conmigo —llamó, y Kenny corrió tras ella.

—¿Para qué? Moriremos quemados —exclamó.

—No —aseguró Ramona—, no. —Abrió todos los grifos y sumergió la

manta dentro de la bañera—. Espera —dijo mientras lo mantenía

sujeto por una manga—. No salgas todavía.

—La ventana es demasiado pequeña —aulló el muchacho con la

mirada fija en la ventana del cuarto de baño.

—Sí, sí —confirmó Ramona.

Sacó la manta empapada de la bañera y envolvió al chico con ella. Lo

empujó fuera del baño, hacia la casa. Le escocían los ojos y la

garganta a causa del humo. Oyó el crepitar del fuego y pensó en grasa

derretida, en carne achicharrada. Sintió el fuego sobre su piel, pero

no le hacía daño.

—¡Corre! —le dijo, y arrojó al niño a través de las llamas, a través de

la ventana rota de la cocina. Ella regresaría para coger otra manta;

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sin embargo, hacía demasiado calor, había demasiado humo. «Me

pregunto si me rescatarán», pensó, mientras se desvanecía soore el

suelo de la cocina.

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La gente corría desde sus casas, a lo largo de la playa, para curiosear

y tratar de ayudar en lo que pudieran. El primero en llegar vio a Kenny

tambaleándose por el camino, medio cubierto por una manta

empapada, con el pelo chamuscado y la cara tiznada de humo.

El hombre, cuya casa estaba en la playa, cogió al muchacho entre sus

brazos y lo tranquilizó.

—Tranquilo, todo va bien. Estás a salvo. Ya vienen los bomberos, ¿los

oyes?

Kenny hizo gestos desesperados en dirección a la casa incendiada.

—¡Ella aún está allí! —gritaba. En ese momento llegaron los bomberos

y el hombre les comunicó lo que el niño decía.

—Estaba entre las llamas. Lo llevaré a mi casa. Dice que dentro hay

alguien más, una mujer.

—¿Se trata de la señora Strachan? —le preguntó el bombero.

—No, no, es una anciana, ¡una anciana! —se desesperó el muchacho,

y el bombero le aseguró que intentarían sacarla, y el hombre —un

hombre alto y fuerte, de pelo gris— se llevó a Kenny por el camino,

por la arena de la playa, hacia la casa donde vivía con su mujer.

La casa de invitados se derrumbó: un escándalo de fuego y ruido.

Nadie logró entrar para rescatar a la anciana.

Alberg llegó con Frieda Listad y Sid Sokolowski. Los bomberos se

gritaban unos a otros mientras rociaban los abetos que rodeaban la

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construcción quemada. Alberg preguntó si en el interior había alguna

persona.

—Sí. Un chico. Dijo que se llama Kenny. Está bien. Brian Forbes se lo

llevó a su casa. El niño dijo que también había una mujer —sacudió la

cabeza, estaba casi ahogado por el humo, exhausto—, pero no se

pudo hacer nada por ella.

—Iré a ver al muchacho —dijo Frieda Listad—. Conozco la casa de

Brian Forbes.

—Bueno —comentó Sik Sokolowski—, llámanos más tarde, ¿quieres?

—Era Ramona —dijo Alberg cuando la mujer se fue. Miraba hacia el

fuego—. Ramona está allí. —Observó el círculo de espectadores y

descubrió a Zoe Strachan, de pie, inmóvil, apartada de los demás—.

Vamos —le ordenó a Sokolowski. Comenzó a caminar hacia ella. La

mujer lo vio y se volvió en dirección a su casa.

La siguieron. Zoe Strachan caminaba sin prisa, y ellos mantenían el

mismo ritmo; eran tres pares de pies que nacían crujir la grava.

Alberg, incómodo por la niebla, estaba ansioso por no perderla de

vista, pero no apuraba el paso. Era como una experiencia onírica; la

seguía por el camino de grava como si cumpliera con una cita

concertada de antemano. Los gritos de los bomberos se debilitaban.

La niebla parecía espesarse más y más. El mar conversaba con la

noche, con la niebla, en un murmullo interminable y familiar. Alberg

avanzaba acompañado por un Sid despacioso y lúcido. Observaba el

balanceo de los brazos de Zoe Strachan, el vaivén de sus caderas, y

recordó los pensamientos lujuriosos que la mujer le había despertado.

Se dio cuenta de que aún estaban allí.

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Se acercaron a la casa. Alberg vio que el coche de la mujer estaba

aparcado de forma oblicua en el camino y que la puerta del conductor

estaba abierta. Zoe llegó al umbral y se volvió para enfrentarse a

ellos.

—Tengo dos órdenes judiciales— dijo Alberg.

Zoe miró detrás de él, hacia Sid Sokolowski. Parecía muy serena.

—Una de ellas —explicó Alberg— me autoriza a retener tres cuadernos

de ejercicios que en apariencia le pertenecen, y que alguien envió de

manera anónima al destacamento de Sechelt de la R.C.M.P.

Zoe Strachan apenas sonrió.

—La otra —añadió Alberg— es una orden para tomar muestras de su

escritura.

—No entiendo tanto revuelo —dijo, impasible, Zoe Strachan—. ¿Qué

edad tenía la persona que escribió esos cuadernos? —preguntó con

cautela.

—Doce años —respondió Alberg.

—Doce años —repitió Zoe, y sacudió la cabeza— son muy pocos años.

—Sí —admitió Alberg—, pero resultan suficientes para saber

lo que hacía. Y suficientes para sufrir un proceso. —Se inclinó un poco

y se acercó a ella—. ¿Ha vuelto a hacerlo, señora Strachan?

No hubo respuesta.

—Creo que sí lo ha hecho.

A través de la niebla se oían los rugidos del mar.

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—Necesitamos las muestras ahora mismo —dijo mientras le mostraba

la orden.

Se quedó mirándolo durante unos instantes, elevó los ojos hasta el

rostro de Alberg y le sonrió con tanta dulzura y tanto encanto que

estuvo seguro de que ella no lo había comprendido.

—Por supuesto —afirmó—, estoy muy contenta de cooperar con

ustedes.

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52

La niebla se iba abriendo paso y se enredaba alrededor de la casa;

por consiguiente, en cuanto los policías se marcharon, Zoe echó la

llave a las puertas, cerró las ventanas y encendió al máximo la

calefacción.

Era un auténtico alivio haber recuperado la casa para ella sola.

Le dolía mucho el hombro donde había recibido el golpe; por lo tanto,

se preparó un baño caliente, vertió varios puñados de sales de Daño

de Yardley, se desnudó y se sumergió durante casi una hora mientras

bebía pequeños sorbos de vino blanco. Agregaba agua caliente a

medida que notaba que comenzaba a enfriarse.

Poco a poco, el dolor del hombro se calmó, se sintió relajada y cerró

los ojos para disfrutar del aroma de las sales de baño. Las manos

recorrían su cuerpo con lentitud y la hacían sentirse somnolienta y

voluptuosa.

Pensó que todo lo que una persona necesita para gozar de una

perfecta salud física y mental era soledad. Soledad y aislamiento.

La ira le subía fuerte y potente, con el correr del tiempo se volvía más

fuerte y más potente. Zoe imaginaba que la ira crecía y crecía en el

interior de su cuerpo, ocupaba toda la habitación y desplazaba todos

los objetos que allí se encontraban. Los ojos se le saltarían de las

órbitas, el cerebro saldría despedido por su boca, todas las cosas

asquerosas que tenía en su interior —los intestinos y demás—

aflorarían al exterior en el transcurso de un ataque de furia. Era

estremecedor.

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Ya no necesitaba los árboles de los viejos, había encontrado un lugar

privado externo mucho mejor que el de ellos, pero este hecho no

modificaba en nada la magnitud de su furia.

Lo había hallado en la carretera, después de pasar el sitio donde

comenzaba la grava. Un día caminaba por la carretera, mientras

el polvo de la grava le volvía grises los pies y las sandalias marrones,

cuando descubrió un campo cubierto de hierbas. Y más allá del campo,

unos árboles; no podía decirse que se tratara de un bosquecillo, sólo

eran unos pocos árboles. Corrió a través del campo y entre los

árboles; buscó con cuidado señales de personas o de animales

salvajes, pero no vio nada. Al otro lado de los árboles, la tierra sufría

una depresión y en el fondo de ella había un granero grande y

destartalado. Se convirtió en su lugar privado exterior.

La puerta del granero estaba rota y desvencijada. La primera vez que

entró, oyó algo que crujía, la piel se le puso fría y el vello de punta.

Vio que un gato la miraba oculto tras una máquina herrumbrosa. Zoe

se apartó un poco de la puerta y el gato corrió hacia ella, la atravesó

y se fue.

Junto al granero había una escalera. Trepó por ella y descubrió un

montón de heno, y una especie de ventana sin cristales de ninguna

clase. Le encantaba echarse en el heno y mirar el inmenso suelo del

granero que se extendía allá abajo. Siempre había mucho polvo y,

cuando brillaba el sol, el aire se llenaba de pequeñas motas flotantes.

El granero olía muy bien; tal vez ella fuera la única persona de este

mundo que conocía su existencia.

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Iba casi todos los días, salvo cuando llovía, porque entonces el heno

estaba húmedo y helado. Se sentía muy feliz por haber descubierto

este sitio; era mucho mejor que sentarse sobre un estúpido manzano.

Sin embargo, continuaba consumida por la ira. Halló cosas en el

granero —herramientas gastadas y deformadas por el óxido— y, con

todas sus fuerzas, golpeó con ellas el suelo sucio y la puerta rota. Esta

actividad la agotó desde el punto de vista físico; no obstante,

continuaba tan enfadada como antes.

Un día, después de descargar sus fuerzas, subió la escalera y se

acostó sobre el heno; de repente, se le presentó una imagen en la

mente: trepaba la valla y se metía en el terreno de los viejos, nadie

la veía porque era de noche.

Se preguntó cómo no se le había ocurrido antes.

Zoe sintió que el baño la adormecía; le resultaba difícil mantener los

ojos abiertos, y sus miembros parecían endebles, insustanciales.

Retiró el tapón de la bañera, dejó la copa de vino en el suelo, y se

puso de rodillas para lavarse la cabeza debajo del grifo.

Al salir de la bañera, y después de cubrirse con un albornoz, lavó y

secó el cuarto de baño por completo.

Cogió luego el secador del pelo. Tenía un cabello espeso y brillante,

jamás le habían importado las hebras de plata que lo surcaban.

Cuando desenchufó el secador, reinó la calma en su dormitorio.

De improviso, la invadió la melancolía. Se sentó en el borde de la

cama y, durante unos momentos, dudó acerca de la validez de las

decisiones que había tomado a lo largo de su vida.

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Aquella noche se acostó, pero permaneció despierta. Planificaba. Le

pareció que transcurría una eternidad hasta que sus padres se fueron

a la cama. Se dio cuenta de que dormitaba. Por consiguiente se

levantó y desplazó la silla del escritorio hasta situarla debajo de una

de las ventanas, y la abrió. Se sentó en la silla vestida sólo con el

camisón; el aire fresco de la noche la hacía temblar e impedía que

concillara el sueño.

Muy tarde, oyó que sus padres subían a la primera planta. Escuchó

sus voces durante un rato pero no entendía lo que hablaban;

entonces, la puerta del cuarto se cerró, la casa quedó en calma.

Sabía que Benjamín todavía no se había acostado. Con toda

seguridad, aún no habría regresado a casa de dondequiera que

hubiera ido con sus amigos. Zoe sentía frío, también una gran

impaciencia. Debía decidir: salir en aquel momento o aguardar la

llegada de Benjamín, que tal vez tardara horas en volver y no se

acostara enseguida. Después de pensar en esto durante unos

minutos, se puso el albornoz y las pantuflas, abrió la puerta del

dormitorio con mucho cuidado, escuchó atentamente y, como no oyó

nada, bajó de puntillas las escaleras.

Sin encender ninguna luz, encontró el gran bol de la cocina donde su

madre guardaba las cerillas. En la sala, vació el cesto de la leña para

el hogar y dejó en él dos trozos pequeños y dos grandes, cogió el

periódico que estaba sobre la mesa, y salió.

Cruzó el terreno deprisa, con la cesta golpeándole la pierna, y trepó

por la valla. Se agachó y aguardó unos instantes, como si esperara

oír los gritos de su madre desde la ventana de arriba, o los de los

viejos desde la desvencijada puerta de su casa. Sin embargo, no oyó

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nada; sólo una leve brisa que jugueteaba entre las verduras del huerto

que tenía delante de sí.

Se arrodilló y miró por encima de la huerta la casa de los viejos.

Estaba oscura y tranquila. El corazón de Zoe golpeaba su pecho. Dejó

pasar unos instantes, se levantó y comenzó a reptar hacia la casa. El

césped estaba húmedo, y así estaba la suela de sus pantuflas. El

albornoz se enganchó en un rosal y la chica tuvo que dejar la cesta

en el suelo para liberarlo.

Cuando estuvo cerca de la casa, se agazapó una vez más, pero no

oyó nada ni percibió ninguna luz.

Corrió precipitadamente hasta el porche trasero y esperó un instante,

y escuchando con la mayor atención posible para asegurarse de que

en la casa no había nadie despierto. Cogió el periódico.

Entonces, prendió fuego.

Transcurridos unos instantes, Zoe se recobró.

Se dirigió al armario y pensó en qué se pondría.

Observó sus trajes de noche con una sonrisa. Vestidos sin espalda,

vestidos casi sin parte delantera, vestidos con enormes faldas y

cintura muy estrecha; prendas clandestinas, prendas eróticas,

prendas de niña; un conjunto de vaquera, algo que se parecía a un

uniforme de enfermera... Otra vez apareció la melancolía y abrió la

puerta del otro armario, donde guardaba la ropa corriente.

Escogió un jersey que tenía el mismo matiz azul de sus ojos, y una

falda con flores del mismo color.

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Se puso la falda y el jersey y se calzó un par de zapatos planos de

color oscuro.

No se puso ropa interior ni joyas de ninguna clase.

Zoe arrugó el periódico y lo mezcló con la leña; encima colocó los dos

maderos más grandes. Sacó una caja de cerillas del bolsillo del

albornoz y encendió el papel en tres sitios diferentes. Salió de abajo

del porche, y echó a correr.

Le faltaba la mitad del recorrido para llegar a la valla, cuando se

acordó de la cesta. Pensó en dejarla y que se quemara con el porche,

pero su madre la echaría de menos; en consecuencia, retrocedió a

gran velocidad y la recuperó en el momento preciso: estaba tibia, casi

caliente. El fuego ardía en todo su esplendor y producía sonidos muy

particulares.

Zoe voló a través del terreno de los viejos, se arrojó por encima de la

valla y entró como un rayo por la puerta trasera de su casa. Una vez

dentro, volvió a llenar la cesta, la depositó junto al hogar, y subió a

su cuarto con el mayor de los sigilos.

Se sentó a mirar por la ventana mientras recuperaba el aliento.

Observó cómo el fuego del porche de la casa de los viejos se extendía

por todo el edificio. Se trataba de un fuego mucho más importante de

lo que había esperado. Olía el humo y sentía el calor en su propio

terreno, en su propia casa, en su propio cuarto.

Oyó que Benjamín metía un gran ruido al subir las escaleras y gritaba

con toda la fuerza de sus pulmones. Entonces, su padre y su madre

se levantaron enseguida mientras daban voces y pegaban portazos.

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Zoe se metió en la cama y se cubrió con las mantas hasta la barbilla.

El fuego quemó el porche, la casa entera y, también, a los viejos. La

ira de Zoe ardió con ellos.

Zoe se miró en el espejo y se acarició la cara con las palmas de las

manos. Lentamente dejó que los dedos recorrieran sus cabellos;

primero con una mano, después con la otra; cinco veces con cada

una. Se contempló con una mirada crítica y vio un rostro grave, de

mirada firme. Se observó a sí misma en busca de señales de ira, o de

temor, pero no las halló.

Fue a la cocina y cogió dos pailas y un cuchillo.

En la sala de estar puso un disco; el Canon de Pachelbel. Subió el

volumen del equipo de música, apagó las luces y regresó al

dormitorio.

Dejó la puerta abierta, para oír la música.

Se acostó en el centro de la cama, dispuso las pailas una a cada lado

de su cuerpo y se cortó las venas con el cuchillo.

Cuando la encontraron al día siguiente, toda la sangre había caído en

las pailas.

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Toda la noche permaneció un guardia en el camino de Zoe Strachan.

Por la tarde del día siguiente, el cuartel central le envió a Alberg un

fax con el informe del laboratorio. Decía que los cuadernos parecían

haber sido escritos por Zoe Strachan.

También recibió una nota del inspector de bomberos en la que le

comunicaba que había evidencias claras de que el incendio que había

destruido la casa de invitados había sido intencionado.

Le pidió a Sokolowski que lo siguiera en un coche de policía y se

encaminó hacia el hogar de la señora Strachan.

Cuando llegó, hacía dieciocho horas que la mujer estaba muerta.

Por fin regresó al destacamento a las seis de la tarde. Isabella aún

permanecía sentada frente a su escritorio.

—Isabella, te dije que te fueras a tu casa hace varias horas.

—Lo sé —dijo mientras metía un papel en la máquina de escribir—.

Creo que es mejor que me mantenga ocupada.

Alberg se sentó en el borde del escritorio.

—Siento mucho lo de Ramona.

—Gracias —murmuró la mujer—. Usted hizo cuanto pudo. Ella no

deseaba que la encontráramos.

—Le salvó la vida al niño, lo sabes.

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—Lo he oído. —Levantó la vista—. Si no le importa que se lo diga, su

aspecto es terrible.

—No, no me importa. —Se dirigió a su despacho mientras se quitaba

la chaqueta. Se sentó detrás del escritorio y se frotó la cara con ambas

manos—. Jesús!, ¡Jesús!, Jesús! —musitó.

Se oyó un golpe en la puerta.

—¿Qué ocurre ahora? —Isabella abrió la puerta.

—Bernie Peters desea verlo. Está detrás de mí —añadió con rapidez.

—No, Isabella —suplicó agotado—. Por favor, que se vaya. Isabella se

retiró y una persona pequeña y morena se materializó en el marco.

—Mucho gusto —dijo la mujer, mientras alargaba la mano derecha.

Su piel parecía un papel arrugado. Nunca había visto tantas marcas y

tantos pliegues.

Saltó sobre sus pies y le estrechó la mano. —Karl Alberg.

—Me han dicho que necesita usted una persona para limpiar.

Estaba seguro de que la mujer se teñía el pelo. Ese color castaño era

demasiado artificial, demasiado brillante. Llevaba unos rizos

diminutos cubiertos por una redecilla. —Bueno, sí, yo estaba...

Vestía un uniforme blanco debajo de una chaqueta marrón que le

llegaba hasta la cintura. Calzaba un par de zapatos blancos, del tipo

de los que usan las enfermeras o las camareras. De su muñeca

huesuda colgaba un monedero de color verde manzana.

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—¿Y bien? ¿Se decide o no se decide? —Lo miraba con unos ojos

brillantes, pequeños y negros.

Alberg la estudió durante unos instantes y después se sentó detrás de

su escritorio.

—Le haré algunas preguntas. —Dispare.

—¿Tiene algo en contra de los hombres que no están casados? —No.

—¿Y de las gatas? —No.

—¿Qué me dice acerca de los oficiales de policía? i —Los oficiales

de policía me han salvado el pellejo tantas veces que ya he perdido la

cuenta.

—¿De verdad? —dijo él con un tono esperanzado—. Siéntese,

siéntese, señora Peters.

—No tengo ningún inconveniente en hacerlo.

—Bueno. Continuemos.

—Estuve casada durante un tiempo.

—¿Sí?

—Pero me tocó una manzana podrida.

Alberg produjo un sonido de compasión.

—Me zurraba con frecuencia.

—¿Aquí? ¿En Sechelt?

—En ningún otro sitio.

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—¿Cuánto tiempo lo aguantó?

—Me dio diecisiete palizas antes de que me librara de él y lo metieran

en chirona.

—¡Hostia!

—No me agrada que blasfemen en mi presencia.

—Perdón. ¿Dónde está ahora?

—Esto ocurrió en mil novecientos setenta y cinco. Por supuesto, ahora

está libre. Pero se marchó bien lejos de aquí; apueste sus botas a que

no vuelve y no las perderá.

Estaba sentada con la espalda recta, los pies juntos, el monedero

verde sobre su regazo. Alberg no tenía la más remota idea de la edad

que podría tener la mujer.

—Bueno, es cierto. Necesito una señora que me ayude.

—Sería los miércoles por la tarde o los lunes por la mañana.

—Prefiero los miércoles por la tarde.

La mujer se puso de pie.

—Hecho —dijo—. Estaré allí de la una en punto a las cinco. Isabella

me dirá cómo llegar a su casa. —Alargó de nuevo la mano—.

Encantada de haberlo conocido —dijo.

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Al final de todo, Alberg regresó a su hogar. Mientras conducía pensó

en Kenny, ahora a salvo en casa de su amigo Roddy esperando la

llegada de sus abuelos. También pensó en Ramona.

Y en Zoe Strachan, pirómana por partida doble. Responsables de tres

muertes. Tal vez de cuatro, si arrojó a su hermano por las escaleras.

Una lluvia de finales de invierno había comenzado a caer durante toda

la tarde, y continuaba cayendo, a veces con fuerza, otras levemente,

mientras Alberg conducía. Se había levantado el viento y se vio

obligado a mantener una marcha más lenta de lo habitual a lo largo

del camino entre Sechelt y Gibsons. Miraba las ramas de los árboles;

en realidad, había muy poco tráfico en la carretera.

Era de noche cuando llegó a su casa. Había olvidado dejar encendida

alguna luz, y pensó que parecía muerta, clavada allí, sobre la ladera

de la colina: sombría, inerte, desocupada y muerta; un cadáver de

casa.

No obstante, no estaba desocupada, se recordó a sí mismo. Y,

además, por cierto, no estaba muerta.

Se detuvo cerca de una especie de valla destartalada sobre la que se

apoyaban grandes masas de hortensias, cuyas flores sin cortar habían

adquirido un color marrón dorado, como si el invierno las hubiera

oxidado. Subió por el retorcido sendero hasta la puerta de entrada,

mientras consideraba si le convenía comprar la casa en lugar de

continuar con el alquiler, o si sería mejor buscar otra con idea de

comprarla. Este condenado edificio estaba viejo y mal cuidado; un día

u otro se le derrumbaría encima.

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Ramona Orlitzki había sido una heroína; Alberg se preguntó si antes

de morir se habría dado cuenta de su heroísmo.

Una vez en el interior de la casa, llamó a la gata gris y, en respuesta,

oyó un débil maullido. Encendió las luces del recibidor y la vio cómo

trepaba por el sofá de la sala; con suma lentitud, estiraba primero las

patas delanteras, luego las de atrás. Y maullaba. Se había sentido

muy feliz cuando ella y su cría, que ahora era una gata adulta, habían

decidido dormir en la casa en lugar de hacerlo en la caja de cartón

que estaba en el porche. Le gustaba que otros seres vivos

compartieran su casa. Ninguna de ellas tenía nombre; llamaba Gata

a la mayor y Número Dos a la más joven. Era negra, con manchas

blancas en las patas de delante, el pecho y alrededor de la boca.

Estaba enroscada hecha un ovillo sobre una silla de su dormitorio.

Alimentó a las gatas, les habló como acostumbraba a hacerlo, y se

preguntó si a Zoe Strachan le habrían gustado los animales. Miró las

caras obtusas, triangulares de sus gatas y pensó que estas criaturas

eran más concretas, más verdaderas que Zoe Strachan.

No, por supuesto que no. Los animales le disgustarían. No le gustaba

la gente... Se preguntó qué le habría gustado; tenía que haber algo...

Sintió que le gustaría hablar con sus hijas. Pero hoy no necesitaba

que lo entretuvieran; deseaba un poco de comprensión.

Pensó en llamar a Maura. Pero, con toda seguridad, estaría con su

maldito contable.

Apagó las luces y se sentó en la sala de estar, en la poltrona próxima

a la ventana, con los pies sobre un cojín. Dejó las cortinas descorridas

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y permaneció allí, en silencio, mientras miraba la lluvia y las

hortensias.

Al cabo de unos momentos, ya no sintió deseos de compartir la

tristeza con nadie. Le parecía correcto hacerse cargo de su propia

melancolía, al menos durante un tiempo.

Oyó un coche, y apareció el Hornet de Cassandra, y se detuvo detrás

de su Oldsmobile. Alberg lanzó un juramento en voz muy baja.

Observó, protegido por la oscuridad, cómo Cassandra miraba el

Oldsmobile blanco y la casa en penumbra. Estaba seguro de que no

sabía qué hacer. Comenzó a sentirse culpable, pero no movió un dedo

para encender las luces. Cassandra titubeó junto a su coche, con la

puerta del conductor aún abierta. La cerró de un golpe y caminó

rápidamente hacia la casa.

Alberg se levantó de la silla.

—¡Hola! —dijo cuando abrió la puerta. El pelo de la mujer estaba

cubierto de destellos de lluvia, y las mejillas, sonrosadas.

—Acabo de acompañar a mi madre a su casa —explicó Cassandra—

con todas sus pertenencias. He venido para llevarte a Victoria.

Alberg experimentó una súbita punzada en el fondo de los ojos. Los

cerró con fuerza, se acercó a ella y la rodeó con los brazos.

—¡Qué idea más maravillosa!

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