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Leyendas de Campeche

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UNIVERSIDAD AUTONOMA DE CAMPECHE

ESCUELA PREPARATORIA “DR. NAZARIO VICTOR MONTEJO GODOY”

PROFESOR: KARLA ELENA DZUL CHAN

PROYECTO:

INTEGRANTES: ANDREA NOHELIA SAURY

NAYDELIN MEDINA ARA

1 “A”

FECHA DE ENTREGA: 26 DE OCTUBRE

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JUSTO SIERRA MÉNDEZ

PEDRO F. RIVAS

PERFECTO BARANDA MAC-GRECOR

EDUARDO V. AZNAR

RAFAEL ALPUCHE RAMOS

PERFECTO BARANDA BERRON

SANTIAGO PACHECO CRUZ

ELSIE E. MEDINA DE ESPEJEL

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ÍndiceJUSTO SIERRA MENDEZ La Sirena ................................................................................... 4Playera....................................................................................... 10Marina........................................................................................ 16PEDRO F. RIVAS El Callejón del Pirata................................................................ 22La Calle de la Limonarias........................................................ 25PERFECTO BARANDA MAC-GREGOR El Yerbatero............................................................................... 28EDUARDO V. AZNAR DI-BELLA El Tesoro del Pirata................................................................... 31RAFAEL ALPUCHE RAMOS El Chivo Brujo ........................................................................... 37PERFECTO BARANDA BERRON Fray José ..................................................................................... 39

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SANTIAGO PACHECO CRUZ El Origen de la Mujer Xtabay .................................................. 41ELSIE E. MEDINA DE ESPEJEL La Cueva del Toro..................................................................... 45

LA SIRENADesde la popa de uno de los buques de corto calado, que pueden acercarse a Campeche, la ciudad mural parece una paloma marina echada sobre las olas con las alas tendidas al pie de las palmeras. Allí ni hay rocas ni costas escarpadas; el viajero extraña cómo el mar tranquilo de aquella bahía, que tiene por fondo una larga y suavísima pendiente, se ha detenido en el borde de aquella playa que parece no prestarle más obstáculo que la movible y parda cintura de algas que el agua deposita lentamente en sus riberas. El cielo, de un azul claro, luminoso, inmóvil durante horas enteras o puesto de súbito en movimiento por nubes regiamente caprichosas el fresco y oloroso verdor de las colinas, los caseríos de la falda mostrando apenas entre el follaje se techos de palma; la vieja, descarnada y soberbia cintura mural que rodea a la ciudad y el mar rayado de oro, por donde van lentas y graciosas las canoas como palmípedos blancos que desaparecen al alba en derredor de sus nidos formados en los pérfidos bancos que las olas dejan más bien adivinar que ver, imprimen a aquel cuadro algo de perpetuamente risueño y puro que encanta y serena las almas. Mas cuando la rada de la muy noble y leal ciudad, como dicen los blasones coloniales de Campeche, toma aspecto mágico en verdad, rico de colorido y de vida, es en nebuloso día de San Juan, en la época del solsticio de estío, la gran fiesta de las aguas. En tal día los habitantes de la ciudad corren a la playa, coronanse de gente murallas y miradores, y la muchedumbre desborda por el muelle; todos tratan de mirar y deleitarse con el voltejeo, la alegre fiesta del mar. Al misterioso murmurio de las olas se mezcla el sonido ronco y triste del caracol, el clarín del Océano, que resuena por doquiera que una barquilla se desliza. El mar, bajo los

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nublos del cielo y las caricias del viento de lluvia, tiene aires de rey y encrespamientos de león; bajo cada ola hinchada parece respirar y bullir algún pez gigantesco. Todo ello importa muy poco a aquellos marinos y pescadores acostumbrados a los caprichos del mar como a los de una querida, y sin cuidarse de los elementos, se embarcan en esquifes, diminutos a veces, y hombres, mujeres y niños surcan la rada, cantando, tremolando grampolas y banderas, gritando e improvisando acá y allá regatas vertiginosas aplaudidas por cuatro o cinco mil espectadores. Y, sin embargo, ni la alegría, ni el voltejo son los más notables de la fiesta de San Juan; hay algo mayor y mejor, misterioso e inefable, enteramente real aunque parezca imposible al rayar el alba canta la sirena. La sirena campechana es (o era ¡ay!, ignoro si haya muerto) es, digo, conforme de toda conformidad con el tipo clásico inventado quizás por Horacio, que dice de ella: Desini in piscem mulier formosa su perne. Y es cierto; en campeche, hay testigos oculares, la sirena es mitad mujer y mitad pez. Todas estas creencias populares tienen en su raíz una leyenda, de la que es necesario desentrañar la lejana y abscóndita realidad de un hecho. Si me seguía, lectores, he aquí la leyenda tal como, en substancia, me la refirió uno de esos viejos marinos “que han oído a la sirena”. Hace un siglo casi, cuando apenas formaba en Aranjuez Carlos III los preliminares de la erección de la Villa de Campeche en ciudad, en razón de los grandes servicios prestados a la corona por el comercio de dicha Villa en las guerras contra los salvajes y sobre todo contra los filibusteros que inundaban aquellas comarcas y, como reza el texto de la real cédula “para poder continuar en ella un comercio cuantioso y boyante, con cerca de diez y siete mil personas de población en cuasi tres mil familias establecidas en ella, y no pocas del primer lucimiento y distinción, que aspiran a continuar sus lealtades, imitar y aun adelantar si pueden los justos impulsos que han heredado de sus antecesores”, por ese tiempo decíamos, vivía en el barrio esencialmente marino de la Villa, en San Román, una vieja de siniestra catadura y que, según el dicho de algunas abuelas de por allí, debía contar un siglo largo de existencia, pues cuando ellas habían entrado en el uso de la razón, referíanles sus padres que desde niños habían conocido a aquella mujer con la misma facha con que por entonces se paseaba encorvada, desde su casa hasta el fortín de San Fernando, construido a dos tiros de fusil del barrio. Los “Sanromaneros”, aunque no sentían la menor simpatía por aquella mujer doblada hasta el suelo, sin pelo, cejas, ni pestañas, cuyos ojos brillaban con el fuego sombrío de los carbunclos, cuya boca parecía un rasguño sangriento trazado de oreja a oreja por la punta de un alfiler y

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sobre cual se buscaban para darse perdurable beso las puntas de la corva nariz y de la corvísima barba, le tenían respeto, acaso terror. ¿De dónde había venido a San Román aquel insigne trasgo? Nadie lo sabía, mas no faltaban suposiciones. Unos decían que había llegado a la península en calidad de esclava del nefasto conde Peñalva y aseguraban, muy serios, que, después del asesinato del conde por la heroica esposa del judío, los regidores que formaban la Santa Hermandad, ordenadora del terrible castigo del mandarín inicuo, habían hecho quemar a la esclava por bruja y hechicera, en Campeche, donde se había refugiado, y arrojar al mar sus cenizas. Mas, añadían con profunda convicción, en virtud de pacto que la tía Ventura (así la llamaban) tenía concertado con el diablo, sus cenizas habíanse convertido de nuevo en carne y hueso y en cierta ocasión, un día de San Juan, la tía Ventura había venido sobre las olas montada en un mango de escoba y se había establecido en el barrio de San Román. Otros insinuaban que muy bien podía ser el alma del terrible filibustero Diego el Mulato, condenado desde hacía mucho más de cien años a esperar en los arrabales de Campeche el perdón que su celestial amante Conchita Montilla imploraba para él. Un sacerdote de la Compañía de Jesús, que hacía años había pasado por Campeche, rumbo al colegio del Jesús de Mérida, había hablado con la bruja y de lo que le había dicho y de su acento italiano, había colegido que, debía de ser una adepta de la secta italiana de los inmortalistas, fundada por el conde Bolsena, que creía haber encontrado el elixir de vida, de que sin duda la tía Ventura había gustado. El caso es que, por miedo a las diabólicas artimañas de la bruja o por respeto a la edad, nadie, ni los irreverentes chicuelos, ni la inquisición se metían con la anciana. Una cosa llamaba mucho la atención; por la noche, ya soplara tibio y perfumado el terral, ya el águila de la tempestad se meciera en las turbulentas ráfagas del “Chiquinic”, el mal viento de aquellas costas, la tía Ventura sentada en el umbral de su barraca en la playa, se ponía a cantar, y, quienes habían logrado percibir las tenues notas de su canto, aseguraban que era aquello como un acompañamiento angélico de los sollozos de la brisa y que la tempestad parecía callar como para oír mejor. ¡Ah! Sí, la música lo suaviza todo, es el esfumino de ese dibujo eterno que se le llama naturaleza. El mito de Orfeo, el cantor que conmovía a todos los seres, lo animado y lo inanimado, sigue siendo y será eternamente cierto. Las cosas grandes y las pequeñas en la naturaleza, el hombre y la sensitiva, el océano y el cocuyo, todo cuanto se mueve, cuanto ilumina, cuanto siente, tiene un momento dulce, una sonrisa o una lágrima y ese

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momento es esencialmente musical. ¿Podemos imaginar siquiera todos los misterios de infinita melodía que encierran las imperceptibles trovas eólicas de la brisa que agita todos los pistillos de un lirio? Yo recuerdo cuan tremenda impresión resentí la primera vez que vi un cadáver, más también recuerdo que cuando en presencia de aquel muerto escuché una sonora estrofa musical el cadáver me pareció irradiar no sé que dulcísima serenidad. Lo que me había hecho estremecer, me hizo llorar; el hombre muerto sonreía a través de la música y era inefable sonrisa la suya. Volvamos a la tía Ventura. Las mujeres, envidiosas tal vez, explicaban el fenómeno, afirmando que la bruja tenía en una jaula un pájaro hechizado, un shkok, el ruiseñor de las selvas yucatecas. Los jóvenes registraron y aún espiaron la barraca de la tía y solo encontraron sobre la tosca pared, mal encalada, un perfil trazado con carbón, ese perfil era el de una mujer; y esa mujer era divina, pero ni pájaro ni jaula había allí. - Se lo habrá comido, decían las abuelas del barrio, y le canta desde adentro. - Sí, decían los hombres, tiene la tía Ventura un ruiseñor en la garganta. Y quedó demostrado que la tía Ventura tenía una voz de ángel. Era de noche el 23 de junio de 1772; guardaba el fortín de San Fernando un joven alférez, de gallarda apostura e intrépido corazón. Después de examinar el horizonte con su catalejo de marina, sin descubrir nada que fuera alarmante tiró su capa en el suelo, desciñó su espada, se tendió al aire libre apoyando su hermosa cabeza en un saco de pólvora y sin poder conciliar el sueño fácilmente, por el excesivo calor, se puso a mirar de hito en hito, de cuando en cuando un suspiro revelaba el estado de su corazón. En el espacio no había una sola nube, apenas brillaban algunas estrellas pálidas como grandes cuentas de cristal de roca. La luna daba al cielo un tono nacarado y convertía el mar en un inmenso baño de diamantes. Las olas jugaban con las peñas que rodeaban el baluarte, los cocoteros mecían sus grandes abanicos verdes con voluptuosa elegancia inclinándose sobre el encaje que bullía entre las algas de la playa. El joven pensaba en su país natal un terruño entre la montaña y el Cantábrico, con melancólica nostalgia, pero narcotizado por los besos tibios de aquella perfumada noche del trópico, se durmió al arruyo de la lánguida y monótona canción del mar. Sonó que un genio marino le ofrecía su vara mágica para penetrar en el seno de las olas; soñó que aceptaba, que entraba en el líquido elemento y bajaba de ola en ola, como por una escalinata de esmeraldas en fusión, hasta llegar a una roca soberbia que parecía el crestón de cristal de una nívea montaña. En la falda de aquel prisma enorme, hundían sus raíces transparentes

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extraños árboles que a compás de las olas se balanceaban sin cesar y entre cuyas hojas, que llegaban como inmensas cintas a la superficie del agua, desplegaban algunos habitantes de aquel invisible mundo sus redes de gasa irisada o cruzaban rápidos y esplendorosos algunos peces, aves de pedrería de aquella selva submarina. La roca de cristal era una gruta misteriosa y azul por dentro. Frente a su entrada extendía la púrpura pálida de sus maravillosas flores un jardín de rosales de coral. Y más allá se bajaba por los peldaños de esmeralda que el joven conocía ya; llegó así a un salón, que dividían en naves circulares vastas columnatas de diamantes formados por las estalactitas y en medio de la cual, bajo una bóveda diáfana por donde se filtraba divinamente amorosa y triste la luz de la luna, había un estanque de agua en que morían las corrientes del Missisipi del Bravo, del Pánuco y del Grijalva, que rompían por entre los cristales de los muros y caían en silenciosas cascadas en aquella copa inmensa del Golfo. En sus bordes crecían flores pálidas y transparentes, con los tallos cuajados de estrellas de sal y cuyos pétalos estaban salpicados de perlas, el rocío del Océano. En el centro de aquel estanque se erguía una flor extraña y solitaria; de ella brotaba un canto inoído, ideal. Parecía que en su corola anidaba un coro de invisibles ángeles de mar; el eco de sus cantares es el que llevan las olas a la playa en las noches serenas. - ¿Quién canta así?- murmuró el joven soñador. - La flor, contestóle el genio: mira su sombra en el espejo del agua. Y el alférez vió que la sombra de la flor estaba encerrada en el perfil de una mujer inefablemente bella. Si los que osaron registrar la cabaña de la tía Ventura hubieran podido ver aquella sombra, habrían recordado el trazo de carbón estampado en la pared de la barraca. En ese instante el alférez despertó. Y su asombro fue indecible. La voz de la flor de su sueño resonaba ahora al pie del baluarte y de allí, pasando por su corazón, subía a los cielos por la escala de oro de una infinita melodía. Era aquella una de esa voces que nos recuerdan los besos maternales, el hogar ausente, los hermanitos muertos, los primeros besos de las pasiones puras y luego una lánguida y sublime aspiración a la muerte. El alférez se incorporó, puesto de codos sobre la cortina del fuerte, miró hacia abajo. Una sombra negra se movía al pie de una palmera. Bajó el joven, la sombra había entrado en una barquilla y parecía esperar; estaba sola. Acercóse el oficial y a la luz de la luna, ya en su ocaso, distinguió a la tía Ventura. El joven retrocedió espantado, más el canto lo fascinó, y subió a la lancha que se columpiaban rítmicamente sobre las olas. Biblioteca Campeche 2011 28 La sombra satánica cantaba: “el amor, el alma del mundo, tocará con el beso de

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sus labios el rostro marchito de la inmortal y el ángel de la belleza tornará a encender en su frente la estrella del placer sin mañana y sin fin, y en esa estrella de inextinguible foco, los que se aman se consumirán como la mirra en el perfumadero. Ven ¡Oh!, ven: en el amor está toda la belleza; toda la belleza emana del amor”. El joven apartó la vista de su compañera de viaje, porque la lancha bogaba, bogaba mar afuera, y la fijó en el mar. La luna rompía en la barquilla algunas varillas de su abanico de plata y sus rayos oblicuos proyectaban la sombra de los viajeros sobre el terso y sereno oleaje. Y ¡oh prodigio!, la sombra de su compañera era la sombra de la flor del estanque de sus ensueños; la sombra de una mujer bella como la primer vigilia de amor. El joven oficial acercó su sombra a la sombra que lo enloquecía para confundirse con ella. Ambas se buscaban; las dos se acercaban, iban a tocarse. De repente un beso preñado de juventud y deleite resonó en la barca y el mar lo recogió con voluptuosa avidez. El mancebo tenía en sus brazos a una mujer de los cielos; la anciana había desaparecido; quedaba en su lugar una virgen, como no la había concebido artista, ni soñado poeta de veinte años... La lancha bogaba, bogaba... La luna había huído; el viento solsticial soplaba con furia; la barquilla bogaba, bogaba... Rugió la tormenta en el cielo; el huracán estremeció la tierra, la rada entera se convirtió en una oleada sola, lenta, inconmensurable, negra. - Piedad, Dios mío, exclamó la virgen del canto. ¿Qué, no te bastan cinco siglos de sufrimiento? ¿Qué, no puedo ser amada? Biblioteca Campeche 2011 29 - No, respondió un trueno en la altura. Y el rayo hundió en la ola ilimitada a la barquilla y a los amantes; ambos rodaron abrazados y convulsos por el abismo. Más ella no podía morir; reapareció en la superficie; era una divina mujer, pero bajo su vientre traslucían las escamas de oro de su inmensa cauda de pescado. Aquella monstruosa forma canta un canto preñado de sollozos de amor; sus ojos buscan llorando en torno suyo y torna a hundirse luego. Y cada año, en la mañana de San Juan se escucha en la entrada de la rada un canto celestial que dice: “El amor es el alma del mundo, ven si quieres consumirte de placer en mi seno, como la mirra en el perfumadero. ¡Ven! Toda belleza emana del amor”. - La Sirena, dicen los pescadores, y haciendo la señal de la cruz, huyen a toda vela.

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PLAYERAEn la mansa orilla de mis playas natales los cuentos, florecen las leyendas como las rosas y los jazmines que bajan al arenal trocando la colina en una sonrisa, por entre los mangueros, los tamarindos y los "shkanloles" que de sus espléndidas copas verdes dejan caer, por las puntas de sus ramas, su incesante lluvia de flores de oro. Unas de esas leyendas son reidoras y alegres como la luz del día; otras melancólicas como el crepúsculo de las tardes lluviosas; de todas se exhala el vivaz aroma salado de tus algas, ¡oh mar!, que has sido colocado a la vista del

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hombre para sugerirle la emoción del infinito. Uno de esos cuentecillos voy a traduciros, lectoras mías, en pálido lenguaje: oírlo referir a una joven de la costa, mezclándolo con cantares, salpicándolo de imágenes que parecen árabes por lo atrevidas, por lo ardientes, en lenguaje vibrante y sencillo, sin un ápice de retórica, es un encanto. Oírmelo a mí en lenguaje literario y en frases poéticas compuestas ad hoc, puede seros fastidioso; temiendo esto, será breve.Mas os he engañado, lectoras mías, lo que vais a leer no es un cuento, ni es una leyenda siquiera; es un poemilla muy lírico, muy "subjetivo", es decir, muy del alma para adentro, si se me permite decirlo así (y aunque no se me permita), que en lugar de estar escrito en verso está compuesto en prosa lo más verso posible (si puede decirse así, que sí se puede).Apasionado de los contrastes, desde niño he buscado instintivamente, no los sitios siempre verdes y floridos en que parece que la luz se enferma de fastidio, sino el prado cargado de tintas vigorosas que se apoya en la abrupta montaña y que desborda sobre escalinatas de rocas ásperas y negruzcas en donde el mar se estrella y labra su nido la gaviota. Por eso en las playas dulces y sin cantiles de mi país, era para mí deleitoso cierto sitio en que la amplísima curva de la playa se interrumpe súbitamente por una aglomeración de peñascos cuajados de cácteas y desde cuya cima, que me parecía la de una montaña, y que en realidad no era más alta que la de los vecinos cocoteros, tomaba el mar a mis ojos de niño un relieve soberano.¿Me creeríais, lectoras, si os dijese que en este lugar me entregaba a grandes y fantásticos ensueños mirando las nubes, una tarde del estío templado que en nuestras costas acostumbran llamar invierno? ¿Y por qué no me habíais de creer? Tenía yo diez años. ¡Mirad las nubes! ¿Qué otra ocupación más seria puede tenerse en esa edad? Esa tarde tenían un resplandor cobrizo, pero como si fuera el reflejo de un gran horno de cobre en fusión, oculto como el sol bajo el horizonte. Más arriba grandes masas de vapor, de un impuro color violáceo, desleían sus contornos en la enorme placa de zinc del cielo. El mar imprimía a aquellos horizontes su tono prodigioso. Mis meditaciones (¿eran meditaciones?), tomando un giro triste del paisaje, me sumergían lentamente en una catarata de abismos.Unas muchachas con sus flotantes faldas de muselina blanca, con el pecho cubierto por una cruzada pañoleta de seda, y con flores y cocuyos

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en las trenzas, subieron a donde yo estaba, reidoras y traviesas. Una de ellas tocaba una guitarra, cantaban todas; poco a poco los cantos cesaron; la tristeza indefinible que emanaba de las cosas ganó sus almas y, sin hacer caso de mí comenzaron a hacerse confidencias, y una la tocadora, hizo su confesión. De esa confesión, que la joven ponía en tercera persona, he extraído unas gotas de perfume para las páginas que vais a leer.Se llamaba Concha; en los labios de la que se confesaba, tomó el nombre de flor de Lila.Lila era más linda que ese celaje que veíamos flotar como un encaje de oro sobre el disco del sol poniente. Era blanca y el hálito del mar sólo aterciopeló un tanto sus facciones. Era alta y parecía haber estudiado en los datileros cierto delicioso vaivén que daba a su modo de andar la cadencia de una de esas canciones tristes que cantan los pescadores al salir para el mar. Sus cabellos eran de un castaño denso; eran casi negros con visos dorados, suaves como el primer vellón de la mazorca del maíz, y sus ojos eran grandes y brillantes, de un color indefinible, y divinos y turbadores cuando los entrecerraba (porque era un tanto miope), y podía percibirse el fluido cristalino que los bañaba, al través de la rizada seda de sus pestañas. Bajo la nariz rosada y un tanto aguileña, se abría, como el botón purpureo de un clavel, una boca que espiaban para besarla y chuparle la miel los colibríes y las abejas, que habían olvidado por ellas las flores perfumadas del "shtaventún". Completaban aquella maravilla las líneas del óvalo de su rostro, sedosas y puras, como las de la escultura de La Purísima que se venera en la iglesia de San Francisco y que es fama que fue esculpida por los ángeles.Lila era una niña rica; mas cuando vivía con su familia en el lindo poblacho en que Campeche toma fresco, las marineritas de los contornos la contaban como una de ellas, la colmaban de regalos y parecían mariposas revoloteando en torno de uña rosa de Alejandría.Lila nunca había sufrido, ni tampoco había llorado, y esto la ponía triste y pensativa; muchas veces se pasaba las horas sentada a la orilla del mar, preguntando a este perenne oráculo de las costeñas el secreto, no de su falta de sentimiento, sino de su falta de lágrimas. No, no lloraba, y cuando resentía alguna grave aflicción, sus ojos se ponían un tanto opacos... y no más.

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Era una mañana de agosto; la playera acababa de bañarse en el mar reidor y tibio y parecía empapada en el lampo de la aurora; sus cabellos, salpicados de gotas de cristal, caían en grandes ondulaciones sobre sus hombros de estatua, y bajo la orla de la pintoresca saya asomaba un piececillo cubierto a medias por el agua y sobre el cual las olas remedaban arrullos de paloma y desplegaban coquetamente primorosos festones de espuma. Lila tenía a su hermanito entre los brazos y jugueteaba deliciosamente con su carita risueña y sonrosada de placer y de vida; ya cerrándole la boquita con sus dedos de hada, ya fingiendo el canto de la torcaz cuando reclama a sus polluelos o cubriéndole de besos y mordiditas que hacían reír sin cesar al recién nacido.Las nubes, como apretadas bandas de cisnes, tomaban en el oriente baños de púrpura; se abrieron dejando entre ellas un gran trecho azul limpísimo y bruñido. En ese espacio apareció súbitamente un segmento del disco del sol en ascensión. De él se escapó el primer rayo, y la luna, que se columpiaba sobre el mar, palideció de amor. El rayo de sol bajó la colina cubriendo de besos las copas de las palmas, trocando en perlas de oro las gotas de rocío en las florecillas y los musgos, y llegó a la cabellera de Lila; allí quedó prendido, se había enamorado de ella. La sombra se proyectaba delante de la niña y era que el primer beso del día se había dormido en el regazo de la playera.Lila sentía extraños padecimientos; palpitaba violentamente su corazón y cerraba los ojos como si quisiera cegarla el reflejo del sol que ya abría sobre las olas su inmenso abanico de fuego:—¿Voy a llorar, Dios mío? —se preguntaba.Una sensación inexpresable la hizo volver en sí; al tornar el rostro al oriente había recibido un beso en los labios; quiso huir, pero no pudo. Puso al niño sobre la arena, suave como un almohadón de pluma; y se apoyó en la roca; parecíale que una voz cuchicheaba en su oído frases divinas. Y tornaron sus ojos a cerrarse, una corriente volcánica circuló por sus venas y al sentir el segundo beso sus labios sonrieron de deleite; estaba dormida.Y allá, en la región de los sueños, la joven escuchó la música voluptuosa y lánguida de esta canción de amor:

Soy un destello del sol candente,

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chispa de un foco de eterno amor; niña, tu boca dulce y rienteserá mi cáliz, será mi flor.

Mírame, ámame, niña hechicera, yo soy el ángel de la ilusión;dame tu vida, blanca playera, playera, dame tu corazón.Delante de ella se irguió un mancebo; tenía en la mano el arpa, vibrante aún, y temblaba en sus rojos labios la última nota. Su belleza era ideal, brotaban de sus ojos en ondas luminosas el amor y la juventud. Hasta su sombra parecía iluminada por un fulgor cuya fuente era invisible. El mancebo parecía embarcado en un esquife cubierto con mantos de armiño y cendales de oro; las olas del mar se teñían de luego al acercarse a él; cuando batía sus alas inmaculadas dejaba entrever detrás de él, en los cielos, un gigantesco pórtico de cristal y de zafiro desde donde bajaba una gradería de oro transparente.En medio de su éxtasis, una penumbra negra invadió el alma de la muchacha; tuvo un recuerdo. En la última fiesta del patrón de los marineros que se venera en san Román, había visto a aquel ángel: vestía de terciopelo como un magnate de la corte virreinal (de los que todos hablaban y nadie había visto), o como un jefe de corsarios franceses, y recordó que todos creían que aquel hombre debía de ser un filibustero, porque nadie lo conocía y derramaba el oro a manos llenas. (Estamos, queridas lectoras, en los tiempos coloniales; no se me había presentado oportunidad de decíroslo.) Lo singular, lo malo, es que durante todas las fiestas aquel hombre la siguió con sus miradas, amorosas y audaces a la vez; ¡qué horror! Y ella, ella lo veía como distraídamente y el corazón le palpitaba con infinita fuerza...Todas estas reminiscencias pasaron como una bandada de aves negras por el cielo de su alma. ¿Quién ha pretendido analizar el primer momento de amor en el corazón de una mujer? Ellas jamás lo explicarán, ni los ruiseñores cómo brota de su garganta el primer arpegio, ni el botón de nardo cómo exhala, al abrirse, su primer perfume. El primero amor es la revelación del alma en nuestro ser:

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sabemos que existe: mas no la sentimos, sino cuando amamos. La paloma que anida el misterio que cada uno lleva en lo más íntimo de sí abre las alas y canta, con sólo el fulgor de una mirada que penetra en nuestra sombra. Y esta palabra mil veces deletreada con indiferencia: amor, adquiere para nosotros una significación inmensa, nos lo explica todo, es la clave del jeroglífico de la eternidad.Lila no se explicaba así lo que sentía, ni de ningún otro modo. Porque el mancebo que la playera tenía delante, lo estaba en realidad, pero delante de su alma; y el parecido de éste con el filibustero indicaba que ya lo había visto. Pues no, no había visto a nadie; y, sin embargo, todo era real, todo era supremamente real, pues qué ¿hay algo más real que la luz en un rayo de sol y el amor en una mujer de quince años, en la costa del Golfo?Lila, magnetizada por las palabras del mancebo alado, se dejó cubrir la frente de besos; de cada beso nacía un azahar, y juntos formaban una corona de desposada. Luego, el ángel (¿no os he dicho que era un ángel?) tendió sobre su cabeza y dejó caer en rectos pliegues sobre el cuerpo de la virgen una nube sin mancha; era el velo de boda. Y el altar era sorprendente; parecía el altar de la iglesia de San Román, pero cuajado de piedras preciosas: los cortinajes de tisú recamados de oro parecían nubes bordadas de estrellas y el pavimento era un ópalo verde como el mar.—¿Me amas? —preguntó el mancebo.—Sí —dijo la joven con sólo el destello que se encendió en sus ojos.—Ven, pues, ven conmigo.—¿Podré llorar?—Llorarás —repuso el amante de Lila.Y la barquilla de cristal se aproximó... Pero otra sombra negra se interpuso entre el alma de la niña y su visión de amor:—¡Dios mío! —exclamó la niña con desesperación profunda— ¿dónde está mi hermanito? Lo dejé dormido en la arena y lo olvidé. ¡Ay!, se lo han llevado las olas.—Míralo en su nido —le dijo el celestial barquero.

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Sobre la luna en menguante, apenas visible en occidente y que parecía una cuna de plata colgada en el firmamento, Lila pudo ver a su hermanito dormido.Y ya la barquilla bogaba, bogaba en el mar risueño. La cabeza de Lila, reclinada sobre el pecho de su amado, parecía rodeada de una aureola; sus cabellos destrenzados mojaban sus extremidades en las olas, y éstas pasaban a través de sus hilos sutiles temblando armoniosamente, como la brisa por entre las cuerdas de las arpas eólicas. Lila se sentía dormida y no tenía fuerzas para querer despertar. En sueños tuvo un recuerdo y fue la última sombra negra. Aquella mañana, al salir del baño, había visto un bergantín con bandera negra cruzando a toda vela el horizonte... La bandera negra es la bandera de los filibusteros:—Allí está —decía palmoteando alborozada la criada africana de Lila—, allí está: viene por nosotros.—¿Quién? — preguntó la niña.—Aquel que tanto miraste en las fiestas de San Román...Después, Lila, pensativa, tomó un poco de leche que le trajo la esclava; estaba un poco amarga; y luego siguió jugando con su hermanito...Lila sintió un beso entre los labios y la barca continuaba bogando, bogando...—Yo quisiera llorar —decía la niña—. ¡Oh! Dios mío, creo que voy a llorar.—Llorarás —contestaba el ángel, inclinando sobre ella su gran mirada de amor...—Vaya un cuento raro. ¿Y lloró por fin? —decía una de las muchachas.—¿Quién sabe? Pero lo cierto es que fue feliz.—¡Feliz! —dijeron todas a una.—Si murió, fue feliz; y si lloró, fue feliz también...—¿No ha dicho Jesús, nuestro Señor: "felices los que lloran"?—¡Oh!

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MARINADejad un momento, ¡oh! mis lectoras mexicanas, vuestro primoroso valle, vuestras pintadas montañas, vuestro cielo color de lápiz azul y esas lagunas, grandes gotas de agua que el mar al retirarse de las alturas dejó como un recuerdo en la Mesa Central, y veníos en mi compañía: mientras miráis el mar yo os contaré una historieta. En la costa sudoccidental del estado de Campeche, a corta distancia de la capital, existe un pueblecillo todo lleno de aromas, de pájaros y de flores. En él recogí esta leyenda; me la contaron en la hora del flujo vespertino, al misterioso rumor de la marea y en el intervalo que hay entre la puesta del sol, uniendo en un solo incendio el espacio y la bahía, y la aparición tranquila de la estrella del mar. Los días estivales son, en mi país natal, ardientes y luminosos por extremo. No bien aparece el sol tras las cercanas colinas, cuando ya es grata la sombra del roble marino y el vaivén refrescador de las hamacas. Excuso deciros cuán dulce es la respiración de las olas, qué perfumado y tibio el viento, qué risueñas las flores; modelos puestos allí por la mano divina que el hombre no acertará a copiar jamás.Entre aquella armonía, inmergidas en ese ambiente, rodeadas de una vegetación tan brillante, tan verde, que parece tallada en esmeraldas, se miran algunas casitas semejantes a grandes nidos de gaviotas. Algunas de ellas alargan coquetas un pequeño muelle en la ensenada, como queriendo mojar en ella la punta del ala. En derredor de estas graciosas habitaciones, sombreadas por grupos de cocoteros, desborda por las albarradas en elegantes espirales el San Diego, entre cuyas volutas caprichosas cuelgan los racimos de flores de coral pálido. Al abrigo del muelle crecen las rosas a veces, y los grandes lirios morados y los jazmines, todo con una exuberancia lasciva, con una fuerza de vida que embriaga. Aquí y allá, sobre rocas, en las raquetas del nopal endereza su estuche de espinas la tuna roja. Pasan por encima de ese

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albergue de delicias las brisas marinas; las algas dibujan con su negruzca y movible curva la ondulación de la playa, y las olas charlan sin cesar plegando y desplegando su sábana líquida ribeteada de encaje. Allí la vida es dichosa. Figuraos todo ese color, toda esa luz, todo ese aroma encarnados en una muchacha de dieciséis años... Marina, hija de aquella playa, había visto a su padre enriquecerse con su trabajo. ¡Cuántas veces las lanchas del viejo pescador la habían columpiado, y como si sintieran alegres el peso del cuerpo de la niña, como el corcel que siente una caricia, habían partido por la bahía tendiendo sus alas de lino, llevando ella el timón y los bogas inmóviles sobre las cañas de sus remos!

Era la playera esbelta como la palma del coco; su cabello se confundía con las cuentas de azabache de su gargantilla; en sus ojos parecía espejear la ola de zafiro de los mares primaverales y parecía su boca una de esas conchas perleras cuyos bordes húmedos y rojos entreabre el buzo para vislumbrar su tesoro. Su tez dorada por el terral era más suave que la seda de su pañoleta, bajo la cual se dibujaban dos pequeños nidos de chuparrosa.¿Por qué era melancólica aquella hija de la costa? Así son todas, así es el mar. Y luego sorprende siempre y siempre hace soñar. Verlo es casi ver el cielo; pero un cielo tangible que se puede acariciar. Marina era la más melancólica, la más soñadora muchacha de aquellas playas: era triste. Aquí empieza el poema, un poema de amor: nada. Unas cuantas estrofas; nada, las mismas de siempre; el eterno tema de la retórica, la eterna verdad de la juventud; nada. Dejadme bordarlo, ya que no con rimas, con dulces y lánguidos circunloquios, con frases cargadas con el viejo e inmortal polvo de oro de la poesía. Largo rato hace que contempla el horizonte del mar. Surge de improviso, viniendo del rumbo del puerto una mancha blanca; blanca como una garza, así vuela; en su vela, en su ala blanca se refleja el sol naciente. Era una barquilla; venía presurosa empujada por el aliento de la mañana; crecía como una fantasmagoría óptica. Saltó a tierra un mancebo, el gentil, el rubio que había visto Marina en las fiestas de San Román —donde se venera el Cristo Negro que cuida de los marineros—, el hijo del antiguo capitán de su padre; iba a casarse con ella: él lo decía. Entró en la casa de su amada; se sentaron en el borde de un

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arriate que era como búcaro de jazmines blancos... Esos jazmines, y las rosas, y los lirios, todos esos cómplices eternos de los pecados del trópico, supieron lo demás. Una hora después el rumor apasionado de un beso se confundía con el rumor de las olas. Marina volvió sola a su casa, sola. Pasó el tiempo; Marina esperaba; nadie venía, nada más que sus lágrimas. La triste está enamorada, decían sus vecinas; unas lo sabían todo; las más lo adivinaban: las mujeres no se equivocan nunca cuando de esta enfermedad se trata. Por eso Ramón, el piloto de la Rafaela, buen marino y mejor muchacho, prescindió de pedir la mano de la playerita. Mucho la amaba; todo es grande en torno del océano.Marina cantaba estos versos compuestos por un poeta de aquellos rumbos de la costa:

Soy marina, la flor de la playa, son mis labios de miel y coral. Pescadores, tended blancas guirnaldas de flores donde pase el cortejo nupcial. Soy la concha de nácar; la brisa me columpia con manso vaivén. Marinero, marinero del alma, te espero; no me dejes llorar: ¡oh, ven, ven!...

"Ven, ven", repetía balbuceando la ola, como el pájaro a quien se enseña un canto. Marina, a su vez, repetía sorprendida el ritomelo y se alejaba cantando: Marinero del alma, ven... ven... "Ven", sollozaba el mar a lo lejos...

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Huyeron los días, los meses. La playera tenía el color apenado de la "flor de cera". El viejo padre de Marina miraba a hurtadillas los ojos extraviados de su hija y meneaba la cabeza... Recordaba la historia de ésta y de aquélla... y de la hija de su compadre, y temblaba repasando las novelas realistas e inescritas de su juventud... Marina estaba en el muelle, como de costumbre. Dio un grito de repente, se incorporó; una vela blanca venía del puerto: la barca atracó al muelle... Las flores, las cómplices encantadoras de todo amor, saben lo demás... Las olas vieron la despedida, oyeron el beso en el pie desnudo de la joven, y un adiós desesperado... Ellas lo repitieron en su perpetuo sollozo... Adiós... Marina las vio con ojos enloquecidos, pero sin llorar. La barca se perdió en el horizonte y ella se acostó en la arena como si hubiera muerto. Jugaba la ola con su saya, avanzaba, a veces, hasta las puntas de sus trenzas salpicándolas de cuentas de cristal... Así la encontró su padre. Pocas horas después la fiebre, con una lujuria infernal, quemaba entre sus brazos de fuego a la pobre Marina... Deliró; el viejo lo supo todo. Habló con el padre del seductor, su capitán antiguo. —Todo está remediado —le contestó—: he enviado a mi hijo a Barcelona, para que no siguiera inquietando a tu hija. En muchos años no volverá. Éste no era un remedio, bien lo sabía el padre de Marina; porque novelas así suelen ser frecuentes en la costa: esa muchacha de su tiempo, y aquélla, y la hija de... Pero ninguna era como Marina; Marina era otra cosa, Marina sentía de un modo extraño; cantaba, lloraba, soñaba, hubiera dicho, si hubiera sabido decirlo el viejo. Si, Marina era otra cosa; claro, era su hija. El pobre hizo sus confidencias a Ramón, al piloto, al enamorado de Marina... Lloraron juntos, de ira el uno, de desesperación el otro; de dolor los dos... Marina se salvó: ya estaba buena el día que Ramón, enjugadas las lágrimas, entró al cuarto de la muchacha que, en el vetusto sillón de cuero de su padre, estaba sentada junto a la ventana, por primera vez abierta. Y le dijo: —Marina, lo sé todo. —Ella lo miró, no con sorpresa, sino con infinita dulzura.

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—Oye —continuó el piloto—, pocos del pueblo conocen tu desgracia; emigraremos sin embargo: tu padre así lo ha resuelto; yo soy honrado y mi nombre lo es: ¿lo quieres? Serás mí esposa para todos, pero... Y se acercó al oído de la niña y murmuró en secreto quién sabe qué frases. Ambos lloraron; de admiración, de gratitud ella; el pobre Ramón de dolor. Poco tiempo después, la brisa salubre de la costa había completado la curación. El día de la boda, Ramón suplicó de rodillas a su novia que colocase en su cabeza el velo virginal de las desposadas. Marina se arrodilló largo tiempo delante de la imagen de la Virgen, que había heredado de su madre, y después, pálida pero serena, aceptó. Concluida la ceremonia, hubo comida y baile y grande algazara en la casa de Marina. Caía la tarde; Marina bajó del muellecito a la playa. El mar parecía un zafiro inmenso engastado en un relicario de oro. Fulgorosos encajes de fuego flotaban en el cielo sobre jirones de amaranto. Bandadas de nubecillas se esparcían por doquiera: pétalos de flores arrancados de aquel gigantesco ramillete por la brisa. A veces parecían discos de oro girando sobre un tapiz de púrpura; otras parecían vapor de sangre; allá a lo lejos vagaban algunas, pálidas e intangibles como los fantasmas de las baladas alemanas. Campeche, por su situación en la costa, ve ponerse el sol en el mar; ve la hora en que el sol, al recostarse en su lecho tropical, cambia con la tierra una mirada sublime que estremece a la creación. Marina, distraída, se acercó a la playa, mientras adentro cantaban las muchachas, con un aire de danza cubana, una canción de un poeta de aquellas costas:

Baje a la playa, mi dulce niña; perlas hermosas le buscaré, mientras el agua durmiendo ciña con sus cristales su blanco pie.*

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Marina descalzó sus pies de las zapatillas de raso blanco, como lo hacía frecuentemente; los desnudó de la calada media y empezó a jugar con la ola que salpicaba su falda de linón un tanto recogida. Estaba bellísima; un sentimiento impregnado de místicas aspiraciones al cielo comunicaba a su fisonomía encantadora no sé qué fulgor ideal. Parecía arropada en uno de los últimos destellos del día. Sus formas conservaban su voluptuosa morbidez; pero era esa morbidez mística que nos arrodilla ante las vírgenes de Murillo. Su mirada erró un momento por el horizonte; luego se fijó magnética, poderosa, por el rumbo del puerto. Y vio la niña a lo lejos, muy a lo lejos, una garza blanca que se tomó luego en una barquilla, que se dirigió a ella a toda vela. Saltó a tierra un mancebo; el gentil, el rubio que por primera vez vio Marina en las fiestas del Cristo Negro de San Román, y Marina le tendió los brazos cantando:

Marinero marinero del alma, te espero; no me dejes llorando: ven, ven...

"Ven", repetían las olas, como el pájaro a quien se enseña un canto... Y las muchachas terminaban en derredor de Ramón, allá dentro, la canción del poeta costeño:

La dulce niña bajó temblando, bañó en el agua su blanco pie...**

Entonces Marina sintió sobre sus pies desnudos un ardiente y húmedo beso... Y la barca se iba, se alejaba, huía... Y el viento y las olas balbuceaban un adiós lúgubre, como el último adiós. Marina siguió a la barca; entró en el mar, se acercó, se acercó a su amante... Llegó a él,

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sintió en derredor de su cintura unos brazos suavísimos, aspiró un aliento caliente y aromado, entreabrió los labios y sintió en la boca el beso amargo de la ola, que cubriéndola con un movimiento apasionado, tendió sobre ella su inmenso sudario de cristal y fue a besar la playa murmurando el eco del canto de Marina. Corrió Ramón a la orilla, corrieron las muchachas; sólo hallaron el velo de la desposada flotando sobre las olas. Todos los años hace el mar en el mismo sitio un ligero remolino y parece entonces que flota sobre él un instante el velo de Marina con su encaje de espuma. "Ven, ven", repite la ola. Esto dicen, por lo menos, las playeras enamoradas que en ese día cuidan de no acercarse mucho a la playa, sobre todo en el momento que transcurre entre la puesta del sol incendiando el firmamento y la aparición divina de la estrella de los mares.

EL CALLEJON DEL PIRATAEra Román el muchacho más valiente de la gente de Lorencillo. Se presentó de improviso sobre la cubierta de la goleta capitana, después de una de aquellas incursiones que dejaron aterrorizado al vecindario del puerto y, a punto de ser ahorcado por el cruel jefe, se salvó gracias a la extrema juventud casi niñez, y a la circunstancias de ser conocido del contramaestre, quién salió garante de su audacia y picardía. Román tenía en la ciudad de San Francisco de Campeche, un nombre ilustre del que había renegado para seguir la senda del crimen. Colmó sus anhelos en aquella memorable noche de combate y de horror en la que, cuchillo en mano, ayudó a los piratas en la tremenda carnicería y se confundió con ellos a la hora de la retirada, ocultándose en la sentina, mientras se levaban anclas y se desplegaba el velamen para aparecer sobre cubierta cuando la hora y el andar de la capitana le hicieran suponer que ya estaba en altamar. Pronto ganó el muchacho el ascenso deseado y en Belice y en Sisal probó con creces de hombría, recibiendo del propio Lorencillo una espada y una pistola como insignias de valor y de mando.

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Nada faltaba a Román para su satisfacción morbosa. Las huertas de naranjos en flor que había dejado en Campeche, estaban olvidadas. Las cucañas y los volteaos que jugaba con sus amigos no valían ni con mucho las demoníacas fruiciones que le proporcionaban los incendios, los saqueos y las matanzas. La imagen de aquella virgen morena había brindado sus inocentes hechizos a las miradas perversas del futuro pirata, se había esfumado entre los vapores del alcohol y las prostituciones de todo género en las orgías de la Florida. Los padres mismos de aquel engendro de Satanás se habían borrado de su memoria: el venerable regidor perpetuo de la ciudad que había tenido el honor de recibir letras del rey y la honorable matrona a cuyo paso se descubría todo Campeche, y que tenían sangre de dos capitanes generales y un virrey. El joven pirata tenía, sin embargo, nostalgias inexplicables, sentía que algo que no era su tierra ni su familia faltaba. Y una tarde descubrió el motivo de sus tristezas cuando sorprendió a un grumete contemplando un pequeño cuadro en que resultaba entre doraduras y nácares EL SANTO CRISTO DE SAN ROMAN. Hasta entonces pudo haberse dado cuenta de porqué al ponerse nombre de guerra, haría adoptado el de la milagrosa imagen. Y desde entonces tuvo la obsesión de visitar el santuario de su barrio nativo, en el que se veneraba al Cristo Negro y que protegía a los marinos, deteniendo oportunamente las furias del Norte y abriendo los brazos amorosos de la sonda de Campeche a los barcos desmantelados o con vías de agua. No era por supuesto, sentimiento cristiano el que bullía en el ánimo de Román. Era un rencor profundo y una atracción idolátrica lo que existía entre el Cristo omnipotente y el pirata abominable, que veía en aquel crucificado, el único poder capaz de oponerse a sus falacias y a sus maldades. Tres veces había invadido Campeche con la gente de Lorencillo, más los desembarcos que se habían efectuado en Guadalupe y en San Francisco, sin que el barrio protegido por el Cristo Negro sufriera quebrantos. Román se declaró protegido por el Cristo y no vencerlo y el no poder realizar sus designios constituían una tortura para su arrogancia. La ocasión se presentó en el mes de septiembre, en los días que “el jefe” daba de asueto a su gente, para marchar él mismo a las orgías floridanas. Román aparejó el bote que en los desembarcos tenía a su mando y una noche muy obscura, la del 13 de septiembre, solo y sin más armas que un cuchillo de mar, se acercó a la playa de San Román y puso pie en tierra con desafiante ademán de conquistador. Las circunstancias eran propicias: los buenos san romaneros habían dado tregua a sus afanes y dormían confiados, esperando las suntuosas

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fiestas del día siguiente, que se iniciarían con la primera misa cantada, la misa de los marinos que al toque del alba se aplicaría en el Altar Mayor. Una guardia de diez hombres había quedado en el templo, que permanecería abiertota la noche; y en los callejones que comunicaban la calle real con la playa, dormitaban, uno en cada callejón, los guardieros oficiales, encargados de dar la voz de alarma en caso de invasiones. La pesadez de las noches y las muchas libaciones del día anterior y el deseo de estar listo a hora temprana, adormecieron a todos los custodios y permitieron a Román pasar sigilosamente POR EL CALLEJON ESTRECHISIMO que sale a la calle real, frente a la iglesia. Resueltamente atravesó el pirata el atrio enrejado y penetró al templo por la puerta del costado, dirigiéndose al altar recamado de plata en que ardían sólo dos gruesos cirios ante la milagrosa imagen. La vista del enemigo, del rival, encendió en su cerebro la soberbia y afirmó en sus manos el cuchillo. De un ágil salto llegó hasta la cruz y sus manos crispadas tropezaron el gran clavo de esmeraldas y perlas que sujetaban los sagrados pies; mas, al asirse de las rodillas del crucificado con la mano izquierda, para tomar con la derecha el cuchillo de más que llevaba entre los dientes, y hundirlo en el costado del Cristo, para dejar un recuerdo de su audacia, y de su victoria, sintió que aquellas rodillas temblaban y le hacían perder el equilibrio, sintió un terror hasta entonces nunca sentido, y dejó caer el cuchillo que al chocar contra una de las briseras del altar despertó a los guardianes, quienes se apercibieron a indagar la causa de aquel ruido. Román tuvo tiempo de escapar, antes que los guardianes, vueltos de su sorpresa, tratarán de aprehenderlo. Cruzó rápidamente el atrio y la calle, se entró por el callejón que conduce al mar, y cuando los guardieros, avisados por los de la iglesia, registraron la playa, sólo oyeron el ruido de una potala que se embarcaba y de una vela que se desplegaba a favor del fresco sureste y hacía volar una esquife. Por acuerdo de los organizadores, no se habló del suceso, y las fiestas tuvieron el lucimiento proyectado. Muchos años después, volvía al solar de sus mayores un hombre vigoroso y de fisonomía seria, quien aseguraba a sus antiguas amistades que, corriendo fortuna, había logrado reunir los muchos doblones que llevaba en el bolsillo y quien, arrepentido de sus culpas, deseaba invertir en mejorar la iglesia de San Román. Tenía aquel hombre algunos caprichos extraños, por lo que no causó ninguna sorpresa el que, el día de la inauguración de las mejoras, se hiciera una procesión del Santo Cristo, que se detuvo frente al callejón estrecho que conduce de la playa a la calle real y que del callejón saliera de rodillas el ilustre donante y ofrendara al Señor de San Román, como “exvoto”, un

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cuchillo de oro con puño de rubíes y una inscripción que decía: “NADIE PUEDE VENCERTE”.

LA CALLE DE LAS LIMONARIASAllá por los ochenta del siglo pasado, la plaza principal de Campeche, “el jardín como le llamaban algunos, o “la plaza de armas” como le llamaban los más, era un recinto cerrado que dejaba entre la artística reja que la circuía y las casas vecinas, una calle suficientemente amplia para la circulación de carruajes y peatones. Tenía la plaza “el jardín” propiamente dicho, tres calles o “vueltas” como se les llamaban: la chica, que corría alrededor de la glorieta central, en que había una artística fuente; la segunda, mediana en extensión, que estaba limitada hacia adentro por unos arriates siempre llenos de rosas, claveles, y otras

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plantas floridas de poca altura, y hacia fuera por los macizos de plantas de la siguiente; y ésta, llamada “la última vuelta” y que era la más grande, tenía como límite interior los macizos aludidos, quedando hacia fuera la hermosa verja de hierro fundido que terminaba en las esquinas y en las partes medias de las calles, en unas puertas preciosas del mismo material sostenidas por artísticas pilastras de mampostería. No sólo se diferenciaban las calles o vueltas de la plaza de armas por los caracteres antes mencionados, sino que la gente de aquel entonces, que todo lo ordenaba y clasificaba, les había dado destinos distintos. La “vuelta chica”, era la preferida por los hombres que caminaban despacio, por los niños que correteaban por ella al salir de la glorieta central, y por las señoras que por su estado de salud necesitaban de un ejercicio moderado. La segunda vuelta, clara, mediana en extensión, y perfumada por las flores que de uno y otro lado la limitaban, era el sitio de reunión de la gente joven que concurría todas las noches de retreta, que eran dos en la semana, y que paseaban por ella formando dos corrientes, las señoritas hacia fuera y los hombres hacia adentro, sin que jamás se rompieran esta admirable disciplina, que no tenía más origen ni más sanción que el acuerdo mutuo. Y la última vuelta, la mayor y quizá la más bella, era para el pueblo en los días de retreta, y para las gentes que salían a caminar en los días en que no había música. Esta última vuelta es la que yo llamo la calle de las limonarias y los lirios, porque los macizos de vegetación que la separaban de la segunda vuelta estaban formados exclusivamente de limonarias y lirios que en apretadas filas confundían sus hojas y ramas siempre verdes, y en armoniosa mezcla de aromas saturaban el ambiente con el delicioso perfume de sus flores. Los lirios eran de esa clase de lirios de estatura gigante, que florece en copas también gigantes; y las limonarias brindaban, con el aroma de las flores de que casi siempre estaban cubiertas, los arullos de las parejas de tórtolas que hacían su nido en el espeso follaje, y que se asustaban al paso de transeúntes bulliciosos. Todo era encanto en aquella “última vuelta” que, para completar su belleza, estaba decorado con bancos de azulejos de factura hispanoárabe y que estaba discretamente alumbrada por las luces de los faroles de petróleo del alumbrado público. Los tertulianos de los bancos de azulejos eran casi siempre gentes sesudas que discutían en voz baja sucesos políticos y cuestiones científicas; y en más de una ocasión se vio sentado en esos bancos de estilo árabe, solitario y meditativo, a algún artista que iba a buscar en aquél ambiente misterioso y perfumado el contacto con el Olimpo. También fue en

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ocasiones la “última vuelta”, lugar de cita para los enamorados, que aprovecharon sus claroscuros y sus aromas para decirse, en ese idioma universal que eleva el espíritu y fortalece el ánimo, lo que todos dicen y que en cada caso particular sólo dos comprenden. Más, entre todas las encantadoras parejas que en esa divina calle de las limonarias y de los lirios se veían, hubo una que todos aplaudían, que nadie censuraba, y que explicaba y enaltecía el dulce culto al amor, en lo que de más tierno, más alto, más sublime tiene este delicado sentimiento. Ella , era una fina descendiente de familia linajuda. Corta de estatura, proporcionada en formas, tenía unas manos y unos pies que hubieran causado envidia a las marquesas del tiempo de los Luises. Cuidaba la dama de sus vestidos y de sus afeites con nimia pulcritud, y atendía la tersura de su piel con cuidado tales, que era fama que, cual la hermosa matrona romana, se daba periódicos baños de leche, y no salía nunca de día, para evitar los estragos que los rayos irrespetuosos del sol suelen hacer en los cutis que se respetan a sí mismos. El, era un hombre gallardo, de cuerpo fuerte, y de ojos azules, de mirada penetrante o bondadosa, según estuviera el ánimo de su poseedor. Por herencia y por propia inclinación, estuvo siempre en contacto con los negocios políticos de la época, y figuró, como sus ilustres antepasados, en la cosa pública y siempre y siempre en los puestos de mayor brillo. Militar habilísimo y político sumamente sagaz, tenía en aquél entonces las riendas de los asuntos públicos en Campeche, y casi puede decirse que en toda la península, por lo que su paso por calles y paseos constituía un desfile triunfal de amigos sinceros, los menos, y de aduladores los más. Ambos se conocieron, trataron y amaron desde la juventud, quizá desde la niñez; y sin que nadie se explicara la causa, pues que no había impedimentos ni oposiciones, nunca intentaron llevar ese sentimiento purísimo al altar conservando hasta los límites de la ancianidad el mismo afecto mutuo, la misma estimación correspondida y el propio anhelo de amar y sentirse amado que tuvieron en sus años mozos. No sé por qué motivo llaman a este amor “platónico”; pero yo le llamaría más bien amor puro, firme inequívoca, trascendental. Visitaba el alto jefe a la encantadora dama en la casa que ésta vivía en la sola compañía de su servidumbre; pero estas visitas que, por singular delicadeza, eran cortas y la vista del público, puesto que se celebraban en el salón frontero a la calle con grandes ventanas que se abrían entonces de par en par, solo se efectuaban cuando el personaje iba o venía de alguno de sus muchos viajes. Y las entrevistas, cotidianas, los coloquios dulcísimos de todos los días se verificaban en la “última vuelta de la plaza”, menos en los días

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de retreta, pues ambos enamorados, conscientes de su posición y de sus circunstancias, esquivaban de propósito las miradas y comentarios, posiblemente burlescos de la multitud de paseantes que en aquellas noches llenaban la plaza. La entrevista se verificaban siempre a hora fija; al dar las ocho el reloj municipal, entraba la dama por una de las puertas del jardín, sola y caminando con naturalidad y paso menudo y pausado; y en ese mismo instante, con puntualidad jamás perdida, por otra puerta y en sentido opuesto, entraba el galán caballero rodeado de su gran corte de amigos y aduladores. Breve era la distancia que tenían que recorrer; y cuando la dama quedaba a la vista, el enjambre de acompañantes, movido por invisible resorte u obedeciendo a consigna estricta, se separaba del jefe que solo, continuaba su marcha hasta quedar junto a la dueña de su amor. En un banco arábigo cubierto de azulejos tomaba asiento la feliz pareja, y la corta entrevista rara vez pasaba de la media noche. ¿Qué se dirían aquellos dos amantes casi ancianos? La sensatez del caballero y la discreción de la dama hacen suponer que tratarían de asuntos triviales, que las frases intensamente pasionales habían cedido el puesto en aquellos dos enamorados a las tranquilas confidencias que suelen tener entre si los amigos íntimos; pero la “última vuelta” de la plaza de armas, “la calle de las limonarias y los lirios”, parecía que en aquellos momentos cobraba vida más intensa; de los verdes follajes descendía frescura bienhechora, de las flores emanaban perfumes enervantes, de los nidos colgados de las ramas salían arrullos de las tórtolas inseparables, y todo aquel escenario de sin igual encanto parecía que entonaba un himno santo y solemne al amor puro y firme, al amor inmortal.

EL YERBATERO

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En la Villa de San Francisco de Campeche, por aquellos tiempos en que su seguro y tranquilo puerto era un emporio de movimiento y que a diario se veía visitado por buques transatlánticos que arribaban, muchas veces después de cruentas luchas con huracanes y temporales, en busca del codiciado palo de tinte, llamado de Campeche, que constituyó importante fuente de riqueza hasta principios del presente siglo, digo que en esta Villa durante la época posterior al descubrimiento y conquista, como en los agobiantes años coloniales y los primeros de la Independencia Mexicana, se rindió ferviente culto a la superstición, forzosa consecuencia de la ignorancia, y los agoreros, los funestos curanderos que con diversas yerbas preparaban brebajes repugnantes como la zupia, pero a los que se les atribuyen influencias curativas tan poderosas y tan arraigadas en las gentes incultas, que inútil ha sido valerse de la poderosa acción de la ciencia para destruir la magia de los charlatanes, que por desgracia subsisten en nuestros días, prueba evidente de la ineficacia de los progresos de la civilización para arrollar esos vestigios de hechicería de que tanto zumo han sacado los brujos que con marcada hipocresía se han cebado en los incautos. En esta leyenda, que bien puede llamarse histórica, voy a relatar fielmente un suceso tradicional que nada tuvo de maravilloso en aquel entonces por la rapidez con que se sucedían hechos que en la actualidad asombran y amedrentan. A fines del tormentoso Siglo XVIII naufragó en el arrecife de los Alacranes, sepulcro de múltiples embarcaciones, una goleta belga llamada La Invencible, cuyo nombre no correspondió a su funesto fin ya que las embravecidas olas la sumergieron fácilmente. Lo que pudo salvarse del naufragio fue conducido a Campeche, juntamente con los pocos supervivientes. Entre éstos se contaba uno a quien apodaban “El Güero” por su color rubio y el que no quiso regresar a los Países Bajos, de donde era oriundo, como lo habían hecho sus compañeros de infortunio, prefiriendo la tranquilidad habitual de Campeche, radicándose en esta ciudad que se avenía con su mareante afición. Por su aspecto bonachón y su carácter retrído todos juzgaban al “Güero” un macacallos, cuando muy lejos éstaba de toda tontera, menos de la del amor, sentimiento terrible que ejerce decisiva influencia en el corazón humano, pues a poco circuló la noticia de que se había enamorado de una guapa muchacha llamada Mercedes Coyoc, que vivía por al Eminencia, lugar histórico, por cuyo rumbo habitaba el personaje de esta leyenda. Transcurrió el tiempo, sucediéndose acontecimientos diversos, muchos de ellos, espeluznantes, hijos de la lucha de las razas y de las naciones, cuya desmedida ambición iba ensanchando el espinoso

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camino de la independencia y libertad de los pueblos y de los hombres. Y un día del año de 1798 se divulgó el matrimonio de “El Güero” con mercedes, sabiéndose que el primero había abandonado el saco y los zapatos y vestía como un hijo del pueblo. Entregado a labores agrícolas en el rancho “Caniste”. Mercedes, mujer rústica, desprovista de la más rudimental cultura, imbuída en las ideas supersticiosas de la abuela y de la madre, las que a todos los males les atribuían causas distintas a su verdadero origen y que en varias yerbas tropicales hallaban la panacea para las enfermedades y que con fe ciega se sometían al artificio de los curanderos y a sus exorcismos; con esas arraigadas supercherías, fue funesta para su esposo, quien atacado súbitamente de la fiebre amarilla, en vez de llamarle a un facultativo para que lo tratara por medio de la ciencia de Hipócrates y de Galeno, fue en busca de Ramoncito, el famoso yerbatero Ramón Ek, cuyos servicios eran solicitados por las gentes ignaras que con dificultad se encontraba en su casa, pues siempre andaba de la Ceca a la Meca ejerciendo supernicioso oficio; pero hallado que fue y conducido cerca del enfermo, encontró a este vómito incesante de un color negro; con fiebre alta hasta el delirio y gran nerviosidad. Con toda parsimonia procedió Ramoncito a un minucioso y visible examen y luego extrajo de una bolsa, antro de brujerías, hojas y flores amarillas de ruda, como lo denunciaba su fuerte y desagradable olor, y santiguó con ellas repetidas veces, murmurando entre dientes incomprensibles oraciones, al infortunado enfermo, que había tenido la desgracia de casarse con una ignorante e ir a parar a manos de un yerbatero, que precipitó su muerte, pues cuando con una espina de tun le agujereaba la cabeza al “Güero”, éste ahogado por la fuerza del vómito expiró, exclamando azorado Ramoncito: -No logré sacarle el mal viento y se lo llevó; y Mercedes y todos sus familiares le dieron crédito, cuando debieron denunciar el caso a las autoridades y le fuera aplicado un ejemplar castigo a tan vulgar y tremendo curandero, que por explotar llegan al crimen en sus más supinas repugnancias. Al cadáver del pobre belga se le tributaron los ritos acostumbrados por esas fanáticas gentes, dignas de lástima por que son víctimas de la espantosa obscuridad en que han vivido y viven para escarnio del presente siglo, debiendo procurarse que la poderosa luz de la civilización extinga para siempre esas sombras que han sido antaño y hogaño baldón eterno. En el velorio de la víctima del apocado Ramoncito, que para su mal vino a caer en las garras de la superstición y del charlatanismo, la inconsolable Mercedes explicaba con lujo de detalles cómo una tía suya había sido atacada en una cueva por el mal viento; la

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forma en que en distintas ocasiones había sido curada por yerbateros para sacarle ese mal viento, sin dañar a otros, ya que su influencia era terrible; las diversas enfermedades que había padecido atribuyéndoles a todas el mismo origen, que no podía ser curado por médicos por no conocer el mal y no dar crédito a los informes que sobre el particular se dan. Lo curioso es que a la misma causa se atribuyó un dolor de muelas que padeció la ventosa tía, que por su estupidez fue sometida a toda clase de pruebas y brujerías por varios curanderos que acabaron con su vida, habiéndose comprobado después que lo mató a la pobre señora fue una quebradura que se le estranguló, sin que sirvieran para salvarla los santiguadores, brebajes y demás brujerías. Con toda intención he huroneado de mis papeles viejos que guardo como oro en polvo, este sucedido, con la esperanza de que tan elocuente ejemplo redima a esas pobres gentes que aún son víctimas de estas supercherías, que tantos males originan y dan gran contingente a los cementerios, pues enfermedades de carácter benigno, de fácil diagnóstico y curación, ellos, los yerbateros, las agravan con sus inicuos procedimientos y atribuyen sus fracasos al mal viento o a otras causas posibles, dignas de hilaridad si no fuera por sus trágicas consecuencias. Las autoridades son las llamadas a perseguir y castigar severamente a estos charlatanes, cuya terrible y perniciosa plaga debe ser maldita y extinguida para bien de la humanidad y de la civilización.

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EL TESORO DEL PIRATAA unas 18 ó 20 millas al sur de la costa de Campeche está Seyba, simpático pueblecito fundado en los albores de la conquista, según añejas tradiciones. Ni lanz en su Historia de Campeche, ni Ancona. Molina en sus obras Historia General de la Península, proporcionan ninguna luz acerca del año en que Seyba se fundó; para a juzgar por las tradiciones de que antes hablamos, la fundación de este pueblecito hospitalario, como el frondoso árbol de donde ha tomado su nombre, tuvo su origen por tres marineros de la expedición de Francisco Hernández de Córdova, que quedaron rezagados en Potonchan (hoy Champotón) después de la sangrienta batalla del 2 de abril de 1517. El camino terrestre que une a Seyba con Campeche presenta una lobreguez grandiosa! Lugares hay en que ha crecido con tal profusión la maleza, que parece que se camina en el interior de una gruta en que apenas hay sitio para el paso de una carreta; y parece como si un hurón gigantesco hubiese taladrado estas galerías a través de la agreste vegetación. Al oír la hojarasca crujir bajo las pisadas, se siente un recogimiento, como si las almas de los pobladores que a muchas centurias fueron dueños de esas tierras, caminaran a nuestro lado haciendo oír el lúgubre tañido del caracol y el monótono y acompasado golpe del tunkul. Cuando no se camina por los matorrales, se hace cruzando una porción de cerros que es imposible faldear. En casi todo ese escarpado camino se contemplan árboles de una altura y espesor tales, que tres hombres no podrían unir las manos a su alrededor. Sin querer, vienen a la memoria aquellos versos del peregrino drama de Campodrón: "Arboles plantados son -por la mano de Dios mismo;- y páginas que el bautismo guardan de la creación". Unas tres millas al norte del modesto y centenario caserío hay una gruta que mira al mar, que desde los tiempos coloniales se le conoce con el nombre de El Morro. La playa de aquel sitio es rocallosa y el golpe de las olas, en colaboración con los siglos, ha labrado en esa gruta primores arquitectónicos. Refieren los pobladores de Seyba que cada vez que se avecina una tormenta, se escuchan como truenos en el interior de la gruta y entonces dicen los marinos con alarma El Morro grita y cuando esto ocurre nadie se hace al mar. En aquellos tiempos en que los medios

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de navegación eran muy deficientes, cuando alguna embarcación era sorprendida por una tormenta en las inmediaciones de aquellas costas, corría inminente peligros de estrellarse contra las rocas de El Morro; así que los marinos ya avezados a las volubilidades de aquellos mares, cuando su privilegiado instinto les hacía presentir la tormenta, izaban velas, yendo a una distancia considerable de la costa, hasta que el norte amainara. Corría el mes de noviembre... el día que comienza a desarrollarse los sucesos que aquí esbozamos; parecía sereno: el sol iniciaba su jornada; a la orilla de la playa, a vista del pequeño poblado, un grupo de pescadores preparaban sus útiles para hacerse a la mar a caza del cotidiano sustento; aproximándose a ellos un viejo marino, diciéndoles con voz ronca: "esta madrugada ha estado gritando El Morro y el nunca miente; con que si no quiere ir a dormir a casa de la huesosa, virando en redondo y para la casa. "Nuestro amo Santiago no diga niñadas; no ve que para hacer jarana viera ya nublado? y todo está clarísimo”, respondió uno de los pescadores. "pues yo zarpo para la casa y háganlo que se les pegue su gana, iretales...! y levó anclas rumbo a su modestísima choza. Todos aquellos fogueados pescadores tenían a "nuestro amo Santiago” por un verdadero lobo marino y no desoyeron sus advertencias. Hacía algunos días que frente a la costa de Lerma estaba anclado un bajel pirata; lo capitaneaba un español llamado Pedro Chávez, pero el nombre por el cual era conocido el de Juan Crullés, nombre que por más de un siglo fue pasando de uno a otro pirata. Esperaba el capitán el momento propicio para levar anclas. Tenían a bordo del bajel un riquísimo botín, producto de los sacrílegos saqueos, hecho el primero en Ciudad del Carmen y el segundo en Campeche. Cuando sintieron aproximarse al norte, comenzaron a tomar medidas para capearlo; pero era tarde: no habían avanzando muchas brazas, cuando el ímpetu del vendabal dejó sentirse con todo su furor y los gruesos mástiles de aquel bajel, terror de pueblos y ciudades, y sus recias tablas crujían de un modo lúgubre, espantoso...! Aquellos bandoleros del mar, parecían furias escapadas del Averno. La energía que quiso desplegar el capitán, solo le sirvió para que le dispararan un arcabuzaso; el que hubiera dado fin a su vida, a no escudarse rápidamente tras un corpulento ruso que cayó sus pies con el cráneo destrozado. Creyendo el capitán poder aprovechar este pandemonium, decidió apoderarse, en unión de su segundo, de una de las dos chalupas que había y en ella embarcarse llevándose lo que pudiera del rico botín; más, hubo quién lo advirtiera, armándose una terrible lucha. Aquello acabó con toda esperanza de salvamento: las dos chalupas fueron rotas

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a hachazos; los muertos y heridos que yacían sobre cubierta, eran arrebatados por el devastador embate de las olas, que semejantes a monstruos apocalípticos, cruzaban sin interrupción por el bajel rugiendo y vomitando espuma. Solo el capitán y tres más parecían haber escapado a la borrasca de los elementos y de las pasiones asidos de una; jarcia, sin otra idea que la del instinto de conservación, más que hombres parecían galápagos adheridos a las tablas de la cubierta. De repente sintieron un sacudimiento terrible, acompañado como de un estampido formidable, arrancóse de su sitio la jarcia de donde estaban asidos y sin soltarla rodaron con ella hasta el mar... Como eran excelentes nadadores pronto ganaron la orilla y así que se repusieron quisieron enterarse de su situación; entonces pudieron darse entera cuenta de que el bajel se había estrellado contra las tremendas rocas del Morro; tratábase ya de impedir que el botín que traían a bordo tuviera el fin de sus infortunados compañeros, Juan Crullés y otro de los cuatro, que era un noruego llamado Haffdel, sabían que allí mismo existía una gruta que era el escondite más apropiado para tan cuantioso tesoro. Sabían también que los superticiosos y sencillos pescadores, merced a infinidad de consejas tenidas por ellos como verdades, jamás se aproximaban al Morro cuando el mar se descomponía; y eran tales los horrores que de la gruta se referían, que todo la sencilla población mirábala con temeroso respeto. Con tales seguridades, pusiéronse a trabajar los cuatro filibusteros en su obra de salvamento. Gracias al desorden que durante el naufragio imperó, todo el cargamento, excepto el aguardiente, estaba intacto. Cuando emprendieron su trabajo, la tormenta principiaba a amainar; ya el alba aunque envuelta en cedal de tinieblas contemplaba los cuadros desoladores que con mano implacable trazara la víspera Adamastor, el genio de las tormentas. Concluido que hubieran de poner en buen recaudo aquel tesoro, que según se nos cuenta, se estimaba en algunos millones de duros, determinaron comer y descansar luego. Despertáronse en aquel hermoso instante en que la tarde da un beso de despedida a la noche. Se arreglaron como las circunstancias se los permitió y tomaron el rumbo de la población decididos a conseguirse a toda costa caballos que los condujeran a Campeche. Fuéronse resueltamente a la casa de un ex-encomendero llamado Núñez de Pareta, quién poseía una regular manada de ganado caballar; solo estaba cuando a su casa llegaron y encarándose con él, el capitán pirata le dijo con tono que no admitía réplica: "necesito para ahora mismo cuatro caballos aparejados". El ex-comendero iba a replicar, pero viendo desembozarse a su extraño visitante y sintiendo

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frío cañón de un trabuco en el cuello, respondió que en seguida los prepararía él mismo. Ayudáronle, a fin a terminar lo más antes; y al marcharse los embozados recibió Pareta por todo estipendio estas palabras de Juan Crullés “si en algo estimáis vuestra cabeza, guardaos de imponer a nadie de que hemos estado aquí”. En la parroquia sonaban las doce de la noche cuando los cuatro jinetes penetraron en el barrio de San Román, apeáronse ante una ruinosa casucha, dio uno de ellos tres golpes acompasados en la desvencijada puerta; abrióse ésta y apareció en el dintel una vieja que hacía la impresión de un espectro. “Pero ¿sois vosotros?” les pregunto así que hubieran entrado y quitándose los embozos, “os hacía en los requintos infiernos... Fue tan terrible el temporal... Cristo del Gran Poder!” “De allí vinimos, doña Proserpina… y no pregunte nada más, porque nada le importa. ¿Tiene algo que beber?” dijo Crullés con su acostumbrado acento de mando. “Si hombre, pero no hay que enchapinarse”, respondió la interrogada. Acto continuo tomó de un anaquel copas y botellas que puso sobre una mesa roñosa, sentáronse todos a ella en sillas de vaqueta y principiaron a beber. Pedro Chávez, o sea Juan Crullés, tuvo la precaución de sentarse cerca de una puerta que miraba al patio; él era el que más empeño ponía en que las libaciones fueran frecuentes. Usando su astucia acostumbrada y en amparo por la luz mortecina de la candileja, única que en la sala había, tiraba al patio, de vez en cuando, el contenido de su copa. Esto pasó inadvertido a todos, menos al noruego que le tenía enfrente y vigilaba al soslayo sus menores movimientos. Antes de las cinco de la mañana, los dos ingleses y la vieja yacían en tierra derribados por la embriaguez; en cuanto al noruego, estaba más sereno que el mismo Crullés y poniéndole a este la enorme mano sobre el hombro, le dijo en una extraña jerigonza: “mira, renegado, ya entiendo tus intenciones y has debido hablarme de hombre a hombre; tu deseo es quedarte solo con el tesoro, no es eso? Pues bien, siempre habrás ganado porque en vez de dividirse entre cuatro, será sólo entre dos”. Conociendo Crullés la superioridad de su interlocutor, “está bien”, dijo, “encárgate tu de Jack y yo de Benj”, y uniendo la acción a la palabra sacaron de la cintura dos filosas y anchas dagas y con toda sangre fría acercándose a sus víctimas, les desabrocharon el casaquín y la camisa, buscaron el sitio del corazón, y casi al mismo tiempo hundieron sus dagas hasta el puño. Los desventurados no profirieron más que un estertor que parecía un graznido... Crullés, no considerándose aún seguro, púsose a revolver la daga dentro de la herida, haciendo manar de ella un arroyo de sangre. Así que se hubo saciado, se levanto tambaleándose, sentó a la mesa y

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una en pos de otra bebió tres copas de aguardiente: -por ellos y por mí,- dijo, lanzando una mefistofélica carcajada. Oíase ya la campana de la Iglesia que llamaba a misa, pensaron que era menester desaparecer los cadáveres... El tramo inferior del anaquel no era otra cosa que la compuerta de una cueva: y llevaron arrastrando el inanimado cuerpo de Benj, y ahí lo arrojaron. Cuando se disponían a hacer lo mismo con el de Jack, Crullés resbaló en la sangre de su víctima, derribando, al caer, el tripié en que estaba la ya agonizante candileja. De modo que no se dieron cuenta que las faldas de la vieja, que aún seguía, inerme, ardían con el aceite encendido. Despertáronla las quemaduras y se levantó dando chillidos: lo primero que vió a la luz que entraba ya por una claraboya, fue el cadáver de Jack; el dolor y el terror paralizaron sus miembros y animaron su lengua “¡Asesinos!” “¡Asesinos!” gritaba, “socorredme o daré voces!” “Si que te socorreremos”, respondió Crullés con mal contenida rabia; y tomando un grueso madero con que se trancaba la puerta, asentóle tan formidable estacazo, que la infeliz cayó al suelo hecha un bollo de llamas... Enseguida le echaron un gran balde de agua y asiéndola de los pies la echaron a la cueva. Lo mismo hicieron con el cadáver de Jack, cerrando enseguida la cueva. Después de beber, hasta muy entrada la mañana, se acostaron como si nada hubiese ocurrido. Hacia la medianoche se abrió la puerta de la casucha: un embozado salió por ella, sin cuidarse de volver a cerrarla. A la siguiente mañana, un vendedor de artefactos de barro que venía de Lerma, vió que un gran numero de perros y zopilotes se dirigían a un mismo sitio; desvióse del camino, atraído por la curiosidad: llegó hasta la casucha, y vio que todos los animales entraban en ella; sin decidirse a investigar la causa preso de supersticioso temor, se encamino a la ciudad y refirió lo sucedido al encargado de la policía. Enviaron a varios corchetes; guiados por el barrero, penetraron en la casucha, haciendo huir a los hambrientos carnívoros. Un cuerpo ya sin funciones yacía en una hamaca; todo lo habían destrozado los animales; solamente los muslos y los brazos permanecían intactos debido al espesor del casaquín y los greguescos que aquella masa informe portaba. En los bolsillos se le encontraron pergaminos escritos en signos cabalísticos y una pipa de cristal de roca con el nombre de “Haffdel”; al descubrirle y ver el tatuaje que llevaba en el brazo izquierdo, ya no quedo la menor duda de que aquellos despojos eran los de un pirata. Se fijó la atención de los corchetes en unas manchas de sangre que paraban junto al anaquel; se acercaron y llegó hasta ellos un rumor semejante al de numerosos barrenos que taladraban una gruesa plancha metálica. Rompieron el

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anaquel a hachazos, descubrieron la boca de la cueva y con pavoroso asombro contemplaron un macabro festín que una enorme multitud de ratas, ratones y zorros, celebraban con tres cuerpos humanos, ya casi convertidos en esqueletos y por cuyas cuencas penetraban los insaciables roedores... Huelga decir que fueron infructuosos los esfuerzos de la autoridad para adquirir luz alguna,... En cuanto a Crullés tomó secretamente el camino de Mérida, de donde poco después retornó. Se estableció en una casa que amuebló ricamente; hizóse pasar por el caballero Alonso Cañizares de Sequeira, que por razones de salud radicaba en Campeche para tomar los baños de mar. Pasaba el día durmiendo y la noche en los prostíbulos y garitos. Solía hacer excursiones a Seyba, retornando inmediatamente; pero ni el patrón ni los marineros de la canoa que le conducía sabían lo que hacía ahí; desde que bajaban a tierra, no volvían a verle hasta la hora de reembarcarse. Pronto comenzaron a mostrársele en el rostro las terribles señales de la lepra que hacía tiempo le corroía y él alimentaba con su vida crapulosa... Una ley estricta ordenaba que todos los que padecieran este penoso mal fueran internados en el “hospital de S. Lázaro”, sin exeptuar condición social. El supuesto Sequeira decía, con jactancia, que con los bienes que poseía, nadie habría de molestarlo. Todo esto llegó a noticia de las autoridades y un día se constituyeron en su elegante mansión y a viva fuerza se lo llevaron y lo aposentaron en “San Lázaro”. Lo único que logró al oponer resistencia fue que como lo sorprendieron en traje de dormir este se desgarró dejando a la vista el tatuaje, que al igual que sus compañeros tenía en el brazo izquierdo; y quedó a más de enfermo, pobre al conocerse su verdadero origen y condición. Empero pudo conservar un pequeño pergamino en que estaban las señas del lugar en que el grueso de su botín se ocultaba. Pero ¿De qué podía ya servirle...? Por más de diez años arrastro su lacerada humanidad por los sombríos corredores del Hospital, pues no se le permitía, como a los demás enfermos, salir a tomar aire a la playa. Su alma siempre rebelde al arrepentimiento, le hacía más horrible su situación. Ya para morir, un joven aislado, única persona con quien había cruzado unas pocas palabras en todo aquel tiempo, logró, después de reiterados esfuerzos, que aceptara un sacerdote y se arrepintiera de sus “abominables culpas”, según sus propias palabras. Momentos antes de expirar, dio al joven el pergamino con las señas de que jamás se separó; tomó este, venciendo a duras penas su repugnancia para no amargarle sus instantes postreros... Las señas habían desaparecido casi totalmente, y en aquella hora sólo era un mugriento jirón de una hediondez

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indescriptible: sólo se podía más que leer, adivinar, la palabra MORRO. De aquí se colige que en estos venturosísimos tiempos, aun siguen ocultos en la gruta del MORRO los milloncejos de marras. De modo que el pacientísimo lector de esta leyenda que quiera verificar en su fortuna una pequeña variación, ármese de “picos, palas y azadones” y ¡sabe Dios cuantos millones podrá encontrar! o bien podrá no encontrar; lo que casi es lo mismo.

EL CHIVO BRUJOOriundo del suelo campechano, a cuyas tradiciones ha vinculado si existencia pintoresca, este raro animal causó espantos y congojas hace más de medio siglo. En vano trataríase de encontrar este curioso ejemplar en las Enciclopedias ni en las sabías clasificaciones de Lineo. Su nombre, sin embargo, indica muy a las claras, que algo debió haber tenido en sui naturaleza, que participara de las características del macho cabrío y que, además, poseyera la gran virtud de conservar a los moradores campechanos, en constante zozobra espiritual. Porque, ¡ay! Infeliz mortal que tuviera la osadía de enfrentarse con este sujeto tan original como pernicioso. Los mayores de pobladas barbas blancas, le temían como al propio demonio y, a los chicos se les ponía en orden amenazándolos con la presencia de este ser supernatural a quien el sentimiento popular había consagrado como un émulo del infierno. Los

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“policías” encargados de la “ronda” en la ciudad, sobre corpulentas y bien nutridas cabalgaduras, tal vez aguijoneados por el propio instinto de conservación, o, porque muchas veces es más pródigo en dádivas y satisfacciones el hacerse desentendido que el querer saberlo todo, jamás se topaban con este ente de diabólica estructura. Y, lo tunantes, filosóficamente truncaban sus sentidas serenatas, y escabullían el cuerpo y el alma, al rumor de que se aproximaba el temido Caballero de la Noche. Esta casi mitológico animal rondaba los suburbios, hurgando los misterios de las sombras. Pero no siempre, ni todos los días, ni en días definidos; sólo incursionaba cuando menos se le esperaba y en cualquier tiempo, pero a altas horas de la noche. De repente, como por arte de magia, -pues a la magia negra pertenece la personalidad de este cornúpete- como una oleada quieta sobre un lago sereno corrían los rumores: “Oye, Chun, dicen que anoche salió el Chivo Brujo”, dicho así, como para que quedara en casa y para que no lo supieran todos los mortales del puerto. Pero, como todos los secretos, el rumor se iba propagando de boca en boca; al caer la noche, al noticia ya era del secreto dominio de toda la ciudad. Dicho está. ¿Quién sería aquel majo que se aventurara a la calle pasadas las once de la noche?. Las damas, jóvenes y viejas, pero especialmente estas últimas, se entregaban a la oración y se disponían resignadamente al encierre casero, salvaguardando a sus mocetonas y atisbando por las rendijas de las puertas, al través de la penumbra, de la flama agonizante de los faroles, con ansia y temor a la vez. Acaso, los campechanos de hoy, recordarán esta personalidad nebulosa de hace medio siglo digna de compararse con la multiforme Xtabay. Una mañana, al reflejo de la naciente luz crepuscular, en el entonces gran escapado de San Francisco, en las vecindades de la vetusta y benemérita iglesia del barrio; en aquella silenciosa explanada del histórico Kin Pech, sobre la grama donde había llorado la noche sus lágrimas de rocío, amaneció un cuerpo muerto de apuesto varón proletario. En su semblante se dibujaba una risa sardónica, hirsuta la pelambre del cuero cabelludo, los ojos ampliamente abiertos y desorbitados, tal parecía que el cuerpo que dormía el sueño eterno, había entregado su alma en el regazo del demonio. Cuchicheos por aquí; secreteos por allá; coloquios artificiales; miradas austeras en torno del cadáver del mal afortunado joven…. La noche anterior había vagado en soltura por los ámbitos de la ciudad el temido Chivo Brujo… ¿Sería que aquel cuerpo inerte había encontrado la muerte en sus propias manos, en un arranque de pasión amorosa, de decepción, de celo, de locura?... “El Chivo Brujo” –se decía- “Se encontró con el Chivo

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Brujo” –murmuraban las gentes, sin detenerse a hacer honras al desaparecido-. “El Chivo Brujo”, es el caso, podía hacer este milagro y más, con su sola presencia. Pues ¿qué ser humano podría resistir el influjo de in Chivo bípedo, poseedor de una larga y peluda cola, dueño de un par de grandes y filosos cuernos, semejantes a un par de bien afilados machetes, con un par de ojazos de fuego que relampagueaban misteriosamente en medio de las sombras de la noche? ¿Quién podría mirar cara a cara a este noctívago sujeto, detener su miedo y permanecer con vida, al percibir el fragoroso ruido de sus pesadas cadenas? ¡Pues tal era el “Chivo Brujo” hace medio siglo en playas campechanas! ¡Peor que Lorencillo, Agramont o Pata de Palo!. La presencia de este misterioso personaje era necesarísimo en ocasiones, y todo mundo debería recogerse contrito y confesado a horas tempranas de la noche; ¡Paso al progreso y la civilización!. Eran los tiempos en que los buenos comerciantes del puerto, sacaban tripas de mal año, a base de contrabando marítimo. Pero un día, un buen día en que Dios no estaba para hacer milagros, “Chivo Brujo” fue capturado con todo y su infernal arreo y complicada parafernalia, y puesto en exhibición bajo los portales de la Comandancia de la Policía. Se recogieron valiosos contrabandos de las bodegas, y “El Chivo Brujo” perdió, desde entonces, todo lo que de brujo y chivo tenía; los campechanos recobraron la tranquilidad por mucho tiempo perdida y el vulgo se dio cuenta de la verdad de aquellos misterios…

FRAY JOSELos tiempos de la Colonia, aquella época romántica y caballeresca, en que los jóvenes divertían sus ocios entonando endechas a la luna o corriendo aventuras de capa y espada, pues todavía se sabía morir o matar por su dios, por su rey y por su dama; aquellos años que sucedieron a la conquista de la Nueva España, dejaron en Campeche florentina cancela histórica de fantasía y maravilla, el embeleso de lo tradicional. Esta es una de sus muchas narraciones legendarias: ....Rumboso día de fiesta en la ciudad. Celebrábase con

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pompa el natalicio de un Teniente de Rey y el holgorio culminaría con un baile en la regia mansión del festejado.... Aquella noche abrileña, la flor y nata de la sociedad de aquél entonces, vistió sus más elegantes galas y concurrió a la fiesta de homenaje al amo y señor de la ciudad: Don Juan José de León. Entre la distinguida concurrencia al sarao, se encontraba la joven de nuestro cuento: Carmen, descendiente de linajuda familia, llena de un encanto sacerdotal y gracia serpentina, con ojos de noche de mirar sibilino y labios de fuego de sonrisa inquietante, con ondulosas caderas, sus formas juveniles y gloriosas formaban una belleza pagana en que se armonizaba el alma pasional de los andaluces, que dejaron la herencia de su raza en esta ciudad dormida y olvidada; la linda moza era la amantísima prometida de un sobrino del Teniente de Rey, Manuel de León, apuesto joven, lleno de española delicadeza y celo otomano por el peregrino encanto de su amada.. En medio de una alegría bullanguera se desarrollaba la fiesta de tintes palatinos... los danzantes giraban alígeros al lánguido compás de un vals, en el jardín señoril de la casona, más iluminado por la luna, que por clorótico fulgor de un haz de quinqués colgantes del emparrado… en los volubles giros del baile, la mirada de la bella de ojos de noche y labios de fuego se cruzó con la mirada del imberbe alférez Julián Pinzón, buen amigo del novio de Carmen, que lucía con garbo su vistoso uniforme. Este impensado cambio de miradas entre ellos, provocó las iras del celoso Manuel, quien le reclamó a su amigo; se entabló una disputa y los vapores del añejo licor escanciado hicieron el resto: se retaron a duelo. Inmediatamente salieron para cumplir su desafío por los caminos lividizados por la luna de la preciosa noche americana, que dijera el poeta, hasta el lugar donde se levanta –desafiando al tiempo- la Iglesia de Guadalupe, en cuyo fondo obscura un gran silencio se extendía solamente roto por la monótona serenata de los grillos; allá, los duelistas se quitaron sus lucientes capas, se estrecharon las manos como caballeros y comenzó la lucha... Relucientes, hábilmente manejadas, las espadas sonaban argentinamente buscando con afán carne para saciar en ella sus cóleras… la vasta paz y sosiego de la sombra se turbó: un alto, imperioso y dulce a la cez, paralizó a los jóvenes que vieron, azorados, emerger la figura de un hombre, pobre de carnes, que aseguraba en su cintura un tosco sayal franciscano y con voz capaz de dominar a la más temida fiera, les habló: ustedes son amigos. Riñen, creen vanamente, por un serio motivo, que no es otra cosa más que la mirada equivocada o la sonrisa distraída de una mujer que uno de ustedes ama; esto, la hora y el vino, prendieron en su clara amistad el nublo de una duda tan cruel como falsa, que hoy dirimen con menosprecio de la vida, cegados, trasfigurada su amistad de años por un odio efímero... Ha muchos años, en este mismo lugar, iluminado,

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como ahora, por una tenue claridad lunar, reñí con mi mejor amigo, por el mismo motivo que ustedes lo hacen. Esa cruz que allá ven -dijo señalando con el índice el signo cercano- fue el epílogo cruel de nuestro pleito: lo maté! Después, pasada la ráfaga de odio que me cegó, tuve la certeza de lo inútil de aquel sacrificio fraternal: nunca me había traicionado; este doloroso convencimiento me cambió la vida. La cruz que marcaba la tumba de mi amigo victimado por una falsa duda de traición, me señalaba el arrepentimiento irreparable… Desmoralizado, arrepentido, con el alma enferma, entré en la Orden de San Francisco y me llamé Fray José, haciendo votos, en desagravio de mi culpa, de evitar lances iguales al que ocasionó mi desgracia. Cumplo con mi deber: váyanse, recapaciten, piensen y acuérdense de mí... Al mágico conjuro de aquellas palabras los jóvenes envainaron sus aceros virgenes de sangre y de culpa y retornaron a sus lares con las primeras luces del alba... Al otro día los jóvenes cumplieron la nocturna admonición del franciscano reflexionaron y comprobaron que, en verdad, no hubo motivo para el pleito evitado con las cariñosas y persuasivas palabras del monje aparecido como providencialmente, para ahorrarles el dolor de un crimen con aquél duelo malhadado. Después de mutuas satisfacciones y de sellar nuevamente su amistad con un largo abrazo, acordáronse los amigos del señor de la Orden del varón de Asís y decidieron ir a visitarlo a su retiro en prueba de agradecimiento.... Aquella tarde, cuando en el poniente se tendía el crepúsculo entre finas tonalidades fundidas con delicadeza de ensueño en una tierna sucesión de nácares y la brisa gentil llevaba el salobre sabor de nuestro mar siempre quieto y azul, los amigos hicieron rumbo hacia el convento de San Francisco donde estaría Fray José el de la voz meliflua... Encontraron cerrado el viejo templo. Golpearon con un grueso aldabón, oyeron al momento pesado correr de cerrojo de hierro; la ferrada puerta rechinó levemente en sus goznes mohosos y un anciano sacristán salió al llamado. ¿Que desean los señores? -Háganos favor de llevarnos con Fray José. Pensativo, como recordando aquél nombre otrora familiar, contesto el interpelado: Hace como veinte años que murió el buen fraile que ustedes buscan... Perplejos ante esa contestación quedaron los jóvenes que indagaban por Fray José, el de continente humilde, y otra vez resonó en sus oídos el timbre de su voz dulce, persuasiva, cariñosa, salvadora… Pensaron entonces en la inmortalidad del alma muy influidos por la hora vespertina y plácida, en que la inefable pereza del Ángelus, rodaba de torre a torre, llenando todo el azul de la tarde de abril con sus campanas claras y apostólica…

EL ORIGEN DE LA MUJER XTABAY

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“La virtud dice el indio con el don de sabiduría que lleva en su mente clara, está en el corazón y no en las acciones de los hombres. Llena de virtud tu corazón y cuando mueras irás al lugar en que se es feliz para siempre, bajo las ceibas altas y frondosas que en el cielo esperan a los hombres que fueron buenos. –Sabio decir es este que hay que tener en cuenta para las cosas de la vida y las cosas de la muerte. Escucha y verás como es así. Mucho se ha dicho de la mujer “Xtabay”… Mucho pero todo con referencia a que es una hermosa india que embruja con sus malas artes a los hombres que se le acercan cuando la encuentran de noche en los caminos, y que los seduce por que es muy bella, pero que también los mata porque es muy cruel de corazón… Esto es lo que se cuenta pero no se cuenta su origen, no se dice quien fue la mujer Xtabay antes de dedicarse a tan perversos oficios, es decir quién fue en su vida humana. –Esto es lo que viene a aclarar la tradición. De pronto ha de saberse que la Xtabay no surge de las ceibas como es costumbre afirmar.” “… Árbol sagrado y bueno es la ceiba para que de su seno pueda nacer ningún ser maligno, no… la mujer Xtabay nace de una mala planta punzadora, y si se le encuentra junto a las ceibas es porque puede ocultarse tras el tronco, que es ancho, para sorprender a sus víctimas… y también por que sabe que las ceibas son los árboles que más ama el indio, y que con predilección se acoge a ellos… Pero de ningún modo es hija de la ceiba. –Escuchad hoy y aprender. Me acompañaba un indio en la jornada… Caminábamos de noche a través de un camino blanco… De pronto vimos en la claridad lunar una sombra de mujer… Quién podrá ser?... Era el mediar de la noche y un profundo silencio reinaba en todo, como si hubiera bajado del cielo para proteger los montes y la tierra… El indio se detuvo un instante y vi temblar sus labios en tanto que dijo balbuciente: -“Señor, apresuremos el paso, y no vuelvas la vista hacia esa “cosa mala”; mejor no intentes verla, y si la ves y te hace señal alguna llamándote hacia ella, no hagas caso… Es la mujer mala… es la Xtabay que mata a los hombres… Señor, apresuremos el paso”. Sentí el escalofrío que se siente ante un peligro envuelto en el misterio, recordé las historias que sabía de la mujer Xtabay… Una fuerza mayor que mi voluntad, me impulsaba a ver y vi… vi sobre el camino aquella forma al parecer humana y tan atractiva que era menester una decisión heroica para no ir tras ella. El indio iba con los ojos bajos, pero visiblemente excitado… Al fin la mujer fantasma se perdió en un recodo.- No se ha ido, le dije al indio.- No lo creas, me contestó. Ha de estar oculta en algún lugar de la orilla del camino… Caminemos por en medio de la senda, y apresuremos el paso, señor… Rendimos la jornada y a instancias mías el indio me narró la historia.- Vivían en un pueblo dos mujeres. A una le apodaban los vecinos la “Xkeban” que es como decir en idioma de españoles, la pecadora. A la

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otra le decían la Utzcolel que es como decir, la mujer buena. En verdad la “Xkeban” era muy bella pero se daba continuamente al pecado de amor que se llama ilícito. Por eso era muy despreciada por las gentes honradas del lugar que excusaban su trato y huían de ella como de cosa hedionda”. “En más de una ocasión se había pretendido lanzarla del pueblo, aunque en fin de cuentas hubieron de preferir tenerla a mano para despreciarla. La Utz-colel era virtuosísima, recta y austera, como ninguna era la virtud de aquella mujer. Era bella también y como jamás había cometido algún desliz de amor gozaba de la consideración de todo el sencillo vecindario. Pero la pecadora a pesar de ser como era, hacía el bien a manos llenas en cuanto le era posible. Era muy compasiva y socorría a los mendigos que llegaban a ella en demanda de algún auxilio… Curaba a los pobres enfermos abandonados. Amparaba a los animales inútiles… Jamás se le había oído murmurar de nadie, y por último, era humilde de corazón y sufría resignadamente las lujurias de la gente. La Utz-colel por el contrario, aunque muy virtuosa de cuerpo, era rígida y dura de carácter, y de tan egoístas sentimientos que trataba con desprecio a los pordioseros que se le acercaban sin darles nunca ni un mendrugo de pan porque decía que eso era fomentar la vagancia…. “Desdeñaba a los humildes por considerarlos inferiores a ella, no curaba a los enfermos por repugnancia… pero no pecaba en pecados de amor. Recta era su virtud como un palo enhiesto, pero frío su corazón como la piel de las serpientes… Y llegó un día en que los vecinos no vieron salir a la “Xkeban, de su casa, y pasó otro día y tampoco. Supusieron que estaría entregada a sus placeres… Pero de pronto comenzó a sentirse un perfume intenso, ignorándose su causa. Buscaron los vecinos y rastreando las huellas en el viento fueron con gran asombro a dar a la casa de “Xkeban”. Y se encontraron con que la mujer había muerto. Había muerto abandonada de las gentes, pero sus animales domésticos cuidaban su cadáver, lamiéndole las manos y ahuyentando a las moscas. Pero lo que más pasmó a la gente fue que el perfume que se sentía en todo el pueblo emanaba del cuerpo muerto. Los vecinos quedaron confundidos sin explicarse aquella anomalía. Cuando la noticia llegó a oídos de la Utz-colel, ésta rió despectivamente sin dar crédito a la noticia. –Es imposible, exclamó, que del cadáver de una gran pecadora pueda desprenderse perfume alguno. Más bien ha de heder a carne podrida, agregó con dura palabra. “Pero era curiosa y quiso convencerse por sí misma. Fue al lugar y sintió en efecto, el perfume que se desprendía del cadáver, y no ocultando ni su extrañeza ni su despecho dijo con sorna: -Cosa del demonio ha de se ésta para embaucar a los hombres. Por lo demás si el cadáver de esta mujer tan mala huele tan aromáticamente, cuando yo muera, como soy tan virtuosa, mi cadáver ha de oler mejor… Naturalmente al entierro de la

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“Xkeban” sólo fueron los pobrecitos, a quienes había socorrido o curado de sus enfermedades, pues las demás gentes decían, como la mujer virtuosa, que aquello era obra del demonio. Pero por donde pasó el cortejo se fue dilatando el perfume, y al siguiente día amaneció la tumba cubierta de flores silvestres que nadie supo quién las había puesto. Poco tiempo después murió la Utz-colel la cual fue muy llorada por las gentes que se asombraban de su gran virtud. Había muerto virgen y seguramente el cielo se abriría inmediatamente para su alma… Pero… ¡Oh estupor! Contra lo que esperaban todos y ella misma había esperado, su cadáver desprendía un hedor insoportable, como de carne podrida. “Esto no obstante lo mejor del vecindario fue a su entierro llevando grandes ramos de flores para adornar su tumba, pero fue el caso que al amanecer ya no había ninguna sobre la sepultura, todo lo cual fue achacado naturalmente a obra de los demonios. Ahora bien, según el sentir de la Tradición todo esto tenía su explicación en que la “Xkeban” si gustaba darse el amor, lo cual hacía sin hacer daño a nadie, había sido en realidad la mujer virtuosa, y la Utz-colel aunque intocada de cuerpo había sido en realidad la mujer mala, porque como dice el indio, la virtud está en el corazón y no en las acciones de los hombres precisamente. –Sigue diciendo la Tradición que muerta la “Xkeban” se convirtió en la florecilla llamada Xtabentun que es dulce, sencilla y olorosa, y tan humilde que se le ve en las cercas solamente, como buscando apoyo por sentirse indefensa, tal como se sentía en la vida la “Xkebán”. El jugo de esa florecilla embriaga sin embargo agradablemente, tal como el amor, tal como embriagaba dulcemente el amor de la “Xkeban”. “En cambio, la Utz-colel se convirtió después de muerta en la flor de Tzacam, que es un cactus indio erizado de Biblioteca Campeche 2011 117 espinas que se alza rígido como dicen que ha de ser la virtud, y como fue la Utz-colel en efecto, rígida en austeridad de cuerpo pero que punzaba siempre por la dureza de su alma… En la punta del Tzacam sale la flor que es hermosa, pero sin perfume alguno, antes bien huele desagradablemente, y al tocarla fácil es punzarse… He ahí por qué Dios convirtió a la Utz-colel en dicha flor. Convertida la mujer en la flor de Tzacam, se dio entonces a reflexionar en el extraño caso de la “Xkeban”, llegando a la conclusión de que seguramente porque sus pecados habían sido de amor, le había ocurrido todo lo bueno que le ocurrió después de muerta… Y entonces pensó en imitarla dándole también el amor, sin caer en la cuenta de que si las cosas habían ocurrido como ocurrieron, había sido por la bondad de corazón de la “Xkeban”, y porque si no había dado el amor había sido por un impulso natural, en tanto que la otra trató de darse al amor en sus formas más perversas, siguiendo así sus inclinaciones malas”. “Entonces la Utz-colel, llamando en su ayuda a los malos espíritus

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consiguió el don de volver al mundo cada que quisiera convertida nuevamente en mujer, para enamorar a los hombres, pero con amor nefasto, porque la dureza de su corazón no le permite otro. Pues bien, sepan los que quieran saberlo que esa era la mujer Xtabay, la que surge del Tzacam, la flor del cactus punzador y rígido, que cuando ve pasar un hombre vuelve a la vida, y lo sigue por los caminos, o los atisba bajo las ceibas, peinándose su larga cabellera con un trozo de Tzacamen erizado de púas a manera de peine, hasta que consigue atraerlos a sí y los seduce y mata al fin el frenesí de un amor infernal”

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LA CUEVA DEL TOROEsta leyenda es una de las que cuentan los viejos marinos de altura y calafates en tierra, del barrio de San Román. Muchos pueden creer que se trata de la habitación del animal que se llama toro y no están en un error; no tendría nada de sobrenatural, si se trata de un toro común y corriente. Para sacarles de la duda les contare la leyenda tal y como la oí de los labios de una ancianita san romanera la que, llene de misterio, me narró una tarde del mes de diciembre. "Hace muchos años... muchos... el sitio de la ciudad que hoy se designa con el nombre de la CUEVA DEL TORO era un paraje de espanto y de misterio. Cuando la campana de la Iglesia cercana daba la oración de la tarde, nadie... nadie, por valiente que fuera, se atrevía a pasar por aquel lugar; y si lo hacia era por suma necesidad, por ningún motivo volvía la cabeza para mirar la cueva que se encontraba en la mayor oscuridad, primero por la llegada de la noche y luego por la sombra misteriosa que proyectaba el ramaje intrincado de los árboles de Ramón que allá crecían. A estos árboles no se les podía tocar. pues se les adjudicaba efectos maléficos por servir, según la conseja, de alimento al fantasma que en forma de toro habitaba la cueva. Lentas iban pasando las horas de la noche... Al sonar las doce, los habitantes creían oír hasta la respiración del animal que, feroz y arrollador, salía en medio de la oscuridad y, lanzando un resoplido, emprendía veloz carrera, algunas veces hacia los fuertes donde retaba con su bravura a los soldados que, aterrados, disparaban sus armas de fuego sobre el fantasma taurino. Esto ponía más colérico al animal, que arremetía con furia a la muralla. Tal vez el miedo y la influencia de la leyenda hacían ver cosas de maravilla a los soldados de guardia. El fantasma, dando la espalda, se marchaba camino a la ciudad, y antes de que comenzara la aurora retornaba a su cueva. Infeliz del mortal que encontrara a su paso: o moría de una embestida o de puro miedo. Otras veces, al sonar las doce, el toro salía de su cueva como de costumbre y, atravesando una parte de la ciudad, iba a detenerse en un lugar escogido por él. En la cruz que formaban cuatro calles, el toro cortaba su carrera: bramaba y rascaba la tierra. Era cuando se producía el milagro. El animal tomaba forma humana y mágica y alzando el vuelo, penetraba en las casas donde dormían llenas de paz las bellas mujeres campechanas. Al aproximarse a alguna alcoba, casi siempre de la joven más hermosa, la puerta se abría como por arte de magia y desde el

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umbral contemplaba a la bella que dormía plácidamente. Entonces el intruso decía unas palabras cabalísticas acompañadas de signos. La durmiente, cual si soñara, abría los ojos y la presencia del caballero no le causaba ninguna sorpresa ni miedo, sino que se sentía en un dulce despertar. El opulento y galante caballero le cantaba su belleza y le ofrecía amor a la joven, ordenándole al fin, que a la noche siguiente la esperaba a la entrada de la cueva, a las doce de la noche. Después de besar amorosamente la mano de la bella y después de envolverse en su capa color almendra, salía por la puerta por donde había entrado para ir al crucero de las cuatro calles; y pegando un fuerte taconazo en la tierra, recobraba la figura de cuadrúpedo bramador lanzándose a todo correr por las calles, llegaba a su casa antes de que le sorprendiera la mañana. Al amanecer la joven se sentía feliz, había soñado con un príncipe azul, de gallarda figura y modales refinados, de bellos ojos azules y cabellos de oro. La joven acariciaba la idea durante todo el día y más de una de ellas contaron a sus nanas su sueño de felicidad. La noche iba llegando y la idea en el cerebro de la muchacha se hacía realidad. Me ordenó... Iré... No iré... Sí iré. Y tomando una resolución se ponía ante el espejo engalanándose con su mejor traje y joyas y, envolviéndose en una capa de seda, salía furtivamente de la casa, burlando la vigilancia de sus padres y de los criados. En el cruce de las calles próximas a la cueva, allí se encontraba el galán que, al ver aproximarse a la joven, salía a su encuentro. Su sombrero de pluma barría la tierra y abriendo la capa color almendra, cubría el cuerpo de la joven, para perderse ambos en la oscuridad de la cueva. Nadie volvía a saber de ellos. Como es natural, a la mañana siguiente se notaba la ausencia de la muchacha de la casa paterna y comenzaba la investigación. Casi siempre los madrugadores eran los que daban las noticias, pues encontraban en el cruce de las calles próximas a la Cueva del Toro, la capa de la joven que rodaba por el viento. -El fue!... el fantasma!... el maldito Toro, éste se había llevado a la muchacha más bella. Y la indignación crecía en los campechanos y el miedo se apoderaba de las muchachas del lugar. ¿Cómo acabar con el fantasma? -Las cruces y las oraciones nada lograban; ponerse en su presencia era peligroso. Alguien ideó ahogarlo, haciendo que cuando llegara el tiempo de las lluvias todas las aguas fueran a dar a las cuevas y así obligarlo a salir de día o condenarlo a perecer ahogado. Trabajaron con el ahínco... El agua que purifica acabará con el Toro. Las lluvias comenzaron y casi se inundó la ciudad. Las aguas a torrentes iban a arrojarse a la cueva. Los campechanos esperaban;... pero nada... el Toro no salió. Locos de desesperación, por temor a que sus hijas fueran las siguientes víctimas se agruparon y juraron velar junto al lugar; y... una buena noche, cuando el personaje de la leyenda, abría su capa de color almendra para

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envolver a su víctima, los valientes campechanos se precipitaron sobre él armados de cruces y objetos contrarios a los diablos, talismanes y santiguándose dispararon sus armas de fuego sobre el fantasma, el que, sin hacer el menor caso se aproximó a la boca de la cueva. Allí sacó un filoso puñal y cortó el pecho de la joven, sacándole el corazón. La sangre tiño de rojo el cuerpo de la niña y el fantasma no se fue, haciendo retroceder a los valientes. La aurora se aproximaba y el fantasma no se movió del lugar. Cuando la luz llegó, ante los espantados ojos de los campechanos se presentaba un corpulento árbol de mamey colorado en lugar del corpulento fantasma (árbol que existe hasta hoy en la entrada de la Cueva del Toro en el Barrio de San Román). De este árbol pendía una fruta de cáscaras color almendra... No tuvieron miedo los campechanos y bajando la fruta del árbol la partieron: rojo era su interior... negra su semilla... Era el corazón del Toro... Aterrorizados tiraron aquella fruta... y cabizbajos volvieron a sus casas, pensando que habían estado en un acto de magia. Las lluvias continuaron; la Cueva del Toro se llenó de agua; ésta buscaba dónde salir, derribó una puerta secreta y por ella se precipitó a un subterráneo, que comienza en la Cueva del Toro y va camino a la Iglesia de San José. Estas aguas, arrastraron todo a su paso y pronto salieron a la luz bellos muebles, ropas finísimas y un arconcito que flotaba sobre las aguas. Este fue abierto y en él se encontró un pergamino que decía: "YO SOY EL TORO" REY Y SEÑOR DEL DOMINIO DEL EBANO. NO MORIRÉ NUNCA PORQUE SOY ETERNO. PERO ALGÚN DÍA DESAPARECERÉ, DEJANDO TODO LO TERRENAL. MI FORTUNA ES MUY GRANDE. LA LEGO A QUIÉN LA ENCUENTRE. NO SOY HUMANO... YO SOY ETERNO... HE DE VOLVER. EL TORO". Nadie se ha atrevido a recorrer el subterráneo que existe aún. Una compañía constructora de carreteras y calles, descubrió parte del subterráneo y para contener a las aguas levantó paredes de grueso espesor (que se puede observar aún). La compañía no conoció esta leyenda, pues de conocerla hubiera tratado de recorrer el subterráneo y lograr el tesoro que con el tiempo y por el correr de las aguas debe estar casi a flor de tierra. La leyenda concluyó en labios de la anciana sanromanera; pero agregó: "Sea o no cuando la oración de la tarde se deja oír, las gentes que saben de la tradición no pasan, o muy de prisa recorren las calles próximas a la Cueva del Toro. Los ramonales existen y lo oscuro del sombrío lugar impone. El mamey es desafiante y se hace fantasma en la oscuridad. La defensa cristiana contra los aparecidos, levantó una pequeña cruz en el lugar en que el Toro esperaba a sus víctimas. La vieja conseja aún está latente en Campeche; y en las noches de lluvia cuando el rayo azota y el viento brama, se cree oír un ¡Muuuuuuu...! La gente se santigua y reza. Teme aún el Toro. Es el bramido del agua que se precipita ¡a la profunda cueva!...

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