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PASIÓN DE CRISTO, PASIÓN DEL MUNDO LOS HECHOS ii?iia'j>j'jarTa[*i¿ii:~

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PASIÓN DE CRISTO, PASIÓN DEL MUNDO

LOS HECHOS ii?iia'j>j'jarTa[*i¿ii:~

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Colección

IGLESIA NUEVA

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Leonardo Boff, ofm

PASIÓN DE CRISTO, PASIÓN DEL MUNDO

• El hecho

• Las interpretaciones r

• Y el significado ayer y hoy

INDO-AMERICAN PRESS SERVICE Apartado Aéreo 53274

Chapinero — Bogotá, Colombia

Diciembre de 1978

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Al amigo y maestro Alceu Amoroso Lima, por su testimonio profético.

"Ninguna autoridad puede hacer que todo esté permitido, la justicia y la explotación no son tan indiscernibles como eso, y Cristo murió para que se sepa que no todo está permitido. Pero no cualquier Cristo. El que resulta definitivamente irrecuperable para el acomodo y el oportunismo es el Jesús histórico".

P. Miranda, El Ser y el Mesías, Salamanca 1973, 9.

© KDITORA VOZES LTDA. Petrópolis Brasil Título original: Paixao de Cristo

Paixao do mundo O fato, as interpretacoes e o significado ontem e hoje Petrópolis 1977

Jmpr imatur Dom Henrique Müller Bispo diocesano de Joacaba, SC Joa^aba, 20 de fevereiro de 1977

© INDO-AMERICAN PRESS SERVICE BOGOTÁ, COLOMBIA

Traducción de la primera edición brasileña: Pr. José Guillermo Ramírez G., ofm

TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS

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CONTENIDO

Pags. ACLARACIÓN 11

I. EL PROBLEMA Y SUS FORMULACIONES 15

1. El interés que orienta nuestra investigación 15

2. El interés de los relatos evangélicos sobre la pasión de

Jesús 19 3. El interés de nuestra lectura de la pasión de Jesús 21

ti . LA MUERTE VIOLENTA DE JESÚS EN LA CRUZ. CON­SECUENCIA DE UNA PRAXIS Y DE UN MENSAJE 25

1. El proyecto histórico de Jesús 26

a) La infra-estructura de su tiempo: los desafios 28

b) El proyecto histórico de Jesús: la respuesta 30

c) La nueva praxis de Jesús, liberadora de la vida opri­mida 33

d) Fundamento del proyecto histórico y de la praxis liberadora: la experiencia de Dios-Padre 41

2. La muerte criminal de Jesús 42

a) Pasos de un camino 44

b) Proceso y condenación de Jesús 55

c) La crucifixión de Jesús 60

III. ¿COMO HABRÍA INTERPRETADO JESÚS SU PROPIA MUERTE? 65

1. Aptitud de Jesús frente a la muerte violenta 65

a) Aportas exegetico-teológicas 67

b) Indicios de una progresiva toma de conciencia 69

2. Cómo se representó Jesús su final 74

3. Tentativa de reconstrucción del camino "del Jesús his-. tórico 77

4. El significado trascendente de la muerte humana de Jesús 87

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Págs.

IV. LA RESURRECCIÓN COMO EL SENTIDO ULTIMO DE LA MUERTE DE CRISTO 91

V. INTERPRETACIONES DE LA MUERTE DE CRISTO EN LAS PRIMITIVAS COMUNIDADES CRISTIANAS 95

1. El destino común de los profetas y de los justos: la muer te violenta 96

2. El Mesías Crucificado 97

3. La muer te como expiación y sacrificio 99

a) Un fragmento de un h imno helenístico y judeo-cris-t iano: Rom 3, 25-26a 101

b) Textos eucarísticos y temát ica de sacrificio 103

4. La muer te de Cristo en las reflexiones teológicas de San Pablo 105

a) La libertad no es de otros, sino pa ra los otros 107

b) La función soteriológica y escatológica de la muerte de Jesús 109

c) La muerte de Cristo nos libertó de la maldición por la ley no cumplida 111

5. La muer te de Cristo como sacrificio en la car ta de los Hebreos 112

VI. LAS PRINCIPALES INTERPRETACIONES DE LA MUER­T E DE CRISTO EN LA TRADICIÓN TEOLÓGICA: SU CADUCIDAD Y SU ACTUALIDAD 115

1. Qué es lo propiamente redentor en Jesucristo: el comien­zo (encarnación) o el final (Cruz) 117

2. Problemática y aporías de las imágenes representativas de la redención 118

3 . El modelo de sacrificio expiatorio: muer to por el pecado de su pueblo 122

a) Límites de la representación 123

b) El valor permanente de la representación 124 4. El modelo de redención y de rescate: t r i turado por nues­

t ras iniquidades 125

a) Límites de la representación 126

b) Valor permanente de la representación 126

5. El modelo de la satisfacción susti tutiva: fuimos curados gracias a sus padecimientos 127

a) Límites de la representación 128

b) El valor permanente de la representación 128

c) Jesucristo libera en la solidaridad universal con to ­dos los hombres 130

Págs. VII. LA TEOLOGÍA DE LA CRUZ Y DE LA MUERTE EN EL

HORIZONTE DE LA TEOLOGÍA ACTUAL 135

1. Un interrogante siempre abierto 135

2. Modernas teologías de la Cruz 137

a) Jesucristo, el Dios Crucificado 137

b) Dios dice no al sufrimiento 139

c) El sufrimiento no tiene sentido, pero podemos darle un sentido 140

d) Memoria passionis 141

e) La cruz no es para entenderla, sino p a r a asumirla como escándalo 142

f) La cruz es escándalo porque es crimen 144

3. Convergencias y divergencias en las varias posiciones . . 145

a) Un Dios que no sufre, no libera del sufrimiento . . . 145

b) Un Dios muere : de qué Dios se t r a t a 146

c) ¿Dios crucifica a su hijo? 146

d) Dios doliente: ¿cómo sufre Dios? 149

4. La Cruz como muerte de todos los sistemas 151

VIII. EL SUFRIMIENTO QUE NACE DE LA LUCHA CONTRA

EL SUFRIMIENTO 153

1. Mysterium et passio liberationis 153

2. ¿Qué es lo que hace digno al sufrimiento? 158

3. El misterio de la passio mundi 162

IX. ¿COMO PREDICAR HOY LA CRUZ DE NUESTRO SEÍÍOR JESUCRISTO? 167

X. CONCLUSIÓN: LA CRUZ, MISTERIO Y MÍSTICA 173

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS 175

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ACLARACIÓN

Este trabajo —Pasión de Cristo - Pasión del mundo—, el hecho, interpretaciones y significado ayer y hoy, más que cualquiera de los estudios que he publicado sobre el misterio cristológico, tiene un carácter de ensayo. Se t r a ta de una exploración sobre el significado de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo para el contexto actual de nuestra fe y de nues­tra situación. La conciencia del lugar desde el cual se articu­la el discurso es muy importante por las consecuencias que de él se desprenden. Es el lugar del cautiverio y de la resis­tencia en que muchos se encuentran obligados a vivir, lugar mucho más próximo a aquel desde el cual vivía su realidad histórica Jesús de Nazaret.

La cruz nos hace poner una especial atención en la hu­manidad de Jesús que no es otra cosa sino la humanidad de Dios mismo. Acerca de la humanidad de Jesucristo se pue­den asumir diferentes posiciones teológicas. La tradición se­dimentó dos, cuya vigencia nunca ha perdido actualidad. Ambas se basan en los evangelios y en el dogma cristológico como fue definido en el Concilio de Calcedonia (451). Allí se difinió de manera irreformable y decisiva para la fe posterior la real humanidad y la verdadera divinidad de Jesucristo. En El subsisten, en la única persona divina del Verbo eterno, dos naturalezas distintas, sin confusión, sin mutación, sin división y sin separación.

Esta formulación, llena de tensiones, permitió la forma­ción de dos líneas en la historia de la teología: una acentuó en Jesús-DiosJIombre la divinidad y otra la humanidad. La transferencia de los acentos señala diferentes opciones de fondo, que constituyen verdaderas escuelas: en el Nuevo Testamento el evangelio de San Juan al subrayar la divini­dad de Jesús, los sinópticos su humanidad; en el mundo an­tiguo la escuela de Alejandría, que representa la primera tendencia, y la escuela de Antioquía, la segunda. Ambas co­rren el peligro de herejía: el monofisismo que afirma en

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Jesús existencia de una naturaleza única, la divina (escuela de Alejandría), y el arrianismo, que sostiene hasta tal punto la dualidad de naturalezas que rompe la unidad de per­sona y hace predominar en Jesús la naturaleza humana, quedando la divinidad como extrínseca y paralela (escuela de Antioquía). En el mundo medieval encontramos la es­cuela tomista, que piensa a Jesús preferentemente desde su divinidad, y la escuela franciscana, que lo piensa desde la humanidad. En los tiempos modernos se habla de una cristo-logia descendente, del Dios que se encarna, y de una ascen­dente, del hombre Jesús que lentamente va revelando su divinidad.

Por formación espiritual y opción fundamental nos orien­tamos por la escuela franciscana, de tradición sinóptica, antioqueña y escotista. Es en la humanidad total y completa de Jesús donde encontramos a Dios. La reflexión sobre la

'muerte y la cruz nos proporciona la oportunidad de pensar la humanidad de Jesús radicalmente. Los cristianos, habi­tuados a la imagen tradicional de Jesús, fuertemente mar­cada por su divinidad, podrán tener dificultades con la ima­gen de Jesús que aquí diseñamos con los rasgos de nuestra propia humanidad. A pesar de esto, se hace necesario abrir­se a la verdadera humanidad de Jesús. En la medida en que aceptamos nuestra propia humanidad, con todo el dramá­tico abismo que puede caracterizar nuestra existencia, en esta misma medida abrimos camino para una aceptación profunda de la humanidad de Jesús. E inversamente no es menos verdadero que en la medida en que acogemos a Jesús como lo presentan los evangelios, especialmente los sinópti­cos, su vida cargada de conflictos, su vía dolorosa, en la me­dida en que tomamos absolutamente en serio la encarna­ción como vaciamiento, sí, exinanición de Dios, en esta misma medida nos acogemos a nosotros mismos con toda nuestra fragilidad y miseria, sin vergüenza ni humillación.

Nuestra opción de fondo implica consecuencias de orden exegético y dogmático. Influirá en nuestra posición sobre la forma de concebir la conciencia mesiániea de Jesús, sobre su actitud para con la muerte, sobre su progresiva apropia­ción de la voluntad de Dios en medio de tanteos y pruebas.

Juzgamos que esta senda teológica ofrece riquezas suma­mente apreciables; nos coloca inmediatamente en el segui­miento de Jesús de Nazaret porque primero El siguió hasta el último paso nuestro propio camino humano.

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No queremos ocultar los peligros latentes en este camino, peligros que siempre queremos obviar honestamente, man­teniéndonos firmemente dentro del marco guía del dogma cristológico de nuestros padres de Calcedonia. La humani ­dad de que hablamos en este ensayo deberá ser siempre pensada y comprendida como la humanidad de Dios. Evi­dentemente esto nos obligará a repensar a fondo nuestra imagen de Dios, objeto de un ensayo que ya hemos publica­do sobre la actualidad de la Experiencia de Dios (1974). Nuestra imagen común de Dios es deudora de la experiencia religiosa pagana y del Antiguo Testamento. La reflexión sobre la humanidad de Jesús (que es de Dios) nos descubre la faz auténticamente cristiana de Dios, inconfundible e intercambiable. Es cosa clara: es siempre el misino Misterio experimentado por paganos y cristianos. Pero en Jesucristo El reveló su propio rostro, rostro insospechado: el del hu­milde justo sufriente, torturado, ensangrentado, coronado de espinas y muerto después de un desgarrador grito miste­rioso lanzado al cielo pero no contra el cielo. Un Dios así es extremadamente próximo al drama humano, pero es tam­bién extraño. Es de una extrañeza fascinante como la de los abismos de nuestra propia profundidad. Delante de El po­demos aterrarnos como Lutero, pero también podemos sen­tirnos colmados de un infinita ternura como San Francisco, que meditaba en la Pasión con com-pasión. Sin pretensión afirmamos que a la luz de su espíritu es como intentaremos articular nuestras propias reflexiones.

Nuestro ensayo pretende ayudar a aquellos que, doloridos, buscan dar un sentido a la pasión doliente de este mundo. Quizá la meditación de la pasión de Jesucristo, el profeta y justo sufriente, despierte en nosotros fuerzas insospecha­das de resistencia y de resurrección, tiempos dramáticos fomentan visiones de redención; los que sufren descubren una secreta identificación con el Mártir que más sufrió; de ellas se liberan fuerzas ocultas dentro del ovillo de la vida y que forcejean por irrumpir bajo la cascara de las opresio­nes que se desenmascaran como frágiles porque son hijas de la muerte.

Y la historia nos cuenta que este es el camino por el cual tr iunfa la vida y se genera un sentido más poderoso que el imperio de la muerte.

Este libro recoge sustancialmente un curso dictado en la Universidad católica de Lisboa en el segundo semestre de 1976. El texto El proyecto histórico de Jesús fue publicado

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parcialmente en Teología y mundo contemporáneo (Ma­drid 1975), que es un homenaje al maestro Karl Rahner en sus 70 años, y después fue incorporado como capítulo IX en mi libro Teología do cativeiro e da libertacáo (Lisboa 1976). Las principales interpretaciones de la muerte de Cristo en la tradición teológica: su caducidad y su actua­lidad, • se publicó primero en la revista Grande Sinal 28 (1974), 509-527 y después como capitulo VIII de Teología do cativeiro e da libertacáo. El sufrimiento que nace de la lu­cha contra el sufrimiento fue publicado primeramente en la revista internacional Concüium, n. 9 (1976), 6-17.

Facultades Franciscanas, Braganga Paulista, SP,

diciembre de 1976.

I

EL PROBLEMA Y SUS FORMULACIONES

1. EL INTERÉS QUE ORIENTA NUESTRA INVESTIGACIÓN

Ningún texto y ninguna investigación, por más objetivos que pretendan ser, pueden dejar de estar guiados por un horizonte de interés. Conocer es siempre interpretar. La estructura hermenéutica de todo saber y de toda ciencia es tal, que el sujeto siempre entra con sus modelos, paradigmas y categorías en la composición de la experiencia del objeto mediatizada por el lenguaje. El sujeto no es una razón pura: está insertado en la historia, en un contexto socio-político y se mueve por intereses personales y colectivos. Por eso no existe un saber exento de ideología y puramente des­interesado.

Los relatos evangélicos, sobre todo los concernientes a la pasión y muerte de Jesús, vienen cargados de interpretación. Están orientados por un interés teológico ineludible. Esto no constituye ningún desdoro para el mensaje cristiano. Como cualquier otro texto histórico, los relatos de la pasión se si túan dentro de ]a estructura hermenéutica general y también así deben interpretarse.

Aquí simplemente hacemos consciente un procedimiento universal, frecuentemente no explicitado en textos escritos. Declaramos nuestro interés al leer, interpretar y meditar la muerte violenta de Jesucristo. Nuestro interés se sitúa en el horizonte de la teología de la liberación, de la cautividad y de la resistencia. En esta forma de hacer teología se trabaja sobre una triple experiencia:

—La experiencia de la opresión política, económica y cul­tural de unos grupos sobre otros. Se da una agresión en el nivel mundial con graves consecuencias para naciones en­teras. Hambre, miseria, crimen político internacional, gue­rras sumamente destructivas, división entre países ricos y países pobres, como injusticia mundial.

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—Experiencia de movimientos de liberación que intentan sacudir todos los yugos en busca de un nuevo modo de con­vivencia y en la gestación de un hombre nuevo, más fra­terno y más abierto a la comunión.

—Experiencia de resistencia de los grupos dominados pero no vencidos, trabajando bajo régimen de cautiverio, y sin dejar que se apague la llama de la esperanza.

Estas tres experiencias dan margen a otra no menos pro­funda: la experiencia del encerramiento de las sociedades opulentas a todo cambio estructural, su capacidad de vio­lencia represiva, de exterminio sistemático e inmisericorde de quienes se les oponen. Por otra parte existe también la violencia revolucionaria, capaz de echarlo todo abajo, de erradicar poblaciones y de imponer por la violencia sus nue­vos modelos. Proyectos verdaderamente liberadores, llevados adelante con humanidad, son sofocados a sangre y fuego. Muchos cristianas, especialmente en el Tercer Mundo, han sufrido prisión, torturas, han sido sacrificados por la saña de fuerzas represivas, han experimentado el abandono de sus propios hermanos en la fe y han muerto entregados a sus propias heridas.

Tal situación, común hoy en muchos países donde reina el régimen de seguridad a cualquier precio con su aparato represivo, constituye un lente por medio del cual se lee e interpreta la pasión y muerte de Jesucristo. No son pocos los cristianos que, pasando por esta experiencia de pasión y de cruz, se han sentido unidas al Siervo Sufriente e iden­tificados con el Varón de Dolores, Jesucristo.

Nuestro interés, pues, se orienta a detectar los mecanis­mos que llevaron a Jesús ser rechazado y torturado hasta la crucifixión vergonzosa, y como al final fue consecuencia de un compromiso y de una praxis peligrosa para ei status de su tiempo, considerar cómo Cristo soportó ese conflicto, qué significado le atribuyó y qué interpretaciones se hicie­ron en el NT y en la historia de la reflexión de la fe. Fi­nalmente, queremos detallar el significado que la pasión y muerte de Jesús tiene para nuestra fe hoy, vivida e inten­tada dentro del horizonte de nuestro interés.

Este tipo de impostación del problema nos parece decisivo porque pocos temas de la teología han sido tan manipulados y corrompidos en su interpretación como este de la cruz y de la muerte de Jesucristo. Especialmente las capas opulen-

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tas y detentoras del poder han utilizado el símbolo de la cruz y el hecho de la muerte redentora de Cristo para justi­ficar la necesidad del sufrimiento y de la muerte en el horizonte de la vida humana. Se dice piadosa y resignada-mente: cada hombre debe cargar sus cruces, día a día; lo importante es hacerlo con paciencia y sumisión; más aún: por la cruz llegamos a la luz y reparamos a la infinita ma­jestad de Dios, ofendida por los pecados personales y del mundo.

Este tipo de discurso es extremadamente ambiguo y se presta a fácil manipulación. No arranca de la muerte his­tórica de Jesús, que no fue ninguna fatalidad ni fue vivida en la resignación. E'la fue provocada, inducida desde fuera y ejecutada con violencia. Resultó de una praxis de Jesús que tocó los fundamentas de ]a sociedad y de la religión judaica; ellas no lograron asimilar a Jesús y acabaron eli­minándolo por la liquidación física. Este fue el precio pa­gado por la libertad que se había tomado, la consecuencia del combate sostenido contra el fariseísmo, el privilegio, el legalismo y el endurecimiento del corazón frente a Dios y al hermano. Sufrió y murió en la lucha contra las" causas objetivas que generaban y todavía generan sufrimiento y muerte.

El apelar a la muerte y a la cruz puede ocultar la iniqui­dad de las prácticas de aquellos que precisamente provo­can la cruz y la muerte de los otros. Esta apelación no es más que vulgar ideología que propicia que el sufrimiento y la muerte prosigan su obra avasalladora en términos de explotación, relaciones injustas entre personas y clases, pri­vilegios y dominación. La cruz de Cristo no puede interpre­tarse de modo que abra camino a semejante instrumenta-lización. La gloria de Dios no consiste en que el hombre sufra, sea expoliado y día a día crucificado, sino en que viva y sea feliz. Nuestro Dios no tiene la cara de los dioses paga­nos que tenían envidia de la felicidad de los hombres. Es un Dios que impulsa a vivir de modo que cada vez se haga más distante la repetición del drama de la crucifixión de Cristo y de otros hombres a lo largo de la historia. La muer­te de Cristo fue un crimen y no la necesidad de la voluntad de un Dios ávido de reparación por Su honra ultrajada, preocupado por la estética de sus propias relaciones con la humanidad. Como decía con razón un teólogo mejicano: "Cristo murió para que se sepa que no todo es permitido"

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(P. Miranda, el ser y el Mesías, Salamanca, 1973, 9). La muerte de Cristo significa la condenación de prácticas opre­soras y una denuncia de los mecanismos que destilan sufri­miento y muerte. Nunca puede servir para consagrarlos y legitimarlos. La cruz no evoca ningún dolorismo malsano, sino que convoca para la lucha contra el dolor y contra las causas productoras de cruz. Se hace necesario recuperar en la piedad y en la teología la densidad histórica de la cruz de Jesucristo contra su transformación en puro símbolo de resignación y de expiación con las mistificaciones a que todo símbolo está sujeto.

La esperanza cristiana no se orienta a la cruz sino al Cru­cificado porque él ahora es el Viviente y el Resucitado. Es el Viviente y Resucitado porque Dios mostró que ser crucifi­cados de este mundo tiene un sentido último, tan ligado a la vida que no puede ser devorado por la muerte. La re­surrección sólo conserva su significado cristiano y escatoló-gico cuando está en estrecha conexión con la crucifixión. La resurrección es el sentido final de la insurrección por el derecho y por la justicia. De no ser así, la resurrección corre el riesgo de ser mistificada —como lo fue la cruz— como el símbolo de un mundo totalmente reconciliado en el futuro sin pasar por la conversión de los mecanismos causantes de iniquidad del presente. Como veremos a lo largo de nues­tro ensayo, la existencia cristiana solamente conserva su identidad cristiana en la medida en que vive y se mantiene en la dialéctica pascual de crucifixión y resurrección como exigencia del seguimiento de Jesucristo. Sólo entonces salta clara a nuestros ojos la oferta de sentido que se desprende del camino doloroso de Jesucristo: la muerte impuesta pue­de ser acogida como forma de amor oblativo que se dona un vez más a los hombres y a todos los hombres, inclusive a los verdugos. Una muerte así no es fatalidad sino fruto de una libertad. Como dice acertadamente H. Küng: "al hom­bre toca decidir. Puede rehusar este sentido oculto: en obs­tinación, cinismo, desesperación. Puede aceptarlo: en con­fianza, creyendo en Aquel que confirió sentido a la absurda pasión y muerte de Jesús. Y así se evitan la rebelión, la pro­testa, la frustración. La desesperación termina" (Ser Cris­tiano, Ed. Cristiandad, 1976).

Antes de abordar la trayectoria de muerte de Jesús que­remos cotejar el interés de los relatos evangélicos sobre la pasión con el interés de nuestra lectura teológica.

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2. EL INTERÉS DE LOS RELATOS EVANGÉLICOS SOBRE LA PASIÓN DE JESÚS

Con relación a la pasión y muerte de Cristo en los Evan­gelios hay que considerar lo siguiente:

a) Los actuales textos fueron escritos bastante tiempo des­pués del evento pascual y bajo la luz del hecho mayor de la resurrección. Para el NT también para nosotros, la resu-rreción equivalió a una nueva dimensión. Ella constituye una óptica por la cual se totalizó de una manera diferente el mensaje y la figura de Jesucristo; forma el punto de partida de la cristología. A la luz de la resurrección, la comunidad pri­mitiva entró en un proceso de interpretación de toda la vida de Cristo. Con ella se desveló toda la ambigüedad que se cer­nía sobre la figura de Jesús. Entonces quedó claro que El no era un falso profeta. Dios estaba con El. Aquel Dios que pa­recía haber abandonado a Jesús el viernes santo, ahora aparecía como su Legitimador. Por esto cuando las comuni­dades atestiguan y escriben sobre Jesús en los evangelios, siempre tienen en mente al Resucitado. En los gestos, en las palabras, en las insinuaciones del Jesús histórico, veían ahora revelaciones del Resucitado, interpretado como el Hijo del Hombre, como el Hijo de Dios, el Mesías, etc.

Los evangelios son libro-testimonio. Tienen siempre la pro­fesión de fe. Los evangelistas no escribieron simplemente por el gusto de escribir y relatar algo a la posteridad. Su interés era convencer, proclamar, defender, polemizar y atestiguar a Jesús como el Cristo y el Salvador de los hombres. Por eso en los Evangelios encontramos, en una unidad difícil de sepa­rar, historia y teología, relato y profesión de fe, narración y tesis dogmática.

A la luz de la resurrección se volvió inteligible el escándalo que significó para los discípu^s la crucifixión. Comprendie­ron el plan de Dios. La muerte es vista como momento de un plan, como paso hacia la Resurrección; ella es totalmente absorbida en la perspectiva del final bueno del profeta, ahora resucitado. La conciliación del Dios que abandonó a Jesús en la cruz con el Dios que lo resucitó de entre los muertos, fue fruto de un inmenso trabajo teológico de la Iglesia primitiva. La tarea desembocaba siempre en un mismo afán: superar el foso que separaba un dato del otro, mostrar la unidad del mismo Dios que actuaba aquí y allá y la unidad del mismo sujeto, Jesucristo, que murió y fue resucitado. Como veremos más pormenorizadamente, la teología proporcionó categorías para operar este paso.

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b) Al lado de esta perspectiva general, la luz de la resu­rrección, existe también el momento apologético, interno. Primero era preciso volver inteligible a los propios judíos convertidos el fenómeno Jesucristo, fortalecer su fe. De allí la importancia de las citas del AT para mostrar la unidad del plan de Dios y el cumplimiento de las profecías. Para los relatos, quien sufre es torturado y muere, no es s imp^-mente el judio Jesús de Nazaret. Es el Mesías, el Hijo del Hombre, el Hijo de Dios. Todo esto es presentado en los re ­latos, sin polémica explícita, pero supone un trabajo teoló­gico subyacente de tenor polémico. Por los Hechos de los Apóstoles conocemos las primeras polém'cas sobre el asun­to. San Esteban incrimina violentamente a los judíos no convertidos: "Duros de cerviz, incircuncisos de corazón. . . vosotros habéis traicionado y asesinado al Justo" Hech 7, 51-52). Pedro se refiere en tono polémico a la crucifixión: "A este hombre . . . vosotros lo hicisteis morir, crucificándolo por manos de los infieles; vosotros lo entregasteis y lo ne­gasteis delante de P i l a to . . . (3, 1 3 ) . . . Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis. . . (4, 1 0 ) . . . vosotros lo ma­tasteis suspendiéndolo en la c r u z . . . " (5, 30). Estos textos nos revelan la polémica latente en la Iglesia primitiva. En los relatos de la Pasión no aparece ésta, sino solamente su resultado, que es la afirmación explícita de *a. mesianidad de aquel que ha sido presentado como el rechazado y con­denado, pero que ahora es el Viviente.

c) ¿Cuál es el género literario propio de los relatos de la Pasión? Esta cuestión es importante porque el género lite­rario se'ecciona los hechos, subraya aspectos y encubre di­mensiones que pueden ser ricas para una diferente com­prensión del hecho. En la li teratura exegética ex :ste una discusión enorme sobre el asunto. No es género de martirio (Acta Martyrum), aunque tenga algunos elementos del mis­mo. Tampoco es parenético y edificante, pues este género está 'otalmente ausente aquí; tampoco es anamnesis (me-mor'a de la pasión). Posee a'gunos elementos del género, pero no llegan a caracterizar el relato.

El género es relato de la Pasión. Se relata, no en el sentido moderno dentro de los criterios de la historiografía, sino que está presente el interés de relatar. ¿Relatar qué? Relatar el sufrimiento y la pasión de Jesús que era el Mesías. Aquí re­side el interés dogmático. Jesús es el Mesías. Y el Mesías es sufriente. Semejante afirmación constituía un verdadero es­cándalo para oyentes judíos: el Mesías sufre y muere. Los Evangelios hacen precisamente esta afirmación escueta. La

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cruz es presentada como el símbolo identificador del verda­dero Mesías. Esto destruía todas las representaciones del judaismo acerca del Mesías. Los relatos colocan toda la cul­pa en los judíos que condenaron a Jesús por este único mo­tivo fundamental de que siendo el Mesías, lo rechazaron. De la polémica entre judíos y cristianos los Evangelios re­cogen la conclusión, ahora proferida sin tono polémico: los judíos mataron al Cristo, liquidaron al Mesías. Los relatos tienden a fortificar la fe de 'os convertidos y a expresar la autocomprensión de la primitiva comunidad. Los Evangelios presentan también un puente que quiere facilitar la acep­tación de la tesis: el Mesías sufre porque es Justo y sufrien­te. Sobre el tema del Justo sufriente la tradición judía —como veremos— había reflexionado mucho. Cristo es in­terpretado como el Justo sufriente y Mesías.

d) El Sitz im Leben (contexto vital) del relato es cúlti-co-litúrgico. En sus reuniones los cristianos recordaban y meditaban los grandes momentos de la Vida, Muerte y Resu­rrección del Señor. Así, en un contexto de oración, los He­chos traen una referencia explícita a la pasión (4, 24-31); después de la liberación de los apóstoles, los cristianos ele­van sus voces a Dios recitando el salmo 2, aplicado a la pa­sión, y añaden: "Porque verdaderamente en esta ciudad se han aliado Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de Israel contra tu santo siervo Jesús, a quien has ungido" (v. 27).

En la celebración litúrgica se proclama y se festeja prin­cipalmente la acción salvífica de Dios. Los hombres entran como actores de un teatro dirigido desde lo alto. No se dis­cute sobre los culpados, no se hacen mayores apologías, no se elaboran los motivos por los cuales alguien está siendo condenado. Todo esto viene ya iluminado per una luz tras­cendente que alcanza a ver en todo el drama un sentido que escapa a los propios actores de la tragedia. El discurso litúrgico y cúltico impone un cierto orden, posee una gra­mática y se concentra en una línea: profesar la fe y ce'e-brar la presencia del Salvador, del Justo sufriente ahora en verdad Resucitado, Viviente.

3. EL INTERÉS DE NUESTRA LECTURA DE LA PASIÓN DE JESÚS

En el NT el relato de la pasión del Señor, como se ha vis­to está profundamente marcado por interpretaciones teoló­gicas que eran muy actuales para sus oyentes y lectores.

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Necesitaban justificar la nueva figura del Mesías que pre­sentaban y predicaban como sufriente y crucificado. Tenían que probar la continuidad entre la obra salvífica del AT y la del NT. En otras palabras: necesitaban mostrar la unici­dad y unidad del plan del Dios que se realizaba a pesar de rupturas profundas como el fracaso del proyecto histórico del Mesías. Ahora bien, todos estos problemas no son exac­tamente los nuestros. Para nosotros es posesión pacífica en la fe que Jesús es el Cristo y que el Crucificado es el mismo ser histórico que el Resucitado. El Crucificado es el Viviente.

El contexto en que leemos y teológicamente meditamos las Escrituras no es solamente el litúrgico y el cúltico. Des­cubrimos un sentido nuevo de la pasión y muerte del Señor partiendo del compromiso político, dentro de una praxis li­beradora. Por tanto nuestro Sitz im Leben (contexto vital) es diferente. Esta diferencia se debe tomar muy en cuenta, porque permite otra lectura y contempla la realidad con otros ojos. Empero las fuentes son las mismas, los Evange­lios, escritos dentro de otro interés y en el registro de otro contexto vital. Si los evangelistas hubieran tenido un inte­rés político liberador, ciertamente habrían escrito bien di­ferentemente los evangelios y subrayado otros aspectos de la pasión de Cristo.

Los evangelistas no hacen una lectura profana del drama de la pasión. Todo es leído religiosamente, es decir, todo guarda una referencia explícita a Dios. Dios entra directa­mente en la historia. De allí que los motivos históricos que llevaron a Cristo a la muerte estén demasiado ocultos por los Evangelios. El rechazo de los judíos y sus tramoyas apa­recen como endurecimiento del corazón, como negativa a escuchar la voz de Dios que habla por Jesús. La dimensión política de los intereses del status quo, de la preocupación por la seguridad nacional de Palestina, no aparecen clara­mente tematizados. Todo es recogido en una visión tras­cendente y religiosa.

Nuestro interés, nacido de la experiencia de opresión, re­sistencia y liberación, se orienta a detectar los motivos del fracaso liberador de Jesús, las razones de orden religio­so-política que condujeron al proceso y a su liquidación. Esto no va contra el sentido religioso y trascendente de la pasión y muerte del Señor, sino que busca las mediaciones históricas y políticas, en fin, el soporte para tal significado. No debemos olvidar que Jesús no murió en su cama. Fue condenado y violentamente eliminado. Entraron allí res­ponsabilidades humanas. No fue un teatro que tuvo sola-

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mente a Dios como actor y agente. Allí hubo intriga, se generaron conflictos, agentes que tramaron la traición, la prisión, la tortura, labraron la sentencia y lo levantaron en la cruz. Sobre esta infraestructura se operó la interpre­tación teológica y se dio la revelación de Dios. Pero no po­demos contentarnos solamente con las interpretaciones y con los hechos recogidos sólo dentro de esta interpretación. Probablemente todos los hechos, en su dimensión política y en su densidad conflictual, estaban presentes a los judeo-cristianos de la primitiva Iglesia. Pero conducidos por el intefés religioso y apologético solamente recogieron aque­llos que cabían dentro de los cuadros de su interpretación religiosa.

Esta comprobación tiene como consecuencia que una lec­tura situada fuera del interés directo de las relatos del NT, deberá proceder a un trabajo crítico previo. Deberá mante­nerse permanentemente vigilante acerca del alcance de la interpretación del NT y de la realidad histórica de los hechos narrados; deberá preguntarse honestamente: ¿hasta qué punto son proyecciones de la interpretación teológica pre­via? ¿Hasta qué punto constituyen hechos que deben ser interpretados y que realmente han acontecido? Y también nosotros debemos preguntarnos continuamente: ¿hasta qué punto nuestro interés no obliga a los textos a decir más de lo que dicen? ¿Hasta qué punto proyectamos más de lo que captamos? En los relatos del NT hecho e interpretación forman una unidad homogénea. Es lo que poseemos como texto literario. En función de nuestro interés, diferente del que tiene el NT, debemos intentar separar el hecho, de la interpretación que de él hace la Iglesia primitiva, recogida por los evangelistas. Solamente así se abre la posibilidad para nuestra lectura que también quiere ser teológica. Así nos situamos, sin pretensiones mayores, en la misma situa­ción que los evangelistas. Como ellos, procedemos también nosotros a una interpretación teológica de la pasión del Señor. La actitud de fe es la misma. Lo único diferente es el Sitz im Leben (contexto vital).

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II

LA MUERTE VIOLENTA DE JESÚS EN LA CRUZ: CONSECUENCIA DE UNA

PRAXIS Y DE UN MENSAJE

En su aspecto ontológico, la muerte humana es parte de la vida. No es simplemente el último momento de la vida. La muerte constituye una estructura de la vida misma, porque la vida humana es estructuralmente mortal. Desde que comenzamos a vivir, comenzamos también a morir. Y vamos muriendo lentamente en la medida en que vivimos, hasta acabar de morir. Por eso sólo podemos hablar ade­cuadamente de la muerte si hablamos de la propia vida mortal. En este sentido ontológico es evidente el hecho de que no podemos circunscribir la muerte al último momento de la vida mortal, sino que es un proceso de acabamiento que se va urdiendo dentro de la vida hasta llegar a su per­fección en el último momento de la vida. El sentido que se da a la vida es el sentido que se da a la muerte; y el sentido que se da a la muerte es el sentido que se da a la vida.

En su aspecto histórico al referirnos a la muerte de Jesús, el acabamiento no siguió el proceso de su desarrollo natu­ral, con el agotamiento de la energía vital; el acabamiento fue violentamente introducido por fuerzas históricas. La muerte fue causada por una voluntad que se interpuso a los mecanismos naturales. Y esta voluntad causadora de muerte, se presentó como una re-acción violenta a una ac­ción de Jesús. Lo importante está, pues, no tanto en la re­acción, cuanto en la acción de Jesús que provocó una ac­ción contraria, acción de liquidación física del personaje agente. En otras palabras: la muerte de Jesús solamente puede entenderse desde su praxis histórica, su mensaje, las exigencias que hizo y los conflictos que suscitó.

En este sentido consideraremos: 1. El proyecto histórico de Jesús

a) La infraestructura de su tiempo: los desafíos

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b) El proyecto histórico (mensaje): la respuesta c) La nueva praxis de Jesús, liberadora de la vida opri­

mida d) Fundamento del proyecto histórico y de la praxis

liberadora: la experiencia de Dios Padre.

2. La muerte violenta de Jesús a) Pasos de un camino b) El proceso y condenación de Jesús c) Crucifixión de Jesús.

1. EL PROYECTO HISTÓRICO DE JESÚS

Antes de abordar el proyecto histórico de Jesús debemos recuperar la densidad histórica de este judío Jesús de Na-zaret. Estamos familiarizados con un Jesucristo, Hijo eter­no de Dios, Señor del universo, Salvador del mundo, pri­mogénito de toda la creación y primer resucitado entre muchos hermanos. Estos títulos de grandeza ocultan los orí­genes humildes, la trayectoria histórica del verdadero Je­sús que anduvo entre el pueblo recorriendo los villorrios de Galilea y que murió miserablemente fuera de la ciudad de Jerusalén.

El hombre de fe, lector común de los Evangelios, tiende a considerar a Jesús Dios y Salvador como una realidad primera, evidente en sí misma, dada y conocida por los apóstoles, desde un principio. La acción de Jesús se presenta cristalina y absolutamente coherente porque El de antema­no ya sabía y preveía todo. ¿No era El el Hijo eterno de Dios? su palabra fluía pronta y candente de su boca, pues era la Palabra eterna que se comunicaba. Todo parece fácil: la Palabra y la acción de Jesús. El no tenía nada por qué op­tar y decidir. Todo estaba decidido en los planes eternos del Padre. Jesús fue un ejecutor fiel. Esta visión de Jesús es dogmática, no histórica. Es la perspectiva de los postreros, no de los primeros; de los discípulos de los apóstoles, no de los apóstoles.

Los apóstoles conocieron al Jesús de Nazaret, profeta a quien asociaron sus vidas y sus destinos. Lentamente e in­clusive sólo después de la resurrección, les quedó claro quién era Jesús y qué misterio se ocultaba bajo la fragilidad de este profeta del pueblo. Para llegar a decir que El era el Cristo-Mesías, el Salvador del mundo, el Hijo de Dios y el

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primogénito de toda la creación, tuvieron que recorrer un largo y pesado camino de oración y reflexión.

El Jesús de su larga experiencia no es un Jesús arqui­tecto del Reino de Dios, que sabe a priori todo el plan y que como ingeniero que tiene presente todo el cuadro hasta en sus mínimos detalles, lo ejecuta fielmente. Su Jesús es un Jesús que busca, que ora, que debe afrontar diversas opcio­nes, que es tentado y puesto a prueba, que se siente urgido a tomar opciones, que se retira al desierto para descubrir cuál es la voluntad de Dios, que progresivamente elabora su proyecto global y pasa después a las opciones concretas. Todo esto no está libre de peligros, tanteos, preparaciones, crecimiento y explicitación progresiva. No sin razón dice San Lucas: "Jesús crecía en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres" (Le 252; cf. 2, 40). No dice sola­mente delante de los hombres, como si fuese revelando poco a poco a los hombres aquello que El siempre sabía porque estaba en Dios, sino que dice también delante de Dios. El iba conociendo poco a poco y progresivamente el designio de Dios. Y lo iba asumiendo totalmente.

Jesús era un verdadero homo viator (hombre en camino) como cualquiera de nosotros, menos en aquello que nos pone en enemistad con Dios, el pecado. Participó de la condición de todo judío de aquel tiempo, especialmente de los gali-leos, que tenían mala fama porque vivían entre paganos.

Creemos en el misterio de la encarnación de Dios en Jesús de Nazaret. Pero esta encarnación no debe vaciarse de su contenido; no se realizó a costa de la verdadera humanidad de Jesús. Dios se reveló, no a pesar de ella, sino precisamen­te en ella. El proyecto divino en Jesús no destruye sino que exalta el proyecto humano de Jesús. Ambos se impenetran en estrecha unión pero sin confusión y sin absorción de uno en el otro. La encarnación no es algo meramente pa­sivo, sino profundamente activo; Dios va asumiendo la vida de Jesús, desde su concepción, en la medida en que esta vida va desenvolviéndose y asumiendo sus opciones decisivas. Jesús a su vez era movido a abrirse y se abría más y más a Dios. Dentro de este marco de comprensión mostraremos el contexto del proyecto histórico de Jesús. Proyecto quiere decir la opción fundamental, la decisión de fondo que mar­ca la orientación de la vida, de las ideas (teoría) y de las prácticas, la visión global orientada hacia el futuro. Todo pro-yecto, como lo insinúa el sentido filológico, posee una dimensión esencialmente de futuro (lanzado: yecto; hacia

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adelante: pro). ¿Cómo se representaba Jesús el futuro del mundo? ¿Cómo hizo para concretizarlo? ¿Cuáles fueron las reacciones de los diversos estratos sociales alcanzados por su predicación y actividad? ¿Cómo asimiló Jesús el conflicto con los detentores del poder y los productores de ideología?

a) La infra-estructura de su tiempo: los desafíos

La situación socio-política del tiempo de Jesús presenta paralelos sorprendentes con la situación de la cual nació nuestra teología de la liberación en América Latina. Con­viene destacar algunos elementos:

Régimen general de dependencia. Hace siglos Palestina vivía en una situación de opresión. Desde el 587 a. C. vivía dependiente de los grandes imperios circunvecinos: Babilo­nia (hasta el 538), Persia (hasta el 331), Macedonia de Ale­jandro (hasta el 323) y de sus sucesores (de los Tolomeos de Egipto hasta el 197 y de los Seléucidas de Siria hasta el 166). Finalmente cayó bajo la influencia del imperialismo ro­mano (a part i r del 64 a. C ) . Es un pequeño cantón de la provincia romana de Siria, gobernada en el tiempo del na ­cimiento de Jesús por un rey pagano, Herodes, sostenido por el poder central, Roma. Esta dependencia desde un centro situado en el exterior se hacía interna por medio de la pre­sencia de las fuerzas de ocupación y por toda una clase de cobradores de impuestos imperiales. En Roma se vendía es­ta función (la clase de los caballeros de la cobraduría) a un grupo de judíos que, a su vez, en la patria, subempleabah a otros y mantenían una red de funcionarios ambulantes. Las extorsiones y el cobro superior a las tasas fijadas eran cosa común. También existía el partido de los saduceos, que hacían el juego a los romanos para conservar sus grandes capitales, especialmente alrededor del templo, y los grandes inmuebles en Jerusalén.

La dependencia política implicaba dependencia cultural. Herodes, educado en Roma, hizo obras faraónicas, palacios, piscinas, teatros y fortalezas. La presencia de la cultura romana pagana hacía más odiosa y envilecedora la opresión, dada la índole religiosa de los judíos.

La opresión socio-económica. La economía se basaba en la agricultura y la pesquería. La sociedad en Galilea, esce­nario principal de la actividad de Jesús, estaba constituida por pequeños agricultores o por sociedades de pescadores. Generalmente había trabajo para todos. El bienestar no era

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grande. No se conocía el sistema del ahorro, de modo que una carestía o enfermedad mayor provocaba éxodos del campo en busca de trabajo en los pequeños poblados. Los jornaleros se apiñaban en las plazas (Mt 20, 1-15) o se po­nían al servicio de un gran propietario hasta sa7dar las deu­das. La ley mosaica, que daba al primogénito el doble que a los demás, acarreaba indirectamente el aumento de los asa­lariados, que, no encontrando empleo, se convertían en ver­daderos proletarios, mendigos, vagabundas y ladrones. Exis­tían también los ricos poseedores de tierras, que expoliaban a los campesinos mediante hipotecas y expropiaciones por deudas no pagadas. El sistema tributario era pesado y mi­nucioso: había impuestos para casi todas las cosas: sobre cada nr'embro de la familia, tierra, ganado, plantas fruta­les, agua, carne, sal y sobre todo los caminos. Herodes con sus construcciones monumentales empobreció al pueblo e inclusive a los grandes latifundistas. La profesión de la fa-mi'ia de Jesús era la de Teknon, que podía significar tanto carpintero como techador. El Teknon podía eventualmente trabajar como cantero en la construcción de casas. San José, probablemente trabajó en la reconstrucción de la ciu­dad de Séforis, detrás de los montes de Nazaret, totalmen­te destruida por los romanos cuando fue recapturada a los guerrilleros zelotes el año 7 a. C.

La presencia de fuerzas extranjeras y paganas constituía para el pueblo judío una verdadera tentación religiosa. Dios era considerado y venerado como el único Señor de la tierra y del pueb'o. Había prometido a Israel la posesión perpetua de su tierra. La opresión exasperaba la fantasía religiosa de muchos. Casi todos esperaban el fin inminente con una in­tervención espectacular de Dios. Se vivía en una eferves­cencia apocalíptica, en parte compartida también por Jesús, como lo atestiguan los Evangelios (Me 13, par) . Varios mo­vimientos de liberación, especialmente los zelotes, intenta­ban preparar o hasta provocar con el uso de la violencia y de las guerrillas, la irrupción salvífica de Dios, que impli­caba la liquidación de todos los enemigos y el sometimiento de todos los pueblos al señorío absoluto de Yahvé.

Opresión religiosa. Pero la verdadera opresión no consis­tía en la presencia del poder extranjero y pagano, sino en la in te rpre ta ron legalista de la religión y de la voluntad de Dios. En el judaismo post exílico el culto de la ley se había vuelto la esencia del judaismo. La ley que debía ayudar al hombre en la búsqueda de su camino hacia Dios, con las interpretaciones sofisticadas y las tradiciones absurdas,

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había degenerado en una terrible esclavitud, impuesta en nombre de Dios (Mt 23, 4; Le 1,1, 46). Jesús mismo les echa­ba en cara: "¡Qué bien violáis el mandamiento de Dios, para conservar vuestra tradición!" (Me 7, 9). La observancia es­crupulosa de la ley, en el afán de asegurar la salvación, ha­bía hecho que el pueblo se olvidara de Dios, autor de la ley y de la salvación. Especialmente la secta de los fariseos ob­servaba todo al pie de la letra y aterrorizaba al pueblo con la misma escrupulosidad. Decían: "Maldita esta gente, que no conoce la ley" (Jn 7, 49). Aunque legalmente perfectísi-mos, poseían una maldad fundamental, desenmascarada por Jesús: "no se preocupan por la justicia, por la miseri­cordia y la buena fe" (Mt 23, 23). La ley, en vez de ser ayuda para la liberación, se había convertido en una pri­sión dorada; en vez de ayudar al hombre a encontrar al otro hombre, y a Dios, lo había cerrado para ambos, discri­minando a quien Dios ama y a quien no ama, al que es puro del que no lo es, al que es prójimo y debo amarlo, y a quien es enemigo y puedo odiarlo. El fariseo poseía un concepto fúnebre de Dios, que ya no hablaba a los hombres, sino que les había dejado la ley para orientarse.

b) El proyecto histórico de Jesús: la respuesta Presencia de un sentido absoluto que contesta al presen­

te. La reacción de Jesús frente a esta situación es, en cierta forma, sorprendente. Jesús no se presenta como un revolu­cionario empeñado en modificar las relaciones de fuerza imperantes, como un Bar Kochba; tampoco surge como un predicador interesado sólo en la conversión de las concien­cias, como un San Juan Bautista. El anuncia un sentido últi­mo, estructural y global que alcanza más allá de todo lo fac­tible y determinable por el hombre. Anuncia un fin último que pugna con los intereses inmediatos sociales, políticos o religiosos. Siempre conservó esta perspectiva universal y cósmica en todo lo que decía y hacía. No satisface inmedia­tamente las expectativas concretas y limitadas de los oyen­tes. Los convoca para una dimensión absolutamente tras­cendente que supera este mundo en su facticidad histórica como lugar del juego de los poderes, de los intereses, de la lucha por la supervivencia de los más fuertes. No anuncia un sentido particular, político, económico, religioso, sino un sentido absoluto que abarca todo y lo supera. La palabra clave, portadora de este sentido radical, contestador del presente, es Reino de Dios. Esta expresión tiene sus raíces en el fondo más utópico del hombre. Es allí donde Cristo

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alcanza y sintoniza los dinamismos de absoluta esperanza adormecidos o repremidos por las estructuraciones históri­cas, esperanza de total liberación de todos los elementos que alienan al hombre de su verdadera identidad. Por eso su primera palabra de anuncio presenta ese utópico ahora pro­metido como alegre realidad: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertios y creed en la Buena Nueva" (Me 1, 15).

La creación entera será liberada en todas sus dimensio­nes, no sólo el mundillo estrecho de los judíos. Esto no cons­tituye solamente un anuncio profético y utópico; profetas judíos y paganos de todos los tiempos habían proclamado el advenimiento de un nuevo mundo como total reconcilia­ción. En ese nivel Jesús no posee originalidad. Lo nuevo en Jesús es ya anticipar el futuro y hacer que lo utópico sea tópico. No dijo simplemente: "El Reino vendrá", sino "el Reino ya se ha acercado" (Me 1, 15; Mt 3, 17) y "ya está en medio de vosotros" (Le 17, 21). Con la presencia de Jesús el Reino se hace presente: "Si yo expulso demonios por el po­der de Dios, sin duda el Reino de Dios ha llegado a vosotros" (Le 11, 20). Con El apareció el más fuerte, que vence al fuerte (Me 3, 27).

La tentación de Jesús: regionalizar el Reino. Reino de Dios significa la totalidad del sentido del mundo en Dios. La tentación está en regionalizarlo y en privatizarlo hacia una magnitud intrahumana. La liberación sólo es verdadera li­beración si posee un carácter universal y globalizante y tra­duce el sentido absoluto buscado por el hombre. Por eso la regionalización del Reino-liberación en términos de una ideología del bienestar común o de una religión significa pervertir el sentido original del Reino querido por Jesús. Los Evangelios nos dicen que Jesús tuvo que hacer frente a semejante tentación (Mt. 4, 1-11; Le 4, 1-13) y que ésta lo acompañó durante toda su vida. La tentación consistía pre­cisamente en realizar la idea universal del Reino en un sec­tor de este mundo, el Reino concretizado en la forma de dominación política (la tentación en el monte de donde podía ver todos los reinos del mundo), en la forma del poder religioso (la tentación en el pináculo del templo) y en la forma del imperio de lo milagroso, social y político que sa­tisface las necesidades fundamentales del hombre como el hambre (la tentación en el desierto, de transformar las pie­dras en pan). Estas tres tentaciones del poder correspon­dían precisamente a los tres modelos del Reino y del Mesías que estaban en boga en las expectativas de aquel tiempo

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(rey, profeta y sacerdote). Todas ellas tienen que ver con el poder. Cristo fue tentado durante toda su actividad, a usar el poder divino de que disponía, de tal manera que impusiera por el poder y con un toque mágico, la transfor­mación rad fcal de este mundo. Pero esto sería manipula­ción de la voluntad del hombre y supresión de las respon­sabilidades humanas. El hombre sería mero espectador y beneficiario, pero no participante. No haría historia. Sería liberado en forma paterna^sta ; la liberación no sería el botín de una conquista. Jesús se niega terminantemente a instaurar un Reino de poder. El es Siervo de toda humana criatura, no su Dominador. Encarna por eso el Amor y no el Poder de Dios en el mundo; más bien hace visible el po­der propio del Amor de Dios que es instaurar un orden que no viole la libertad humana ni exima al hombre de tener que asumir las riendas de su propio proyecto. Por eso la forma con que comienza a inaugurarse el Reino de Dios en Ja historia es la de la conversión. Por ella el hombre, al mis­mo tiempo que acoge la novedad de la esperanza para este mundo, colabora para su construcción en las mediaciones políticas, sociales, religiosas y personales.

En todas sus actitudes, tanto en las disputas morales con los fariseos como en la tentación de poder encarnada por los apóstoles mismos (Le 9, 4.6-48; Mt 20, 20-28), Jesús siem­pre se niega a dictar normas particularizantes y a estable­cer soluciones o alimentar esperanzas que puedan regiona-lizar el Reino. Con esto se distancia críticamente de aquella estructura que constituye el pilar sustentador de nuestro mundo: el poder como dominación. La negativa de Jesús al recurso del poder hizo que las masas se le alejaran decep­cionadas: solamente creerían si vieran su poder: "que des­cienda de la cruz y creeremos en él" (Mt 27, 42). El poder como categoría religiosa y liberadora es totalmente desdi­vinizado por Jesús. El poder como dominación es esencial­mente diabólico y contrario al misterio de Dios (Mt 4, 1-11; Le 4, 1-13).

La insistencia en preservar el carácter de universa1 idad y totalidad del Reino no llevó a Jesús tampoco a no hacer nada o a esperar la instauración fulgurante del nuevo or­den. Este fin absoluto es mediatizado en gestos concretos, es anticipado por comportamientos sorprendentes y viabilizado con actitudes que significan ya la presencia del final en medio de la vida. La liberación de Jesucristo asume así un doble aspecto: por una parte anuncia una liberación total de toda la historia y no sólo de segmentos de ella; por otra,

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anticipa la totalidad en un proceso liberador que se con-cretiza en liberaciones parciales siempre abiertas para la totalidad. Por una parte proclama la esperanza total en el nivel de lo utópico futuro, y por otra la hace viable en el presente. Si predicara la utopía de un final bueno para el hombre sin su anticipación dentro de la historia, alimenta­ria fantasías y suscitaría fantasmagorías inocuas sin cre­dibilidad alguna; si introdujera liberaciones parciales sin alguna perspectiva de totalidad y de futuro, frustraría las esperanzas prometidas y caería en un inmediatismo inconsis­tente. En su actuación, Jesús mantiene esta difícil tensión dialéctica: por una parte el Reino ya está en medio de nosotros, ya está fermentando dentro del viejo orden, y por otra es todavía futuro y objeto de esperanza y de construc­ción conjunta del hombre y de Dios.

c) La nueva praxis de Jesús, liberadora de la vida oprimida

El Reino de Dios que significa liberación escatológica del mundo se instaura ya dentro de la historia, y adquiere for­ma concreta en las modificaciones de la vida. Destacaremos algunos de estos pasos concretos mediante los cuales se an­ticipó el nuevo mundo y que significan el proceso redentor y liberador de Jesucristo.

Relativización de la autosuficiencia humana. En el mundo que Jesús encontró a su llegada, había absolutizaciones que esclavizaban al hombre: absolutización de la religión, de la tradición y de la ley. La religión no era ya la forma como el hombre expresaba su apertura hacia Dios, sino que se había sustantivado en un mundo en sí de ritos y sacrificios. Jesús se liga a la tradición profética (Me 7, 6-8) y se dice que es más importante el amor, la justicia y la misericordia, que el culto. Los criterios de salvación no pasan por el ám­bito del culto, sino por el amor del prójimo. El hombre es más importante que el sábado y la tradición (Me 2, 23-26). El hombre vale más que todas las cosas (Mt 6, 26), es m&s decisivo que el servicio del culto (Le 10, 30-37) o el sacrifi­cio (Mt 5, 23-24; Me 12, 33); se antepone al ser piadoso y observante de las sagradas prescripciones de la ley y de la tradición (Mt 23, 23). Siempre que Jesús habla del amor a Dios, habla simultáneamente del amor al prójimo (Me 12, 31-33; Mt 22, 36-39 par ) . Es en el amor al prójimo y no a Dios tomado como un en sí, donde se decide la salvación (Mt 25, 31-46). Cuando alguien le pregunta qué se debe hacer

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para alcanzar la salvación, responde citando los manda­mientos de la segunda tabla, todos referentes al prójimo (Me 10, 17-22). Con esto se deja en claro que de Dios no podemos hablar abstractamente y prescindiendo de sus hi­jos y del amor a los hombres. Hay una unidad entre el amor al prójimo y a Dios, traducida excelentemente por San Juan: "Si alguien dice: yo amo a Dios, pero odia a su hermano, miente. Pues quien no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve" (1 Jn 4, 19-20). Con esto Jesús desabsolutiza las fbrmas cúlticas, legales y religiosas, que acaparan para si los caminos de la salvación. La salvación pasa por el prójimo; allí se decide todo; la religión no está para sustituir al prójimo, sino para orientar permanentemente al hombre hacia el verdadero amor al otro, en quien Dios mismo se esconde de incógnito (Me 6, 20-21; Mt 25, 40). La relativización de Jesús llegó hasta el poder sagrado de los Césares, a quienes negó el carácter divino (Mt. 22, 21) y la pretendida condición de ser la úl­tima instancia: "ningún poder tendrías sobre mí si no se te hubiera dado de lo alto", responde a Pilatos (Jn 19, 11).

Creación de nueva solidaridad. La redención no se encar­na en una mera relativización de las leyes y de las formas cultuales, sino en un nuevo tipo de solidaridad entre los hombres. El mundo social del tiempo de Jesús era extrema­damente estructurado: discriminaciones sociales entre pu­ros e impuros, entre prójimos y no-prójimos, entre judíos y paganos, entre hombres y mujeres, entre teólogos obser­vantes de las leyes y el pueblo simple aterrorizado en su conciencia oprimida por no poder vivir según las interpre­taciones legales de los doctores; fariseos que se distancian orgullosamente de las débiles, enfermos marginados y difa­mados como pecadores. Jesús se solidariza con todos estos oprimidos. Toma siempre el partido de los débiles y de los que son criticados según los cánones establecidos: la pros­tituta, el hereje samaritano, el publicano, el centurión romano, el ciego de nacimiento, el paralítico, la mujer adúl­tera, la pagana siro-fenicia, los apóstoles cuando son criti­cados porque no ayunan como los discípulos de Juan. La actitud de Jesús es acoger a todos y hacerlos experimentar que no están fuera de la salvación, que Dios ama a todos, hasta a los ingratos y malos (Le 6, 35), porque "no son los sanos sino los enfermos quienes necesitan de médico" (Me 2, 17) y su "tarea consiste en buscar y salvar lo que estaba perdido" (Le 19, 10). Jesús no teme las consecuencias de esta solidaridad: es difamado, injuriado, considerado amigo de hombres de malas compañías, acusado de subversivo, hereje

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poseso, loco, etc. Pero a través de tal amor y en estas media­ciones es como se comprende lo que significa Reino de Dios y liberación de los esquemas opresores que discriminan a los hombres. Prójimo no es el que tiene la misma fe, ni el que pertenece a la misma raza o a la misma familia: es cada hombre, desde el momento en que me aproximo a él, poco importa su ideología o su confesión religiosa (cf. Le. 10, 30-37).

Respeto a la libertad del otro. Leyendo los Evangelios y observando cómo Jesús predicaba, se nota que su hablar nunca se sitúa en una instancia trascendente y autoritaria; su lenguaje es simple, saturado de parábolas y ejemplos tomados de la crónica de la época. Se inmiscuye en la masa; sabe oír y preguntar. Da oportunidad a cada uno para que profiera su propia palabra esencial. Pregunta a quien le in­terroga, le pregunta qué dice la ley, interroga a los discípu­los sobre lo que dice la gente sobre El, pregunta al hombre que está a la vera del camino qué quiere que le haga. Deja hablar a la samaritana. Escucha las preguntas de los fari­seos. No enseña sistemáticamente como un maestro. Res­ponde preguntas y las hace, dando oportunidad a que el hombre se autodefina y tenga la libertad de una toma de posición sobre asuntos decisivos para su destino. Cuando lo interrogan sobre el impuesto o el poder político del César, no hace una exposición teórica. Pide que traigan una mone­da. Pregunta: ¿qué moneda es esa? Siempre deja la palabra al otro. Sólo el joven rico no profirió su palabra. Quizá por eso no conocemos su nombre. Porque no se definió.

No se deja servir; él mismo sirve a la mesa (Le 22, 27). Esto no es una mistificación de la humildad, de la cual papas y obispos —en la historia eclesiástica— se hicieron maestros. Se llamaron siervos, cuando muchas veces, era esta la forma refinada con que encubrían un poder anti­evangélico y opresor sobre las conciencias. La insistencia de Jesús sobre el poder como servicio y sobre el último que es el primero (Me 10, 42-44; 9, 35; Mt 28, 8-12) quiere señalar la relación de señor-esclavo o la estructura de poder en tér­minos de pura sumisión ciega y de privilegios. Jesús no predica la jerarquía (poder sagrado), sino la hierodulía (servicio sagrado). Lo que quiere Jesús no es un poder que se basta a sí mismo como instancia autocrítica, sino un ser­vicio al bien de todo como función para la comunidad. Una instancia, aunque sea eclesiástica, que se autoafirma inde­pendientemente de la comunidad de los fieles no es una instancia que pueda reclamar para sí la autoridad de Jesús.

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Jesús misma ejercita esta actitud; su argumentación nun­ca es fanática para exigir sumisión pasiva a lo que dice; siempre intenta persuadir, argumentar y apelar al buen sentido y a la razón. Lo que afirma no es autoritativo, sino persuasivo. Siempre deja la libertad al otro. Sus discípulos no son educados para el fanatismo hacia su doctrina, sino para el respeto aun de los enemigos y de aquellos que se les oponen. Nunca usa de la violencia para sacar adelante sus ideales. Apela y habla a las conciencias.

En su grupo más íntimo (doce) hay un colaborador de las fuerzas de ocupación, un exactor de impuestos (Me 2, 15-17), lo mismo que un guerrillero nacionalista zelote (Me 3, 18-19); todos ellos conviven y forman comunidad con Jesús a pesar de las tensiones que se notan entre los entu­siastas y los escépticos del grupo.

Inagotable capacidad para soportar los conflictos. Es­tamos mostrando cómo en concreto Cristo redime y libera dentro de un proceso, de un camino histórico. Se dirige a to­dos sin discriminar a nadie: "si alguien viene a mí, yo no lo echaré fuera" resume paradigmáticamente San Juan su ac­titud fundamental. Primeramente dirige su evangelización a los pobres. Pobres para Jesús no son sólo los económicamente necesitados. Como observa J. Jeremías: "Los pobres son los oprimidos en sentido amplísimo: los que sufren opresión y no pueden defenderse, lo_ desesperanzados, los que no tienen salvación... todos los que padecen necesidades, los ham­brientos, los sedientos, los desnudos, los forasteros, los en­fermos, los encarcelados, los abrumados por la carga, los últimos, los simples, los perdidos y los pecadores" (138). A todos estos intenta auxiliarlos y defenderlos en su d _echo. Esto ocurre particularmente con los enfermo, leprosos y po­sesos, considerados pecadores públicos y por eso difamados. Toma la defensa de su derecho y muestra que la enfermedad ni proviene necesariamente del pecado personal o de sus an­tepasados, ni tampoco los hace impuros. Circula con fre­cuencia por los grupos de sus opositores aferrados a un con­servadurismo legalista e interesados en posiciones de honra, como los fariseos (Me 2, 13-3, 6). Se deja invitar a los ban­quetes (Le 7, 36 ss.; 11, 37 ss.), pero no comparte su mentali­dad. Aunque participa de su mesa, les puede decir: "Sois unos desgraciados, porque ya tenéis vuestro consuelo (Le 6, 24). Se deja invitar también por los mal vistos publícanos. Su presencia en medio de ellos, como lo muestra la historia de Zaqueo, trae transformaciones en su comportamiento.

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Todo aquello que en nuestro corazón y en la sociedad pue­de erguirse contra el derecho del otro, es condenado por Cristo como el odio, la ira (Mt 5, 21-22), la envidia (Mt 5, 27-28), la calumnia, la agresión y el asesinato. Propugna por la bondad y la mansedumbre y critica la falta de respeto a la dignidad del otro (Mt 7, 1-15; Le 6, 37-41). Jesús sigue su camino no con soberbia distancia del conflicto humano, sino tomando partido siempre que se trate de defender al otro en su derecho, sea hereje, pagano, extranjero o de mala fama, mujer, niño, pecador público, enfermos y marginados. Se comunica con todos y apela a la renuncia, a la violencia, co­mo instrumento en la consecución de los objetivos. El mecanis­mo de poder es querer más poder y subyugar a los otros bajo sus propios ideales. De allí surge el miedo, la venganza y la vo­luntad de dominación, que rompen la comunión entre los hombres. El orden humano es establecido por imposición, con gran costo social. Todo lo que puede causar cuestiona-miento, inseguridad y mutación del orden, tanto en la so­ciedad civil como religiosa, es mantenido en rigurosa vigi­lancia. Cuando el peligro para el orden establecido se vuelve real, entran en acción mecanismos primitivos de difama­ción, odio, represión y eliminación. Es preciso librar el orden de los enemigos de la seguridad. Tales reacciones no pueden apelar para su justificación, a las actitudes de Jesús, que eran generadoras de un proceso de reflexión y de mutación, y de franca comunicación entre los grupos.

Junto con el llamamiento a la renuncia del poder, hace el llamamiento al perdón y a la misericordia. Esto supone fina percepción de la realidad del mundo: habrá siempre estruc­turas de poder y de venganza. Ellas no deberán llevar al desánimo, ni a asumir la misma estructura. Se impone la necesidad del perdón, de la misericordia, de la capacidad de soportar y convivir con los excesos del poder. Consecuente­mente manda amar al enemigo. Amar al enemigo no es amarlo románticamente como si fuera un amigo diferente. Amarlo como enemigo supone detectarlo como enemigo y amarlo como Jesús amaba a sus enemigos; no se hurtaba a la comunicación con ellos sino que cuestionaba las actitu­des que los esclavizaban y los hacían exactamente enemigos. Renuncia al esquema de odio no es lo mismo que renuncia a la oposición. Jesús se oponía, disputaba, argumentaba, pe­ro no dentro del mecanismo del uso de Ja violencia, sino en un profundo compromiso con la persona. Renunciar a la opo­sición sería renunciar al bien del prójimo y a la defensa de sus derechos y añadir lefia al fuego de dominación.

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Aceptación de la mortalidad de la vida. En la vida de Jesús aparece la vida con todas sus contradicciones. No es un la­mentoso que se queja del mal que existe en el mundo. ¡Dios podría haber hecho el mundo mejor! Hay demasiado pecado y maldad entre los hombres, ¿y Dios qué hace? Nada de esto encontramos en Jesús. El asume la vida como ella se presen­ta. No se niega al sacrificio que incluye toda vida verdadera­mente comprometida: ser aislado, perseguido, incomprendi-do, difamado, etc. Acoge todas las limitaciones; todo lo que es auténticamente humano aparece en él: ira, alegría, bondad, tristeza, tentación, pobreza, hambre, sed, compasión y año­ranza. Vive la vida como donación y no como autoconserva-ción: "yo estoy en medio de vosotros como el que sirve (Me 10, 42-45). No conoce tergiversaciones en su actitud funda­mental de ser siempre un ser-para-los-otros. Ahora bien, vi­vir la vida como donación es vivirla como sacrificio y des­gaste en favor de los otros.

Si la muerte no es simplemente el último momento de la vida, sino la estructura misma de la vida mortal en cuanto va desgastándose, vaciándose lentamente y muriendo desde el momento mismo de la concepción; si muerte como vacia­miento progresivo es sólo fatalidad biológica, pero también oportunidad para la persona poder acoger en su libertad la finitud y la mortalidad de la vida y así abrirse para algo mayor que la muerte; si morir es así crear espacio para otro mayor, un vaciarse para poder recibir una plenitud pro­veniente de Aquel que es mayor que la vida, entonces pode­mos decir que la vida de Cristo, desde su primer momento, fue un abrazar la muerte con toda la valentía y hombría de que alguien es capaz. El estaba totalmente vacío de sí para poder estar lleno de los otros y de Dios. Asumió la vida mor­tal y la muerte que ya venía armándose dentro de su com­promiso, de profeta ambulante y de Mesías-liberador de los hombres. Es este el contexto dentro del cual necesitamos re­flexionar sobre la muerte de Cristo y su significado redentor.

Estamos habituados a entender la muerte de Jesús con­forme nos la refieren los relatos de la Pasión. Allí aparece claro que su muerte fue por nuestros pecados, que ella co­rrespondía a las profecías del AT y que realizaba parte de la misión divina confiada a Jesús por el Padre y que por eso era necesaria para el plan salvífico de Dios. Estas interpre­taciones revelan la verdad trascendente de la entrega total de Jesús, pero pueden inducirnos a una falsa comprensión del verdadero carácter histórico del destino fatal de Jesu­cristo. Es verdad que estas interpretaciones contenidas en

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los Evangelios constituyen el resultado final de todo un pro­ceso de reflexión de la comunidad primitiva sobre el escán­dalo del Viernes Santo. La muerte vergonzosa de Jesús en la cruz (cf. Gal. 3, 13), que en aquel tiempo era señal evidente del abandono de Dios y de la falsedad del profeta (impor­tante para esto: Mt 27, 39-44; Me 15, 29-32; Le 23, 35-37), había sido para ellos mismos un gran problema. A la luz de la resurrección y de la relectura y meditación de las Escri­turas del AT (cf. Le 24, 13-35) comenzaron a hacer inteligi­ble aquello que antes aparecía absurdo. Ese trabajo inter­pretativo y teológico, al detectar un sentido secreto bajo los hechos infamantes de la pasión. Fue recogido en los relatos del proceso, pasión, muerte y resurrección de Jesús. Los evangelistas no trabajaron como historiadores neutrales, si­no como teólogos interesados en destacar el sentido trascen­dente, universal y definitivo de la muerte de Cristo. Este tipo de interpretación, por más válido que sea, tiende, en caso de que el lector no esté avisado, puede crear una imagen de la pasión como si fuera un drama supra-histórico, donde los actores, Jesús, los judíos, Judas, Pilato, parecen marionetas al servicio de un plan previamente trazado, y por lo tanto quedar eximidos de sus responsabilidades. La muerte no aparece en su aspecto dramático y oneroso para Jesús; El ejecuta también un plan necesario. Sin embargo no es pre­sentada claramente la necesidad de este plan; la muerte es desligada del resto de la vida de Cristo y comienza a poseer un significado salvífico propio. Con esto se pierde mucho de la dimensión histórica de la muerte de Jesús, consecuencia de su comportamiento y de sus actitudes soberanas y resultado de un proceso judicial. Con razón dice un excelente teólogo católico, Ch. Duquoc: "en realidad la pasión de Jesús no es separable de su vida terrena, de su palabras. Su vida, al igual que la resurrección, da sentido a su muerte. Jesús no murió con una muerte cualquiera; fue condenado, no por un mal­entendido, sino por su actitud real, cotidiana, histórica. La relectura que, diera inmediatamente un salto de la particu­laridad de esta vida y de esta muerte va un conflicto 'meta-físico' entre el odio y el amor, entre la incredulidad y el Hijo de Dios, dejaría en el olvido la multiplicidad de las mediacio­nes necesarias para su exacta comprensión. Este olvido de la historia tiene consecuencias religiosas. Pongamos un ejem­plo: la meditación de la Pasión de Jesús no siempre se salvó de un dolorismo sospechoso. En vez de invitar a los creyentes a una lucha efectiva contra el mal y la muerte, produjo mu­chas veces una fijación malsana en la resignación. De este

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modo el sufrimiento, la muerte, fueron glorificados en sí mis­mos" (11, 262).

El sentido perenne y válido descubierto por los evangelis­tas debe pues ser rescatado partiendo del contexto histórico (y no tanto teológico) de la muerte de Cristo. Sólo así deja de ser a-histórico y, en el fondo, vacío; y gana dimensiones verdaderamente válidas para el hoy de nuestra fe.

La muerte de Cristo fue primeramente humana. En otras palabras, se sitúa dentro del contexto de una vida y de un conflicto en el cual resultó la muerte, no impuesta desde fue­ra, por un decreto divino, sino infligida por los hombres bien determinados. Por eso tal muerte puede ser seguida y con­tada históricamente.

Jesús murió por los motivos por los cuales muere todo profeta en todos los tiempos: colocó por encima de la propia conservación de la vida los valores que El predicaba; prefirió morir libremente antes que renunciar a la verdad, a la jus­ticia, al derecho, al ideal de la fraternidad universal, a la verdad de la filiación divina y de la bondad irrestricta de Dios Padre. En este nivel Cristo se sitúa dentro del ejército de los millares de testigos que predicaron el mejoramiento de este mundo y la creación de una más fraterna conviven­cia entre los hombres y de una mayor apertura hacia el Ab­soluto. Su muerte es contestación de los sistemas cerrados e instalados y permanente acusación del encerramiento del mundo sobre sí mismo, es decir, del pecado.

Esta muerte de Cristo fue preparándose a lo largo de toda su vida. Las reflexiones que hemos hecho arriba muestran cómo El significó una crisis radical del judaismo de su tiem­po. Se presenta como un profeta que no anuncia la Tradi­ción sino una nueva doctrina (Me 1, 27). Que no predica simplemente la observancia de la ley y de 'sus interpreta­ciones, sino que se comporta como soberano frente a todo esto: si la ley ayuda al amor y al encuentro de los hombres entre sí y con Dios, la asume; si obstaculiza el camino hacia el otro o hacia Dios, pasa simplemente por encima de ella o la quita. La voluntad de Dios para el profeta de Nazaret no sólo se encuentra en el lugar clásico de la Escritura. La pro­pia vida es lugar de la manifestación de la voluntad que bus­ca salvar al hombre. Transpira en todas sus actitudes y pala­bras un sentido de la liberación de la conciencia oprimida. El pueblo lo percibe. Se entusiasma. Las autoridades se atemori­zan. El representa un peligro para el sistema de seguridad es­tablecido. Puede arrebatar a las masas en contra de las fuer-

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zas romanas de ocupación. La autoridad con que habla, la soberanía que asume y las actitudes soberanas que manifiesta, provocaron un drama de conciencia para los mentores de la dogmática oficial. El hombre de Galilea se distanció dema­siado de la ortodoxia oficial y con ningún recurso reconocido justificó su doctrina, su comportamiento ni las exigencias que hace.

No podemos imaginar que los judíos, los fariseos y los men­tores del orden social y religioso de entonces hayan sido personas de entera mala voluntad, malévolos, vengativos, perseguidores, malintencionados. En realidad eran fieles ob­servantes de la ley y de la religión transmitida piadosamente por generaciones donde había mártires y confesores. Las interrogaciones que hacen a Jesús, la tentativa de encua­drar dentro de los cánones de la moral y la dogmática esta­blecida nacían del drama de conciencia que les había creado la figura y la actuación de Jesús. In tentaron reconducirlo a los cuadros definidos por la ley. Al no conseguir esto, lo ais­lan, lo difamen, lo procesan, lo condenan, y finalmente, lo crucifican.

La muerte de Cristo fue resultado de un conflicto bien circunstanciado y definido legalmente. No fue el fruto de "una maquinación sádica" ni de un malentendido jurídico. Jesús les parecía realmente un falso profeta y un perturba­dor del s tatus religioso que eventualmente podría también perturbar el status político. El encerramiento, el enclaustra-miento dentro del propio sistema de valores, vuelto intoca­ble e incuestionable, la incapacidad de abrirse y de apren­der, la estrechez de horizonte, el fanatismo del propio sistema vital y religioso, el tradicionalismo, la autoseguridad apoyada en la propia tradición y ortodoxia, mezquindades que aún hoy caracterizan muchas veces a los defensores de un orden establecido, clérigos o políticos, generalmente im­buidos de la mayor buena voluntad, pero faltos de sentido crítico y fallos de sentido histórico, todas estas pequeneces, que no constituyen graves crímenes, motivaron la liquidación de Jesús.

d) Fundamento del proyecto histórico y de la praxis liberadora: la experiencia de Dios-Padre

Lo que acabamos de describir a algunos podría parecer demasiado antropológico: el hombre de Galilea liberó con su vida y su muerte, como muchos otros también lo hicieron antes y después de él. De hecho, en ese nivel de nuestra

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reflexión, Cristo se sitúa en la galería de los justos y de los profetas víctimas de injusticia y asesinados. Como veremos luego, solamente la resurrección eleva a Jesús por encima de todas las analogías y hace descubrir dimensiones nuevas en la trivialidad de su muerte de profeta-mártir. Con todo, ca­be preguntar: ¿con qué fuerza y con qué vigor se alimentaba su vida liberadora? Los Evangelios lo dejan claro: su proyec­to liberador nacía de una profunda experiencia de Dios vivi­do como el sentido absoluto de toda la historia (Reino de Dios) y como padre de infinita bondad y amor para con to­dos los hombres, especialmente los ingratos y los malos, los descarriados y los perdidos. La experiencia de Jesús no es ya del Dios de la ley que separa a buenos y malos, justos e in­justos; es del Dios bueno que ama y perdona, que corre de­trás de la oveja descarriada, que espera ansioso al hijo pró­digo y que se alegra más con la conversión de un pecador que con la salvación de noventa y nueve justos.

La nueva praxis de Jesús esbozada arriba, en su último fundamento, se basa en esta nueva experiencia de Dios. Quien se sabe totalmente amado por Dios, ama como Dios ama indistintamente a todos, hasta a los enemigos. Quien se sabe aceptado y perdonado por Dios, acepta y perdona tam­bién a los otros. Jesús encarnaba el amor y el perdón del Pa­dre, siendo el mismo bueno y misericordioso con todos, par­ticularmente con los rechazados religiosamente y difamados socialmente. Esto no era humanitarismo de Jesús; era la concretización del amor del Padre dentro de la vida. Si Dios hace así con todos, ¿por qué no debe hacerlo también el Hijo de Dios?

2. LA MUERTE CRIMINAL DE JESÚS

Ahora vamos a intentar rastrear los pasos históricos del proceso, juicio, condenación y crucifixión de Jesús. Como advertimos anteriormente, los actuales textos vienen im­pregnados de teología, con ello se daba un sentido nuevo a los hechos ocurridos en la pasión, gracias a la luz conquis­tada por la resurrección. Es sumamente difícil y también problemático operar una ruptura en los textos, distinguien­do en ellos lo que es contenido histórico y lo que es interpre­tación de fe. La exégesis ha hecho un esfuerzo considerable en este sentido, sin que se haya logrado gran unanimidad entre los peritos.

El lector poco afecto a los procedimientos de la exégesis moderna aprobados por el Vaticano II y por la praxis co-

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mún en la enseñanza académica de la exégesis, podrá mu­chas veces sentirse perplejo; considerará arbitrario el aco­ger un texto como histórico y juzgar otro como producto del esfuerzo teológico de los evangelistas y de sus respectivas comunidades. Debemos, empero, afirmar que tales procedi­mientos no son tan arbitrarios como parece; siguen reglas bastante bien respaldadas por la exégesis histórico-crítica. Pero esto no impide que, por la naturaleza de los textos mis­mos, haya divergencia de opiniones, todas ellas fundadas en argumentos que poseen su racionalidad exegética y teológi­ca. Debemos también reconocer que no existe una exégesis totalmente neutra; el exegeta lee los textos con los ojos de que dispone y los interpreta con los presupuestos teológico-dogmáticos que están en su cabeza y en su corazón de hom­bre que cree en Jesucristo como Dios encarnado y Salvador del mundo. Previo al trabajo exegético está una imagen de Jesús que orienta la investigación. Esta imagen de Jesús, por una parte, es fruto de la fe eclesial, de la formación cristiana desde la infancia hasta la facultad de teología y por otro resulta del propio estudio crítico de los textos del Nuevo Testamento. La imagen previa que un teólogo posee de Jesús, lo orientará en las discusiones exegéticas en el sentido de asumir esta o aquella solución que mejor se en­cuadra con su imagen y con la visión global del misterio cristológico.

Decimos todo esto para advertir al lector sobre el alcance y los límites de nuestra propia exposición. Es una lectura entre tantas otras legítimas, lectura diversa de otras que son más familiares a la piedad y a la teología divulgada por los canales comunes de la Iglesia. Volvemos a repetir lo que aclaramos al principio de nuestro ensayo: nos situamos en una tradición cristológica, la tradición cristológica propia de San Francisco y de los grandes maestras franciscanos, que, con tierna candidez y candida ternura reflexionaron sobre la santa humanidad de Jesús en su sentido más radi­cal como la aniquilación de Dios y la muerte en la cruz, y prolongamos esta tradición. Nuestra propia reflexión trata de apropiarse también de los resultados de una exégesis se­ria sobre los relatas de la pasión y procura hacerla fructifi­car en su aspecto sistemático y dogmático. Seguiremos a exégetas de gran porte como E. Lohse, H. Schürmann, J. Brinzler, P. Benoit y otros. No vamos a presentar todas las discusiones, pues eso nos llevaría muy lejos. Asumimos la que nos parecía más adecuada a la imagen cristológica que alimentamos en la fe, Pero sepa el lector que hay otras sen­tencias que van por otros caminos también legítimos y ecle-

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siales. Nuestro camino pretende ayudar a quienes están in­teresadas por la profunda humanidad de Jesús para que en ella puedan encontrar a un Dios más grande y más próximo y se sientan convocados a seguir y a imitar el mismo camino recorrido por Jesús, el Cristo sufriente y mártir .

a) Pasos de un camino

La historia de la pasión pre-marquina serla esta, según L. Schenke, quien estudió cuidadosamente la evolución lite­raria de los textos de la pasión:

Me 14, la "Faltaban dos días para la Pascua y los Ázimos.

14, 32a Van a una propiedad cuyo nombre es Getsemaní y dice a sus discípulos:

14,34 Mi alma está triste hasta el punto de morir; que­daos aquí y velad.

35a Y adelantándose un poco, cayó en tierra y oraba:

36-38 ¡Abbá, Padre!: todo es posible para t i ; aparta de mí esta copa, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quie­ras Tú.

40c Los discípulos no sabían qué contestarle.

42 ¡Levantaos! ¡vamonos! Mirad, el que me va a entre­gar está cerca.

47-50 Uno de los presentes, sacando la espada hirió ál siervo del Sumo Sacerdote y la cortó la oreja. Y tomando la palabra Jesús, les dijo: ¿Como contra un salteador habéis salido a prenderme con espadas y palos? Todos los días es­taba junto a vosotros enseñando en el templo, y no me detu­visteis. Pero es para que se cumplan las Escrituras.

53a Llevaron a Jesús ante el Sumo Sacerdote.

55-56 Los sumos sacerdotes y el Sanedrín entero anda­ban buscando contra Jesús un testimonio para darle muerte; pero no lo encontraban. Pues muchos daban falso testimonio contra El, pero los testimonios no coincidían.

60-62a Entonces se levantó el Sumo Sacerdote y ponién­dose en medio, preguntó a Jesús: '¿No respondes nada? ¿Qué es lo que estos atestiguan contra Ti?' Pero El seguía callado y no respondía nada. El Sumo Sacerdote le preguntó de nue­vo: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito? Y dijo Jesús: Si.

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63-65 El Sumo Sacerdote se rasga la túnica y dice: ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece? Todos juzgaron que era reo de muerte. Al­gunos se pusieron a escupirlo, le cubrían la cara y le daban bofetadas mientras le decían: Adivina, y los criados lo reci­bieron a golpes.

Me 15, 1 Pronto, al amanecer, prepararon una reunión los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y todo el Sanedrín y, después de haber atado a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato.

3-5 Los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato volvió a preguntarle: ¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan. Pero Jesús no respondió ya nada, de suerte que Pilato estaba sorprendido.

15b Pilato, entonces, entregó a Jesús, después de azotar­lo, para que fuera crucificado.

16-20 Los soldados lo llevan dentro del palacio, es decir, al pretorio y llaman a toda la cohorte. Lo visten de púrpura y, trenzando una corona de espinas, se la ciñen. Y se pusie­ron a saludarlo: ¡Salve, Rey de los judíos! Y le golpeaban en la cabeza con una caña, lo escupían y, doblando las rodi­llas, se postraban ante El. Cuando se hubieron burlado de El, le quitaron la púrpura, le pusieron sus ropas y lo sacaron fuera para crucificarlo.

22-27 Lo condujeron al lugar del Gólgota, que quiere de­cir: Calvario. Le daban vino con mirra, pero El no lo tomó. Lo crucificaron y se repartieron sus vestidos, echando a suertes, a ver qué se llevaba cada uno. Era la hora tercia cuando lo crucificaron. Y estaba puesta la inscripción de la causa de su condena: 'El Rey de los judíos'. Con El crucifi­caron a dos salteadores, uno a su derecha y otro a su izquierda.

29a Y los que pasaban por allí lo insultaban.

31b Y se burlaban diciendo: ¡A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse!

32 ¡El Cristo, el Rey de Israel! Que baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos.

34a Y Jesús gritó con fuerte voz: Eloi, Eloi, lema sa-bactani?

36a Entonces uno fue corriendo a empapar una esponja en vinagre y sujetándola a una caña, le ofrecía de beber.

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37 Pero Jesús lanzando un fuerte grito, expiró. 39 Al ver el centurión, que estaba frente a El, que había

expirado de esa manera, dijo: 'Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios'.

42-47 Y ya al atardecer, como era la Preparación, es de­cir, la víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro respetable del Consejo, que esperaba también el Reino de Dios, y tuvo la valentía de entrar donde Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús. Se extrañó Pilato de que ya estuviese muer­to y, llamando al centurión, le preguntó si había muerto hacía tiempo. Informado por el centurión, concedió el cuer­po a José, quien, comprando una sábana, lo descolgó de la cruz, lo envolvió en la sábana y lo puso en un sepulcro que estaba excavado en la roca; luego hizo rodar una piedra sobre la entrada del sepulcro. María Magdalena y María la de José, se fijaban dónde era puesto".

Este sería, según Schenke, el relato más antiguo, que es la base del Marcos actual, quien lo embelleció y completó con nuevos datos históricos y teológicos.

Probablemente este texto primitivo proviene de cristianos helenistas de Jerusalén congregados alrededor de Esteban (cf. Hech 6-7). El relato, como lo aseveramos ya, es relato sobre Jesús que era el Mesías sufriente. A causa de la polé­mica con los judíos que no aceptaron la figura de un Mesías sufriente que murió vergonzosamente en la cruz, persiguie­ron al grupo y liquidaron a Esteban. Otros huyeron y dieron origen a la misión entre los paganos (Hech 8).

Los demás evangelistas completan el texto pre-marquino y el texto marquino con otros datos. La historicidad de to­dos estos datos es asaz discutida sin posibilidad de un con­senso debido a la precariedad de las fuentes mismas. Se añade a esto el que no constan por parte de los evangelistas testimonios oculares del proceso contra Jesús. Lo que re­fieren los Evangelios es reflexión teológica con fuerte acento en los textos del AT. Como dice acertadamente E. Lohse: "Los cristianos no podían narrar los sufrimientos y la muer­te de Jesús sino valiéndose del lenguaje del Antiguo Testa­mento. Encontramos a cada paso en los capítulos sobre la pasión, citas y modalidades propias del AT, no solamente en aquellos pasajes donde se comienza con frases tomadas di­rectamente de la Escritura, sino frecuentemente en el de­curso de la narración. Se escribieron determinados hechos de la pasión de Jesús a la luz de palabras del AT, como por

ejemplo el escarnio, la crucifixión entre dos malhechores y la sepultura. Más aún. El estudio del AT llevó a concluir que algunos pasajes de los salmos y de los profetas fueron in­cluidos en los relatos y ayudaron a componer la narración. Muchas veces no podemos ya establecer con certeza si algu­nos pasajes de la pasión quieran relatar cosas sucedidas o si fueron tomados como prueba escriturística e introducidos en el texto como complementación al texto mismo" (16-17).

Así por ej emplo el texto que dice: "le ofrecieron a Cristo una esponja con vinagre" concuerda exactamente con el salmo 69, 22 (Me 15, 23. 36 par), o cuando se habla de que echaron suertes sobre los vestidos de Jesús (Me 15, 24 par) que se relaciona perfectamente con el salmo 22, 19. La célebre frase final de Jesús, "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandona­do" (Me 15, 34) es citación literal del salmo 22, 2. Aquí proba­blemente estamos frente a un dato histórico: este fue, con mucha certeza, el último grito de Jesús, porque se conserva­ron las palabras en su texto hebreo Pero de los otros ya no sabemos si los hechos reales provocaron el recuerdo de los textos bíblicos o si la memoria de estos textos provocó su introducción en el texto y así se transformaron en hechos.

Subida de Jesús a Jerusalén. Antes de abordar el proceso y Ja condenación de Jesús conviene preguntar: ¿por qué fue Jesús a Jerusalén, ya que allí fue crucificado? Según la tra­dición sinóptica, esta habría sido la única vez que Jesús ya adulto fue a la ciudad santa. Jesús se sentía profeta. Contaba con la irrupción inminente del Reino. Su anuncio en tierras de Galilea había sido popular, pero sin éxito. Los Evangelios dejan bastante claro que el fracaso acompañó la trayectoria profética de Jesús. Marcos dice desde un comien.-zo (3, 6), que El encontró oposición y que los fariseos hacían planes con los herodianos para eliminarlo. Después serán los sumos sacerdotes y los escribas (Me 11, 18), quienes le harán oposición. Los áyes sobre Corozaín, Cafarnaúm y Betsaida (Quelle Le 10, 13-15; Mt 11, 20-24) revelan la no aceptación del mensaje de Jesús. Cada vez es mayor la soledad en torno a El. Los discípulos, según Juan, lo abandonan (6, 67). Queda sólo con los doce. El fracaso no impresiona ni deprime a Je­sús. Como todo profeta, está convencido de la verdad de su anuncio.

Se nos escapan los motivos concretos que llevaron a Jesús a decidirse a ir a Jerusalén. Marcos dice simplemente que el Hijo del Hombre debe sufrir y morir en Jerusalén. Ese "debe" que aparece tres veces (Me 8,31; 9, 31 y 10, 33), como veremos mejor más tarde, no se refiere a un acontecimiento inevi-

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table y fatal, sino que se relaciona con la voluntad de Dios, que ha de ejecutarse mediante la muerte de Jesús. Estamos frente a una interpretación teológica de los primeros cris­tianos que entendieron la muerte de Cristo como disposición de Dios en su plan de redención. Los evangelistas no nos ofrecen otra clarificación. En Lucas 13, 33 Jesús dice que un profeta debe morir en Jerusalén. En estas palabras se trans-parenta un poco la conciencia de Jesús histórico, conciencia de ser el profeta escatológico. Como todos los profetas, cuen­ta con el mismo destino trágico. Jerusalén constituía para el AT el lugar teológico por excelencia. Allí habrían de ve­rificarse todas las grandes decisiones histórico-salvíficas. Allí e3 donde se dará el gran embate entre las fuerzas del bien y del mal, entre el Mesías y sus enemigos. Jesús, mo­viéndose dentro de semejantes representaciones, se encami­na hacia Jerusalén, donde se jugará la carta decisiva. Allí deberá irrumpir o frustrarse el Reino de Dios.

Entrada en la ciudad de Jerusalén. El relato que poseemos, debido a las fuertes referencias a pasajes bíblicos y a la teo­logía del Mesías sufriente, no es ya discernible histórica­mente, (Marcos 11, 1) dice que Jesús viene subiendo de Jericó, pasando por Betania y Betfagé en el Monte de los Olivos, y se aproxima a la ciudad. La escena del envío de los discípulos a buscar la borrica (Me 11, 3-8) está en función de Gen 49, 11 y Zc 9, 9, donde se dice que el Mesías libe­rador de Jerusalén viene del Monte de los Olivos sentado sobre un jumen tillo. Las aclamaciones de Hossana están en función del salmo 118, 25, y servían en la Iglesia pri­mitiva como profesión de fe en el Mesías, no ya para pe­dir auxilio, sentido original de la expresión, sino como acla­mación de fe. E. Lohse dice: "Marcos no quiere en modo al­guno ofrecer un relato histórico, sino que quiere desde un comienzo dar el verdadero contexto de lo que va a describir: los últimos días de Jesús y su camino hacia la cruz, para dejar claro quién es ese que va al encuentro de la cruz: el Mesías. Junto a esto se refiere al Reino de nuestro Padre David. Con estas palabras quiere significar que la historia de Dios con Israel se decide y culmina con el Señor que ca­mina hacia la cruz" (31).

Probablemente en el origen está el hecho concreto de la entrada de Jesús en Jerusalén. Como era común en Pales­tina, el Maestro viene montado en una jumentilla y los dis­cípulos a pie, a su alrededor. Entran en Jerusalén. Sin gran triunfo, pues sería imposible, dada la presencia romana en la ciudad. Este hecho, en sí ordinario, fue embellecido des-

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pues de la resurrección. Comenzaron a entender que la or­dinariez del hecho escondía algo secreto: El Mesías entraba en la ciudad. Entonces se entiende perfectamente que Juan pueda decir: "Y sus discípulos no comprendieron esto en un principio, pero cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que esto había sido escrito acerca de El y que era lo que habían hecho" (Jn 12, 16).

Cada evangelista describe a su modo la entrada de Jesús, con base en una comprensión teológica y posterior. Sería largo entrar en los pormenores de cada uno. Para Mateo, por ejemplo, la entrada provocó estupefacción en el pueblo que lo saludó como el profeta de Nazaret (21, 10-11). Jesús va luego al templo y lo purifica; cura ciegos y cojos y recibe aclamaciones de los niños (21, 14-17). El Siervo de Dios qui­ta y cura los sufrimientos y está rodeado por los más peque­ños y despreciables, que representan su verdadera comuni­dad. Este es el sentido dado por Mateo. Estamos, pues, más frente a teología que a historia factual.

Purificación del templo. Mt y Me antes de relatar la pu­rificación del templo, narran la maldición de la higuera es­téril; un día después, Pedro recuerda a Jesús el hecho. La esce­na es probablemente una prolongación de la parábola de la hi­guera estéril (Le 13, 6-9). Aquí tiene ella el sentido simbólico de revelar la seriedad del juicio que pesa sobre la ciudad santa en estos días en que el Mesías está en Jerusalén.

El relato de la purificación del templo posee buenas ra­zones para ser histórico, aunque los Sinópticos lo coloquen en los últimos días de Jesús (cosa que corresponde a los He­chos) y Juan, por motivos teológicos, al comienzo de su vida pública. El sentido del relato es revelar, como veremos después, la conciencia del Jesús histórico y también urgir la pregunta por su autoridad. ¿Con qué derecho, fuerza, auto­ridad, hace eso? (Me 11, 28 par). A partir de allí se arma un conflicto a muerte entre Jesús y las autoridades. Se llega a una culminación. Los textos realzan esto con las disputas que se siguen entre Jesús y los fariseos y saduceos (Me 11- 27-12, 40). Me 13 refiere los textos escatológicos, donde se habla de terribles amenazas y de cosas temibles que pesan sobre la comunidad. Pero el Hijo del Hombres vendrá como juez y libertará a los suyos. El sentido de estos textos es reafirmar que aquel que ahora es contestado y perseguido por las au­toridades, es el Hijo del Hombre y el juez escatológico. El juzgará y castigará a los enemigos. Pero esto ya es reflexión

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post-pascual y relectura del significado del camino doloroso del Mesías. El hecho histórico es asumido dentro de un mar­co escatológico.

La última cena. La forma actual de los textos está llena de problemas críticos. Todo indica que el texto actual fue introducido de fuera para dentro en el relato de la pasión. Habría sido elaborado independientemente del relato de la pasión, en ambiente helenístico, donde no se conocían con exactitud las costumbres judías. Esto se nota en la introduc­ción de Me 14, 12, donde dice: "El primer día de los ázi­mos, cuando se sacrificaba el cordero pascual". Es una con­tradicción. El cordero era sacrificado el día anterior, en la vigilia de la fiesta de los ázimos. El autor helenista ya no sabía exactamente las costumbres de los judíos.

Hay asimismo una diferencia de datación entre los Sinóp­ticos y Juan. Para Juan la última cena tuvo lugar entre el martes y el miércoles. Para los Sinópticos entre el miércoles y el jueves. Para Juan, Cristo murió también en la víspera del día déla pascua judía, cuando se mataban los corderos. Para los Sinópticos un día después, el viernes. Hay muchas teorías para explicar esta divergencia. La solución parece encon­trarse en que las cronologías no son históricas sino teológi­cas. Los Sinópticos (Mt, Me, Le) quieren acentuar el hecho teológico de que la última cena se realizó en estrecha rela­ción con la cena pascual de los judíos. La nueva cena del Señor sustituye a la antigua. La fiesta que celebraba la li­beración de Egipto es ahora la fiesta del Señor que libera de­finitivamente, Juan en cambio acentúa otro hecho teológico: Cristo es nuestra pascua, como se decía en la Iglesia primi­tiva (cf. 1 Cor 5, 7). Murió el día en que se sacrificaba el cordero pascual para mostrar la superación de aquella. La muerte de Jesús introduce un nuevo orden. Acaba con la fiesta del AT y comienza la fiesta del Hijo muerto y resuci­tado. Tanto los Sinópticos como Juan, están al servicio de la predicación que determina las diferentes doctrinas.

Sin embargo, estas interpretaciones teológicas no pueden evitar el problema histórico: ¿la cena de Jesús era o no una cena pascual judía? La respuesta a esta pregunta difícil­mente puede buscarse en el actual enfoque que los Evange­lios dieron al relato de la última cena del Señor. En otras palabras, la respuesta no debería buscarse en los relatos evangélicos de la pasión, porque allí viene ya dentro de un marco teológico y no histórico.

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Una vía de solución sería tomar las propias palabras de la última cena, las cuales, como sabemos por 1 Cor 11, ya ve­nían en tradición independiente en las comunidades anti­gua. Pero ellas no sirven de base histórica segura porque aunque Pablo diga: "La noche en que el Señor fue entrega­do, tomó el pan. . ." , no se puede decir que esto se ligue ne­cesariamente a la cena pascual judía, pues, como vimos, para San Juan aquella se habría realizado un día antes. Es sabido que Jesús tomó muchas cenas con sus discípulos, con publícanos y fariseos, comió pan y vino, hasta el punto de que lo llamaron comilón y bebedor (Mt 11, 19 par). Pero ha podido ser la pascua como también otra refección cualquiera —esta vez la última— que Jesús tomó con sus discípulos. Por otra parte, el contenido de las palabras de la cena eu-carística no guarda relación con las palabras que se pronun­ciaban en la cena pascual judía. En esta se explicaba el sentido de las hierbas amargas y de los panes ázimos: amar­gas eran las hierbas para simbolizar la vida amarga que los egipcios habían dado a los judíos, ázimos eran los panes por­que en el apuro de la fuga liberadora, sólo pudieron llevar, a duras penas el pan no fermentado. En la cena de Jesús no hay ni hierbas ni masa, sino que se habla de pan y vino. Las palabras de Jesús son pronunciadas no dentro de una acción litúrgica, como en la cena judía, sino al distribuir el pan y ofrecer el vino.

En cuanto a las palabras de la cena proferidas por Jesús, no sabemos exactamente su formulación histórica, porque las poseemos dentro de dos tradiciones diferentes, la de Me + Mt y la de Le + Pablo. Según la mayoría de los exegetas como los grandes especialistas Schürmann, Hahn, Conzel-man, Kümmel y otros, la formulación exacta de Jesús ya no puede reconstruirse históricamente.

Sin embargo hay que observar lo siguiente: lo importante no son las palabras, sino la escena o la acción toda. Dentro de esta acción las palabras quieren explicitar un sentido pre­sente en la acción, Las palabras están insertadas allí al ser­vicio de una acción global. La escena es la cena de despedida del Señor. Algo definitivo va a acontecer entre Jesús y los suyos. La cena quiere marcar un adiós. El pan y el vino tie­nen su contexto judío. En la fiesta judía el padre de familia toma el pan en las manos y profiere la bendición, a la cual todos responden amén. Al final hace lo mismo con el vino. Después de esto cada cual toma pan y vino y se sirve. Cristo

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debe haber asumido este ritual para conferirle un sentido último.

A pesar de las diferencias literarias que existen en las dos tradiciones de los relatos de la última cena, hay dos elementos comunes: la idea de la alianza y la idea de la entrega sacrificial. Por lo tanto se trata de un tema escato­lógico (alianza) y de otro soteriológico (entrega del cuerpo y derramamiento de la sangre). El tema escatológico, como veremos más tarde, se compagina bien con la actuación de Jesús histórico. El otro, el tema sacrificial, como veremos también después, difícilmente podrá ser atribuido a Jesús. Pero permanece el sentido fundamental de la acción de en­tregar el pan y de ofrecer el vino: es una señal simbólica de la irrupción inminente del Reino. Jesús en vida había comparado varias veces el Reino con una cena (Mt 8, 11; Le 14, 15-24; Me 2, 18 s., etc.). Le 22, 15-18 par; Me 14, 25 con­servan bien el contenido escatológico de la cena. Ahora se va a instaurar el Reino, se va a servir la cena escatológica. Esta escena indica la actitud y la mentalidad escatológlcas de Jesús.

Después de la resurrección, cuando se esclareció el sentido de la muerte de Jesús como sacrificio y entrega libre, en­tendieron también el sentido nuevo del pan y del vino que expresan bien esta actitud sacrificial de Jesús. Pero es un •sentido añadido al primitivo, al escatológico. Sin embargo la comunidad conservó siempre también el sentido esca­tológico, como se desprende del testimonio de Pablo: "Siem­pre que comiereis de este pan y bebiereis de este cáliz, anun­ciaréis la muerte del Señor hasta que El venga" (1 Cor 11, 26). Si sabemos que los cristianos terminaban la acción eu-carística con el grito escatológico: Maranatha, ven, Señor Jesús.

Alguien podría preguntar: ¿la eucaristía como sacramen­to, de qué manera se liga a la cena del Señor? Cristo insti­tuyó IA eucaristía como sacramento. Esta institución debe comprenderse en el contexto de todo el misterio de Jesu­cristo; no puede reducirse simplemente a gestos y a palabras del Jesús de Nazaret en el tiempo en que vivía entre nos­otros. Su actuación se extiende también después de su muer­te, dentro del tiempo de la Iglesia. Todo el tiempo apostólico es un tiempo constitutivo de la Iglesia y de la revelación definitiva y oficial. La eucaristía como sacramento nace de la totalidad del evento Jesucristo: de la actividad del Jesús de Nazaret que hizo una última cena con los suyos, en la cual tuvo gestos y palabras que aunque tuvieran un sentido

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propio de aquella escena —un sentido escatológico—, nace de la actividad del Jesús resucitado y de la acción de su Es­píritu que movieron a los apóstoles a repetir siempre de nuevo la cena del Señor y a repetir sus gestos y sus palabras, dándoles un sentido sacrificial, eclesiológico, sentido éste insertado dentro de otro contexto, de continuidad de la his­toria y de la misión de la Iglesia misionera por el mundo. Todos estos pasos, con distintas mediaciones, constituyen la obra de Jesucristo y sin El no podrían ser comprendidas adecuadamente en la forma como las comprendemos histó­ricamente hoy.

Retomando nuestra reflexión, estrictamente en el nivel del Jesús histórico, preguntamos: ¿qué motivó la inclusión del actual relato eucarístico (elaborado dentro de otro con­texto) en el relato de la pasión? La respuesta apunta hacia un motivo teológico: la pasión muestra el camino de nues­tra redención alcanzada por el sacrificio del Mesías y del Justo sufriente. Ahora bien, los textos eucarísticos ya ha­bían elaborado esta teología sacrificial. Por lo tanto, lo más obvio es que fueran insertados en los relatos de la pasión. Los contextos teológicas son los mismos, aunque elaborados independientemente uno del otro.

La tentación de Getsemaní. Los Sinópticos nos cuentan la agonía, la angustia, la oración instante de Jesús y hasta, según Le 22, 44, el sudor como gruesas gotas de sangre, en el huerto de los Olivos, momentos antes de ser apresado. El actual relato viene urdido con teología en función de las necesidades parenéticas de la comunidad primitiva. Jesús es tentado una vez más; pasa por una terrible prueba (Me 14, 34: Mi alma está en una tristeza mortal): ¡"Abbá, Padre, todo es posible para ti! Aparta de mi este cáliz" (Me 14, 36). ¿De qué prueba y tentación se trata? Muy probablemente se trata de la gran tentación que antecede a la irrupción del Reino de que hablan los textos apocalípticos con temor y temblor. No sería, pues, la prueba frente a la muerte inmi­nente, sino frente a algo más fundamental todavía: al gran aprieto escatológico a que serán sometidos los hijos de la luz y seguidores del Mesías por parte de los hijos de las tinie­blas. Es la "hora", el momento culminante en el cual todo debe decidirse. Marcos dice muy bien que Jesús "oró para que, si fuera posible, pasase de él aquella hora" (Me 14, 35).

Las palabras de la oración de Jesús parecen ser elabora­ción de la comunidad primitiva. Nadie, según los textos mis­mos, oyó a Jesús, pues todos dormían. Pero la cristología an­tigua interpretaba todo el camino histórico de Jesús a la luz

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del pasajes del AT, pues de esta forma podían hacer inteli­gible el misterio de su humillación y glorificación. También aquí proceden en forma similar. La tentación mesiánica de Jesús y la oración nacida de este gran aprieto existencial era comprendida a la luz de los salmos (la oración por exce­lencia) e interpretada con palabras tomadas de los salmos. En los salmos es frecuente la oración del Justo sufriente y tentado que grita a Dios pidiendo socorro y se muestra cómo es atendido y consolado. Así se entienden bien las palabras de la epístola a los Hebreos que traducen esta tradición del Jesús tentado y orante: "El, en los días de su vida terrena, ofreció oraciones y súplicas, con gran clamor y lágrimas, a Aquel que podía librar de la muerte, y fue atendido en razón de su sumisión" (Hb 5, 7).

La amonestación: "Velad y orad para no caer en tenta­ción; el espíritu está pronto pero la carne es flaca" (Me 14, 38) es muy probablemente un logion parenético de las primeras comunidades; pero se sitúa bien dentro de la men­talidad en que se mueve Jesús. Carne y espíritu no deben entenderse aquí en un sentido paulino, sino en un sentido propio del judaismo del tiempo de Cristo, bien atestiguado por los textos de la comunidad de Qumrán. Según estos tex­tos, el espíritu de la verdad y el espíritu de la mentira tra­ban una batalla tan reñida que se extiende hasta dentro del corazón del hombre, hasta de los hijos de la luz. ¿Cómo podrá un hombre vencer si siente la debilidad de su carne (fragilidad) y si la lucha se traba dentro de su corazón? De ahí la oración suplicante y fervorosa. Pero es importante que se llegue a este embate final que redundará en la vic­toria de Dios, exactamente en el momento ("hora") en que la tentación alcanza su. paroxismo. San Juan también se ali­nea en esta tradición cuando, en un contexto ajeno a la pa­sión, hace decir a Cristo: "Ahora mi alma está turbada. ¿Qué diré? Padre, sálvame de esta hora. ¡Pero si precisamente he llegado a esta hora para esto!" (Jn 12, 27).

La conciencia de la tentación de Jesús, de cómo la so­portó y venció en la oración, llevó a la comunidad a ela­borar la escena de Getsemaní. Su contenido no se ciñe a he­chos históricos concretos, sino que corresponde a la reflexión cristológica sobre Jesús: fue tentado, pero superó la tenta­ción y así se convirtió en ejemplo para la comunidad. La escena de Getsemaní posee un valor parenético inigualable: muestra maravillosamente la profunda humanidad de Jesús y al mismo tiempo su total apertura a Dios en la forma de enfrentar las peligros.

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b) Proceso y condenación ae jesús

A Getsemaní llega una escolta de soldados, orientados por Judas. Jesús es apresado. Comienza entonces el verdadero proceso contra Jesús. Los actuales relatos divergen bastante entre sí. Marcos, el más antiguo, es bastante sumario. Los otros Sinópticos (Mt y Le) lo amplían considerablemente. Juan sigue un esquema propio. No queremos entrar en las divergencias, convergencias y pormenores propios de cada evangelista. En general la exégesis es unánime en conceder que poco sabemos históricamente cierto acerca de lo que ocurrió en los interrogatorios judiciales con las autoridades judías y romanas. Tampoco se puede determinar con exac­titud la fecha de la prisión, condenación y crucifixión. Los primeros cristianos no estaban interesados en transmitirnos un protocolo exacto de los hechos. Estaban interesados en convencernos de la fe en que el Sufriente justo que padece es el esperado de los hombres (Mesías) y el salvador del mundo.

Históricamente ciertos son los hechos de la crucifixión, de la condenación por Pilato y de la inscripción en lo alto de la cruz en tres lenguas conocidas por los judíos. Los de­más hechos o son urdidos de teología o constituyen pura teología, elaborada a la luz de la resurrección y de la re­flexión sobre el AT.

Seguiremos un esquema nacido de los cuatro evangelios, que nos ha propuesto el gran especialista católico Josef Blinzler, basado en la crítica histórica y dentro de las li­mitaciones de certeza que ella impone, y que cuenta con el apoyo de otros estudiosos.

Hay dos procesos: uno religioso movido por las autorida­des judías y otro político ante Pilato, representante de las fuerzas romanas de ocupación.

aa) El proceso religioso: Jesús condenado por blasfemia

Del huerto de los Olivos Jesús es conducido preso al pala­cio del sumo sacerdote Caifas. Allí pasa la noche. El proceso no puede iniciarse de inmediato en la noche. Según la ley, el Sanedrín, compuesto de 71 miembros, no podía hacer una sesión en aquella hora nocturna. Durante la larga vigilia Jesús es interrogado minuciosamente por Anas, ex-sumo sacerdote, suegro del sumo sacerdote en oficio, Caifas, y por otros líderes judíos, acerca de su doctrina, de sus discí­pulos y de sus intenciones. La exégesis ha discutido hasta

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la saciedad el valor de este interrogatorio delante de Anas. ¿Tenía valor oficial? En todo caso Jesús se niega dignamente a dar mayores explicaciones. Los Sinópticos cuentan las es­cenas de irrisión y tortura a que Jesús es sometido, escenas que son comunes y frecuentes en el submundo de las dele­gaciones policiales de los órganos de represión.

Al día siguiente, al lado sudeste del templo, en el Consejo (o Linhkathhá-Gazith - cf. Le 22, 26), Se reúne el Sanhedrín con su sumo sacerdote Caifas (que significa el Inquisidor). Abre la sesión con las acusaciones de los testigos. Poco sa­bemos con exactitud histórica acerca del contenido de estas acusaciones. Probablemente se trató de una posición liberal de Jesús frente al sábado (Me 2, 23 ss, par; Jn 5, 9 ss.) que constituía un permanente motivo de escándalo para los ju­díos, de que era un seductor o falso profeta (Mt 27, 63; Jn 7, 12; Le 23, 2. 5. 14) y de expulsar demonios en nombre de los demonios (Me 3, 22; Mt 9, 34). El resultado fue la discor­dancia de los testimonios (Me 14, 56). Otra gravísima acu­sación, otrora levantada también contra Jeremías (Jr 26, 1-19) y que le costó la vida, fue argüida contra Jesús: des­truir el templo y reedificarlo en tres días (Me 14, 58 y Jn 2, 19). Pero también aquí hubo discordancia entre los acu­sadores.

Entonces Caifas entra en escena. Somete a Jesús a un riguroso interrogatorio, terminado el cual es declarado digno de muerte por el crimen de blasfemia (Me 14, 64). ¿En qué consiste este crimen de blasfemia? Según Me 14, 61-62, en el hecho de que Jesús, preguntado por el pontífice: "¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?", respondió: "Yo soy. Y veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y venir sobre las nubes del cielo". Hace mucho tiempo que la exégesis tanto católica como protestante se pregunta: ¿Es­tamos frente a un relato histórico o delante de una profe­sión de fe de la comunidad primitiva que interpretó a la luz de la resurrección y del Antiguo Testamento la figura de Jesús como la del Mesías-Cristo y la del Hijo del hombre de Daniel 7? Es difícil decidir por solos métodos exegéticos esta cuestión. Es cierto que los Evangelios no quieren hacer obra histórica, sino kerigmática y profesión de fe, donde historia e interpretación de la historia a la luz de la fe se amalgaman en una unidad vital.

En primer lugar, declararse Mesías-Cristo no constituía en sí blasfemia alguna. Ya antes de Jesús de Nazaret se ha­bían presentado como Mesías varios libertadores. Jamás por este motivo fueron condenados a muerte.

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En segundo lugar, hay que observar el hecho de que Me­sías-Cristo viene ligado a otro titulo, Hijo del Bendito (cir­cunscripción para Dios). La expresión hijo de Dios era co­rriente en el mundo helenístico. Pero en el judaismo, a pesar del salmo 2, 7 que habla del Mesías-Cristo (Ungido) como hijo (yo te he engendrado hoy), no era aplicado al Mesías en un sentido físico sino en un sentido adopcionista de las representaciones de los reyes orientales. Contra la religión pagana, el judaismo combatía la filiación divina del rey. Al Mesías no se le atribuía el título de Hijo de Dios. Esto fue obra de la comunidad primitiva que aplicaba al Cristo resu­citado todos los títulos de grandeza que había en el mundo de aquel tiempo, ya judío, ya helenístico, ya del judeo-helenis-mo. En razón de esto se deberá decir que el sumo sacerdote no debe haber planteado la pregunta en tales términos.

Otros juzgan el crimen de blasfemia a la luz del Deute-ronomio 17, 12: "Si alguien temerariamente desobedeciere la decisión del sacerdote que estuviere en turno en ese tiem­po al servicio del Señor tu Dios o la del juez, será castigado con la muerte". Esta determinación poseía una aplicación precisa en el juicio de los falsos profetas o falsos doctores, como sabemos por la historia después del año 70. El silencio de Jesús ante la más alta autoridad supondría un irrespeto y desacato y por eso equivaldría a blasfemia; se le aplicaba la condenación a muerte (cf. para esta interpretación, J. Bowker, asumida por E. Schillebeeckx, 277-282).

La argumentación de esta hipótesis parece poco convin­cente, pues los testimonios históricos son todos posteriores al año 70. Además, la acusación de Jesús como falso profeta no desempeñó gran importancia en las acusaciones.

Lo que podemos decir con seguridad es que Jesús poseía al final de su vida una conciencia nítida de su misión y de la vinculación del Reino con su persona. De El dependía la si­tuación del hombre y del mundo frente a Dios. Probable­mente tal conciencia se dejó percibir claramente en las respuestas al interrogatorio solemne hecho por Caifas.

Ahora bien, sostener tal pretensión es situarse ya en la esfera de lo divino. Y esto es, para un judío, creyente en el dogma del extremo monoteísmo, una gravísima blasfemia. Se añade además el escándalo que tal cosa significa: por una parte se arroga una conciencia que implica la esfera de lo divino, y por otra, se presenta débil, sin medios adecuados para su misión y entregado a la merced de los verdugos. ¿Tal figura no hace escarnio de las promesas de total liberación

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de Yahvé, especialmente liberación de los enemigos políti­cos? Frente a semejante blasfemia, los 71 miembros votaron unánimemente: ¡Lamaweth!, esto es, "Sea condenado a muerte, a muerte".

Para el Sanedrín, Jesús era objetivamente digno de muer­te por lapidación. Pero parece cierto (aunque sea muy dis­cutible) que, conforme al testimonio del Talmud (aquí tiene su fundamento), los judíos perdieron el derecho de condenar a muerte, que quedó reservado únicamente a los romanos. Los ejemplos que se aducen de la lapidación de Esteban (Hech 7, 54-8, 3) y del degollamiento de Santiago, hermano de Juan (hijo de Zebedeo, Hech 12, 2), deben entenderse más como linchamiento (para Esteban) y abuso del poder. Por eso se basa en datos históricos lo que dice Juan 18, 31: no nos es permitido matar a nadie.

bb) El proceso político: Jesús condenado por subversivo y guerrillero

El proceso político ante el procurador romano Pilato, está encaminado a ratificar la decisión del Sanedrín. Con refina­da táctica las acusaciones de orden religioso son transfor­madas en difamaciones de orden político. Sólo así tienen la posibilidad de ser escuchados y lograr la condenación de Jesús a muerte. Acusan a Jesús de querer ser un libertador político (Mesías), que pretendía ser rey de los judíos (Me 15, 26 par) y que para ello sublevaba a todo el país (Le 23, 2. 5. 14). Según el relato pre-marquino, Jesús ante la pre­gunta de Pilato si era el rey de los judíos (Me 15, 2), no habría respondido nada, sino que habría guardado silencio con gran soberanía. En caso de que Jesús lo hubiera rati-cado, como aparece en la actual versión de los Evangelios, donde ya se hace trabajo teológico y el interrogado ya es visto como resucitado y Kyrios (señor del cosmos y rey de los judíos y del universo), no se entendería la reacción de Pi­lato, manifestada tres veces: "No encuentro en El nada dig­no de muerte" (Le 23, 4. 15. 22). Pilato en el interrogatorio, probablemente se dio cuenta de que no se trataba de ningún revolucionario político como los zelotes, ni intentaba violen­cia contra los romanos.

San Marcos es uno de los que más emplean la palabra rey, pues está en estrecha relación con el Reino, tema-clave de la predicación de Jesús. Con inteligente recurso literario, utilizando el contraste, quiere mostrar a Jesús como un rey diferente. Es un rey de burlas (Me 15, 18.

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32), más difamado que un sedicioso que es preferido a El (15, 9-12), condenado públicamente (15, 2. 4.) y cru­cificado desnudo (15, 26-27).

Queriendo deshacerse del problema, Pilato remite a Jesús donde Herodes, quien en aquellos días estaba en Jerusalén (Le 23, 6-12), y era tetrarca de Galilea, principal campo de actuación de Jesús. Le correspondía, pues, una palabra im­portante. Jesús es interrogado por él. Su silencio irrita al tetrarca, quien lo devuelve a Pilato vestido como rey de bur­las. Esta escena, reproducida solamente por Lucas, parece ser de origen legendario, como lo demostró bien M. Dibelius (Herodes und Pilatus, en Bostchaft und Geschichte I, Tü-bingen, 1953, 278-292). Probablemente es historización mi-dráshica del salmo 2, 1 donde dice que los reyes de la tierra se sublevarán y los señores de la tierra harán consejo con­tra Yahvé y su Ungido (Mesías).

También parece legendaria la escena de Barrabás. La costumbre de la población, de solicitar una vez al año, la li­beración de un preso, no es atestiguada en ningún lugar. Las escenas de Herodes, de Barrabás, del Ecce Homo y del lavatorio de las manos como señal de inocencia, parecen estar al servicio de un motivo apologético de la Iglesia pri­mitiva. Deben mostrar que el cristianismo no es peligroso para el Estado romano. Pilato se mostró como un ciudadano romano respetable. Los cristianas, según eso, no tienen nada contra el Imperio y sus agentes. Este motivo apologético per­mitía facilitar la predicación del Evangelio en la atmósfera imperial. Por eso hay la tendencia a exonerar a Pilato y echar casi toda la culpa sobre los judíos y sus jefes que ma­nipularon al pueblo. Esta tendencia de los Evangelios se ex­plícita mejor posteriormente. Así, el Evangelio apócrifo de San Pedro hace aparecer a Herodes pronunciando la condenación de Jesús a muerte y mandando ejecutarla. Cuando Pilato se lava las manos en señal de inocencia, los judíos y Herodes se niegan a hacerlo, para manifestar así que asumen la en­tera responsabilidad. El proceso de exención de Pilato llega hasta el punto de que Tertuliano lo considera un cripto-cristiano (Apologeticum 21, 24). Otra tradición afirma que al final de su vida fue martirizado por causa de Cristo. La Iglesia etíope todavía hoy lo venera como santo, lo mismo que a Judas.

En cambio fuentes romanas nos dicen que Pilato, hecho procurador en el año 26 d. C, fue de extremada "venalidad, violencia, rapiñas, malos tratos, ofensas, ejecuciones ince­santes y sin juicio, y crueldad sin razón" (Filón, Leg. ad

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Caium § 38). Fue destituido diez afios después, cuando tuvo lugar la gran carnicería entre los samaritanos Acusado ante el legado romano en Siria, fue depuesto y deportado. Esta imagen de Pilato no se compagina con la que presentan los Evangelios, lo cual nos hace suponer interés apologético por parte de estos últimos.

Sólo ante la amenaza de volverse enemigo del César (Jn 19, 21), accede a los gritos del populacho y de los líderes judíos. Marcos dice simplemente: "Mandando flagelar a Je­sús, lo entregó para que fuera crucificado" (15, 15). Inclu­sive dicta el títulus en tres lenguas: Jesús Nazarenus Rex Iudaeorum.

La culpa principal de la condenación de Jesús recae sobre los judíos. Los jefes (príncipes de los sacerdotes) ven en la popularidad de Jesús un peligro y una amenaza para sus posiciones de privilegio y de fuerza. Los saduceos, detentares del comercio en el templo y en Jerusalén, y con gran influen­cia en el Sanedrín, entienden que la actuación de Jesús pue­de provocar a los romanos. Se sienten amenazados también en sus posiciones. Los fariseos odiaban a Jesús a causa de su actitud libre frente a la ley, frente a Dios y a las sagradas tradiciones, con lo cual pervertía al pueblo. Por lo tanto, motivos de orden político, nacional y religioso, decretaron la liquidación del Profeta. El pueblo, atizado por líderes ame­nazados, presionó a Pilato a que, por cobardía y por recelo de quedar mal ante el César, mandara torturar y sentenciar a Jesús.

La muerte de Jesús es un asesinato judicial (Justizmord, Blinzler, 450). No fue un error jurídico ni un equívoco; fue fruto de un interés malévolo y de mala voluntad. Queriendo circunscribir mejor el crimen, puede decirse: un asesinato religioso-político por abuso de la justicia. En el NT nunca se hable de deicidio (sin embargo, cf 2 Tes 2, 15).

c) La crucifixión de Jesús

Pronunciada la sentencia capital, Jesús es entregado al procedimiento de la tortura. Los legionarios romanos some­tían a terribles torturas a los pobres condenados: eran des­nudados, flagelados, ofendidos en su dignidad, hechos ob­jeto de tratas envilecedores, escenas todavía comunes hoy, aunque inhumanas, en torturas de personas consideradas políticamente subversivas.

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Marcos es en extremo seco al decir: "después de tortu­rarlo, le quitaron el manto de púrpura, le vistieron sus ropas y lo llevaron para crucificarlo" (15, 20).

El 'suplicio de la cruz, "el más bárbaro y terrible castigo" (Cicerón, Verres II, 5, 65, 165), se aplicaba casi exclusiva­mente a los rebeldes políticos o a los esclavos. Después de las torturas, los condenados debían cargar su propio instru­mento de condenación. Al llegar al lugar de la crucifixión, eran desnudados, clavados en la cruz y luego levantados, de modo que quedaban a dos o tres metros de altura del suelo. Se sabe que los condenados podían aguantar días allí colga­dos, hasta sucumbir a sus propios dolores. Jesús pendió durante tres horas, desde el medio día hasta las 15 horas (Me 15, 33).

Marcos cuenta que Simón Cireneo ayudó a Jesús a cargar la cruz. Se citan los nombres de sus hijos, Alejandro y Rufo, nombres probablemente conocidos en la comunidad de Mar­cos (Lucas omite los nombres). Es comprensible que Jesús, después de tres procedimientos de tortura, en la vigilia, en el palacio de Caifas y con ocasión del interrogatorio de Anas (Le 22, 63-65), después del juicio del Sanedrín (Me 14, 65) y finalmente después de la sentencia proferida por Pilato (Me 15, 15-20), estuviera extremadamente extenuado. En cuanto al encuentro con María, su Madre, y con Verónica, parece de fondo legendario. A partir del siglo IV se habla de Verónica, identificada en occidente con Marta y en el orien­te con una cierta Berenice (de allí el nombre de Verónica). Según la leyenda, ella habría ido ante Tiberio y denunciado a Pilato. Este fue condenado. Mandó pintar un cuadro de Jesús, a cuya vista Tiberio se habría convertido. Otra ver­sión dice que ella habría enjugado el rostro de Jesús y en el manto habría quedado estampado el rostro doliente del Señor.

El encuentro con las hijas de Jerusalén (Le 23, 27) parece gozar de certeza histórica. Se sabe por fuentes históricas (Talmud) que las mujeres preparaban para los condenados un vino aromatizado a fin de aliviar sus dolores. Las palabras que Jesús les dirige están tomadas todas del AT. Es la forma como Le dio expresión a lo que Jesús les habría dicho.

Los dos bandidos probablemente fueron condenados por haber sido zelotes (guerrilleros) y haber atentado contra los romanos. Le 22, 37 recuerda a este propósito a Isaías 53, 12: y fue contado entre los malhechores. Las irrisiones al pie de la cruz son descritas a la luz de los textos del AT, es-

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pecialmente de los salmos y hacen resaltar al justo sufriente que lo soporta todo con paciencia. 23, 40-43 enriquece el texto con un hecho legendario ligado a uno de los crucifi­cados con Jesús: "Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso".

La última exclamación de Jesús, Eloi, Eloi, lama saba-chtani (Me 15, 34), es de suma importancia para compren­der la conciencia de Jesús. Es partiendo de aquí como, según nuestro parecer, se debe pensar en el camino histórico de Jesús. Las demás palabras, conservadas en los Evangelios (Le 23, 34. 43. 46; Jn 19, 26. 28. 30), tienen un valor histó­rico discutible.

Las señales que se siguen a la muerte de Jesús constitu­yen otros tantos procedimientos literarios para recalcar el significado y la importancia del hecho. Así Me 15, 33 par, al hablar de las tinieblas que cubrieron toda la tierra desde la hora sexta hasta la hora nona. Con esto, en el bien conocido lenguaje apocalíptico (cf. Me 13, 24 par), quiere decir: la tierra entró en tinieblas porque con la muerte de Jesús llegó el final de este eón.

Los Evangelios hablan también del velo del templo, que se rasgó de arriba abajo (Me 15, 38 par), en dos partes. No se trata de un hecho histórico, sino de un código literario para decir: el velo del templo, del Santo de los Santos, cayó, porque ahora, por Jesús y su muerte, tenemos acceso directo a Dios (cf. Hb 10, 19-20).

Mt 27, 51-53, narra también que la tierra tembló, se abrie­ron las piedras y algunos muertos resucitaron y se apare­cieron a muchos en Jerusalén. Es también un procedimiento literario para significar: con Jesús llegó el fin del mundo, se ha realizado la escatología. Según la comprensión apoca­líptica, al fin del mundo está ligada la resurección de los muertos, y los demás signos cósmicos. Jesús es el primero de los resucitados y por eso, con su muerte dio fin al viejo mun­do y se inició el nuevo.

La antigua fórmula del anuncio cristiano decía que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y fue se­pultado (1 Cor 15, 3 ss.). Con esta última expresión se quiere poner énfasis en el hecho de que murió realmente. Los Evan­gelios muestran cómo le dieron digna sepultura, no sus pa­rientes, sino unos judíos (Hech 13, 29). La ley decía explíci­tamente (Dt 21, 23), que un crucificado no podía pasar la noche en el madero. Tanto más cuanto que, según los Sinóp­ticos, el día siguiente era sábado.

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Marcos termina su relato de la pasión con la profesión de fe del centurión: Verdaderamente este era el Hijo de Dios (15, 39). Es profesión de fe del evangelista y de su comu­nidad, que sirve de desafío a todo aquel que lee su relato: ¿Te resuelves a venir detrás del torturado y crucificado, del Hijo de Dios? Me escribe en Roma. Es sintomático que colo­que la máxima profesión de fe en boca de una autoridad romana. Es para invitar a todos los romanos a seguir el camino de Jesús.

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III

¿COMO HABRÍA INTERPRETADO JESÚS SU PROPIA MUERTE?

Hemos considerado ya el hecho del proceso, condenación y crucifixión de Jesús como consecuencia de su vida y de la praxis que inauguró. Surge ahora la pregunta: ¿Contaba Jesús con su propia condenación y muerte violenta? Quien hacía las exigencias que El hizo, quien cuestionó la ley, el sentido del culto y del templo en función de una verdad más profunda y entusiasmó a las masas utilizando para su anuncio palabras cargadas de contenido ideológico (Reino de Dios, violencia) podía y debía contar con la reacción de los mantenedores del orden en aquel tiempo: los fariseos (la ley), los saduceos (el culto en el templo) y los romanos (fuerza de ocupación política). Esto es lo que de inmediato salta a la vista. Se plantea otra pregunta: ¿Qué interpreta­ción dio Jesús a su propia muerte? ¿Muerte redentora? ¿Sustitutiva? ¿Muerte de un profeta-mártir? Queremos abordar separadamente estas dos cuestiones.

1. ACTITUD DE JESÚS FRENTE A LA MUERTE VIOLENTA

Los textos evangélicos dejan en claro que Jesús no fue a la muerte ingenuamente, sino que la aceptó y asumió libre­mente. Al ser preso, prohibe a los apóstoles defenderlo, "pa­ra que se cumpla la Escritura" (Mt 26, 52-56). En la tenta­ción de Getsemaní Jesús dice, según la versión joánea, que acepta el cáliz del sufrimiento (Jn 18. 1-11). A pesar de esta claridad de los textos, debemos también decir que Jesús no buscó la muerte. Esta le fue impuesta por una coyuntura que se creó, y de la cual no había otra salida digna sin trai­cionar su misión. La muerte fue consecuencia de una vida, y de un juicio sobre la calidad religiosa y política de esta vida. Jesús ni la buscó ni la quiso; tuvo que aceptarla. La aceptó, no con impotente resignación y soberano estoicismo, sino como un hombre libre que se sobrepone a la dureza de

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la necesidad. No deja que le quiten la vida; El mismo, li­bremente, la entrega, como se entregó durante toda la vida.

Lo que Jesús quiso no fue la muerte, sino la predicación e irrupción del Reino, la liberación que éste significaba para los hombres, la conversión y la aceptación del Padre de in­finita bondad. En función de este mensaje y de la praxis que él implica, estaría dispuesto a sacrificar todo, inclusive su propia vida. Si la verdad que El predica, atestigua y vive, le exige la muerte, la aceptará. No porque la busque en sí misma, sino porque es consecuencia de una lealtad y fide­lidad que es más fuerte que la muerte. Morir así es digno. Semejante muerte fue y es soportada y vivida, sí, vivida, por todos los profetas-mártires, ayer y hoy.

Jesús conoce el destino de todos los profetas (Mt 23, 37; Le 13, 33-34; Hech 2, 23) y es considerado como el Bautista redivivo que había sido decapitado (Me 6, 14). Hay varios intentos por aprisionarlo (Me 11, 18; Jn 7, 30. 32. 44-52; 10, 39) y apedrearlo (Jn 8, 59; 10, 31) y se piensa seriamente en~eliminarlo (Me 3, 6; Jn 5, 18; 11, 49-50). Todo esto no pudo pasar desapercibido para Jesús, pues no era un inge­nuo. Además, la escena de la expulsión violenta de los ven­dedores del templo (Me 11, 15-16 par) y su palabra, muy probablemente auténtica, sobre la destrucción del templo (Me 14, 58), lo situaban en la línea peligrosa de un proceso religioso. Añádase el hecho sospechoso de tener entre los doce, personas comprometidas con la violencia y con la sub­versión política, como "Simón el zelote" (Le 6, 15 par; Hech 1, 13), Judas Iscariote (nombre acádico que significa sica-rio-zelote) y "Boanerges", los hijos del trueno (reminiscen­cias de movimientos zelotes): todo este cuadro colocaba a Jesús en una atmósfera de peligro religioso y político.

Frente a todo esto, Jesús conservaba la plena confianza en Dios. "Quien quiere salvar la vida Ja perderá y quien la perdiere, la salvará" (Le 17, 33 par; 14, 26; Me 8, 35).

Repetimos la pregunta: ¿Contaba Jesús con la muerte violenta? Esta pregunta es legítima en el telón de fondo de la predicación de Jesús sobre el Reino y su irrupción inmi­nente. El se comprende a sí mismo corno el profeta escato-lógico y al mismo tiempo como el realizador del nuevo orden que en breve será introducido por Dio-s. El es el Reino pre­sente. La pertenencia al Reino depende de la adhesión a su persona. Por. primera vez el Reino implica un nuevo cielo y una nueva tierra, la superación de la fragilidad de fiste mundo y la superación de tocia forma de limitación d" vida!

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Implicaba la victoria sobre la muerte. Siendo así, ¿contaba Jesús con su muerte en la cruz?

a) Aporías exegético-teológicas

Los actuales textos evangélicos declaran que Jesús sabía de su destino fatal. El lo había profetizado y dicho, que se entregaría para la redención de muchos (todos Me 10, 45). Las profecías son tres:

Me 8, 31: "Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hom­bre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días".

Me 9, 31: "El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; lo ma ta rán y a los tres días de haber muer­to resucitará".

Me 10, 33: " . . .comenzó a decirles lo que le iba a suceder: Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; lo con­denarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, y se bur­larán de El, lo escupirán, lo azotarán y lo matarán, y a los tres días resucitará".

La exégesis tanto católica como protestante disputa des­de hace muchos años, acerca de la autenticidad jesuánica de tales textos. La gran mayoría los considera no-jesuáni-cos, inclusive aquellos exegetas (p. ej . J. Jeremías) que tie­nen como jesuánico el contenido de las profecías. La elabo­ración es tardía, supone un conocimiento pormenorizado del proceso de Jesús y de todo el acontecimiento pascual.

Todas ellas, especialmente la tercera (Me 10, 33), dan un pequeño sumario de la pasión. Si estas palabras, en vez de estar en futuro, estuvieran en pasado, inmediatamente las reconoceríamos como un relato de la comunidad primitiva acerca del proceso de Jesús: fue a Jerusalén, fue entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas que lo con­denaron a muerte y lo pasaron a manos de los paganos (ro­manos), fue escarnecido, escupido, flagelado y muerto; des­pués de tres días resucitó.

Buen número de exegetas juzga que estas palabras son predicación de la comunidad primitiva y no palabras del Jesús histórico. Al comienzo de cada profecía está el tér­mino Hijo del hombre. Según la apocalíptica, esta figura

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vendría al final de los tiempos sobre las nubes para juzgar y liberar a los justos. Pero en el judaismo jamás aparece el Hijo del hombre en un contexto de sufrimiento, condena­ción y muerte.

Alguien podría pensar: Jesús asumió este título, pero en vista de su muerte próxima le dio un contenido nuevo. Esta hipótesis no se sostiene en pie, porque Jesús emplea el tér­mino en el sentido de la apocalíptica: el Hijo del hombre vendrá en su gloria con sus ángeles (Me 8, 38); veréis al Hijo del hombre venir sobre las nubes con gran poder y gloria (Me 13, 26 par). No cabe duda que la expresión Hijo del hombre, —en el sentido de Daniel 7— que viene sobre las nubes, pertenece al material más antiguo de los Sinópticos. La unión entre el Hijo del hombre y el hecho de la conde­nación, muerte y resurrección, es obra teológica de la pri­mitiva Iglesia. Las profecías son por lo tanto vaticinia ex eventu, hechas después del suceso, proyectadas hacia atrás, para el tiempo de la vida terrena de Jesús con un sentido teológico bien determinado: todo lo que Jesús dijo e hizo antes de su muerte y resurrección está tan ligado a su des­tino de muerte y resurrección, que forman una profunda unidad. No se puede relatar la vida sin tener en cuenta hacia dónde lleva, a saber, hacia la muerte y la resurrección. No se puede contar la muerte y la resurrección prescindien­do de la vida de Jesús. Una cosa es consecuencia de la otra, forman el camino concreto e histórico de Jesús.

Además, las profecías dan cuenta de la unidad del plan de Dios: Dios no abandonó a Jesús el viernes santo, como todo parecía indicar. El estaba con Jesús. Este realizaba su plan secreto y misterioso, a pesar de la actuación de los hombres y de su maldad. La muerte y la resurrección son obra de Dios, pues fue El quien lo dirigió todo, pero sin qui­tar la responsabilidad a los hombres, que son denunciadas en ]as profecías. A esto concurre la expresión "debía" morir. . . Esta expresión no es vetero-testamentaria; es propia de am­bientes apocalípticos. Con ella se quería expresar la sobera­nía del plan de Dios que sigue su propio camino, a pesar de la capacidad de contradicción humana. Quería también pro­porcionar un consuelo: este deber divino puede ser paradó­jico, doloroso, pero está al servicio de un sentido de gloria y plenitud. En el caso de Jesús, la muerte está al servicio de la resurrección.

A todo esto se añade la idea siempre presente en los re­latos de la pasión: Jesús es el justo sufriente. En el AT exis­tía la idea del justo sufriente que es recompensado y elevado

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a la gloria. Esto favoreció la interpretación del destino mor­tal de Jesús en la línea del justo sufriente elevado a la gloria.

b) Indicios de una progresiva toma de conciencia

1. Un indicio que habla de una conciencia progresiva de Jesús acerca de su fin parece ser el texto sinóptico del es­poso que será arrebatado (Me 2, 19-20 par). El contexto es polémico: "¿Tus discípulos no ayunan? Y Jesús les dice: ¿Por ventura pueden los invitados a las bodas ayunar cuan­do el esposo está con ellos... ? pero vendrán días en que el esposo les será arrebatado; entonces ayunarán en aque­llos días. . .".

Pero este texto, según numerosos críticos, sólo en parte seria de Jesús (Me 2, 19a: ¿Por ventura pueden los invitados a las "bodas ayunar mientras el esposo está con ellos?). La segunda parte sería reflexión de la comunidad que ya en un estadio avanzado de la cristología, identificó a Jesús con el Esposo —cosa que en el AT sólo se hacía refiriéndose a Yahvé—, y para justificar las prácticas ascétíco-peniten-ciales de la comunidad que ya no se tomaba las libertades de la praxis de Jesús (cf. Teylor, 208-212; Percy, 233-236).

Otro texto para considerar es el de Le 13, 31-33; unos fariseos vienen y le comunican que Herodes quiere matarlo. El responde: "Decid a esa raposa: he aquí que yo expulso a los demonios y obro curaciones hoy y mañana y al tercer día soy consumado. Pero conviene que hoy y mañana y pasado, siga adelante, porque no cabe que un profeta pe­rezca fuera de Jerusalén". Lo esencial del episodio es consi­derado jesuánico. Pero el último versículo, de la muerte en Jerusalén, es considerado por una gran mayoría, inclusive de los más conservadores, como de incontestable redacción lucana (Dupont, 299: "il est difficile d'exclure absolument que nous ayons affaire a une explication de l'évangeliste". George, 37).

En este sentido el texto no puede aducirse como argumento.

3. Famoso y muy discutido es el texto de Me 10, 45: "El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos (todos)".

Se observa que en este pasaje se une la temática del Hijo del hombre con la muerte, cosa que era inusitada en el judaismo. Además, la exégesis ha demostrado que el tema

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de la diaconía (servicio) tiene su Sitz im Leben (contexto vital) en la tradición de la cena de los cristianos en la Igle­sia primitiva. Jesús usó varias veces la figura del servir a la mesa de la cena del Reino (Le 22, 27, servicio especial­mente a los pobres y necesitados: Le 10, 29-37; 14, 12 ss.; Mt 5, 42 par; 18, 23-24; 25, 31-46).

Aquí el texto tiene un sentido parenético, para los diver­sos servicios (diaconías) de las primitivas comunidades. Porque su Sitz im Leben es eucarístico y en él se elaboró la temática del sacrificio, es natural que este texto haya sur­gido bajo esta influencia. Como tal, no sería jesuánico, lo cual admite un buen número de exegetas. Especialmente, como veremos más tarde, la reflexión sobre Is 53 permi­tió a los cristianos leer sacrificialmente la muerte de Cristo (cf. Hech 8, 32-35; Fl. 2, 6-11; cf. Hech 3, 13. 26; 4, 27. 30). En la línea de reflexión trazada por Is 53, se interpretaron los gestos de Jesús en la cena de despedida; después de la muerte y la resurrección entendieron que aquello significa­ba realmente un sacrificio a Dios. Comprendieron que Jesús, que se había dado toda la vida, aquí en la muerte se diera completamente. Por eso los textos eucarísticos expresan bien esta comprensión teológica: Esto es mi cuerpo que será entregado; esto es mi sangre que será derramada. No serían palabras jesuánicas, sino teología ya bien elaborada de las comunidades primitivas, en contexto eucarístico.

El texto paralelo en Le 22, 27 no tiene ninguna adición soteriológica; dice simplemente: "Estoy en medio de vos­otros como el que sirve". La adición es "y dar la vida en redención de muchos" es sólo de Marcos. Pertenece a su código teológico.

El contexto es claro: "Los grandes hacen violencia sobre los pueblos (Me 10, 42 y Le 22, 25). Así no debe ser entre vosotros; quien quiera ser grande, que se haga pequeño y siervo de todos (Me 10, 43 ss.; Le 22, 26), porque el Hijo del hombre no ha venido para ser servido sino para servir (Me 10, 45; Le 22, 27)". La secuencia es transparente; no implica corte alguno. El orden del mundo debe ser invertido por el discípulo, pues fue eso lo que hizo el Hijo del hombre, y El es ejemplo para el discípulo. La añadidura "dar la vida en rescate" (lutron) se hizo posteriormente interpretando la vida y la muerte de Jesús en un sentido sacrificial.

Este texto, por más importante que sea, teológicamente no ofrece base histórica para penetrar en la intención de Jesús.

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4. El texto de Me 10, 38 o Mt 20, 22: "¿Estáis dispuestos a beber el cáliz que yo beberé?" no parece constituir prueba. Según la imagen tradicional el cáliz puede significar un fi­nal feliz (Sal 16, 5-6; 23, 5) o desdichado (Sal 11, 6), espe­cialmente la cólera divina (Jer 25, 15-29; Is 51, 17. 22; E2 23, 31-34). Aquí el cáliz es presentado como una etapa pre­liminar a la gloria. Como veremos posteriormente, el sentido más seguro no se refiere a la muerte, sino a la gran tenta­ción, donde se batirán el Mesías y sus enemigos.

5. Otro indicio se apoyaría en la parábola del hijo único asesmado (Mt 21, 33-46; Me 12, 1-2; Le 20, 9-19).

Esta parábola impresionante no habla de su muerte; es una severa advertencia a los miembros del Sanedrín (los viñadores de la viña del Señor) contra su t rama de liquidar a Jesús. Los asocia a las responsabilidades de Israel que ex­terminó a los profetas (Mt 5, 11-12 par; 23, 29-36 par ) . Que­riendo matar al hijo ellos traicionan su misión recibida de Dios, de ser los guías del pueblo.

6. La profecía del pastor herido (Me 14, 27; Mt 26, 31) es aducida por algunos como indicio de la conciencia jesuánica acerca de su muerte. Con la ayuda de un texto de Zc 13, 7 Jesús profetiza su muerte: "Todos vosotros os escandaliza­réis porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas (Zc 13, 7). Pero después de resucitar as precederé en Galilea" (Me 14, 27-28). Un buen número de exegetas opina que el texto de Zacarías fue introducido posterior­mente por la comunidad primitiva que experimentó la dis­persión de los apóstoles (cf. Dodd, C. H., 42). Todo el con­texto que habla "después de resucitar" y "os precederé en Galilea" constituyen expresiones típicas de la tradición pas­cual más antigua.

7. Otro texto susceptible de interpretación en la línea de la progresiva conciencia de Jesús sobre su final violento se refiere a la unción de la cabeza de Jesús por una mujer "con perfume de nardo puro, de gran valor" (Me 14, 3-9; Mt 26, 6-13; Jn 12, 1-8). "Dejadla, no la molestéis. Ella ha hecho una buena obra para conmigo. Porque pobres ten­dréis siempre con vosotros y cuando quisiereis podréis ha ­cerles bien. Pero a mí no me tendréis siempre. Ella hizo lo que ha podido. Se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura" (Me 14, 6-8). Aquí estaríamos frente a una conciencia jesuánica de su sepultura. Sepultar los cuerpos sin la opción constituía una gravo deshonra. La mujer ungió a Jesús anticipadamente.

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Los iniciadores de la Formgeschichte como Dibelius y Bultmann han demostrado que aquí se trata de una adición posterior de un relato más antiguo (Me 14, 3-7). En este relato se nota una polémica en la comunidad, en la cual había oposición respecto a los cuidados a los pobres. Que la parte referente a la sepultura de Jesús proviene de los tiem­pos apostólicos, queda más convincente si atendemos al ver­sículo siguiente, de coloración típicamente pospascual y ecle-sial: "Yo os aseguro: dondequiera que se proclame la Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya" (Me 14, 9). (Cf Bultmann, 37; Dibelius, 54, 58, 178-179).

8. El episodio de Getsemaní ya fue comentado anterior­mente (Mt 26, 36-46; Me 14, 32-42; Le 20 40-46). Allí vimos: no se necesita interpretar la tentación como miedo frente a la muerte inminente, sino más bien miedo ante el gran embate de los hijos de la luz (del Mesías) y los hijos de las tinieblas, enemigos del Mesías.

Las últimas palabras de Jesús en la cruz todas poseen las características de ser jesuánicas (Me 15, 34; Mt 27, 46). Son conservadas en su tenor hebreo, lamma, lamma sabach-tani. Si atendemos a Le y a Jn nos damos cuenta de que pa­ra ellos estas palabras les causaron dificultades con las cris-tologías que poseían; la divinidad de Jesús constituía ya un dato adquirido y en Juan era un tema articulador de todo el Evangelio. Por eso se comprende que Le 23, 46 la sustituya con otra sacada, como la primera en Mt y Me, de un salmo (30 o 31, 6, respectivamente en Me y en Mt 22, 2): "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Jn 16, 32 podrá ser interpretado como un esfuerzo para evitar malentendidos acerca del aparente abandono de Jesús en lo alto de la cruz: "Viene la hora, y ya ha llegado, en que seréis dispersados cada uno por su lado y me dejaréis solo; pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo".

Debemos tomar absolutamente en serio estas últimas pa­labras de Jesús. Aunque estén tomadas del comienzo de un salmo (22, 2), que demuestra la profunda aflicción del justo sufriente y también su consuelo encontrado junto a Dios, hasta el punto de terminar con una bendición sobre todo el mundo, nada nos indica que fueran dichas por Jesús en el horizonte de este salmo. El texto nos habla es del profundo y postrer grito de Jesús, partiendo del infierno de la expe­riencia de la ausencia divina. El Padre con quien El vivía en intimidad filial, el Padre a quien El había anunciado como de infinita bondad, el Padre cuyo Reino El había

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proclamado y anticipado en su praxis liberadora, lo aban­dona ahora. No somos nosotros los que lo decimos. Es Jesús mismo quien lo afirma. Pero el Padre no lo abandona. En el vacío más abismal del alma humana, sin título perso­nal alguno que le sirviera de apoyo, como su fidelidad, la lucha sostenida por causa de Dios con la situación de su tiempo, los riesgos que corrió y el envilecedor proceso difa­matorio y capital que surgió, ninguna otra cosa existe que Jesús pueda presentar a Dios. A pesar de que el suelo se hunde bajo sus pies, todavía confía en El. Continúa diciendo quizá sin entenderlo radicalmente, y por eso grita (Me 15, 34; "con voz fuerte" en Le 23, 46): "Dios mío, Dios mío.. ."•

Estamos delante de la máxima tentación soportada y vi­vida por Jesús; podríamos formularla así: ¿No habrá sido en vano todo mi compromiso? ¿No vendrá el Reino de Dios? ¿Habrá sido una dulce ilusión todo esto? ¿No habrá un sen­tido postrero para el drama humano? ¿Será que yo no soy el Mesías? Las representaciones que Jesús se había he­cho, como hombre que era, se deshicieron por completo. Se encuentra desnudo, desarmado, totalmente vacío delante del Misterio. ¿Cómo se comporta? ¿Se aferra a alguna última representación que será su consuelo, su garantía, su postre­ra seguridad? Nada de eso sucede, Jesús se entrega al Mis­terio, verdaderamente sin nombre. El será su única espe­ranza y seguridad. No se apoya absolutamente en nada que no sea Dios. La absoluta esperanza y confianza de Jesús sólo es inteligible en el telón de fondo de su absoluta desespe­ranza. Donde abundó la desesperanza, allí puede sobreabun­dar la esperanza. Porque la esperanza fue infinita, y su apo­yo arraigado solamente en el infinito, también fue infinita la desesperanza. La grandeza de Jesús estuvo en el poder soportar y vivir semejante tentación. Ninguna muerte nece­sita ser absoluta soledad. Lo es cuando está centrada en el propio yo. Pero ella es la oportunidad de entrega a uno ma­yor. Una entrega total. En caso de que quedara en Jesús algo, una última certeza, una seguridad de su conciencia mesiánica, la entrega no podría ser total. Tendría un apoyo en sí mismo... Sería para sí mismo. El no sería totalmente para Dios. Porque se vació completamente, puede ser colma­do totalmente. A esto se le llama resurrección.

La cristológía y el tema de la conciencia mesiánica de Je­sús y de su camino concreto, según nuestro modo de ver, debe pensarse partiendo de Me 15, 34. Aquí se decide si acep­tamos o no, si tomamos en serio o no el hecho radical de la encarnación de Dios, como frontal humanización de Dios, co-

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mo completo vacía divino, en la línea de Filipenses 2, inclu­sive vaciamiento de los atributos divinos. El, Dios, por la encarnación se hizo realmente otro. Por eso podemos hablar teológicamente sobre la verdadera y real humanidad de Jesús, como de la propia divinidad presente y no sólo como instrumento de ella, aun retrayéndose ella hacia una ins­tancia intocable y fuera de la historia. El Verbo se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros (Jn 1, 14), en las sombras mortales de nuestra vida.

2. COMO SE REPRESENTO JESÚS SU FINAL

Esta cuestión viene generalmente bajo el título: ¿cómo interpretó Jesús su muerte? Como ha aparecido por los tex­tos antes referidos, ninguno de ellos goza de autenticidad je-suánica suficiente para abrirnos la posibilidad de conocer la conciencia y ciencia previa de Jesús acerca de su próxima muerte. Somos de la opinión de que en lo alto de la cruz Jesús se dio cuenta de que su fin estaba realmente próximo y que realmente podía morir. Entonces en un gran grito exterioriza su profundo desamparo, casi diríamos decepción, y se entrega al Dios mío. El texto lucano 23, 46 "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" expresa bien la postrera disposición anterior de Jesús, de absoluta entrega sin nin­guna otra consideración. ¿Qué esperaba entonces Jesús? Para elaborar una imagen (con todo lo que de cierto y vago posee tal imagen) debemos atender previamente a los siguientes puntos:

1. Jesús predicó el Reino de Dios y no a si mismo. El Reino constituye la palabra-esperanza, la realidad del mundo y del hombre, pecadora y decadente, transfigurada, reconciliada y sanada desde su raíz por la' venida de Dios. Reino no signi­fica el otro mundo, sino este mundo ahora convertido en señorío pleno de Dios, donde Jahvé se hace presente y quita todo lo que es adverso, maligno, mortal, anti-divino y anti­humano. Esta esperanza, que arranca del fondo utópico pero pro-fundo del corazón y de la historia, es constituida en objeto de la predicación de Jesús.

2. El Reino ha llegado (Me 1, 15; Mt 3, 17) y ya está en medio de vosotros (Le 17, 21). Esta es la segunda gran no­vedad de Jesús. No basta anunciar algo utópico, sino anun­ciar que lo utópico se está haciendo tópico. Hay alguien que es más fuerte que el fuerte, y ese tal resolvió intervenir y poner término al carácter siniestro y rebelde del mundo

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(cf. Me 3, 27). La tónica de la predicación de Jesús, las exi­gencias durísimas que hace, los llamamientos a la conver­sión, están en el horizonte de la irrupción próxima del Reino que ya está en acción en el mundo y que va a manifestarse totalmente en breve.

3. El, Jesús, se entiende no simplemente como el pregone­ro de esta alegre noticia (Me 1, 15), sino como el portador y realizador de ella: "Si yo expulso demonios por el poder de Dios, sin duda el Reino de Dios ha llegado hasta vosotros" (Le 11, 20) lógion tenido por uno de los más auténticos de los Evangelios, Jesús se siente tan identificado con el Rei­no que la pertenencia a él exige adhesión a su persona (Le 12, 8-9). Qué sea el Reino en concreto, se revela en su propia praxis, como pro-existencia, ser-para-los-otros, pra­xis libre y liberada, generadora de un proceso de liberación y provocadora de un conflicto con el encerramiento social y personal de los actores históricos de aquel tiempo.

4. El Jesús histórico se movió dentro de una atmósfera cultural común a sus contemporáneos, Asumió uno de los sistemas prevalentes que era la apocalíptica con el código y las claves que ella utilizaba, especialmente esta del Reino de Dios y de la inminencia de la intervención divina. Muchos textos indiscutiblemente jesuánicos son deudores de la men­talidad apocalíptica de su tiempo (cf. Le 22, 29-30; Mt 19, 28; Me 13, 30; 10, 23).

En este contexto referimos dos textos de fundamental im­portancia para mostrar la conciencia de Jesús. Ambos se dan en el contexto de la última cena que el Señor celebró entre nosotros:

Me 14, 25: "Yo os aseguro que ya no beberé el producto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el Reino de Dios". Y el otro de Lucas, también en un contexto euca-rístico:

Le 22, 15-19a. 29: "Con ansia he deseado comer esta Pas­cua con vosotros antes de padecer; ¡Porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Rei­no de Dios! Y recibiendo una copa, dadas las gracias, dijo: 'Tomad esto y repartidlo entre vosotros; Porque os digo que, a partir de este momento, no beberé del producto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios'... yo, por mi parte, dis­pongo un Reino para vosotros como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel".

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Como ya dijimos anteriormente, la última cena posee un eminente sentido escatológico. Simboliza y anticipa la gran cena de Dios, en el nuevo orden de las cosas (Reino). Como veremos más tarde, pan y vino a estas alturas, no simboli­zaban el cuerpo y la sangre.de Jesús que serían sacrificados (esto lo descubrirá la comunidad primitiva después de haber vivido la muerte y la resurrección de Jesús), sino simple­mente la cena. Dentro de una cena judía, donde ya había pan y vino, estos representan el banquete en el cielo. Por eso lógicamente Jesús dice: "Yo os dispongo el Reino (cena ce­lestial) . . . para que comáis y bebáis". El pan y el vino sim­bolizaban la Cena-Reino.

Estos dos textos de Me y de Le no tienen ninguna co­nexión orgánica con la vida de la Iglesia, sino solamente con Jesús. Y es hasta extraño que nos hayan sido conservados, sin interpretación teológica de la comunidad primitiva, lo que lleva a creer con mucha certeza que esta mentalidad escatológica de Jesús posee un fondo histórico respetado en parte por los primeros teólogos cristianos.

Mediante el código apocalíptico se tradujo en forma muy adecuada, lo utópico y la dimensión totalizadora y universal de la liberación. Esta es la que efectivamente importa; no tanto el instrumental lingüístico, onírico y cultural que la transmitió.

Según estos textos sin embargo, Jesús vivió la efervescen­cia de la irrupción inminente. El que después lentamente haya tenido que darse cuenta de que no venía el Reino sino la muerte, esto constituye el motivo de su grito en la cruz y razón de su total entrega a Dios. Vio destruirse todas las representaciones que se hacía del Reino y de su actuación en función del Reino; Pero fue superior a las representa­ciones. No sucumbió a ellas, sino que mantuvo su fidelidad a Dios.

5. En el sistema apocalíptico había un tema asaz impor­tante: el de la gran tentación. De ella nos hablan los pasa­jes apocalípticos del NT y del Apocalipsis de San Juan. Según este tema, al final de los tiempos, cuando el Reino estu­viera para irrumpir, se daría el postrer gran enfrentamien-to entre el Mesías y sus enemigos. El propio demonio instiga la gran tentación. Hay que armarse contra ella para no caer. Y si Dios no interviniera, hasta los buenos sucumbirían. El Mesías sería perseguido; sería colocado en apuro extremo. Pero en el punto más crucial, intervendría Dios, liberaría al Mesías e inauguraría el Reino.

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K. G. Kuhn demostró muy bien que esta concepción se encuentra como telón de fondo de la tentación de Jesús en Getsemaní. Por ella no debe entenderse la duda interna de Jesús, la incertidumbre del fin, sino la representación de que en breve habría de irrumpir la gran tentación con sus amenazas y peligros de caer. En el Padre Nuestro, la expre­sión "no nos dejes caer en tentación" debe entenderse en el sentido de la tentación apocalíptica, al final, cuando se po­nen en juego todas las coartadas y se decide todo.

En este contexto también calan muy bien las palabras de tenor jesuánico: "Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!" (Le 12, 50). El contexto es el de la pregunta de Jesús a Santiago y a Juan: ¿Podéis beber el cáliz que yo beberé? (Mt 20, 22; Me 10, 38). Se sitúa en el horizonte de esta gran tentación.

Pero lo importante para Jesús era permanecer siempre fiel al Padre. "No se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú (Padre) quieres" (Me 14, 36 par).

¿Esperaba Jesús la muerte? Jesús entreveía su posibilidad en las maquinaciones de los judíos y en el conflicto que se habla urdido en contra suya. Pero parece que eso no consti­tuyó para él mayor problema. Continúa predicando con la misma soberanía y con las mismas invectivas, como si nada pasara. Tenía seguridad de estar en las manos del Padre, de quien siempre se sentía íntimo y cuya voluntad buscaba hacer siempre. El lo salvaría de todos los peligros. Pero te­nía enfrente la gran tentación, terrible y tremenda, donde muchos desfallecerían y en la cual el Mesías pasaría por terribles provocaciones. A causa de ellas teme y suplica al Padre.

Pero ahora en lo alto de la cruz sabe que la muerte se aproxima. Se deshace la idea de la gran tentación. Percibe que el Padre quiere su muerte. El grito último revela su úl­tima gran crisis. Pero la frase lucana "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Le 23, 46) y la joánea "Todo está consumado" (Jn 19, 30) muestran la entrega, no resignada sino libre, de Jesús al Padre.

3. TENTATIVA DE RECONSTRUCCIÓN DEL CAMINO DEL JESÚS HISTÓRICO

La situación actual de los textos neotestamentarios, como se habrá evidenciado en las reflexiones anteriores, viene en­tretejida en tal forma con interpretaciones teológicas, que

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ya no puede realizarse la reconstrucción histórica del cami­no de Jesús. El Jesús histórico sólo nos es accesible en la mediación del Cristo de nuestra fe. En otras palabras: en­tre el Jesús histórico y nosotros existen las interpretaciones interesadas de los primeros cristianos. Esta situación es ob­jetiva y, en su conjunto, insuperable. La fe no necesita para su validez y vigencia, apoyarse en la construcción de un sis­tema histórico. Le basta saber que las interpretaciones de las cuales es heredera, se apoyan en un fondo general his­tórico: Jesús vivió, predicó, significó la visita escatológica de Dios a los hombres, fue contestado, procesado y liquida­do, y los apóstoles atestiguan que lo vieron resucitado para la Vida divina y eterna. Las minucias históricas de estas varias etapas de un camino son importantes-para la fe, pero no decisivas. La comunidad de fe se interesa, fomenta estu­dios críticos, pero no hace depender su adhesión incondicio­nal a Jesucristo, de la cabeza de los historiadores y de las últimas hipótesis teológicas de los pensadores cristianos. Esto no significa que estas últimas sean para ella indife­rentes. Son ellas las que de ordinario alimentan la fe con­creta, la actualizan y la hacen viva en el mundo. Pero no depende de ellas para su constitución. Solamente para su desarrollo, para dar las razones de su esperanza y hacer conscientes las estructuras racionales de su adhesión libre.

Como consecuencia de esta situación todas las tentativas de reconstrucción del camino histórico de Jesús tienen un valor precario, hipotético y caduco. También la nuestra. Ca­da generación hará esta tentativa, acorde con su situación existencial y según interprete los textos del NT. Concreta­mente, toda fe vive de tales representaciones semejantes. El problema no está en hacerlas o no hacerlas. Siempre las ha­cemos. El acento reside en el cómo las hacemos. En ese cómo, se revela nuestro propio modo de vivir, nuestras ansias y nuestra situación en la sociedad y en el mundo. Por eso coexisten tantas interpretaciones del camino de Jesús, cuantas maneras existen de historizar la fe cristiana. Pero ninguna de ellas puede ni deber hurtarse a la confrontación de los textos del NT: deben someterse a ellos y hacerlos ins­tancia crítica sobre nuestras interpretaciones y sobre nues­tras vidas. Una interpretación que eluda tal tarea crítica, no puede reclamar un reconocimiento comunitario y eclesial.

Dentro de los límites así trazados, describiremos rápida­mente lo que nos parece ser el camino histórico de Jesús de Nazaret.

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1. Jesús es originario de Nazaret, en Galilea. Su familia pertenece a los piadosos de Israel, observantes de la ley y de las sagradas tradiciones. Ellos iniciaron a Jesús en la gran experiencia de Dios. Si Jesús es lo que fue y nos es dado conocerlo, lo debemos no solamente al designio del Misterio, sino también a su familia. Dios no quita su papel a las me­diaciones; las utiliza para engrandecimiento de la historia misma. Punto importante de cada familia religiosa judia lo constituía la lectura y meditación de los Libros Sagrados. Esto no significaba solamente piedad. Era una verdadera escuela para la vida. Se aprendía a interpretar la vida y la historia a la luz de Dios. Se buscaba entender, no solamente el pasado, sino también el presente, a la luz de la Palabra de Dios.

2. En un ambiente así, debemos suponerlo, fue donde Je­sús aprendió a interpretar teológicamente las señales de su época. (No poseemos documentos históricos para ello, pero la historia no está hecha sólo de documentos literarios, sino que el mismo ritmo de la vida constituye la fuente principal de conocimiento histórico). Era tiempo de opresión política y religiosa. Desde siglos su tierra estaba dominada por ex­tranjeros. Esto contrastaba con las promesas divinas de so­beranía de Israel y del reinado soberano de Yahvé. El pueblo vivía subyugado por una interpretación mezquina de la ley y de la voluntad de Dios. La soberanía de Jesús frente a la ley y Jas tradiciones no cayeron como un rayo del cielo. Correspondía a todo un modo de ser de Jesús que fue cre­ciendo en él a partir de la familia y de la educación que allí recibió. Llenaba la vida del joven Jesús de Nazaret una pro­funda experiencia de Dios, íntima, calurosa (abba-papacito), evidente, sin mayores cuestionamientos.

3. El ambiente cultural de su t'empo, exacerbado por la presencia de tantas contradicciones internas políticas y re­ligiosas, estaba formado por la apocalíptica. Su telón de fondo está constituido por la experiencia de la decadencia, maldad y rebeldía de este mundo. El está poseído por las fuerzas diabólicas, enemigas de Dios. Los romanos, la paga-nización, el legalismo, los compromisos de los herodianos, no son sino actores o escenas de un drama cuyo verdadero agente es el Maligno. Pero Dios decidió intervenir y poner en orden todo eso. Vendrá el Hijo del hombre sobre las nu­bes. Traerá el juicio de Dios, exaltará a los justos, castigará a los malos e inaugurará el nuevo orden de las cosas. A este nuevo orden se daba el nombre de infinita esperanza, ver­dadera expectación para todo el pueblo (Le 3, 15): Reino de

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Dios. Hay que prepararse para su irrupción. Urge la conver­sión para el juicio y para la salvación. Jesús participó como hombre de su tiempo, de estas esperanzas fundamentales. Hermenéuticamente la apocalíptica constituye un sistema articulador de lo utópico del hombre. Su código espectacu­lar, especialmente las señales anunciadoras del fin y su es­cenificación, están al servicio de una gran esperanza y ale­gría: El Señor vendrá y vencerá. Ellos traducen el inagotable optimismo que es culmen de toda religión, pues esta es madre de esperanza de salvación y de reconciliación.

4. En su edad adulta Jesús de Nazaret se sintió interpelado por la predicación de Juan. Esta se centraba en el juicio in­minente de Dios y en la urgencia de la conversión como pre­paración para él. No se puede decir que Jesús haya sido dis­cípulo de Juan, pero tampoco puede negarse tal posibilidad. Es probable que Juan tuviera un círculo de discípulos que lo Seguían y le ayudaban en el bautismo de penitencia (Me 2, 18; Mt 11, 1-2; Jn 1, 35; 3, 22). Jesús, según la versión del Evangelio de San Juan, también llegó a bautizar (3, 22-36; cf. 4, 1-2); no se sabe si independientemente de Juan el Bautista o como asistente de él. Lo cierto en que algunos discípulos de Jesús vinieron del discipulado de Juan Bau­tista (Jn 1, 35-51). Es cosa cierta igualmente la aceptación y el apoyo que manifestó Jesús, al mensaje central del Bau­tista: hay que hacer penitencia. Esto supone das cosas: todo Israel y todo hombre está mal situado delante de Dios; la penitencia es para acoger el don salvador de Dios, pues El viene. Esta predicación de Juan es considerada por Jesús como "venida del cielo" (Le 20, 4).

5. Con ocasión de su bautismo por parte de Juan (el ac­tual relato está lleno de teología con retroproyecciones de la gloria del resucitado), Jesús tuvo una experiencia profética decisiva. Comprendió claramente que la historia de la sal­vación estaba ligada a El. Con El se decidiría todo. Entonces sigue su propio camino, que ya no es el de Juan. Juan predi­caba el juicio, Jesús el evangelio de la salvación y la alegría. El uno es un asceta rígido, el otro, por el contrario, es acu­sado de comilón, bebedor de vino y amigo de gente de mala condición, como publícanos y pecadores. La parábola del niño que toca flauta en la plaza quiere concretizar la diferencia entre Jesús y Juan, cada cual actuando en consonancia con su mensaje esencial de juicio riguroso de Dios (Juan) o de alegre noticia de salvación (Jesús). (Mt 11, 16-19; Le 7, 31-35).

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6. El alegre mensaje de Jesús se resume fundamentalmen­te así: a) El Reino ansiado por todos se ha aproximado, b) hay que acogerlo por la fe en esta bella noticia y por la con­versión, c) porque su irrupción es inminente, d) y es para la salvación de los hombres, especialmente de los pecadores, e) porque Dios es un Padre de infinita bondad que ama in­distintamente a todos, inclusive a los ingratos y malos, pre­firiendo a los pobres, a los débiles, a los pequeños y a los pecadores, f) todo esto está condicionado a la adhesión a Je­sús, anunciador, realizador y anticipador del Reino, del per­dón y de la salvación.

7. Este mensaje de liberación es comunicado con su palabra libre y con sus acciones liberadoras. El modo de comunicación de Jesús se caracteriza por parábolas tomadas de la vida, sentencias sapienciales fácilmente inteligibles. En cambio la forma principal de comunicación de que el Reino se ha apro­ximado, es su praxis; libera mediante actos simbólicos y milagrosos. Su sentido no es tanto el revelar su poder divino, cuanto concretizar lo que es el Reino de Dios en acción en el duro suelo de la historia y de la vida humillada. Libera principalmente desabsolutizando las leyes y las tradiciones que se habían vuelto necrófilas e impedían a la vida ser vida humana, e incapacitaban al pueblo para escuchar la Palabra viva de Dios. El impulso de su praxis no se orienta hacia segmentos de la vida, por ejemplo el culto, la piedad ritual y devocional, sino hacia el conjunto de la vida en­tendida como servicio a los demás en el amor. Estar siempre ante Dios, no sólo cuando se va a orar y a hacer sacrificios he ahí la exigencia fundamental de Jesús. Con el mismo espíritu con que amamos a Dios debemos también amar a los demás. Esto no es moralización de la vida, sino la crea­ción de una nueva calidad de vida; es un problema de onto-logía, no de moral. Esta es consecuencia o reflejo de aquélla.

8. Lo que respalda el mensaje y la praxis de Jesús ("todo lo hizo bien": Me 7, 37) es su profunda experiencia de Dios. Ya no era más el Dios de la Tora, distante y rígido, sino el Dios-Padre de infinita bodad, siervo de toda humana cria­tura y de simpatía graciosa y benevolente para con todos, especialmente para con los ingratos y malos (Le 6, 35b). También El, delante de Este Dios se siente en una distancia creacional, pues ora y suplica a El. Por otra parte se siente en profunda intimidad suya hasta el punto de sentirse y llamarse Hijo. Siente que Dios ora a través de El. Su Reino se manifiesta en su acción y en su vida. Comer con los pe­cadores, acercarse a los impuros y marginados no significa

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12. Como tónica general, los Evangelios dejan muy claro que Jesús se orientaba en todo desde Dios y no desde la si­tuación. Su vida era una acción originaria y no una re-ac­ción a la acción de otros. En todo se disponía a hacer la voluntad del Padre con quien se sentía unido. Pero esta voluntad de Dios no era como una especie de filme en la cabeza de Jesús, donde todo estuviera ya establecido y él conociera todo por anticipado. Si El hubiera tenido previo conocimiento de todo, su predicación, la insistencia en la conversión y todo su serio compromiso habría sido un "como si", en el fondo de una mera representación. La muerte habría sido también mero teatro. Jesús era "viador" (en camino) como todos los hombres. Pero como profeta esca-tológico y justo poseía Inaudita sensibilidad para lo divino y para la voluntad concreta de Dios. No que la conociera a priori; la buscaba con fidelidad y total pureza interior; se encontraba con ella en la vida concreta que vivía como pro­feta ambulante, en la convivencia con los suyos, en las dispu­tas con los fariseos, en los enfrentamientos que tenía, en la oración y meditación de Dios a quien descubría tanto en los lirios de los campos como en la lectura de las Escri­turas. Cuál sería la voluntad de Dios para cada momento, no lo podía saber Jesús a priori, sino asumiendo la historia con todo su tenor imprevisible, fortuito y casual. La inten­sidad de la búsqueda y la unión íntima con Dios lo hacían acoger siempre la voluntad divina: sea en la alegría de los apóstoles que regresan contentos de su predicación (Me 6, 30-31; Mt 14, 22), sea huyendo de los que querían prenderlo y matarlo (Le 4, 30; Jn 8, 59; 10, 39) o inclusive en lo alto de la cruz con la inminencia de la muerte. No debe haberle sido fácil asumir la voluntad de Dios que posiblemente le destruía representaciones del Reino imaginadas por él mis­mo (cf. Le 22, 15-29; Me 14, 25); lo vemos claramente en la tentación de Getsemaní. Pero lo importante es estar siempre en total escucha y obediencia a la voluntad divina hasta la muerte. Así como toda su existencia era una pro­existencia, un ser-para-los-otros, así también los sufrimien­tos que soportaba deben entenderse como asumidos delante de Dios como exigencia de la causa que representaba y en fi­delidad para con todos los hombres en función de los cuales era profeta.

13. Viendo el fracaso en Galilea, dónde actuó, va a Jeru­salén. Allí esperaba la irrupción total y la victoria de su causa. Entra con los suyos en Jerusalén. Se dirige al templo. Allí es donde debe manifestarse el Reino. Me 11, 11, dice: "Y El entró en Jerusalén y en el templo miraba detenidamente

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todo alrededor. Y siendo ya tarde, salió con los Doce para Betania".

Creemos estar aquí frente a un texto decisivo, que forma una ruptura del contexto general y constituye uno de los grandes problemas exegéticos, pero se vuelve inteligible a la luz de la conciencia del Profeta y Justo de Nazaret. Entra en el templo: mira todo alrededor con detenimiento. Puede instaurar el Reino en cualquier instante, desde cualquier parte del templo. Y no acontece nada. . . Jesús sale, va ha­cia Betania, donde tenía amigos, Lázaro, Marta y María.

Al día siguiente regresa. Se cuenta en los Evangelios la purificación del templo. ¿Cuál habría sido su sentido? ¿Sim­plemente el espíritu riguroso de Jesús? Creemos que el he­cho se sitúa dentro de su perspectiva de venida inminente del Reino. El Reino no viene en el templo porque éste se ha vuelto impuro e indigno de Dios. Hay que purificarlo. Así se crearía la condición favorable para que Dios se manifestase a todos en su gloria e inaugurara su señorío sobre las cosas. El relato de la purificación, en la versión marquina, conclu­ye casi con las mismas palabras que el relato anterior: "Y cuando se fue haciendo tarde, partieron para fuera de la ciudad" (Me 11, 19).

Un vez más se habría destruido una representación de Jesús. Este proceso interior de destrucción y nueva cons­trucción, de muerte y resurrección, forma el proceso perma­nente de la vida humana. También de la de Jesús. El hom­bre vive interpretando e interpreta viviendo. Construye para S1 l a significación del mundo. La tarea de la fe consiste en librarse de tal representación para estar libre para Dios y su perpetua novedad. Jesús era por excelencia un hombre de fe y de esperanza. Si fe no es simplemente adherir a las ver­dades y hechos salvíficos, sino fundamentalmente un modo de vivir por el cual me entrego siempre a Dios y vivo desde él, entonces Jesús fue creyente por excelencia. En este sen­tido Hb 12, 2 dice que Jesús es "archegós" y "teleiotés" de la fe (el que comienza y da culminación a la fe, el que la hace, per-fecta). En otras palabras, aquel que creyó de tal manera y de forma tan per-fecta, que se constituyó en principio ali-mentador de toda la fe. Y es eso porque él mismo creyó co­mo creyeron los modelos del AT, cuya apología se hace en el largo e inigualable capítulo 11 de Hebreos. Por eso es lla­mado "pistos" (Hb 3, 2, aquel que tiene fe cf. Hb 2, 13 y 2, 17 y 5, 8 en términos de obediencia que El aprendió: sinóni­mo de fe).

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La fe alimentaba continuamente la vida de Jesús. Con la luz de la fe leía en los hechos que vivía, leía y asumía la voluntad concreta de Dios.

14. En Getsemaní vivió las preanuncios de la gran tenta­ción, la escatológica. Lo comprende con claridad: se acerca el gran momento en que todo se decidirá. Teme ese momen­to. "Mi alma está triste has ta la muerte" (Me 14, 34). "Voy a orar" (Me 14, 32). Suplica para que se aparte de El "aque­lla hora" (Me 14, 35): "Abba, Padre, todo te es posible, apar­ta de mí este cáliz, pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres" (Me 14, 36). Aquí vuelve a aparecer la ex­presión técnica "aquella hora" y el "cáliz". Jesús sale de la tentación fortalecido. Se entrega confiado al designio secre­to de Dios. Confía en que Dios lo librará por muy mala que se presente la situación.

15. Todo el re 'ato de la pasión está bajo el signo de la entrega: Judas lo entrega al Sanedrín (Me 14, 10. 42); el Sanedrín lo entrega a Pilato (Me 15, 1. 10); Pilato lo en­trega a los soldados (Me 15, 15) y estos lo entregan a la muerte (Me 15, 25); finalmente Dios mismo lo entrega a su propia suerte, y muere con un grito de abandono en los la­bios (Me 14, 34). Jesús siempre se conserva sereno y sobe­rano durante todo el proceso, dualidad esta bien destacada por los Evangelios. No es estoicismo; es confianza de la en­trega absoluta a Dios. Sigue el camino del Misterio, cual­quiera que sea.

16. ¿Qué sentido dio Jesús a su muerte? El mismo que dio a su vida. Entendió la vida no como algo para vivirse y dis­frutarse para sí mismo, sino como servicio a los demás. La d'aconía constituyó un rasgo característico de Jesús, como bien lo resume San Marcos: "todo lo hizo bien, hizo oír a los sordos y hablar a los mudos" (Me 7, 37). Un teólogo moderno dice acer tadamente: "Con toda probabilidad la actual inves­tigación neotestamentaria puede decir: Jesús no entendió su muerte como sacrificio expiatorio ni como satisfacción, ni como rescate. Ni en su intención estaba precisamente re ­dimir a ios hombres mediante su muerte. En la mente de Jesús la redención de los hombres dependía de la aceptación de su Dios y de su modo de vivir para los demás, como él les predicaba y también vivía. Para Jesús, la salvación y la redención no dependían de su futura muerte, sino del hecho de que ellos se dejaran penetrar por el Dios, universalmente bueno, revelado por Jesús. Esto debería llevar a los hombres a un comportamiento correspondiente para con el prójimo, ha ­

ciéndolas libres y liberados. En pocas palabras, lu rodenolón se realizaría mediante el amor que pasa a las obras y que na­ce de una fe confiada en Dios (Gal 5, 6)". (H. Kessler, 25).

Así pues, la redención no depende de un punto matemáti­co de la vida de Jesús, de su muerte. Toda la vida de Jesús es redentora. La muerte es redentora en la medida en que está dentro de su vida. La muerte fue asumida por él como asu­mió todas las cosas venidas de Dios. Pero como la muerte posee antropológicamente un significado cualitativo emi­nente, pues viene a ser la culminación de la vida, evidente­mente debemos decir que ella representó para Jesús el ápice de su pro-existencia y de su ser-para-los-otros. Vivió con total intensidad y libertad la muerte como entrega a Dios y a los hombres a quienes amó hasta el fin (cf. Jn 17, 1). En este preciso sentido significa la culminación del servicio de Jesús, como lo fue toda su vida. Su muerte posee una tal plenitud humana que conserva un valor en si misma. Pero este momento no agota el valor y la intención salvífica de Jesús.

4. EL SIGNIFICADO TRASCENDENTE DE LA MUERTE HUMANA DE JESÚS

Si los motivos que condujeron a Jesús al proceso y a la muerte fueron triviales motivos de seguridad, de egoísmo y de esclerosamiento del sistema, su muerte por el contrario no fue nada trivial. En e!la se trasluce toda la grandeza de Jesús. El, de la propia opresión hizo camino de liberación. Desde un cierto momento (crisis de Galilea) contaba El con un drama contra su vida. La muerte de Juan el Bautista no le fue desconocida (Me 6, 14-29). Sabia el destino reservado a todos los profetas (Mt 23, 37; Le 13, 33-34; Hech 2, 23) y se entendió a sí mismo en esta linea. Por eso no fue a la muerte ingenuamente. Tampoco fue que la buscara o la qui­siera. Los Evangelios muestran cómo se escondía (cf. Jn 11, 57; 12, 36; 18, 2; Le 21, 37) y evitaba a los fariseos, que lo importunaban mucho (Me 7, 24; 8, 13; cf. Mt 12, 15; 14, 13). Pero como todo hombre justo, estaba pronto a sacrificar su vida en caso de que fuera necesario para atestiguar su ver­dad (cf. Jn 18, 37), aunque en su mentalidad apocalíptica esperaba ser liberado por Dios. El buscaba la conversión de los judíos. A pesar de sentirse solo y aislado, no conoció la resignación o el compromiso con la situación para poder sobrevivir. Permaneció fiel a su verdad hasta el fin, aunque

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esto implicara el mayor peligro. El peligro fue querido y abrazado libremente, no como fatalidad histórica sino como libertad que pone en peligro la propia vida para atestiguar su mensaje. "Nadie me quita la vida: yo la doy por mí mismo" (Jn 10, 18). La muerte no es castigo sino testimonio; no es fatalidad sino libertad. No temía a la muerte ni actuaba bajo el miedo de ella. Vivía y actuaba a pesar de la muerte, aun­que ella le fuera exigida, porque la fuerza y la inspiración de la vida y de su actuación no era el miedo a la muerte sino el compromiso con la voluntad del Padre leída en la concre-tez de la vida, y el compromiso con su mensaje de liberación para los hermanos.

El profeta y el justo, como Jesús, que muere por la justi­cia y por la verdad, denuncia el mal de este mundo y pone en jaque los sistemas cerradas que pretenden monopolizar la verdad y el bien. Este cerramiento monopolístico es el pecado del mundo. Cristo murió a causa de este pecado, tri­vial y estructurado. Su reacción no se situó dentro del es­quema de sus enemigos. Víctima de la opresión y de la vio­lencia, no usó la violencia y la opresión para imponerse. El odio puede matar pero no puede definir el sentido que el que muere da a su propia muerte (Duquoc, 204). Cristo de­finió el sentido de su muerte en términos de amor, dona­ción, sacrificio libre, hecho para los que lo mataban y para todos los hombres. El profeta de Nazaret que muere, era si­multáneamente el Hijo de Dios, realidad que para la fe sólo apareció enteramente clara después de la resurrección. Co­mo Hijo de Dios, no hizo uso del poder divino, capaz de mo­dificar todas las situaciones; no atestiguó el poder como dominación, pues ésta constituye el carácter diabólico del po­der, generador de la opresión y de obstáculos a la comunión. Atestigua el verdadero poder de Dios, que es el amor. Este amor es el que libera, 'solidariza a los hombres y los abre para el genuino proceso de liberacnón. Este amor excluye toda violencia y opresión, inclusive para imponerse él mis­mo. Su eficacia no es la eficacia de la violencia que modifica situaciones y elimina hombres. Esta aparente eficacia de la violencia no logra romper la espiral de la opresión. El amor tiene una eficacia propia, que no es inmediatamente visible y destacable: es el valor que produce sacrificio de la propia vida por amor y la certeza de que el futuro está en la balanza del derecho, de la justicia, del amor y de la frater­nidad y no del lado de la opresión, de la venganza y de la injusticia. No es de extrañar, como la experiencia de los si­glos y de la historia reciente lo confirma, que los asesinos de los profetas y de los justos se vuelven tanto más violentos

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cuanto más presientan su derrota; la iniquidad de la injus­ticia desolidariza aun a los mismos malos y separa a los propios asesinos. Dios no actúa si, en su libertad, el hombre no quiere. El Reino es proceso en el cual debe participar el hombre. Si se niega al hombre seguirá invitándolo a adhe­rirse, no la violencia sino el amor sacrificado: "si fuere le­vantado de la tierra, atraeré a todos a mí" (Jn 12, 32).

La muerte de Cristo, independientemente de la luz que le viene de la resurrección, posee un sentido que está en coherencia con la vida llevada por El. Todos los que como Jesús, plantean exigencias de más justicia, más amor, más derecho para los oprimidos y más libertad para Dios, deben contar con la contestación y con el peligro de liquidación. La muerte es vencida en cuanto que deja de ser el espantajo que amedrentaba al hombre y le impedía vivir y proclamar la verdad. Es aceptada e incorporada en el proyecto del hom­bre justo y del profeta verdadero. Se puede y se debe contar con ella. La grandeza de Jesús fue que, a pesar de la contes­tación y de la condenación, no se dejó seducir por el deseo de comodidad. Aun sintiéndose abandonado en la cruz por Dios, a quien siempre había servido, no se entrega a la re­signación. Perdona, continúa creyendo y esperando. En el paroxismo del fracaso se entrega en la manos del Padre mis­terioso en quien reside el sentido último del absurdo de la muerte del Inocente. En el auge de la desesperanza y del abandono se revela el auge de la confianza y de la entrega al Padre. Ya no tiene más apoyo ni en sí mismo ni en su obra; Sólo en Dios se apoya y sólo en Dios puede descansar su esperanza. Una esperanza así trasciende ya los límites de la muerte misma. Es la obra perfecta de la liberación: se li­beró totalmente de sí mismo para ser todo de Dios. Si, como dice Bonhoeffer, Sócrates por su serenidad y soberanía nos libertó del morir, Cristo hizo mucho más: nos liberó de la muerte. Su muerte estuvo cercana a la desesperación. Pero su entrega en favor de los hombres y de Dios fue tan irres­tricta y total que venció el imperio de la muerte. Esto es lo que significa la resurrección que irrumpió en el corazón mismo de la aniquilación.

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IV

LA RESURRECCIÓN COMO EL SENTIDO ULTIMO DE LA MUERTE DE CRISTO

Las reflexiones que hemos desarrollado hasta ahora in­tentaban apuntar hacia el proceso de liberación desencade­nado por Jesucristo en todas las dimensiones de su vida. Como proceso que es, la liberación tiene inevitablemente un carácter parcial; el proceso está abierto: ¿a dónde desem­bocará? ¿de qué es anticipación? Si Cristo se hubiera limi­tado a ese proceso, no habría sido proclamado liberador universal, porque la liberación no seria total sino sólo par­cial. La liberación verdadera y digna de este nombre debe poseer un carácter de totalidad y de universalidad. La tota­lidad de la liberación se dio con la resurrección. Por ella la verdad utópica del Reino se vuelve tópica y advenimiento de la certeza de que el proceso de liberación no se queda en una indefinida circularidad de opresión-liberación, sino que de­semboca en una total y exhaustiva liberación. La resurrec­ción no es un fenómeno de fisiología celular y de biología humana. Cristo no fue reanimado para el tipo de vida que poseía antes. La resurrección es la entronización total de la realidad humana (espiritual-corporal) en la atmófera divi­na y por eso mismo es completa hominización y liberación. Por ella, en la persona de Jesús, la historia alcanzó su tér­mino. Por eso puede ser presentada como la completa libe­ración del hombre. La muerte es vencida y se inaugura un tipo de vida humana que ya no está regida por los mecanis­mos de desgaste y de muerte, sino vivificada por la misma vida divina. En este sentido la resurrección posee el signi­ficado de una protesta contra la "justicia" y el "derecho" en virtud de los cuales Cristo fue condenado. Es una pro­testa contra el sentido meramente inmanente de este mundo con su orden y sus leyes, que acabaron por rechazar a aquel a quien Dios confirmó mediante la resurrección. Así, la re­surrección es generadora de una esperanza liberadora que supera a este mundo dominado por el espectro de la muerte.

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Acertadamente dice James Cone, reconocido teólogo de la teología negra de la liberación: "La resurrección de Cristo es la manifestación de que la opresión no derrota a Dios, sí-no que Dios la transforma en posibilidad de libertad. Para los hombres que viven en una sociedad opresora esto signi­fica que no deben comportarse como si la muerte fuera la última realidad. Dios, en Cristo, nos libertó de la muerte y por eso podemos vivir ahora sin preocuparnos por el ostra­cismo social, la inseguridad económica o la muerte política. En Cristo, Dios inmortal probó la muerte y al hacerlo des­truyó la muerte" (Teología negra, 148). El que resucitó fue el Crucificado; quien libera es el Siervo sufriente y el opri­mido. Vivir la liberación de la muerte quiere decir no dejar ya que ella sea la última palabra de la vida ni que determine todos nuestros actos y actitudes por el miedo a morir. La resurrección demostró que vivir por la verdad y por la jus­ticia no es un sin-sentido; que al oprimido y liquidado le está reservada la vida que se manifestó en Jesucristo. Par­tiendo de esto puede cobrar valentía y vivir la libertad de los hijos de Dios sin estar subyugado por las fuerzas inhibidoras de la muerte.

A partir de la resurrección los evangelistas pudieron re­leer la muerte del profeta mártir Jesús de Nazaret. Ya no era una muerte como las demás, por más heroicas que hubie­ran sido. Era la muerte del Hijo de Dios y del Enviado del Padre. El conflicto no era solamente entre la libertad de Je­sús y la observancia legalística de la ley: era el conflicto entre el Reino del hombre caído y el Reino de Dios. La cruz no es sólo el suplicio más vergonzoso de ese tiempo, sino el símbolo de lo que el hombre puede con su piedad^ (fueron los piadosos los que condenaron a Jesús), con su celo faná­tico por Dios, con su dogmática cerrada y su revelación re­ducida a la fijación de un texto. Por eso le pareció repug­nante y absurda (cf. Hb 5, 7) a Cristo, que vivió a partir de Dios, ni asumirla a pesar de eso, la transformó en señal de liberación onerosa precisamente de aquello que fue causan­te de la cruz: del encerramiento autosuficiente, la mezquin­dad y el espíritu de venganza. La resurrección no es sola­mente evento glorificador y justificador de Jesucristo y de la verdad de sus actitudes, sino la manifestación de lo que es el Reino de Dios en su plenitud, como epifanía del futuro prometido por Dios. Es la muestra de lo que puede esperar el hombre y que le fue prometido por Dios.

Todas estas dimensiones descubiertas en la vida y la muerte de Cristo a la luz de la resurrección entraron en la

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elaboración de los relatos evangélicos. Por eso, de una parte se narran hechos, de otra se les imprime un significado profundo que va más allá de la pura historicidad factual. Si no logramos distinguir estos dos niveles como lo hemos hecho en nuestras reflexiones anteriores, el sentido profun­do de la vida y muerte de Cristo parece abstracto y sin soporte de la realidad.

Por la resurrección se descubrió que el Oprimido fue el li­berador, y este hecho motivó una lectura muy significativa de la infancia y de la actividad de Jesús. El nacimiento de Jesús, como bien lo muestran los Sinópticos, expresa la iden­tificación del Oprimido-liberador con los oprimidos de la tierra: los pastores, los inocentes asesinados, los reyes paga­nos. Jesús aparece desde un principio como un Oprimido: "porque no hubo lugar para El en la posada" (Le 2, 7). La situación social y económicamente pobre de los padres de Jesús es acentuada precisamente en esta perspectiva de identificación con los pobres y humillados. Para la comu­nidad primitiva que leía y meditaba estos relatos signifi­caba que la medianidad de Jesús está ligada a la humilla­ción; los humillados y ofendidos pueden sentirse consolados, ya que el Mesías también fue uno de ellos. Mediante esto y no a pesar de esto, El es el libertador mesiánico. Los evan­gelistas desarrollan esta misma perspectiva cuando narran el ministerio público de Jesús y su convivencia con los mar­ginados de su tiempo. Al lado del interés histórico está la preocupación teológica: también El se identificó con esos sufrientes y pisoteados, y cargó su fardo liberándolos para una nueva solidaridad.

De esta manera toda la vida, la actividad, la muerte y la resurrección de Cristo cobran un significado liberador, pre­sente ya en la facticidad superficial de los acontecimientos, pero totalmente revelado sólo después de la explosión de la resurrección. Esta proporcionó una relectura profunda de los mismos hechos e hizo aparecer en ellos su significado profundo, trascendente, ejemplar y universal. Solamente en conexión con la vida anterior y con la muerte, posee la re­surrección su significado garantizado; en caso contrario apa­recería como mitología pagana o ideología moderna de un futuro reconciliado sin la conversión de las maldades his­tóricas. En Jesús la resurrección significa la victoria de la vida, del derecho del oprimido y de la justicia del débil.

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V

INTERPRETACIONES DE LA MUERTE DE CRISTO EN LAS PRIMITIVAS COMUNIDADES

CRISTIANAS

La muerte de Cristo desbarató la comunidad que se habla reunido a su alrededor. No sólo frustró las esperanzas sino que también destruyó la fe primera que los discípulos ha­bían tenido. Testigos de ello son Me IB, 50 (fuga de los dis­cípulos) (Le 24, 21) los discípulos de Emaús manifiestan su decepción respecto a la salvación de Israel que esperaban de Jesús) y Jn 20, 19 (miedo de los discípulos a los judíos). Después de la prisión y muerte de Cristo no se quedaron en Jerusalén; porque les faltaban las condiciones de vida y te­mían ser apresados. Las apariciones históricamente tuvie­ron lugar primero en Galilea, lo cual supone que los apósto­les se encontraban allí, de regreso a sus ocupaciones.

Para dar una interpretación a la muerte de Jesús fue necesario que se diera una experiencia especial: la resurrec­ción. Por ella se dieron cuenta de que aquel que, por su muerte, parecía haber sido abandonado por Dios en realidad no lo habla sido. La resurrección muestra que Dios estaba con El. Por eso la resurrección fue entendida de inmediato como exaltación del justo a la diestra de Dios y entroni­zación en el Reino y en la gloria. Dios lo justificó y le con­cedió la razón a El y a su mensaje.

La resurrección hizo que nuevamente se constituyeran en comunidad y superaran la fosa que había abierto la muerte. Recuperaron la fe en el Señor. La Iglesia nace de la fe y en la fe en la resurrección.

Ahora se planteaba el siguiente problema: ¿Cómo combi­nar la paradoja muerte-maldición de Jesús (cf. Dt 21, 23) y resurrección-gloria como hechos que tienen un mismo origen en Dios? ¿Cómo compaginar al Dios que abandonó a Jesús en la cruz con el Dios que por la resurrección se ma­nifestó de su parte?

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Para responder a esto se hizo teología y se necesitó mucho tiempo de reflexión. Veamos los pasos que van desde la Iglesia judeo-cristiana hasta su explicitación plena en la teología paulina.

I. EL DESTINO COMÚN DE LOS PROFETAS Y DE LOS JUSTOS: LA MUERTE VIOLENTA

En los primeros años después de la muerte de Cristo había un pequeño grupo de cristianos en Palestina que veía que la redención traída por Jesús consistía en un comportamien­to nuevo traído y posibilitado por Jesucristo frente al mun­do y a los demás hombres, comportamiento traducido en términos de amor universal, inclusive a los enemigos, re­nuncia a la violencia, misericordia y renuncia al juicio so­bre los demás; predicación del mensaje acerca del Reino; espera de su próxima venida como el Hijo del hombre descri­to por Daniel.

Es la comunidad de la Spruchquelle o simplemente de la fuente Q (fuente anterior a los actuales Evangelios, utiliza­da por Mateo y Lucas). Se t r a ta de judíos cristianos que permanecían fieles a las tradiciones judías, a la observancia de la ley has ta la última coma (Mt 5, 18 par) , observaban el culto del templo y todavía no tenían ninguna perspectiva misionera, a no ser la de convertir a Israel a la causa de J e ­sucristo; así provocarían la venida de todas las naciones a Jerusalén (cf. Is 2, 2-5; Mt 8, 10 par) .

La Quelle, la segunda fuente inspiradora (la primera es Marcos) de donde bebieron Lucas y Mateo, se caracteriza por el hecho de contener solamente dichos y parábolas de Jesús. En ella no aparecía ningún relato de la pasión, bien fuera porque se daba por supuesto, bien porque todavía no se había elaborado una interpretación de la muerte de Jesús.

Los temas centrales son los típicamente jesuánicos, como se h a dicho antes: el advenimiento del Reino de Dios (Le I I , 20 par; Mt 13, 31 ss.) y la entrada en él (Mt 8, 11). La venida próxima del Hijo del hombre. Se urge para ello la conversión como preparación para el fin inminente.

Esta comunidad entiende a Jesús como el último men-je ro y profeta escatológico del Reino próximo.

La muerte de Cristo es entendida por este grupo como el dest ino de todo profeta (Le 11, 49 ss.; Le 13, 14; 1 Tes 2, 14; H e c h 7, 51 ss.): es matado y liquidado como aconteció siem-

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pre en la historia de Israel. Jesús no constituye excepción. Por eso su muerte no necesita de un sentido especial, pues éste ya viene dado por el destino de los profetas. En esta interpretación el acento no cae sobre lo alcanzado por la muerte, sino sobre quien inflige la muerte. La muerte de Jesús revela el rechazo por par te de Israel y su falta de conver­sión. Este rechazo del Enviado profético adquiere su entera relevancia: ¡El viene de nuevo, pero para el juicio! Su re­chazo significa perdición en el juicio que está próximo (Le 12, 8 pa r ) .

La comunidad primitiva comenzaba a sentir también la persecución a causa de su actividad predicadora, quizás has ­ta prisiones y muerte. Esto era entendido dentro del segui­miento de Jesucristo y reproducía en sus vidas lo que había sucedido con Jesús. Así se entienden los logia: "Bienaventu­rados vosotros cuando los hombres os od ien . . . por causa del Hijo del H o m b r e . . . porque exactamente lo mismo hicieron vuestros padres con los profetas" (Le 6, 22). Para los que es­tán fuera se dirigen estas palabras: "les enviaré profetas y apóstoles: a unos matarán , perseguirán a otros, para que a esta generación se le pida cuenta de la sangre de todos los profetas que h a sido derramada desde el comienzo del mundo, desde la sangre de Abel has ta la sangre de Zacarías. Sí, en verdad os digo, se pedirán cuentas a esta generación" (Le 11, 45-51). Al mismo tiempo que esta comunidad interpre­taba la muerte de Cristo como la de un profeta, la comu­nidad misma se entendía que ella estaba en el seguimiento de Jesucristo, viviendo una vida paralela a la suya.

2. EL MESÍAS CRUCIFICADO

En otros círculos cristianos de la Iglesia primitiva se ini­ció muy pronto la reflexión sobre el significado de la muerte de Cristo y esto especialmente en una perspectiva apologé­tica en el interior de la propia fe y al exterior de ella, como respuesta a las objeciones de los judíos. En el interior de la propia fe: el situar a Jesús dentro de la historia de la salva­ción y de las esperanzas de la única Escritura que poseían, el Antiguo Testamento, resultaba un desafío teológico muy grande para la comunidad. Se anhelaba un Mesías glorioso y tr iunfante. El ajusticiado en la cruz no era la imagen del Mesías que el pueblo y los apóstoles esperaban. ¿No estaría al final perdido aquel que intentó librar a otros de la perdi­ción? La cruz era argumento contra la mesianidad de Jesús. Los textos de Is 53 sobre el Siervo sufriente no eran todavía

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interpretados en función de Cristo porque no había exégesis tradicional en tal dirección. Más bien podría ser símbolo de todo Israel en el exilio, entre los gentiles. Pero jamás sería esta la figura del Mesías.

Esta dificultad interna se agravaba externamente: los ju­díos argumentabn con Dt 21, 23 sobre la maldición del le­vantado en la cruz para fulminar así las pretensiones cris­t ianas acerca de la mesianidad de Jesús. Para comprobar que esto supone polémica, basta recordar a Gal 3, 13, donde Pablo reasume el problema e invierte los términos: El se hizo maldición precisamente para liberarnos de la maldición de nuestros pecados. Por lo tanto, la crucifixión en vez de negar su mesianidad, es prueba de ella.

Para mostrar que la muerte y la cruz no eran absurdas, se hacen relatos de estos acontecimientos en referencia constante a textos de la Escritura. Esto quería decir que por más paradójico que fuera el camino de Jesucristo, era con­forme con las Escrituras y por eso señala un camino que­rido por Dios y por lo tanto lleno de sentido.

Las referencias a la muerte estás siempre relacionadas con la resurrección. Así quería insinuarse que solamente vista desde fuera, en una visión exterior, la muerte es ab­surda y parece contradecir a la mesianidad de Jesús. En una dimensión más profunda, Dios no lo abandonó. Estaba con El en el sufrimiento y en la muerte; no lo abandonó sino que permaneció con El en la muerte, de modo que la resu­rrección mostró la presencia de Dios en El. La resurrección revela lo oculto: lo que era escandaloso para los otros, se iluminó por la resurrección. Las profecías de la muerte y de la resurrección quieren dejar esto bien claro. Comenzó a verse todo a través de Dios: la actuación de Jesús, su activi­dad misionera, su muerte y su resurrección. Dios estaba ac­tuando salvíficamente en Jesús, en su camino, no exclusi­vamente en la muerte, sino en todo lo que le aconteció, hizo, habló y vivió. En todo, inclusive en la muerte. Allí aparece el plan de Dios, que es uno y único: redimir a los hombres por Jesucristo. Este plan no es perjudicado por la negativa de los judíos. Sólo que "obliga" ("debía" histórico-salvífico) a Dios a hacer sufrir a su Hijo. Pero El puede sufrir sin t ra i ­cionar a Dios ni a los hombres. Entonces Dios salva.

Dios no quiere directamente la muerte de Cristo; lo que quiere es su fidelidad hasta el fin. Ahora bien, ésta puede implicar la muerte. Por lo tanto la muerte de Cristo está in­ser ta dentro de una t rama histórica donde está vigente la

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estructura ambigua del mal y del bien. Por una parte es una acusación de la maldad de los hombres que causaron la muerte a Cristo, y por otra es símbolo de un amor más fuerte que la muerte. Para vivir este amor hasta el fin, Je­sús no retrocedió ante la muerte, sino que la asumió no como un fardo del cual no podía librarse; la asumió en la libertad, como perteneciente a la fidelidad a su misión, vi­vida hasta la radicalidad.

En esta luz se elaboraron en las comunidad las así llamadas profecías de la muerte y resurrección de Jesucristo (Me 8, 31; 9, 31; 10, 33 par) y fueron puestas en boca suya. Aunque aquí no podemos entrar en análisis pormenorizados, pode­mos decir que muy probablemente ellas son de origen post-pascual; representan la tentativa teológica de dar sentido e insertar lógicamente la muerte de Cristo a la luz del plan de Dios, como antes hemos dicho. Aquí entra ya la luz escla-recedora de la resurrección. Ademas, en las profecías del sufrimiento hay una aura escatológica porque se refieren al sufrimiento del Hijo del hombre. Es un hecho escatológico y corresponde a un juicio escatológico. Juicio sobre la dureza de corazón de los judíos y juicio sobre el culto de la ley co­mo camino de salvación. El Hijo del hombre juzgado por los hombres se muestra paradójicamente como el juez de los hombres.

3. LA MUERTE COMO EXPIACIÓN Y SACRIFICIO

En muchos textos del NT encontramos interpretaciones de la muerte de Cristo articuladas dentro de la temática de la expiación, del sacrificio y del rescate. Al pensar en estos temas, de inmediato asociamos el sufrimiento expiador del Siervo sufriente de Yahvé, de Is 52, 13-53, 12. En la teología y en 3a piedad comúnmente se pensaba que estos textos estarían siempre presentes en la conciencia de Jesús. La muerte de Cristo generalmente es entendida como muerte por nuestros pecados y en expiación por el pecado del mun­do. Esta es una de las grandes evidencias de la fe cristiana. Sin embargo, detrás de estas formulaciones de la fe, se es­conde todo un trabajo teológico lento y penoso. El texto de Is 53 es muy claro:

"(El Siervo era) despreciable y desecho de hombres, va­rón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable y no lo tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que El llevaba y

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nuestros dolores los que soportaba! Nosotros lo tuvimos por azotado, herido de Dios y humiPado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados . . . Yahvé desoargó sobre El la culpa de todos nosotros . . . por las rebeldías de su pueblo fue m u e r t o . . . Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yahvé se cumplirá por su m a n o . . . Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos El sopor ta rá . . . ya que indefenso se en­tregó a la muerte y con los rebeldes fue contado, cuando El llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes" (Is 53, 3-12).

Estos textos parecen corresponder de tal manera a la ima­gen que nos formamos de la pasión de Jesucristo, que nos parecen palabras proféticas. El realizó todo lo que allí viene escrito.

Pero aquí surge el problema: ¿percibió de inmediato la comunidad primitiva el significado cristológico y mesiánico de estos pasajes?

Estos textos de Isaías constituyen la primera prueba pa ­ra el valor expiatorio y sustitutivo del sufrimiento y de la muerte. Probablemente en la intención del autor los textos se aplicaban a Israel en el exilio, aniquilado como pueblo. Este sufrimiento no es en vano. Este capítulo desarrolló un significado universal y sustitutivo del sufrimiento de Israel; pero en la l i teratura posterior no desempeñó ninguna otra función y quedó sin influencia.

Estos pasajes en ningún lugar del AT tuvieron aplicación al Mesías. El Mesías esperado no cabía de ninguna manera dentro del modelo aquí descrito, pues se esperaba un Mesías victorioso y señor del universo. Las aplicaciones de Isaías que se hicieron al Mesías, especialmente en Henoc etíope (cf. 37-71), escrito hacia el año 63 a. C , describían al Me­sías dentro de los marcos de la expectativa general. Por eso sólo se citaban los textos de Is 52, 13-15: "He aquí que mi Siervo prosperará y crecerá, se elevará y será exa l t ado . . . así lo admirarán muchos pueblos, los reyes quedarán mudos delante de El, porque verán lo que nunca les había sido con­tado, y observarán un prodigio Inaudito".

Solamente estos pasajes doxológicos eran aplicados al Mesías. Los demás de su kénosis y humillación nunca e ran considerados y has ta se los expurgaba del texto (Kessler,

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29). A part ir de esta verificación podemos decir que Is 53 no tenía una connotación mesiánica ni antes ni en el tiem­po de Cristo.

La comunidad primitivo en cambio aplicó a Is 53 a la pasión y muerte de Jesucristo. Pero esto no tuvo lugar inme­diatamente. Hech 8, 32 y Me 15, 28, donde se cita a Is 53, no pertenecen a los textos más antiguos del NT. Además, estos dos textos no citan los pasajes de expiación. Me 15, 28 dice solamente: "y se cumplió la escritura que dice: fue con­tado entre malhechores". En Hech 8, 32 Felipe lee al eunuco "como una oveja fue llevado al matadero y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco El abrió la boca; en su humillación le fue negada la justicia; ¿quién podrá contar su descendencia? Porque su vida fue arranca­da de la tierra".

Como se ve, no se hacen referencias a la expiación o a la sustitución. Esto sólo tuvo lugar en un estadio posterior de la reflexión teológica de la comunidad. Lentamente fue­ron descubriendo a Is 53. Es importante recordar esta veri­ficación: Al comienzo, Is 53 no fue usado como prueba de que el Jesús sufriente era el Mesías, porque no existía tradición para tal argumento. El redescubrimiento de Is 53 no tuvo lugar meditando en esos textos, sino que se llegó por otro ca­mino. Partiendo de una etapa posterior es como se puede releer a Is 53 en una perspectiva de satisfacción y expiación.

Ocupémonos rápidamente de la primera etapa que hizo posible la segunda, donde Is 53 obtuvo un sentido mesiáni­co de expiación y representación sustitutiva.

a) Un fragmento de un himno helenístico y judeo-cristiano: Rom 3, 25-26a.

En el núcleo de las explicaciones de la Carta a las Roma­nos, Pablo recurre a una tradición que ciertamente no pro­venía de la comunidad primitiva sino de la comunidad de judíos convertidos. Esta tradición posee un carácter litúr­gico y probablente tenía su Sitz im Leben (contexto vital) en una liturgia eucaristica: "ahora todos son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento (sacrificio) de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la pa-

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ciencia de Dios, en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente.

La formulación es clara: Cristo fue sacrificio de propicia­ción mediante su muerte (sangre). Los exegetas intentan datar este pasaje hacia el año 40, en Antioquía de Siria, donde había una comunidad cristiana de judíos en la diás-pora (helenistas por lo tanto) . En este ambiente judío se escribió también un texto que no fus asumido por el canon judío (y tampoco por el crist iano): el 4? libro de los Macabeos.

Este texto narra las luchas que durante 200 años sostu­vieron unos judíos fervorosos bajo el liderazgo de los her­manos Macabeos contra el rey Antíoco IV Epifanes. Este imponía el helenismo y obligaba a los judíos a abandonar sus tradiciones y observancias legales. Estalló la persecución y muchos fueron martirizados. Recordemos solamente al anciano Eleázar y a los siete hermanos Macabeos con su in­trépida madre (4 Me 5, 1-17; 42). Para los judíos esto cons­ti tuía un gran problema; ¿qué sentido tenía la muerte de estos inocentes que tuvieron que part i r violentamente antes de tiempo? Ellos murieron sin culpa personal. En este con­texto se lanzaba también la pregunta por el sentido de la muerte de niños inocentes. El 4? libro de los Macabeos in­t en ta dar una respuesta satisfactoria a este interrogante: Ellos no murieron a causa de pecados personales, sino como sustitución y como sacrificio expiatorio por el pueblo. Su muerte prematura, lo mismo que la de los niños, tiene un sentido cierto: Dios acepta su muerte como expiación por el pueblo pecador que así recibe el perdón de Dios. En la muerte absurda de los inocentes, se veía la acción salvadora de Dios en el mundo, de modo que en verdad la muerte no era ya absurda, sino que estaba al servicio del perdón de Dios. Dios siempre vence. A pesar del pecado de los perse­guidores, Dios no deja que la muerte violenta carezca de sentido, sino que la transforma en medio de perdón, no de los perseguidores, sino del pueblo pecador (2 Me 6, 28; 17, 20-22; 18, 4; 1, 11).

Esta interpretación se articuló fuera de Palestina, en el judaismo de la diáspora. En Palestina la concentración de los sacrificios expiatorios del templo, donde eran ofrecidos animales y se derramaba su sangre, impedía una tal inter­pretación. A nadie le pasaría por la cabeza que la muerte y la sangre de un justo pudiera ser interpretada como ex­piación de pecados. La sangre humana jamás era tenida como sangre sacrificial y expiatoria. En cambio los judíos

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de la diáspora, que no tenían templo, podían usar semejante terminología aplicada a la sangre humana en un sentido figurado y analógico.

Hacia el año 40, por lo tanto una diez años después de la muerte y resurrección de Cristo, estos cristianos, respirando tal teología, aplicaron estas representaciones a la muerte de Jesús. Además el Sitz im Leben de esta aplicación teoló­gica había sido probablemente la celebración eucarística. Esto tiene su importancia. Por una parte se asoció la muerte de Cristo como expiación por la sangre, por otra, esta aso­ciación se realizó en contexto de celebración eucarística, precisamente donde se recordaba la última cena del Señor y su muerte con la inauguración de la nueva alianza. Esta alianza evocaba el sacrificio de la alianza de que habla Je­remías 31, 31 ss. (cf. Éxodo 24, 8) : "esta es la sangre de la alianza que el Señor h a hecho con nosotros conforme a todo lo que fue dicho".

Este motivo de expiación y sacrificio de la vida por los demás muy probablemente fue el que permitió la relectura de Is 53 y aplicarla al misterio de la muerte de Cristo.

b) Textos eucarísticos y temática de sacrificio

En los textos eucarísticos es notoria la presencia de mo­tivos de sacrificio, expiación y alianza en la sangre de Cris­to: "esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros; esta es mi sangre que será derramada para la redención de to­dos . . . " . . Estas palabras nos han llegado en cuatro versiones diferentes (1 Cor 11, 24; Le 22, 19-20; Me 14, 22 ss.; Mt 26, 26 ss.; Jn 6, 51-58 es una meditación posterior hacia el año 100). Ninguna de estas versiones parece provenir del Jesús históri­co. Es ciertísimo el hecho de que Cristo celebró una cena con los suyos; pero no podemos saber con certeza lo que él dijo allí, como ya lo hemos analizado anteriormente. Las actuales palabras, como las tenemos, surgieron por lo menos diez años después de la última cena y de la muerte del Señor. Ellas reflejan diferentes liturgias eucarísticas que se cele­braban en las diversas comunidades; de Le y Pablo por una parte y de Me y Mt por otra.

En la perspectiva que interpretaba ya la muerte del Justo como expiación y representación en favor del pueblo y en el círculo de los que asociaban la nueva alianza de Jesús en su muerte como sacrificio expiatorio, se creó una asociación nueva. Esta permitió vislumbrar un nuevo y diferente sen-

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tido de la muerte del Señor. Su muerte se sitúa en la línea de la muerte de los mártires por la fe y de la muerte de los inocentes: ella es redentora, expiatoria, sacrificial. Alcanza el perdón de los pecados; inaugura una nueva alianza de Dios con su pueblo, la Iglesia.

Con las palabras formuladas en la cena eucarística: "esto es mi cuerpo (yo) que se entrega a vosotros} este es el cáliz de mi sangre . . . " , no se quiere expresar otra cosa sino aque­lla que fue la constante en la vida de Jesús: Jesús fue un ser-para-los-otros; se dio continuamente; en El Dios estaba presente en forma salvadora, llena de gracia que eleva, de libertad que construye, manifestaba una proximidad tal con los hijos perdidos y los abandonados que significaba y traía el perdón de Dios. La cena no habla tanto de la vida terrena de Cristo, donde se manifestó esta actitud en favor de las hombres, sino que lo expresa a part ir de la muerte, es decir, de la crisis que su vida de amor había provocado y que ter­minaría en la liquidación (cf. J n 12). Como su vida había sido una entrega permanente, un sacrificio en bien de los demás, así también lo es la muerte. A través de estas aso­ciaciones teológicas, mediante los libros de los Maeabeos y gracias a los textos de Is 53 podía decirse: Por la muerte expiatoria de Cristo, Dios perdona el pecado de los hombres, quita el obstáculo para la salvación y se aproxima salvífica-mente, estableciendo una nueva alianza en la sangre de Cristo.

En la acción del Jesús terreno, Dios bondadoso y miseri­cordioso se aproximaba al hombre y quería establecer una" nueva comunidad (alianza) con él; con Zaqueo, con la sa-mari tana, con los publícanos, con todos los hombres. La muerte ratificó esta actitud de Jesús.

El modelo de sacrificio por la sangre que articula la re ­dención de Dios en Cristo, no concentra sobre sí mismo toda la acción salvífica de Dios. Esta se extiende a toda la vida, a los hechos de Cristo. Volvemos a repetir lo que tantas veces hemos dicho: no sólo la muerte, sino toda la vida de Cristo es redentora.

Estos tres modelos soteriológicos patentizan el vasto y profundo trabajo de reflexión de las primitivas comunida­des para t r a ta r de descubrir el significado trascendente presente en la muerte de Cristo. Este sentido no cayó del cielo, sino que, bajo la acción del Espíritu Santo se fue de­tectando progresivamente. La revelación de Dios no suprime el esfuerzo humano, lo supone, lo potencia y le garantiza la

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dirección acertada. San Pablo dará pasos todavía más signi­ficativos en la revelación del aspecto salvador y liberador de la muerte de Jesucristo. Destacaremos solamente algunos aspectos, más afines con la problemática de nuestro lugar de reflexión.

4. LA MUERTE DE CRISTO EN LAS REFLEXIONES TEOLÓGICAS DE SAN PABLO

En la primera fase de su trabajo teológico Pablo está do­minado por la temática de la resurrección. Testigo de ello son sus dos primeras cartas a los Tesalonicenses, escritas en el año 49, casi veinte años después de su conversión. La resurrección de Cristo suscitó la esperanza de resurrección para todos y la venida próxima del nuevo eón. Pablo habla con colorido apocalíptico sobre la expectativa de la venida del Señor (1 Tes 4, 15-17). Esto engendró en él un entu­siasmo casi orgiástico, que daba sentido a la existencia por más paradójica que pareciera. El Espíritu que es la presencia misma del resucitado en el mundo, sustituye a la ley, en el tiempo que media entre el ahora fugaz y la venida próxima del Señor. El hombre ya no es gobernado por ninguna otra cosa sino por el Espíritu. Es preciso soportar un poco, es­perar ardientemente, no preocuparse por las cosas de este mundo, ni por la observancia legalístíca y piadosa de sus órdenes, porque todo eso será absorbido en breve por la vic­toria de Cristo.

En una segunda fase en cambio, se verifica un viraje en la teología paulina. Esto a part ir de la 1 y 2 Cor. En 1 Cor 2, 2 dice textualmente: "Pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y este crucificado". Desde el comienzo de la carta declara enfáticamente: "Nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Cor 1, 23-24) .

¿Qué fue lo que motivó este viraje? Evidentemente no abandona la temática de la resurrección; ella siempre se­guirá constituyendo el núcleo de la teología paulina, porque él sólo conoció al resucitado. Y su trabajo teológico, en el fondo, se resume en traducir para el mundo el significado latente de lo que es la resurrección. Saca de allí todas las consecuencias, frente al pasado, con el abandono del ju­daismo, frente al futuro, con la inauguración del nuevo

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hombre, del nuevo cielo y de la nueva tierra. Siempre que habla de la muerte de Cristo, lo hace en una correlación con la resurrección. Aquel que fue muerto, ese mismo fue resu­citado y vive.

Algunos problemas concretos en la comunidades amena­zaban precisamente este contenido teológico de la resurrec­ción. La temática de la resurrección se estaba convirtiendo en opio, en generador de un entusiasmo que pervertía la vida e invertía todas las normas. Son varios los enemigos que Pablo encuentra y que falsifican la buena-nueva de la resurrección. En las concepciones de estos no cabía la cruz con toda la mística de kénosis, de humildad y de ascesis que ella implica.

Además, para los ciudadanos romanos y griegos converti­dos, el adherirse a Jesús crucificado era un verdadero es­cándalo. Equivaldría venerar y adorar a un condenado a la cámara de gas por graves atentados contra la humanidad. Por eso tales cristianos intentaban ignorar e inclusive a re ­primir la temática de la cruz.

Pablo se ve obligado a elaborar una temática teológica de la cruz. Su teología nace de una situación muy concreta, li­gada a las discusiones en la comunidad. Si no hubieran exis­tido tales problemas, quizá Pablo jamás habría tematizado la problemática de la cruz. Por lo tanto ella no es un tema en sí. El tema principal es la resurrección que inauguró la no­vedad del mundo. Pero su telón de fondo es la muerte. Sólo con este te 'ón de fondo tiene sentido hablar de resurrec­ción. En caso contrario sería mitología griega, no habría nada nuevo. Por eso, tarde o temprano, en la elaboración teológica surgiría esta problemática de la cruz. Pero en con­creto fue motivada por algunas distorsiones que aparecieron en las comunidades de Corinto. En esta confrontación de Pablo con sus enemigos teológicos aparece el significado dado por él a la muerte de Cristo.

Expondremos esta teología dentro del contexto de la polé­mica. Las cartas de Pablo, tal vez con excepción de la car ta a los Romanos, son cartas ocasionales, muy ligadas a una problemática concreta. Es una teología comprometida, poco sistemática, funcional. Esto no significa que no tenga por fondo un pensamiento sistemático. Pablo era un teólogo de porte extraordinario. Pero nunca elaboró sistemáticamente su síntesis. Las varias intervenciones situacionales nos de­jan entrever su edificio teológico de una extraordiriaria arquitectura.

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a) La libertad no es de otros, sino para los otros

En la primera carta a los Corintios Pablo encuentra teo-loguillos, gente que se convirtió a la fe mediante la predi­cación paulina, pero que distorsionaron algunas de sus in­tuiciones teológicas. Afirmaban: ya no habrá resurrección. Nosotros estamos ya ahora resucitados. La recepción del Pneuma (Espíritu) en el bautismo (1 Cor 6, 11) era repre­sentada en forma tan concreta que se consideraban ya re­sucitados y todos pneumáticos (espirituales) (1 Cor 2, 13 ss.; 3, 1; 12, 1; 14, 37). Pretendían comprobar la posesión del espíritu de resurrección con carismas espirituales y de sa­biduría (1, 20; 2, 1. 4-13; 12, 8), glosolalia y éxtasis (12, 10; 13, 1; 14, 2 ss.). Los que poseían estos carismas se vanaglo­riaban y vivían en un entusiasmo casi fanático. Eran lla­mados "psíquicos (espirituales) (2, 14) y se distinguían de los carnales o inmaduros (3, 3; 13, 11). Los espirituales se imaginaban ya en la plenitud y en la resurrección: por eso se creen ya sabios (1, 26; 3, 18; 6, 5), fanfarronean y ofen­den a los otros menos espirituales o todavía carnales (8, 1. 10; 13, 2. 8.), juzgan que ellos son los perfectos (2, 6; 13, 10; 14, 20). No creen en una futura resurrección porque ya ha acontecido (15, 12; cf. 2 Tim 2, 18). Por eso ya no se interesan por el Jesús terreno y crucificado; sólo se interesan por el resucitado y maldicen hasta al Jesús según la carne (12, 3). Pablo mismo, pero en otro horizonte, podría decir que el Jesús katá sárka (según la carne) no le interesa mucho, sino el Jesús katá Pneuma (según el Espíritu) (2 Cor 5, 6). Pero esto se había desvirtuado y degenerado en una ideo­logía de autopromoción y magnificación.

En nombre de la resurrección ya acontecida postulaban plena libertad (9, 1. 19; 10, 29; cf. 7, 21 s.); todo les era per­mitido (6, 12; 10, 23). No es de admirar, por tanto, que con­sideraran ya superada la moral; el hijo podía dormir con su propia madre, frecuentaban a las prostitutas (6, 13 ss.), participaban de los sacrificios paganos y comían carnes sa­crificadas (8, 1 ss.; 10, 23 ss.); pasaban por encima de los otros más débiles como pasaban por encima del propio Je­sús débil y crucificado.

Lo que Pablo esperaba para el futuro próximo, estos he ­lenistas convertidos lo traducían en una escatología pre­sente, en un entusiasmo psíquico sobre una plenitud y una perfección ya alcanzadas.

Pablo responde con una argumentación arrasadora, refu­tando punto por punto a la luz de una teología de la cruz

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y del Cristo crucificado: Christós stauroménos. La cruz de­nuncia esta fanfarronería, desenmascara esta demostración de poder propio y de perfección farisaica. La cruz muestra lo que es toda la bondad del mundo: locura y estiércol. Si el mundo pudiera salvar, si la sabiduría de los griegos pudiera redimir a los hombres y si la ley judía con sus milagros pudiera libertar, la cruz sería totalmente innecesaria. Pero si hubo cruz, este hecho denuncia el fracaso de toda la sa­biduría griega y de toda la santidad judía. Es locura y es­cándalo. Hay sólo una sabiduría: la de la cruz. La sabidura griega y judía es mentira y de nada sirve; lleva a lo que llevó a la comunidad: inversión de todo los valores, amo­ralidad y discriminación de un grupo respecto al otro. El bautismo crea comunidad con el Señor (1, 9) y el Espíritu que en él reciben no es para división, sino para unión (cap. 12); los carismas no son para autopromoción sino para la edificación de la comunidad. Prefiere hablar una palabra que se entienda y no diez mil que nadie entienda. La comu­nión con Cristo impide radicalmente andar con las pros­t i tutas (6, 12-20).

Con la temática de la cruz Pablo destruye las ilusiones de los entusiastas y los enfrenta con las realidades concretas del tiempo presente, donde están pujantes la carne y la sangre y que mientras haya carne y sangre no estará pre­sente el Reino. El Reino ya está allí con el bautismo, la fe, la eucaristía el pneuma; pero también subsiste la carne con sus obras. La cruz muestra lo que puede la carne: mata r y llevar a la muerte. Cristo fue muerto por obra de la carne. Por eso el cristiano debe vivir una dimensión ascética. La esperanza en la resurrección no lo transporta ya al mundo futuro, sino que tiene que vivir su esperanza dentro del viejo mundo, donde impera el pecado; por eso el deber de pru­dencia, del seguimiento humilde de la cruz, de la renuncia, del cuidado por los demás y del amor para con todos: débiles y fuertes. Vivir así la cruz, es experimentar el poder y la sa­biduría de Dios (1, 24).

La cruz de Cristo se ha convertido en la medida crítica con que se mide la sabiduría cristiana, que es como el amor que todo lo soporta, todo lo perdona, todo lo cree, todo lo espera, lo disculpa todo; no es jactancioso, no se ensober­bece, no se irrita, no guarda rencor; es paciente, benigno y se complace en la verdad (cf. 13, 4-6). En la cruz se decide la verdad del pensar cristiano lo mismo que el comporta­miento concreto del cristiano. En la cruz se disciernen los espíritus y las prácticas.

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La predicación de la cruz adquiere una función escatoló-gico-crítica: la cruz no puede ser lanzada por lo alto ni tampoco vaciada (1 Cor 1, 17; cf. 12, 3), ni considerada re­trógrada, como algo del pasado ya pasado (Gal 5, 11), ni tampoco debe ser heroizada (2 Cor).

La cruz nos obliga a aceptar otra sabiduría, la de Dios, que se presenta, no con grandilocuencia, sino en la capaci­dad de asumir las actividades diarias y las flaquezas. Quien como los entusiastas de Corinto, desprecie a los débiles y a los que todavía están en el camino hacia el Espíritu, debe también despreciar al crucificado y maldecirlo como de he­cho lo hicieron. Pero olvidan que fue en esa debilidad donde Dios reveló su fuerza y su salvación. Porque el Señor fue dé­bil en el mundo, por eso se comprometió con otros y dio su vida por los otros, sacándolos del aislamiento y del desam­paro. El no recorrió el camino de la libertad de los otros, sino el de la libertad para los otros. Por eso anduvo consecuen­temente el camino del amor hasta el fin. En esa flaqueza de quien no podía nada, fue donde se manifestó una fuerza que es la propia del amor: de conquistar los corazones y de in­troducir una verdadera revolución salvadora. La muerte y la cruz constituyen un llamamiento al seguimiento. Sin la cruz quedaría vacía de significado la realidad de la resurrección. De allí el empeño de Pablo en defender la cruz como sus­tancia de la fe cristiana.

b) La función soteriológica y escatológica de la muerte de Jesús

La segunda carta a los Corintios presenta otra situación. Entre la elaboración de la 1* y de la 2^ carta sucedió algo nuevo. Aparecieron en la comunidad predicadores tauma­turgos, pneumáticos, de estilo griego, llamados Theioi án-dres (hombres divinos), que pretendían trabajar con cartas de presentación de Pablo (1 Cor 3, 1; 5, 12; 10, 12). Como los "espirituales" de la primera carta, también ellos son entu­siastas de la novedad del Espíritu. Dice que en ellos habla el resucitado con demostraciones milagrosas (2 Cor 12, 11 ss.; 13, 3). Pero tienen también dificultades en admitir el valor de la muerte y de la cruz de Cristo. Esto era símbolo de la debilidad y no de la presencia del Espíritu. Inclusive Pablo, al presentarse débil y sin grandes dotes oratorias, aparece para ellos falto de legitimación por parte del Espíritu y del Resucitado (1 Cor 1, 17; 2, 1 ss.; 4, 8-13; 15, 8-11; 2 Cor 11, 21; 10, 1. 10; 11, 6).

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Diferentemente de los "espirituales" de la primera carta, estos tienen gran veneración por Cristo; El no trajo sim­plemente una nueva alianza; comp'etó la alianza de Moisés a través de sus actos maravillosos; era un théios anér: hom­bre divino, héroe al estilo griego. Era un super-hombre, que rompió las barreras de lo humano y entró en la esfera de lo divino. Demostraba su grandeza con obras maravillosas de manera que era rea1mente la manifestación de Dios (2 Cor 13, 3; 12, 9).

En tal representación de Cristo, evidentemente no cabían la cruz y el sufrimiento. A esta comprensión de magnifi­cencia y de glorificación de Jesús, Pablo contrapone la cruz y el sufrimiento, la flaqueza y la muerte de Jesús. Con esto quiere él salvar el misterio cristiano, de la mitología griega y de la reducción de Cristo al heroísmo de la cultura po­pular griega. Sería una exaltación de la resurrección como un portento milagroso, pero no como transfiguración de la muerte y de la cruz.

Por eso Pablo insiste en que Cristo vivió las condiciones terrenas de la vida y murió in conspectu omnium (a la vista de todos) (2 Cor 5, 14b). Sin embargo lo excepcional está en esto: que en esta flaqueza y muerte Dios actuó en forma definitiva y total para la salvación de los hombres. En su pobreza nos dio la riqueza de Dios (8, 9); en su im­potencia nos fue comunicada la fuerza de la vida de Dios (13, 4); en su amor se hizo pequeño y por nosotros se en­tregó (5, 14); así trajo la salvación y la reconciliación divinas.

IttH'oiirlIliirlon, vida nueva y salvación tienen lugar cada vez que este modo de existir y de vivir de Jesucristo es imi­tado y vivido por los hombres (6, 10; 12, 9-10; 5, 18-20).

Pablo destruye en la comunidad la ilusión de que la si­tuación prosente puede ser perfeccionada hasta el punto do unto redimirse. Para Pablo, Cristo no es un héroe griego, en su fuerza hercúlea, en su inteligencia apolínea, en su po­der de obrar portentos. Cristo representa con su muerte y con su cruz la crisis para los proyectos humanos. Todos es­tos terminan en la cruz. Por lo tanto la resurrección no pue­de entenderse como sublimación de la situación presente del hombre. Ella sólo tiene sentido si el hombre muere: en­tonces sí puede ser reasumido y plenificado, no por su pro­pio esfuerzo y creación, sino por obra de Dios. Por eso la resurrección introdujo algo nuevo y cualitativo en la his­toria: la intervención escatológica de Dios por la resurrec-

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ción. Quien está en Cristo es nueva criatura; lo antiguo ya pasó (5, 17). Esto debe entenderse así: quien vive como vivió Cristo, y por eso mismo está en Cristo, —por lo tanto ha asumido la muerte y la cruz—, éste es nueva criatura y re­sucita. Esta novedad de vida ya está presente pero no to­talmente, porque todavía sufrimos y penamos (2 Cor 6, 4 ss.). Pero ella funda la esperanza y la confianza en aquel que resucita para la vida a los muertos (1, 9). La salvación y el mundo futuro sólo existen para quien se abra al amor de Dios que se manifestó en la debilidad de la cruz, y asuma la propia flaqueza. Jesús no se hizo grande a costa de los de­más, sino que se hizo pequeño para todos y sirvió a todos hasta el extremo, puesto que murió por todos (5, 14; Gal 2, 20; Rom 8, 35).

Pablo por tanto, ve en la cruz el argumento para combatir el entusiasmo de los helenistas de Corinto, lo mismo que también el evolucionismo de los helenistas judeo-cristianos de la misma comunidad.

c) La muerte de Cristo nos libertó de la maldición por la ley no cumplida

En la carta a los G a i t a s Pablo encuentra un grupo de cristianos que querían seguir manteniendo la tradición ju­día junto con la novedad del cristianismo. Se t ra taba de mantener la observancia de la ley mosaica que, según se presumía, nos hace justos ante Dios. Pablo, que había sido fariseo y había hecho la experiencia de lo que significaba vivir bajo la ley, mueve una fuerte campaña teológica con­tra la contaminación legalista del cristianismo. Quien hace depender su salvación de la observancia de la ley, está per­dido. Nunca llega a cumplirla de tal manera que pueda estar seguro. Está siempre debiendo alguna cosa, y por eso mismo está bajo la fuerza del pecado y de la maldición (3, 23; 4, 3; 3, 22; 2, 17; 3, 10).

Dios nos liberó de la maldición haciendo nacer a Jesús bajo la condición de pecado y de maldición (Gal 4, 4; 3, 13). El fue hecho maldición para que nosotros fuéramos bendi­ción. No son nuestras obras las que nos salvarán; éstas siempre se quedan cortas ante las exigencias de la ley. Lo que nos salva es la fe en Jesucristo que asumió nuestra si­tuación y nos liberó (Gal 5, 1). El hombre puede tener su seguridad en Dios, no en sus propias obras. Esto no quiere decir que la fe dispense de las obras. A la fe siguen las obras; son consecuencia de la fe y de la entrega confiada a Dios

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que en Jesucristo nos aceptó y nos liberó. Por eso Pablo in­siste: somos justificados por la fe en Jesucristo sin las obras de la ley (2, 16).

Esta fe en Dios por Jesucristo nos libera realmente para los verdaderos trabajos en el mundo. No necesitamos acu­mular obras de piedad con el fin de salvarnos. Estas no lo alcanzan. Si estamos salvos por la fe, entonces podemos empeñar nuestras fuerzas para el amor a los demás, en la construcción de un mundo más fraterno, en la fuerza de la fe y de la salvación que se nos ha regalado. Por eso dice Pablo que la libertad para que hemos sido liberados (5, 1) no debe llevarnos a la anarquía, sino al servicio de los otros (5, 13) y a producir buenas obras, fraternidad, alegría, mi­sericordia (5, 6).

Cristo con su muerte nos libró de la preocupación neuró­tica por acumular obras piadosas para la salvación del alma, que nos a taban las manos y nos hacían farisaicamente pia­dosos. Ahora libres podemos usar las manos para el ser­vicio del amor. Y aquí se nos presenta una dimensión nueva del cristianismo: libera para la construcción del mundo y no para la piedad meramente cu' tural con la finalidad de salvar el alma. La piedad, la oración y la religión son mani ­festaciones del amor de Dios ya recibido y de la salvación ya comunicada. Ellas poseen la estructura de la acción de gracias y de la libertad de las preocupaciones.

Hay muchas otras dimensiones de la muerte de Cristo con­sideradas y predicadas por Pablo; en especial toda la temát i ­ca de la justificación. No podemos entrar en todas ellas. Nos hemos detenido en algunos aspectos que nos han parecido de gran actualidad en nuestro momento teológico actual.

5. LA MUERTE DE CRISTO COMO SACRIFICIO EN LA CARTA A LOS HEBREOS

La carta a los Hebreos es una de las más grandes produccio­nes teológicas del NT y su autor es, ciertamente, un discípulo de. Pablo. Es tiempo de persecución (10, 32 ss.; 13, 2). La comunidad está abatida y sin esperanza (3, 7-4, 11; 5, l i ­l e ; 2, 15; 12, 12 ss.). Experimenta cuan verdadera es la frase de Cicerón sobre la cruz (crudelissimum taeterrimumque su-plicium: in Verrem II, 5, 165): es vergüenza y desprecio (12, 2; 13, 13). Muchos apostatan (10, 39; 12, 15). El pastor de la Epístola a los hebreos escribe esta carta de consolación para

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infundir fortaleza y consuelo. Elabora una doble argu­mentación :

1) El creer incluye también el sufrimiento y la muerte como camino de acceso a la plenitud celeste (cap. 12). En esta perspectiva se inserta también Jesucristo: sufrió, fue torturado, tuvo que aprender con dolores a ser obediente y a aceptar con grandes lágrimas la muerte. El es ejemplo y prototipo de la fe y de la fidelidad (12, 3). Es precursor de la patr ia del cielo.

2) Con Jesús vino la salvación definitiva para todos. Para explicar esto el autor echa mano del célebre día de la recon­ciliación judía: Con su propia sangre y no con la sangre de las víctimas, el sumo sacerdote Jesús, atravesando el velo (de su muerte) , entró de una vez para siempre en el santo de los santos celestes y permanece delante de Dios allí, cara a cara, para expiar e interceder por nosotras (7, 25; 9, 24; cf. 6, 1.9; 8, 1; 9, 12; 10,14; 12, 12 ss.). La muerte es iluminada a part ir del culto sacrificial. Cristo es el sacrificio, la víctima y el sacerdote a un mismo tiempo.

Pero hay que estar atentos: la muerte de Cristo no es un sacrificio como los sacrificios del templo. Por eso la argu­mentación comienza: Dios no quiere sacrificios ni ofrendas; no le han agradado; dio a Cristo un cue rpo . . . para hacer la voluntad de Dios (10, 5-7). Dios rechazó los sacrificios y estableció una nueva obediencia. Cristo es el fin de todos los sacrificios cultuales. Y El mismo no debe ser entendido como sacrificio cultual. Que esto sea verdad, basta leer en el cap. 13, 15: "Por medio de El ofrecemos continuamente a Dios sacrificios de alabanza, a saber, el fruto de los labios que bendicen su nombre. No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente ; estos son los sacrificios que agra­dan a Dios". Aquí vemos cómo la fe liberó al hombre para una acción liberadora y secularizadora en el mundo.

En esta interpretación, Cristo es la única expiación por los pecados del mundo, y continúa ahora intercediendo y ejer­ciendo su función junto a Dios. Su sacrificio no está res­tringido al tiempo de la muerte: la muerte no constituye propiamente la acción salvífica, sino que la posibilita, por­que por la muerte el "sumo sacerdote ent ra en el santo de los santos para comenzar a ejercer su acción intercesora. Jesucristo no es sacerdote en el tiempo según el orden de Aaron, sino que se convirtió en sacerdote para más allá del tiempo, en la eternidad, según el orden de Melquisedec (Hb 7, 11-28). Es, pues, un sacerdocio trans-histórico, escatoló-

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gico, en régimen de resurrección. En este sentido Cristo continúa su ministerio de intercesión y redención por los siglos.

A pesar de ser Hijo, Cristo sufrió porque quería ser per­manentemente el sumo sacerdote en favor de todos los hom­bres. Este sacrificio no puede ser identificado con la misa. No estaba en la intención del autor un acto cúltico especí­fico como la misa, sino el significado salvífico de la presen­cia de Cristo junto a Dios, mediante su muerte. La muerte permitió a Cristo ser sumo sacerdote. Ahora El ejerce este carácter. Por esto nosotros somos permanentemente asisti­dos y redimidos.

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VI

LAS PRINCIPALES INTERPRETACIONES DE LA MUERTE DE CRISTO EN LA

TRADICIÓN TEOLÓGICA: SU CADUCIDAD Y SU ACTUALIDAD

Después de haber considerado }a interpretación que Jesús habría dado a su muerte y los caminos de interpretación de la Iglesia primitiva, queremos abordar las principales imá­genes que la tradición de la fe ha empleado para hacer com­prensible y significativa la muerte salvífica de Jesucristo.

En todas ellas, por más dispares que puedan parecer, quie­ren traducir la profunda fe y la esperanza: Gracias a Dios, fuimos liberados por Nuestro Señor Jesucristo (cf. Rom 7, 25). Es 'a respuesta al interrogante fundamental de la existencia humana.

¿Cómo hacer creíble y aceptable esta gozosa respuesta? ¿Las imágenes y las representaciones que la piedad, la li­turgia y la teología utilizan para expresar la liberación de Jesucristo realzan o más bien encubren para nosotros hoy el aspecto verdaderamente liberador de la vida, muerte y resurrección de Cristo? Decimos: Cristo nos redimió por su preciosísima sangre; expió satisfactoriamente con su muerte por nuestros pecados y ofreció su propia vida como sacrificio por la redención de todos. ¿Qué significa realmente todo esto? ¿Entendemos lo que estamos diciendo? ¿Podemos en verdad pensar que Dios estaba airado y que fue apaciguado con la muerte de Cristo? ¿Puede alguien sustituir a otro, mo­rir en lugar de él, mientras el hombre sigue siendo pecador? Quién debe modificarse: ¿Dios de airado en bondadoso, o el hombre de pecador en justo? Confesamos: ¡Cristo nos libró del pecado! Y nosotros continuamos pecando. ¡Nos libró de la muerte! Y seguimos muriendo. Nos reconcilió con Dios, y seguimos enemistándonos con El ¿Qué sentido concreto y verdadero tiene la liberación de la muerte, del pecado y de la enemistad? El vocabulario empleado para expresar la li-

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beración de Jesucristo traduce situaciones sociales, t rae in­tereses ideológicos y articula tendencias de una época. Una mentalidad marcadamente jurídica hablará en términos ju­rídicos y comerciales de rescate, redención de los derechos de dominio que Satanás poseía sobre el pecador, de satis­facción, mérito, sustitución penal, etc. Una mentalidad cúl-tica se expresará en términos de sacrificio. Otra, preocupada por la re'evancia social y cultural de la alienación humana, predicará la liberación de Jesucristo. ¿En qué sentido enten­damos que la muerte de Cristo pertenecía al plan salvífico del Padre? ¿Pertenecía a ese plan el rechazo de los judíos, la traición de Judas y la condenación por parte de los ro­manos? Ellos no eran marionetas al servicio de un plan a priori y de un drama supra-histórico. Fueron agentes con­cretos y responsables por sus decisiones. La muerte de Cristo —ya lo vimos detalladamente— fue humana, es decir, con­secuencia de una vida y de una condenación provocada por actitudes históricas tomadas por Jesús de Nazaret.

No basta repetir con actitud fetichista, las fórmulas an­tiguas y sagradas. Necesitamos procurar comprenderlas e intentar captar la realidad que ellas quieren traducir. Esta realidad salvífica puede y debe ser expresada en muchas formas; siempre ha sido así en el pasado y también en el presente. Si hablamos hoy de liberación traemos con esta expresión —liberación— toda una tendencia y una encar­nación de nuestra fe, como cuando San Anselmo se expresaba en términos de satisfacción vicaria. El traducía probablemen­te sin saberlo de manera consciente, una sensibilidad propia, de su mundo feudal: la ofensa hecho al señor feudal máxi­mo, no podía ser reparada por un vasallo inferior. Nosotros encarnamos una sensibilidad aguda por la dimensión social y estructural de la cautividad y de la alienación humana. ¿En qué sentido y cómo es Cristo liberador también de esta anti-realidad?

La tarea de nuestras reflexiones se concentrará en un t r a ­bajo de desconstrucción. Se t ra ta de someter al análisis crí­tico tres representaciones comunes de la acción salvífica de Cristo, del sacrificio, de la redención y de la satisfacción. Hablamos de desconstrucción y no de destrucción. Los tres modelos referidos son construcciones teológicas con el fin de captar dentro de un determinado tiempo y espacio cultural, el significado salvífico de Jesucristo. Desconstruir significa ver la casa a través de su p 'ano de construcción, rehacer el proceso de construcción, mostrando la temporali­dad y eventualmente la caducidad del material represen-

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tativo, y destacando el valor permanente de su significado y de su intención. Sobra explicar el sentido positivo que a t r i ­buímos a la palabra crítica: es la capacidad de discerni­miento del valor, del alcance y de la limitación de una de­terminada afirmación.

1. QUE ES LO PROPIAMENTE REDENTOR EN JESUCRISTO: ¿EL COMIENZO (ENCARNACIÓN) O EL FINAL (CRUZ)?

En la tradición teológica y en los textos litúrgicos todavía vigentes, se nota una limitación en el modo de concebir concretamente la redención. Esta es concentrada en dos puntos matemáticos, o en el comienzo de la vida de Cristo, en la encarnación, o en su final, en la pasión y muerte en la cruz. Inclusive el Credo asumió esta forma abstracta de im­postación: de la encarnación pasa sin más a la muerte y la resurrección. Coloca entre paréntesis la vida terrena de Jesucristo y el valor salvífico de sus palabras, actitudes, ac­ciones y reacciones.

La teología influenciada por la mentalidad griega ve en la encarnación de Dios el punto decisivo de la redención. Con­forme a la metafísica griega, Dios es sinónimo de Vida, Per­fección e Inmortalidad. La creación, al no ser Dios, es ne ­cesariamente decadente, imperfecta y mortal. Esto es así por la estructura ontológica del ente creado; es fatalidad y no pecado. Redención significa e'evaeión del mundo a la esfera de lo divino. De esta manera el hombre juntamente con el cosmos es divinizado y liberado del peso de su propia limitación interna. "Dios se hizo hombre para que el hom­bre se hiciera Dios", dirá lapidariamente San Atanasio (De incarnatione Verbi, 54). Por la encarnación irrumpe en el mundo la redención porque en Jesucristo Dios inmortal e infinito se encuentra con la criatura mortal y finita. Basta que se ponga este punto matemático de la encarnación para que toda la creación sea alcanzada y redimida. No interesa tanto el hombre concreto Jesús de Nazaret, su camino personal, el conflicto que provocó con la situación religiosa y política de su tiempo, sino la humanidad universal que El representa. Dios es el agente de la redención. Es El quien se autocomunica con la creación, elevándola y divinizándola. En Jesús de Nazaret se verifica una abstracción de lo his­tórico. La encarnación es entendida estáticamente como el primer momento de la concepción virginal de Jesús, Dios-

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Hombre. Allí está todo. No se articula el aspecto dinámico e histórico del crecimiento, de las palabras, de las diversas fases de la vida de Cristo, de sus decisiones, tentaciones, de sus enfrentamientos, que en la medida en que iban apare­ciendo, simultáneamente iban siendo asumidos por Dios y de esta manera, iba procediendo la acción salvífica.

En el horizonte de esta comprensión, la redención hoy, tiene lugar en la abstracción de la historicidad concreta del hombre. No se trata de traducir la redención en un cambio de praxis humana más fraterna, justa y equitativa, sino en la participación sujetiva en el acontecimiento objetivo que tuvo lugar en el pasado y es actualizado por la Iglesia, pro­longación de la encarnación del Verbo, mediante los sacra­mentos y el cu'to, que a su vez, efectúan la divinización del hombre.

Un tipo de teología marcado por la mentalidad romana ético-jurídica, coloca en la pasión y en la muerte de Cristo el punto decisivo para la redención. Para el pensamiento roma­no el mundo es imperfecto no tanto por el hecho ontológico de ser creado, sino por la presencia del pecado y el abuso de la libertad por parte del hombre. Este ofendió a Dios y al recto orden de la naturaleza. Debe reparar el mal causado. Por eso es necesario el mérito, el sacrificio, la conversión y la reconciliación. Sólo entonces será restablecido el orden antiguo y entrará en vigor la tranquilidad del orden. Dios viene al encuentro del hombre: envía a su propio Hijo para que en forma sustitutiva repare con su muerte la ofensa infinita perpetrada por el hombre. Cristo vino para morir y reparar. La encarnación y la vida de Jesús sólo poseen valor en la medida en que preparan y anticipan su muerte. El protagonista no es tanto Dios, cuanto el hombre Jesús que con su acción repara el mal causado. Con la divinización no se trata de introducir algo nuevo, sino de restaurar el primitivo orden justo y santo.

2. PROBLEMÁTICA Y APORIAS DE LAS IMÁGENES REPRESENTATIVAS DE LA REDENCIÓN

Ambos modelos corren el peligro de separar esquizofré­nicamente la encarnación y la muerte, colocando en uno o en otro punto el valor redentor de Cristo. Verdaderamente se vacia la vida concreta de Jesús de Nazaret y la redención asume un carácter extremadamente abstracto. ¿Será que no toda la vida de Jesús de Nazaret fue igualmente libera­dora? El, en la vida que llevó, en la manera como se com-

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portó frente a las diversas situaciones y como encaró la muerte, ¿no mostró efectivamente lo que es redención? To­do esto está ausente en los dos modelos abstractos, encar-natorio y estaurológico (staurós: cruz).

Principio y final son considerados como magnitudes In­dependientes y subsistentes en sí mismas. No se establece entre ellas una relación correspondiente al recorrido histó­rico de Jesús de Nazaret. La muerte de cruz no es una ne­cesidad metafísica; fue consecuencia de un conflicto y el' resultado de una condenación judicial, por lo tanto, de la decisión y del ejercicio de la libertad humana.

Además, la redención de ambas concepciones, es situada en el pasado. No se relaciona con las mediaciones del pre­sente. No cabe preguntar cómo se integra liberación del pe­cado social, redención de injusticias estructurales, lucha contra el hambre y la miseria humana, con la redención de Jesucristo. Estos dos modelos no permiten una respuesta coherente. Y sin embargo las preguntas son de candente validez teológica.

Que sea realmente redención y liberación por Jesucristo, lo debemos buscar, no en modelos abstractos y formales que rompen la unidad de vida de Jesucristo, sino en la conside­ración del camino concreto recorrido por Jesús de Nazaret: en su vida, en su actuasión, en sus exigencias, en el conflicto que provocó, en su muerte y resurrección. Redención es fun-damenta'mente una praxis y un proceso histórico que se verifica (se hace verdadero) en el embate de una situación Jesús comenzó ya a redimir con la praxis nueva que postuló e introdujo dentro del mundo que encontró.

La encarnación implica también la entrada de Dios den­tro de un mundo marcado religiosa y culturalmente, y la transfiguración de este mundo. El no asumió y sacralizó pa­cíficamente todo lo que encontró. Lo asumió criticamente, purificando, exigiendo conversión, cambio, reorientación y liberación.

No queremos olvidar las implicaciones ontológicas del ca­mino redentor de Cristo, que pueden formularse asi: ¿por qué fue precisamente Jesús y no cualquier otro quien logró liberar a los hombres? ¿Por qué únicamente El tenia el valor de vivir una vida tan perfecta y transparente, divina y hu­mana, que produjo la redención y la vida verdadera siempre buscada por los hombres? El logró todo esto, no porque fue­ra un genio de humanidad y religiosidad de modo que úni-

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camente fuera el mérito de su compromiso, sino porque Dios mismo estaba encarnado en El y Se hacía presente como li­beración y reconciliación en el mundo. Pero esta afirmación ontológica sólo es verdadera si surge como explicación úl­tima de la historia concreta vivida, soportada, sufrida y vencida por Jesús de Nazaret así como nos la presentan los Evangelios. En esta vida que incluye todo, también la muerte y la resurrección, es donde se mostró la salvación y la re­dención: no abstractamente en puntos matemáticos o en formulaciones, sino en gestos y actos en la unidad conse­cuente de una vida totalmente autodonada a los otros y a Dios. Esta consideración ya ha sido mejor tematizada con anterioridad.

La reducción de la inteligencia de la fe sobre 3a acción liberadora de Cristo no sólo se verifica en cuanto al punto de part ida (encarnación o cruz) sino también en la articu­lación de las imágenes usadas para expresar y comunicar el valor universal y definitivo de su acción salvadora. Pen­samos aquí principalmente en tres de estas imágenes, de las más corrientes en la piedad y en la teología: la del sacrificio expiatorio, la de la redención-rescate y la de la satisfacción sustitutiva.

Los tres modelos se apoyan sobre un pilar común: el pe­cado pensado en tres direcciones diferentes. El pecado, en cuanto alcanza a Dios, es ofensa que exige condigna repa­ración y satisfacción; el pecado en cuanto tiene que ver con el hombre, reclama castigo por la transgresión y exige un sacrificio expiatorio; el pecado en cuanto afecta las rela­ciones entre el hombre y Dios, significa ruptura y esclaviza­ción del hombre entregado a la esfera de Satanás y exige redención y un precio de rescate.

En los tres modos de comprender la salvación de Jesu­cristo, el hombre parece incapaz de reparar por su pecado. Así pues, el hombre no satisface a la justicia divina ul t ra­jada ; permanece en la injusticia. La liberación consiste exactamente en hacer que Jesucristo sustituya al hombre y realice lo que el hombre debería hacer y no puede realizar por sí mismo de manera satisfactoria. La misericordia di­vina, conforme a esa teología, se muestra en el hecho de que el Padre haya enviado a su Hijo para que, en lugar del hombre, satisfaga plenamente a la justicia de Dios ofendi­da, reciba el castigo por el pecado, que es la muerte, pague el rescate debido a Satanás, y de esta manera libere al hom­bre. Todo esto es realizado por la muerte expiatoria, satis­factoria y redentora. ¿Quién quiso la muerte de Cristo? Esta

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teología responderá: el Padre. Como forma de expiar el pe­cado y restablecer la justicia violada.

Como puede verse aquí, predomina un pensamiento jurí­dico y formal sobre el pecado, la justicia y las relaciones ent re Dios y el hombre. Los términos de expiación, re ­lación, satisfacción, rescate, mérito, más bien que comu­nicar la alegre novedad de la liberación realizada por Jesu­cristo, la encubren. El elemento histórico de la vida de Jesús, es suprimido violentamente. La muerte de Jesús no se ve como consecuencia de su vida, sino como un hecho pre­establecido independientemente de las decisiones de los hom­bres, del rechazo de los judíos, de la traición de Judas y de la condenación por Poncio Pilato. ¿Puede Dios Padre encon­t rar alegría y satisfacción en la violenta y sangrienta muer­te en la cruz?

Para salvar, en la inteligencia de la fe, el carácter verda­deramente liberador de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, necesitamos descontruir estas imágenes. En toda esta soteriología se nota una ausencia completa de la re­surrección. Para ella no habría sido necesario que Cristo resucitara. Bastaría que hubiera sufrido, derramado su san­gre y muerto en la cruz para haber realizado su obra reden­tora. No podemos ocultar las limitaciones onerosas de este modo de interpretar el significado salvífico de Jesucristo.

Además, estos tres modelos suscitan algunas cuestiones que deben responderse adecuadamente para que no parez­can resquicios mitológicos y arcaicos que comprometerían el contenido histórico-factual de la liberación de Jesucristo. ¿Qué quiere decir el carácter sustitutivo de la muerte de Cris­to? ¿Puede a ^ u i e n sustituir a otro ser libre sin ser delegado por éste? Entonces ¿cómo debe pensarse la mediación de Je ­sucristo para los hombres que vivieron antes de El y después de El o que nunca oyeron hablar de Evangelio ni de reden­ción? ¿El sufrimiento, la pena y la muerte soportadas por el inocente, eximen de culpa y de castigo al criminal causante del sufrimiento, de la pena y de la muerte? ¿Cuál es el hori­zonte desde el cual se hace comprensü^e el carácter repre­sentativo universal de la obra de Jesucristo? ¿Cuál es la ex­periencia que nos permite comprender, aéfeptar y creer en la mediación salvadora y liberadora de Cristo para todos los hombres? Deben esclarecerse tales interrogantes.

Antes de proceder a un análisis crítico y desconstrutivo de estas imágenes para mostrar, por una parte su caducidad y por otra su alcance permanente, conviene fijarnos en su

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carácter simbólico y mítico. Decir por ejemplo, que la re­dención resulta de una lucha de Cristo con el demonio o que es un rescate pagado a Dios por la ofensa hecha a El, etc., evidentemente son maneras de hablar sobre realidades trascendentes que tienen lugar en una esfera que no es asequible al sentido histórico. Hubo épocas en que este len­guaje no era considerado mítico y simbólico, sino narrativo y explicativo de la realidad: hubo de hecho una lucha en­tre Cristo y Satán, se pagó realmente un rescate. Para nosotros hoy, hijos de la modernidad y de la ciencia del lenguaje, el mito es desmitizado; pero no ha perdido su función; fue elevado a la dignidad de símbolo, de soporte se­mántico de la revelación de realidades que sólo pueden ser expresadas simbólicamente como Dios y su redención, pe­cado y su perdón, etc. Como dice acertadamente Paul Ricoeur, el mito conserva siempre su función simbólica, es decir, su poder de desocultar y de revelar el lazo del hombre con lo sagrado suyo. Este lazo deberá aparecer en nuestro análi­sis; de lo contrario, perdemos la ligazón con el pasado y su lenguaje.

3. EL MODELO DE SACRIFICIO EXPIATORIO: MUERTO POR EL PECADO DE SU PUEBLO

Siguiendo la carta a los Hebreos, la tradición interpretó la muerte de Cristo como sacrificio expiatorio de nuestras iniquidades. "Aunque no cometió injusticia alguna y en su boca jamás hubo mentira" (Is 53, 9), Jesús "fue castigado por nuestros crímenes" (Is 53, 5) y "muerto por el pecado de su pueblo" (Is 53, 8), "ofreciendo su vida en sacrificio expiatorio" (Is 53, 10). El modelo es tomado de la experien­cia ritual y cúltica de los sacrificios en los templos. Por los sacrificios de los hombres a más de venerar a Dios, creían aplacar su ira provocada por la maldad humana. Entonces El volvía a ser bueno y amable. Por sí mismo ningún sacri­ficio humano podía ap'acar definitivamente la ira divina. La encarnación creó la posibilidad de un sacrificio perfecto e inmaculado que pudiera alcanzar la total complacencia de Dios. Jesús aceptó libremente ser sacrificado para repre­sentar a todos los hombres delante de Dios y así conquistar el total perdón divino. La ira divina como que se derramó en la muerte violenta de Jesús en la cruz y con ello se apla­có. Jesús la soportó como expiación y castigo por el pecado del mundo.

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a) Límites de la representación

Hasta el tiempo en que había una base sociológica para los sacrificios cruentos y expiatorios como en la cultura romana y en la judía, este modelo era perfectamente com­prensible. Con la desaparición de la experiencia real, co­menzó a volverse problemático y a exigir un proceso de des­construcción y de reinterpretación. Jesús mismo, ligándose a la tradición profética, coloca su insistencia no en sacrifi­cios y holocaustos (cf. Me 7, 7; 12, 33; Hb 10, 5-8), sino en la misericordia y la bondad, justicia y humildad. Dios no quiere cosas de los hombres; quiere a los hombres 'simplemente: su corazón y su amor.

El aspecto vindicativo y cruento del sacrificio no se aviene con la imagen del Dios-Padre que nos fue revelado por Jesu­cristo. No es un Dios airado, sino Aquel que ama a los ingratos y a los malos (Le 6, 35). Es amor y perdón. No espera los sa­crificios para ofrecer su gracia, sino que se anticipa al hombre y con su benevolencia supera todo lo que se puede hacer o anhelar. Abrirse a El y entregarse filialmente, he ahí el ver­dadero sacrificio. Cada cual es sacrificio en la medida en que se autodona y acoge !a mortalidad de la vida, en la medida en que se sacrifica, se desgasta, empeña su existencia, su tiempo y sus energías para generar una vida más liberada para el otro y para Dios. Cada cual es sacrificio en la medida en que hospeda a la muerte dentro de la vida. La muerte no es el último átomo de la vida, sino que la estructura misma de la vida es mortal, y por eso, a medida que vive, va muriendo lentamente hasta acabar de morir y de vivir. Hospedar a la muerte dentro de la vida es poder acoger la caducidad de la existencia no como una fatalidad biológica, sino como oportunidad de la libertad, de donar la vida que nos va sien­do arrancada. Debo evitar que la vida me sea quitada por el proceso biológico. Puedo entregarla con !a libertad que acepta el límite infranqueable, y consagrarla a Dios y a los demás. El último instante de la vida mortal simplemente termina y formaliza la estructura que marcó toda la historia personal: me transporto a la riqueza del Otro como expre­sión de confiado amor. Esta actitud constituye el verdadero sacrificio cristiano como dice San Pablo: "Os exhorto, her­manos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual" (según la realidad nueva del Espíritu traída por Cristo) (Rom 12, 1)

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b) El valor permanente de La representación

La idea de sacrificio es muy profunda en la existencia humana. Como decimos todavía en el lenguaje popular, sa­crificio es la costosa y y difícil donación de sí. "Generalmen­te el mal, el sufrimiento, el pecado, la inercia, la costumbre, muchos de los elementos que nos rodean (económicos, so­ciales, culturales, políticos) tienden a reprimir el explaya-miento exuberante de la vida, cuyas potencialidades infini­tas percibimos. Mediante el sacrificio actualizamos el paso de la vida en nosotros y en el mundo, mantenemos su tensión y este sacrificio es expresión de amor". Lo trágico del sacri­ficio es el que se le haya identificado con los gestos y los objetos sacrificiales. Estos ya no eran expresión de la con­versión profunda del hombre hacia Dios, que es la que cons­tituye el verdadero sacrificio como entrega irrestricta a Dios, y se exterioriza en los gestos o en los objetos ofrecidos. Bien decía San Agustín: "El sacrificio visible es sabramento, es decir, señal visible del sacrificio invisible". (De civ. Dei, 1 X, § 5). Sin la actitud sacrificial interior, el sacrificio exterior se vuelve vacío.

La vida humana ontológicamente tiene una estructura sacrificial. En otras palabras está estructurada de tai manera que sólo es verdaderamente humana aquella vida que se abre para la comunión, que se autodona, que muere para-sí-mis­ma y se realiza en el otro. Sólo en esta donación y sacrificio puede s a c a r s e . San Juan dice excelentemente: "lo que se guarda, perece; lo que se entrega, se conservará para la vida e terna" (Jn 12, 24-25). Dios exige siempre tal sacrificio, no porque lo exija su justicia, y El deba ser aplacado, sino por­que el hombre lo postula, en cuanto sólo puede vivir y subsis­tir humanamente si se entrega al Otro y se despoja de sí mismo para poder ser llenado de la gracia divina. En este sentido Cristo fue sacrificio por excelencia, pues él fue has ta el extremo un ser-para-los-otros. No sólo su muer­te, sino toda su su vida fue sacrificio, por cuanto toda ella fue entrega. Si consideramos solamente el aspecto cruento y sangriento de la muerte, a la manera de los sacrificios ant i ­guos, entonces perdemos la especificidad del sacrificio de Cristo. El habría sido sacrificio aunque no hubiera sido in­molado ni hubiera sido derramada su sangre. El sacrificio no consiste en eso, sino en la donación total de la vida y de la muerte. Esa donación puede asumir históricamente, el aspecto de muerte violenta y de derramamiento de sangre; pero no es la sangre en sí, ni la muerte violenta en sí lo que constituye el sacrificio. Ellas son figurativas del sacrificio

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interior como proyecto de vida en total disponibilidad a Dios y en entrega irrestricta al designio del Misterio.

Si articulamos sacrificialmente la vida humana, podemos decir que ella se manifestó en forma definitiva y escatológica en Jesucristo. Por eso El es el sacrificio perfecto y la salvación presente. Salvación es la completa hominización. Completa hominización es poder extrapolarse totalmente de sí y aban­donarse radicalmente a Dios hasta el punto de ser uno con El. El sacrificio representa por excelencia esa dimensión y así realiza la completa hominización y la salvación plena del hombre. Jesucristo realizó esto e invita a los hombres con los cuales es ontológicamente solidario, a hacer lo mismo. Somos salvos en la cedida en que realicemos esto.

Como se ve, este modelo de sacrificio conserva una riqueza permanente válida todavía hoy, pero purificándolo de sus restos míticos y paganos.

4. EL MODELO DE REDENCIÓN Y DE RESCATE: TRITURADO POR NUESTRAS INIQUIDADES

Otra representación de la salvación por Jesucristo está ligada a la antigua esclavitud. Se pagaba un determinado precio para liberar a un esclavo: era el rescate. Así era re ­dimido el esclavo (de emere, redimere, del latín, que signi­fica comprar y liberar mediante un precio). La muerte de Cristo fue el precio que Dios exigió y que fue el pago para rescatar a los hombres prisioneros de Satanás. De modo que estábamos bajo el dominio de lo demoníaco, de lo alienato-rio y del cautiverio de tal manera que nosotros mismos no nos podíamos librar.

Para la Biblia, que refleja una cultura nómada, la reden­ción consiste también en la liberación del hambre, de la fal­ta de agua y de pastos. Significa el éxodo de una situación de carencia hacia una situación de abundancia. Además tu­vieron la experiencia de verdadero cautiverio en Egipto. Re­dención es el arranque liberador de una situación de escla­vos hacia otra de libres. La redención está ligada a categorías espaciales locales - paso de un lugar a otro.

Israel, al hacerse sedentario, transpone el esquema hacia u n plano temporal Dios redimirá al pueblo en cuanto que lo conducirá de un tiempo provisional hacia un tiempo defini­tivo en el horizonte del futuro y de lo escatológico. Reden-

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ción es un peregrinar a través de la historia en un permanen­te proceso de superación y de liberación de los mecanismos de opresión que siempre acompañaron la vida. Cristo es pre­sentado como aquel que ya llegó al término y que por eso se liberó d£ todo el peso del pasado alienador de la historia. Como punto Omega atrae todas las líneas ascendentes hacia Sí. De esta manera es el redentor del mundo.

a) Límites de la representación

Esta representación del cautiverio y del rescate quiere hacer resaltar la gravedad de la perdición humana. No éramos due­ños de nosotros, éramos poseídos por algo que no nos dejaba ser auténticamente. El límite de este modelo reside en que la redención y el precio pagado por ella se realiza solamente entre Dios y el demonio. El hombre es solamente un espec­tador interesado pero no un participante Se realiza un dra­ma salvífico supra-histórico. No experimentamos tal tipo de redención extrínseca a la vida. En realidad necesitamos combatir y ofrecer nuestras vidas. No nos sentimos manipu­lados por Dios o por el demonio, porque percibimos que con­servamos nuestra libertad y el sentido definitivo de nues­tras decisiones; pero vivimos la experiencia de una libertad cautiva y de decisiones ambiguas.

b) Valor permanente de la representación

A pesar de esta limitación intrínseca, esta imagen de la redención y de1, rescate posee un valor permanente. El hom­bre no hace, ni en ei ámbito cristiano, la experiencia de una total liberación. La liberación es realizada en el interior de una percepción profunda de la cautividad en que se encuen­tra la humanidad. Nos sentimos continuamente esclavizados por sistemas opresores socia'es y religiosos. Estos no se que­dan en un plano impersonal; se encarnan en personas civi­les o religiosas, generalmente llenas de buena voluntad pero demasiado ingenuas para percibir que el ma! no está sola­mente fuera del sistema montado, sino en el corazón mismo de él, alimentado y defendido por ideologías que intentan volver plausible y razonable la iniquidad intra-sistémica y sustentado por ideales propuestos por todos los canales de comunicación. Cristo nos liberó rea'mente de este cautiverio; desde una nueva experiencia de Dios y una nueva praxis huma­na se mostró como un hombre libre, liberado y liberador. Su­frió y pagó con su muerte violenta el precio de esta libertad que

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tomó para sí en nombre de Dios. Nunca se dejó determinar por el status quo social y religioso, alienador y alienante. Tampoco fue un re-accionario que orientara su acción como re-acción al mundo circundante. Actuó a partir de una nue­va experiencia de Dios y de los hombres. Esta su acción pro­vocó re-acción en el judaismo oficial que llevó a Cristo a la muerte. El soportó con hombría y fidelidad, sin compromi­sos ni tergiversaciones, la suerte que le fue impuesta sin que él mismo la hubiera buscado. Tal actitud conserva todavía hoy un valor pro-vocativo invencible; aún hoy puede ali­mentar la conciencia adormecida y hace retomar siempre de nuevo el proceso de liberación cotra todos los conformis­mos y el cinismo que los regímenes de cautividad social y religiosa parecen provocar. Cristo no dice: Yo soy el orden establecido, yo soy la tradición, sino: ¡Yo soy la verdad! En nombre de esta verdad supo morir y liberar a los hombres para que ya nunca temieran a la muerte, pues El la venció por la resurrección.

5. EL MODELO DE LA SATISFACCIÓN SUSTITUTIVA: FUIMOS CURADOS GRACIAS A SUS PADECIMIENTOS

En el horizonte de una visión jurídica se utilizó un instru­mento tomado del derecho romano —satisfactio—• para ex­presar la acción redentora de Cristo. Introducido por Ter­tuliano y profundizado por San Agustín este modelo de la satisfacción sustitutiva encontró en San Anselmo su for­mulación clásica en el libro Cur Deus homo (¿Por qué Dios se hizo hombre?). La preocupación de San Anselmo, en quien se nota una fuerte tendencia al racionalismo, latente en toda la escolástica, reside en encontrar una razón nece­saria para la encarnación de Dios, y que fuera aceptable también para un infiel. Así argumenta el teólogo Anselmo: Por el pecado el hombre violó el recto orden de la creación; con ello ofendió a Dios, autor de este orden universal. La justicia divina exige que este orden sea sanado y reparado, lo cual requiere una satisfacción condigna. La ofensa es in­finita por cuanto afectó a Dios, que es infinito. La satisfac­ción debe ser igualmente infinita ¿Cómo puede el hombre fi­nito reparar infinitamente? Su situación es sin esperanza.

Anselmo ve una salida absolutamente racional: el hombre debe a Dios una satisfacción infinita, sólo Dios puede reali­zar tal satisfacción infinita. Luego es necesario que Dios se haga hombre para poder reparar infinitamente. El Hombre-

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Dios realiza aquello que la humanidad debía realizar: la reparación; el Dios-Hombre concretiza lo que falta a la repa­ración humana: su carácter de infinitud. En el Hombre-Dios, pues, se da la reparación (hombre) condignamente in­finita (Dios). Así la encarnación es necesaria por una lógica invencible.

Sin embargo, lo que realmente repara la ofensa no es la encarnación y la vida de Cristo. Estos son solamente los presupuestos que posibilitan la verdadera reparación con­digna en la muerte cruenta en la cruz. Por ella se expía, se remueve la ofensa y se restablece el recto orden del univer­so. Dios, afirma San Anselmo, hasta encuentra bella la muer­te de cruz porque mediante ella su justicia es reparada (Cur Deus homo?, I, 14).

a) Límites de la representación

Esta representación de la liberación de Jesucristo es una de las que más reflejan el sustrato sociológico de una deter­minada época. El Dios de San Anselmo tiene muy poco que ver con el Dios-Padre de Jesucristo; encarna la figura de un señor feudal absoluto, señor de la vida y de la muerte de sus vasaPos. Dios asume los rasgos de un juez cruel y sanguina-río empeñado en cobrar hasta el último céntimo de las deu­das referentes a la justicia. En el tiempo de San Anselmo predominaba en este campo una crueldad feroz. Este con­texto sociológico se reflejó en el texto teológico de Anselmo y contribuyó, desafortunadamente, a elaborar una imagen de un Dios cruel, sanguinario y vengativo, presente todavía hoy en muchas mentes piadosas torturadas y esclavizadas.

Aquí se le impone a Dios mismo un mecanismo atroz de violación-reparación, prescribiéndole lo que debe necesaria­mente hacer. ¿Es por ventura ese el Dios a quien aprende­mos a amar y en quien aprendemos a confiar de acuerdo con la experiencia de Jesucristo? ¿Es ese el Dios del hijo pródigo, que sabe perdonar? ¿El Dios de la oveja perdida que deja las noventa y nueve en el redil y sale por los descampados en busca de la única perdida? ¿Si Dios encuentra t an bella la muerte, porque prohibió matar? (Ex 20, 13; Gen 9, 6). ¿Cómo el Dios que prohibió airarse, El mismo puede airarse? (Mt 5, 21).

b) El valor permanente de la representación

San Anselmo tematizó una línea de la idea de satisfacción, en el nivel jurídico, dentro de las posibilidades que le daba

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su base feudal. Pero dejó encubierta la dimensión ontoló-gica que, desarrollada, aparece adecuada para traducir la salvación alcanzada por Jesucristo. Este corte ontológico aparece cuando preguntamos: ¿en qué consiste fundamen­talmente la salvación humana? Muy brevemente: en que el hombre llegue a ser cada vez más él mismo. Si logra esto, será totalmente realizado y salvado. Aquí comienza el dra­ma de la existencia: el hombre se siente incapaz de identi­ficación plena; se siente perdido; siempre está debiéndose algo a sí mismo; no satisface las exigencias que experimenta dentro de sí; se siente no satis-fecho (no está hecho sufi­cientemente) y su postura no es satis-factoria.

¿Cómo- debe ser el hombre para ser totalmente él mismo y por lo tanto salvo y redimido? Debe poder actualizar la inagotable apertura que él mismo es. Su drama histórico consiste en haberse cerrado sobre sí mismo; y por lo mis­mo, en vivir en una condición humana decadente, llamada pecado.

Cristo fue aquel a quien Dios concedió abrirse de tal ma­nera al Absoluto, que puede identificarse con El. Estaba abierto a todos y a todo. No tenía pecado, es decir, no se en­cerraba en sí mismo. Só'o El puede satisfacer las exigencias de la apertura ontológica del hombre. Por eso en El, Dios puede ser completamente t ransparente (cf. Jn 14, 20). Era la imagen de Dios invisible, en forma corporal (Col 1, 15; 2 Cor 4, 4).

Dios no se encarnó en Jesús de Nazaret simplemente para divinizar al hombre, sino también pa ra hominizarlo y huma­nizarlo, liberándolo de la carga de inhumanidad que t rae de su pasado histórico. En Jesús nació por fin el hombre realmente salvo y redimido. Sólo El puede, en el poder del Espíritu, cumplir la orden de la naturaleza humana. Por eso fue constituido como nuestro salvador, en la medida en que participamos de El y realizamos la aper tura total que El po­sibilitó para todos, en la esperanza. El mostró que esto no es una utopía antropológica, sino evento histórico de la gra­cia. Al asumir la preocupación de San Anselmo sobre el ca­rácter de necesidad que reviste la encarnación de Dios, po­demos afirmar: para que el hombre pudiera ser realmente hombre, Dios debía encarnarse, es decir, debía penetrar de tal manera la apertura infinita del hombre, que lo plenifi-cara. Y el hombre debía poder ajustarse de tal manera a la medida del Infinito, que pudiera realizarse allí donde sola-

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mente puede realizarse: en Dios. Cuando esto sucede, enton­ces tiene lugar el acontecimiento de la encarnación de Dios y la divinización del hombre. El hombre está salvo. Satisface al llamado más profundo de ser y para el cual existe: ser-comunión con Dios.

Cristo Salvador nos provoca a realizar aquello que El rea­lizó. Solamente somos redimidos y satis-fechos en la medida en que estamos en el empeño de la satis-facción de nuestra vocación humana fundamental. El mostró que la búsqueda insaciable de nuestra definitiva identidad (que implica a Dios) no es un sin-sentido (mito de Sísifo y de Prometeo): desemboca y el hombre tiene la posibilidad de ser aquello que debe ser.

Comprendida en esta dimensión ontológica, nos parece que la idea de la satisfacción puede ser considerada como un instrumento riquísimo para representar la liberación de Jesucristo. Ciertamente a causa de este tesoro latente, es una de las imágenes más populares. Nos sentimos solidarios con Jesús, en el dolor y en la búsqueda, con El, que fue quien, en nombre de todos, satis-fizo al llamamiento a una completa inmediatez con Dios. Pero no sólo esto, sino también en el ansia del encuentro y en la certeza de la llegada.

Todas las imágenes son imágenes por las cuales intenta­mos captar !a riqueza salvífica que siempre está por encima de las imágenes. No podemos quedarnos fijos en ninguna de ellas. Debemos recorrerlas, desconstruyéndolas, dejándolas, reasumiéndolas purificadas, elaborando otras en la medida en que es posible articularlas en el horizonte de una ex­periencia de la fe encarnada en una situación concreta.

Nos falta, empero, abordar un problema espinoso pero im­portante, enunciado arriba: ¿cómo comprender el carácter universal de la liberación de Cristo, es decir, en qué medida es El solidario con nosotros, y su medida su realidad salvífica alcanza a nuestra realidad para salvarla y liberarla?

6. JESUCRISTO LIBERA EN LA SOLIDARIDAD UNIVERSAL CON TODOS LOS HOMBRES

Jesucristo no es el Salvador universal de todos los hom­bres por puro voluntarismo divino: ¡Lo es porque Dios sim­plemente así lo quiso! Hay una razón más profunda, cuya experiencia podemos realizar y controlar. Experimentamos

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la profunda solidaridad existente entre todos los hombres. Nadie está solo. La unidad de la misma y única humanidad sólo se explica adecuadamente en el horizonte de esta uni­versal solidaridad de origen y de destino. Todos somos so­lidarios en la convivencia en un mismo cosmos material; somos solidarios en un mismo proceso biológico; somos so­lidarios en la misma historia humana, historia de las éxitos y fracasos, del amor y del odio, de las divisiones violentas y del anhelo de fraternidad universal, historia de las relacio­nes para con un Trascendente denominado Dios. Por esta radical y ontológica solidaridad todos somos responsables unos de otros en la salvación y en la perdición. "El manda­miento del amor al prójimo no fue dado para que nos so­portemos social o privadamente o tengamos una vida más agradable, sino que es la proclamación de la preocupa­ción de los unos por la salvación de los otros y de la posibi­lidad de esta salvación de unos por medio de los otros".

Ya al entrar en el mundo nos ligamos solidariamente a la situación que encontramos; ella nos penetra has ta la intimidad más radical, participamos de su pecado y de su gracia, del espíritu del tiempo, de sus problemas y anhelos. Si por una parte somos marcados, también marcamos y ayu­damos a crear el mundo circundante. No solamente en el n i ­vel del inter-relacionamiento humano y cultural, sino tam­bién en el nivel de nuestra postura frente a Dios, sea como apertura y acogida, sea como encerramiento y rechazo.

El modo de ser propio del hombre-espíritu, a diferencia del modo de ser de las cosas, consiste en no estar nunca ux-tapuesto, sino siempre junto a y dentro de todo aquello con que se encuentra. Ser hombre-espíritu es poder ser, de algu­na manera, todas las cosas, porque la relación con ellas por el conocimiento y por el amor, establece una comunión y una participación en el destino de lo conocido y amado. Si nadie puede sustituir a nadie porque el hombre no es una cosa in­tercambiable sino una singularidad personal, única e i r re­petible, histórica y libre, puede sin embargo, en razón de la solidaridad universal, ponerse al servicio del otro, unir su destino al destino del otro y participar del drama de la exis­tencia de todos. Así, si alguien se eleva, eleva solidariamente a todos. Si alguien se sumerge en el abismo de la negación de su humanidad, arrastra consigo solidariamente a todos. De manera que somos solidarios con los sabios, los santos, los mís­ticas de todos los tiempos, a través de los cuales se mediatizó

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la salvación y el misterio autocomunicado de Dios. Pero tam­bién siempre somos solidarios con los criminales y los mal­hechores de todos los siglos con los cuales se contaminó y manchó la atmósfera salvífica humana.

Ahora bien, dentro de esta solidaridad universal y onto-lógica se sitúa Jesucristo y su acción liberadora, como lo percibió bien pronto la teología de la Iglesia primitiva al elaborar las genealogías de Jesucristo, e incorporarlas den­tro de la historia de Israel (Mt. 1, 1-7) de la historia del mundo (Le 3, 23-38) y de la historia íntima de Dios (Jn 1, 1-14). Jesús de Nazaret, por obra y gracia del Misterio en la concretez de su recorrido personal, puede acoger y ser acogido de tal manera por Dios, que formaba con El una unidad sin confusión y sin distinción, unidad concreta y no abstracta, que se manifestaba y realizaba en la vida diaria del obrero de Nazaret, y del profeta ambulante en Galilea, en los anuncios que proclamaba, en las polémicas que pro­vocaba, en el conflicto moral que soportó, en la cruz y en la resurrección. En ese camino histórico del judío Jesús de Nazaret tuvo lugar la máxima autocomunicación de Dios y la máxima revelación de la apertura del hombre. Este cul­men alcanzado por la historia humana es irreversible y es-catológico, es decir, representa el término de llegada del proceso humano en dirección hacia Dios. Se dio la unidad entre Dios y el hombre sin pérdida de identidad de ninguna de las partes. Este punto Omega viene a ser la máxima ho-minización y también la plenitud de la salvación y de la li­beración del hombre.

Porque Jesús de Nazaret es ontológicamente solidario con nuestra historia, y nosotros participamos, en El y con El, de este punto Omega y de esta situación de salvación y liberación, por eso la fe lo proclama como liberador y Salvador universal. En El han aflorado y llegado a su máxima realización las es­tructuras antropológicas más radicales, donde irrumpen los anhelos de unidad, reconciliación, fraternidad, liberación e inmediatez con el Misterio que circunda nuestra existen­cia. Aquí es donde reside el sentido secreto y profundo de su resurrección. Cristo, que ha llegado ya al término final, toca por la raíz del ser a todos los hombres, aunque ellos no tengan conciencia de ello o inclusive rechacen la procla­mación de esta buena noticia. Al tocarlos por la solidaridad en la misma humanidad, les abre la posibilidad de la reden­ción y liberación, los anima en la partida desde todos los

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destierros y pone en acción las fuerzas que van sacudiendo toda clase de servidumbres.

Hemos considerado ya cómo estas afirmaciones se hicie­ron historia en la vida de Jesús de Nazaret. Porque hubo la historia de la liberación, por eso se hicieron todas las afir­maciones que hemos presentado. Ellas sólo cobran sentido cuando se confrontan siempre de nuevo con la matriz de donde emanaron. Entonces podemos esperar que dejen de parecer y sonar como ideologías o como consuelos inocuos para esperanzas frustradas.

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VII

LA TEOLOGÍA DE LA CRUZ Y DE LA MUERTE EN EL HORIZONTE DE LA TEOLOGÍA ACTUAL

Las reflexiones histórico-sistemáticas que hemos hecho hasta ahora, ya han tocado los principales problemas im­plicados en la cruz y en la muerte de Cristo. En esta parte pretendemos hacerlos conscientes de una más sistemática, y situarlos dentro de la discusión de los últimos años, que ha sido muy acalorada.

1. UN INTERROGANTE SIEMPRE ABIERTO. . .

Al mirar la historia nos encontramos con la presencia tru­culenta de la anti-historia, de las inmensas dimensiones del mal, del sufrimiento, de la violencia y del crimen. Lo que nos causa problemas no es tanto la violencia física y cósmi­ca que puede producir víctimas, como la turbulencia del mar, los vendavales, el fuego, los terremotos, la degeneración bio­lógica, etc.; lo que se hace problemático para el hombre es la pujanza del mal causado e infligido violentamente por el hombre sobre otra hombre, de grupos humanos contra otros grupos humanos. Existe un exceso de agresividad en las so­ciedades modernas y en la actividad del hombre, exceso que se ha convertido en un desafío para la reflexión antro­pológica.

Existen un mal y un dolor que son el precio de todo cre­cimiento y tienen un sentido relativo en vista del bien an­siado y logrado. Pero hay un mal y un dolor que son fruto de la imbecilidad humana y del desmesurado odio de su corazón, mal y dolores causados voluntariamente. Y existe toda una historia del mal, la pasión de este mundo, que to­ma cuerpo en ideologías, estructuras y dinamismos sociales tendientes a engendrar violencia, humillación y asesinatos colectivos.

Hay males y muertes que, aunque sean violentos, pueden mirarse con cierta complacencia: las personas sufren por la

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maldad que hicieron en el mundo. Hay un sentido de com­pensación y de justo castigo debido a lo que quisieron para los otros y que ahora se vuelven sobre ellos mismos.

Pero también hay males y muertes que son soportadas por quienes quisieron el amor en el mundo, por quienes se em­peñaron en la creación de un mundo más humano; tuvieron que anunciar y denunciar, vivieron un proyecto de gran re­conciliación y soñaron con un mundo donde fuera más fácil ser hermano del otro y donde el amor fuera menos oneroso. Y murieron violentamente, víctimas de sociedades cerradas y de ideologías reforzadas con privilegios de grupos egoístas. Murieron como inocentes, víctimas del odio que pretendían superar. Como dice con infinita tristeza y al mismo tiempo con profunda esperanza el autor de la carta a los Hebreos: "por la fe muchos sufrieron escarnios, fueron flagelados e inclusive puestos en cadenas y prisiones, fueron apedrea­dos, oprimidos, maltratados; el mundo.no era digno de ellos; andaban errantes por los desiertos, por los montes y en las cavernas, en los antros de la tierra. Y todos ellos, aunque probados por la fe, no alcanzaron la realización de la pro­mesa" (de un mundo mejor: Hb 11, 36-39). Murieron y fue­ron muertos. Sus muertes parecen absurdas y sin sentido. ¿Quién dará sentido "a la sangre de los profetas derramada desde el comienzo del mundo"? (cf. Le 11, 50). ¿Qué sentido tiene el asesinato de tantos desconocidos, campesinos y obre­ros que lucharon por una vida más humana y digna para sí y para los demás y fueron masacrados por la prepotencia de los poderosos? ¿Quién los resucitará? El Señor nos dice: "se pedirán cuentas por la sangre de los profetas muertos" (Le 11, 50), pero ¿cuándo será? ¿Hay alguna salida para la existencia humana triturada?

En este contexto se sitúa el sentido de la muerte y de la cruz de Jesucristo. Los problemas implicados son por lo tanto:

—aquel que la causa y la inflige (agresor), —aquel que la soporta y la sufre (crucificado),

cruz-i — a 1 u e l Que l a soporta y la sufre por los otros (sa-| crificio),

—Dios, que permite infligir y soportar la cruz, ^ —Dios, que asume y sufre la cruz y muere en ella.

La fe cristiana presenta a Jesucristo muerto, crucificado en la cruz y resucitado como aquel que asumió todos los

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grandes problemas provocados por la temática del mal como pecado, y de la cruz como misterio de la pasión de la histo­ria: sufrió la violencia de su tiempo; soportó la cruz y mu­rió en ella libremente; soportóla como sacrificio para los demás; esto estaba en la línea del plan de Dios que respeta la libertad y la historia de los hombres; y finalmente, quien moría era el propio Hijo de Dios, de modo que podemos de­cir: Dios muere en la cruz. Este proceso, vivido y sufrido enteramente por el Hijo del hombre y por el Hijo de Dios, liberó al mundo del absurdo de la cruz y de la muerte; hizo de ellos ocasión de redención y de encuentro con Dios. Esto es lo que profesamos en la fe cristiana.

Antes de abordar rápidamente cada uno de estos puntos, veamos algunas tendencias modernas.

2. MODERNAS TEOLOGÍAS DE LA CRUZ

La cruz estuvo siempre presente en la fe, en la piedad y en la teología del cristianismo. Sin ella, el anuncio de re­surrección presentarla una esperanza sin contenido: es el crucificado el que fue resucitado. Sin embargo, no siem­pre se sacaron todas las consecuencias de lo que está la­tente en la cruz y en la muerte de Cristo. Un intento mo­derno de pensar radicalmente la fe a la luz de la cruz ha sido realizado por Jürgen Moltmann, del lado protestante, y por Hans Urs von Baithasar de parte católica. Pero no han sido los únicos. La experiencia moderna del dolor del mundo provocó a otras inteligencias para intentar dar sen­tido al sin-sentido a la luz de la pasión.

a) Jesucristo, el Dios crucificado

J. Moltmann parte de una tesis profundamente enraizada en la tradición luterana: es verdadera teología cristiana la que se hace a la sombra del crucificado y partiendo de la cruz. En la cruz se encuentra la identidad cristiana. ¿Quién puede amar el dolor y el sufrimiento? Y sin embargo el cris­tiano sigue y anuncia a un crucificado, por eso la Iglesia intentó encontrar su identidad en los ritos, en las dogmas y en las tradiciones. Hasta en el nivel de la práctica se plan­tea el problema de la identidad: lo que caracteriza al cris­tiano no es el hecho de comprometerse en el mejoramiento del mundo, como lo hacen tantos hoy, movidos por otras ideologías e inspiraciones; si algún día lográramos realizar

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una sociedad sin clases, proyecto de casi todos los movi­mientos libertarios modernos, aun así el cristianismo con­servarla su identidad; porque ésta se encuentra en la cruz y lo hace loco para los sabios, escándalo para los piadosos, e incómodo para los poderosos. Tanto el verticalismo de la oración como el horizontalismo del amor que incide en la transformación del mundo, sucumben frente a la cruz, don­de todo es cuestionado: un Dios se calla a pesar del grito orante de Jesús; y un Dios se manifiesta impotente frente al empeño de Jesús, que pasó por el mundo haciendo el bien y transformando las relaciones humanas. La teología de la cruz crucifica al cristiano. Ella cuestiona todos nuestros mo­delos, nuestras representaciones del hombre, de Dios, de la sociedad y obliga al cristiano a poseer una identidad que no puede proyectarse en un modelo político, religioso, o de un futuro inmanente en la historia. Ella destruye todo eso y deja al hombre desnudo, como el crucificado en la cruz.

Moitmann procura situar la muerte de Jesús desde esta visión. ¿En qué revela ella su identidad última, que es por tanto la identidad cristiana? Muestra el proceso de Jesús, en el cual fue condenado como blasfemo y seductor mesiá-nico. Su muerte es consecuencia de una vida coherente. Pe­ro no basta decir que murió como un profeta o mártir. Todo esto es verdad, pero no la última verdad que identifica a la identidad. ¿En qué reside ésta? Reside (además del rechazo de los judíos y de los romanos) en el rechazo por parte de Dios mismo. Dios rechazó a su Hijo. El grito de abandono y de desespero en la cruz manifiesta el rechazo del Padre. Jesús sufrió la absoluta ausencia de Dios, se sumergió en los tormentos del infierno. La muerte de Jesús significa el ab­soluto fin de su causa y el fracaso total de su anuncio. Aquí está lo propio de la cruz de Jesús, a diferencia de todas las cruces de la historia.

Esta comprensión destruye todos nuestros conceptos de Dios. Ya no es el Dios plenísimo de Ser, que nos defiende contra todos los que quieren quitarnos el ser; es un Dios que aniquila. Aparece en su contrario: su gracia en los pecado­res, su justicia en los malos, su divinidad en un crucificado; se revela en la impotencia y no en el poder. El Dios de Jesu­cristo es así el Dios que destruye y hace idolátricas todas las imágenes humanas de Dios. Por eso Moitmann, en la línea de Barth, se niega a aceptar todo tipo de religión, cristiana o pagana, puesto que ellas no pasan por la criba de la cruz, son pulverizadas.

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¿Quién muere en la cruz? Es Jesús, el Hijo de Dios. Por lo tanto, la cruz y la muerte guardan una estrecha relación con Dios. Dios es alcanzado por la muerte. De ahí el título del libro, sin coma entre las palabras, Dios crucificado. Dios es el sujeto y el objeto: crucifica y es crucificado. Crucifica porque maldice al Hijo y lo rechaza. Este muere como un Dios abandonado. Dios sufre la muerte del Hijo en el dolor de su amor. Así pues, en Jesús, Dios es también crucificado, y muere. La muerte de Cristo, Hijo de Dios, realiza una po­sibilidad de Dios, la de morir y de ser crucificado. Si Dios no muriera, no sería más grande que el hombre, que puede morir. En la cruz se revela pues la Santísima Trinidad, el Padre que rechaza, el Hijo que es abandonado, y el Espíritu, como fuerza por la cual todo sucede y se mantiene en la unidad.

De esta manera la pasión del mundo es asumida por Dios; no es exterior, sino interior al propio Dios. Pero, asevera Moitmann, no debemos pensar que de esta manera la muer­te y los motivos que llevan a la muerte como el odio y la violencia, son eternizados, porque pertenecen a Dios. Dios debe ser pensado en proceso. Dios es vulnerable y mutable, exactamente porque puede sufrir y amar. Al final, cuando Dios mismo llegue a su identidad, y el Hijo entregue el Rei­no al Padre, entonces Dios será todo en todas las cosas, y el mal y la muerte ya no tendrán más vigencia. Dios mismo habrá superado el rechazar, el matar, el crucificar y el ser crucificado... Será Dios en su gloria.

b) Dios dice no al sufrimiento

U. Hedinger, en su libro "Contra la reconciliación de Dios con la miseria, una crítica del teísmo cristiano y del a-teís­mo", proclama una línea de reflexión totalmente diferente de la de Moitmann. El sufrimiento no se acepta, se combate: he ahí la tesis fundamental de Hedinger. Cualquier intento de justificación del sufrimiento que incluya a Dios, en vez de ayudar a resolver el problema, lo agrava. La solución teísta afirma que Dios Padre omnipotente mantiene el dolor a una distancia infinita de sí. La solución dialéctica que afirma la simultaneidad y la alternancia de la vida y de la muerte, neutraliza al mal teóricamente, pero no tiene en cuenta el mal-crimen, el mal-odio, que no es asumido en una síntesis superior. Se verifica una no-identidad en el proceso dia­léctico de un mal totalmente absurdo. El a-teísmo cristiano de muchos teólogos, que sostiene que Jesús crucificado es

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el lugarteniente de Dios y que soporta con los hombres el dolor, tampoco responde, porque en vez de eliminar el mal, lo perpetúa.

No hay justificación para el mal. El Reino es de felicidad y no de integración del mal. La espiritualidad de la cruz es dolorismo y un dar muerte a las fuerzas llamadas a debelar el mal del mundo. Pero el mundo sólo será liberado y bueno, en la escatología. Hasta entonces, el mal persistirá en el proceso de la creación in fieri (en proceso de realización). El mal es el "todavía no". El pecado, es el negarse a crecer, a desarrollarse, a superar las imperfecciones, negarse a co­laborar con Dios para que la creación sea no sólo de Dios, sino también del esfuerzo humano. Hedinger prefiere un dualismo antes que atribuir el mal a Dios. Toda sublima­ción del dolor y del mal, como lo hace Moltmann, es cruel­dad. El sufrimiento no puede ser el dato focal de la historia del amor. No lo es ni en la experiencia humana ni en la experiencia que tenemos de Dios. Por el contrario, Dios es amor y no laceración y rebelión de Dios contra Dios: "Deus contra Deum". ¿Como pueden ser momento del amor de Dios el matar , el rechazar? La destrucción del otro jamás es ex­perimentada como manifestación de amor. La muerte de Cristo es un crimen de asesinato político. Jesús no tenía que morir en la cruz para manifestar el amor de Dios Pa­dre. La muerte es fruto de una vida de fidelidad al Padre.

De ahí que no pueda decirse que Dios es el autor del mal y del bien, del abandono y del amor. El rechazo del Padre para con el Hijo, significaría un Dios sin amor. Si, en cam­bio, decimos que Dios sufre con nosotros y sufrió en Jesu­cristo, quiere decir que Dios es solidario con los que sufren, sufriendo también El, para librar del sufrimiento con la in­troducción de una forma de amor que se propone asumir el doicr y la muerte, no porque perciba un valor en ella, sino para, desde dentro, hacerla imposible. En cuanto la crea­ción está en camino hacia su identidad, y por eso no todo el mal ha sido vencido, quiere decir que también Dios está en camino. Cuando la creación irrumpa en Dios, entonces tam­bién Dios llegará a su plenitud.

c) El sufrimiento no tiene sentido pero podemos darle un sentido

La obra de la notable teóloga laica protestante Dorotea Sólle, con el título Leiden (Sufrimiento) es una int ransi­gente polémica, especialmente contra Moltmann. Pa ra Solle

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el sufrimiento no tiene sentido, aunque podamos dárselo. Existe un sufrimiento que podemos superar, y otro frente al cual somos impotentes. Frente al profundo dolor, toda palabra es vacía, toda expresión, una traición. Nada se puede hacer sino callar y asistir a un misterio apofático. Aunque Dios interviniese e hiciese supender el martirio de un niño inocente, ni siquiera así habría respuesta. Podemos acercarnos solamente a aquel dolor que podemos modificar y del cual podemos aprender. El -dolor y la muerte que asumimos a causa de nuestro empeño en aminorar el dolor del mundo, estos sí tienen sentido. El cristiano no es un estoico que se deja acontecer y asiste impasible a la pro­pagación de los males del mundo. Se rebela positivamente haciendo un esfuerzo por su superación.

¿Qué relación tiene con Dios el dolor? Solle dice con ra­zón: Dios no envía el dolor como castigo ni como prueba para la obediencia, pues esto implicaría una imagen de un Dios arbitrario. Dios no atormenta ni quiere el dolor. Dios no es sádico. Quiere nuestra lucha contra el dolor. El dolor que nace de la lucha sí es digno y querido por Dios. No por­que quiera el dolor, sino porque quiere nuestro esfuerzo. Hace luego violentas críticas a Moltmann, como veremos luego en detalle. Asimismo Sólle se niega a reconciliar a Dios con la miseria. "Quien no llora, no tiene necesidad de la utopía, pero para quien solamente llora, Dios es mudo para él". El hombre debe asumir el desafío del dolor, para producir amor y asumirlo con amor, aunque genere dolor.

d) Memoria passionis

La vía de J. B. Metz está en un proceso interrumpido. De una teología antropológico-existencial (Antropocentrismo cristiano, de 1962), pasa a la teología de la secularización (Teología del mundo, 1965-1966) y desemboca en la teología política (1967 ss.). Desde 1969 habla de la memoria passionis, que invoca un nuevo método para hacer teología, la teología narrativa, haciendo contrapeso a la teología argumentativa (1972 ss.). El contenido de la fe cristiana ni puede articu­larse solamente dentro de un horizonte concordista y ar­gumentativo, ni tampoco en un método dialéctico para solucionar los problemas y contradicciones de orden histó­rico y social. Subsiste siempre una dialéctica negativa que no es asumida en una síntesis superadora. En otras palabras: hay un mal que no es bien para nada. Es pura iniquidad y maldad. La historia de los muertos y ajusticiados injusta-

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tamente no puede rehacerse. Ellos quedan en la historia co­mo permanente denuncia al homo emancipator, al hombre que pretende hacer un proceso lineal y sin sacrificios. Aquí es donde entronca la memoria passionis de los que fueron vencidos, la cual puede despertar peligrosas visiones, enca­bezar nuevos movimientos liberadores... Jesús es narrado dentro de una memoria asi. No se argumenta; simplemente se narra la historia. Esta historia rompe todas las totalida­des que quieren incorporar el mal, el dolor, el pecado, como función dentro de un mecanismo mayor. Hay una negativi-dad que no se deja encuadrar, que no tiene sentido, pero puede tener futuro. Es lo que se reveló en Jesucristo re­sucitado. Un crucificado, absurdamente matado, es el que resucitó, y así respondió el enigma de la historia: los que han sido matados, desde el comienzo del mundo, viven como Jesús. La memoria passionis se transforma entonces en me­moria resurrectionis (memoria de la resurrección). Ese fu­turo muestra que el sentido no constituye simplemente un potencial de los vencedores y arribistas. En la resurrección se muestra otro sentido que es futuro de los que fueron massa damnata (materia condenada), los olvidados y ca­lumniados de la historia. Así, la Iglesia que une las dos me­morias no es una comunidad argumentativa, sino narrado­ra, actualizadora de recordaciones y memoria viva. Es el Evangelio vivo dentro de su vida. Pero debe saber contar y narrar, saber recordar y rememorar de modo que signifique el desenmascaramiento de las ideologías totalitarias. El pen­samiento argumentativo no es eximido de su función: sirve de apologética para defender la narración y actualizarla continuamente.

e) La cruz no es para entenderla, sino para asumirla como escándalo

Hans Urs von Balthasar se niega a trascender mediante la razón el escándalo que significó la cruz para todo el pen­samiento humano. La cruz es escándalo. En la medida en que permanezca como escándalo, en esa misma medida es cruz. Dentro de un cuadro de intelección deja de ser cruz y pasa a función de otra realidad y así se pierde como cruz escandalosa.

Inicialmente, dice Balthasar, la encarnación misma posee un carácter "pasional", es decir, está orientada a la pasión. Encarnación significa que Dios asume la totalidad de la ex­periencia humana, la experiencia del pecado y del infierno.

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Cristo asumió todo esto a lo largo de su vida hasta la muer­te, hasta la experiencia que todos vivimos del abandono de Dios hasta el descenso al infierno como un sentirse absolu­tamente condenado. Por eso la pasión de este mundo se transforma en pasión de Jesucristo. Esta kénosis implica un cambio en la imagen de Dios, imagen que fue perjudicada por la concepción estática griega del Deus immovens (Dios inmóvil).

La tradición hace dos afirmaciones fundamentales: la máxima kénosis (anonadamiento) de la cruz es gloria (San Juan: la muerte es elevación en dos sentidos: elevado en la cruz y elevado en la gloria); por la encarnación, Dios no só­lo redimió al mundo, sino que reveló su propia profundidad última. Por eso la encarnación afectó a Dios, puesto que El se reveló. Esta revelación implica que el mundo y la encar­nación deben pensarse intratrinitariamente y no sólo como obra ad extra. Al aceptar esto, se impone que al encarnarse Dios, la SS. Trinidad asume el dolor y la muerte. Al morir en la cruz, Dios sigue siendo Dios y la muerte es una forma de Dios. La omnipotencia de Dios consiste en poder soportar todo, no en poder evitarlo todo. La inmutabilidad de Dios está en poder cambiarse totalmente. En otras palabras, lo inmutable de Dios es el que El sea siempre mutable y proceso.

Existe una verdad teológica que está entre la pura in­mutabilidad de Dios hasta el punto de que la encarnación apenas significa algo exterior a Dios y una mutabilidad de Dios tal, que la autoconciencia de Jesús queda totalmente alienada dentro de la conciencia humana, que es la siguien­te: el cordero inmolado desde el comienzo del mundo-(cf. Ap 13, 8; cf. 5, 6. 9. 12).

Concretamente, el camino de Jesucristo debe pensarse dentro del plan eterno de Dios, que es un plan que envuelve todo, dolor, muerte y cruz: todo esto pertenece al Hijo eter­no. Asume todo esto cuando se encarna.

La imagen de Dios debe cambiar, pues, ampliando los ho­rizontes de la comprensión de lo que llamamos mundo e historia. No deben entenderse fuera de Dios, sino dentro del proceso trinitario de Dios mismo. Así se entiende que Dios pueda cambiar. El cambio del mundo no es sino la forma mundana del cambio de Dios.

Dios debe ser buscado sub contrario. Allí donde parece que no hay Dios, donde parece que se ha retirado, allí está Dios en grado sumo. Esta lógica contradice a la lógica de la ra-

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zón, pero es la lógica de la cruz. Esta lógica de la cruz es escándalo para la razón y debe mantenerse así, porque sólo así tenemos un acceso a Dios que de otra manera jamás ten­dríamos. La razón busca la causa del dolor, las razones del mal. La cruz no busca causa ninguna: Allí mismo en el dolor Dios está en grado sumo. Donde la razón veía ausen­cia de Dios, en la lógica de la cruz, es allí donde está la revelación de Dios. Balthasar mueve de este este punto de vista una polémica ruda contra toda la filosofía que in­tenta hacer de la cruz un principio de intelección universal. Ella no es nada de eso: debe conservarse como cruz, como una tiniebla frente a la luz de la razón y de la sabiduría de este mundo.

El hia to que aparece entre una y otra sólo se colma con la resurrección como realidad escatológica. Allí se muestra que en la cruz la vida presente se revela en su plena luz. La resurrección no es obra de la luz de la razón, sino de las tinieblas de la muerte; por eso es el crucificado quien re­sucita, no es Apolo ni Júpiter, ni el hombre en su gloria quien pasa a una gloria mayor. Es el abandonado, el recha­zado. Esto viene a mostrar que dentro del abandono y el rechazo hay una vida diferente y plenamente divina: la resurrección. Esta representa la unidad del propio proceso trinitario.

La cruz pensada tr ini tariamente es más que mera cruz del Hijo. Implica a las tres personas divinas: el Padre, como agente principal, el Hijo como el que solidariamente con los hombres experimenta lo que significa decir no a Dios, sin haber dicho no El mismo (Hb 4, 15), y el Espíritu Santo, como reconciliación de todo, del Padre con el Hijo y de la creación con Dios.

f) La crnz es escándalo porque es crimen

Las reflexiones teológicas de la teología de la liberación acerca del significado histórico y salvífico de la cruz se con­centran principalmente en la dimensión encarnatoria de la salvación. "La teología de la cruz debe ser histórica, es decir, h a de ver la cruz no como un designio arbitrario de Dios, sino como la consecuencia de la opción primigenia de Dios: la encarnación. La cruz es consecuencia de una encarnación situada en un mundo de pecado que se revela como poder contra el Dios de Jesús" (Jon Sobrino, 155).

La cruz debe entenderse como solidaridad de Dios que asumió el camino del dolor humano, no para eternizarlo,

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sino para suprimirlo. La forma como lo quiere suprimir no es mediante la fuerza y la dominación sino mediante el amor. Cristo predicó y vivió esta nueva dimensión. Fue rechazado por el "mundo", que estaba orientado hacia la automanutención del poder. Sucumbió a esta fuerza, pero no desistió de su proyecto de amor. La cruz es símbolo del po­der humano; es símbolo de la fidelidad y del amor de Jesús. El amor es más fuerte que la muerte, frente a ésta sucumbe el poder. Por eso triunfó la cruz-lealtad, la cruz-amor. A esto se llama resurrección: a una vida más fuerte que la vida-poder, que la vida-bios, que la vida-ego. La cruz no puede ser proyectada hacia dentro de Dios. ¿De qué cruz se t ra ta? ¿De la cruz del amor? ¡Esta sí que puede serlo! Pero ésta sólo surge como consecuencia de la cruz-odio. La cruz en sí misma no es símbolo de amor y de encuentro, porque es forma de suplicio, y medio con el cual el hombre da salida a su poder vengador. Por eso en Dios no se puede proyectar esta cruz si no queremos destruir toda posible com­prensión de Dios. El Dios que muere y que rechaza a su propio Hijo sólo es comprensible dentro de una teología del amor. El rechazado sustituye y representa a los pecadores del mundo. No es rechazado porque es Hijo; es rechazado porque se hizo pecado del mundo, a pesar de no haber co­metido pecado alguno.

El compromiso de la fe y del cristianismo organizado co­mo fuerza histórica es hacer cada vez más imposible el odio que engendra a la cruz, no como violencia que todo lo im­pone sino con el amor y reconciliación que a todos conquista.

3. CONVERGENCIAS Y DIVERGENCIAS EN LAS VARIAS POSICIONES

a) Un Dios que no sufre, no libera del sufrimiento

Todas estas visiones teológicas son realmente visiones. Quizá la forma más teo-lógica de hablar de los radicale pro­blemas humanos como el sufrimiento, la muerte, el amor, la vida, sea medíante un lenguaje simbólico y mítico. Estos len­guajes quizá no explican mucho, pero "hacen pensar" y muestran una salida que no es una fórmula, ni la conclu­sión de un argumento, sino un caminar juntas , un solida­rizarse, u n llorar juntos y consolarse juntos. Esto supone el paso de un concepto de Dios estático, apático (que no sufre) hacia un Dios vivo, patético (que tiene pathos y puede su­frir). Esto lo hacen todos los autores. Como dice Bonhoeffer,

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un Dios que no sufre no puede liberarnos. El problema está, sin embargo, en cómo entender el sufrimiento de Dios. ¿Có- • mo hablar de El?

b) Un Dios muere: ¿de que Dios se t ra ta?

¿El sufrimiento puede ser incorporado y la muerte ser aproximada a Dios de modo que Dios se haga sujeto del do­lor, del sufrimiento, y no simplemente objeto del sufrimien­to y del dolor causados por otros? (Dios activo: produce el dolor en el mundo; Dios pasivo: sufre el dolor del mundo, se solidariza con él). Aquí comienza el gran problema. Dios hecho indistintamente sujeto de la muerte (Dios muere y causa la muerte) provoca un modo de hablar teológico pro­fundamente ambiguo y primitivo. En el discurso de Molt-mann se nota una ausencia profunda de rigor teológico. Dios es epifánico, aparece como dolor y muerte. El lenguaje des­cribe un fenómeno como describe otros de la experiencia cotidiana. De ahí lo poco ceremoniosamente que habla de la "rebelión de Dios contra Dios". "Desunión en Dios", "enemistad entre Dios y Dios", "Dios que rechaza, está contra Dios", "Dios mismo abandonado por Dios", abando­no de Jesús en la cruz como un acto positivo y exclusivo del Padre que rechaza al Hijo y se irrita contra él. . . " . Aquí hemos caído en una forma primitiva de hablar, forma mí­tica en el sentido peyorativo porque está articulada dentro de una conciencia objetivante. No es ya un hablar teo-lógico que cae en cuenta de la ambigüedad y del carácter ana-ló­gico de nuestro discurso sobre Dios. Todo esto está ingenua­mente ausente en uno de los teólogos más celebrados del momento.

c) ¿Dios crucifica a su Hijo?

La tesis más difícil de Moltmann y también de Balthasar en buena parte, es que el Padre realiza el sacrificio del Hijo en la cruz. El Padre hace lo que no hizo Abraham; éste in­tentó sacrificar a Isaac, su hijo. El Padre fue más lejos: mató al Hijo. Moltmann se queda fascinado con este acto, pues estamos frente a una radical teología de la cruz. Ya no es lo de la teoría freudiana, el Hijo que mata al Padre, sino el Padre que ma ta al Hijo.

Esto lo afirman tanto Balthasar como Moltmann para destacar la cruz como escándalo. Aquí ya no se sabe más: ¿o la cruz es escándalo frente a una comprensión humana (religiosa para los judíos o filosófica para los griegos) o

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debe ser un escándalo tan absoluto que lo es también para Dios? Parece que todo se ha dicho para romper con cual­quier posibilidad de funcionamiento del logos. No hay po­sible control por ninguna instancia. Es un hecho bruto, dogmatismo el más radical, que está a un paso del ateísmo. Fideísmo y ateísmo poseen una misma estructura. Así se entiende que ya no hay nada para obviar un total ateísmo o reducir al cristianismo a un dogmatismo fanático que se afirma como pura voluntad de poder. Presentar tal realidad de la cruz como liberación y crítica a todos los proyectos liberadores, es la forma como se universaliza una esclavitud. Se libera haciendo a todos esclavas de un concepto tiránico de Dios, absurdo, sin ninguna instancia de racionalidad y de luz, como pura oscuridad y arbitrariedad, ya que El resol­vió en su eterno albedrío instaurar la cruz por la cruz, el sacrificio del Cordero, por pura determinación.

Si estas afirmaciones se hacen para mantener vivo el es­cándalo, entonces se puede pasar a formas todavía más es­candalosas contra todo el buen sentido y la medida del buen tono. Se dice: quien muere es el Hijo de Dios, luego la muerte tiene que ver con Dios, es Dios quien muere. Correcto, pero no in recto, sino sólo in obliquo. Dios no muere in recto porque el morir es el modo propio de ser-hombre. Dios cuando asu­mió al hombre, no lo aniquiló, sino que lo asumió ínconfuse (sin confusión ). Por lo tanto respeta el modo de ser propio del hombre. Pero a causa de la íntima unión podemos decir in obliquo, en un sentido traslaticio, que Dios muere. Aún más, Jesús sonrió, comió, hizo digestión de lo que ingirió, Je ­sús tuvo las necesidades humanas como el hambre, la sed, el sueño, las necesidades biológicas. En la lógica de Molt­mann podemos transformar esto en problema trinitario: ¿qué significa que Dios tuvo que hacer necesidades biológi­cas? ¿Cómo se inscribe esto en el proceso trinitario? Y ter­minamos transformando la fe tr ini taria y cristológica en un capítulo de la mitología antigua y en una porción de la mo­derna pornografía. El lenguaje ha perdido su rigor y ha degenerado en un puro mecanicismo deductivo de fórmulas interpretadas materialmente.

Somos de la opinión de que cuando la fe dice, en la reve­rencia del silencio místico, que Jesús es Dios, dice todo lo que puede decir. De allí en adelante sólo cabe el silencio porque lo que diga de más, es vacío, superfluo o redun­dante. Por eso no podemos construir y continuar hablando sobre esta realidad. A la teología y a la fe les corresponde únicamente mostrar que no es contradictorio decir Jesús es

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Dios. No podrá tomar a Dios como una instancia fija, esta­ble y deducir de ella, porque ese Dios ya no sería el de la fór- • muía "Jesús es Dios". Sería un ídolo, de donde podría dedu­cir cualquier cosa. A más de este trabajo apologético de mostrar la no-contradicción, no le corresponde a la teología hacer toda una sistemática teológica de la combinación Dios-Hombre, sino elaborar una ética: ¿cómo caminar junto con Jesús que es también Dios? ¿Cómo seguirlo para aproxi­marnos cada vez más a El? El camino occidental de la teo­logía anduvo en dirección a una sistemática, con todas las contradicciones insolubles y falsas con las cuales se debate has ta hoy. No elaboró una ética y una política. Por eso decayó en una abstracción doctrinal y entregó la ética y la organización de la vida a los principios paganos de la ética a Nicómaco o a los imperativos de la raison d'Etat o de la Iglesia-gran-institución.

En la visión de Moltmann, la pasión se reduce en el fondo a una causalidad única: la de Dios Padre. No se toma en serio la causalidad de los adversarios, que con su encerramiento, produjeron la muerte histórica de Jesús. Todo esto es absorbi­do en Dios. ¿Es verdad, pregunta por ejemplo Sólle, que el Pa­dre es causa del sufrimiento de Jesús? No, porque Jesús sufrió libremente y por amor al mundo, a la sociedad y a los su­frientes y por el ansia del Absoluto. La humanización del dolor del mundo no consiste en que el Hijo también haya sufrido, sino en el cómo sufrió. Si El también sufre como sufren todos, asume el dolor por el dolor, porque el dolor es de Dios, pues Este también sufre y es dolor, entonces no hay posibilidad de superar el dolor; éste es eterno. Estamos irremisiblemente perdidos y entregados a sus dinamismos deshumanizantes. En esta visión, la experiencia del dolor es sin esperanza.

Existe un paralelismo sorprendente entre esta teología que descarga toda la violencia en Dios y la visión tenebrosa del nazismo. Sólle cita un pasaje de Himmler con ocasión de su visita a Poznam, en Polonia, un lugar de concentración y de eliminación de prisioneros. A los subordinados les ha ­bla así:

"La mayoría de ustedes sabe lo que significa el que se amontonen cien, quinientos, mil cadáveres en un mismo lugar. Haber soportado esto, y sacando las excepciones propias de la debilidad humana, haber conservado la compostura, esto es lo que los h a endurecido. He aquí una página gloriosa de nuestra historia, que hasta ahora nadie había escrito y nadie escribirá j amás" (cf. Hofer, W., 1957).

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El equívoco de esta teología que proyecta indiscriminada­mente el dolor y la cruz en el seno de Dios mismo, consiste en aceptar al Padre como asesino de Jesús. La ira divina no se sacia con la vigilancia sobre los hijos, hermanos de Jesús; se extiende sobre el Hijo unigénito. Así, el parricidio asume una dimensión sacral y teologal. A semejante visión macabra le debemos negar cualquier legitimidad cristiana porque destruye toda la novedad del Evangelio y lo consti­tuye en instrumento para sacramentalizar la iniquidad del mundo. No fuimos bautizados, muertos y resucitados en Je ­sucristo para esto.

Si Dios se calla ante el dolor es porque El mismo sufre, asume la causa de los martirizados y sufrientes (cf. Mt 25, 31). Esta causa no es ajena a El. Y si la asumió no fue para eternizarla y quitarnos la esperanza; sino porque quiere acabar con todas las cruces de la historia.

El cristianismo comenzó siendo una religión de esclavos, de proletarios y de marginados, pero no para eternizar esta situación, sino para superarla. Es una moral que subvierte las relaciones amo-esclavo.

¿Para .qué sirve el dolor? ¿Para transformar y cambiar el mundo? Entonces tiene sentido y es tristeza según Dios, en el lenguaje paulino (2 Cor 7, 8-10). ¿Para la aniquilación y el esclerosamiento? Entonces es tristeza según el mundo y de nada sirve sino para labrar el propio infierno para aquel que comete el mal (cf. 2 Cor 7, 8-10).

El problema del mal no es un problema de teodicea, sino de ética. Se entiende el mal, su peso y su superación, no es­peculando sobre él, sino asumiendo una práctica de combate y de creación del bien y de las causas que producen el amor y la liberación de las cruces de este mundo

d) Dios doliente: ¿cómo sufre Dios?

Decir que Dios es amor es decir que es vulnerable, en otras palabras, Dios ama y puede ser correspondido o rechazado. Decir que Dios es amor, es postular un polo que también es amor, el cual puede entablar un diálogo de amor con Dios. El amor solamente se da en la libertad y en el encuentro de dos libertades. La historia de la salvación muestra la capa­cidad de rechazo del hombre al amor. Esto no es indiferente a Dios. Dios sufre por el rechazo del amor; pero el amor no quiere el sufrimiento sino la felicidad. Porque quiere en gra-

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do sumo la felicidad del otro, continúa amándolo aun cuan­do él se resista a amar. Asume su dolor, porque lo ama y quiere condividirlo con él. Este es el sufrimiento de Dios, fruto del amor y de su infinita capacidad de solidaridad. Dice Moltmann con razón, y en esto lo apoyamos: "La Tri­nidad es completamente en sí misma y completa en sí mis­ma. Pero está abierta al mundo y al hombre, y es 'imperfec­ta ' en su ser de amor en el mismo grado que el amante que no quiere ser perfecto sin la participación del amado" (Theologische QuartalSchrift 153 (1973), 350).

Pero no debemos proyectar en Dios los mecanismos gene­radores de dolor, de cruz, de división, de odio entre los hombres. En una palabra, no podemos ligar Dios y cruz co­mo un lazo de unión en su identidad divina. Si fuera así, estaríamos perdidos. Si Dios mismo sufre en su esencia, si Dios odia, si Dios crucifica, entonces no tenemos salvación. Porque El sería simultáneamente bueno y malo y estaríamos entregados a la alternancia eterna del bien y del mal. ¿Có­mo hablar de redención que viene de Dios si Dios mismo ne­cesita de redención?

Sin embargo, la cruz afecta a Dios, porque significa vio­lación de su proyecto histórico de amor y viola el sagrado derecho divino. Ella significa rebelión, constitución del Rei­no del hombre sin Dios. Si Dios está más allá de la cruz-odio, si Dios no entra en el mecanismo de la cruz-crimen, enton­ces ese Dios puede transformar la cruz en amor, y hacerla bendición.

Si Dios fuera cruz, nada significaría la redención de Jesús y su solidaridad con los crucificados del mundo. Para sufrir, Dios tiene que asumir algo diferente de El. Lo diferente de Dios, lo totalmente diferente de Dios, es la situación de no-Dios, de negación de Dios, la situación de cruz-crimen. Si en Dios hubiera cruz, la encarnación de Dios ya instituiría la cruz y Dios no. habría asumido nada. Habría revelado lo que El es: cruz y dolor. Sería El mismo proyectado en el mundo. Pero porque El no es cruz, por eso puede asumir la cruz como algo nuevo, también nuevo para Dios. Y esto es una ganancia inclusive para Dios. La asume como solidari­dad para con los que sufren, no para sublimar y eternizar la cruz, sino para solidarizarse con los que sufren en la cruz, para transformarla en señal de bendición y de amor sufriente. Por tanto, el amor es el móvil.

En esto reside el sentido de Dios en la cruz, de las afir­maciones del Dios doliente y de una teología patética. En

esta visión, la pobreza, la sentencia, el ultraje y el sufri­miento soportados, ganan una dimensión divina. No es para dar muerte a la conciencia en la lucha contra la pasión del mundo, sino para decir que solamente en la solidaridad con los crucificados se puede luchar contra la cruz; que sola­mente en la identificación con los atribulados de la vida, se pueden liberar efectivamente de las tribulaciones. Y ese fue el camino de Jesús, la vía del Dios encarnado.

4. LA CRUZ COMO MUERTE DE TODOS LOS SISTEMAS

La cruz no puede colocarse como principio generador de un sistema de comprensión, como lo hacen Moltmann y Bal-thasar. La cruz es la muerte de todos los sistemas, porque no se deja encuadrar en nada. Hace romper todos los lazos. Es símbolo de una total negación. Es pecado y rechazo de Dios, porque es fruto de una libertad. En casi todos estos sistemas que hemos referido antes, casi que nunca se habla de la libertad humana, capaz de un gran rechazo a Dios, y capaz de crear el infierno. La cruz nació de un rechazo del Reino. Como pecado, es totalmente absurda. No tiene nin­guna inteligibilidad. Por eso no puede constituir un eslabón dentro de un sistema lógico y coherente. La cruz rompe todo, porque rompe con Dios, el Logos absoluto. Pero si la cruz es un absurdo, todavía más absurdo es Dios si la ha asumido. Aquí está el hecho decisivo y verdadero. Aunque absurda, sin embargo, no constituye un límite para Dios. Dios es tan grande, t an más allá de cualquier posible negación, que puede inclusive asumir lo absurdo, no para divinizarlo, no para eternizarlo, sino para revelar las dimensiones de su gloria que sobrepasa a cualquiera luz que venga del logos humano y a cualquiera oscuridad que pueda venir del co­razón. Dios asume la cruz en solidaridad y amor con los crucificados, con los que sufren en la cruz. Les dice: aun­que absurda, la cruz puede ser camino de una gran libera­ción. Con tal que la asumas en la libertad y en el amor. En­tonces liberarás de su absurdo a la cruz y te liberarás a ti mismo; hazlo y te harás más grande que la cruz. Porque la libertad y el amor son más grandes que todos los absurdos y más fuertes que la muerte. Porque puedes hacer también de ellos caminos hacia Mí.

Así, la cruz entra dentro de la historia del amor, de lo que él puede como capacidad de solidaridad. La cruz es el lugar donde se revela la forma más sublime del amor, don-

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de se muestra su esencia. La esencia del amor se realiza en poder estar en el otro en cuanto otro, en el totalmente otro. El totalmente otro de mí es el enemigo. Amar al enemigo (cruz), poder estar en él, asumirlo, todo es obra de amor. Aquí está su esencia. La cruz asumida realiza totalmente al hombre, porque le confiere la oportunidad de amar en íor-ma más sublime. La cruz no es amor ni fruto del amor; es el lugar donde se muestra lo que puede el amor. La cruz es odio que es destruido por el amor que asume a la cruz-odio. Entonces es cuando libera.

Pero la cruz-odio es un misterio, inaccesible a la razón discursiva, pero realizable en una praxis humana. No hay ningún argumento lógico que justifique la negación del hombre a otro hombre y del hombre a Dios. Pero sucede. Por lo tanto la cruz no puede, ser sistematizada dentro de una concepción coherente del mundo y de Dios. Destroza todo. Por eso ella es símbolo de nuestra finitud y límite de nuestra razón. La cruz crucifica a la razón y crucifica a la teología como comprensión sistemática de Dios y de las cosas divinas. Amar esta fragilidad, entenderla como forma de mostrar otro acceso a Dios, por la asunción de la cruz en el amor: esta es la gran oportunidad y el gran desafío que ella lanza a nuestra libertad.

La cruz no está allí para ser comprendida. Está allí para ser asumida y recorrer el camino del Hijo del hombre que la asumió y por ella nos redimió.

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VIII

EL SUFRIMIENTO QUE NACE DE LA LUCHA CONTRA EL SUFRIMIENTO

El acceso a los grandes problemas de la vida y de la muer­te, del dolor y del amor, no se hace por el concepto sino por el mito; no por la argumentación sino por la narración. La historia de la reflexión sobre el sufrimiento, desde el Job de la Biblia hasta el Job de C. G. Jung, es la historia del fracaso de todas las soluciones teóricas y del malogro de todos los conceptos. El mal no está allí para ser compren­dido, sino para ser combatido: esta es la conclusión que resulta de la vida narrada de aquellos que ayudaron a dar sentido al sufrimiento, no por una investigación sobre él, sino por una lucha tenaz contra el mismo. Sufrieron al com­batir contra el sufrimiento; pero su sufrimiento fue digno, gratificante y profundamente liberador. He aqui una passio vitae sufrida muchos, muchísimos años atrás:

1. MYSTERIUM ET PASSIO LIBERATIONIS

El padre Carlos Alberto es párroco rural en un lugar donde hay muchos latifundios en manos de pocas y riquí­simas familias. Millares de arrendatarios, semi-analfabetos, viven una vida "severina", como dice Dom Helder Cámara: "Más que vivir, vegetan. Vegetan, no como un árbol fron­doso, con fuertes raíces, sino como el cactus, su hermano. Hasta hoy no se han rebelado. De sus padres, analfabetos y en la capilla del ingenio de su patrón, aprendieron a tener paciencia como la tuvo el mismo Hijo de Dios, tan ultra­jado, que murió en la cruz para salvarnos. A su modo ha deducido que la vida es así. Formado en una escuela de cristianismo y fatalismo, le parece normal que unos nazcan ricos y otros pobres, porque esta es la voluntad de Dios" (Revoluga© dentro da paz, Rio, 1968, 18). El padre Carlos Alberto se da cuenta al punto: aquí evangelizar implica también anunciar y hacer valer los derechos fundamenta-

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les de la persona humana; pastorear exige promover y li­berar también socio-políticamente. ¿Cómo hacer creíble y liberador para el no-hombre el mensaje cristiano de que Dios es su Padre? ¿Qué cambios estructurales se hacen necesarios en el ambiente para que pueda verificarse (re­sultar verdadero) y tenga sentido existencial el anuncio de que todos somos hermanos? Con mucha dificultad empieza a reunir al pueblo. Se hace la lectura y la meditación de los textos del Nuevo Testamento en pequeños grupos de base que se van formando lentamente. No hace introducción ideológica alguna: actualiza el Evangelio, lo aplica a la vida, hace pensar al pueblo, lo hace decir su palabra ver­dadera, tomar conciencia de que son gente y no cosas ni animales. Insiste mucho en la fuerza de transformación histórica del cristianismo, como por ejemplo en la idea del Reino de Dios. Este no es solamente la nueva vida hacia la. cual marchamos, sino que ya comienza aquí en la tierra y se va construyendo con la gracia de Dios y el esfuerzo humano. Es parte del Reino de Dios el que se posea un mí­nimum para una vida honesta, organizar la higiene, crear escuelas y solidarizarse con todos los hombres, especialmen­te con los humillados y ofendidos. El Reino no es sólo eso, porque implica la vida con Dios, el perdón de los pecados y el futuro feliz para todos los justos. Pero no serla Reino de Dios si no postulara también la transformación de este mun­do. Las exigencias del Reino crean conflictos, pero esa es la condición de la verdadera conversión y de la liberación. Jesús mismo provocó conflictos. Su muerte no fue fatalidad; fue causada por las intrigas de sus opositores que se sentían amenazados. Asumió la muerte y el sufrimiento con valen­tía, por fidelidad a Dios y por amor a los hermanos.

Desde el Evangelio, el pueblo se va liberando de la religión de la fatalidad y del desaliento. Comprende que no es vo­luntad de Dios que haya ricos y pobres. La pobreza no nace por generación espontánea, sino que esconde un problema de justicia, de falta de solidaridad y de ausencia de frater­nidad'; nace de la ganancia desmesurada de algunos. Es pe­cado no sólo en el nivel personal, sino también en el nivel internacional. Con la lectura y meditación del Evangelio, va surgiendo en el pueblo menudo una conciencia crítica que comienza a cuestionar el orden establecido en la tierra: si Dios dio la tierra a todos los hombres, ¿por qué hay algunos que poseen casi todo? ¿Por qué nosotros plantamos y cose­chamos y la cosecha es casi toda del dueño de la tierra? ¿Cómo debemos hacer para ser más hermanos y para que sea menos difícil amar?

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El padre Carlos Alberto, solo, a duras penas, con sacrifi­cios que comprometieron su salud y lo llevaron casi- a un infarto, después de tres o cuatro años logró que el pueblo entrara en un decidido proceso de liberación. Y esto fue lo­grado no sin sufrimientos y contradicciones de toda clase. Pero es un sufrimiento que tiene sentido porque construye; y es condición de todo verdadero crecimiento. Antes el pue­blo sufría sin sentido, invadido por un terrible desaliento: "Dios así lo quiere; quiere que cada cual tenga su suerte, unos ricos y otros pobres". Ahora surge otro tipo de sufri­miento, tanto para el pueblo como para el padre Carlos Al­berto, sufrimiento por conservar las conquistas alcanzadas y seguir adelante, por defenderse contra los que se sienten amenazados y tienen poder sobre la vida y la muerte. El patrón se consideraba a sí mismo bueno y generoso porque, a más de dar una choza a cada familia, consentía que ella plantara en su tierra y cogiera un poco para sí. Ahora se siente amenazado. Dice: el pueblo se hinchó de novedades, ha frecuentado la escuela del padre, adhirió a los sindicatos rurales, habla de sus derechos, se ha vuelto subversivo y comunista. Sin vacilar comienza a expulsar a los trabaja-jadores, a quemar sus chozas y a luchar contra el causante de todo: el padre.

Y entonces comienza para todos una verdadera pasión. Concentrémonos sobre la figura del padre, porque la passio populi nostri nos llevaría muy lejos. Primero el padre Carlos Alberto ve su comunidad dividida; los comprometidos con el sistema latifundista ya no vuelven a la iglesia: comien­zan a difamar al padre, lo acusan de hacer política; luego, de predicar la subversión, porque lucha por la justicia e insiste en los derechos humanos. Debe ser alejado de la parroquia. Van donde el señor obispo y le hacen toda clase de acusaciones. El pueblo se solidariza con el padre. Se agravan las tensiones; bajo el pretexto de ocupación de tierras, son apresados algunos del pueblo, precisamente de los líderes de evangelización. Son torturados. Las familias se sienten amenazadas pero se mantienen firmes. El obispo resuelve remover al padre en el nombre de razones superio­res y porque se ha perturbado el orden. La prensa comienza una campaña de difamación: el padre utiliza el método marxista, es subversivo. Finalmentes es tomado preso por los organismos de la seguridad nacional. Es interrogado y tor­turado durante días sucesivos. Recibe visitas del obispo y de muchos sacerdotes. Hay una solidaridad a nivel personal. Pocos se dan cuenta de la estructura de poder que logra im­ponerse y utiliza el poder sagrado del obispo para hacerse

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valor, autolegitimarse y mantener el orden, que es orden en el desorden. Tiempo después es liberado el padre. Irá a otro lugar cualquiera a recomenzarlo todo. Con el mismo entusiasmo, y con la misma resolución, sólo un poco más maduro. Vivifica el corazón de este márt i r anónimo una alegría que no es de este mundo, porque el mundo no puede producirla ni darla: la alegría de sufrir por causa de su pueblo, de participar de la pasión del Señor y de haber pues­to un eslabón más en la corriente de liberación histórica que Dios va construyendo mediante el esfuerzo humano para subvertir todos los órdenes inicuos que se oponen al Reino.

Este sacerdote representa a muchos otros en el continen­te sudesarrollado de América Latina, que continúan sacri­ficándose en casi todos los países. Muchos ya han sido asesi­nados, como en 1975 el colombiano padre Iván Betancourt, en un pequeño país de América Central. Se solidarizó con los campesinos expulsados de sus tierras por poderosos lati­fundistas. Lo secuestraron y lo interrogaron para que con­fesara que era marxista y subversivo; le cortaron las orejas y lo interrogaron; le cortaron la nariz y lo interrogaron; lo castraron y lo interrogaron; le cortaron la lengua y sus­pendieron el interrogatorio. Después despedazaron todo su cuerpo; pero como todavía se movía, lo ametrallaron; final­mente lo lanzaron en un profundo pozo; y rellenaron el pozo. Fue muerto en defensa de sus hermanos. Nos parece estar oyendo las Acta Martyrum de la Iglesia antigua, o el relato de la Carta a los Hebreos: "Otros fueron sometidos a los tormentos, rehusando la l iberación. . . otros soportaron burlas y azotes y hasta cadenas y prisiones; apedreados, torturados, aserrados, muertos a espada; anduvieron erran­tes cubiertos de pieles de oveja y de cabras; faltos de todo; oprimidos y maltratados; ¡hombres de los que no era digno el mundo!, errantes por desiertos y montañas, por cavernas y antios de la t ierra" (Hb 11, 35b-38). Son reminiscencias de un pasado glorioso en sufrimiento y martirio. Son na­rraciones de los modernos santos desconocidos de la Iglesia que está naciendo de los anhelos de más humanidad y cris­tianismo en nuestras patrias.

Si hacemos una lectura de la historia de la Iglesia lat ino­americana desde la óptica de Jos humillados y ofendidos, descubriremos toda la dimensión de sufrimiento y martir io de tantos que dieron sus vidas en defensa del derecho sa­grado del otro, del indio, del negro, del explotado. Así, en Río de Janeiro, entre 1576 y 1680, de los once prelados que

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administraron la Iglesia, tres tuvieron que renunciar, tres fueron envenenados (una sospecha), dos tuvieron que de­sistir y uno fue depuesto. La historia de los jesuítas en Río de Janeiro no fue menos sufrida: varias veces fueron ame­nazados de expulsión de la ciudad, lo cual efectivamente su­cedió en 1640 y nuevamente en 1661. Fueron perseguidos y expulsados también de Santos y de Sao Paulo en 1640 por­que quisieron publicar la bula papal en favor de los indios. Todas estas persecuciones eran consecuencia de su lucha en defensa de los indios, víctimas de las conquistas que, sobre la sangre de los indígenas, construyeron la grandeza del Brasil. Solamente el famoso explorador en las selvas del Brasil, Raposo Tavares, fue responsable de la matanza de 15.000 indios y de la esclavitud de otros 10.000. El padre Gonzalo Leite (1546-1603) defendió la tesis siguiente: "Nin­gún esclavo del África o del Brasil ha sido castigado jus­tamente". Fue castigado y tuvo que regresar a Portugal. El P. Antonio Vieira (1608-1697), el más grande orador y teó­logo de la Colonia, se empeñó de tal manera en la defensa de los indios, que varias veces fue perseguido y casi lincha­do. (Pueden verse más datos en E. Hoornaert, A tradigao las-casiana no Brasil, Revista Eclesiástica Brasileira 35 (1975), 379-389). Pero el más grande profeta de América Latina, que sufrió toda clase de persecuciones, que viajó diez veces entre América Central y España para defender a los indios, fue ciertamente Fray Bartolomé de las Casas (1474-1566). En la más auténtica continuidad de las Casas se encuentra Dom Helder Cámara, el más grande profeta del Tercer Mun­do. Vive recorriendo el mundo para mostrar el nexo causal entre la opulencia de los países desarrollados y la explota­ción de los pueblos empobrecidos del mundo. La existencia de países ricos y países pobres plantea un problema de jus­ticia internacional que para la fe cristiana es la manifesta­ción de la persistencia de un pecado estructural que ofende a Dios y oprime a los hermanos. La consecuencia de su anun­cio es toda clase de persecuciones, maledicencia, amenazas de muerte, muerte moral al impedírsele cualquier-expresión pública y prohibir has ta la mención de su nombre en los medios de comunicación social.

Sufrir así tiene sentido y morir por semejante compro­miso es cosa digna. De manera igual murieron todos los profetas y el mayor de todos ellas, Jesús de Nazaret. Y ten­drán que sufrir y morir siempre, porque el sistema cerrado sobre sí mismo, y fatalizador de la historia, no podrá jamás acoger a los profetas que anuncian y quieren gestar un reino futuro de mayor fraternidad y más espacio para Dios. Este

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sufrimiento es el sufrimiento verdadero, porque nace de la lucha contra el sufrimiento. Es el sufrimiento que tiene sen­tido, causa de alegría y serenidad, y superador de los facto­res objetivos que destilan permanente sufrimiento, dolor y muerte. Nadie sufre por sufrir. El sufrimiento no puede bus­carse por sí mismo. Ni el sádico lo hace, porque no busca el sufrimiento por el sufrimiento, sino el sufrimiento por el pla­cer que le produce; lo guía, no el sufrimiento, sino el placer que éste le causa. El sufrimiento que es digno del hombre, que lo engrandece y lo hace semejante al Siervo sufriente y al Hombre de dolores (Is 53, 3) es aquel que resulta de un compromiso de lucha y de superación del sufrimiento cau­sado por la mala voluntad de los hombres que se cierra al profeta, lo persigue, lo difama, lo aprisiona, lo tortura y lo elimina. Este sufrimiento no es fatalidad, sino que viene asumido dentro del proyecto liberador. Por eso es fruto de una voluntad valerosa y de una determinación adulta. Tal sufrimiento alimenta y engrandece al hombre contra todos los cinismos históricos y contra todo el espíritu de resigna­ción. ¿Qué estructura se revela en el libre que sufre así?

2. ¿QUE ES LO QUE HACE DIGNO AL SUFRIMIENTO?

La causa justa es lo que hace digno al sufrimiento. La causa justa está en tomar partido por la justicia de los ex­plotados y por los derechos de los últimos contra la legalidad del orden y la coherencia del sistema impuesto. El sistema quiere presentarse como una totalidad significativa, como la verdad para el momento histórico y como la salida liberado­ra para los problemas del pueblo. Pero este sistema atropella la dignidad humana, reduce a cosa al otro, lo expulsa como no-hombre. El profeta como el padre Carlos Alberto cuestio­na la totalidad del sistema que no se abre para el otro. El cuestionar así, es propio de la actitud de fe. La fe cristiana, a más de sus contenidos históricos ligados al destino de Je­sucristo y del pueblo en el cual nació, es fundamentalmente una actitud que rompe todos los sistemas cerrados. Creer en Dios es creer que alguna cosa nueva podrá irrumpir den­tro de los arreglos preparados por el hombre, algo que podrá modificar salvíficamente la vida humana. Por eso, cuando un sistema se cierra sobre sí mismo, domestica los valores de la religión y enmarca a Dios en las redes de sus propias realizaciones, se vuelve opresor. Entonces se yergue el pro­feta en nombra del sagrado derecho de la persona humana

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ultrajada, porque en la causa de todo hombre entra en causa también la causa de Dios. Comienza la denuncia y la inau­guración de una nueva praxis subversiva. El profeta deberá pagar por el "desorden" que causa dentro del orden denun­ciado como inicuo. El profeta juzga a toda la sociedad desde el pobre, en quien tiene un encuentro con Dios. Si no se em­peña en la denuncia y en una praxis liberadora, se siente infiel a Dios y a los hermanos. Ya no puede retroceder. Este ser-tomado-por-Dios le da fuerza, valentía y heroísmo para soportar con serenidad y alegría interior todas las contradic­ciones e inclusive la muerte. Hay valores por los cuales se debe sacrificar la vida. Más vale la gloria de una muerte violenta, que el gozo de una libertad maldita, decía el obispo Fidias, al comentar el martirio alegre de los cristianos (Eusebio de Ce­sárea, Historia Ecclesiastica, X, 9-10). El mártir de la causa de la libertad es testigo fiel de la sacrosanta libertad que nadie puede violar ni manipular impunemente Se autode-termina a morir libremente y acoge la muerte como sacra­mento contestador de todas las violencias. Su memoria es subversiva y crea mala conciencia a los opresores.

En el hombre, la fe cristiana en un absoluto sagrado y en un Dios comprometido con el destino de cada uno, se trans­forma en mística capaz de dar sentido trascendente a todo dolor y a todo sacrificio.

El padre Carlos Alberto escribía a sus padres desde la pri­sión: "Durante los largos interrogatorios a que me sometie­ron procuré dejar muy en claro mis convicciones, que nacen de mi fe, frente a un mundo en el cual no todo va bien. No me he preocupado de cómo las hayan calificado ellos. Sola­mente tenía en mente el testimonio de Cristo, también El prisionero y condenado. 'Bienaventurados vosotros cuando os ultrajen y persigan y digan con mentira toda clase de ma­les contra vosotros, por causa de mí'. 'Llegará la hora en que quien os mate juzgará haber hecho una obra agradable a Dios', dijo El mismo a sus discípulos. Sería una ingenuidad de mi parte pensar que he hecho una opción cristiana sin tener que pasar por el camino de la cruz. Hoy estoy conven­cido de que este camino, aunque destruya al hombre, lo hace más digno y más noble. Lo que destruye al hombre es más bien la falta de camino, a pesar de que viva con mayor seguridad".

Después de ser bárbaramente torturado, el padre Carlos Alberto fue conducido nuevamente a su celda: todavía tiene fuerzas para leer la Passio Domini Nostri Iesu Christi según San Juan. Se siente identificado en el mismo dolor que en-

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noblece. Como si no fuera suficiente, escribe en otra carta: "A veces me pregunto: ¿hasta cuándo, Señor? Y tengo la clara impresión de que El todavía no ha exigido todo lo que yo puedo dar".

Parécenos oír los testimonios de que están llenos los Acta Martyrum como el del plebeyo Máximo, quien al ser tortu­rado por el procónsul Optimus le respondía jocosamente: "Lo que me está siendo infligido por causa de mi confesión a Nuestro Señor Jesucristo, no son tormentos sino unciones". (Lateinische Mártyrerakten, Munich, 1960, 41).

La praxis de la fe, negadora del sistema, vive de otra di­mensión: de la realidad en el mundo nuevo, de la fraterni­dad, del Reino destinado a todos los que se convierten a él. Relativiza y hace comportarse de una forma superior frente a las pretensiones de absoluto de parte de este mundo. Por eso el sufriente, víctima de la violencia del sistema, es un hombre libre y jovial, aferrado al Absoluto verdadero, que es el que confiere sentido a la persecución y a la muerte. El mundo que Dios prometió, "que ni ojo vio ni oído oyó jamás", es tan real, tan verdadero, tan plenificador, que ninguna muerte por más violenta, ningún suplicio por más refinado e inhu­mano que se presente, es sufrido como destructor. Tal acti­tud libre y liberadora exaspera a los agentes del sistema, los deja estupefactos y pasmados con una admiración in­capaz de comprender, como se cuenta del suplicio infligido a San Policarpo (Eusebio de Cesárea, Historia Ecclesiastica, XV, 18-25). ¿No es esta la forma como el Transcendente se manifiesta, rompiendo los esquemas prefabricadas? ¿No es esta una parusía de Dios, como verdadero Señor de la vida y de la muerte? Los esbirros y las fuerzas de represión no pueden reprimir, no pueden destruir esta dimensión de ale­gría y de sentido. Esto los derrota y los destruye moralmente.

Más allá de la dimensión de la fe como praxis liberadora del sentido aniquilador del sufrimiento, el sufriente libre vive de la dimensión esperanza que transforma el sentido de sus suplicios. ¿Qué es la esperanza?, preguntaba, y res­pondía Rubén Alves: "Es el presentimiento de que la imagi­nación es más real y la realidad menos real de lo que pa­rece. Es la sensación de que la última palabra no pertenece a la brutalidad de los hechos que oprimen y reprimen. Es la sospecha de que la realidad es mucho más compleja de lo que el realismo quiere hacernos creer: que las fronteras de lo posible no son determinadas por los límites del presente y que de una manera milagrosa y sorprendente la vida está preparando el evento creador que abrirá el camino a la li-

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bertad y a la resurrección". (R. Alves, O filho do amanta). Por la esperanza el profeta se niega a aceptar que este mundo sea el mejor posible. El verdadero hombre todavía no ha nacido y debemos ayudar a gestarlo y hacerlo nacer en la historia. El hombre debe conquistar lo que todavía no existe pero que podrá y debe existir, a saber, el proyecto histórico de Dios sobre el hombre; éste fue creado para ser hermano, hijo y señor servicial del universo. La esperanza cristiana se presenta como una profecía sobre el hombre orientada hacia un cumplimiento en el futuro que se anticipa y se prepara en el presente. En nombre de esta esperanza el P. Carlos Alberto contesta, denuncia, ayuda a construir una sociabilidad más humana, desfataliza el sistema que se pre­senta como única alternativa, libera el futuro contra el aferramiento a las necesidades ideológicas y los imperati­vos de la política que mantiene cautivo al hombre. La lucha para liberar la historia de su pasado muerto y de su pre­sente opresor en nombre de los no-hombres, posee el sentido profético de mantener viva la esperanza, sin la cual el hom­bre no ve ya más la razón para existir.

R. Garaudy, al reflexionar sobre sus luchas en Francia y en Argelia, comentaba: "Cuando se percibe una vez, esta verdad simple cambia la vida: de todas las miserias sufri­das, ninguna es fatal; todo puede vencerse: las crisis, la servidumbre, la misma guerra, a condición de que se luche contra todo esto. La resistencia, si no dio la prueba, dio por lo menos la esperanza de ello" (Palavra de homen, Lisboa, 1975, 182).

Además, la fe cristiana en la salvación y en la liberación supone la fundamental convicción de que nada en el mundo es fatal, nada es irremisible y totalmente irremediable, sino que todo puede renovarse y; que el mundo está destinado a realizar la utopía del Reino' de Dios. La fe cristiana no está hecha solamente para aquello que ya aconteció salvífica-mente en el mundo, sino que está centrada sobre todo en aquello que está todavía por venir, que deberá ser y que el hombre deberá querer. El Reino no viene mágicamente, sino dentro del esfuerzo humano que ayuda a gestar el futuro definitivo. La salvación total no viene de golpe al término de la historia, sino que se realiza dentro de un proceso de li­beración que implica momentos conflictivos. Toda libera­d o histórica, también la de Jesucristo, se realiza sobre una alianza de sufrimiento, de dolor y de muerte. Es el precio que se ha de pagar por la resistencia que los sistemas fata-lizadores hacen a todos los cambios cualitativos. De este su-

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frímíento y sacrificio no libra Dios a nadie, como tampoco libró a su propio Hijo. No es un sufrimiento inocuo y sin sentido, sino que está preñado de significado porque se in­serta en un proceso liberador y es expresión de la lealtad y de fidelidad para con la causa de la justicia y de la ver­dad. Esta actitud tiene una eficacia propia que no es la de la violencia que puede modificar situaciones y eliminar per­sonas. La eficacia de la violencia es aparente porque no pue­de romper con la espiral de la violencia, mientras que la eficacia del sufrimiento como consecuencia de una causa justa es menos visible, pero es verdadera: da muestras de que el futuro y lo deseable para el hombre están del lado del derecho, de la justicia, del amor y de la fraternidad y no del lado de la ambición, de la violencia y del ansia de po­der. No es de extrañar que los sistemas cerrados se vuelvan tanto más violentos cuanto más presientan su propio fin.

3. EL MISTERIO DE LA PASSIO MUNDI (PASIÓN DEL MUNDO)

Desde esta experiencia del sufrimiento dignificador, tiene sentido el plantear las preguntas más radicales sobre la passio mundi, sin el peligro de que se las manipule en una línea de resignación o de cinismo. El justo sufriente plantea la cuestión, y esto lo hace sufrir por otro título: ¿por qué tiene el hombre una capacidad inaudita de resistir a la verdad? ¿Por qué se enceguece, es agresivo y tan excesivamente des­tructor? En las guerras de que tenemos noticia, se calcula que han muerto 3.640 millones de personas. Frente a esto, ¿qué debemos entender por las palabras paz y liberación? De los 3.700 millones de hombres que pueblan la tierra cerca de 1.000 millones sufren de extrema pobreza y 800 millones son analfabetos. ¿Podemos responsabilizar a personas concretas consideradas opresoras, como responsables de estas violencias estructurales? Una más diligente lectura de la realidad nos convence de que el problema no se plantea en el nivel per­sonal. De nada sirve eliminar al opresor de la esquina si la estructura que permanentemente destila opresión sigue pro­duciendo opresores. El proceder a la lucha contra el mal en el mundo limitándose a luchar contra las personas, es ilu­sión, ceguera vengativa, y falta de perspectiva histórica. Ta­les personas son agentes, actores de un drama más profun­do. Lo que es inicuo es la forma de sociabilidad, la estructura del sistema: sólo descendiendo a su análisis, contraponién­dole una praxis diferente y alternativa, es como se puede luchar con 'sentido y eficacia contra los males del mundo.

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Por otra parte la respuesta estructural no responde a to­dos los interrogantes planteados por la experiencia de la resistencia a las transformaciones cualitativamente más humanas y justas. La estructura posee una historia que ha venido articulándose a lo largo de siglos, es fruto de un proyecto ligado a una libertad histórica. Y aquí el problema se hace extremadamente difícil. ¿Dónde situar la respon­sabilidad? Ciertamente que tal responsabilidad posee una dimensión personal y propia de cada persona, pues nadie es mero autómata; percibe, asimila, rechaza, acomoda dentro de un proyecto personal; por otra parte, hay una dimensión estructural y colectiva que viene de un pasado, atraviesa el corazón de las estructuras actuales y llega hasta el corazón de cada persona. ¿Por qué la historia de la libertad puede encaminarse de tal manera a generar el sistema del mal, del cual el hombre tiene la penosa experiencia, como lo atesti­gua también la Gaudium et Spes (n° 13), "de sentirse inca­paz de dominar con eficacia sus ataques porque se siente como aherrojado y encadenado"?

Encaja bien aquí una reflexión esencial y radical que des­ciende a ¡a pregunta por las condiciones de posibilidad del mal y del pecado. Quizá deberá ver tal posibilidad en el he­cho mismo de ser-creatura. En sentido ontológico, la esencia de la creación es decadencia. La escolástica intuyó muy bien esto al hablar del mal metafísico que no depende del hombre y preexiste a él, mal que no puede ser cometido por la li­bertad porque es un estado ontológico, ligado al misterio mismo de la creación. El mundo, por el hecho de no ser Dios, es limitado y dependiente, separado y diferente de Dios. Por más perfecto que sea, jamás tiene la perfección de Dios, frente a El siempre es imperfecto. Este mal es la finitud consciente del mundo. Esta limitación es vivida por la vida consciente como sufrimiento. Como afirmaba Hegel, "toda conciencia de la vida es conciencia del mal de la vi­da". La conciencia es finita pero solamente puede sentirse como tal en el horizonte del Infinito. Esta distancia entre lo que experimenta de finito y de Infinito, provoca el sufri­miento y el dolor ontológico. Este sufrimiento, empero, constituye la dignidad del hombre y expresa su hominidad: es la forma como siente la fugacidad del mundo, de las per­sonas, del amor y se abre hacia el Absoluto. Tal sufrimiento anticipa la muerte como posibilidad de estar totalmente en el Infinito y en Dios. En esta perspectiva la muerte es un bien; pertenece a la vida mortal del hombre y constituye la oportunidad de máxima hominización del hombre en Dios. De manera semejante el sufrimiento: no anticipa la acción

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destructora de la muerte, sino que intensifica la liberación de nosotros mismos y de nuestra libertad para la libertad que es Dios. Todo sufrimiento debe poseer esta estatura, inclusive el sufrimiento anónimo y sin heroísmo, silencioso y trivial de nuestra limitada existencia. El sufrimiento y el mal ontológico constituyen así un semillero de esperanza, liberan la imaginación y hacen soñar sueñas de liberación total. Significan la cautividad creacional del hombre orienta­da por la esperanza y por el deseo, de la completa liberación

Este mal inocente no nos causa problemas; es sencillamen­te la condición de posibilidad del mal como pecado y como fruto del abuso de la libertad. El hombre creado creador pue­de no aceptar el mal y el dolor ontológico-creacionales; puede rehusarse a acoger su finitudy mortalidad; puede querer ser como Dios (Gen 3. 5). ¿Cómo es Dios? Dios es exactamente lo imposible del hombre: infinito, inmortal, fundamento sin fundamento. El pecado consiste en querer —imposiblemen­te— ser lo que Dios es; es el rechazo fundamental a acep­tar la propia situación conscientemente limitada y por lo mismo sufrida y dolorosa. El pecado es la tentativa, absurda por ser imposible de querer ser aquello que el hombre ja­más puede ser: autofundamentó de sí mismo, absolutamen­te in-dependiente, creador de sí mismo. Por eso todo pecado es aberración del sentido de la creación, separación violenta de Dios y retorno egoísta sobre sí mismo. Este proyecto, en cuanto posea su propia historia e interpenetra toda la tra­ma humana, es el pecado del mundo; es el pecado original como anti-historia del absurdo, del poder irracional y opre­sor del hombre. Genera sufrimiento, fruto del egoísmo, de la voluntad de poder y de la dominación. Es una cautividad sin dignidad ninguna, un sufrimiento sin sentido y un dolor inútil. Genera sufrimiento como destrucción de la vida, opresión como forma de dominación sobre la libertad del otro y una estructura necrófila a lo largo de la h'storia, y hace cautiva a gran parte de la humanidad, como hoy lo presenciamos aterrados. Esta reflexión choca frontalmente con el misterio de la libertad humana. Y puede generar un sentimiento de impotencia que entrega los destinos de la historia a la veleidad de los más fuertes. Contra eso debemos decir: ella surgió en la historia y por eso mismo puede tam­bién ser combatida y reducida a sus límites dentro de la historia. La consideración de su pujanza histórica lleva a todo hombre comprometido, a no perder la cabeza en mo­delos utópicos como si es nuestras manos estuviera el erra­dicar totalmente del mundo el mal. Pero implica valentía para lo provisional, determinación para asumir pasos con-

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cretos que sean superación de situaciones esclavizantes y paciencia heroica para soportar la presencia atormentadora y la persistente del mal sin dejar contaminar la esperanza y la voluntad de luchar. El mensaje cristiano quiere ser, en este sentido, un germen de esperanza. Desde que el Señor resucitó, mostró que El tiene poder sobre la dimensión som­bría del pecado y de la muerte causada por el od4o humano. La afirmación del Jesús joáneo no suena como meras pala­bras vacías; constituye, por el contrario, la ratificación de una experiencia pascual: "en el mundo tendréis aflicciones; tened confianza, yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33).

Solamente dentro de una lucha contra el mal, sintiendo la resistencia del mismo, la reflexión radical sobre la passio mundi se legitima sin volverse ideológica y castradora de las fuerzas de combate. Esta no es un problema, sino un misterio inaccesible a la razón discursiva y analítica, misterio tan profundo como el misterio de la libertad que se muestra ya como amor, ya como odio.

Al comenzar, más que reflexionar, contamos una historia-símbolo. Esto nos parece más sugestivo para apuntar hacia la dirección en la cual se deberá mirar el misterio del su­frimiento. Como decía P. Ricoeur, los símbolos y los mitos dan qué pensar. Pensar radicalmente es siempre pensar desde el misterio, en el interior del misterio, para llevar a la profundidad del misterio y no para acabar con él. Frente al misterio del dolor y del sufrimiento de millones y fren­te a las dificultades en la lucha, pedimos a Dios simple­mente: No nos libres de las olas peligrosas, líbranos del mie­do paralizante.

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IX

¿COMO PREDICAR HOY LA CRUZ DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO?

Inicialmente se hace menester ampliar nuestro concepto de cruz y de muerte. La Muerte no es solamente el último momento de la vida. La vida toda es la que va muriendo, limitándose, hasta sucumbir en el último límite. Por eso pre­guntarnos: ¿cómo murió Cristo? es como preguntarnos: ¿có­mo vivió? ¿Cómo asumió los conflictos de la vida? ¿Cómo acogió el caminar de la vida que llega hasta acabar de mo­rir? El asumió la muerte cuando asumió todo lo que la vida trae: alegrías y tristezas, conflictos y enfrentamientos a causa de su mensaje y su vida.

Algo semejante vale para la cruz. Cruz no es solamente el madero. Es la corporificación del odio, de la violencia y del crimen humanas. Cruz es aquello que limita la vida (las cruces de la vida), que hacer sufrir y dificulta la marcha, a causa de la mala voluntad humana (cargar con la cruz de cada día). ¿Cómo soportó Cristo la cruz? No buscó la cruz por la cruz. Buscó el espíritu que hacía evitar la cruz para sí y para los otros. Predicó y vivió el amor. (Quien ama y sirve no crea cruces para los demás con su egoísmo, o con la mala calidad de vida que genera). Anunció la buena nueva de la Vida y del Amor. Se empeñó por ella. El mundo se cerró a El, le creó cruces en su camino y finalmente lo levantó en el madero de la cruz. La cruz fue consecuencia de un anun­cio cuestionador y de una práctica liberadora. El no huyó, no contemporizó, no dejó de anunciar y testimoniar, aun­que esto le costara ser crucificado. Continuó amando, a pe­sar del odio. Asumió la cruz en señal de fidelidad para con Dios y para con los hombres. Fue crucificado para Dios (fi­delidad a Dios) y crucificado por los hombres y para los hombres (en amor y fidelidad a los hombres).

Predicar la cruz de Nuestro Señor Jesucristo hoy, significa: 1) Empeñarse para que haya un mundo donde sea menos

difícil el amor, la paz, la iraternidad, la apertura y entrega

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a Dios. Esto implica denunciar situaciones que generan odio, división y ateísmo en términos de estructuras, valo­res, prácticas e ideologías. Esto implica anunciar y reali­zar, en una praxis comprometida, el amor, la solidaridad, la justicia en la familia, en las escuelas, en el sistema eco­nómico, en las relaciones políticas. Este compromiso lleva como consecuencia crisis, enfrentamientos, sufrimientos, cruces. Aceptar la cruz que viene de este embate, es cargar la cruz como el Señor la cargó, en el sentido de soportar y sufrir por razón de la causa y de la vida que llevamos.

2) El sufrimiento que se padece en este empeño, la cruz que se tiene que cargar en este camino, es el sufrimiento y el martirio por Dios y su causa en el mundo. El mártir es mártir a causa de Dios. No es mártir a causa del sistema. Es mártir del sistema pero por Dios. Por eso el que sufre y el que es crucificado por causa de la justicia de este mundo, es tes­tigo de Dios. Rompe el sistema cerrado que se considera a sí mismo justo, fraterno y bueno. El que sufre es mártir por la justicia, como Jesús y como todos los que lo siguen, descubren el futuro, dejan abierta la historia para que ella crezca y pro­duzca más justicia de la que existe, más amor del que hay en la sociedad. El sistema quiere encerrar y encubrir el futuro. Es fatalista; juzga que no necesita reforma y modificación. El que soporta la cruz y sufre en la lucha contra este fata­lismo interno del sistema, carga la cruz y sufre con Jesús como Jesús. Sufrir así es digno. Morir así es valor.

3) Cargar la cruz como Jesús la cargó, significa, pues, so­lidarizarse con aquellos que son crucificados en este mundo: los que sufren violencia, son empobrecidos, deshumanizados, ofendidos en sus derechos. Defenderlos, atacar las prácticas en nombre de las cuales son hechos no-hombres, asumir la causa de su liberación, sufrir por esto: he ahí lo que es car­gar la cruz. La cruz de Jesús y su muerte fueron consecuen­cia de este compromiso en favor de los desheredados de este mundo.

4) Tal sufrimiento y muerte por causa de los otros cruci­ficados, implica soportar la inversión de valores, que hace el sistema, contra el cual se empeña alguien. El sistema dice: los que asumen la causa de los pequeños e indefensos, son subversivos, traidores, enemigos de los hombres, maldi­tos por la religión y abandonados de Dios ("maldito el que muere en la cruz"). ¡Son los que quieren subvertir el orden! Sin embargo, el que sufre y el mártir se oponen al sistema, y denuncian sus valores y prácticas porque constituyen orden

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en desorden. Lo que el sistema llama justo, fraterno, bue­no en realidal es injusto, discrimintorio y malo. El mártir desenmascara el sistema. Por eso sufre la violencia del mis­mo sistema. Sufre por una justicia mayor, por otro orden ("Si vuestra justicia no fuere mayor que la de los fari­seos.. ."). Sufre sin odiar, soporta la cruz sin huir de ella. La carga por amor a la verdad y a los crucificados por quie­nes arriesgó su seguridad personal y su propia vida. Así hizo Jesús. Así deberá hacer cada seguidor suyo a lo largo de toda la historia. Sufre como "maldito", pero en verdad es ben­dito, muere como "abandonado", pero en realidad es acogido por Dios. Así confunde Dios la sabiduría y la justicia de este mundo.

5) La cruz, pues, es símbolo de rechazo y de violencia del sagrado derecho de Dios y del hombre. Es producto del odio. Al empeñarse en la lucha para abolir la cruz del mundo, la persona sufre sobre sí misma la cruz impuesta e infligida por los que crearon la cruz. La acepta, no porque vea en ella un valor, sino porque mediante el amor rompe la lógica de la violencia. Aceptarla es ser mayor que la cruz; vivir así es ser más fuerte que la muerte.

6) Predicar la cruz puede significar una invitación a un acto extremo de amor, a un acto de confianza y de total descentración de sí mismo. La vida posee su rostro dramá­tico: existen los derrotados por una causa justa, los desespe­ranzados, los condenados a cárcel perpetua, los entregados a la muerte fatal. Todos de alguna manera penden de la cruz cuando no tienen que cargarla onerosamente. Muchas veces tenemos que asistir al drama humano, silenciosos e impotentes, porque cada palabra de consuelo podría pare­cer palabrería y cada gesto de solidaridad, resignación inoperante. La garganta ahoga la palabra y la perplejidad seca las lágrimas en su fuente. Especialmente cuando el dolor y la muerte provienen de la injusticia que dilacera el corazón, o cuando el drama es fatal, sin salida alguna posible. Aún así, el hablar de la cruz tiene sentido contra todo ci­nismo, resignación y desesperanza. El drama no necesaria­mente tiene que transformarse en tragedia. Jesucristo, que pasó por todo esto, transfiguró el dolor y la condenación a muerte haciendo de ellos un acto de libertad y de amor que se autoentrega, un acceso posible a Dios y una nueva apro­ximación a aquellos que lo rechazaban: perdonó y se entregó confiado a uno Más grande. El perdón es la forma dolorosa del amor. La entrega confiada es la total descentración de sí mismo hacia alguien que nos supera infinitamente, es

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arriesgarse al Misterio, como portador último del sentido del cual participamos aunque no creamos. Esta oportunidad es ofrecida a la libertad del hombre: puede aprovecharla y en­tonces se sosiega en la confianza; puede perderla y enton­ces zozobra en la desesperación., Tanto el perdón como la confianza constituyen las formas mediante las cuales no dejamos que el odio y la desesperación conserven la última palabra. Es el gesto supremo de la grandeza del hombre.

Que morir así confiado y descentrado es lo que alcanza el sentido definitivo, lo revela la resurrección, que «s la plena manifestación de la vida presente dentro de la vida y de la muerte. El cristiano sólo puede afirmar esto mirando hacia el Crucificado que ahora es Viviente.

7) Morir asi es vivir. Encerrada en esta muerte de cruz existe una vida que no puede ser devorada; está oculta dentro de la muerte; no viene después de la muerte sino que está dentro de la vida de amor, de solidaridad y de la valentía de soportar y morir. Con la muerte esa vida se revela en su potencia y en su gloria.

Es esto lo que expresa San Juan cuando dice que la ele­vación de Jesús en la cruz es glorificación, que la "hora" es tanto la hora de la pasión como la hora de la glorificación. Por lo tanto existe una unidad entre pasión y resurrección, entre vida y muerte. Vivir y ser crucificado así por causa de la justicia y por causa de Dios; es vivir. Esta es la razón de que el mensaje de la pasión venga siempre unido con el mensaje de la resurrección. Los que murieron rebelados contra el sistema de este siglo, y se negaron a entrar "en loa esquemas de este mundo" (Rom 12, 2), estos son los que son resucitados. Esta insurrección por causa de Dios y del otro, es resurrección. La muerte puede parecer sin sentido; pero es ella la que tiene futuro y conserva el sentido de la historia.

8) Predicar la cruz hoy, es predicar el seguimiento de Jesús. No es dolorismo ni magnificación de lo negativo. Es anuncio de la positividad, del compromiso para hacer cada vez más imposible que haya hombres que siguen crucifican­do a otros hombres. Esta lucha implica asumir la cruz y cargarla con valentía y también ser crucificado con hom­bría. Vivir así es ya resurrección: es vivir a partir de una vida que la cruz no puede crucificar. La cruz es Ja que hace ver que esta vida es más victoriosa. Predicar la cruz signi­fica: seguir a Jesús; y seguir a Jesús es per-seguir su ca­mino, y pro-seguir su causa y con-seguir su victoria.

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9) Dios no se quedó indiferente ante las víctimas y ante los que han sufrido en la historia. Por amor y solidaridad (cf. Jn 3, 16), se hizo pobre, condenado y crucificado y ase­sinado. Asumió una realidad que, objetivamente, contradice a Dios, pues Dios no quiere que los hombres empobrezcan y crucifiquen a otros hombres. Este hecho revela que la me­diación privilegiada de Dios no es ni la gloria ni la trans­parencia del sentido histórico, sino el sufrimiento real del oprimido. "Si Dios nos amó de esta manera, también nos­otros debemos amarnos unos a otros" (1 Jn 4, 11). Allegarse a Dios es allegarse a los oprimidos (Mt 25, 46 ss.) y vicever­sa. Decir que Dios asumió la cruz no debe significar una magnificación de la cruz, ni su eternización. Significa so­lamente cuánto amó Dios a los que han sufrido. El sufre y muere con ellos.

Por otra parte, Dios tampoco se queda indiferente ante los crímenes, en una palabra, ante el peso negativo de la his­toria. No deja abierta la llaga hasta la manifestación de su justicia al fin del mundo. El interviene y justifica en Jesús resucitado a todos los empobrecidos y crucificados de la historia. La resurrección quiere mostrar el verdadero sentido y el futuro garantizado de la justicia y del amor, y de las luchas del amor y de la justicia, aparentemente fra­casadas en el proceso histórico. Por fin triunfarán. Será el reino de la pura bondad.

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X

CONCLUSIÓN: JA CRUZ, MISTERIO Y MÍSTICA

Vivir la cruz de Nuestro Señor Jesucristo implica una mística de vida. Esta mística se funda on un misterio: el misterio de una vida que nace donde aparece la muerto, el misterio de un amor donde se manifiesta el odio. La cruz resume todo esto.

Por una parte es el símbolo del misterio de lu libertad humana rebelde: es producida por la volutad do rechazo, de venganza y de autoafirmación hasta la eliminación del otro. Es lo que puede el hombre cuando rechaza a Dios. KM, pues, el símbolo del hombre caído, del no hombre Es Nim­bólo del crimen.

Por otra parte, es símbolo del misterio de la libertad hu­mana en su poder: cuando es soportada dentro de un com­promiso para superarla y hacerla todavía más irrealizable en el mundo, la cruz es símbolo de otro tipo de vida, des­centrada de sí misma, vida del profeta, del mártir, del hom­bre del Reino de Dios. No provoca la cruz, sino que la soporta; no simplemente la soporta, sino que también la comba­te y al combatirla es hecho víctima suya, al ser crucifica­do por la saña de quienes endurecieron su corazón auto el hermano y ante Dios. Al ser crucificado puede triin.sfluu-rarla haciendo el sacrificio de amor por los otros. Es, pues, símbolo del hombre nuevo y viviente. Es símbolo de amor.

Cada cruz contiene una denuncia y un llamamiento. De­nuncia el encerramiento humano sobre sí hasta el grado de crucificar a Dios. Llamamiento a un amor capaz de sopor­tarlo todo, hasta el punto de que el Padre entrega a su pro­pio Hijo a la muerte por sus enemigos. La cruz se presenta así como esencialmente ambigua. Conservar permanente­mente esta ambigüedad es condición para preservar su carácter crítico, acrisolador, tanto de las pretcnsiones de autoafirmación humana como la de nuestra imagen de Dios,

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impasible al dolor de los crucificados de la historia. Dios puede sufrir.

Por esto toda cruz tiene dos lados, anverso y reverso. En su reverso, la cruz desnuda y solitaria, señala hacia el odio humano. En su anverso, habitada y doliente apunta hacia el amor humano y divino.

Esta paradoja de la cruz no se entiende mediante la razón formal ni mediante la razón dialéctica. Está más allá del logos abstracto. Es el logos tou staurou, la lógica de la cruz (1 Cor 1, 18). La apropiación de la lógica de la cruz no se lleva a cabo sino por la praxis: combatiendo y asumiendo la cruz y la muerte. Así como no se mata el hambre de un hambriento haciéndole discursos sobre culinaria, así tampoco se resuelve el problema del sufrimiento simplemente pensan­do en él. Comiendo es como se mata el hambre, y luchando contra el mal es como se supera su carácter absurdo.

Como dijo y vivió Pablo: •] •I

"De mil maneras atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; I perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Como desconocidos, aunque bien conocidos; como quienes están a la muerte, pero vivos; como castigados, aunque no condenados a muerte;

^ como tristes, pero siempre alegres; como pobres, aunque enriquecemos a muchos; como quienes nada tienen, aunque todo lo poseemos".

(2 Cor 4, 8-9; 6, 9-10).

Esta praxis revela lo que se esconde en el drama de la cruz y de la muerte, el sentido último de la vida.

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Capitulo I. El problema y sus formulaciones

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