Lavquen, Alejandro - Sacros Iconoclastas

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Editorial Mosquito, 2004/ poesía. RPI: Nº 142.538 – ISBN: Nº 956-265-147-9

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Editorial Mosquito, 2004/ poesía. RPI: Nº 142.538 – ISBN: Nº 956-265-147-9

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La batalla de la vida va perdida desde la cuna, y sin embargo,

lo heroico es ganarla

Pablo de Rokha

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I Los avatares diarios no capitulan. Son cuatro décadas de sitio y no logro un caballo de Troya. La llanura enmudece cada tarde con la sangre que se escurre hacia su boca. Los gemidos en el Érebo me anuncian a los guerreros que naufragan en la barca de Caronte. En el Capitolio, los dioses se vanaglorian de sus jugarretas y cargan los dados antes de bajar a los pueblos que se disputan un trozo de pan. Se nos ha vuelto costumbre recoger nuestros muertos desde el campo de batalla, mientras sus sombras claman digna sepultura.

II Orillando los labios de un navío escribo hoy la página excomulgada de mi bitácora. Pienso los próximos cuarenta años escabulléndome de la metamorfosis de mis contradicciones. También en los 12 versos que el viejo rey Euristeo, puso de condición para redimir mis pasiones. Anudo a mi cuerpo la curtida piel de león y lleno de tinta mis bolsillos. En el largo camino untaré una a una las flechas que se entrechocan en mi carcaj. El ruido de aviones y tanques y militares de rostros embetunados son permanentes en mi memoria.

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III La hija de Quirón, al primer guiño del alba, erguía su cuerpo y galopaba hasta la fuente del bosque. Su torso desnudo encabritaba la humedad de todos los Centauros de la región. Una mañana me encontró desnudo meciéndome en las aguas de un río. Dos senos robustos como volcanes recorrieron mi lengua sin cesar. El atardecer nos vio alejarnos por las praderas hacia las faldas del Monte Huidobro, donde nos esperaba el cortejo de Afrodita. La música y el aquelarre del poeta.

IV Nos extraviamos una noche en los misterios

de La Habana y su ritual. Atalanta y yo, buscando refugio como dos nómadas. La bella cazadora y su travesía desde los campos de Calidón. Plenos y sedientos sobre el mar. Erráticos y pasajeros sobre la tierra. Una liturgia ácrata nos trasladó al confín de nuestros anhelos para luego sembrar planetas rebeldes en las puertas del Imperio. Satisfechos, nos cubrimos con la piel del horrible jabalí.

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V Me ciegan las luces de la Catedral. La explanada solitaria me recuerda el templo donde deposité mis tristezas. Un barrendero silencioso

pasa recogiendo papeles. El reloj de la Municipalidad golpea las dos y cuarenta de la madrugada. Bebo una cerveza en lata, el barrendero me acompaña. Regreso del Monte Sietino

en Alameda casi San Antonio, allí quedaron embriagados

algunos Sátiros amigos. El dios Hermes quiebra el aire sin detenerse en mis divagaciones. Lleva las noticias de los hombres al banquete de la Corte Celestial.

VI a Mario Palestro

El último viaje, definitivamente el adiós pueblo a pueblo. Los patriarcas del Olimpo callaron mientras Orfeo tañía su lira. Sabían que Prometeo recibió de aquel viajero el fuego que se multiplicó en la periferia de las ciudades. Una lágrima. Un laurel al gladiador. Avergonzados, algunos apóstatas, lloran la consecuencia ajena.

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VII Voy peregrino en el bajel

del tiempo junto a los tripulantes del Argo. Jasón es mi comandante. El vellocino social la meta de mi militancia. Lautaro y Rodríguez claman justicia desde sus tumbas. Al final de la travesía volveremos a besar el territorio heredado de nuestros padres.

VIII a R.G.

Solitario en la cima del monte una mano invisible se deslizó por mis mejillas. Supe del recuerdo como antes del olvido. Siete años sin primavera

mi jardín. Opaco como la tristeza que me recuerda antiguos poemas. Eos, la diosa matinal, continúa sembrando colores en la lejanía. Yo permanezco en el monte releyendo las antiguas cartas que aún conservo.

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IX África se oscurece con su propia

sangre. Selvas y sabanas no logran cobijar la estampida de los ritos ancestrales. Tribus desnudas lloran el rugido de las balas. Los viejos colonizadores beben oporto a orillas del Tajo o se embriagan en Montparnasse. (Algunos se extravían desquiciados en la niebla londinense.) África arde como un diamante. Los hijos de Memnón caen famélicos en la gigantesca fosa común. Un continente estalla frente a las pulidas ventanas de la Atlántida.

X Extraños parajes, ciudades híbridas, se reiteran llamándome. Morfeo tiende espectros sobre mi cuerpo. Un mundo paralelo que no cesa en su expresión. Acrópolis, cementerios y un templo cristiano incrustado en una esquina imprevista. En el hemisferio, la Noche canta las hazañas y desventuras de los semidioses.

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XI La miseria prende rostros enjutos en calles y mercados. Me entrechoco sin respuestas entre la multitud. Como los leprosos al Cristo me atosigan vendedores ambulantes. Cuelgan de las ventanas de los autobuses,

salen de las alcantarillas con sus estrepitosas voces maquilladas. Sísifo los alienta en su doctrina, pues los dioses les niegan el sustento. Por una cantidad de ellos, todos cargarán eternamente una roca hasta la cima de la montaña.

XII Una mujer lloraba asida a una tumba. Traía en sus pechos, clavado el firmamento. La guerra cruel de los hombres había vaciado pueblos y ciudades en las llamas de la demencia. Ares golpeaba sin piedad su espada sobre los Balcanes. Zeus dejaba caer sus rayos desde el Capitolio. Las almas de los niños muertos pedían clemencia para las etnias del mundo.

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XIII Llueve, continuamente llueve. Siempre está lloviendo en la inmensidad de los recuerdos. Yo amaba tu hermosura odiando la injusticia de los neocolonizadores cuando decidí curar mi mal. Me desvanecí en el Léucade para volver a mirarte a los ojos. Hoy mi corazón está frío como un sepulcro. Afuera, sigue lloviendo. Siempre está lloviendo.

XIV Aillavilú esquina Bandera huele a incienso a las cuatro de la madrugada. El amanecer se enciende y los guerreros lavan sus ojos frente a las murallas de los prostíbulos. Se han levantado campamentos a los pies de la ciudad sagrada. Edipo llora sin lágrimas mientras Eteocles y Polinices se quitan la vida.

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XV No existe escapatoria tras la sentencia de los dioses. El laberinto es una encrucijada sin solución. El legendario rey Minos golpea su orgullo contra lo imposible, los rebeldes escriben su utopía en las alas del poder. Ícaro sacrifica su juventud. Dédalo

vuela hacia la libertad.

XVI

a Juan Beltrán y Blanca Jiménez de 76 y 70 años, suicidas abrumados por la pobreza De la mano ensangrentados los ancianos sobre el lecho. Dos tazas de té aún humeantes. Cuentas de agua y luz ahogadas en el piso. Las enfermedades dolor de la pobreza y Asclepio prisionero de los mercaderes. Un pacto de amor. Dos balas y el derecho de sus sombras al país de los Hiperbóreos, donde Admeto y Alcestis los esperan con la mesa servida.

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XVII

Mi felicidad sobre el planeta es un pedazo de nostalgia. También la virtud de asumir sin prosternación los frutos de la muerte. En el cielo estrellado, quisiera beber de la transmutación eterna de los Dioscuros. Ser testigo infinito de las generaciones

interplanetarias.

XVIII El combate es feroz en la ciudad y las montañas. En todas las ciudades y en todas las montañas y en todas las selvas del planeta los héroes forjan el advenimiento de sus pueblos. Perseo exhibe la cabeza de Gorgona a las falanges imperiales. Belerofonte derrota a Quimera en su palacio de Oriente y Teseo escribe la palabra Soberanía con la sangre del Minotauro. Centauros y Lapitas comparten por fin la misma mesa sobre la tierra, ante la mirada hosca de los habitantes

del Olimpo.

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XIX

a Osvaldo “Gitano” Rodríguez Un oleaje de otros mares ancló en la bahía de la Casa Transparente. Calíope y Érato velaban al poeta sobre su guitarra-puerto. El panadero y el pescador de jaibas preparaban la diaria faena cuando Átropo, la impredecible, desenfundó sus inexorables tijeras.

XX Golpean el techo de este Bar, los morrales donde se esconden los complejos (de los delirantes) que esta noche escupen su lascivia. Una gitana lee las cartas a un filósofo y un pintor dibuja jeroglíficos en las murallas. Bajo las mesas, un vagabundo pasa recogiendo cigarrillos a medio consumir. ¡De pronto! Dioniso llega con su cortejo de vastos imperios anunciando que la vida es sólo un soplo en los caprichos de Eolo.

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XXI 120 Santa Rita, y Vladimir Ilich suspira por los muslos de una rubia que extiende sus piernas sobre la mesa. Ganímedes no descansa esta noche. Las copas se arrebatan y sumergen. Los dioses no se distinguen entre la ebriedad de los simples mortales.

XXII Volvió la lluvia sobre los campos y los temporeros. El trabajo se hizo duro mientras Deméter estuvo ausente. Helios fue prisionero, como un ministro de gobierno, de su desidia. Cayó la noche sobre la tierra, aunque allá en la frontera Prometeo no claudicó jamás en su lucha revolucionaria.

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XXIII Las calles están vacías. Pasó la fiesta patriotera sobre el país, aumentando la dosis de inconsciencia. Atenea blasfema su ira por la terquedad de la gente. Calcante y Tiresias, los videntes, elevan profecías desde sus huesos.

XXIV Te debía estos versos Homero, desde aquella tarde de mis trece años cuando me mostraste

que la vida es una epopeya que tarde o temprano combatirá contra la muerte. Que todo gran amor se conquista en el campo de batalla.

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XXV Se quiebra la oscuridad. Los hombres que ampara intentan negar sus rostros ante el juicio de las nuevas generaciones. Han dejado turbio el corazón de las aguas y agrietado el aire en la boca de otros hombres. En el Inframundo: Minos, Éaco y Radamantis los esperan con la sentencia ya firmada.

XXVI a Tamara, caída en la lucha que otros rehuyeron

Descollaba entre todas

las Amazonas que pueblan el continente.

Sus nobles pechos portaban el estandarte invicto bajo la túnica púrpura del triunfo cuando un relámpago nubló sus ojos. Aún así, no se acalla el zumbido de las saetas que arrojó contra los cimientos del Capitolio.

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XXVII

Pájaros de metal y paracaidistas de bronce invaden el hemisferio. Su presencia estruendosa que mutila pueblos y detiene la vida en su floración es rechazada por el vuelo heroico de Zetes y Calais, los que ensangrientan sus espadas en las hélices de los pájaros

y en los rostros tiznados de los paracaidistas.

XXVIII

a E.

En Valparaíso la noche arremete como un fantasma embriagado de subterráneos y escaleras. Sátiros, Ninfas y Coribantes agitan tirsos y címbalos en Plaza Echaurren. Una gota de vino acaricia un pezón de Afrodita mientras ella broncea su piel bajo el brillo de la luna.

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XXIX

La humanidad se desintegra en la Aldea Global. El archienemigo de Heráclito se pasea ufano por el planeta en tanto Hefesto templa soldados y truenos en su fragua bajo las Montañas Rocosas. A los pies del Olimpo calles horribles sirven de lecho a los pordioseros. Un niño golpeado por la cesantía alcohólica de su padre aúlla en las Favelas y una muchacha latinoamericana deambula por los burdeles de Singapur. Enío, observa todo con una sonrisa macabra en su vientre.

XXX Emergiste en mis pupilas desde el sueño y las aguas, Ártemis. La algarabía de la fuente. La piel de tus caderas y vecindad una fiesta desnuda y secreta en el templo de Éfeso. El perímetro de tu cuerpo nacido en un rosal. ¿Qué puedo decir a tu larga ausencia,

Ártemis? Tu semblante y la noche en la sonrisa que guía mis pasos por la tierra.

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XXXI

Satángel

se puede sacar la cabeza por la ventana y mirar la noche/ están ahí/ siempre estarán ahí

esos lejanos mundos

José Ángel Cuevas

Las ideas alucinaban ambiciosas en la mente de Satángel. Siempre ocupaba el mismo asiento en aquel antiguo Bar, callejuela de adoquines y madera. Siempre observaba desde la misma ventana de vidrios añosos, los ensueños extendidos sobre el mar y los cerros, dejados allí, al viento, por los habitantes de aquel puerto de ascensores y lejanías.

¿Cómo recoger aquellos sentimientos, desatados en un solo poema?

El amanecer hirió sus ojos. Un sol tenue anunciaba la hora normal entre los hombres, la hora normal para los que huyen de lo dionisíaco que nos concede el mundo.

Satángel juzgaba a la sociedad al igual que la juzga una veleta que gira sobre las estrellas, serena e infinita. Satángel creía en la hermosura de la nostalgia borboteando dulce al borde de una copa de vino.

Adentro del Bar, un tango que evocaba San Juan y Boedo. Afuera, una calle húmeda y triste.

Satángel decidió regresar a su cuarto, repentinamente lo invadió la necesidad de estar a solas, pues hay confianzas que no mueren jamás.

Al llegar a la escalera, que conducía a la calle donde se encumbraba su casa revestida de calaminas, se detuvo y miró hacia aquella esquina inevitable. Sacó un papel y escribió: La vieja esquina del barrio sabe de tu ausencia y entona aquella nuestra canción. Todo en ti perdura, nada se escurre en las alas de tu tiempo y naufragio...

Satángel subió hasta su habitación, extendiéndose a lo largo de la música y un cigarrillo que humeaba trópico y piel oscura.

Nadie, como él, entendía el desgarro de los marginados del núcleo de la sociedad. Amaba la sinceridad de las putas/putas y el olor de los mercados. Las extensas

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conversaciones con los vagabundos y la absoluta libertad, desatada como en un festín de bailes en el festejo de la gran revolución.

Un golpe en la ventana anunció la presencia de Antonino Cereceda, el mismo que cada día caminaba por la calle de entonces y de hoy hasta la plaza del barrio, rodeada de almacenes, bares y algunos puestos de fruta y pescado. Allí se festejaba a su gusto entre el incesante ir y venir de los vecinos-mediodía. (Ven Satángel, ven, aquí están las terrazas del mundo y sus jardines de flores ya extinguidas sobre la tierra)

Satángel cruzó el ventanal y penetró en la ciudad donde el pasado continúa su sobrevivencia. La ciudad era luz y polvo, miles de años confundidos entre sí, mares y vientos contra el muro visceral del planeta.

Avanzó como si cabalgara suspendido en el aire. Miles de imágenes se estimulaban a su paso. Antigüedad, presente y futuro, mezclados en una sola razón.

Su parte del siglo era su única pertenencia, lentamente volviéndose olvido o distancia en el otoño errático del mundo. Su mayor extensión, un rostro de niña sonrosado por el alba. Y era octubre, siempre era octubre en el corazón del hemisferio.

Traía en su sangre un callejón polvoriento donde aprendió el lenguaje doloroso y heroico de los que murieron en septiembre con sus rostros incrustados en las estrellas al amanecer.

En sus maletas, cargaba playas tristes como principal equipaje, y un lugar remoto lleno de escaleras torcidas y antojadizas le subía por la noche de sus huesos.

Un farol y una glorieta, deshojándose en el ala de una gaviota, transportaban en los años encanecidos algo de tortuosa y singular bohemia. (Vamos, no te detengas, continúa, tú, el que nunca ha dejado de amar la luz auroral que galopa sobre la ciudad, despertándola para vivir su tragedia)

Satángel incursionó por una calle humedecida de gris invernal, como una lágrima escarchada, hasta un sendero que recordaba la ruta hacia el confín de la juventud. Hacia el comienzo del silabario universal.

Un cantor, sentado al borde de una tumba, le ofreció las cuerdas de su guitarra para

juntos entonar viejas estrofas empolvadas por el silencio de la muerte.

Satángel se detuvo, reconociendo aquel espectro: Es mi memoria tan vagabunda, amigo, como el horizonte de tus canciones... Un recuerdo arcano y melancólico,

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que aún está por suceder, me hiere tristemente.

Luego silencio, siempre silencio.

Una avenida lenta e interminable se anunciaba a lo largo de un pájaro nocturno que planeaba en el semblante de un ensueño.

Quizá el viento y sus cadenas desatadas, sus cadenas sin timonel reconocido. El viento y sus antiguos ritos anclados en las raíces del tiempo.

Un crepúsculo derruido por la edad del no ser agonizaba en la boca de una ajada fotografía.

En un recodo de la avenida, flanqueada por aceras estrechas y altísimas murallas semejantes a las de una mítica ciudad o fortaleza, se le presentó una hermosa niña castaño-boreal.

¿Me recuerdas?: Yo nunca te he olvidado, pero sabes muy bien que la desgracia y el desencuentro

corroen esta sociedad, sucumbiendo los nobles sentimientos en las fauces de los perros envidiosos y los corazones podridos por la arena rotunda del fracaso. En la aspiración estéril del afán de cada día que no se pudo conquistar. Mira hacia el mar Satángel, observa allí, encima del horizonte por anochecer, la historia primera y última de las figuras difusas que atormentan tu corazón, aglutinándose atardecer a atardecer en nuestros cuerpos, rebasando de agridulce nuestra sangre anochecida.

Satángel se sentó junto a la muchacha y contempló la plenitud de las aguas. Allí se multiplicaron escenas trágicas y eufóricas de la vida de quién pudiera ser cualquier hombre sobre la tierra, sensibilizado por la esperanza prometeica de la humanidad. Por la algarabía de los siglos derrumbándose sobre el ocaso de los dioses.

Un niño pequeño corría desprevenido por un parque de pastos y arroyos blancos, como su propia inocencia. Soltaba interminables carcajadas y sus padres planeaban un “futuro esplendor” en la patria que los acogía. Una patria como todas las patrias prometidas por quienes las gobiernan, con todos los futuros comprometidos con mejores futuros. Con ciudadanos babeando los versículos infectados de las religiones. (Y también de la política, no lo olvides. No sólo de espíritu vive el hombre)

Ya mayor, el niño miraba el vuelo de las aves con asombro y satisfacción. Soñaba poder ir con ellas y trazar caminos en el firmamento. Un día, omitido en el calendario, corrió tras ellas hasta caer extenuado, sin poder alcanzar su objetivo y comprendiendo esa cruel derrota como su primera lágrima derramada por amor.

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Satángel, tras observar aquellas imágenes, miró a su amiga y la besó en los labios. Ella sonrió, deslizando su vestido desde los hombros a los pies: ¿Siempre me has amado, no es así -buscador de mi alma-...?

Satángel reencontró los muslos de la niña-mujer con sus manos satisfechas. Sus senos festivos y robustos, endurecidos desde el pezón a sus cimientos. Ella se disfrutó erectando la carne entre sus dedos y mejillas.

Sus cuerpos se anidaron en el infinito de los puntos cardinales, saboreando los

humores del sexo en un estallido espíritu/carnal una y otra vez, una y otra vez, como el pirómano insaciable o el asesino bebedor de sangre. Sucumbieron al cansancio del amor, renaciendo desnudos en las aguas de una fuente con rostro de matrona.

Satángel prometió regresar tan pronto encontrara su destino. Cruzó tierras áridas y comarcas sembradas de selvas llenas de voces y edificios quizá sólo posibles en los misterios de un sueño.

Su juventud reapareció en la ruta cadavérica de la memoria. ¡¿Por qué?!, gritó aterrado hacia el silencio. (No temas. De infierno y paraíso, eternamente, estará construido el corazón de los hombres. De cruces y estatuas vivirán las razas hasta la extinción de las sociedades en el ciclo de la materia. Escucha el canto de las galaxias)

Abrió, entonces, la puerta de la memoria, volviendo a caminar sobre las ruinas dejadas por las bombas y la metralla un mediodía de septiembre.

En sus oídos se desgarró el dolor hacinado en las salas de tortura. Trozos de carne acribillada que se perdían en el mar, en las montañas y la traición. De niño a joven, de joven a hombre acumulando el odio que nunca debió ser. Pero Latinoamérica heredó su futuro de la espada y la cruz asesinando, descerrajando la tierra y el origen, quemando el canelo y destruyendo las matemáticas siderales de los templos y la lluvia. El continente se pobló de militares y eunucos con sotana. De ladrones de oro y de sudor.

Satángel amaba la vida, aunque comprendía claramente la necesidad lógica de la muerte. La vida y la muerte un solo soplo en el universo, desposados en secreto en los albores del principio, cuando el Caos decidió fornicar con la Nada.

A los lejos acercándose, observó las barricadas aún encendidas en la periferia de las ciudades. El hambre de las poblaciones y campamentos. El desempleo devorando la unidad de las familias.

Una generación de jóvenes entregados al legítimo uso de las balas y las piedras, agitaba banderas rojas en las calles tomadas por asalto. Uno de ellos alzó la voz, confundiéndose con el aleteo de una bandada humana que huía de los años por venir. De las promesas de quienes cantaban victoria desde sus guaridas inmemoriales. De los políticos de

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mil caretas que regresaban con su veneno oculto en la dulzura del lenguaje solidario y libertador.

Satángel abrazó al joven y viajaron al barrio primero, regresando a los hermanos muertos, antes que la verdad del reloj hiriera la tristeza del poema sin Dios ni ley. En el horizonte, la crueldad terrible de la vida se enseñoreaba sicodélica en la médula de la miseria y la segregación.

Se despidieron sin promesas, solamente con versos creciendo desde la voz de

Heráclito González fuerza-colosal. Con la osadía de quienes poseen ciencia y alma nacidas de los átomos y moléculas en su triunfo cosmogónico. (Entregad ahora, compañero, el poema que golpeará los ovarios de la vergüenza y la crueldad) En el principio, la lluvia fue un Dios amigo, lo mismo que el fuego, los relámpagos, la muerte, el dolor, los sucesos sociales. ¡Qué maravilloso el mundo de Prometeo. Qué dulzura la corte de Dioniso. Qué incomparables las fornicaciones de Afrodita!. Pero llegaron los sacerdotes, los brujos, los druidas, los canutos, todos los eunucos hipócritas, interpretes y depositarios de los designios del todopoderoso. Fueron los privilegiados dentro de la sociedad, los sostenedores del poder. Los políticos, los esclavistas, los feudales, los absolutistas, los militares, los capitalistas, los antirrevolucionarios, los inquisidores, los demócrata-burgueses, los críticos malintencionados del arte y la poesía bien escrita. He aquí los vástagos del Médico Brujo, el primer político y comerciante ruin, el privilegiado intermediario de los dioses ante el pueblo ignorante, asumiendo su papel profesional. La afrenta de lesahumanidad que avanza y se desarrolla en la vida de los miserables, adquiriendo un poder cada vez mayor, vinculado desde siempre al economista ladrón y al político bisexual. Los que mancharon la desnudez hermosa de Adán y Eva. Dios es la justificación de Satanás, tal como el tirano es la justificación del guerrillero que lucha por la libertad...

Se abrieron las montañas reluciendo sus cañones. Un monje y un general, un presidente y una mujer ciega y amordazada encendieron las mechas dando fuego al fuego. Satángel mostró su dignidad enseñando su pecho y ningún disparo lo hirió.

Los dueños de las naciones no perdonan el albedrío de las selvas rebosantes. Se retuercen en sus palacios con la ira sobando sus rosarios y las monedas acuñadas en el robo atávico del esperma de los obreros y campesinos constructores de la Vía Láctea.

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Satángel reprimió sus genes convencionales, escupiendo los sofismas de sus primeros maestros, arrojándolos en el desagüe que ajusticia el diccionario abyecto de los auto-elegidos de siempre.

Muchachos y muchachas de pelo verde, rosado, violeta, azul y naranja lo acogieron. (Observa, hermano, observa al hombre sin piernas cruzar la calle, apoyado en un bastón con toda la vida maldecida sobre su espalda. Él da gracias a la buena muchacha de piernas suculentas y falda mínima que se rinde ante su cuerpo de sub-hombre)

Los chicos y chicas seguían bailando mientras la desgracia del mundo giraba alrededor, vitoreando la llegada de Satángel a sus dominios.

Satángel comprendió sus cabelleras elevadas como cordilleras de colores. Bailó sus ritmos frenético y blasfemo contra la sociedad establecida. Fue rockero y punk, avasallando junto a ellos las hipocresías de la decencia, inmaculada por los bastardos que negaban la rebeldía de sus derechos.

Hubo flores y el futuro espléndido de la clonación en sus conclusiones. Fluyó el aborto desde la materia altamente organizada, que sí sabe de la irresponsabilidad cándida de los enamorados, comprendiendo el deseo natural por sobre los guardianes del cinismo inmortalizado en la crucifixión y la capital de los Estados Unidos.

Huracanes y marejadas neutrales intentaron viciar la rebeldía, pero no contaban con la rueda solar que sembraba enciclopedias y maestranzas interminables en la ruta de los guerrilleros que volverán felices y concretas las utopías.

Gloria Trevi y la Virgen María mancomunadas en un abrazo fraternal parían las

llaves libertarias de la moral encima de las Catedrales esquizofrénicas.

Satángel continuó su camino con un ciprés-araucaria entre sus manos. Sublimó su pensamiento, bebiendo la dulzura transparente de sus nuevos amigos.

Al borde de un sendero sollozaba una madre, arrodillada y sus tres hijos. En frente, un prostíbulo con ángeles barbados. Cuatro veinte y madrugada. La hora en que se duermen los empresarios sin recordar los ríos de sangre espesándose en los ojos estrangulados de los sembradores de plusvalía, destrozados en sus músculos y esperanza. No hubo limosna ni leche ni luz, sólo cuatro sombras inertes cayendo al vacío, amando por piedad la muerte sobre la vida.

Nada en libertad se puede quemar ni fundir como el metal indefenso. Nada sobrevive sin el combate de quienes liberan la virginidad de los astros atrapados en la geometría de la conquista, para luego chorrear magistrales teoremas en la piel de los asteroides. (Ah, Satángel, amigo, si bien ya sabes tu destino, no trepides en avanzar hasta el fin, sólo en aquel momento conocerás la verdad)

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Lo sé. Me acerco y lo sé. Ya veo venir a mis difuntos en el oleaje que no quisiera

golpeara mi sensibilidad. Reconozco aquellos cadáveres que un día se abrazaron orgullosos sobre la tierra. De sus palabras brotaba miel y legendaria sabiduría.

Reconozco a los que no conocí y a los que me abrazaron en la cúspide de la alegría

o al caer la brutalidad sobre el rostro de la nación. Al caer el desamor o el ladrón de cuello y corbata en el bolsillo de los muertos vivientes. Al llegar la muerte vestida con nuestra historia amarrada a la garganta de los historiadores sin luz en los ojos. Sin brillo en la memoria ofrendada al mejor postor.

El grito bravío de Quilapán aún es digno en valles y montañas, la nieve-cordillera enciende el camino entre bosques y pampa a los pies de los testaferros de la corona aniquilando la Araucanía.

Su hermano Ariki Riroroko yace desaparecido en un cerro anónimo de Valparaíso tras la paletada-traición de Enrique Merlet y el almirantazgo nacional sobre Rapa Nui, antepasados de Silva Renard el condecorado por la sangre y el salitre acumulado en la billetera del inglés domiciliado en las poltronas del parlamento. Antecesores de Pinochet el genocida con los intestinos conectados al cráneo y al esfínter de Manuel Contreras, descendiente de los momiocristianos con almas negras y sotanas. De Torres Silva el torturador, cobijado por la Corte Suprema arrebatada a la justicia.

¡Cómo has de llorar aún tus últimas lágrimas allá en la Patagonia Lola Kiepja!

Satángel retomó la ruta de su destino cuando la tumba del poeta Heráclito González era el comienzo de una ráfaga en los testículos del Santo Oficio. Cuando se apagaba en la voz de los invasores de América la calumnia del escapulario y el arcabuz. Cuando los holgazanes de la poesía se quebraban la mandíbula al intentar morder los versos de piedra del gran huaso cósmico de la Epopeya Social de Latinoamérica.

Cuando Homero sonreía junto a Lautaro y Espartaco el justiciero. Junto a Túpac

Amaru y Prometeo el dios ecuánime.

El mundo había cambiado sus leyendas a lo lejos en el océano. Los satélites hablaban extraños idiomas y el cosmonauta cívico climatizaba las bodegas de la luna para acoger el breve paso de Machu Pichu y las Pirámides hacia los nuevos planetas donde renacería la especie humana.

Seattle y Génova fueron la señal primigenia del descontento luego de morir sin

heroísmo el siglo donde Jesús el Cristo no resucitó. La baba del capitalista masacrando y el sarcófago de la gran revolución entumecido,

aullaban cada uno por su lado. (Observa bajo aquel olivo Satángel, allí yacen las ruinas que la condición humana sepultó, llevándose en su lengua descerebrada las palabras Pueblo y Diversidad)

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Satángel no olvidaba el daño del cohecho y la mierda farandulera en las pantallas de los televisores. Los escupió y los volvió a escupir con el fuego de sus vísceras mientras iba escribiendo versos en las murallas de las ciudades otoñadas: Te saludaré desde el horizonte con mi cuerpo de viento desgranado en enamorados colores. ¿Entre todo y nada?. La mitad. Me han llamado azufre y me han llamado miedo, mas soy la ciencia y la libertad. Confundida en la incontenible noche lujuriosa ha dejado su alma vomitando injurias a la sociedad. La mediagua gime, y gime sin esperanza. Entre el barro y la lluvia se lamenta. Despuntando el alba tras los montes, calza ojotas y se corona con sombrero de paja. Escarcha en las manos, crudo invierno en sus ojos y en su vientre calor humano. Un temporal quebró los mástiles. Sesgó los copihues de mi patria Y cubrió la tierra de musgo. Mi amor fue una hoja seca que rodó por la calle húmeda. La eternidad es una suma de momentos inconclusos.

Satángel miró el reloj encumbrado en lo alto de una torre construida al centro de un barco que naufragaba en el estrépito de incontables botellas de vino rojo que se entrechocaban bajo la lluvia. Eran las 26 horas con 66 minutos exactos.

El viejo Antonino Cereceda, viejo periodista y viejo camarada, lo abrazó nostálgico

buscando luego la plenitud de las raíces. Los siglos sobre su espalda eran la luz de alerta para sus desvencijados huesos.

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(Llegarás, hermano, llegarás al ritual de la conciencia. Mi voz se apaga en el umbral putrefacto. Ve, no te detengas en mi desolación ajada y salobre que retorna al mar padre-nuestro)

Satángel encendió un cirio y buscó reposo en otros continentes. Se desangró en las batallas soterradas del diamante y el petróleo junto a los esclavos que aún no ajustician sus cadenas.

Durmió alrededor de los hijos de Babilonia convertidos en liendres de sus

hermanos, pero nadie le confesó el camino hacia el sepulcro de Adán y Eva.

Satángel ya presentía su destino sin poder recuperar el cetro robado a los pueblos en las noches de borrachera sin ideología.

Errante y cercado por un águila sin asunto comprendió al vidente que antaño leyera

en las páginas heroicas de la tradición oral. En las páginas negras e indígenas de nuestros cromosomas más nobles y valerosos.

En un templo cercano, Ponce de León y Gilgamesh luchaban por lo absoluto ante la risa llorosa de la Sibila de Cumas.

Un filósofo del nuevo siglo y nuevo cuño desembozó sus armas:

dime Satángel: -¿Acaso no estás de acuerdo con aquello de “sólo sé que nada sé”?. -Si nada sabe el sabedor, pobre de aquellos que escuchan su sabiduría. -Nunca has escuchado decir “todo depende del cristal con que se mire”. -Un ojo sano no necesita acomodarse tras ningún cristal para poder observar la plenitud de la naturaleza. -Yo, “pienso, luego existo”. -Yo, existo primero, así puedo pensar mejor sobre mi existencia. -Acaso no sabes que “nada nuevo hay bajo el sol”. -Cuando cada año llega la primavera, nunca nacen las mismas flores del año anterior. -¿Para qué sirve la poesía? Sólo para soñar. -Los sueños de un poeta, tienen más sabiduría que las palabras grises de un metafísico. -Dime: “¿Cuántos pares son tres moscas?”. -Dos moscas son un par. Tres, son un trío... - ...

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Satángel reanudó hacia el fin: El barrio de siempre. Los colores agrietados en la templanza que un día fue posible. Un paseo de la mano y dos senos negros y turgentes en los labios untados por la

raza. Un combate junto a la muerte horadando los sembrados y las poblaciones de la

resistencia cuando era inoportuno vivir decentemente. Los torrentes de la corrupción suicidando la noche al pie de los acantilados. El exilio sepultando copihues marchitos en París, Roma, Praga o Moscú

desbarrancado. Esnobistas postmodernos e izquierdistas ligth bebiendo vodka-naranja en un ex

conventillo disfrazado de bohemio patrimonio cultural. Las comunicaciones saturadas de rostros y cuerpos afrodisíacos con la mentira

entre las piernas y el semen de sus antepasados convertido en madriguera de abominables gusanos.

Los que inventaron las balas comían excrementos bajo los puentes y la ética papal, entronizada en los púlpitos destruyendo pueblos, se masturbaba con un tridente y una cruz en las habitaciones secretas del Vaticano y la Casa Blanca.

Satángel fue coherente con su consecuencia atrincherada en la gesta de lo posible e imposible estrellándose en la eternidad sin siglos.

Los pájaros del hemisferio elevaron vuelo al tronar la vida en un estallido a voluntad. La muchacha castaño-boreal sonrió una lágrima anidada en su memoria. Heráclito González y Antonino Cereceda esperaron a Satángel en la misma ventana de vidrios añosos. Desde allí, todavía se observan las mismas escaleras y vericuetos de los cerros. Todavía es claramente azul el mar...

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Alejandro Lavquén (Santiago/ Chile, 1959). Escritor. Sus trabajos se encuentran en libros, cuadernillos, revistas, diarios y antologías. Algunas de sus publicaciones son: Canto a una década (1981), Atardeceres y alboradas (1994), El hombre interior (1997), Postales para no olvidar (1998), Respirando (1999), Sacros iconoclastas (Editorial Mosquito, 2004), A buen paso atraviesa la noche (Editorial Mosquito, 2009), Bitácora extraviada (Ediciones Tinta Roja, 2011), Valparaíso (Bauhaus Editorial, 2011). Es redactor en revista Punto Final y colabora en distintos medios de comunicación impresos y digitales. Entre los años 2000 y 2005 condujo en radio Nuevo Mundo el programa literario De puño y letra. http://alavquen.blogspot.com