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LAS MEMORIAS DE MARÍA TERESA FERNÁNDEZ DE VELASCO

La aventura del grillo y el manzano

!!

Pablo de Argüelles

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Gijón, 2014

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La aventura del grillo y el manzano

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La aventura del grillo y el manzano

!!!

De los años de mi juventud atesoro con especial cariño los

recuerdos de los veranos que solíamos pasar en Asturias y en los que,

como recordarán, en alguna que otra ocasión tuve la oportunidad de

compartir las aventuras de mi viejo amigo de la infancia Alberto

Cienfuegos. El verano del año ochenta y siete sería largamente

recordado no sólo por haber sido el de la alternativa de Guerrita, sino

por la bochornosa ola de calor que los últimos días de junio arrojaron

sobre Madrid. El castigo de Apolo habría de mantenerse hasta bien

entrado el mes de septiembre, pero para cuando comenzaron los

primeros signos de tan vulcánico azote, Madre y yo habíamos iniciado

ya nuestra migración estival hacia el Norte, a la espera de que mi

padre se nos uniese cuando sus obligaciones en el Ministerio lo

hiciesen posible. Por tercer año realizamos el trayecto íntegramente

por línea de ferrocarril, completando la distancia entre Oviedo y

Madrid en apenas veintidós horas. En los tiempos que corren

semejante marca difícilmente puede ser considerada una hazaña, pero

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en el verano de mis veintitrés años, con el recuerdo de los

interminables viajes en la diligencia todavía vivo en mi mente y en mi

espalda, alcanzar las verdes y nubladas tierras del Principado en

menos de un día era la encarnación misma del progreso. Tras un par

de días de compras y asueto en Oviedo me encontraba de nuevo en

mis habitaciones de la principalísima calle Corrida de Gijón. La

ciudad de Jovellanos, bañada y en ocasiones sacudida por las

embestidas del Cantábrico, solía mantenerse ajena a los grandes

cambios que se vivían cada año en la capital. En buen estilo

provinciano, prefería adaptarse a su propio ritmo, por lo que grandes

cambios no eran de esperar. Sin embargo no habíamos acabado de

acomodarnos y ya ardía en deseos de volver a pasear por el Campo

Valdés, callejear por los laberintos de Cimadevilla, otear el horizonte

desde el monte de Santa Catalina o contemplar desde los Jardines de

la Reina la llegada al muelle de las primeras chalanas con los últimos

rayos del atardecer. Pero sobre todo tenía ganas de ver a Alberto.

¿Qué nuevos misterios estaría tratando de resolver? Mis dudas y

anhelos no habrían de prolongarse mucho, pues aquella misma tarde

encontraron respuesta. Después de comer Madre se había ido con

Laura Colino y otras amigas a conocer Las Carolinas, el nuevo

balneario de la playa de San Lorenzo, mientras yo optaba por dormir

la siesta y tomar el té en compañía de Alejandro Dumas y La dama de

las camelias. Apenas había comenzado el primer capítulo cuando la

doncella anunció la visita de un caballero. Dejé a un lado el libro y

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comprobé sobre la plata pulida de la tetera que la siesta no hubiese

arruinado mi peinado.

—Hazle pasar —dije mientras acababa de recomponer un mechón

rebelde. Unos instantes después el inspector de policía Alberto

Cienfuegos hacía su entrada tan apuesto y elegante como de

costumbre. El aire formal del tres piezas marrón de Acevedo y la

cadena dorada del reloj contrastaba con el más desenfadado de la

barba cerrada, que comenzaba a despuntar a pesar del afeitado

matinal; el salvaje cabello azabache que se resistía a dejarse amansar

por el aceite; y aquellos ojos verdes que conservaban el brillo de otro

tiempo en el que el inspector era tan sólo Bertín, el hijo de los dueños

de La Gaviota, en la esquina de la travesía de la Trinidad con los

Jardines de la Reina.

—Recibí el cable que enviaste desde Oviedo diciendo que llegaríais

hoy. Cada año estás más guapa.

—Y tú cada año eres más adulador. Ven, dame un abrazo, tonto—

dije sin poder reprimir una sonrisa—. Madre se ha ido con unas

amigas. Estaba tomando el té. Por favor, acompáñame.

Alberto consultó el reloj.

—Tengo una hora —dijo remarcando la segunda palabra al tiempo

que esbozaba una sonrisa y tomaba asiento.

Hablar con Alberto era tan sencillo como natural. Tan sólo nos

veíamos durante los meses de verano, pero nos bastaban unos

minutos para ponernos completamente al día. Tras las obligadas

banalidades sobre mis pretendientes madrileños y su afición por

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perpetuar en la condición de solteras a las asturianas formulé por fin

la pregunta que rondaba mi mente desde que cruzásemos el puerto de

Pajares.

—Y dime señor inspector de policía, ¿te traes entre manos algún

caso interesante?.

—Eres incorregible Teté —comenzó en amago de protesta, pero

bastaba ver su rostro para comprender que a estas alturas Alberto ya

había aprendido a valorar mi opinión en semejantes lides—. La verdad

es que tenemos un asunto bastante feo —dijo sin hacerse más de

rogar—. Acabamos de arrestar esta mañana al sospechoso y ya huele a

garrote. Nicanor Flores, un mareante playo al que apodan el Grillo. No

llega a los cuarenta, moreno, buen mozo, pero capaz de mirar a un

hombre con una de esas miradas que hielan la sangre. La suya, sin

embargo, es bastante caliente. Tiene antecedentes de hace cuatro

años: unas puñaladas en un asunto de faldas. Al parecer el tal Grillo es

a su manera un conquistador. Cuando le detuvimos esta mañana

opuso muchísima resistencia. Hicieron falta cuatro hombres para

ponerle los grilletes y tres necesitaron visitar posteriormente la

enfermería. Por suerte el rufián no pudo echar mano más que de un

aguamanil de latón y la cosa no llegó a mayores.

—¿De qué se le acusa? —pregunté impaciente por conocer más

detalles.

—Pues nada menos que del asesinato de doña María Luisa

Alvargonzález, mujer de don Ernesto de Prado, presidente del Banco

Asturiano de Crédito e Industria. La susodicha apareció muerta hace

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tres días en el jardín de su casa del paseo del Muro con la garganta

cercenada de lado a lado.

—Lo vi de pasada en El Carbayón el día que llegamos, pero tan sólo

recuerdo el titular; parco y sin a penas datos.

—El matrimonio vivía con la hermana de don Ernesto, doña

Cristina, ciega de nacimiento, y un servicio de tres personas: la

cocinera, su marido, que hace las veces de cochero y jardinero, y una

doncella —explicó tras consultar una pequeña libreta—. El día de autos

la familia había cenado en la casa en compañía de un único invitado,

don Alfredo Palacios, el socio de don Ernesto en la entidad bancaria.

Después de la cena los cuatro comensales se retiraron al salón para

disfrutar de un pequeño concierto de piano a manos del propio don

Ernesto. Fue entonces cuando en medio de la música y los coñacs

doña María Luisa solicitó que la disculpasen para ausentarse unos

momentos.

— ¿A qué hora sucedió eso? —pregunté sin tratar de disimular mi

emoción. Para entonces la narración de Alberto había cautivado por

completo mis sentidos. Un año entero atrapada en el tedio y la

monotonía de los paseos en barca por el retiro y los chismes de café

había hecho que olvidara el excitante sabor de la aventura, pero

bastaba una fugaz muestra de aquel embriagador aroma para que

todos mis instintos volviesen a aflorar. Quizás algunos hoy no lo

comprendan, pero para una joven victoriana de clase acomodada

aquellas pequeñas oportunidades de asomarse, aunque sólo fuese

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momentáneamente, al mundo prohibido y misterioso de los hombres

suponían las más emocionantes de las aventuras.

—No antes de las once menos cuarto, según el testimonio de los

presentes —fue la respuesta indubitada de Alberto.

—¿Quién descubrió el cuerpo? —inquirí ávida de información.

—No te adelantes —protestó con una sonrisa; prefería contar las

cosas a su manera—. A eso de la media noche el sereno que hace la

ronda del Muro se acercó atraído por la música y creyó ver algo

extraño a través del cercado. Al aproximar la linterna vio el cuerpo sin

vida de la señora Alvargonzález y dio la voz de alarma.

—¿La puerta exterior estaba cerrada? —pregunté casi de forma

automática. Alberto enarcó las cejas sorprendido y luego sonrió

mirándome con curiosidad—. No se te escapa una —concedió—.

Efectivamente el portón estaba cerrado a cal y canto. Quien quiera

que entrase tuvo que escalar el muro y la verja tanto para entrar como

para salir.

—Entiendo. Sigue, sigue.

—Bueno, ahora llega la parte menos apropiada para una señorita,

pero conociéndote… No quiero decir que no seas una señorita —trató

de explicarse cuando le miré con ojos de gato. No pude aguantar la

carcajada.

—No te vayas por las ramas. Detalles, quiero detalles —dije tratando

de recobrar la seriedad.

—Está bien, está bien. El cadáver yacía junto a uno de los árboles

del jardín; un manzano para más señas. El doctor Sebastián Valle, que

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certificó la defunción, dijo que el corte que había hecho que se

desangrase fue realizado con una hoja corta pero afilada,

probablemente un cuchillo; de izquierda a derecha; y desde detrás de

la víctima, debido a que la herida era más profunda en el lado

derecho. Tal que así —explicó haciendo el gesto en el aire —. El corte

seccionó ambas yugulares y la carótida derecha por lo que la muerte

sobrevino en cuestión de segundos. La pobre desdichada no tuvo

tiempo ni de gritar. A unos cuanto pasos en dirección al muro

encontramos el arma homicida. Un cuchillo corto, con el mango de

madera como los que utilizan los marineros para cortar las redes. El

asesino debió de perderlo en su huída al trepar el muro, pero para su

desgracia su zapato de cristal no era muy anónimo que digamos.

Tallada en el mango de madera podía leerse una palabra: Grillo.

Como te comentaba es un viejo conocido, así que no tardamos mucho

en dar con él.

—Vaya. Eso es lo que yo llamaría una prueba incriminatoria.

—Espera, eso no es todo. En una de las manos de la mujer se

encontró una nota en un pequeño recorte de papel, como los que

utilizan los ultramarinos para envolver las mercaderías pequeñas.

Clavos, cerillas ya sabes—. Con toda una infancia tras el mostrador de

La Gaviota Alberto no había tenido ninguna dificultad en reconocerlo

—. Escrito a lápiz, con una caligrafía rudimentaria se leía:

!“Antes de media noche en el manzano. G.”

!

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—¿Tienes el original?

—Está en mi despacho, en comisaría. Un perito examinó la letra y

coincide con algún papeleo de su paso por prisión de hace cuatro

años. En el interrogatorio admitió que el cuchillo era suyo, pero dijo

haberlo perdido hacía tiempo. Cuando le mostramos la nota se

mostró muy sorprendido. Su tono se volvió agresivo. No negó que

fuera su letra, pero dijo que no sabía como había ido a parar a manos

de la señora Alvargonzález a la que no conocía de nada.

—De modo que no admite ser el culpable —dije sorprendida.

—¿Alguno lo hace? —se preguntó en forma retórica—. Las pruebas

sin embargo hablan por sí solas. Le confronté con los hechos y le

expuse mi teoría. La noche del lunes, por medio de la nota, atrajo a la

señora hasta el jardín donde la degolló a sangre fría. Luego, y tal como

había hecho para entrar, escaló la verja y la tapia del jardín. En

conjunto el cercado no supera en exceso la altura de dos hombres,

por lo que treparlo no supone ninguna dificultad para un marinero

experimentado. Sin embargo, las prisas de la huída hicieron que en la

misma perdiese el cuchillo. El Grillo escuchó en silencio mis palabras

con una mirada que destilaba auténtico odio. Cuando le pregunté si

tenía alguna explicación mejor se limitó a responder en tono seco que

la noche del lunes no había vuelto a salir de su casa después de las

nueve y media. Naturalmente nadie puede corroborarlo porque vive

sólo, así que su coartada no vale una perrona. Cuando volvimos a

preguntar por la nota dijo que eso no era asunto nuestro y nos invitó a

irnos al diablo. Traté de hacerle ver que si no colaboraba sería peor

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para él, pero dijo que ya que iban a darle garrote de todas formas

podíamos irnos , y cito textualmente, “a joder un centollo”.

Los dos nos echamos a reír.

—La cosa está clara Teté. Todas las pruebas señalan a Flores y no

tiene coartada.

—Y sin embargo…

—Y sin embargo hay algo que no me acaba de encajar. En realidad

nada encaja más allá de estas pruebas tan evidentes. ¿Qué motivo

podía tener Flores para matar a la señora Alvargonzález? En otras

circunstancias, con otros protagonistas bien podría tratarse de un

crimen pasional. Al parecer el Grillo es muy popular entre las

verduleras y las fulanas del puerto, pero toda una dama de la alta

sociedad como María Luisa Alvargonzález…imposible.

—Improbable —me apuré a corregir —. Supongamos que ese tal

Grillo dice la verdad y estuvo durmiendo toda la noche en su casa

como un angelito. Sabemos que el crimen tuvo lugar entre las once

menos cuarto y las doce. ¿Quién más pudo hacerlo? ¿Qué hay del

servicio?

—Los únicos que duermen en la casa son el matrimonio del

cochero y la cocinera. La doncella pasa la noche en casa de sus padres

en la ciudadela de Capua. Los dos se encontraban ya en la cama

cuando saltó la voz de alarma.

—¿Y qué hay del resto? —pregunté mientras trataba de encontrar

una idea mejor.

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—Completamente descartados. Don Ernesto estuvo al piano toda la

noche y ni don Alfredo ni la señorita Cristina abandonaron en ningún

momento el salón hasta que se dio la alarma.

—Pues si como parece ese Grillo es el culpable tenemos que

encontrar el motivo por el que lo hizo.

—¿Tenemos? —dijo visiblemente divertido.

—Alberto Cienfuegos Cortina quizás tengas el valor de negar que

mi ayuda fue de gran utilidad el año pasado en el asunto del collar de

la marquesa de Canillejas, o en el caso de las hermanas gemelas—

protesté sulfurada.

—Y te lo agradezco mucho. Siempre digo que tienes madera de

detective.

—Pero tú no necesitas detectives de madera —dije en tono

melancólico frunciendo los labios en el pucherito más enternecedor

de que era capaz.

—Lo que digo es que son aguas muy turbias. Estamos hablando de

asesinato, con todas las letras—. Su mirada divagó por unos momentos

entre el salón y la galería mientras apretaba ligeramente los labios.

Con un gesto mecánico consultó fugazmente el reloj y lo devolvió al

bolsillo del chaleco—. Debería ir yéndome. Tengo una cita a las cinco

con un tal López, el abogado de la familia. Necesita una copia del

certificado de defunción para algún papeleo—. Acto seguido apuró lo

que quedaba de la ya fría taza de té y se levantó de la silla con su

característica agilidad—. Buenas tardes Teté, me gustó volver a verte —

dijo tras contemplarme en silencio durante unos instantes. Había dado

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ya varios pasos hacia la puerta cuando, de pronto, se detuvo y se

volvió hacia mí.

—Si hay alguna novedad en el caso te mantendré informada. Pero

que sea la última vez que me pones pucheros.

—Buenas tardes para ti también —dije entre risas mientras le veía

marcharse.

!!! El resto del día no pude hacer otras cosa que pensar en el Grillo y

en la desdichada señora Alvargonzález. Madre llegó para la cena

contando maravillas del nuevo balneario. Las instalaciones eran

magníficas, las mejores de toda Europa decía, y el emplazamiento

insuperable, frente a la capilla de los Jove-Hevia, que daba nombre a

la playa. Ni el mismísimo Jovellanos hubiese podido encontrar un

lugar mejor. No podía esperar al día de la inauguración para darse los

baños de ola. Sin embargo a mí todo aquello me importaba más bien

poco. Mi mente estaba en la playa, pero unas cuantas manzanas hacia

el río. Tenía un recuerdo algo vago de otros veranos, pero no lograba

recordar con detalle la casa en cuestión.

—Voy a salir a dar un paseo —dije tras acabar el postre.

—¿A estas horas? —Madre pertenecía a la España que Moratín

había inmortalizado en El sí de las niñas. Para ella, que una mujer

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anduviese sola por la calle al caer la noche no sólo era peligroso, ante

todo era moralmente reprobable.

—Alberto va a acompañarme —mentí. Madre levantó las palmas en

gesto de resignación y siguió comiendo las fresas con nata.

—Pero no vuelvas tarde —apostilló.

Calculé mentalmente que tendría hasta las diez, tiempo más que de

sobra para mis propósitos.

! Gijón crecía hacia el Sur, como si tratase de reconciliarse con

Castilla. Cada año el desarrollo del paseo del Muro se alejaba más de

su comienzo en el Campo Valdés para aproximarse poco a poco a la

desembocadura del río Piles en la bahía. Una a una, pequeñas casas

de dos alturas habían ido transformando el litoral. La mayoría eran de

estilo indiano, con su palmera en el jardín, aunque ya comenzaban a

dejarse notar las primeras pinceladas de la nueva tendencia que años

después habría de conocerse como art nouveau o, más castizamente,

Modernismo. Aunque la inmensa mayoría de las construcciones eran

viejas conocidas del verano anterior no tenía ni la más remota idea de

cuál era la de los de Prado, así que me propuse localizar el único

elemento que conocía de la misma: el manzano que tan directamente

había sido testigo del crimen. Normalmente, a parte de las famosas

palmeras, las preferencias a la hora de decorar el jardín solían recaer

sobre sauces, magnolios o plátanos de indias, por lo que esperaba que

no me resultase excesivamente difícil dar con él. En todo caso las

casas de la primera línea no superaban la docena, por lo que comencé

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a comprobar uno a uno lo jardines mientras paseaba. Las seis

primeras pasaron sin éxito, pero a llegar a la séptima mi suerte

cambió. La casa, indiana, no debía de tener más de cuatro años y era

un claro ejemplo de lo que Clarín había descrito como “alarde de

piedra inoportuno, solidez afectada y lujo vocinglero”. La fachada

combinaba exacerbada copiosidad de materiales pasando por la

piedra, el forjado, la madera, el azulejo e incluso el mármol. El

segundo nivel presentaba una gran galería mirando al mar y se

coronaba en el flanco derecho con un tercero a base de una pequeña

cúpula. En la planta baja dos columnas de estilo corintio flanqueaban

la entrada principal, a la que se ascendía por unos pequeños escalones

de piedra. Desde la puerta se sucedían en ambas direcciones hasta tres

ventanas francesas, encontrando las de los extremos simétrica

correspondencia con las que flanqueaban la galería en el segundo

piso. Era precisamente en una de las esquinas de la fachada principal,

la de la izquierda, donde se insinuaba tímidamente el ramaje de un

pequeño manzano que a todas luces debía ser más visible desde el

lateral.

—Buenas noches señorita, ¿se ha perdido? —la voz del sereno,

aparecido de la nada, hizo que me sobresaltase.

—No, yo tan sólo…—acerté a decir.

—Ah, entiendo —dijo en tono paternal—. Ha leído usted lo del

trágico suceso y ha sentido curiosidad por ver el escenario del crimen

con sus propios ojos.

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Fue entonces cuando caí en la cuenta de que aquel debía ser el

hombre que había encontrado el cadáver. Mi aventura vespertina

quizás acabase por revelarse más fructuosa de lo que había pensado.

—¡Usted es el hombre del que habla el periódico; el que encontró

el cuerpo de la señora Alvargonzález! —dije tratando de exagerar mi

sorpresa lo máximo posible —.Debe ser muy valiente. La noticia decía

que había sido horrible.

Sus mejillas se encarnecieron mientras sacaba pecho y carraspeaba.

—Bueno, verá señorita, uno sirvió hace años en Tetuán contra el

Moro y está acostumbrado a ver cosas que podrían impresionar a una

dama como usted. Sólo cumplía con mi deber. Antiguo cabo Gervasio

Pérez del segundo de infantería para servirla —dijo tocándose la punta

de la visera y colocando las manos a la espalda con afectado aire

marcial.

—Oh, no trate de quitarse mérito —protesté —. Es una lástima que

no viese al asesino, seguro que hubiese podido detenerlo.

—No le quepa duda señorita. Por desgracia el rufián ya debía

haberse dado a la fuga cuando llegué. Para entonces no había ni un

alma en el jardín, tan sólo el cuerpo sin vida de la señora. Pobrecilla.

La familia se llevó un susto de muerte, estaban tocando música en el

interior sin imaginarse la desgracia que les acechaba.

—Debió ser terrible, me imagino que habría muchísima sangre —

dije tratando de añadir una banalidad antes de dar por terminada la

conversación. Sin embargo la respuesta de aquel hombre de cómico

rostro rubicundo y orejas de soplillo despertó nuevamente mi interés.

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—Oh, no se lo imagina señorita. La degollaron como a un pollo—.

Se santiguó. —Por suerte la tierra del jardín era nueva y pudo chupar la

mayoría de la sangre —.Mis ojos se abalanzaron instintivamente a

recorrer la parte del jardín que era visible desde la entrada. Por

momentos pude sentir como el corazón bombeaba más rápido a cada

instante. Ni la jardinera central, ni la gran palmera que competía en

altura con la cúpula mostraban signo alguno de reciente actividad

jardinera. Podría ser que… La idea golpeó mi mente como un

relámpago.

—Tengo entendido que el cuerpo estaba debajo de aquel manzano

—dije señalando en su dirección.

—Precisamente señorita.

—Verá, soy de Madrid y vengo solamente a pasar los veranos. Me

pregunto…, ¿podría ser que ese manzano no estuviese ahí el año

pasado?.

—Ni el año pasado ni el mes pasado —respondió—. Lo habían

plantado hace sólo unas semanas. Si lo piensa uno…¡menudo mal

fario!

—Muchas gracias señor. Tengo que regresar, se me ha hecho muy

tarde —dije dejando al pobre hombre con la palabra en la boca al

tiempo que echaba a correr en dirección a casa.

—¡Las que usted tiene! —le oí gritar ya a lo lejos.

Mi pulso parecía una máquina de vapor a punto de estallar. Tenía

una teoría, pero necesitaba de Alberto para comprobarla. El caso se

había vuelto trepidantemente emocionante.

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—¡Teresa! — El simple hecho de que Alberto no me llamase “Teté”

delataba su sorpresa más que la arqueada posición que habían

adoptado sus cejas.

Aquella mañana, inmediatamente después del desayuno, me había

arreglado y puesto rumbo a la comisaría. Durante toda la noche no

había podido dejar de pensar y darle vueltas a una idea que se había

formado en mi cabeza a raíz de mi visita a la casa de los de Prado. Al

principio era poco más que una intuición, una silueta que a penas se

sugiere entre las brumas de la imaginación. Sin embargo, cuanto más

pasaba el tiempo y lo analizaba desde un punto de vista más racional,

aquellos contornos espectrales iban cogiendo forma hasta convertirse

en una certeza diabólicamente estremecedora. Sólo restaba una pieza

más para poner en marcha la maquinaria que arrojase luz en aquel

entuerto y esperaba que Alberto pudiese ayudarme a encontrarla.

—Buenos días —dije con la mejor y más inocente de las sonrisas—.

¿Alguna novedad?

—Teté, ¡eres incorregible!— Éste no es lugar para una señorita —

protestó mientras se apresuraba a cerrar la puerta— .Toma asiento.

El despacho de Alberto no era gran cosa. Austero, limpio y cuasi

castrense. En una de las paredes, junto al calendario zaragozano,

colgaba tímidamente, como dudando si revelarse contra la monotonía

imperante, un pequeño reloj de cuco, copia mal entendida de los

maestros tiroleses.

—Todavía no hay ninguna novedad. Ya te dije que si salía algo

nuevo te lo haría saber. Tienes que confiar más en mí. De verás

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aprecio tus opiniones y consejos Teté, pero una cosa es eso y otra muy

distinta que andes yendo y viniendo de aquí para allá por comisaría.

—No te pongas así—. Mi rostro adoptó la expresión más

enternecedora de que fue capaz—. Creo que he descubierto algo

importante.

—Primero pucheritos y ahora corderito degollado.

—¡Oh vamos Alberto!, por favor - dije enfatizando las dos últimas

palabras—. La nota que se encontró en el cadáver de la señora

Alvargonzález, la que la citaba junto al manzano del jardín; ¿la tienes

aquí?

Alberto enarcó la ceja derecha. La confusión que le produjo mi

pregunta hizo que olvidase por unos momentos la contrariedad que le

había causado mi inesperada visita.

—Sí, está por aquí —balbuceó mientras abría uno de los cajones del

espartano escritorio de roble—. Aquí la tienes —. Dos largos dedos me

ofrecieron el pedazo de papel con un elegante gesto circular. La

pequeña floritura destacó todavía más en medio de aquel aire de

rectilínea simplicidad. —¿Para qué la quieres?

La pregunta quedó flotando en el aire mientras examinaba la nota.

Efectivamente el recorte de papel, de un gris pálido y de poquísimo

gramaje, era sin duda el usado comúnmente para embalar

mercaderías de poca monta en los comercios. Dos de los bordes y una

esquina presentaban las líneas rectas propias del gran rollo del que

había sido cortado originalmente, mientras que los otros dos y las

restantes esquinas mostraban las irregularidades correspondientes al

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recortado a mano que había sido llevado a cabao para reducirlo a un

tamaño más apropiado a su nueva finalidad. Aproximadamente en la

mitad del pliego, escritas a lápiz con una caligrafía diminuta, jeroglífica

y temblona, de esas que como decía Galdós refiriéndose a los

garabatos de Leopoldo Alas, había que conquistar letra a letra y sílaba

a sílaba, se encontraban las ocho palabras que habían llevado a la

perdición a María Luisa Alvargonzález hacía ya cuatro días. Con ayuda

de una gran lupa que descansaba sobre la mesa comencé a recorrer

una a una las palabras. “Antes”. Los trazos eran crípticos por la falta

de método; revelaban la simpleza de aquel que no toma la pluma más

que cuando le es absolutamente indispensable.

—¿Dices que el Grillo reconoció ser el autor de la nota? —pregunté

mientras examinaba la siguiente palabra a través de la lente: “de”

—Sí, aunque no pudo explicar cómo había llegado a manos de la

malograda.

“las 12”. Los dos números destacaban por su claridad entre el

resto de los garabatos. El Grillo dominaba seguramente la aritmética

mejor que la gramática. Seguían un “en el”, que bien podrían ser un

“el en” o lo que la imaginación del lector tuviese a bien. Pero fue al

llegar a la séptima palabra cuando una mezcla de sorpresa, excitación

y frenesí, a partes iguales y en sucesión hicieron que la lupa se me

escapara de las manos y cayese sobre la mesa como una plomada

confirmando las teorías de Galileo.

—¡Alberto! —exclamé—. ¡El manzano, es el Manzano!

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—¿Qué dices Teté?, ¿te has vuelto loca? ¿Qué le sucede al

manzano?

—Compruébalo tú mismo —dije devolviéndole la nota y recogiendo

la maltratada lente de encima de la mesa. Alberto examinó

concienzudamente el pequeño trozo de papel a través del vidrio. Su

ceño se frunció y sus ojos se contorsionaron en un titánico esfuerzo

por aumentar su concentración.

—¡La mayúscula! —suspiré impaciente al borde de la desesperación

—. Por muy engarabatada que esté, esa M es mayúscula.

—Es cierto —su voz fue poco más que un murmullo; sus ojos verdes

seguían analizando, de una forma casi hipnótica los trazos a través de

la lente—. ¿A dónde quieres ir a parar? —dijo por fin recuperando un

tono más terrenal.

—¿No está claro? —pregunté al aire—. El manzano de la finca de los

de Prado y el de esta nota no son más que tocayos. Sabía que había

algo raro en todo esto. Ayer di un paseo por el muro y pude hablar

con el sereno que encontró el cuerpo. ¿Sabías que el manzano había

sido plantado tan sólo unas semanas atrás? Qué casualidad…

—¡Por Dios Teté! ¿Has ido a la casa de los de Prado? —Alberto se

llevó las manos a la cabeza, pero pronto pareció darse cuenta de la

importancia de la información que acaba de suministrarle y adoptó

una actitud más relajada. Con la diestra en la cintura y la siniestra en la

frente comenzó a caminar en interminables círculos entre las

pequeñas cuatro paredes del despacho.

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—Esto es más serio de lo que piensas Teté —dijo parándose de

pronto—. Si lo que dices es cierto navegamos por aguas muy oscuras.

El único que pudo colocar ese manzano en el jardín es el señor de

Prado, precisamente la única persona con verdaderos motivos para

poder querer muerta a su mujer.

—Ahora soy yo la que me he perdido —dije verdaderamente

sorprendida—. Pensaba que no había novedades—. Mis últimas

palabras trataron de destilar un cierto reproche.

—Hasta ahora no le había dado importancia —empezó a explicarse

—, pero esto lo cambia todo. ¿Recuerdas que ayer tenía una cita con el

abogado del señor de Prado? El tal López, que así se llama el

picapleitos, es un personaje realmente singular. Su pomposidad tan

sólo admite comparación con su indiscreción y la facilidad con la que

da rienda suelta a la longitud de su lengua. Esto tuve ocasión de

comprobarlo muy pronto, pues a pesar de que tan sólo necesitaba un

certificado de la defunción, no tardó en ofrecerme los pormenores de

las consecuencias jurídicas y económicas que la misma tendría para su

cliente, tratando en todo momento de impresionarme con las cuantías

al tiempo que se las daba de literato y jurisconsulto, citando tan pronto

a Cervantes como a Sanz del Río. Pues bien, la cuestión es que hace

menos de un año de Prado subscribió un seguro de vida para él y

para su mujer, de tal forma que si alguno de los dos hubiese de

fallecer en los próximos diez años, el que sobreviviese recibiría un

suculenta cantidad.

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—¿Y crees que cobrar ese seguro es razón para matar a su mujer? -

pregunté con escepticismo.

—Ochocientas cincuenta mil razones —dijo mientras se volvía a

sentar. No pude evitar resoplar.

—Sin duda podría ser un motivo para cualquiera. Pero un hombre

de su posición económica, el director de un banco…, ¿por qué habría

de necesitar el dinero?

—Codicia —sugirió Alberto, casi preguntando.

Me quedé pensando durante unos momentos pero fui incapaz de

buscar una explicación mejor.

—Supongamos que don Ernesto esté detrás de la muerte de su

mujer —comencé tratando de ordenar mis propias ideas—. ¿Contrató a

alguien para que hiciese el trabajo sucio? ¿Al Grillo? ¿ Por qué el

manzano? Me temo que tenemos muchas preguntas por responder.

—Una cosa está clara, no pudo hacerlo el mismo. El asesinato tuvo

que producirse entre las doce menos cuarto y la media noche, y en

todo ese tiempo don Ernesto, su hermana y el señor Palacios no

abandonaron el salón de la casa.

—Necesitamos volver a hablar con la gente de la casa.

—No sé Teté —Alberto pareció dudar— no tenemos gran cosa. Es

cierto que cobrar esa prima es un buen móvil, pero a parte del

manzano no tenemos ninguna prueba. No podemos ir acusando a

don Ernesto sin algo más tangible.

—No he dicho nada de acusar a nadie, tan sólo que hablemos otra

vez con la gente. Quizás haga falta una visión femenina.

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—Es un asunto de la policía—. El tono de protesta de Alberto era

meramente protocolario.

—Dijiste que tenía madera de policía— dije frunciendo los labios.

!!

! El jardín de los de Prado lucía mucho mejor a plena luz del día,

pero los rayos del Sol no hacían más que poner de manifiesto el

afectado exceso de la construcción, destapando las vergüenzas de un

Modernismo mal entendido y disfrazado de Rococó. A nuestra

llegada fuimos recibidos por el jardinero, quien nos comunicó que su

patrón no se encontraba en la casa, pero su hermana Cristina nos

recibiría. Antes de entrar en la casa nos acercamos al manzano bajo

cuyas ramas había tenido lugar la tragedia.

—Tengo entendido que este árbol se plantó muy recientemente—

comenté cuando pasamos al lado del manzano.

—Y maldita la hora en que entró en este jardín —dijo el hombre

mirando con desprecio el tronco retorcido—. La Santa Biblia ya nos

advierte que es un árbol de mal fario —añadió en el sincero tono del

creyente tras santiguarse por duplicado.

—Entiendo que no fue idea suya —dijo Alberto.

—¡Oh, no señor! Don Ernesto insistió en que fuese plantado aquí

para dar algo más de vida a esta parte del jardín.

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—¿La localización también fue sugerida por don Ernesto? —

pregunté buscando y encontrando la mirada cómplice de Alberto.

—Sí señorita.

—Ah, ¡qué interesante! —dije mientras nos dirigíamos hacia la casa.

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! Doña Cristina de Prado resultó ser una anfitriona de lo más

amable. La hermana de don Ernesto, que no debía llegar a los

cuarenta, era una mujer de un rostro bastante agraciado, con rasgos

delicados y tez nacarada. De no ser por su condición, que unas

antiparras doradas trataban de disimular, su cabellos castaño, recogido

a la moda, y sus labios encarnados la convertirían en una mujer

realmente bella.

—Por favor, siéntense —dijo con voz y una mirada estrábica perdida

en la nada—. ¿En qué puedo ayudarles?

—Nos gustaría hacerle algunas preguntas acerca de la noche de la

desgracia —dijo Alberto mientras me indicaba con la mano que le

dejase hablar. Habíamos sido anunciados como el inspector

Cienfuegos y su ayudante personal, con la condición de que dejase

que fuese él quien llevase las riendas de la entrevista.

—Lo que sea en que pueda ayudarles —respondió solícita.

—¿Recuerda alguna cosa que le hubiese podido pasar

desapercibida en su anterior declaración? Cualquier detalle, por

pequeño que parezca podría sernos de gran utilidad.

—Ya les dije todo lo que recordaba. Después de cenar mi

hermano, el señor Palacios, la pobre María Luisa y una servidora nos

habíamos retirado del comedor a este salón para esparcirnos y beber

alguna copita de licor. Era una noche estupenda, y la temperatura muy

agradable. Abrimos la puerta de la galería y mi hermano se ofreció a

tocar algunas piezas al piano; lo hace realmente bien, ¿saben?. De

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pequeño solía tomar clases con un profesor de Bilbao hasta cuatro

veces por semana.

Mientras Alberto escuchaba las reminiscencia de los días de

juventud de los hermanos de Prado comencé a estudiar con interés

profesional el salón en que nos encontrábamos. En el centro de la

estancia, sobre una mullida alfombra oriental, descansaba una

preciosa mesa de salón estilo Chippendale en torno a la cual se

disponían dos butacones franceses con antimacasares de ganchillo en

los brazos y en la cabecera, uno de los cuales ocupaba, con su

pequeña manta sobre las piernas, la venerable imagen de doña

Cristina. El resto de los asientos consistía en el sofá de dos cuerpos en

el que nos encontrábamos sentados y un chaise longue que combinaba

de forma muy acertada la sencillez del mimbre y la nobleza de la

caoba. Detrás de los sillones, que dominaban los ángulos de la mesa

opuestos al sofá, se hallaba el piano; una delicada pieza de media cola

en madera de color castaño claro. El instrumento contaban con un

atril incorporado con ricas florituras de ebanistería sobre el que

descansaban partituras musicales. Me acerqué y les eché un vistazo.

Un poco más hacia el lateral, y por detrás del chaise longue se

encontraba la cristalera que habría paso directamente al jardín. Por allí

habría podido salir perfectamente la señora Alvargonzález, sin

embargo, según las declaraciones de los testigos, María Luisa había

abandonado la estancia por la puerta que comunica con el hall

principal para dirigirse, presumiblemente, a sus aposentos. En mis

diarios de la época he podido encontrar el siguiente bosquejo del

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plano de la planta inferior de la casa, tal como habría de recordarlo

años después en una aburrida y madrileñísima tarde otoñal - que son

sinónimos en cuanto nos adentramos en tal estación- . Sabrá pues el

lector perdonar los errores que la memoria o mi falta de pericia en

semejantes artes hayan podido propiciar.

—Doña Cristina —dije cuando una pausa en su conversación con

Alberto lo hizo posible —, ¿podría recordar dónde estaban sentados

exactamente cada uno de los asistentes? —pregunté a sabiendas de mi

experiencia con la tía abuela Paquita, que las personas ciegas pueden

saber de forma muy exacta por la procedencia de la voz dónde se

encuentran las personas en una habitación.

A juzgar por su expresión doña Cristina pareció algo sorprendida

por la pregunta y también Alberto que me miró con su idiosincrática

ceja derecha enarcada.

—Mi cuñada y yo estábamos sentadas en el sofá —comenzó a

rememorar —y el señor Palacios ocupaba la butaca de la derecha. Mi

hermano había hecho lo propio con la de la izquierda antes de

comenzar a tocar.

!!!!Plano de la casa de los de Prado

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Me levanté y di algunos pasos alrededor de la estancia tratando de

imaginarme a las cuatro personas en los puestos que habían ocupado

la noche del domingo.

—Desde que la señora Alvargonzález abandonó la sala hasta que

saltó la voz de alarma ¿ninguno de los presentes cambió de posición?.

—No. Mi hermano siguió tocando y el señor Palacios no abandonó

su butaca —dijo indubitada.

—Disculpe la pregunta —intervino Alberto—, pero ¿cómo puede

estar tan segura?

—Porque tanto antes como después de la cena el señor Palacios se

mostró muy solícito en entablar conversación. Recuerdo que pensé

que mi hermano lo consideraría descortés, pues en más de una

ocasión trató de seguir la conversación durante el pequeño concierto,

y el propio señor Palacios debía de tener algo de conciencia culpable,

pues no escatimó en efusivos aplausos y bravos al final de cada pieza.

Mi amiga Emilia Figueroa es igual, la gente que no aprecia la música

es incapaz de permanecer callada ni cinco minutos en un concierto.

—¿Habían tenido su hermano y su esposa alguna discusión

recientemente? —pregunté.

—No, nada fuera de lo común en un matrimonio. Eran una familia

normal. Mi hermano trabaja muchas horas en el banco y no tiene

mucho tiempo para estar en casa, ese tipo de cosas siempre dan lugar

a pequeñas discusiones pero nada fuera de lo común. Una mujer

siempre desea la máxima atención de su marido y eso no siempre es

posible. Pero les aseguro que mi hermano y María Luisa eran muy

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felices—. Sus palabras sonaban del todo sinceras. Sin duda a ojos de

doña Cristina los de Prado eran un matrimonio feliz. Pero, ¿era

posible que a aquellos ojos se les hubiese negado la luz también

metafóricamente? Le hice a Alberto gestos para que hiciese la

incómoda pregunta.

—Lamento tener que preguntárselo —empezó—, pero ¿cree posible

que pudiese existir una tercera persona?

—¿Una amante?, ¿Ernesto? ¡Desde luego que no!

—Me refería a su cuñada. ¿Es posible que se viese con otro

hombre? ¿Algún amigo?

Doña Cristina, asombrada tardó en asimilar la pregunta.

—No, no. ¡Claro que no! Marilú tenía amigos, pero no en ese

sentido—. ¡Clara!, ¡Clara! —llamó por dos veces.

Una joven doncella no tardó en entrar apresuradamente en el

salón. Era menuda de talla, y con unos diminutos ojos marrones, pero

la gracia de su rostro otorgaba un buen efecto al conjunto. Era una de

aquellas chicas que el señor Cienfuegos - el padre de Alberto - gustaba

de definir como “una rapaza muy afayaiza”.

—¿Qué manda la señora? —Parecía un tanto sobresaltada y a punto

estuvo de derribar un jarrón cercano a la puerta que daba a la cocina.

—Tomaré té —dijo con la mirada perdida en la nada—. ¿Me

acompañarán?

Alberto me buscó con la mirada y vio como le negaba con la

cabeza. Estaba claro que nuestra entrevista con doña Cristina había

dado de sí todo cuanto era posible. Dándole las gracias nos

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despedimos y nos dirigimos al que sería nuestro segundo destino de

los tres que habríamos de cubrir aquella mañana: el despacho de don

Ernesto de Prado.

!!!! El señor de Prado resultó ser un hombre de lo más peculiar. De

aspecto atlético, largas patillas y bigote prusiano, sus andares altaneros

podrían hacerle pasar desapercibido entre la vieja aristocracia

europea. Su actitud y su espíritu eran las de un hombre que no tenía

nada que ocultar. Desde un primer momento se mostró muy solícito y

accedió a interrumpir una reunión que tenía con su abogado para

atendernos. Sin duda nadie hubiese podido pensar que aquel

derroche de amabilidad y galantería hubiese sido capaz de matar unos

días antes a su mujer, pensé. Su rostro y su voz parecían contagiadas

del riguroso luto que daba fe de la recién adquirida condición de

viudedad, y sin embargo había algo en él que no hacía sino

reafirmarme en mi teoría. Tardé unos minutos en darme cuenta de

qué era: su mirada. No había en sus ojos el más mínimo rastro de

pena o sufrimiento. Todo el resto del disfraz estaba logrado a la

perfección, pero aquellos ojos delataban al lobo con piel de cordero.

Sí, sin duda don Ernesto de Prado era un magnífico actor; un hombre

muy inteligente y peligroso.

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—Necesito hacerle unas preguntas para completar su declaración —

dijo Alberto tras haberme presentado una vez más como su ayudante

personal.

—Lo que sea con tal de ver cuanto antes a ese miserable en el

patíbulo —respondió don Ernesto cerrando los puños.

—¿Por qué cree que ese hombre pudo querer matar a su esposa?

—No tengo ni la más mínima idea, seguramente trataba de robar en

la casa.

Aquella respuesta, viniendo de un hombre tan astuto me pareció

casi un insulto a nuestra inteligencia.

—¿Y cómo explica la nota que encontramos en la mano de su

esposa citándola antes de la medianoche? —insistió Alberto.

—Para serle sincero: no encuentro explicación. Me deja tan

anonadado como a ustedes.

—En la nota citaban a su mujer en el manzano. Tengo entendido

que habían plantado ese árbol hace sólo unas semanas—. Por unos

instantes creí ver algo parecido a la sorpresa en los ojos del banquero,

pero no tardó en esfumarse tan rápido como había llegado.

—Sí así es. Hicimos una reforma en el jardín.

—¿Fue usted quien decidió que se plantase el manzano? —la voz de

Alberto iba cobrando autoridad con cada pregunta.

—La verdad es que no lo recuerdo. Puede que fuese sugerencia de

Manuel, mi jardinero.

—Es curioso. Cuando le preguntamos nos dijo que usted había

insistido mucho en que fuese plantado en ese preciso lugar.

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—¿Sí? Ya le he dicho que no me acordaba—. La voz de don

Ernesto sonó por primera vez algo molesta—. ¿A dónde quiere llegar?

—preguntó un tanto a la defensiva.

—¿No le parece mucha casualidad que su mujer sea asesinada tras

ser citada al pie del único árbol de su jardín que acaba de ser plantado

hace un par de semanas? —Alberto dejó que el pesó de su última

pregunta cayera por sí sólo sobre don Ernesto.

—Lo único que me parece es una fatídica coincidencia. ¡Por el

amor de Dios!, ya han detenido al culpable. ¿A qué vienen ahora

todas estas preguntas? — Don Ernesto se había levantado sulfurado,

hasta el punto de tornarse su rostro rubicundo.

—No nos malinterprete —dije tomando la palabra por sorpresa, lo

cual pareció no agradar a Alberto y tomó totalmente desprevenido a

don Ernesto. —Sabemos que usted no pudo tener nada que ver en la

muerte de su esposa, pues tanto su hermana como su socio han

testificado que estuvo con ellos en el salón tocando el piano hasta que

se dio la voz de alarma. Lo único que pretendemos —recalqué— es

que nos ayude a solucionar la gran incógnita de por qué pudo ese

hombre citarse con su mujer y matarla a sangre fría.

Mis palabras ejercieron sobre don Ernesto el efecto calmante que

esperaba.

—Ya les he dicho que desconozco por completo los motivos que

ese hombre pudo tener para asesinar a mi esposa —dijo volviendo a

tomar asiento—, pero lo que está claro es lo que hizo. Encontraron el

cuchillo que perdió en la huída y esa nota de su puño y letra. ¿Qué

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más necesitan? ¿Un motivo? Esa gente no necesita motivos para

matar. Son como animales, muchas veces la envidia es suficiente para

que comentan el más terrible de los crímenes.

—¿Por qué plantó el árbol? —preguntó Alberto.

—Tan sólo quería dar algo más de vida a esa parte del jardín. No

recuerdo ni si la idea fue mía. Pero en mala hora entró en mi casa. De

haber sabido las consecuencias que traería hubiese preferido que

ardiera en el infierno.

—Bien, bueno por el momento —dijo Alberto haciendo una pausa

para que sus últimas palabras causasen el efecto deseado —creo que

eso es todo. Volveremos a avisarle si surge algo más. ¿El señor

Palacios tiene también su oficina en el edificio?

—Sí pero lamentablemente hace dos días que no viene a trabajar.

Se encuentra aquejado de un resfriado. Pueden encontrarle en su

casa. Ésta es la dirección.

!!! No puede evitar pensar que aquello quizás fuese un golpe de

suerte para nuestra investigación. Tenía más curiosidad por conocer la

casa de don Alfredo que su lugar de trabajo. El mundo laboral, por su

propia naturaleza empuja a los hombres a adoptar apariencias que

pueden esconder su verdadera personalidad. Sin embargo el hogar de

una persona es un fiel reflejo de su alma. Las paredes de la casa

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pueden guardar los secretos más íntimos, incluso aquellos que uno no

se cuenta ni a sí mismo. A lo largo de mi vida he tenido la ocasión de

comprobar este hecho en repetidas ocasiones. Uno difícilmente puede

hacerse una idea errónea a cerca de la personalidad de una persona

después de haber estado en su casa. Así la casa del estudioso honrará

con un lugar preferente a la biblioteca; la del militar no podrá evitar

destilar aire castrense a pesar de los esfuerzos de su mujer; la del

noble dará preferencia a retratos al óleo de rancio abolengo y bustos

de antepasados sobre pedestales; la del snob destacará por una

ostentosidad demasiado evidente y el predominio de la menos noble

fotografía; los artistas tienden a tomarse licencias con el orden,

mientras que éste suele ser de importancia capital en la vida de los

hombres de Fe.

Debía ser casi la una cuando llamamos a la casa de la calle Los

Moros. La cuestión era: ¿qué clase de hombre sería don Alfredo?

—El señor se encuentra indispuesto en estos momentos —nos

informó una sirvienta de mediana edad.

—Por favor, dígale que sólo serán unos instantes— insistió

Alberto—. Es un asunto importante.

La mujer dudó por unos instantes y de pronto la voz de un

hombre se escuchó al fondo del pasillo.

—Marta, ¿quién es?

—Es la policía señor —respondió la mujer sin abandonar su puesto.

Pudimos escuchar los pasos acercándose. Al cabo de unos instantes la

figura de un hombre de unos cuarenta años, fino bigote y un batín

Page 43: LAS MEMORIAS DE MARÍA TERESA - pe56d.s3.amazonaws.com · la siesta y tomar el té en compañía de Alejandro Dumas y La dama de las camelias. Apenas había comenzado el primer capítulo

estampado sobre el pijama se recortó en el marco de la puerta junto a

la criada. Don Alfredo tenía un aspecto realmente demacrado. La tez,

marcadamente pálida era surcada por dos profundas ojeras violáceas y

el cabello, con un aspecto grasiento, trataba sin éxito de buscar orden

en un caos multidireccional.

—Buenos días—. La voz, algo débil y ronca, mostraba también

grandes signos de cansancio.

—Buenos días, supongo que se acuerda de mí —comenzó Alberto—

, soy el inspector Cienfuegos y ésta es mi ayudante personal—. Don

Alfredo me miró con una concatenación de displicencia, incredulidad

e indiferencia—. Nos gustaría hacerle algunas preguntas relativas a la

muerte de la señora Alvargonzález.

—Pensaba que ya me había preguntado usted todo lo que

necesitaba el otro día —dijo ostensiblemente molesto.

—Han surgido nuevos detalles que deseamos clarificar—. Don

Alfredo arqueó las cejas y frunció el ceño.

—No es buen momento, he cogido un resfriado y llevo un par de

días en cama. Debe de ser la gripe.

—Lo comprendo —insistió Alberto— pero le aseguro que será sólo

un instante.

—¡Ya le he dicho que no me encuentro en condiciones de

atenderles! —protestó encolerizado. La ira logró llegar a dar

momentáneamente algo de color a las pálidas mejillas. Lo último que

recuerdo antes de desmayarme fue la expresión de furia de don

Alfredo preparándose para cerrar la puerta en nuestras narices.

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! —¿Teté, te encuentras bien?— No pude evitar sentir ternura ante la

preocupada voz de Alberto. Lentamente abrí los ojos para ver que me

encontraba en el salón de la casa de don Alfredo. Me habían tumbado

en un sofá de dos piezas y habían abierto la ventana. Alberto,

arrodillado a mi cabecera sujetaba una copa de coñac junto a mi nariz.

Por encima de su hombro pude ver a don Alfredo observándonos con

gran contrariedad.

—Aquí tienen un paño con agua templada —dijo la criada entrando

apresuradamente en el salón.

—Creo que ya estoy mejor — dije tratando de incorporarme. —He

tenido un sofoco.

—Bebé un poco de coñac, te irá bien —dijo Alberto, todavía

preocupado. Acepté la copa y acabé de incorporarme.

Los otros tres ocupantes de la habitación me contemplaron en silencio

con distinto grado de preocupación, tratando de comprobar si me

había recuperado del todo. Aproveché esos momentos para acabar de

apurar el coñac y hacerme una idea de la estancia en la que me

encontraba. No eran necesarios más de unos segundos para darse

cuenta de que el salón de don Alfredo pertenecía claramente a la

categoría del snob. Desde la araña, de dimensiones claramente

desproporcionada para el tamaño de la estancia, hasta la alfombra

persa sobre la que descansaba la mesa de comedor, el lujo brotaba

como el agua de una fuente desde los candelabros de oro, la madera

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de caoba, la porcelana china y los delicados marcos del sinfín de

fotografías que inundaban las paredes y otros huecos de la estancia.

—Si ya se encuentra usted bien les agradecería que se marchasen —

dijo en tono seco—. Tengo una jaqueca terrible y necesito descansar.

—Lo siento mucho. Ya me encuentro mejor —dije incorporándome

tomando la mano que Alberto me ofreció.

—Haga el favor de avisarme en cuanto se encuentre mejor —dijo

Alberto ofreciendo su mano a don Alfredo. El banquero se limitó a

asentir con displicencia, esperando impaciente que desapareciésemos

de su vista. Alberto había casi salido del salón cuando se percató de

que yo me había detenido. —¿Te encuentras bien? —preguntó

notablemente preocupado.

—¿Su mujer? —pregunté señalando la fotografía de una dama de

rasgos delicados que reposaba sobre un piano de pared de la fábrica

sevillana de Cayetano Piazza.

—Mi madre —respondió el señor Palacios con sequedad—. Por

favor señorita —dijo señalando la salida.

! —¿Teté estás segura de que te encuentras bien? —volvió a

preguntar Alberto una vez que nos encontramos en la calle. Su rostro

pasó de la preocupación a la perplejidad cuando me puse a reír a

carcajadas.

—Claro que sí tonto, no pensarás que me había desmayado de

verdad.

—Pero, entonces…—empezó a balbucear.

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—Quería comprobar una cosa y no podía dejar pasar la

oportunidad de echar un vistazo a la casa.

—¡Por lo menos podrías haberme avisado para que no me

preocupase!—protestó.

—Claro, delante de don Alfredo. Oiga, disculpe usted, pero voy a

fingir que me desmayo. Lo siento mucho señor inspector, pero tuve

que improvisar. Además la visita ha sido de lo más productiva.

—No entiendo nada. ¿A qué viene de pronto tanto interés en

husmear en la casa? ¿Qué esperabas encontrar? ¿Y a qué viene eso de

su mujer? Ya te había dicho que el señor Palacios era soltero.

La cara de Alberto era un poema, al malestar que había causado

mi pequeña actuación se sumaba la confusión que le causaba el no

entender el porqué de mi estrategia. Por un momento pensé en

explicarle la teoría que, para aquellos momentos, ya comenzaba a

fraguarse con claridad en mi cabeza. Las últimas piezas del

rompecabezas empezaban a encajar pero aún quedaban un par de

cabos sueltos y era de vital importancia dejarlos bien atados cuanto

antes. Si le contaba ahora mis intenciones Alberto con toda seguridad

se opondría diametralmente, por lo que juzgué más oportuno

preservar el misterio.

—Ya sé que me habías dicho que don Alfredo era soltero, pero a

veces las apariencias engañan —dije con una media sonrisa mientras

me giraba y comenzaba a correr—. Llego tarde a comer, no quiero que

Madre se enfadé.

—¡Pero Teté!

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!! A continuación paso a relatar los acontecimientos de la tarde del

día siguiente, que habrían de poner fin a este singular caso, tal y como

los recuerdo. Con la perspectiva que sólo pueden ofrecer los años

estoy en condición de admitir que probablemente debí obrar de otra

manera. Alberto siempre se portó de manera extraordinaria conmigo,

permitiéndome tomar parte en asuntos que por aquel entonces

estaban absolutamente fuera de lugar para mi sexo, por lo que es de

entender que no viese con buenos ojos mis pequeños juegos de

misterio. Ruego sin embargo, sepan ser indulgentes a la hora de juzgar

mis acciones, ya que estando condenada la mayor parte de los

trescientos sesenta y cinco días del año a una existencia tan monótona,

difícilmente podría yo resistirme a dejar patente, por medio de una

pequeña floritura para la galería, mi valía a la hora de desentrañar tan

terrible crimen. Así pues, tras haber realizado en la mañana un par de

visitas que me permitieron esclarecer los últimos puntos oscuros que

quedaban en el caso, arreglé las cosas de tal modo que a las cinco de

la tarde fuésemos cuatro las personas que nos encontrábamos

reunidas en el salón de la casa de los de Prado: don Ernesto de Prado,

doña Cristina de Prado, Alberto y quien escribe estas líneas. Como he

dicho Alberto estaba bastante molesto conmigo. Había acudido

puntual, tal y como le había pedido mediante una nota aquella misma

mañana. Unas pocas palabras habían bastado para asegurar su

presencia:

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!“A las cinco en casa de los de Prado. Ya sé quién la mató.”

! Conseguir la presencia de don Ernesto tampoco había sido

complicado, una temprana visita a doña Cristina fue suficiente para

que le llegase el mensaje de que habíamos hecho un avance crucial

para la resolución del caso. Huelga decir que dicha visita bastó para

asegurar por igual la presencia de doña Cristina. Más complicado, sin

duda, resultó asegurar la presencia de don Alfredo. El socio de don

Ernesto, postrado por la enfermedad, se había negado a recibirme y

tampoco admitiría un mensaje por escrito; el sargento que tenía por

criada tenía órdenes muy claras al respecto. Fue por tanto necesario

recurrir a un pequeño ardid para asegurar que el quinto invitado, y

punto clave en nuestro particular triángulo, acudiese aquella tarde. Tal

y como esperaba mi estratagema había dados sus frutos, y aunque con

aparente retraso, el socio de don Ernesto hizo su entrada con un

rostro pálido en el que eran difícil discernir entre la enfermedad, la

sorpresa o el temor. Cualquiera hubiese pensado que no esperaba tan

concurrida audiencia.

—Bien, ¿y cuál es ese avance tan importante que han realizado?—

preguntó don Ernesto una vez que don Alfredo se hubo, más que

sentado, derrumbado en uno de los sillones franceses.

Alberto me miró con malicia. Su rostro gritaba: Teté, déjate de

juegos y habla de una vez.

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—Me temo que estamos en condiciones de asegurar que sabemos

quién y cómo mató a su mujer.

—¿Qué broma es ésta? —bramó don Ernesto, sorprendido al

principio por ser yo quien tomase la palabra y enfurecido después—.

¡Hace ya días que han detenido al culpable!

—¡Oh!, no señor. El hombre que detuvimos sólo fue víctima de un

maquiavélico plan para inculparle; no tiene nada que ver con la

muerte de su mujer.

Los tonos volcánicos del rostro de don Ernesto contrastaban con

la faz completamente pálida de don Alfredo. Ni el más hábil batanero

hubiese podido conseguir aquel blanco inmaculado. La expresión del

señor Palacios era la de la antesala de la mismísima muerte, lo que los

galenos denominan la facies hippocratica.

—¡Dios bendito! —exclamó doña Cristina—. ¿Entonces quién mató

a mi pobre cuñada?

—¿Por qué no se lo pregunta a su hermano? —Recuerdo haber

pronunciado estas palabras con aire teatral a la vez que invitaba con un

gesto de la mano a centrar la atención en el banquero. Durante unos

instantes, pude ver como los ojos de don Ernesto brillaban con un

destello gélido capaz de apuñalarme. Alberto, que hasta ese momento

había permanecido sentado en silencio al lado de doña Cristina se

levantó como un resorte.

—Inspector, ¿qué clase de broma es esta? —dijo don Ernesto

forzando una carcajada—. ¿Quién es esta mujer que se atreve a

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hablarme así? ¿Sugieren que tengo algo que ver con la muerte de mi

esposa?

—No sugiero nada —me adelanté a contestar antes de que Alberto

pudiese abrir la boca—. Afirmo que usted asesinó a sangre fría a su

esposa, con nocturnidad, premeditación y alevosía de la forma más vil

que una mente pueda concebir.

—Pero Teresa, el señor de Prado no abandonó en ningún

momento esta habitación desde que lo hizo su esposa hasta que el

sereno encontró el cuerpo. Es imposible que él lo haya hecho.

—Lo que dice el inspector es cierto, mi hermano estuvo tocando

hasta que el sereno nos alertó—. La voz de doña Cristina ponía de

manifiesto que estaba claramente afectada por el cariz que estaban

tomando los acontecimientos.

—Don Ernesto es un hombre muy inteligente. De eso no cabe

duda —dije.—Prueba de ello es que logró urdir un elaborado plan que

le permitió dar esa impresión. Sin embargo aquella noche don

Ernesto sí que abandonó este salón para seguir a su mujer y asesinarla

a sangre fría bajo el manzano en el que previamente la había citado.

—Mi hermana y el señor Palacios pueden testificar que eso es

totalmente falso. En todo momento estuve tocando el piano hasta que

el sereno irrumpió para darnos la fatídica noticia.

—¡Es cierto! —gritó desesperada doña Cristina —.Les juro que es

cierto.

Su vehemencia contrastaba con el silencio sepulcral de don

Alfredo.

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—Lamento decirle que ha sido usted objeto de un terrible abuso.

Sin los menores escrúpulos, aprovechándose de su condición, el señor

de Prado creó la ilusión de haber estado tocando toda la velada. Pero

en realidad no fue así. ¿No es cierto, señor Palacios?.

Para entonces el rostro del socio de don Ernesto se había tornado

marmóreo y el sudor había hecho aparición en su rostro comenzando

a desordenar su cabello. Permaneció sin decir una palabra, con la

mirada igual de perdida que doña Cristina.

—Bien, si no va a hablar lo haré yo —dije volviendo la vista hacia

don Ernesto—. Aquella noche después de cenar doña María Luisa y

todos ustedes aquí presentes se retiraron a este salón. Fue entonces

cuando don Ernesto comenzó su concierto de piano, una maniobra

aparentemente inofensiva, pero para entonces el diabólico plan que

acabaría con la vida de su mujer estaba ya en marcha. Previamente

doña María Luisa había recibido en secreto una nota que la citaba

antes de la media noche en el manzano del jardín. Así pues al

aproximarse la hora, aduciendo alguna disculpa pidió que la

excusasen para retirarse a sus aposentos, cuando en realidad se

dirigiría al jardín tras abandonar la casa por la puerta principal,

evitando así ser vista. Posiblemente pensase que la nota llegaba de

algún admirador, o algún amigo que trajese algo de luz a la oscuridad

en que se había visto sumido su matrimonio los últimos tiempos. Les

sorprendería saber lo valiosa que puede llegar a ser a veces la

información de los chismes de café. Según se dice, desde primavera

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don Miguel González de Lena, el ingeniero, le hacía la corte a doña

María Luisa de forma bastante notoria.

Doña Cristina se santiguó con gesto horrorizado. La ingenuidad a

la que la condenaba su condición hacía que viese el matrimonio de su

hermano de una forma muy distinta a la que era en realidad.

—Pero no nos distraigamos—continué— pues tenemos a doña María

Luisa abandonando la casa y saliendo hacia el jardín. Es entonces

cuando usted, señor de Prado —dije señalándole con firmeza—, la

siguió para matarla tal y como tenía planeado desde hacía tiempo.

Seguramente desde que contrató el seguro de vida que ahora espera

cobrar.

—¡Pero eso es imposible! —lloró doña Cristina—. Mi hermano

estuvo tocando el piano en todo momento. Díselo Ernesto, ¡díselo!

—Lamento tener que decirle que no fue así. Su hermano acabó la

pieza que estaba tocando y simplemente dejó que su socio y cómplice

en este terrible crimen le sustituyese al piano para dar la impresión de

que no había abandonado en ningún momento la habitación. Sin

embargo mientras don Alfredo tomaba sigilosamente el puesto al

teclado don Ernesto abandonaba la habitación por la puerta del jardín,

que como recordarán habían abierto, al ser aquella noche muy

agradable la temperatura estival. Se dirigió hacia el manzano y allí,

inmisericorde, segó a sangre fría la vida su esposa con el cuchillo que

previamente había sido sustraído a Nicanor Flores. Luego, y haciendo

gala de una terrible templanza criminal, arrojó el cuchillo cerca del

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muro y regresó al salón para ocupar de nuevo su puesto al piano y

continuar la siguiente pieza.

—Tiene usted una imaginación muy grande. Casi me haría reír sino

fuera porque semejante ultraje no puede quedar impune —dijo don

Ernesto levantándose desafiante.

—¿Pero cómo pudo conseguir el puñal de Flores? —preguntó

Alberto.

—De la misma forma que consiguió la nota con la que atrajo a la

desdichada doña María Luisa a su muerte, ¡valiéndose de la auténtica

destinataria de esa nota! —expliqué—: su doncella Clara. —El rostro de

don Ernesto se desfiguró por completo ante estas palabras. Pude ver

con satisfacción como el horror se apoderaba de él mientras su mirada

se dirigía instintivamente hacia la puerta de la cocina. —No, no se

moleste en buscarla señor de Prado, porque no aparecerá. En estos

momentos se encuentra en dependencias policiales.

—¿Pero…, cómo? —balbuceó Alberto.

—Recordará inspector, que hace cuatro años el Grillo pasó una

temporada entre rejas por apuñalar a un hombre: Norberto Pérez, un

obrero de la ciudadela de Capua. Lo que quizá no sepa, es que el

señor Pérez está casado y tiene cinco hijos, de los cuales la mayor,

Clara, resulta estar al servicio de los de Prado. Hace cuatro años

cuando ocurrió el incidente la joven resultó ser objeto de una de las

aventuras del donjuanesco mareante al que conocen como el Grillo.

Cuando el padre de la joven supo del ultraje, fue a reclamar justicia y

honra para su hija, pero la respuesta de el Grillo vino en forma de

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varias pulgadas de buen acero vizcaíno. Sin duda don Ernesto

consiguió en algún momento enterarse de este asunto y ofreciéndose a

ayudarla, logró reclutar a la doncella para su siniestra causa bajo el

engaño de que únicamente acarrearía mal para su malhechor. Para

cuando la joven pudo conocer las verdaderas consecuencias de sus

acciones ya era demasiado tarde, y don Ernesto sin duda supo

asegurarse de su silencio con amenazas de delatarla.

—¿Y cómo consiguió que el Grillo escribiese la nota citando a doña

María Luisa? —inquirió Alberto sin apartar los ojos de don Ernesto.

—Obviamente el Grillo nunca citó a la señora Alvargonzález, a la

cual ni conocía por asomo. Sin embargo Clara Pérez no tuvo ningún

problema en volver a conseguir el interés de Flores y que éste la citara

una noche por medio de la famosa misiva.

—El Manzano…—murmuró Alberto

—El Manzano, señor Inspector, resulta ser el nombre por el que se

conoce una tasca, un chigre como dicen aquí, regentado por un tal

Rafael Manzano, muy popular entre las gentes de Cimadevilla. La

referencia al “Manzano” en la nota podía haber supuesto un obstáculo

para los planes incriminatorios del señor de Prado, pero su astucia le

hizo convertir la dificultad en ventaja, y fue así como ideo la diabólica

idea de ordenar plantar un manzano en la parte del jardín menos

expuesta a miradas indiscretas. Sin duda Clara Pérez acudió a la cita y

no tuvo problema para robar el cuchillo del Grillo, con lo que don

Ernesto ya tenía todo lo que necesitaba para llevar a cabo su terrible

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plan. Poco podía imaginar entonces la doncella que sus ansias de

venganza llevarían a su señora a la tumba.

—¡Esto es un sin sentido! —gritó furioso don Ernesto. Para aquel

entonces doña Cristina llevaba buen rato sollozando desconsolada,

mientras que el señor Palacios permanecía petrificado con el rostro

más pálido que jamás hubiese visto. —¿Por qué iba a querer yo matar

a mi mujer? —dijo con una risa histriónica.

—Le sorprendería la variedad de temas que cubre el conocimiento

de las tertulias de sociedad de las damas de esta villa don Ernesto.

Cuando uno las ve alternando en los cafés puede caer en el error de

pensar que su plática se limita a alabar las joyas y el atuendo de las

presentes y a criticar las de las ausentes; pero sería como le digo una

gravísima subestimación. Cuando varias señoras pasan juntas tardes y

tardes en la misma compañía, los vestidos, gracias y desgracias de sus

pares pronto acaban agotándose como tema de conversación, y será

entonces cuando doña Menganita no tardará en contarle a doña

Fulanita, que ha oído decir a su marido que don Zutanito hizo unas

inversiones arriesgadas en valores argentinos que prácticamente

supusieron su bancarrota técnica. Veo que me va entendiendo —dije al

ver como don Ernesto se derrumbaba en su butaca—. Viéndose al

borde del desastre financiero logró convencer a su socio de que la

única posibilidad de escape que ambos tenían era llevar a cabo su

criminal plan. Nada suponía para usted la vida de su esposa, quien

desde hacía tiempo lo era ya sólo sobre el papel.

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—Me temo señor de Prado que en nombre de su Majestad debo

detenerles a usted y al señor Palacios —dijo Alberto—. Seguiremos esta

conversación en comisaría.

—¡Alberto! —grité sin saber que lo que sucedería a continuación

habría de perseguirme en sueños durante años. El rostro de don

Alfredo no era el de un moribundo, sino el de un auténtico cadáver.

Alberto corrió hacia él y tomó el pulso en su muñeca.

—¡Está muerto! —exclamó.

Don Ernesto aprovechó ese momento de distracción para huir por

la puerta. Alberto no tardó en percatarse y le siguió con gran agilidad.

Para cuando llegué a la puerta sólo pude alcanzar a ver como ambos

subían a gran velocidad las escaleras que llevaban hacia el segundo

piso. La ventaja de que disponía don Ernesto le permitió alcanzarlo

primero y acertó a encerrarse en su despacho.

—No se ponga las cosas más difíciles señor de Prado. Abra

inmediatamente la puerta —ordenó Alberto.

Mis pies estaban a punto de alcanzar la escalera cuando el sonido del

disparo me heló la sangre.

!!!! Todas las ediciones de la mañana del día siguiente se hacían eco de

la noticia. Desde el Carbayón a la Voz, pasando por el Noreste, todos

ensalzaban la figura del flamante inspector Cienfuegos, quien había

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logrado resolver uno de los “crímenes más terribles y oscuros de los

últimos años”. “Dramático final digno del teatro”, titulaba el diario

ovetense. La muerte de los dos culpables había dejado poco que hacer

a la justicia, que tan sólo hubo de limitarse a poner en libertad a

Nicanor Flores, el Grillo. Sin embargo, a pesar del aparente éxito de

nuestra investigación un gran sentimiento de culpa me oprimió el

pecho. No podía evitar pensar que si hubiese puesto desde un

principio a Alberto en conocimiento de mis pesquisas todo aquel

trágico final hubiese podido evitarse. Por suerte la visita de Alberto, en

un tono conciliador, me ayudó a superar el remordimiento que me

apesadumbraba.

—Creo que debo darte las gracias Teté —dijo mientras tomábamos

el té. —Soy el hombre del momento, desde el Alcalde al Comisario,

todos quieren estrecharme la mano. ¿Has leído los periódicos?

Brillante, astuto, sagaz, el Dupin asturiano —rió.

—¿No estás enfadado conmigo? —pregunté.

—¿Enfadado? Claro que no. Me hubiese gustado que me hubieses

contado con antelación lo que sabías, pero como de costumbre no

pudiste resistirte a ese toque dramático que tanto te gusta. Pero tengo

que reconocer que sin ti el caso no se hubiese resuelto. Tú eres quien

se merece todos esos elogios—.No pude evitar sonrojarme.

—De verás te prometo que pensé que era la mejor manera de

desenmascarar a los asesinos —dije sin que mis palabras llegasen a

convencerme del todo a mí misma.

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—No te mortifiques, uno nunca sabe como va a reaccionar un

criminal acorralado. Muchas veces ni una legión de guardias es

suficiente para evitar un final así. Sin embargo hay un par de cosas que

me gustaría aclarar —dijo Alberto—. ¿Cómo supiste que don Ernesto y

don Alfredo habían cambiado su puesto en el piano?

—¿Recuerdas cuando me detuve antes de abandonar la casa de don

Alfredo? Tú pensaste que estaba mirando la foto que había sobre el

piano, y eso era lo que quería que pensase don Alfredo, sin embargo

estaba fijándome en las partituras que había en el piano: el “Libro de

veinticinco estudios para piano de Enrique Bertini el joven”. Yo ya había visto

esas partituras antes, en el piano de la casa de los de Prado, cuando

nos entrevistamos con doña Cristina. No tardé en atar cabos y darme

cuenta de que aquello no era una casualidad. Don Alfredo había

estado practicando esas piezas para poder llevar a cabo su puesta en

escena. Si seguía la conversación a doña Cristina o pretendía halagar el

virtuosismo de su colega, podría crear la ilusión de que la hermana

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ciega se hallaba junto a dos personas en el salón cuando en realidad

estaba en presencia de un único suplantador.

—Increíble. Parece que tu numerito del desmayo fue sumamente

productivo —dijo con sincera admiración—. ¿Y cómo supiste que la

doncella estaba implicada? Desde luego en comisaría nadie sabe nada

de ninguna Clara Pérez.

—¿Prometes no enfadarte? —Alberto me miró con una mezcla de

risa y confusión—.Promételo—insistí.

—Está bien, lo prometo.

—Me lo dijo el propio Grillo.

—¡Qué! —gritó Alberto apunto de caerse de la silla.

—Prometiste que no te enfadarías —protesté—. Déjame que te lo

explique. La mañana siguiente a nuestra visita a casa de don Alfredo

visité al Grillo en prisión haciéndome pasar por su hermana.

—¡Por Dios bendito Teresa! — la expresión de Alberto reflejaba

que no daba crédito. Me llevé el índice a los labios y torcí el cuello en

señal de protesta. Alberto resopló resignado y se encogió de hombros

esperando a que continuase el relato.

—A veces una mujer puede ser mejor interrogadora que el más

duro de los policías —expliqué—. No tardé en ganarme su confianza y

me contó que la nota era para Clara la doncella de los de Prado.

Hacía años que no sabía de ella desde el incidente de la puñalada,

pero hacía un mes ella le había vuelto a buscar. La vanidad del

seductor le hizo pensar que la joven seguía bajo su hechizo y había

vuelto a caer en sus redes, nunca se imaginó que le estaban tendiendo

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una trampa. De la misma forma tampoco relacionó con ella la pérdida

de su cuchillo.

—¿Y dónde estaba ayer? Te repito que en comisaría no saben nada

de ella.

—Fue una mentira piadosa, un farol, como en el mus; quería poner

nervioso a don Ernesto para que confesase. La mañana de ayer fue

muy ajetreada, además de visitar al Grillo envié dos mensajes en los

que me vi obligada a mentir un poco. A primera hora hice llegar una

nota a casa de Clara Pérez en la que le comunicaba que hoy no sería

necesaria su presencia en la casa y podía tomarse el día libre. De la

misma forma poco antes de las cinco hice llegar un mensaje a don

Alfredo pretendiendo la autoría de don Ernesto:

!“Ven rápido. La chica ha hablado. Estamos en grave peligro.”

! —Tu presencia me enajena, tus cabellos me fascinan, tus ojos me

alucinan y tu astucia me… pasma—. Fue la particular versión de Zorilla

que Alberto alcanzó a improvisar—. Desde luego no se te ha escapado

nada.

—La repentina enfermedad de don Alfredo pone de manifiesto que

el sentimiento de culpa le consumía hasta tal punto que los nervios

acabaron por destruirle. La falsa nota de don Ernesto era la única

manera de sacarle de su reclusión.

—Tan sólo una cosa más. ¿Cómo supiste que don Ernesto estaba

en bancarrota?

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En ese momento mi madre se asomó a la salita vestida para salir a

la calle.

—Hija, me voy con Laurita y las demás al café. Si sales no tardes

para cenar. Tienes buen aspecto Alberto, ya me he enterado de tu

éxito. He oído por ahí que el alcalde no tardará en ascenderte —dijo

antes de despedirse.

Alberto me miró y leyó sin problemas la expresión de mi rostro.

Ambos rompimos a reír.

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