Las estrellas no importan

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“¿Qué son esos puntos luminosos en el cielo, las estrellas?” La pregunta flotó unos instantes en el aire frío de la noche en el campamento. El niño que la había formulado miró a Ibai imperiosamente, a fin de cuentas era el adulto más sabio que había conocido... * * * * * Muchos años antes, en una tierra seca, una noche también fría, con la sombra de las pirámides cerniéndose sobre otro campamento... “Has de saber, amigo Ibai que vienes de lejanas tierras, que la tierra y el cielo son iguales. ¿Ves el Nilo aquí abajo? Pues hay un Nilo celeste, allí, mira en aquella dirección”. E Ibai vio la Vía Láctea, extendiéndose como un muníficiente río de luz y de vida abrazando las estrellas. ¿Y qué son las estrellas?¿Qué hay sobre la Tierra que se les parezca?” Pero Ibai no obtuvo respuesta. El sabio que les hablaba comenzó a inhalar de su pipa de agua y los demás condujeron la conversación por otros derroteros. Durante su viaje de regreso, dibujando a la contra pero conscientemente el camino que desde sus montes natales había iniciado por azar un día merced a una crecida inesperada del gran río que acabó arrastrándolo hasta el mar de los romanos, Ibai le dio muchas vueltas a aquella cuestión. Pero fue en las últimas jornadas de la calzada entre Tarraco y Oiasso cuando le vino una respuesta... * * * * * - Mirad. Conoceis las piedras grandes que tachonan nuestras tierras, ¿verdad? Al Este del valle son de una forma, forman círculos, mientras que al Oeste son piedras sueltas, quizás una encima de otras dos, quizás una sola firmemente clavada en el suelo. En ambos casos un simple hombre no las pudo haber colocado ahí. Se dice que se fueron hace mucho tiempo, pero esas piedras son lo que los gentiles dejaron como muestra de que esta tierra es suya. Ibai había dejado atrás la juventud viajera. Las canas dominaban en su corto cabello y en el ralo vello de la barba. Había dejado el interior y se había acercado, como muchos otros, a la ciudad costera de los romanos que más cerca le quedaba. Aún hacía de enlace con los bárdulos del interior que comerciaban con los romanos sin querer más mezcla. Hacía muchos años que había fundado su propia familia, y dioses lares protegían su hogar, aunque quizás fuera el único de Oiasso con dioses egipcios protegiéndolo al mismo tiempo. Se decía en el gran mundo, que una vez lo atrajo, que los dioses romanos eran los vencedores, y que los egipcios no servían, incluso había quien decía que no existían, y para muchos vascones aquello no eran más que tonterías. Todo el mundo sabía que el bosque, el mar y las lamias existían, al contrario que aquellas figuras humanas en cerámica... - Se sabe que los gentiles eran gigantes. Podían tener el cuerpo el doble de alto y grueso que un hombre fornido. Sus zancadas eran descomunales, y muchos pozos de nuestra tierra son en realidad huellas de sus pies destrozando el suelo demasiado débil. Eran tan fuertes que podían levantar las piedras de los dólmenes y con dos o tres palmadas de sus inmensas manos, clavarlas en la tierra. Otras veces para divertirse jugaban a ver quién lanzaba la piedra más grande más lejos, y por eso podemos ver en muchos lugares auténticos campos de piedras que no es posible las haya puesto allí nadie más que ellos.

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“¿Qué son esos puntos luminosos en el cielo, las estrellas?”

La pregunta flotó unos instantes en el aire frío de la noche en el campamento. El niño que la había formulado miró a Ibai imperiosamente, a fin de cuentas era el adulto más sabio que había conocido...

* * * * *

Muchos años antes, en una tierra seca, una noche también fría, con la sombra de las pirámides cerniéndose sobre otro campamento...

“Has de saber, amigo Ibai que vienes de lejanas tierras, que la tierra y el cielo son iguales. ¿Ves el Nilo aquí abajo? Pues hay un Nilo celeste, allí, mira en aquella dirección”. E Ibai vio la Vía Láctea, extendiéndose como un muníficiente río de luz y de vida abrazando las estrellas.

¿Y qué son las estrellas?¿Qué hay sobre la Tierra que se les parezca?”

Pero Ibai no obtuvo respuesta. El sabio que les hablaba comenzó a inhalar de su pipa de agua y los demás condujeron la conversación por otros derroteros.

Durante su viaje de regreso, dibujando a la contra pero conscientemente el camino que desde sus montes natales había iniciado por azar un día merced a una crecida inesperada del gran río que acabó arrastrándolo hasta el mar de los romanos, Ibai le dio muchas vueltas a aquella cuestión.

Pero fue en las últimas jornadas de la calzada entre Tarraco y Oiasso cuando le vino una respuesta...

* * * * *

- Mirad. Conoceis las piedras grandes que tachonan nuestras tierras, ¿verdad? Al Este del valle son de una forma, forman círculos, mientras que al Oeste son piedras sueltas, quizás una encima de otras dos, quizás una sola firmemente clavada en el suelo. En ambos casos un simple hombre no las pudo haber colocado ahí. Se dice que se fueron hace mucho tiempo, pero esas piedras son lo que los gentiles dejaron como muestra de que esta tierra es suya.

Ibai había dejado atrás la juventud viajera. Las canas dominaban en su corto cabello y en el ralo vello de la barba. Había dejado el interior y se había acercado, como muchos otros, a la ciudad costera de los romanos que más cerca le quedaba. Aún hacía de enlace con los bárdulos del interior que comerciaban con los romanos sin querer más mezcla. Hacía muchos años que había fundado su propia familia, y dioses lares protegían su hogar, aunque quizás fuera el único de Oiasso con dioses egipcios protegiéndolo al mismo tiempo. Se decía en el gran mundo, que una vez lo atrajo, que los dioses romanos eran los vencedores, y que los egipcios no servían, incluso había quien decía que no existían, y para muchos vascones aquello no eran más que tonterías. Todo el mundo sabía que el bosque, el mar y las lamias existían, al contrario que aquellas figuras humanas en cerámica...

- Se sabe que los gentiles eran gigantes. Podían tener el cuerpo el doble de alto y grueso que un hombre fornido. Sus zancadas eran descomunales, y muchos pozos de nuestra tierra son en realidad huellas de sus pies destrozando el suelo demasiado débil. Eran tan fuertes que podían levantar las piedras de los dólmenes y con dos o tres palmadas de sus inmensas manos, clavarlas en la tierra. Otras veces para divertirse jugaban a ver quién lanzaba la piedra más grande más lejos, y por eso podemos ver en muchos lugares auténticos campos de piedras que no es posible las haya puesto allí nadie más que ellos.

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El niño que le había preguntado estaba triste. Él había preguntado por las estrellas, y aquel viejo le hablaba de los gentiles, que todos conocían aunque nadie los hubiera visto nunca. Seres especiales y temibles, imposibles de encontrar porque se habían ido mucho antes de la llegada del hombre a aquellas tierras.

* * * * *

Al final había logrado embarcar, y se ahorraría unas buenas jornadas hasta Tiro, aún un puerto importante, y donde su patrón había prometido embarcarlo en una misión comercial hasta Ostia, el puerto de Roma. Muchas jornadas y lunas después, Ibai podría llegar, atravesando las Galias, hasta su tierra. Pero antes de llegar al puerto otrora fenicio, una fuerte tempestad empujó su bajel, de repente frágil, hacia la costa de los israelitas. La tempestad no amainó y el capitán se dedicó a comerciar con Jerusalén.

El penúltimo día de su estancia en Jerusalén, le ocurrió un incidente extraño. Un adolescente varios años más joven que él se le acercó cerca del templo. “La paz sea contigo. Las estrellas son menos que la culpa del mundo”. Y se marchó. Esas dos frases sí que no las olvidó nunca el joven Ibai, y cuando pudo seguir su trayecto hacia casa, fueron conformando una respuesta a su pregunta.

* * * * *

- Pero los gentiles tenían un grave defecto a nuestros ojos – continuó Ibai, atrayendo nuevamente la atención del chaval: nadie hasta ahora le había dicho que los gentiles tuvieran su lado malo.- Conoceis a Oier, ¿verdad? -el hombre más grande de Oiasso, parecía un armario de ocho pies de altura, y eran famosas las trifulcas cuando se emborrachaba demasiado-. Pues a los gentiles les pasaba igual, y es que cuanto más grande sea uno, parece que su mal genio puede tener más consecuencias funestas.

Oier era un buen trabajador del campo. Eficaz como ninguno. Se decía que su inteligencia no le permitía ser malo, pero por las noches las tabernas del puerto eran el escenario de la refutación de esa teoría.

- Los gentiles eran mucho más grandes aún que Oier, y dicen las leyendas que sus fechorías acabaron por enojar a todos los dioses, absolutamente.

- ¿A qué dioses, Ibai?¿A los romanos? -pregúntó otro chaval, Arkaitz.

- Aún no había romanos, ni habían aparecido sus dioses. Las leyendas no nos dicen más sobre quién decidió el final de los gentiles.

Aquello despertó definitivamente el interés de aquellos chavales, pues nadie les había contado por qué desaparecieron los gentiles.

* * * * *

- El enfado de los dioses fue descomunal. No podemos saber qué hicieron o qué tramaron aquéllos seres. En uno de mi viajes por el mar de los romanos me encontré con razas que recordaban cómo en la antigüedad se había desafiado a su dios, en su caso edificando una torre que llegara hasta el cielo para llegar a su nivel, y cómo éste había castigado al mundo entero por ese atrevimiento dándonos a cada pueblo un idioma, de modo que las diferencias nos confundieran y nunca más pudiera ningún pueblo desafiarlo de aquella manera. Pero los de este otro momento sabían que no

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podían ser tan blandos...

Ibai hizo una pausa. Por eso siempre los jóvenes que subían a las minas querían ir con él, era el mejor cuentacuentos de Oiasso: nunca nadie podía saber si realmente lo que contaba era un cuento.

- Así que decidieron que ya que los hombres estaban en camino y eran más débiles, los gentiles debían marcharse.

* * * * *

Los gentiles dominaban los montes, se dedicaban a la única tarea que conocían: hacer lo que les placía. Tenían predilección por tallar esos mismos montes, desgajándoles grandes lascas de piedra. Algunos simplemente destrozaban las canteras, otros gustaban también de llevárselas a lugares que consideraban especiales. Cuando dos o más intentaban colocar sus piedras en el mismo lugar, una cruenta y sangrienta lucha se desencadenaba. Todo el mundo que los gentiles conocían estaba lleno de grandes huesos de gentiles muertos en tan terribles situaciones. Algunos huesos tenían marcas de dientes. Los gentiles no se reconocían más que cuando estaban vivos. No tenían más dioses que el más poderoso que se adivinaba en cada lucha, el que quedaba vencedor y podía plantar su dolmen como signo de su dominio sobre el territorio que lo rodeaba.

Un día empezaron a escuchar truenos que inundaban el espacio de sonidos extraños y poderosos, haciendo temblar las peñas aún con más poder que cuando ellos mismos se dedicaban a desbastarlas buscando la veta original, donde creían que estaba el origen de todas las cosas, de modo que el gentil que la encontrase tendría todo el poder para lo que quisiera, por muy corta que fuese su inteligencia e imaginación. También los truenos que empezaron a escuchar llenaron de un sentimiento nuevo sus pobres mentes: terror.

Del mar llegó una inmensa nube. Pero ni era gris como en las peores galernas, ni traía lluvia. El aire se secó. Los truenos se recrudecieron, y de lo que parecía una nube empezaron a salir luces poderosas. No sin orden ni concierto como en una tormenta. Cada luz llegaba hasta un gentil... y al instante el gentil desaparecía.

* * * * *

Ibai se interrumpió de nuevo, sabiendo que tenía a los niños en vilo.

- ¿Y así desaparecieron?¿Qué fue de ellos? -preguntó el niño que había iniciado la sesión de cuentos sin saberlo.

Aquello daba la oportunidad a Ibai de exponer su teoría sobre las estrellas. Iba a decir que los gentiles se convirtieron en las estrellas del cielo, tanto más roja cuanto más malvado había sido el gentil. Iba a decir que el cielo tiene las mismas cosas que la Tierra, pero de pronto le sobrevino una visión, y se quedó pasmado, mirando al infinito, mientras resonaban en su cabeza las palabras de aquel joven que él pensaba que era jerosolomitano.

Tres cruces hiriendo un monte. Tres hombres muriendo. Sabía de algún modo que aquello estaba ocurriendo ahora. Pese a la barba y a que nunca había podido recordar los rasgos de aquel joven que le habló, lo reconoció allí, en medio de otros dos. Por algún motivo sabía que aquello estaba sucediendo, y aunque no tenía mucha idea de las repercusiones, comprendió al menos que aquello significaba que el asunto de los gentiles y las estrellas debía de tener algún fallo: aquel hombre de la cruz de en medio habría lavado también la culpa de los gentiles, comprendió. Sus recuerdos

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cobraron un nuevo sentido...

Su descenso accidental del Ebro, su captura como esclavo, su liberación en Alejandría, el encuentro con su patrón, el encuentro con el joven, las tormentas que lo retrasaron en Roma, y el mal, el vicio y la depravación que vio en las grandes ciudades romanas que tuvo que hollar antes de volver a su tierra. Todo aquello, y lo que sobreviniera después, a él y a todo ser humano, quedaba lavado, huía en el río de culpa que sentía fluir a su alrededor camino de aquella cruz de en medio...

Mil imágenes distintas, algunas de su vida, otras irreconocibles, tal vez de otros mundos, pasaron por sus retinas. Mil sensaciones, desde la soledad al enfado, desde el abandono a la satisfacción de hallar la verdad, desde el desafío a lo existente a la esperanza en el porvenir cercano, barrieron su corazón, que acabó instalado en una increíble tranquilidad, una sensación que no había experimentado nunca con semejante intensidad.

* * * * *

- ¿Ibai?

- Sí. No se sabe, Arkaitz. Nadie sabe adónde fueron los gentiles, pero sí sabemos que no debemos temer nunca más su aparición. Sólo existirán hombres en esta tierra, y tendremos la capacidad enorme de transformar el mundo según nuestros deseos.

* * * * *

Al día siguiente Ibai, con sus cincuenta años cumplidos tomó un bastón y se alejó hacia el Sureste por la calzada a Tarraco...

(0)El autor basa el cuento en la verdad de las creencias de su fe sobre este día a punto de acabar.

(1)Ibai, Río, nombre vasco muy actual; lo mismo que Oier o Arkaitz; no se conocen los nombres de los vascones del siglo I, que yo sepa.(2)Tarragona y el núcleo romano en lo que hoy es la ciudad guipuzcoana de Irún. Una calzada romana unía ambas poblaciones, aunque su existencia completa en la época del relato es un recurso literario del autor :).(3)Se trata de la frontera "cultural" a lo largo del Valle de Leiza (Leizarán), en Navarra-Guipúzcoa, entre dos pueblos de la Edad de Piedra (¿Bronce?), aunque el autor reconoce que justo la disposición de las piedras ceremoniales pudiera ser al revés.(4)Los gentiles son unas de las aportaciones de los vascos a la mitología universal. Prometo que lo que digo después no está basado adrede en esto.(5)Especie de hadas / nereidas de las fuentes y los ríos, con pies de pato, y, ¿cómo no?, hechizadoras de hombres. No parecen una aportación muy original a la mitología.(6)De aquí en adelante toda la información sobre los gentiles es un recurso literario de Ibai,... o mío, no sé.(7)Probablemente Ibai estaba en un campamento en Peñas de Aya, por donde se sitúan las extintas minas de hierro y plata de Arditurri.