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227 Capítulo 3 La sociedad cristiana (siglos X-XIII) Cerca del año mil, la literatura occidental presenta a la sociedad cristiana con un esquema nuevo que obtiene muy pronto un gran éxito. Un «pueblo triple» compone la sociedad: sacerdotes, guerrero y campesinos. Las tres ca- tegorías son distintas y complementarias, y cada una tiene necesidad de las otras. Su conjunto forma el cuerpo armónico de la sociedad. Este esquema aparece en la traducción libre de la obra de Boecio De Consolatione, hecha por el rey de Inglaterra Alfredo el Grande a finales del siglo IX. El rey ha de tener jebedmen, fyrdmen y weorcmen, «hombres de plegaria», «hombres de caballo» y «hombres de trabajo». Un siglo después, la estructura tripartita reaparece en Aelfric y en Wulfstan, y el obispo Adalberón de Laón, en su poema al rey capeto Roberto el Piadoso, hacia el 1030, da una versión elaborada de ella: «La sociedad de los fieles no forma más que un cuerpo; pero el Estado tiene tres. Porque la otra ley, la ley humana, distingue otras dos clases: los nobles y los siervos, efectivamente, no se rigen por el mismo estatuto... Aquéllos son los guerreros, protectores de las iglesias; son los defensores del pueblo, lo mismo de los grandes que de los pequeños, en fin, de todos, y aseguran a la vez su propia seguridad. La otra clase es la de los siervos: esta desgraciada casta no posee nada si no es al precio de su trabajo. ¿Quién podría, abaco en

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Capítulo 3

La sociedad cristiana (siglos X-XIII)

Cerca del año mil, la literatura occidental presenta a la sociedad cristiana con un esquema nuevo que obtiene muy pronto un gran éxito. Un «pueblo triple» compone la sociedad: sacerdotes, guerrero y campesinos. Las tres ca-tegorías son distintas y complementarias, y cada una tiene necesidad de las otras. Su conjunto forma el cuerpo armónico de la sociedad. Este esquema aparece en la traducción libre de la obra de Boecio De Consolatione, hecha por el rey de Inglaterra Alfredo el Grande a finales del siglo IX. El rey ha de tener jebedmen, fyrdmen y weorcmen, «hombres de plegaria», «hombres de caballo» y «hombres de trabajo». Un siglo después, la estructura tripartita reaparece en Aelfric y en Wulfstan, y el obispo Adalberón de Laón, en su poema al rey capeto Roberto el Piadoso, hacia el 1030, da una versión elaborada de ella: «La sociedad de los fieles no forma más que un cuerpo; pero el Estado tiene tres. Porque la otra ley, la ley humana, distingue otras dos clases: los nobles y los siervos, efectivamente, no se rigen por el mismo estatuto... Aquéllos son los guerreros, protectores de las iglesias; son los defensores del pueblo, lo mismo de los grandes que de los pequeños, en fin, de todos, y aseguran a la vez su propia seguridad. La otra clase es la de los siervos: esta desgraciada casta no posee nada si no es al precio de su trabajo. ¿Quién podría, abaco en

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mano, calcular las labores que ejecutan los siervos, sus largas marchas, sus duros trabajos? Dinero, vestidos, alimentos, los siervos lo proporcionan todo a todo el mundo; ningún hombre libre podría subsistir sin los siervos. ¿Se ha de hacer un trabajo? ¿Se quieren hacer gastos? Vemos a reyes y prelados hacerse siervos de sus siervos; el siervo nutre al amo, él, que pretende alimentarlo. Y el siervo no ve nunca el fin de sus lágrimas y de sus suspiros. La casa de Dios, que se cree ser una, está, por lo tanto, dividida en tres: los unos ruegan, los otros combaten y los otros, en fin, trabajan. Esas tres partes que coexisten no sufren por verse separadas; los servicios proporcionados por la una son condición de las obras de las otras dos; cada una, a su vez, se encarga de aliviar el conjunto. Así, este conjunto triple no deja de permanecer unido, y así es como la ley ha podido triunfar y el mundo gozar de la paz».

Texto capital y, en alguna de sus frases, extraordinario. En un solo flash, la realidad de la sociedad feudal queda reflejada en la fórmula «el siervo nutre al amo, él, que pretende alimentarlo». Y la existencia de las clases —y, por consiguiente, su antagonismo—, aunque inmediatamente enmascarada por la afirmación ortodoxa de la armonía social, se plantea por la constatación: «La casa de Dios, que se cree ser una, está, por lo tanto, dividida en tres». Sin em-bargo, lo que nos importa aquí es la caracterización, que se hará clásica, de los tres estamentos de la sociedad feudal: los que rezan, los que combaten y los que trabajan: oratores, bellatores, laboratores.

Sería apasionante seguir la suerte de este tema, sus transformaciones, sus relaciones con otros temas, por ejemplo, con la genealogía de la Biblia: los tres hijos de Noé, o de la mitología germánica: los tres hijos de Rigr.

Pero, ¿es este tema literario una buena introducción al estudio de la sociedad medieval? ¿Qué relación mantiene con la realidad? ¿Expresa la verdadera estructura de las clases sociales en el Occidente medieval?

Georges Dumézil ha mantenido con éxito la tesis de que la triple partición de la sociedad es una característica de las sociedades indoeuropeas, y el Occidente medieval quedaría así vinculado sobre todo a la tradición itálica: Júpiter, Marte, Quirino, probablemente con un intermediario celta.

Otros, entre ellos recientemente Vasilij I. Abaev, piensan que la «triple partición funcional» es «una etapa necesaria en la evolución de toda ideología humana» o, mejor aún, social. Lo esencial es que ese esquema aparece o reaparece en un momento que se puede considerar oportuno para la evolución de la sociedad occidental. Georges Duby ha sido el brillante historiador de esos tres órdenes.

Entre el siglo VIII y XI la aristocracia se constituye en orden militar, como hemos visto, y al miembro por excelencia de esta clase se le denomina miles

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—caballero—, denominación que parece extenderse hasta las fronteras de la cristiandad, puesto que en una inscripción funeraria del siglo XI, descubierta recientemente en Gniezno, se habla de un miles. En la época carolingia, los clérigos se transforman en casta clerical, como lo ha puesto bien de manifiesto el canónigo Delaruelle, y la evolución de la liturgia y de la arquitectura religiosa expresan esta transformación: clausura de los coros y de los claustros, reservados al clero de los capítulos, y cierre de las escuelas exteriores de los monasterios. El sacerdote celebra en adelante la misa de espaldas a los fieles, éstos ya no van en procesión a levar al celebrante las «oblaciones», ya no están asociados a la recitación del Canon que, en adelante, recita el sacerdote en voz baja, la hostia ya no es de pan natural, sino de pan ázimo, «como si la misa se convirtiese en algo extraño a la vida cotidiana». En fin, la condición de los campesinos tiende a uniformarse en el nivel más bajo: el de los siervos. Así pues, emplearé el término de clase para designar las tres categorías del esquema.

Basta comparar ese esquema con los de la alta Edad Media para darse cuenta de la novedad.

Entre los siglos V y XI hay dos imágenes de la sociedad que se entremezclan muy a menudo. Se trata, a veces, de un esquema múltiple, diversificado, que enumera un cierto número de categorías sociales o profesionales donde se pueden hallar los restos de una clasificación romana que distingue las categorías profesionales, las clases jurídicas y las condiciones sociales. Así el obispo de Verona, Rathier, en el siglo X, nombra diecinueve categorías: los civiles, los militares, los artesanos, los médicos, los comerciantes, los abogados, los jueces, los testigos, los procuradores, los patronos, los mercenarios, los consejeros, los señores, los esclavos (o siervos), los maestros, los alumnos, los ricos, los de fortuna media y los mendigos. En esta lista se encuentra mejor o peor representada la especialización de las categorías profesionales y sociales características de la sociedad romana y que quizá habían sobrevivido en cierto modo en la Italia del norte.

Pero con más frecuencia la sociedad se reduce a la confrontación de dos grupos: clérigos y laicos en una cierta perspectiva, poderosos y débiles o grandes y pequeños, o ricos y pobres si sólo se tiene en cuenta la sociedad laica, libres y no libres si uno se sitúa en el plano jurídico. Este esquema dualista corresponde a una visión simplificadora de las categorías sociales en el Occidente de la alta Edad Media, eso es seguro. Una minoría monopoliza las funciones de dirección: dirección espiritual, dirección política, dirección económica; la masa lo soporta. La triple partición funcional que aparece alrededor del año mil expresa otra ideología. Corresponde a la función religiosa, a la función militar y a

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la función económica y es característica de un cierto estadio de evolución de las sociedades que los sabios como Georges Dumézil han denominado indoeuropeas. Es un testimonio del parentesco entre la imaginación social de la sociedad medieval y la de otras sociedades más o menos arcaicas.

¿Qué quiere decir triple partición funcional? Y en primer lugar, ¿qué relaciones mantienen entre sí las tres funciones, o mejor, las clases que las representan? Está claro que el esquema tripartito es un símbolo de armonía social. Como el apólogo de Menenio Agripa, Los miembros y el estómago, es un instrumento lleno de imágenes del cese de la lucha de clases y de la mixtificación del pueblo. Pero, si bien se ha visto claramente que ese esquema se orientaba a mantener a los trabajadores —la clase económica, los productores— en la sumisión a las otras dos clases, no se ha puesto suficientemente de manifiesto que el esquema, que es clerical, se orienta también a someter los guerreros a los clérigos, a hacer de ellos los protectores de la Iglesia y de la religión. Representa también un episodio de la antigua rivalidad entre hechiceros y guerreros y va de la mano con la reforma gregoriana, la lucha entre el sacerdocio y del Imperio. Contemporáneo de los cantares de gesta, terreno literario de la lucha entre la clase clerical y la clase militar, como lo fue en la Iliada —tal como lo ha demostrado brillantemente, partiendo del episodio del caballo de Troya, Vasilij I. Abaev—, es un testimonio de la lucha entre la fuerza chamánica y el valor guerrero. Piénsese en la distancia que separa a Roldan de Lancelote. Lo que se ha dado en llamar la cristianización del ideal caballeresco, probablemente, no es más que la victoria del poder sacerdotal sobre la fuerza guerrera. Roldan, aparte lo que se haya podido decir, tiene una moral de clase, piensa en su linaje, en su rey, en su patria. No tiene nada de santo, salvo que sirve de modelo al santo de su época —siglos XI y XII— definido como miles Christi. Todo el ciclo de Arturo, por el contrario, termina con el triunfo de la «primera función» sobre la «segunda». Ya en la obra de Cristian de Troyes, el difícil equilibrio entre «clerecía» y «caballería» acaba, a través de la evolución de Perceval, con la metamorfosis del caballero, la búsqueda del santo Grial, la visión del Viernes Santo. El Lancelote en prosa remata el ciclo. El epílogo de la muerte de Arturo es un crepúsculo de los guerreros. El instrumento simbólico de la clase militar, la espada Excalibur, acaba siendo arrojada por el rey a un lago y Lancelote se convierte en una especie de santo. El poder chamánico, bajo una forma, por lo demás, muy de-purada, ha absorbido el valor guerrero.

Por otra parte, uno puede preguntarse si la tercera categoría, la de los trabajadores, laboratores, se confunde por completo con el conjunto de los productores, si todos los campesinos representan la función económica.

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Se podrían acumular una serie de textos y demostrar que, entre el final del siglo VIII y el XII, las derivaciones de la palabra labor, empleadas en un sentido económico —pero raramente, de hecho, en su estado puro, porque esos términos se hallan casi siempre más o menos contaminados por la idea moral de fatiga, de penalidad—, responden a un significado preciso, el de una conquista agrícola: ya sea mediante una extensión de la superficie cultivada, o bien mediante la mejora de la cosecha. La capitular de los sajones de finales del siglo VIII distingue substantia y labor, el patrimonio, la herencia, y las adquisiciones debidas a su explotación. Labor incluye la roturación y su resultado. La glosa de un canon manuscrito de un sínodo noruego de 1164 precisa que labores equivale a novales, es decir, las tierras roturadas. El laborator es aquel cuya fuerza económica basta para producir más que los demás. Ya en el 926, un acta de Saint-Vincent del Macones nombra illi meliores qui sunt laboratores («esa élite que son los laboratores»). De ahí procederá, en francés, la palabra laboureurs que, ya en el siglo X, designa la capa superior del campesinado, la que posee al menos una yunta de bueyes y sus correspondientes aperos de labranza. Así, el esquema de la triple partición —incluso aunque algunos, como Adalberón de Laón, hagan entrar en él al conjunto de los campesinos e identifiquen a los laboratores con los siervos— representa más bien de manera exclusiva el conjunto de las capas superiores: la clase clerical, la militar y la capa superior de la clase económica. En una palabra, sólo comprende la melior pars, las élites.

Piénsese, además, en la forma en que esta sociedad tripartita va a transformarse durante la baja Edad Media. En Francia se convertirá en los tres estados: clero, nobleza y tercer estado. Ahora bien, este último no se confunde con el conjunto de los campesinos. Ni siquiera representa a toda la burguesía. Está compuesto por las capas superiores de la burguesía, por los notables. El equívoco que existe desde la Edad Media sobre la naturaleza de esta tercera clase, que es teóricamente el conjunto de todos los que no figuran en las dos primeras y que, de hecho, se limita a la parte más rica o la más instruida del resto, desembocará en el conflicto planteado durante la Revolución francesa de 1789 entre los que quieren concluir la revolución con la victoria de la élite, del tercer estado, y quienes quieren hacer de ella el triunfo de todo el pueblo.

De hecho, en la sociedad de lo que se ha llamado la primera edad feudal, hasta mediados del siglo XII aproximadamente, la masa de los trabajadores manuales —un texto del siglo XI de Saint-Vincent del Macones opone aún los pauperiores qui manibus laboran («los más pobres que trabajan con sus manos») a los laboratores— sencillamente no existe. Marc Bloch ha observado

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con sorpresa que los señores laicos y eclesiásticos de esta época transformaban los metales preciosos en piezas de orfebrería y que las hacían fundir, como hemos visto, en caso de necesidad, considerando como nulo el valor económico del trabajo del artista o del artesano. Pero la tendencia a considerar que el esquema comprendía toda la sociedad y que, por consiguiente, los laboratores comprendían la masa de los trabajadores, también tuvo su difusión después del siglo XI.

Acabamos de hablar de clase y de aplicar este término a las tres categorías del esquema tripartito, mientras que, tradicionalmente, en esa palabra se veía el concepto de «órdenes», y a las tres funciones corresponderían en la época medieval tres órdenes.

Ese vocabulario es ideológico, normativo, incluso si, para ser más eficaz, tenga que ofrecer una cierta concordancia con las «realidades» sociales. El término ordo, más carolingio que propiamente feudal, pertenece al vocabulario religioso y se aplica, por lo tanto, a una visión religiosa de la sociedad, a los clérigos y a los laicos, a lo espiritual y a lo temporal. Así pues, no puede haber en ese vocabulario más que dos órdenes: el clero y el pueblo, clerus y populus, y los textos, por lo demás, dicen con suma frecuencia: utraque ordo («ambos órdenes»). Algunos juristas modernos han querido establecer una distinción entre la clase, cuya definición sería económica, y el orden, cuya definición sería jurídica. De hecho, el orden es un término religioso pero, igual que la clase, se apoya en bases socioeconómicas. La tendencia de los autores y los utilizadores del esquema tripartito de la Edad Media a hacer de las tres «clases» tres «órdenes», responde a la intención de sacralizar esta estructura social, de hacer de ella una realidad objetiva y eterna creada y querida por Dios y de imposibilitar cualquier género de revolución social.

Reemplazar ordo por conditio («condición»), como se hizo a veces en el siglo XI, y hacia el 1200 por «estado», significa, por lo tanto, un cambio profundo. Esta laicización de la visión de la sociedad sería ya importante por sí sola. Pero es que, además, va acompañada de una derogación del esquema tripartito que corresponde a una evolución capital de la misma sociedad medieval.

Sabido es que el instante en que aparece una nueva clase que hasta entonces no ha tenido su lugar en el esquema tripartito de una sociedad, constituye un momento crítico en la historia de ese esquema. Las soluciones adoptadas por las diferentes sociedades —Georges Dumézil las ha estudiado

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en lo que atañe a las sociedades indoeuropeas— son diversas. Tres de ellas apenas trastocan la visión tradicional: la que consigue mantener apartada la nueva clase, negándole un lugar en el esquema; la que la amalgama y la funde con una de las tres preexistentes; e incluso la más revolucionaria, la que, para hacerle un lugar, transforma el esquema tripartito en esquema cuatripartito. En general, esta clase aguafiestas suele ser la de los comerciantes que señalan el paso de una economía cerrada a una economía abierta y la aparición de una clase económica poderosa que no se contenta con someterse a la clase clerical y a la militar. Se ve claramente cómo la sociedad medieval tradicional ha probado esas soluciones inmovilistas leyendo en un sermón inglés del siglo XIV: «Dios ha hecho los clérigos, los caballeros y los labradores; pero el demonio ha hecho los burgueses y los usureros», o en un poema alemán del siglo XIII que la tercera clase, la de los usureros, Wucherer, gobierna desde entonces a las otras tres.

El hecho capital es que, en la segunda mitad del siglo XII y en el transcurso del XIII, el esquema tripartito de la sociedad —incluso si se sigue encontrándolo como tema literario e ideológico durante mucho tiempo aún— se descompone y cede ante un esquema más complejo y más flexible, resultado y reflejo de una transformación social.

A la sociedad tripartita sucede la sociedad de los «estados», es decir, de las condiciones socioprofesionales. Su número varía al gusto de los autores, pero se encuentran en ella algunas constantes, sobre todo la mezcla de una clasificación religiosa, basada en criterios clericales y familiares, con una división según las funciones profesionales y las condiciones sociales. Un sermonario alemán del 1220 aproximadamente enumera hasta 28 estados: 1, el papa; 2, los cardenales; 3, los patriarcas; 4, los obispos; 5, los prelados; 6, los monjes; 7, los cruzados; 8, los conversos; 9, los monjes giróvagos; 10, los sacerdotes seculares; 11, los juristas y los médicos; 12, los estudiantes; 13, los estudiantes errantes; 14, las monjas de clausura; 15, el emperador; 16, los reyes; 17, los príncipes y condes; 18, los caballeros; 19, los nobles; 20, los escuderos; 21, los burgueses; 22, los comerciantes; 23, los vendedores al por menor; 24, los heraldos; 25, los campesinos obedientes; 26, los campesinos rebeldes; 27, las mujeres... y 28, ¡los hermanos predicadores! De hecho, se trata de una doble jerarquía paralela de clérigos y de laicos, conducidos los primeros por el papa y los segundos por el emperador.

El nuevo esquema es todavía el de una sociedad jerarquizada en la que se desciende de la cabeza a la cola, salvo alguna excepción como en el Libro de Alejandro, español, de mediados del siglo XIII, donde la enumeración de los estados comienza por los «labradores» para terminar por los nobles. Pero se

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trata de una jerarquía diferente de la de los órdenes de la sociedad tripartita, de una jerarquía más horizontal que vertical, más humana que divina, que no pone en entredicho la voluntad de Dios, que no es de derecho divino y que, en cierto modo, se puede modificar. También aquí la iconografía pone de manifiesto un cambio ideológico y mental. La representación de los órdenes superpuestos (que continuará aún y se reforzará incluso en tiempos del absolu-tismo monárquico) queda reemplazada por una figuración de los estados en fila india. No hay duda de que los poderosos: papa, emperador, obispos, caballeros son los que dirigen el baile, pero, ¿hacia dónde? No hacia lo alto, sino hacia abajo, hacia la muerte. Porque la majestuosa sociedad de los órdenes ha cedido el puesto al cortejo de los estados arrastrados en esa danza macabra.

Esta desacralización de la sociedad va acompañada de una fragmentación, de una desintegración que es al mismo tiempo el reflejo de la evolución de las estructuras sociales y el resultado de una maniobra más o menos consciente del clero que, viendo cómo se le escapaba la sociedad de los órdenes, debilita a la nueva sociedad dividiéndola, atomizándola y dirigiéndola a la muerte. ¿No viene acaso la gran peste de 1348 a poner de manifiesto que la voluntad de Dios es castigar a todos los «estados»? La destrucción del esquema tripartito de la sociedad va unida al desarrollo urbano de los siglos XI a XIII, desarrollo que es preciso situar, como hemos visto, en el contexto de una división creciente del trabajo. El esquema tripartito se desmorona al mismo tiempo que el esquema de las siete artes liberales y también a la vez que se tienden los primeros puentes entre las artes liberales y las artes mecánicas, entre las disciplinas intelectuales y las técnicas. El taller urbano es un crisol donde se disuelve la sociedad tripartita y donde se elabora la nueva imagen.

La Iglesia termina por adaptarse de grado o por fuerza. Los teólogos más abiertos comienzan a proclamar que todo oficio, que toda condición se puede justificar si se ordena a la salvación. Gerhoh de Reichersberg, a mediados del siglo XII, en el Líber de aedificio Dei, evoca «esta gran fábrica, este gran taller que es el universo» y afirma: «Quien por el bautismo ha renunciado al diablo, aunque no se haga clérigo o monje, se entiende que ha renunciado al mundo de tal manera que, ricos o pobres, nobles o siervos, comerciantes o labradores, todos cuantos han hecho profesión de fe cristiana deben rechazar lo que les es hostil y seguir lo que les conviene; en efecto, cada orden (el vo-cabulario sigue siendo el del concepto de órdenes), y más en general cada profesión halla en la fe católica y la doctrina apostólica una regla adaptada a su condición, y si libra bajo ella el buen combate podrá también conquistar la corona», es decir, la salvación. Por supuesto que este reconocimiento va

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acompañado de una vigilancia atenta. La Iglesia admite la existencia de estados, pero les impone como etiqueta distintiva pecados específicos, pecados de clase, inculcándoles una moral profesional.

Al principio, esta nueva sociedad es la sociedad del diablo. De ahí el notable éxito que tuvo en la literatura clerical, a partir del siglo XII, el tema de «las hijas del diablo», casadas con los estados de la sociedad. En las guardas de un manuscrito florentino del siglo XIII, por ejemplo, leemos:

El diablo tiene nueve hijas, a las que ha casado a la simonía… con los clérigos seculares

a la hipocresía…con los monjes a la rapiña…con los caballeros

al sacrilegio…con los campesinos a la simulación…con los alguaciles

al fraude…con los comerciantes a la usura…con los burgueses

a la pompa mundana…con las matronas y la lujuria, a la que no ha querido casar, pero que ofrece a todos como amante común.

Florece toda una literatura homilética que ofrece sermones ad status, es decir, dirigidos a cada uno de los «estados». Las órdenes mendicantes, en el siglo XIII, le otorgan en sus predicaciones un lugar privilegiado. El cardenal dominico Humberto de Romans, a mediados del siglo XIII, se encarga de codificarlos.

La coronación de este reconocimiento de los «estados» es su introducción en la confesión y en la penitencia. Los manuales de confesores que, en el siglo XIII, definen los pecados y los casos de conciencia acaban por catalogar los pecados por clases sociales. A cada estado sus vicios, sus pecados. La vida moral y espiritual se socializa según la sociedad de los «estados».

Juan de Friburgo, a finales del siglo XIII, en su Confessionnale, un resumen de su gran Summa confessorum para uso de los confesores «más simples y menos expertos», ordena los pecados en catorce rúbricas, que son otros tantos «estados»: 1, obispos y prelados; 2, clérigos y beneficiados; 3, curas de parroquia, vicarios y confesores; 4, monjes; 5, jueces; 6, abogados y procuradores; 7, médicos; 8, doctores y maestros; 9, príncipes y otros nobles; 10, es-posos; 11, comerciantes y burgueses; 12, artesanos y obreros; 13, campesinos; 14, laboratores.

En esta sociedad rota, los jefes espirituales conservan, a pesar de todo, la nostalgia de la unidad. La sociedad cristiana debe formar un cuerpo, un cor-

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pus. Ideal preconizado por los teóricos carolingios y por el papado de las cruzadas a partir de Urbano II.

Cuando la diversidad parece triunfar, un Juan de Salisbury, hacia el 1160, intenta aún, en el Polycraticus, salvar la unidad de la cristiandad, comparando la sociedad laica cristiana con un cuerpo humano en el que las diversas categorías profesionales constituyen los miembros y los órganos. El príncipe es la cabeza; los consejeros, el corazón; los jueces y los administradores provinciales, los ojos, los oídos y la lengua; los guerreros, las manos; los funcionarios de las finanzas, el estómago y los intestinos; los campesinos, los pies.

En ese mundo de combates dualistas que es la cristiandad medieval, la sociedad es ante todo el teatro de una lucha entre la unidad y la diversidad, como lo es, de forma más general, de un duelo entre el bien y el mal. Porque durante mucho tiempo el sistema totalitario de la cristiandad medieval identificará el bien con la unidad y el mal con la diversidad. En el detalle cotidiano se establecerá una dialéctica entre la teoría y la práctica, y la afirmación de la unidad se acomodará con frecuencia a una inevitable tolerancia.

En primer lugar, ¿quién es la cabeza de ese cuerpo que es la cristiandad? De hecho, la cristiandad es bicéfala, tiene dos cabezas: el papa y el emperador. Pero la historia medieval está hecha más de desacuerdos y de luchas que de entendimiento entre esas dos cabezas, quizá sólo conseguido de forma efímera por Otón III y Silvestre II en torno al año mil. El resto del tiempo, las relaciones entre las dos cabezas de la cristiandad manifiestan la rivalidad existente entre los niveles más altos de los dos órdenes dominantes, pero concurrentes, de la jerarquía clerical y de la laica —de los clérigos y de los guerreros, del poder chamánico y de la fuerza militar.

Sin embargo, el duelo entre el sacerdocio y el Imperio no siempre aparece en estado puro. Hay otros protagonistas que remueven las cartas.

Por parte del sacerdocio, las cosas se aclaran con bastante rapidez. Una vez comprobada la imposibilidad de hacer que el patriarca de Constantinopla y la cristiandad oriental admitan la primacía romana —hecho consumado mediante el cisma del 1054—, la primacía del papa apenas es discutida por alguien en la Iglesia de Occidente. Gregorio VII da un paso decisivo a este respecto con el Dictatus papae del 1075, donde afirma entre otras cosas: «Sólo el pontífice romano es llamado a justo título universal... El es el único cuyo nombre se debe pronunciar en todas las iglesias..., a quien no está con la Iglesia romana no se le puede considerar católico...». En el transcurso del

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siglo XII, de «vicario de san Pedro» se transforma en «vicario de Cristo» y, mediante el proceso de canonización, controla la consagración de los nuevos santos. Durante los siglos XIII y XIV, sobre todo gracias a los progresos de la fiscalidad pontificia, hace de la Iglesia una verdadera monarquía.

A su lado o en contra suya, el emperador está muy lejos de ser la cabeza de la sociedad laica de forma tan indiscutida. En primer lugar, hay eclipses imperiales mucho más prolongados que las cortas vacantes del solio pontificio, la más larga de las cuales, relativamente excepcional, es la de los treinta y cuatro meses que separan la muerte de Clemente IV en noviembre de 1268 y la elección de Gregorio X en septiembre de 1271 durante el gran interregno entre la muerte de Federico II (1250) y la elección de Rodolfo de Habsburgo (1273). Tampoco hay que olvidar que, muy a menudo, un plazo bas-tante largo separa la elección en Alemania, que hace del elegido un simple «rey de los romanos», de la coronación en Roma, sólo a partir de la cual el emperador lo es de hecho. Sobre todo, la hegemonía del emperador a la cabeza de la cristiandad es más teórica que real. Con frecuencia combatido en Alemania , discutida su autoridad en Italia, es, por lo general, ignorado por los príncipes más poderosos. A partir del período otoniano, los reyes de Francia no se sienten, en modo alguno, sometidos al emperador. Desde comienzos del siglo XII, los canonistas ingleses y españoles, tanto como los franceses, niegan que sus reyes sean subditos de los emperadores y de las leyes imperiales. El papa Inocencio III reconoce en 1202 que, de facto, el rey de Francia no tiene superior en lo temporal. Un canonista declara en 1208 que «todo rey tiene en su reino los mismos poderes que el emperador en su imperio»: unusquisque enim tantum iuris habet in regno suo quantum imperator in imperio. Los Etablissements de san Luis declaran: «El rey no depende de nadie si no es de Dios y de sí mismo». En resumidas cuentas, se consolida la teoría según la cual «el rey es emperador en su reino». Por otra parte, desde comienzos del siglo X se asiste a lo que Robert Folz llama el «fraccionamiento de la noción de imperio». El título de emperador adquiere una dimensión limitada. De forma muy significativa aparece en dos países que se han librado de la dominación de los emperadores carolingios: las islas Británicas y la península Ibérica, y en los dos casos manifiesta la pretensión a la supremacía sobre una región unificada: los reinos anglosajones, los reinos ibéricos cristianos. El sueño imperial dura apenas un siglo en Gran Bretaña.

En España, la quimera imperial se mantiene durante más tiempo. El «imperio español» tiene su apogeo con Alfonso VII que se hace coronar emperador en León en 1135. Después de él, la monarquía castellana se divide, España se fragmenta en los «cinco reinos» y el título de emperador de España

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desaparece para no hacer más que una corta aparición con Fernando III en el 1248, tras la toma de Sevilla a los musulmanes.

De este modo, la idea de imperio, aunque parcial y fragmentaria, iba siempre ligada a la idea de unidad.

Paralelamente, los emperadores alemanes, a pesar de ciertas declaraciones de su cancillería o de sus aduladores, restringen cada vez más a Alemania y su prolongación italiana sus pretensiones al Sacro Imperio romano germá-nico. En primer lugar a Alemania, sobre todo a partir del momento en que el emperador es elegido por un colegio de príncipes alemanes. Ya Federico Barbarroja, que había tomado el título de emperador antes de su coronación en Roma el 18 de junio de 1155, había llamado a los príncipes que le habían elegido «cooperadores en la gloria del emperador y del Imperio». La idea del imperio universal reviste una última forma, deslumbradora, bajo Federico II, que corona sus pretensiones jurídicas a la supremacía mundial con una visión escatológica. Mientras que sus adversarios hacen de él el Anticristo o el precursor del Anticristo, él se presenta como el Emperador del Fin del Mundo, el salvador que llevará al mundo a la edad de oro, el immutator mirabilis, nuevo Adán, nuevo Augusto y, muy pronto, casi otro Cristo. En 1239 ensalza a su villa natal de Iesi, en las Marcas, como a su propio Belén.

Pero de hecho, el comportamiento de los emperadores fue siempre mucho más prudente. Se contentan cono una preeminencia honorífica, con una autoridad moral que les confiere una especie de patronazgo sobre los demás reinos.

De este modo, el bicefalismo de la cristiandad medieval se refiere menos al papa y al emperador, que al papa y al rey (rey-emperador), o como expresa aún mejor la fórmula histórica, al sacerdocio y al Imperio, al poder espiritual y al poder temporal, al sacerdote y al guerrero.

Es cierto que la idea imperial conservará fervientes defensores incluso después de haber quedado obsoleta. Dante, el gran apasionado de la cristiandad medieval, el hambriento de unidad, suplica, conmina, injuria al em-perador que no cumple su función, su deber de jefe supremo y universal.

Pero el verdadero conflicto se entabla entre el sacerdos y el rex. ¿Cómo ha intentado cada uno de ellos resolverlo a su favor? Reuniendo los dos poderes en su persona, el papa convirtiéndose en emperador y el rey convirtiéndose en sacerdote. Cada uno de ellos ha procurado realizar en sí mismo la unidad rex-sacerdos.

En Bizancio, el basileus había conseguido que se le considerara como un personaje sagrado y ser el jefe religioso a la vez que político, lo que en la historia se conoce como el cesaropapismo. Parece ser que Carlomagno había in-

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tentado reunir en su persona la doble dignidad imperial y sacerdotal. La imposición de manos durante la consagración del año 800 recuerda el gesto de la ordenación sacerdotal, como si Carlomagno estuviese desde entonces investido de un «sacerdocio real». Es un nuevo David, un nuevo Salomón, un nuevo Josías. Pero cuando se le llama rex et sacerdos, lo que se le atribuye es, como precisa Alcuino, la función sacerdotal de predicar, no las funciones carismáticas. Ningún texto lo describe como un nuevo Melquisedec, el único rey-sacerdote en sentido estricto del Antiguo Testamento.

Pero los reyes y emperadores prosiguieron a lo largo de toda la Edad Media sus tentativas para hacerse reconocer un carácter religioso, sagrado, casi sacerdotal.

El principal medio de su política en este sentido es la consagración y la coronación, ceremonias religiosas que hacen de ellos el ungido del Señor, el «rey coronado por Dios», rex a Deo coronatus. La consagración es un sacra-mento. Va acompañada de las aclamaciones litúrgicas, de los laudes regiae, en las que Ernst Kantorowicz ha detectado justamente el reconocimiento solemne por parte de la Iglesia del nuevo soberano, añadido así a la jerarquía celeste. Esas aclamaciones litúrgicas, entonadas después de las letanías de los santos, manifiestan «la unión entre los dos mundos, más aún que su simetría». Proclaman «la armonía cósmica del Cielo, de la Iglesia y del Estado».

La consagración es una ordenación. El emperador Enrique III argumenta en el 1046 a Wazon, obispo de Lieja: «Yo también, que he recibido el derecho de mandar a todos, he sido ungido con el óleo santo». Uno de los propagan-distas de Enrique IV en su lucha contra Gregorio VII, Gui de Osnabrück, escribe en 1084-1085: «El rey debe ser puesto aparte de la multitud de los laicos; él, como ungido con el óleo sagrado, participa del ministerio sacerdotal». En el preámbulo de un documento fechado en 1143, Luis VII de Francia recuerda: «Sabemos que, conforme a las prescripciones del Antiguo Testamento, y en nuestros días a la ley de la Iglesia, únicamente los reyes y los sacerdotes son consagrados con la unción del santo crisma. Conviene, pues, que quienes, únicos entre todos, unidos entre sí por el crisma sacrosanto, están colocados a la cabeza del pueblo de Dios, procuren a sus subditos tanto los bienes temporales como los espirituales, y se los procuren también los unos a los otros».

El ritual de esta consagración-ordenación está señalado en los ordines como «la orden de la consagración y de la coronación de los reyes de Francia» del manuscrito de Chálons-sur-Marne, que data aproximadamente de 1280 y se conserva en la Biblioteca Nacional de París (manuscrito latino 1246). Sus preciosas miniaturas nos presentan algunos de los episodios más

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significativos de esta ceremonia religiosa en la que se pone de relieve, por una parte, al militar —entrega de las espuelas y de la espada— y, por otra, al personaje casi sacerdotal, mediamte la unción sobre todo, pero también por la entrega de esos símbolos religiosos que son el anillo, el cetro y la corona.

P.-E. Schramm ha esclareccido los símbolos religiosos que daban todo su significado a las insignias imperiales y reales. La corona imperial, que tenía la forma de una diadema hecha por ocho plaquitas de oro encajadas y un aro que circunda la cabeza y en el que se dibujan ocho pequeños campos semicirculares, toma de la cifira ocho el símbolo de la vida eterna. La corona imperial, lo mismo que el octógono de la capilla palatina de Aquisgrán, es la imagen de la Jerusalén celestial, con muros cubiertos de oro y de joyas. «Signo de gloría», como la llama el Ordo, anuncia el reino de Cristo mediante la cruz —símbolo del ttriunfo—, el ópalo blanco único —el «huérfano», orphanus—, signo de preeminencia, y las imágenes de Cristo, de David, de Salomón y de Ezequíais. El anillo y el largo báculo —virga— son las réplicas de las insignias episcopales. Al emperador también se le entrega la santa Lanza o Lanza de san Mauricio, que se lleva hasta él y que pasa por contener un clavo de la cruz de Cristo. Recuérdese que los reyes de Francia y de Inglaterra ostentan el poder, «al tocar las escrófulas», de curar a quienes están afectados por ellas, es decir, a los escrofulosos. Que, en definitiva, el rey prefiere el poder carismático a la fuerza militar lo dice claramente un texto del carmelita Jeam Golein en su Traite du sacre, «Tratado de la consagración», escrito en 1374 a petición de Carlos V: el rey «debe prestar a Dios su homenaje, puesto que le ha dado el reino, que le viene de él y no solamente de la espada, como pretendían los antiguos, sino de Dios, como lo testimonia en su moneda de oro cuando dice: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat. No dice: la espada reina y vence, sino: «Cristo ven-ce, Cristo reina, Cristo impera».

Por parte del pontificado, tiene lugar un intento paralelo de absorber la función imperial, sobre todo a partir del siglo VIII y de la falsa Donación de Constantino. El emperador declara en ella que entrega al papa la ciudad de Roma y que se traslada por esta razón a Constantinopla. Este le autoriza a llevar la diadema y las insigniass pontificales y concede al clero romano los ornamentos senatoriales. «Hemos decretado también que nuestro venerable Padre Silvestre, pontífice supremo, lo mismo que todos sus sucesores, deberán llevar la diadema, es decir, la corona de oro purísimo y de piedras preciosas que le hemos concedido, tomándola de nuestra cabeza».

Silvestre rechazó la diadema para aceptar sólo un alto gorro blanco, el phrygium, insignia real, también de origen oriental. El phrygium evolucionó

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rápidamente hacia la corona, y un ordo romano del siglo IX la llama ya regnum. Cuando reaparece, hacia finales del siglo XI, «ha cambiado de forma y de sentido»: se ha convertido en la tiara. El círculo de la base se transforma en una diadema adornada de piedras preciosas. Una corona con florones la reemplaza en el siglo XII y una segunda se superpone a ella en el siglo XIII. Aparece después una tercera, probablemente con los papas de Aviñón, dando lugar al triregnum. Ya Inocencio III, a principios del siglo XIII, había explicado que el papa lleva la mitra in signum pontificii, como signo del pontificado, del sacerdocio supremo y el regnum, in signum Imperii, como signo del Imperio. Al rex-sacerdos le corresponde un pontifex-rex.

El papa no lleva la tiara durante el ejercicio de sus funciones sacerdotales, sino en las ceremonias en las que aparece como un soberano. A partir de Pascual II, en 1099, los papas son coronados al subir al solio pontificio. Después de Gregorio VII, su «entronización» en el Laterano va acompañada de la «investidura», el revestimiento del manto de púrpura imperial, la cappa rúbea, cuya posesión, en caso de disputa entre dos papas, establecía la legitimidad frente a un antipapa sin manto. Desde Urbano II, el clero romano recibe el nombre de Curia, nombre que evoca a la vez el antiguo senado romano y una corte feudal.

De este modo el papado —y éste es un aspecto esencial de la reforma gregoriana— no sólo se ha separado a sí mismo y, con él, ha comenzado a separar a la Iglesia, de una cierta servidumbre al orden feudal laico, sino que se ha afirmado como cabeza de la jerarquía laica tanto como de la religiosa. A partir de ese momento se esfuerza por manifestar y por hacer efectiva la subordinación del poder imperial y real a su propio poder. Bien conocidos son los infinitos litigios, la inmensa literatura nacida en torno a la querella de las in-vestiduras, por ejemplo, que no es más que un aspecto y un episodio de la gran lucha del sacerdocio y del Imperio, o mejor aún, como hemos visto, de los dos órdenes. Recuérdese a Inocencio III multiplicando los Estados vasa-llos de la Santa Sede. Retengamos, por ser los más significativos, algunos símbolos en torno a los cuales el conflicto tomó cuerpo: teorías e imágenes a la vez, como sucede casi siempre en el Occidente medieval. Ése fue el caso de las dos espadas y las dos luminarias. Sin embargo, ¿quién había ayudado a los reyes más que la Iglesia?

León III había hecho a Carlomagno. Los benedictinos de Fleury (Saint-Benoit-sur-Loire) y de Saint-Denis contribuyeron en gran medida al establecimiento de los capetos. La Iglesia utilizaba la ambigüedad —de la que ha-blaremos más adelante— de la realeza, cabeza de la jerarquía feudal, pero cabeza al mismo tiempo de una jerarquía de otro orden, la del Estado, la de

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los poderes públicos, que va más allá del orden feudal. La Iglesia favorece el poder real contra su rival, el poder militar, el sacerdote ayuda al rey a dar jaque al guerrero. Por supuesto que lo hace para convertirlo en su instrumen-to, para asignar a la realeza el papel esencial de protectora de la Iglesia, la verdadera Iglesia del orden sacerdotal, la Iglesia ideal de los pobres. La función que la Iglesia medieval asigna a la realeza es la de brazo secular que ejecuta las órdenes de la clase sacerdotal y se mancha en su lugar utilizando la fuerza física, la violencia, derramando la sangre de la que ella se lava las manos.

Toda una literatura clerical define esta función del rey. Son los numerosos Espejos de príncipes que florecieron, sobre todo, en los siglos IX y XIII, en el que san Luís se esfuerza, tanto en el plano moral como en el espiritual, por ser el rey modelo.

El concilio de París del 829 definirá —en términos que repetirá y desarrollará dos años más tarde Jonás, obispo de Orleans, en su De institutione regia, que será el modelo de los Espejos de príncipes de toda la Edad Media, los deberes de los reyes: «El ministerio real, declaran los obispos, consiste especialmente en gobernar y en regir el pueblo de Dios en la equidad y en la justicia y en procurar la paz y la concordia. En efecto, debe ser en primer lugar el defensor de las iglesias, de los servidores de Dios, de las viudas, de los huérfanos y de todos los otros pobres e indigentes. También debe mostrarse, en la medida de lo posible, terrible y lleno de celo para que no se produzca ningún género de injusticia; y si se produjera alguna, para no permitir que alguien conserve la esperanza de no ser descubierto en la audacia del mal obrar, sino que todos sepan que nada quedará impune».

A cambio, la Iglesia sacraliza el poder real. Por lo tanto, es preciso que todos los subditos se sometan fielmente y con una obediencia ciega al rey, puesto que «quien se resiste a ese poder, se resiste al orden querido por Dios».

Y en favor del emperador y del rey, más que del señor feudal, los clérigos establecen un paralelismo entre el cielo y la tierra y hacen del monarca la personificación de Dios sobre la tierra. La iconografía tiende a hacer que se confunda al Dios de majestad con el rey en su trono.

Hugo de Fleury, en el Tractatus de regia potestate et sacerdotali dignitate, dedicado a Enrique I de Inglaterra, llega incluso a comparar al rey con Dios Padre y al obispo con Cristo solamente. «Uno sólo reina en el reino de los cielos, el que lanza el rayo. Es natural que no haya más que uno sólo después de él que reine en la tierra, uno sólo que sea un ejemplo para todos los hombres.» Así hablaba Alcuino, y lo que él afirma del emperador vale para el rey desde el momento en que éste es «emperador en su reino».

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Pero si el rey se desvía de este programa, si deja de someterse, la Iglesia se encarga de recordarle enseguida su indignidad y de negarle ese carácter sacerdotal que él se esfuerza por conseguir.

Felipe I de Francia, excomulgado a causa de su matrimonio con Bertrada de Montfort, es castigado por Dios, según Orderico Vital, con enfermedades ignominiosas y pierde su poder curativo, según Gilberto de Nogent. Gregorio VII recuerda al emperador que, al no saber expulsar a los demonios, es bastante inferior a los exorcistas. Honorio de Autun afirma que el rey es un laico. «El rey, en efecto, no puede ser más que laico o clérigo. Si no es laico, es clérigo. Pero si es clérigo, debe ser ostiario, o lector, o exorcista, o acólito, o subdiácono, o diácono, o presbítero. Si no tiene ninguno de esos grados, no es clérigo. Si no es ni laico ni clérigo, tiene que ser monje. Pero su mujer y su espada le impiden pasar por tal.»

Se palpan aquí las razones del encarnizamiento de Gregorio VII y de sus sucesores para imponer a los clérigos la renuncia al oficio de las armas y sobre todo el celibato. No se trata de un interés moral. Se trata, al guardar el orden sacerdotal libre de la mancha de la sangre y del esperma, líquidos impuros sometidos a tabúes, de separar la clase sacerdotal de la de los guerreros, confundidos con los demás laicos, aislados y rebajados.

Basta que un obispo, Thomas Becket, sea asesinado por caballeros, posiblemente por instigación de Enrique II, para que el orden sacerdotal se desencadene contra el orden militar. La extraordinaria propaganda hecha por la Iglesia en toda la cristiandad a favor del mártir al que se dedican iglesias, altares, ceremonias, estatuas y frescos, pone de manifiesto la lucha de los dos órdenes. Juan de Salisbury, colaborador del prelado asesinado, aprovecha la oportunidad para llevar hasta el extremo la doctrina de la limitación del poder real que la Iglesia, prudentemente, había afirmado desde el mismo momento en que, a causa de sus propias necesidades, tuvo que exaltarlo.

Al mal rey —el que no obedece a la Iglesia— se le tacha de tirano y queda privado de su dignidad. Los obispos del concilio de París del 829 habían definido: «Si el rey gobierna con piedad, justicia y misericordia, merece su título de rey. Si esas cualidades le faltan, no es un rey, sino un tirano». Ésa es la doctrina inmutable de la Iglesia medieval, y santo Tomás de Aquino se ocupará de apoyarla en sólidas consideraciones teológicas. Pero la Iglesia medieval no ha sido muy precisa, ni en la teoría ni en la práctica, a la hora de extraer las consecuencias prácticas de la condena del mal rey convertido en tirano. Menudean las excomuniones, los entredichos, las deposiciones. Sólo Juan de Salisbury, o casi, osó ir hasta el final de la doctrina y, donde no parece posible otra solución, incluso aboga por el tiranicidio. De este modo, el

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«asunto Becket» demuestra que el duelo de los dos órdenes tenía que acabar lógicamente en un arreglo de cuentas.

Pero en teoría las armas de la Iglesia eran más espirituales. A las pretensiones imperiales y reales, los papas replican mediante la imagen de las dos espadas, que simbolizan, a partir de los Padres, el poder espiritual y el poder temporal. Alcuíno las había reivindicado para Carlomagno. San Bernardo había elaborado una doctrina compleja que, a pesar de todo, terminaba remitiendo las dos espadas al papa. Pedro es el detentor de las dos espadas. El sacerdote usa la espada espiritual, el caballero la temporal, pero sólo en nombre de la Iglesia, a una señal (nutu) del sacerdote, contentándose el emperador con transmitir la orden. Los canonistas de finales del siglo XII y del XIII no lo dudan. Al convertirse el papa en vicario de Cristo, y al ser éste el único detentor de las dos espadas, sólo el papa —su lugarteniente— dispone de ellas aquí en la tierra.

Lo mismo ocurre con las dos luminarias. El emperador romano se había identificado con el sol. Algunos emperadores medievales intentan reanudar esta asimilación. El papado corta por lo sano esta iniciativa a partir de Gregorio VII y, sobre todo, de Inocencio III. Toma del Génesis la imagen de las dos fuentes de luz: «Dijo luego Dios: "Haya en el firmamento de los cielos luminarias para separar el día de la noche, y servir de señales a las estacio-nes, días y años; y luzcan en el firmamento de los cielos, para alumbrar la tierra". Y así fue. Hizo Dios las dos grandes luminarias, la mayor para presidir al día, y la menor para presidir a la noche, y las estrellas; y las puso en el fir-mamento de los cielos para alumbrar la tierra y presidir al día y a la noche». Para la Iglesia, la luz mayor, el sol, es el papa, la luz menor, la luna, el emperador o el rey. La luna no posee luz propia, sólo tiene un resplandor prestado que le viene del sol. El emperador, luminaria menor, además, es el jefe del mundo nocturno frente al mundo diurno gobernado y simbolizado por el papa. Si se piensa en lo que significaban el día y la noche para los hombres de la Edad Media, se comprenderá que la jerarquía laica no fuera para la Iglesia más que una sociedad de fuerzas sospechosas, la mitad tenebrosa del corpus social.

Sabido es que si el papa impidió al emperador o al rey absorber la función sacerdotal, no obstante fracasó en su intento de hacerse con el poder temporal. Las dos espadas quedaron en manos separadas. A punto de desaparecer el emperador a mediados del siglo XIII, es Felipe el Hermoso quien da jaque mate a Bonifacio VIII. Pero, casi por doquier en la cristiandad, las manos de los príncipes cristianos empuñaban ya con firmeza la espada temporal.

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Así pues, a los dos órdenes dominantes no les quedaba otro camino que olvidar su rivalidad y pensar sólo en su solidaridad, para llevar a buen término su tarea común de dominar a la sociedad. «Buenas gentes, decía —en lengua vulgar para que se le entendiera mejor— el obispo de París, Mauricio de Sully hacia el 1170—, dad a vuestro señor terrenal lo que le debéis. Tenéis que creer y entender que a vuestro señor terrenal le debéis vuestros censos, talas, compromisos, servicios, transportes y cabalgadas. Dádselo todo, íntegramente, en el tiempo y el lugar debido».

Hay ilustres ejemplos históricos y, en la actualidad, también ciertas excepciones —a veces dichosas, a veces dramáticas— que demuestran que entre naciones y lenguas no existe identidad. ¿Quién se atrevería a negar que la di-versidad de lenguas es más un factor de separación que de unidad? Los hombres de la cristiandad medieval tuvieron una clara conciencia de ello.

Lamentaciones de los clérigos que hacen de la diversidad de las lenguas una de las consecuencias del pecado original, que asocian este mal a esa madre de todos los vicios: Babilonia. Rangel de Lucques, a comienzos del siglo XII, afirma: «Del mismo modo que antaño Babilonia, mediante la multiplicación de las lenguas, añadió a los antiguos males otros nuevos y peores, la multiplicación de los pueblos multiplicó la cosecha de crímenes».

Triste comprobación del pueblo, como aquellos campesinos alemanes del siglo XIII que, en la historia de Meier Helmbrecht, no reconocen a su hijo pródigo a su regreso al fingir éste que habla varias lenguas.

«Queridos míos, dijo en bajo alemán, que Dios os reserve todas sus felicidades.» Su hermana corrió hacia él y lo tomó en sus brazos. Él le dijo entonces: «Gratia vester!» Los niños acudieron enseguida, los ancianos padres venían detrás, y los dos le recibieron con una alegría sin límites. A su padre le dijo: «¡Deu sol!», y a su madre, según la moda de Bohemia: «¡Dobra ytra!» El hombre y la mujer se miraron y la dueña de la casa dijo: «Hombre, nos equivocamos, éste no es nuestro hijo, es un bohemio o un wende». El padre dijo: «¡Es un welchel No es mi hijo que Dios conserve, aunque de todas formas se le parece». Entonces Gotelinda, la hermana, dijo: «No es vuestro hijo, a mí me ha hablado en latín, sin duda es un clérigo». «A fe mía, dijo el criado, que, a juzgar por sus palabras, ha nacido en Sajonia o en Brabante. Ha hablado en bajo alemán, debe ser un sajón.» El padre dijo sencillamente: «Si tú eres mi hijo Helmbrecht, yo seré todo tuyo, cuando hayas pronunciado una palabra según nuestros usos y a la manera de nuestros abuelos, a fin de

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que te pueda comprender. Dices siempre "deu sol" y yo no entiendo su sentido. Honra a tu madre y a mí, que siempre lo hemos merecido. Di una palabra en alemán y yo mismo, no el criado, cuidaré de tu caballo...».

La Edad Media, tan dada a visualizar sus ideas, para representarse esa calamidad de la diversidad de lenguas, encontró el símbolo de la torre de Babel y, a imitación de la iconografía oriental, hizo de ella, la mayoría de las veces, una imagen terrorífica, catastrófica.

Esta imagen angustiosa de la torre de Babel comienza a presentarse y a multiplicarse en las imaginaciones occidentales alrededor del año mil. Su más antigua representación en Occidente se halla en un manuscrito del poeta anglosajón Caedmon (siglo VII) de finales del siglo X o de comienzos del XI.

Los clérigos han intentado exorcizar esta sombra medieval de Babel. Su instrumento: el latín. Éste hubiera podido conseguir la unidad de la civilización medieval y, por encima de ella, de la civilización europea. Sabido es que Ernst Robert Curtius ha defendido brillantemente esta tesis. Pero, ¿qué latín? Un latín artificial del que van desgajándose poco a poco sus verdaderos herederos, las lenguas «vulgares», que esterilizan aún más todos los renacimientos, comenzando por el carolingio. Latín de cocina, dirán los humanistas. Por el contrario, diríamos nosotros, a pesar del éxito literario de algunos grandes escritores como san Anselmo o san Bernardo y la impresionante construcción del latín escolástico, no pasa de ser un latín inodoro y sin sabor, latín de casta, latín de los clérigos, instrumento más de dominación sobre la masa que de comunicación internacional. Ejemplo mismo de la lengua sagrada que aisla al grupo social que tiene el privilegio, no de comprenderla —lo que importa poco—, sino de hablarla aunque sea a trancas y barrancas. En el año 1199 Giraud de Barré recoge una serie de «perlas» de boca del clero inglés. Eudes Rigaud, arzobispo de Ruán desde 1248 a 1269, anota otras de boca de sacerdotes de su diócesis. El latín de la Iglesia medieval tendía a convertirse en la incomprensible lengua de los hermanos Arvales de la antigua Roma.

La realidad viviente del Occidente medieval es el triunfo progresivo de las lenguas vulgares, la multiplicación de los intérpretes, de las traducciones, de los diccionarios.

El retroceso del latín ante las lenguas vulgares no se produce sin la intervención del nacionalismo lingüístico. El hecho es que una «nación» en formación se afirma defendiendo su lengua. Jakob Swinka, arzobispo de Gniez-no a finales del siglo XIII, se lamenta ante la Curia de que los franciscanos alemanes no entienden el polaco y manda pronunciar las plegarias en el idio-

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ma vernáculo ad conservacionem et promocionem lingue Colonice («para la defensa y promoción de la lengua polaca»). La Francia medieval es un buen ejemplo de que la nación tiende a identificarse con la lengua; la unificación de la Francia del norte con la del mediodía, la lengua de oíl con la lengua de oc no se consiguió sin grandes dificultades.

A partir del encuentro en Worms de Carlos el Simple con Enrique I el Cazador (o el Pajarero) en el 920, una batalla sangrienta opuso, según Richer, a los jóvenes caballeros alemanes y franceses «encolerizados por el particularismo lingüístico».

Según Hildegarda de Bingen, Adán y Eva hablaban alemán. Otros pretenden una preeminencia del francés. En Italia, a mediados del siglo XIII, el autor anónimo de un poema sobre el Anticristo, escrito en francés, afirma:

...la lengua de Francia es tal que quien la aprende al inicio nunca podrá de otro modo hablar ni otra lengua aprender.

Y Brunetto Latini escribe su Trésor en francés «porque esta manera de hablar es más deleitosa y más común a todas las gentes».

Cuando, rota ya la unidad del Imperio romano, las naciones bárbaras habían asentado su diversidad y la «nacionalidad» había dejado de lado o reemplazado la «territorialidad» de las leyes, los clérigos habían creado un género literario en el que se atribuía a cada nación una virtud y un vicio nacionales. Con el crecimiento de los nacionalismos, después del siglo XI, el antagonismo parece triunfar, ya que únicamente los vicios acompañan desde entonces, como atributo nacional, a las diversas «naciones». Eso se ve con toda claridad en las universidades donde estudiantes y maestros se agrupan por «naciones» que, por otra parte, están lejos de corresponder todavía a una sola «nación» en el sentido territorial y político. Así, según Jacobo de Vitry, se ven calificados «los ingleses de borrachos con rabo [serán los "ingleses con cola" de la Guerra de los Cien Años], los franceses de orgullosos y afeminados, los alemanes de brutales y ladrones, los normandos de vanos y jactanciosos, los poitevinos de traidores y aventureros, los borgoñones de inconstantes y estúpidos, los lombardos de avaros, viciosos y cobardes, los romanos de sediciosos y calumniadores, los sicilianos de tiránicos y crueles, los brabanzones de sanguinarios, incendiarios y bandoleros, los flamencos de pródigos, glotones, blandos como la manteca y vagos». «Después de lo cual, concluye Jacobo de Vitry, de los insultos se pasaba a las manos.»

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De este modo, los grupos lingüísticos quedaban asimilados a los vicios lo mismo que los grupos sociales estaban casados con las hijas del diablo.

Sin embargo, lo mismo que ciertos espíritus clarividentes justificaban la división en grupos socioprofesionales, otros legitimaban la diversificación lingüística y nacional.

Para ello se acogían a un excelente texto de san Agustín: «El africano, el sirio, el griego, el hebreo y todas las demás lenguas constituyen la variedad del vestido de esta reina, la doctrina cristiana. Pero, lo mismo que la variedad del vestido coincide en un mismo vestido, así todas las lenguas coinciden en una sola fe. ¡Que haya variedad en el vestido, pero no roturas!».

Esteban I de Hungría afirmaba hacia el 1030: «Los huéspedes que vienen de diversos países traen lenguas, costumbres, instrumentos, armas diversas, y toda esta diversidad es un ornamento para el reino, una riqueza para la corte y, para los enemigos exteriores, una causa de temor. Porque un reino que tiene una sola lengua y una sola costumbre es débil y frágil». Y así como Gerhoh de Reichersberg había dicho en el siglo XII que no hay oficio vil y que toda profesión puede conducir a la salvación, Tomás de Aquino, en el XIII, afirma que todas las lenguas pueden llevar a la sabiduría divina: Quaecumque sint illae linguae seu nationes, possunt erudiri de divina sapientia et virtute.

Se intuye aquí la sociedad totalitaria en peligro dispuesta a llegar al pluralismo y a la tolerancia.

Si el derecho medieval aceptó la ruptura de la unidad, no lo hizo sin previa resistencia. Durante largo tiempo, la regla de la unanimidad se impone. Una máxima legada por el derecho romano y transmitida al derecho canónico rige la práctica medieval: Quod omnes tangit ab ómnibus comprobari debet («Lo que concierne a todos, debe aprobarlo la colectividad»). La ruptura de la unanimidad supone un escándalo. El gran canonista Huguccio, en el siglo XIII, afirma que el no sumarse a la mayoría es turpis, «vergonzoso», y que «en un cuerpo, en un colegio, en una administración, la discordia y la diversidad son denigrantes». Está claro que esta unanimidad no tiene nada de «democrática», ya que, cuando los gobernantes y los juristas se ven obligados a renunciar a ella, la reemplazan por la noción y la práctica de la mayoría cualitativa: la maior et sanior pars («la parte principal y mejor»), donde sénior explicita a maior y le da un sentido cualitativo y no cuantitativo. Los teólogos y decretistas del siglo XIII, que constatarán con tristeza que «la naturaleza hu-

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mana es proclive a la discordia», natura hominis prona est ad dissentiendum, subrayarán que esa inclinación no es más que una corrupción de la naturaleza como resultado del pecado original. El genio medieval suscitó constantemente comunidades, grupos, lo que se llamaba entonces universitates, término que designaba toda clase de corporaciones, de colegios, y no exclusivamente la corporación que nosotros llamamos «universitaria». Obsesionada por el grupo, la mentalidad medieval lo ve integrado por un mínimo de personas. A partir de una definición del Digesto: «Diez hombres forman un pueblo, diez borregos, un rebaño, pero basta con cuatro o cinco cerdos para hacer una piara», los canonistas de los siglos XII y XIII discuten acaloradamente para saber si hay grupo a partir de sólo dos o tres personas. Lo esencial es no dejar solo al individuo. Aislado, no puede sino comportarse mal. El gran pecado consiste en singularizarse.

Si intentamos analizar la individualidad del hombre del Occidente medieval, reconoceremos pronto que cada uno de los individuos no sólo pertenece a diversos grupos o comunidades, como en toda sociedad, sino que, en la Edad Media, parece disolverse en ella más que afirmarse como individuo.

Si el orgullo es «la madre de todos los vicios», se debe a que no es más que «individualismo exagerado». No hay salvación más que en el grupo, el amor propio es pecado y perdición.

Por eso el individuo medieval se ve envuelto en una red de obediencias, de sumisiones, de solidaridades, que acabarán por entrecruzarse y contradecirse, hasta el punto de permitirle liberarse de ellas y afirmar su voluntad mediante una inevitable elección. El caso más típico es el del vasallo de varios señores que se puede ver obligado a elegir entre ellos en caso de conflicto. Pero en general y durante mucho tiempo esas dependencias se concillan entre sí, se jerarquizan para sujetar más estrechamente al individuo. De hecho, de todas esas ataduras, la más fuerte es el vínculo feudal.

Es significativo el hecho de que, durante largo tiempo, el individuo feudal no exista en su singularidad física. Ni en la literatura ni en el arte aparecen los personajes descritos o pintados con sus particularidades. Cada uno se reduce a un tipo físico, el que corresponde a su rango, a su categoría social.

Los nobles tienen el cabello rubio o rojo. Cabellos de oro, cabellos de lino, con frecuencia rizados, ojos azules, ojos veros —sin duda aportación de los guerreros nórdicos de las invasiones al canon de la belleza medieval—. Cuando por casualidad un gran personaje escapa a esta convención física, como el Carlomagno de Eginhard que, efectivamente, como ha revelado su esqueleto medido tras la apertura de su tumba en 1861, medía los 7 pies (1,92 m) que le atribuye su biógrafo, su personalidad moral queda ahogada

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bajo una serie de tópicos El cronista dota al emperador de todas las cualidades aristotélicas y estoicas propias de su rango Con mayor razón, la autobiografía es rara y, a menudo, también convencional, y hay que esperar a finales del siglo XI para que Otloh de Saint Emmeran, el primero, escriba sobre sí mismo Se trata aún de un Libellus de suis tentationibus, varia fortuna et scriptis, que sólo busca ofrecer lecciones morales a través del ejemplo del autor, como hará incluso un espíritu tan independiente como Abelardo en la Historia calamitatum mearum («Historia de mis desgracias [ejemplares]») Mientras tanto, en 1115, el De vita sua del abate Gilberto de Nogent, a pesar de su aspecto mas libre, no es más que una imitación de las Confesiones de san Agustín

El hombre medieval no tiene ningún sentido de la libertad según la concepción moderna Libertad para el significa privilegio, y la palabra se utiliza preferentemente en plural La libertad es un estatus garantizado, es, según la definición de G Tellenbach, «el justo puesto ante Dios y ante los hombres», es la inserción en la sociedad No hay libertad sin comunidad La libertad no puede residir más que en la dependencia, puesto que el superior garantiza al subordinado el respeto de sus derechos El hombre libre es el que tiene un protector poderoso Cuando los clérigos, en tiempos de la reforma gregoriana, reclamaban la «libertad de la Iglesia», entendían con ello liberarse de la dominación de los señores terrestres para no depender directamente sino del mas alto señor, de Dios

El individuo, en el Occidente medieval, pertenecía en primer lugar a una familia Familia en sentido amplio, patriarcal o tribal Bajo la dirección de un cabeza de familia1, ésta ahoga al individuo, imponiéndole una propiedad, una responsabilidad y una acción colectivas

Este peso del grupo familiar nos es bien conocido por lo que se refiere a la clase señorial, donde el linaje impone al caballero sus realidades, sus deberes y su moral El linaje es una comunidad de sangre compuesta de «parientes» y de «amigos carnales», es decir, de parientes por alianza, probablemente Por lo demás, el linaje no es el resultado de una vasta familia primitiva, sino una etapa en la organización de un grupo familiar flexible que encontramos ya en las sociedades germánicas de la alta Edad Media la «Sippa» Los

1 Hay importantes investigaciones —que se apoyan en gran medida en los antropólogos— que estudian las estructuras del parentesco en la Edad Media (nota de la edición de 1981)

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miembros del linaje están unidos por la solidaridad de la estirpe, que se manifiesta sobre todo en el campo de batalla y en terreno del honor

Roldan, en Roncesvalles, se niega durante largo tiempo a hacer sonar el olifante para llamar en su socorro a Carlomagno, por temor a que sus parientes se vean deshonrados por ello

La solidaridad del linaje se manifiesta de un modo particular en las venganzas privadas, las faides La vendetta fue algo reconocido, practicado y alabado en el Occidente medieval

La ayuda que se tiene derecho a esperar de un pariente lleva a la afirmación corriente de que la gran riqueza consiste en poseer una numerosa parentela

El linaje parece corresponder al estadio de la familia agnaticia, cuyo fundamento y finalidad son la conservación de un patrimonio común La originalidad de la familia agnaticia feudal consiste en que tanto la función militar como las relaciones personales, que no son más que un grado de fidelidad más elevado, revisten tanta importancia para el grupo masculino del linaje como su mismo papel económico Ese complejo de intereses y de sentimientos suscita por otro lado en la familia feudal tensiones de una excepcional violencia El linaje presenta mayor tendencia todavía a los dramas que a la fidelidad Rivalidad entre hermanos, en primer lugar, puesto que la autoridad no corresponde ya por principio al hermano mayor sino a aquel en quien los demás hermanos reconocen mayor capacidad para el mando Es la lucha entre los hijos de Guillermo el Conquistador [de Inglaterra] y entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastamara —por añadidura, sólo medio hermanos— en la Castilla del siglo XIV El linaje feudal daba nacimiento del modo más natural a los Caínes

También daba nacimiento a hijos irrespetuosos La escasa separación de las generaciones, la brevedad de la esperanza de vida, la necesidad para el señor, jefe militar, de demostrar su autoridad cuando esta aún en edad de legitimar su rango en la batalla, todo eso exaspera la impaciencia de los jóvenes feudales De ahí la sublevación de los hijos contra los padres Razones económicas y de prestigio se conjugan, por otra parte, para que el joven señor, al llegar a su mayoría de edad, se aleje de su padre, vaya —en una aventura caballeresca— en busca de mujeres, un feudo o el simple placer de camorras, o bien se haga caballero andante

Tensiones nacidas asimismo de los casamientos múltiples y de la presencia de numerosos bastardos La bastardía, vergonzosa entre los humildes, no lleva consigo ningún oprobio entre los poderosos

En la literatura épica del momento se hallan todas estas tensiones capaces de ofrecer a los escritores los mejores temas para obras dramáticas Los cantares de gesta están llenas de dramas familiares

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Como es normal en una familia agnaticia, un lazo especialmente importante es el que se establece entre tío y sobrino, más precisamente entre el hermano de la madre, avunculus, y el hijo de ésta. También aquí, los cantares de gesta ofrecen un gran número de parejas tío-sobrino: Carlomagno-Roldán, Guillermo de Orange-Viviano, Raúl de Cambrai-Gautier...

Esta familia, agnaticia más que patriarcal, se encuentra también en la clase campesina. Pero aquí se confunde más estrechamente con la explotación rural, con el patrimonio económico. Agrupa a todos los que viven bajo el mismo techo y se dedican al cultivo de la misma tierra. Esta familia campesina, que constituye la célula económica y social fundamental de sociedades similares a la del Occidente medieval, sin embargo, nos es mal conocida. Aun siendo una comunidad real, carece de expresión jurídica propia. Se ajusta perfectamente a lo que se llamaría en la Francia del antiguo régimen la communauté taisible, cuyo nombre mismo —taisible significa «lo que se calla», «lo que se oculta», casi un secreto— indica claramente que el derecho reconocía de mala gana su existencia.

En el seno de esta entidad primordial, la familia, es difícil percibir el lugar que la mujer y el niño han ocupado y la evolución que su condición va experimentando.

Que a la mujer se la vea como a ser inferior, de eso no cabe la menor duda. En esta sociedad militar y viril, con una existencia siempre amenazada y donde, por consiguiente, la fecundidad es más una maldición (de ahí la interpretación sexual y procreadora del pecado original) que una bendición, no se aprecia en absoluto a la mujer. Y da la impresión de que el cristianismo haya hecho muy poco por mejorar su posición material y moral. Ella es la gran responsable en lo que atañe al pecado original. Y en las formas de la tentación diabólica, ella es, también, la peor encarnación del mal. Vir est caput mulieris («El hombre es la cabeza de la mujer»), había dicho claramente san Pablo (Ef. 5,23), y el cristianismo lo cree y lo enseña después de él. Cuando hay en el cristianismo una promoción de la mujer —y muchos se han complacido en reconocer en el culto de la Virgen, triunfante durante los siglos XII y XIII, un cambio en la espiritualidad cristiana, mediante el cual se subraya la liberación de la mujer pecadora llevada a cabo por María, la nueva Eva, cambio perceptible aún en el culto de la Magdalena, que se desarrolla a partir del siglo XII, como se ha podido probar en torno a la historia del centro religioso de Vézelay—, esta rehabilitación no se halla al origen sino al término de una

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mejora de la situación de la mujer en la sociedad. El papel de las mujeres en los movimientos heréticos medievales —sobre todo el catarismo— o paraheréticos —por ejemplo las beguinas— es la señal de su insatisfacción por el puesto que se les reserva en la sociedad. Pero aun aquí es conveniente matizar. En primer lugar, si bien la mujer no resulta tan útil como el hombre en la sociedad medieval, no por ello deja de representar —dejada aparte su función procreadora— un papel nada desdeñable desde el punto de vista eco-nómico. La mujer campesina es casi, por lo que se refiere al trabajo, la equivalente, si no la igual del hombre. Cuando Helmbrecht intenta persuadir a su hermana Gotelinda para que huya de la casa de su padre campesino para casarse con un truand, un picaro, que la hará vivir como una dama, para convencerla le dice: «Si te casas con un campesino, jamás mujer alguna habrá sido más desgraciada que tú. Tendrás que hilar, machacar el lino, agramar el cáñamo, hacer la colada y arrancar las remolachas». Las mujeres de la clase superior, si bien es cierto que tienen ocupaciones más «nobles», no por eso dejan de tener una actividad económica importante. Ellas dirigen los gineceos donde los oficios de lujo —tejido de telas preciosas, bordado, tapice-ría— satisfacen una buena parte de las necesidades vestimentarias del señor y de sus compañeros. Dicho de forma más prosaica, son las obreras textiles del grupo señorial. Para designar a los dos sexos, tanto el vocabulario vulgar como el jurídico recurren a expresiones como «el lado de la espada» y «el lado de la rueca». En la literatura, el género poético asociado a la mujer y al que Pierre Le Gentil denomina, por lo demás, «canción de mujer», ha recibido el nombre tradicional de «canción de tela», cantada en el gineceo, en el obrador donde se hila. En las capas superiores de la sociedad, las mujeres siempre han gozado de un cierto prestigio. Por lo menos algunas de ellas. Las grandes damas brillaron con gran resplandor, cuyo reflejo ha conservado, una vez más, la literatura. Diferentes por el carácter o el destino, dulces o crueles, desgraciadas o dichosas, Berta, Sibila, Guilburga, Kriemhilda, Brunilda for-man una cohorte de heroínas de primera fila. Son como el doble terrestre de esas figuras femeninas religiosas que florecen en el arte románico y el gótico: madonas hieráticas que se humanizan, que después se alteran y amaneran, vírgenes sabias y vírgenes necias que intercambian largas miradas en el diálogo del vicio y de la virtud, Evas turbadas y turbadoras en las que el maniqueísmo medieval parece interrogarse: «¿Ha creado el cielo este conjunto de ma-ravillas para la morada de una serpiente?». En la literatura cortesana, ciertamente, las damas inspiradoras y poetisas —heroínas de carne o de ensueño: Eleonor de Aquitania, María de Champagne, María de Francia, lo mismo que Isolda, Genoveva o la Princesa Lejana— desempeñan un papel

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superior: ellas son las inventoras del amor moderno. Pero ésa es otra historia, sobre la que insistiremos más adelante.

Se ha pretendido con frecuencia que las cruzadas, al dejar a las mujeres solas en Occidente, provocaron un acrecentamiento de sus poderes y de sus derechos. Recientemente, David Herlihy ha sostenido todavía que la condición de las mujeres, sobre todo en la capa superior de la sociedad señorial y en la Francia meridional e Italia, mejoró en dos ocasiones: en la época carolingia y en tiempo de las cruzadas y de la reconquista. La poesía de los trovadores sería el reflejo de esta promoción de la mujer abandonada. Pero dar crédito a un san Bernardo que evoca una Europa de la que han desaparecido sus hombres o a un Marcabru cuando hace suspirar a una «castellana» porque todos sus enamorados han partido a la segunda cruzada es tomar por realidades generales los deseos de un propagandista fanático de la cruzada y la ficción de un poeta imaginativo. El estudio de las actas jurídicas demuestra que, en lo que concierne en cualquier caso a la gestión de los bienes de la pareja, la situación de la mujer empeoró del siglo XII al XIII.

No ocurre lo mismo con el niño. A decir verdad, ¿hay niños en el Occidente medieval? A juzgar por las obras de arte, no lo parece. Los ángeles, que más tarde serán normalmente niños, que incluso se convertirán en esos pe-queñuelos equívocos, medio ángeles, medio amorcillos, los putti, en la Edad Media, sea cual fuere el sexo que se les atribuya, estarán representados por adultos. Cuando ya en la escultura la Virgen se ha convertido en una mujer real, tan bella como dulce y femenina —evocando el modelo concreto y, con frecuencia, sin duda, querido, que el artista ha tratado de inmortalizar—, el niño Jesús sigue siendo un horroroso retaco que no interesa ni al artista, ni a quienes le encargaron la obra, ni al público. Habrá que esperar hasta el final de la Edad Media para que se extienda un tema iconográfico en el que se aprecia un nuevo y vivo interés por el niño, interés, por otro lado, que, en ese tiempo de mortalidad infantil elevada es, ante todo, inquietud: el tema de la matanza de los niños inocentes que, en la devoción, halla su eco en el creciente auge de la fiesta de los Santos Inocentes. Los hospicios de niños abandonados, puestos bajo su patrocinio, a duras penas se encuentran antes del siglo XV. Esa Edad Media utilitaria, que no tiene tiempo para apiadarse o maravillarse ante el niño, a duras penas alcanza a verlo. Como hemos dicho, no hay niños en la Edad Media. No hay más que adultos pequeños. Además, el niño no suele contar para formarlo con ese educador habitual en las socie-dades tradicionales: el abuelo. La esperanza de vida es demasiado corta en la Edad Media como para que muchos niños hayan podido conocer a su abuelo. Apenas salidos del recinto de las mujeres, donde por su carácter de niños

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no se les toma en serio, se ven lanzados a las fatigas del trabajo rural o del aprendizaje militar. El vocabulario de los cantares de gesta es ilustrador en este sentido. Las mocedades del Cid pintan al joven héroe adolescente y pre-coz como es natural en las sociedades primitivas, hecho ya un hombre. El niño aparecerá con la familia doméstica, ligada a la cohabitación restringida al grupo estrecho de los ascendientes y descendientes directos, familia doméstica que nace y se multiplica con el medio ambiente urbano y la formación de la clase burguesa. El niño es un producto de la ciudad y de la burguesía que, por el contrario, deprime y ahoga a la mujer. La mujer queda avasallada por el hogar, mientras que el niño se emancipa y, de repente, puebla la casa, la escuela, la calle.

El individuo, excepto en la ciudad, aprisionado por la familia, que le impone las servidumbres de la posesión y de la vida colectivas, se ve absorbido también por otra comunidad: la señoría en la que vive. Es cierto que entre el vasallo noble y el campesino, sea cual fuere su condición, la diferencia es considerable. No obstante, aunque a niveles diversos y disfrutando de mayor o menor prestigio, los dos pertenecen a la señoría o, mejor aún, al señor de quien dependen. Uno y otro son el «hombre» del señor; para el uno en un sentido noble, para el otro en un sentido humillante. Los términos que muy a menudo acompañan a la palabra precisan, por otro lado, la distancia que existe entre sus condiciones. «Hombre de boca y de manos» para el vasallo, por ejemplo, evoca una cierta intimidad, una comunión, un contrato que le sitúa, aunque en un nivel inferior, en la misma clase que su señor. «Hombre de dependencia» (homo de potestate), para el campesino, le hace depender, es decir, estar bajo el poder del señor. Ahora bien, a cambio de la sola protección y de la contrapartida económica de la dependencia —aquí el feudo y allí la tenencia— ambos tienen con relación al señor una serie de obligaciones: ayudas, servicios, pagos, y ambos están sometidos a su poder de tal forma que en ningún otro dominio se manifiesta con mayor claridad que en el campo judicial.

De entre las funciones acaparadas por los señores feudales en perjuicio del poder público, no hay otra que sea más pesada para quienes dependen del señor que la función judicial. Es cierto que al vasallo se le llama con más frecuencia para que se siente en el lado bueno del tribunal —como juez junto al señor o en su lugar— que en el malo. Sin embargo, se halla también sometido a sus veredictos, por los delitos en los que el señor sólo tiene jurisdic-

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ción inferior y por los crímenes si también posee la jurisdicción superior. En ese caso, la prisión, la horca y la picota, siniestras prolongaciones del tribunal señorial, son los símbolos más bien de la opresión que de la justicia. Los pro-gresos de la justicia real supusieron, no obstante, antes que una mejora de la justicia en sí misma, un apoyo para la emancipación de los individuos que, en la comunidad más amplia del reino, veían sus derechos mejor garantizados que en el grupo más restringido, y sólo por ese hecho más coactivo, si no ya opresivo de la señoría. Pero esos progresos fueron lentos. San Luis, uno de los soberanos más preocupados por combatir la injusticia y por afirmar a la vez el poder real, es especialmente respetuoso de las justicias señoriales. Guillermo de Saint-Pathus cuenta a este propósito una anécdota significativa. El rey, rodeado de una multitud de vasallos, escuchaba en el cementerio de la iglesia de Vitry el sermón de un dominico, el hermano Lamberto. Cerca de allí «un grupo de gentes» hacía tanto ruido en una taberna que no se entendía nada de lo que el predicador decía. «El bendito rey preguntó a quién per-tenecía la justicia en aquel lugar y le respondieron que a él. Ordenó entonces a algunos de sus sargentos hacer callar a esas gentes que turbaban la palabra de Dios, y así se hizo.» El biógrafo del soberano termina diciendo: «Se cree que el bendito rey preguntó que a quién pertenecía la justicia en aquel lugar por temor a usurpar —si hubiese pertenecido a otro y no a él —la jurisdicción de otro...».

Así como el vasallo hábil puede hacer jugar en beneficio propio la multiplicidad, incluso a veces la contradicción entre sus deberes feudales, del mismo modo el subdito astuto del señor puede sacar provecho del juego embrollado de esas jurisdicciones que se entrelazan. Pero para la masa esto da lugar, con frecuencia, a opresiones adicionales.

En definitiva, el individuo que triunfa es el despabilado, el astuto. La opresión del múltiple colectivismo de la Edad Media ha conferido así a la palabra «individuo» ese sentido turbio, sospechoso, que aún conserva. El individuo es aquel que no ha podido escapar del grupo si no es por medio de una mala acción. Es carne, si no de horca, al menos de policía. El individuo es siempre sospechoso.

No hay duda de que la mayoría de las comunidades reclaman de sus miembros una dedicación y unas cargas que no son sino la contrapartida de una protección. Pero el peso del precio pagado es bien claro, mientras que la protección no siempre es real ni evidente. En principio, la Iglesia deduce el diezmo a los miembros de esa otra comunidad que es la parroquia, con el fin de socorrer las necesidades de los pobres. Ahora bien, ¿no va ese diezmo, con frecuencia, a engordar al clero, al menos al alto clero? Que eso sea verdad o

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mentira, la mayoría de los parroquianos lo creen así y el diezmo es, por lo tanto, una de las contribuciones más odiosas del pueblo medieval.

Beneficios y sujeción parecen equilibrarse todavía más en el seno de otras comunidades en apariencia más igualitarias: las comunidades campesinas y las comunidades urbanas.

Las comunidades rurales oponen con frecuencia una resistencia victoriosa a las exigencias señoriales. Su base económica es esencial. Ellas son las encargadas de repartir, administrar y defender esos terrenos de pasto y de ex-plotación forestal que constituyen los bienes «comunales». Su mantenimiento resulta vital para casi todas las familias campesinas, que no podrían subsistir sin el apoyo decisivo que encuentran en ellas para la alimentación de su cerdo o de su cabra, o para su aprovisionamiento de leña. No obstante, la comunidad aldeana no es igualitaria. Algunos jefes de familia —de ordinario los ricos y, a veces, los simples descendientes de familias tradicionalmente notables— dominan y gestionan en beneficio propio los negocios de la comunidad. En muchas aldeas inglesas del siglo XIII había aldeanos más acomodados que adelantaban dinero, ya fuera mediante préstamos indivi-duales (desempeñaban entonces el papel que los judíos no desempeñaban o habían dejado de desempeñar en las campiñas inglesas), o abonando las numerosas sumas, a veces elevadas, que adeudaba la comunidad: multas, gastos judiciales, pagos comunes. Es el grupo, casi siempre compuesto por los mismos nombres en un período determinado, de los warrantors, de los garantes, que aparecen en las actas de la aldea. Con frecuencia son ellos quienes forman la guilda, la cofradía de la aldea, puesto que la comunidad aldeana, en general, no es la heredera de una comunidad rural primitiva, sino una formación social más o menos reciente, contemporánea de ese mismo movimiento que, tanto en el campo como en la ciudad, al socaire del desarrollo de los siglos X al XII, creó instituciones originales. En el siglo XII, en las comarcas del Ponthieu y del Laonnais, estallan insurrecciones comunalistas, simultáneas en las ciudades y en el campo, donde los aldeanos se integran en comunas colectivas, basadas en una federación de aldeas y de villorrios. En Italia el nacimiento de las comunas rurales es simultáneo al de las comunas urbanas. Más aún, se presiente ya el papel fundamental en los dos casos de las solidaridades económicas y morales que se han establecido entre grupos de «vecinos». Estas viciniae o vicinantiae fueron el núcleo de las comunidades de la época feudal. Fenómeno y noción fundamentales a las que se oponen, como veré-

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mos, los fenómenos y las nociones relativos a los extranjeros. El bien procede de los vecinos, el mal de los extranjeros. Sin embargo, una vez convertidas en comunidades estructuradas, las viciniae se estratifican y aparece al frente de ellas un grupo de boni homines, de hombres buenos, de «hombres prudentes» o prohombres, de notables, de entre los cuales se reclutan los cónsules o los oficiales, los funcionarios comunales.

Lo mismo ocurre en la ciudad, donde las corporaciones o cofradías, que garantizan la protección económica, física y espiritual de sus miembros, no son ni mucho menos las instituciones igualitarias que se imagina con frecuencia. Si mediante el control del trabajo son capaces de combatir más o menos eficazmente el fraude, el descuido o la falsificación, si mediante la organización de la producción y del mercado son capaces de eliminar la competencia hasta el punto de convertirse en cárteles proteccionistas, permiten también —so pretexto de «justo precio» (justum pretium) que no es más que el precio del mercado (pretium in mercato), según ha demostrado John Baldwin al analizar las teorías económicas de los escolásticos— que funcionen los mecanismos «naturales» de la oferta y la demanda. El sistema corporativo, proteccionista en el plano local, es liberal en el contexto más amplio donde se inserta la ciudad. De hecho favorece las desigualdades sociales, nacidas tanto de ese «dejar hacer» en los niveles superiores, como del proteccionismo que, al nivel local, funciona en beneficio de una minoría. Las corporaciones están jerarquizadas, y si el aprendiz es un patrono en potencia, el criado es un inferior sin grandes esperanzas de promoción. Pero sobre todo las corporaciones dejan fuera de ellas a dos categorías cuya existencia falsea fundamentalmente la planificación económica y social armoniosa que teóricamen-te el sistema está destinado a instaurar.

Por arriba, una minoría de ricos que mantienen por regla general su potencia económica gracias al ejercicio, directo o por persona interpuesta, del poder político —son jurados, regidores, cónsules— escapan a la fiscalización de las corporaciones y actúan a su antojo. Tan pronto se agrupan en corporaciones, como el Arte di Calimala en Florencia, mediante las cuales dominan la vida económica y hacen sentir su peso sobre la vida política, como ignoran pura y simplemente las trabas impuestas por las instituciones corporativas y sus estatutos. Esta minoría son, sobre todo, los mercaderes de amplio radio de acción, importadores y exportadores, los mercatores o los «que dan trabajo», que controlan localmente una mercancía, desde la producción de la materia prima hasta la venta del producto fabricado. Un documento excepcionalmente notable, ofrecido en una obra clásica por Georges Espinas, nos ha dado a conocer a uno de estos personajes, sire Jehan Boinebroke, mercader

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pañero de Douai a finales del siglo XIII. La Iglesia exigía de los fieles, y especialmente de los comerciantes y mercaderes, que al menos a su muerte restituyesen mediante testamento, para asegurarse el cielo, las sumas que habían percibido indebidamente por usura o por exacciones de cualquier clase. La fórmula figuraba, pues, de modo habitual entre las últimas voluntades de los difuntos, pero raramente surtía efecto. En el caso de Jehan Boinebroke, en cambio, sí lo surtió. Sus herederos invitaron a sus víctimas a que acudiesen para hacer su reclamación o para indemnizarlos. Hemos conservado el texto de algunas de estas reclamaciones. En ellas destaca el terrible retrato de un personaje que no debió ser un caso aislado sino el representante de una categoría social. Procurándose a bajo precio la lana y los productos de tintorería, paga «poco, mal o nada», y muy a menudo en especie, según lo que se llama-ría después el truck system, a los inferiores, campesinos, obreros, pequeños artesanos, a los que mantiene sujetos por el dinero —es prestamista usurero—, el trabajo y el alojamiento, ya que, como medio de presión suplementaria, facilita morada a sus empleados. Los aplasta, en fin, mediante su poderío político. Regidor por lo menos nueve veces, lo es especialmente en 1280, cuando reprime ferozmente una huelga de tejedores de Douai. Su domina-ción sobre sus víctimas es tal —puesto que no es sólo la dominación de un hombre quizás excepcionalmente malo, sino la de toda una clase— que los mismos que a su muerte se atreven a reclamar lo hacen con timidez, aterrorizados aún por el recuerdo de ese tirano que es el perfecto retrato de los tiranos feudales. En el nivel más bajo de la escala social hallamos también una clase excluida de la corporación, una masa desprotegida de la que volveremos a hablar.

Queda aún por decir que si las comunidades rurales y urbanas oprimieron más que liberaron al individuo, estaban constituidas sobre un principio que hizo temblar al mundo feudal. «Comuna, nombre detestable», exclama a comienzos del siglo XII el cronista eclesiástico Gilberto de Nogent en una fórmula célebre. El elemento revolucionario en el origen del movimiento urbano y de su prolongación en el campo —la formación de las comunas rurales— estaba en que el juramento que liga entre sí a los miembros de la comunidad urbana primitiva es, a diferencia del contrato de vasallaje, que une a un inferior con un superior, un juramento igualitario. La jerarquía feudal vertical queda reemplazada por una sociedad horizontal. La vicinia, el grupo de vecinos hermanados por una proximidad fundada en primer término sobre el terreno, se transforma en una fraternidad, fraternitas. La palabra y la realidad que expresa tienen un éxito especial en España donde florecen las «her-mandades», y en Alemania donde la fraternidad jurada, Schwurbruderschaft,

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recoge todo el poder emotivo de la antigua fraternidad germánica. Lleva consigo la obligación de la fidelidad entre los burgueses, la Treue. La fraternidad se convierte, finalmente, en comunidad ligada por juramento: conjuratio o communio. Es la Eidgenossenschaft germánica, la comuna francesa o italiana.

Aunque las ciudades medievales no hubieran representado de hecho ese desafío a la feudalidad, esa excepción antifeudal descrita con tanta frecuencia, no por eso es menos cierto que se presentan ante todo como un fenómeno insólito y, para los hombres de la época del desarrollo urbano, como realidades nuevas en el sentido escandaloso que la Edad Media atribuye a este adjetivo.

La ciudad, para esos hombres de la tierra, del bosque y de la landa, es a la vez un objeto de atracción y de repulsa, una tentación —como el metal, como el dinero, como la mujer.

La ciudad medieval, sin embargo, no parece a primera vista un monstruo espantoso por su tamaño. A comienzos del siglo XIV, muy pocas ciudades sobrepasan, y de poco, los cien mil habitantes: Venecia, Milán. París, la mayor ciudad de la cristiandad septentrional, no llegaba sin duda a los doscientos mil habitantes que se le han atribuido a veces con gran generosidad. Brujas, Gante, Toulouse, Londres, Hamburgo, Lübeck y todas las demás ciudades de esta importancia, las de primera fila, contaban de veinte mil a cuarenta mil habitantes.

Por lo demás, como se ha observado a veces con toda razón, la ciudad medieval continúa muy compenetrada con el campo. Los ciudadanos llevan en ella una vida semirrural. En su interior, sus murallas albergan viñas, huer-tos, incluso prados y campos, ganado, estercoleros.

No obstante, el contraste ciudad-campo fue mayor en la Edad Media que en casi todo el resto de las sociedades y de las civilizaciones. Los muros de una ciudad son una frontera, la más fuerte de las conocidas en esta época. Las murallas, con sus torres y sus puertas, sirven para separar dos mundos. Las ciudades consolidan su originalidad, su particularidad, y reproducen de forma ostentatoria en sus sellos esas murallas que las protegen. Trono del bien, es decir, Jerusalén; sede del mal, es decir, Babilonia, la ciudad en el Occidente medieval siempre es el símbolo de lo extraordinario. Ser ciudadano o campesino, he ahí una de las grandes líneas de separación surgidas en la sociedad medieval.