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391 En Europa occidental y Estados Unidos, el siglo XIX fue escenario del triunfo y la apoteosis del capitalismo. El desarrollo de la industria, del co- mercio y de la banca alcanzaron un ritmo y una envergadura sin prece- dentes. Sus conquistas fueron tan vastas que el mundo que creó se parecía muy poco al de 1750. Fue también la era del liberalismo, que hasta 1889 fue el zeitgeist, el espíritu de la época. Incluso gobiernos monárquicos o conser- vadores poderosos se vieron obligados a ceder ante el empuje combinado de estas dos fuerzas implacables. El liberalismo mexicano no fue, por lo tanto, un fenómeno local y aislado. Si bien se adelantó a los cambios económicos que tardaban en producirse, creció inspirado, impulsado y arropado por la fuerza de la corriente cultural y política hegemónica de su época. Sus ideólogos se consideraban portadores del progreso, la razón y la ciencia moderna, que identificaban con el desarrollo de los países industriales de Europa y Norteamérica. En las ideas de los fisiócratas, Adam Smith, David Ricardo y Jean-Baptiste Say encontraron los argumentos para su crítica del sistema colonial. Guillermo Prieto describe a este en los siguientes términos: El pasado de la aherrojada colonia muestra la explotación impía del hombre por el hombre; la heterogeneidad de razas, el antagonismo de propiedades, la absorción de la vida civil en la explotación clerical, co- munican a la sociedad una fisonomía peculiar que sin presentar nuevos fenómenos arraiga los abusos en tradiciones […] Esos esclavos que no tenían más expectativa de bien que la salvación eterna; esos tiranos que hacían de la teología y la escolástica instrumentos de mando; esa aristocracia del dinero, ignorante y viciosa, compuesta de eunucos del poder que los españoles ejercían; cuando toda esa masa vino a vivir en las condiciones de los pueblos civilizados, se encontró desquiciada lle- vando en sus propios elementos el germen de sus propias revoluciones. 1 1 Prieto, Guillermo, (1989), p. IV. La Reforma: de cómo se salvó la hacienda y la comunidad indígena también ENRIQUE_SEMO.indd 391 22/08/12 03:07 p.m.

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En Europa occidental y Estados Unidos, el siglo XIX fue escenario del

triunfo y la apoteosis del capitalismo. El desarrollo de la industria, del co-

mercio y de la banca alcanzaron un ritmo y una envergadura sin prece-

dentes. Sus conquistas fueron tan vastas que el mundo que creó se parecía

muy poco al de 1750. Fue también la era del liberalismo, que hasta 1889 fue

el zeitgeist, el espíritu de la época. Incluso gobiernos monárquicos o conser-

vadores poderosos se vieron obligados a ceder ante el empuje combinado de

estas dos fuerzas implacables. El liberalismo mexicano no fue, por lo tanto,

un fenómeno local y aislado. Si bien se adelantó a los cambios económicos

que tardaban en producirse, creció inspirado, impulsado y arropado por la

fuerza de la corriente cultural y política hegemónica de su época.

Sus ideólogos se consideraban portadores del progreso, la razón y la ciencia

moderna, que identificaban con el desarrollo de los países industriales de

Europa y Norteamérica. En las ideas de los fisiócratas, Adam Smith, David

Ricardo y Jean-Baptiste Say encontraron los argumentos para su crítica del

sistema colonial. Guillermo Prieto describe a este en los siguientes términos:

El pasado de la aherrojada colonia muestra la explotación impía del

hombre por el hombre; la heterogeneidad de razas, el antagonismo de

propiedades, la absorción de la vida civil en la explotación clerical, co-

munican a la sociedad una fisonomía peculiar que sin presentar nuevos

fenómenos arraiga los abusos en tradiciones […] Esos esclavos que no

tenían más expectativa de bien que la salvación eterna; esos tiranos

que hacían de la teología y la escolástica instrumentos de mando; esa

aristocracia del dinero, ignorante y viciosa, compuesta de eunucos del

poder que los españoles ejercían; cuando toda esa masa vino a vivir en

las condiciones de los pueblos civilizados, se encontró desquiciada lle-

vando en sus propios elementos el germen de sus propias revoluciones.1

1 Prieto, Guillermo, (1989), p. IV.

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hacienda y la comunidad indígena

también

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Del Antiguo Régimen a la modernidad

En Europa, ahí donde predominaban en la agricultura las estructuras

precapitalistas, estas se transformaron en un obstáculo que frenaba el

avance general. Se necesitaba que la fuerza de trabajo rural y la tierra se

transformaran en mercancías; que el campo proporcionara el capital ini-

cial para el crecimiento de la industria y el comercio; que se adaptara con

agilidad a las demandas cambiantes del mercado nacional e internacional

y que abriera sus puertas a la introducción de nuevas tecnologías y formas

de organización.

Siguiendo con cautela las enseñanzas de las transformaciones agrarias

inglesas, la Revolución francesa y la experiencia estadounidense, los liberales

europeos se propusieron cambiar, en el campo, los sistemas de propiedad y

las relaciones sociales, así como las instituciones religiosas y culturales que

las cimentaban, sin crear demasiadas conmociones. En ese propósito, se

toparon con la resistencia de la nobleza terrateniente, con los campesinos

y, en los países católicos, con la Iglesia, para quienes la tierra no era solo

una fuente de lucro. Para los campesinos era una forma de vida; para los

nobles, base de poder político y social, y en el caso de la Iglesia, el sus-

tento material de la más poderosa de las corporaciones político-religiosas.

La principal fuerza de cambio fue la economía, pero esta solo podía abrirse

camino a través de grandes luchas sociales o políticas reformistas imple-

mentadas desde el Estado. El resultado fue que el campo vivió una serie de

transformaciones que podemos llamar la reforma agraria burguesa. Una

reforma que siguió pasos y ritmos diferentes, de acuerdo con las condiciones

específicas de cada país y que en muchos lugares se prolongó al siglo XX.2

En la agricultura de la Nueva España, el Antiguo Régimen estaba re-

presentado por tres instituciones fundamentales: la gran hacienda laica, que

dominaba la mayor parte de la tierra y que se perpetuaba por medio de vincu-

laciones de todo tipo; la Iglesia, que integraba en una estructura corporativa

a un número menor pero significativo de propiedades rurales; y la propiedad

campesina, que en nuestra parte del mundo tomaba, principalmente, la

forma de propiedad comunitaria indígena.3 La reforma agraria capitalista

no podía completarse sin afectar la hacienda como latifundio y, sobre todo,

como centro de relaciones señoriales que permeaban a toda la sociedad; era

el núcleo del sistema, el baluarte del viejo régimen. Si no se reducía el poder de

los hacendados, cualquier otro cambio en el campo redundaría de manera in-

evitable en su beneficio. En el pensamiento, el liberalismo sometió a las tres

a una crítica acerba. En la práctica política, solo abolió la segunda e intentó,

2 Véase Zangheri, Renato, (1974), pp. 113-161.3 Semo, Ilán, (1991), t. 2, p. 290.

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La Reforma: de cómo se salvó la hacienda y la comunidad indígena

sin mucho éxito, reformar la tercera, mientras dejaba intacta la hacienda.

¿Por qué? Esto es lo que vamos a tratar de dilucidar en el presente ensayo.

La cuestión agraria en el pensamiento liberal

Las ideas liberales para una reforma agraria comenzaron a manifestarse,

siempre envueltas en un proyecto reformista más amplio, desde la pri-

mera década del siglo XIX. Miguel Abad y Queipo, quien fuera obispo de

Michoacán en 1810, fue su precursor más sobresaliente. Pensador agudo,

que se movía al amparo de las reformas borbónicas y quería ardientemente

evitar el choque independentista que sentía inminente, hizo observaciones

importantes sobre el tema. Alto prelado, evitó naturalmente el tema de la Iglesia,

pero sí abordó los otros dos. Sostenía que en la Nueva España el sistema de

propiedad de la tierra era una sobrevivencia medieval que impedía el desarrollo

de la agricultura: 10 000 terratenientes acaparaban un tercio de la tierra; el

resto de los criollos y españoles menos afortunados, que conformaban solo

10% de la población, poseían otro tercio; y 90% de la población –4 100 000

personas–, compuesto de indios y castas, debían conformarse con el último

tercio, que tomaba la forma de propiedad comunal o pequeñas propiedades

de las castas. La inmensa mayoría de los novohispanos vivían y trabajaban

en tierras ajenas y esta situación tendía a perpetuarse, debido a los mayo-

razgos y las vinculaciones que pesaban sobre las grandes propiedades. A

esto se atribuía el contraste extremo entre pobres y ricos, difícil de encontrar

en otras partes del mundo.4

El obispo michoacano proponía que se permitiera al pueblo el cultivo

de las tierras incultas de los latifundios en concesiones de 20 o 30 años,

exentas del pago de alcabala, con la obligación de cercar la tierra y llegar a

un acuerdo legítimo con los dueños. Respecto a los indios, sostenía que de-

bían abolirse las leyes de excepción que los separaban de los españoles y que,

en lugar de protegerlos, los sumían en la ignorancia y la miseria. Las tierras

comunales eran trabajadas con poco esmero, sobre todo porque el usufructo

de su producto era cada vez más controlado por autoridades locales venales y

rapaces; por lo tanto, debían ser distribuidas de manera gratuita entre los

habitantes de cada pueblo.5

Durante el primer medio siglo de vida independiente hubo ideas y tam-

bién acciones que siguieron afectando la estructura agraria y la percepción

que de esta se tenía. Los actores de esos cambios fueron el movimiento

4 Moreno García, Heriberto, (1986), p. 123.5 Ibíd., pp. 127 y 128.

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Del Antiguo Régimen a la modernidad

liberal y sus gobiernos reformistas; la Iglesia, que se resistió empecinada-

mente a todos los cambios que la afectaban, aliada frecuentemente a los

conservadores; los hacendados que defendieron con éxito su poder y sus

privilegios, pasando a veces de un bando al otro; y los campesinos –indígenas o

mestizos– que, sin comprometerse decisivamente con ninguno de los dos

bandos, lucharon denodadamente en defensa de sus tierras y comunidades.

Ya desde el principio de la era independiente el tema agrario apareció en

los escritos de los liberales. En el campo de las ideas, Francisco Severo

Maldonado (1821) fue seguido por Lorenzo de Zavala (1828), Francisco García

Salinas (1829), José María Luis Mora (1831), Ortiz Tadeo (1832), Mariano

Otero (1842) y Luis de la Rosa (1851), por citar a algunos. Y las obras de

estos sirvieron como base a los liberales de la segunda generación, los cons-

tituyentes de 1856, Ponciano Arriaga, Castillo Velasco y otros, así como al

desarrollo del pensamiento de Guillermo Prieto y del más radical de todos

ellos, Ignacio Ramírez, El Nigromante. Diagnósticos y soluciones se formu-

laron en sucesión apretada. Para todos ellos, los vicios de la estructura agraria

eran una herencia del Antiguo Régimen que asociaban con una forma pe-

culiar de feudalismo. Lorenzo de Zavala escribe:

En medio de estas riquezas, cuyo origen aunque no del todo feudal,

era debido a privilegios, a concesiones a rentas perpetuas o vitali-

cias sobre la tesorería real, al monopolio, a abusos de la superstición

y la autoridad, y muy poco a la industria de los poseedores, la masa

de la población estaba sumergida en la más espantosa miseria.6

Más tarde, Ponciano Arriaga cita a “un ilustre representante del pueblo

francés que pinta el espantoso desorden del feudalismo” y afirma que sus

conceptos son aplicables a México.7 Otro constituyente, Ignacio L. Vallarta,

se refiere a quienes se oponen a que los derechos de los peones sean regis-

trados en la Constitución en los términos siguientes: “yo, en fin, conozco

como la comisión, que entre nosotros no andan escasos estos improvisados

señores feudales, que nada les falta para poder vivir bajo un Felipe II o bajo

un Carlos IX”.8 Otros oradores llaman a los hacendados lords o barones.

Y Guillermo Prieto escribirá algunos años más tarde: “Veamos en la pro-

piedad territorial proyectándose la sombra del feudalismo”.9

6 Zavala, Lorenzo de, (1981), t. 1, pp. 8 y 9.7 Arriaga, Ponciano, (1992), t. 4 p. 277.8 Silva Herzog, Jesús, (1959), p. 75.9 Prieto, Guillermo, (1989), p. 5.

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Pese a las diferencias –debidas frecuentemente a ponderaciones tác-

ticas–, a grandes rasgos, las constantes de esos escritos son:

a) abolición de los mayorazgos y vinculaciones,

b) fraccionamiento de las superficies no cultivadas de las grandes ha-

ciendas y su distribución o arrendamiento a pequeños agricultores,

c) mejora de las condiciones de los peones y abolición de las restricciones

que los hacendados imponían al libre comercio y la libertad de industria en

sus propiedades,

d) desamortización o nacionalización de las propiedades del clero y su

adjudicación a los arrendatarios o su venta en subasta,

e) privatización inmediata o paulatina de las tierras comunales indígenas

y distribución o venta entre sus habitantes,

f ) colonización de las tierras de propiedad pública con campesinos ex-

tranjeros o nacionales y

g) abolición de la obligatoriedad del diezmo y reducción de las nume-

rosas y arbitrarias cargas fiscales que abrumaban a la agricultura.

Los más radicales de entre ellos llegaron incluso a proponer la expropia-

ción por vía fiscal de las demasías de las grandes haciendas y su distribución

en parcelas familiares.

Los objetivos de este proyecto agrario eran bastante definidos: primero,

impulsar el desarrollo del capitalismo (o, como ellos decían, el sistema

liberal)10 en el campo y, segundo, crear una clase de pequeños propietarios,

dueños de una parcela que pudiera ser trabajada por ellos y sus familias, con

el apoyo de unos pocos asalariados; en una palabra, de una pequeña bur-

guesía rural. Esta debía ser fortalecida por la introducción de la tecnología

moderna, el desarrollo del crédito barato, la vigorización del mercado interno y

el fomento de la educación rural por medio de la multiplicación de escuelas

laicas y científicas.

Al tomar como modelo al farmer norteamericano o al campesino francés,

pensaban que este ranchero (nombre que designa al habitante de la ran-

chería), arraigado en su parcela sería también un patriota y un ciudadano,

soporte político principal de una república a la cual debería su tierra y la

garantía de su propiedad. Este ideal persistió mucho tiempo y siguió siendo

compartido, un siglo más tarde, por los sectores moderados de la Revolución

Mexicana.

10 Debe recordarse que el concepto capitalismo solo comienza a utilizarse en las ciencias sociales hacia 1870 y no aparece en las obras de los liberales mexicanos. Ellos hablan más bien de un “sistema u orden liberal” o de “los principios de la economía política” del “régimen moderno” o –sobre todo– del “progreso” como su equivalente y en contraste con el antiguo régimen colonial

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Los dos objetivos presentes en el proyecto liberal no eran idénticos: una

cosa era el desarrollo del capitalismo y otra muy diferente, el ascenso del

pequeño propietario. Lo segundo no se desprende automáticamente de lo pri-

mero. Como es sabido, en Alemania y Japón el capitalismo fue introducido

con éxito en la agricultura por una alianza de la vieja aristocracia con la

burguesía, en una especie de revolución desde arriba que preservó el poder

y la influencia de los terratenientes y evitó las grandes rebeliones campe-

sinas. Por lo contrario, en Francia la Revolución expropió las tierras de los

nobles y creó una amplia capa de pequeños y medianos campesinos inte-

grados al mercado. En Inglaterra, después de la revolución del siglo XVII,

el proceso adquirió un ritmo doloroso pero gradual, cuyo protagonista fue

la gentry, una clase híbrida entre la aristocracia y la burguesía. En general,

esta conquistó el poder económico, mientras permitía que la aristocracia se

hiciera cargo de la administración de su Estado y su Imperio. En Estados

Unidos nunca hubo un antiguo régimen fuertemente enraizado.

En México, ninguno de los liberales propuso expropiar de tajo la ha-

cienda. Para ellos la propiedad privada era la base de la civilización y,

grande o pequeña, debía ser respetada. La propiedad comunal, en cambio,

era un obstáculo al progreso y debía ser suprimida. Los más moderados con-

sideraban intocable la gran propiedad cuyas tierras eran debidamente tra-

bajadas, sin importar el tamaño de su superficie. Los radicales, por su parte,

llegaron a exigir la reducción de su extensión, independientemente de si sus

tierras eran o no explotadas; pero nadie pensó en suprimir la institución.

Autores más conservadores, como Pimentel, o moderados, como Tadeo

Ortiz, Mariano Otero o Carlos María de Bustamante, daban mayor impor-

tancia al desarrollo del mercado de tierras y de sus productos, la reducción de

las cargas fiscales, eclesiásticas y laicas, la construcción de caminos, la intro-

ducción de tecnologías y la colonización, mientras que los más radicales, como

Zavala, Arriaga y Vallarta, insistían preferentemente en la reducción de la gran

propiedad, la liberación del peón y la consolidación del pequeño propietario.

Entre los liberales radicales de la segunda generación, las ideas se hi-

cieron más profundas y precisas. Comencemos con los constituyentes de

1856. Ponciano Arriaga propuso un plan de diez puntos con medidas prác-

ticas que permitirían realizar los cambios necesarios por la vía pacífica.

El principio que lo guía es que la legitimidad de la propiedad de la tierra

está ligada a su trabajo y producción. El dueño de tierras solo podría con-

firmar su propiedad cultivándolas. Además, el límite de la extensión de-

seable para una propiedad sería de 15 leguas cuadradas (aproximadamente

84 hectáreas). Se impondrían medidas drásticas para dificultar e incluso

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El zapateado, de España a México

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Tertulia en Veracruz, autor anónimo

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impedir la formación de propiedades de una extensión mayor. En cambio,

se otorgarían toda clase de facilidades para la compra de fincas menores

de esa medida. Se declararían abolidas las vinculaciones de todo tipo y las

herencias a una sola persona de superficies mayores que la fijada. Tampoco

podrían hacerse adjudicaciones a corporaciones religiosas. La aplicación de

esas medidas habría significado realmente el fin del latifundio.

Si en las cercanías de cualquier propiedad rústica existieran pueblos

o rancherías que carecieran de tierras comunes suficientes para pastos,

montes o cultivos, se les proporcionarían, previa indemnización del propie-

tario. Esto habría, sin duda, afectado la oferta de mano de obra y, por lo

tanto, el nivel de sus salarios o percepciones reales.

Cuando dentro de una propiedad existiera alguna riqueza conocida o

extraordinaria no explotada, los tribunales podrían adjudicar su explota-

ción al descubridor o denunciante, indemnizando al dueño por su terreno

pero no por la riqueza natural adjudicada. Quedarían extinguidos todos

los derechos de monopolio sobre el paso de puentes, ríos y calzadas, y solo

se pagarían las contribuciones fijadas por las leyes del país. “El comercio y

la honesta industria no pueden ser coartadas por los propietarios dentro de

las fincas rústicas”. Una ley con esas características habría significado la

abolición de los derechos señoriales que obstaculizaban el desarrollo y la

expansión del capital y de la empresa.

Los dueños de parcelas de un valor menor de 50 pesos quedarían exentos

de todos los pagos legales en procesos y no podrían ser sometidos a servicios

contrarios a su voluntad. Los salarios de peones y jornaleros deberían ser

pagados íntegramente en dinero efectivo y ninguna persona podría ejercer

coacción o violencia para castigar una falta o delito.11

Durante tres décadas los liberales radicales predicaron la gran urgencia

y la enorme importancia de la reforma de la hacienda laica. Apenas consu-

mada la Independencia, Lorenzo de Zavala advertía proféticamente que se

estaba gestando una “nueva revolución enteramente diferente como conse-

cuencia de la mala distribución de tierras proveniente de la época colonial”12

y un cuarto de siglo más tarde, Luis de la Rosa sostenía que la “causa ra-

dical de la carestía y el hambre debía buscarse en la mala distribución de

la propiedad rural”.13 Más tarde, en 1856, Ponciano Arriaga afirmaba ante

el Congreso Constituyente que la República y la Constitución serían letra

muerta si no se resolvía el problema social del campo.

11 Arriaga, Ponciano, (1992), t. 4, pp. 293-295.12 Silva Herzog, Jesús, (1959), p. 47.13 Ibíd., p. 64.

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Uno de los vicios más arraigados y profundos de que adolece nuestro

país –dijo en su voto particular del 23 de junio– y que debiera merecer una

atención exclusiva de sus legisladores cuando se trata del Código funda-

mental, consiste en la monstruosa división de la propiedad territorial.

Mientras que pocos individuos están en posesión de inmensos e incultos

terrenos que podrían dar subsistencia para muchos millones de hombres, un pueblo

numeroso, crecida mayoría de ciudadanos, gime en la más horrenda po-

breza, sin propiedad, sin industria, sin trabajo.

Ese pueblo no puede ser libre ni republicano, ni mucho menos venturoso,

por más que cien constituciones y millares de leyes proclamen derechos abs-

tractos, teorías bellísimas pero impracticables, en consecuencia del absurdo

sistema económico de la sociedad.14

En otras palabras, los derechos humanos y ciudadanos, la República, la

democracia, no podrían hacerse realidad si no se resolvía la cuestión social

en el campo. La República es democrática y social o no es. Lo profético de

sus palabras sería reconocido solo mucho más tarde, cuando la dictadura re-

dujo a la República en una ficción de utilería. Existen, pues, tres poderosos

argumentos esgrimidos por los liberales para abordar de inmediato la mo-

dificación del sistema de propiedad basado en la hacienda: el peligro de las

rebeliones campesinas, los estragos de la carestía y el hambre, y la imposibi-

lidad de consolidar las reformas políticas liberales sin cambiar las estructuras

sociales del campo.

Una explicación especial merece la actitud de los liberales hacia los indí-

genas y las tierras comunales. La mayoría de ellos consideraba que la condi-

ción del indio era desesperada, como describe Guillermo Prieto:

Abyecto y casi desnudo vendido antes de nacer por las responsa-

bilidades contraídas por sus padres a la Iglesia y el amo, abrigán-

dose en una mala choza de carrizo, troncos y hojas de árboles sin

otros muebles que el comal, el metate, unos cuantos trastos de barro

y unas esteras; aunque a su alrededor se hable de independencia,

de libertad y de derechos, es realmente el esclavo, y menos que el

esclavo, el simple instrumento de producción, la máquina.

Sin cultivo ninguno su inteligencia, sin instrumentos de trabajo, sin

capital y más que todo con cortísimas necesidades que cubre sin esfuer-

zo, las dotes de hombre se rebajan en él más y más con la degradación,

haciéndole la debilidad y el vicio inferior a veces a la misma bestia.15

14 Arriaga, Ponciano, (1992), t. 4, p. 272.15 Prieto, Guillermo, (1989), p. 61.

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Las causas de ese atraso –asegura Guillermo Prieto– debían buscarse en

el régimen colonial y aun antes, porque los indios desconocían la propiedad

privada de la tierra incluso en la época prehispánica. Los conquistadores re-

dujeron a la mayoría de ellos a la esclavitud y a una forma embozada de esta,

que era la encomienda. Cometieron la torpeza de separar los intereses de los

indígenas de los blancos, en la religión, los derechos y los mercados. El es-

tablecimiento de pueblos de indios se hizo con muchas restricciones y las

tierras comunales que se les entregaron castraron la iniciativa privada. En

las propiedades de los blancos se estimuló el progreso mientras que en las de

los indígenas se mantuvo la “depresión y el retroceso”. En las tierras de los con-

quistadores se introdujeron ganado, nuevos cultivos, como el trigo, y nuevos

instrumentos de trabajo, mientras que las de los indios seguían siendo labradas en

formas ancestrales para los cultivos de siempre: maíz, frijol y chile.

A mediados del siglo XIX, “en lo social el indígena tiende a ser un obstá-

culo para el desarrollo del progreso” y los liberales proponían para resolver

el problema tres soluciones fundamentales: investir al indio con todos los de-

rechos ciudadanos igualándolo con los demás mexicanos, entregarle en pro-

piedad privada la parcela que trabajaba en las tierras comunales y darle “la

educación, la enseñanza ante todo, que es lo que ha de redimir al indio de su

infeliz condición”.16 Para ellos “las leyes de reforma mandando repartir en

propiedad plena las tierras de comunidad, han reparado los errores de tres

siglos: el indio tiene el primer elemento de dignidad social”.17

En eso los liberales mexicanos participaban de los prejuicios de sus co-

rreligionarios europeos y norteamericanos, que identificaban la civilización

exclusivamente con el floreciente capitalismo occidental y veían a los demás

pueblos como salvajes, bárbaros y atrasados.

El abismo entre teoría y práctica

Como hemos visto, en el liberalismo había una línea de pensamiento fuer-

temente motivada y bien fundamentada que se oponía a los latifundios,

los derechos señoriales y la opresión de los campesinos. También existían

otras líneas que reivindicaban la república federal frente a la monarquía

y la república centralista, el Estado laico frente al poder clerical, la pro-

piedad privada frente a la de manos muertas y la soberanía nacional frente al

colonialismo. Pero mientras en todos los demás campos existían encuentros

16 Ibíd., p. 73.17 Ibíd., p. 30.

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razonables entre la teoría y la práctica, entre el pensamiento y la acción,

entre la ideología y la política, algo extraño sucedía con el nutrido cuerpo

de pensamiento dedicado al latifundio y la hacienda laica. Aparece como una

nube que flota en el cielo sin jamás tocar la tierra de los hechos. Uno de los

rasgos más sorprendentes de la trayectoria histórica de los liberales es la fla-

grante contradicción entre pensamiento y acción en lo que respecta a la gran

hacienda y sus dueños. En la práctica, nada hizo la Reforma a nivel nacional

para aplicar la teoría a la realidad. Como hemos visto, hubo intentos de

corta duración en algunos estados, pero ni el gobierno liberal de Gómez

Farías, ni el de Comonfort, ni los de Juárez, o más tarde el de Lerdo de

Tejada, tomaron medida alguna para atacar la concentración de la tierra

en manos privadas y los derechos señoriales de los hacendados sobre sus tra-

bajadores. Por si esto fuera poco, la Constitución de 1857 tampoco incluyó

artículo alguno sobre el tema. Mientras se nacionalizaban las tierras de la

Iglesia, los latifundios privados permanecieron intocados e incluso se favo-

recieron con la desamortización. Tampoco se legisló con precisión suficiente

para asegurar que la desamortización y la nacionalización de los bienes del

clero beneficiaran a la clase media baja del campo. Menos aún se tomaron

medidas para cambiar la condición de los peones.

Hasta ahora se ha sostenido que las limitaciones de la política agraria de

los liberales se deben a errores, omisiones o diferencias entre puros y mode-

rados. Por eso se usa la incómoda palabra de “precursor” para designar la

existencia de un pensamiento agrarista que nunca encontró un sujeto polí-

tico en los gobiernos liberales. Pero tal contraste, entre la fuerza y la claridad

del pensamiento y la abismal pobreza de la acción comprometida durante

medio siglo, no puede ser explicado por esas vías. Existen respuestas más

profundas al aparente enigma, respuestas que permiten comprender mejor

lo que el liberalismo y la Reforma fueron en realidad durante esos años

decisivos. La primera causa de esa contradicción era socioeconómica. La es-

tructura de las inversiones de los empresarios, tanto de los magnates de la

oligarquía como de la burguesía que formaba parte de la clase media, era

altamente diversificada.18 Lo común era que quienes poseyeran haciendas

tuvieran también inversiones en minería, comercio, industria, transportes e

incluso despachos profesionales. Atacar la hacienda era enfrentarse inevi-

tablemente con la gran mayoría de los empresarios. La doble personalidad

del empresario mexicano, capitalista comercial o industrial en la ciudad y

latifundista señorial en el campo, salvó la vida a la hacienda.

18 Véase Cardoso, Ciro, (1978).

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La Reforma: de cómo se salvó la hacienda y la comunidad indígena

Históricamente hablando, entre los líderes del liberalismo puro y los em-

presarios emprendedores existía una profunda coincidencia: ambos traba-

jaban por el advenimiento de un México moderno, capitalista y, en última

instancia, liberal, pero por vías muy diferentes: los primeros estaban em-

peñados en crear las condiciones políticas y culturales, los segundos se esfor-

zaban en impulsar la expansión del capital adaptándose sin remordimiento

alguno a los constantes cambios políticos. La cultura de los empresarios era

una mezcla de modernismo económico y conservadurismo social y sus nexos

con la hacienda inclinaban siempre la balanza en esta última dirección. Y

aunque en el aspecto político algunos empresarios oscilaban apoyando su-

cesivamente a los conservadores, a los monarquistas o incluso al Imperio de

Maximiliano, a largo plazo, la política económica de los liberales coincidía

con la economía política de los empresarios pese a su pecado original seño-

rial, que era la hacienda.

En circunstancias diferentes a las que dominaron entre los años 1833 y

1876, podría haberse encarado la reforma de la hacienda, pero el dominio

de los liberales siempre fue precario y la situación económica, deprimida.

No había mucho que ofrecer a los empresarios a cambio del eventual sacrificio

de sus privilegios rurales. No se les podía entregar las tierras de las comunidades

porque los campesinos estaban en plena rebelión, ni se les podía asegurar

un auge en la industria, el comercio y el crédito porque las condiciones no

lo permitían.

Más importante aún fue una razón política que dominó todo el periodo

y que examinaremos en detalle más adelante: el conflicto principal de los

liberales era con la Iglesia, y para vencerla no podían permitirse abrir otros

frentes. Necesitaban, por el contrario, buscar desesperadamente aliados,

y estos no podían ser otros que los hacendados-empresarios dispuestos a

colaborar.

Si esto era cierto para los miembros de la oligarquía, era aún más válido

para la clase media alta que frecuentemente dominaba las economías lo-

cales. Los políticos liberales tenían con ellos encuentros y desencuentros, pero

nunca se atrevieron a adoptar medidas que los confrontaran de manera

definitiva con el movimiento.

Otra causa de las limitaciones de los liberales en asuntos agrarios es de

carácter político. Durante el primer medio siglo de nuestra historia inde-

pendiente, el reto principal que enfrentaba México no era el de la reforma

social, sino el de la constitución del Estado-nación. En circunstancias ex-

tremadamente difíciles, todos los demás problemas fueron subordinados a

esta tarea fundacional; lo primero era urgente de resolver. El Estado repu-

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Del Antiguo Régimen a la modernidad

blicano, laico y democrático debía afirmar su soberanía antes de que pu-

dieran abordarse los múltiples problemas del desarrollo económico y de la

modernización que abrumaban a la joven nación. La reforma agraria fue

postergada, como lo fueron muchas otras situaciones importantes. La lucha

de los liberales de esta época tuvo como objetivo la consolidación de un Estado

laico fuerte, lo que imponía de manera inevitable fijar límites precisos al

poder temporal y espiritual de la Iglesia, el cual debía resolverse antes que

el problema de las reformas sociales; este es un rasgo común a todas las re-

voluciones. Y la lucha por el poder duró medio siglo.

En ninguna otra parte de América Latina se presentó el choque entre la

Iglesia y los grupos liberales con la misma virulencia que en México. Dos

generaciones de reformadores, desde los años 20 hasta los 70, tuvieron como

enemigo principal a la Iglesia. Existen varias explicaciones de ese fenómeno.

Desde la época colonial, la Iglesia mexicana adquirió una fuerza mayor

que la de cualquier otra en el Nuevo Mundo. La suma de su poder espiri-

tual y material la transformaba en un Estado dentro del Estado. Mientras

formó parte del Imperio español, eso era mitigado por el poder que el rey

tenía sobre ella. El patronato y la dependencia del Papa con respecto a la

Corona española, otorgaban al titular de esta la condición de una especie

de supremo sacerdote, que utilizó más de una vez para frenar el poder ecle-

siástico, no sin conflictos violentos.

Desaparecido el poder virreinal, surgió del lado laico un inmenso vacío

que tardaría varias décadas en ser cabalmente ocupado. Puede hablarse, sin

vacilación, de una dualidad de poderes en la cual la Iglesia era el polo fuerte

y el Estado, el débil. La Iglesia, con su inmenso poder sobre la mente, la

vida cotidiana y la fe de los mexicanos; su control sobre el sistema educativo,

los servicios de salud y de beneficencia; sus privilegios sociales y legales, el

apoyo de los Papas, que eran enemigos declarados del liberalismo; sus cuan-

tiosas propiedades urbanas y rurales, su dominio del crédito hipotecario, la

obligatoriedad del diezmo y las primicias, las cuotas que cobraba por sus

servicios; cumplía muchas de las funciones del Estado y representaba un

obstáculo temible para cualquier tipo de rival laico.19

Tanto Knowlton20 como Bazant coinciden en que la Iglesia era el pro-

pietario más rico de México. Como institución estaba compuesta por una

multiplicidad de corporaciones que crecieron y se multiplicaron a lo largo

de tres siglos. Mientras, la imagen que presentaba el naciente Estado inde-

19 Mecham, Lloyd J., (1934), p. 433.20 Knowlton, Robert J., (1976), p. 13.

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La Reforma: de cómo se salvó la hacienda y la comunidad indígena

pendiente era lamentable. El primero y más difícil de todos los retos era

construir una autoridad legítima, diferente a la del rey, para una población

que había vivido bajo una monarquía centralizadora durante siglos. ¿Qué

tanto debían diferir las nuevas formas de gobierno de las tradicionales? Esta

pregunta separaba agudamente a los integrantes de las élites, contribuía a divi-

dirlas en conservadores y liberales, y a estos últimos, en puros y moderados.

En tres décadas se probaron la monarquía, la república centralista, la repú-

blica federal y la dictadura bonapartista. En los estados, el poder descansaba

sobre todo en las manos de caudillos regionales y del ejército profesional,

que tendían a actuar por encima de las leyes y de las instituciones, las cuales

eran constantemente vulneradas. Las finanzas estaban en ruinas: la recau-

dación era baja e irregular, los gastos militares enormes, y la deuda interna

y externa, impagable. Las viejas instituciones se derrumbaban, las nuevas

no lograban consolidarse. Las fluctuaciones en las formas del Estado laico

contrastaban con la inamovilidad del poder de la Iglesia, basada en siglos de

tradición. A esto habría que agregar las constantes amenazas y agresiones

desde el exterior, que estuvieron a punto de impedir la consolidación de un

Estado mexicano independiente.

La situación no tenía más que dos salidas: una sería un arreglo nego-

ciado, en el cual la Iglesia cediera de manera paulatina sus prerrogativas y

privilegios temporales, y reconociera la soberanía del Estado laico, mientras

que este garantizaba el libre ejercicio de sus funciones religiosas y parte de

su riqueza e influencia; la otra sería un choque frontal, que llevaría inevita-

blemente a la guerra civil. Sabemos que sucedió lo segundo.

A diferencia de otros países, la Iglesia católica mexicana adoptó una po-

sición intransigente en extremo. En su actuar predominaron las voces fun-

damentalistas tanto de México como del Vaticano, que silenciaron a los que

abogaban por la transacción. En lugar de adaptarse al nuevo mundo, cuya

victoria era inevitable, defendió cada uno de sus espacios con una decisión

inquebrantable, convirtiéndose, de paso, en baluarte del viejo régimen en su

conjunto.21 Su resistencia empecinada a las reformas y la desamortización

o la abolición de los fueros, que pudieron haber sido absorbidos sin caer

en una catástrofe, se transformaron rápidamente en conflictos irreconcilia-

bles. El rechazo a la Constitución de 1857 no solo por la jerarquía nacional,

sino también directamente por el Papa, ayudó a encender la guerra civil y

la intervención extranjera. Estos conflictos dejaron secuelas duraderas que

marcaron la vida de México hasta nuestros días.

21 Mecham, Lloyd J., (1934), p. 441.

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Del Antiguo Régimen a la modernidad

Debido a lo anterior, los liberales no pueden ser juzgados por la solución

que dieron al problema agrario. En la práctica, sus políticos jamás pudieron planteársela seriamente; la relación de fuerzas no se los permitió, y el miedo a las masas rurales siempre los detuvo. Las ideas, que a ese respecto conci-bieron, quedaron como tales: metas y programas cuya aplicación fue pospuesta, por la dura realidad, para un futuro incierto.

De cómo se salvó la hacienda y se benefició la burguesía y clase media

Veamos ahora cómo se plasmaron en la práctica las ideas reformistas de los liberales. Un episodio de carácter nacional se produjo entre 1833 y 1834, du-rante la vicepresidencia de Valentín Gómez Farías y el Congreso liberal que lo acompañó, se aprobaron leyes que afectaban a la Iglesia en los campos de la educación, los bienes de cofradías y capellanías y la compra-venta de sus bienes raíces en el Distrito Federal. Para la agricultura, la más importante fue la abolición de la obligatoriedad del diezmo. Esta medida beneficiaba sus-tancialmente a hacendados y rancheros, y reducía los ingresos de la Iglesia. Algunas de esas leyes no pudieron ser aplicadas y otras se abrieron camino a través de los gobiernos de los estados, pero el experimento dio un impor-tante impulso al movimiento liberal.

En esas condiciones, para que el poder de la Iglesia fuera cabalmente vencido se necesitaba una verdadera revolución. Esta se inició en 1854 con una rebelión contra la dictadura de Santa Anna, que a primera vista no era muy diferente a otras anteriores. En ella participaron caudillos y fuerzas de todas las tendencias, incluso conservadores. Pero en el go-bierno provisional encabezado por Juan Álvarez, que se formó el 4 de octubre del siguiente año, predominaron los liberales puros. La Reforma, la primera revolución del México independiente, se había iniciado.22 Muy pronto, la Iglesia se definió como su principal enemigo. La lucha entre los dos adversarios duró 13 años e incluyó tres de guerra civil y cinco de una intervención extranjera. Al final, la Iglesia yacía vencida pero no aniquilada, y bajo el régimen de Porfirio Díaz comenzó a recuperarse rápidamente.

Durante ese tiempo se dictaron tres leyes que están ligadas directamente con la cuestión agraria: la ley Lerdo del 25 de junio de 1856, la Constitución del 5 de febrero de 1857 y la ley de nacionalización de los bienes eclesiás-

22 Roeder, Ralph, (1952), pp. 145 y 146.

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ticos, expedida el 12 de junio de 1859 por el presidente Benito Juárez. Más que otras, estas fueron las medidas que encendieron la revolución y deter-

minaron la ubicación de las diferentes fuerzas sociales. Adicionadas con

numerosos reglamentos y modificaciones, acabaron por crear un complejo y

a veces contradictorio cuerpo de legislación, en el cual descansaría un orden

social nuevo, diferente del colonial. Surgió una fuente legal de propiedad

distinta de las coloniales: la República. Su origen era la redistribución de la

propiedad corporativa de la Iglesia, y sus beneficiarios, la ascendente clase

media y los empresarios-hacendados de la oligarquía.

La justificación de la ley de desamortización del 25 de junio de 1856, así

como su artículo 1, es económica y su sentido, prístino:

Uno de los mayores obstáculos para la prosperidad y engrandeci-miento de la Nación, es la falta de movimiento o libre circulación

de una gran parte de la propiedad raíz, base fundamental de la

riqueza pública […] Todas las fincas rústicas y urbanas que hoy

tienen o administran como propietarios las corporaciones civiles o

eclesiásticas de la República, se adjudicarán en propiedad a los

que las tienen arrendadas […]23

La gran aportación de dicha ley es que inició en la práctica la trans-

ferencia de la propiedad corporativa de la Iglesia a manos privadas. Con

esto se daba un golpe decisivo al sistema de propiedad heredado de la

Colonia y se cambiaba sustancialmente la relación de fuerzas existente

entre Iglesia y Estado. Sus dos defectos principales fueron, desde el punto

de vista de la clase media baja, la ausencia de artículos contundentes que

obligaran a la división de las fincas rústicas desamortizadas y el otorga-

miento de facilidades para que la gente de recursos modestos pudiera adquirir

esas extensiones de tierra. Molina Enríquez señala de manera acertada

que el artículo 4 es vago e insuficiente para cumplir con esos propósitos.24

Y desde el punto de vista de los comuneros indígenas, la inclusión de las

“corporaciones civiles” en la desamortización abría las tierras comunales a

la especulación privada y a la voracidad de los hacendados.

Lerdo se dio cuenta del peligro que representaban esos errores y promulgó,

el 9 de octubre de 1856, una circular con la cual se propuso remediarlos y

23 Fabila, Manuel, (1981), vol. 1, p. 103.24 “Respecto a las [fincas] rústicas [arrendadas directamente por las corporaciones

a varios inquilinos], se adjudicará a cada arrendatario la parte que tenga arren-dada.”

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Del Antiguo Régimen a la modernidad

defender a los “labradores pobres y en especial a los indígenas” frenando a

los especuladores que se proponían “despojarlos del derecho que les con-

cedió la ley”. Para ello se estableció que los terrenos con un valor menor de

200 pesos no causaban el cobro de alcabala ni necesitaban de una escritura.

Bastaba un título expedido por la autoridad local. Además, el plazo de tres

meses fijado para que los arrendatarios hicieran uso de sus derechos fue abo-

lido en el caso de los indios y “labradores menesterosos”.25 Una vez pasado el

plazo, sus propiedades podrían rematarse o adjudicarse a terceros, solo “en

el caso de que los arrendatarios renuncien expresamente su derecho, previ-

niéndose para evitar todo fraude que esa renuncia […] se haga constar en

la escritura que se otorgue a favor de otra persona […]”, incluyendo un punto

en el que se certifica que el arrendatario ha sido informado de todos los be-

neficios que la ley le otorga.26 Así se iniciaron las contradicciones del nuevo

marco legal, que los hacendados trataron de manipular en detrimento de

los minifundistas y los comuneros, mientras estos las aprovechaban para

defenderse –frecuentemente con éxito– ante la ley.

La Constitución de 1857, al incluir en el artículo 27 la disposición que

prohibía a las corporaciones civiles o eclesiásticas administrar o adquirir

bienes raíces, elevó a rango constitucional la desamortización y obligó al

clero a decidir si aceptaba el fait accompli o se lanzaba a la guerra contra el

nuevo gobierno y su Carta Magna. Como veremos más adelante, optó deci-

didamente por la segunda vía.

La ley de la nacionalización de bienes eclesiásticos del 12 de julio de

1859 fue mucho más allá que las primeras dos medidas. Se refería no a

las corporaciones en general, sino a los bienes eclesiásticos en particular,

que se expropiaban sin indemnización alguna. Su fundamentación era política:

se acusaba al clero de ser la causa principal del enfrentamiento armado,

porque se negaba a someterse a la ley civil y a la soberanía del Estado.

Además de poner nuevos bienes al alcance de los privados, esta ley in-

cluyó el capital invertido en censos e hipotecas, que amplió los recursos a

disposición de particulares para involucrarse en el proceso. En su artículo 1

precisa: “Entran en el dominio de la nación todos los bienes que el clero

secular y regular han estado administrando con diversos títulos, sea cual

fuere la clase de predios, derechos y acciones en que consistan, el nombre y

aplicación que hayan tenido”.

En su reglamento, de la misma fecha, se adoptaron medidas para propi-

ciar la división de los edificios urbanos (artículo 5), así como facilidades para

25 Fabila, Manuel, (1981), vol. 1, pp. 110-115.26 Ibíd., p. 116.

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redimir capitales (artículos 11 y 12) y hacer los pagos en todos los casos (ar-

tículo 10).27 Pero una vez más la ley excluyó cualquier medida para dividir

las haciendas o limitar el número o el valor de las propiedades que pudieran

ser adquiridas por una sola persona o asociación.

Los objetivos políticos de la ley eran evidentes. Por un lado, buscaba

garantizar a quienes se beneficiaron con la desamortización y la nacionali-

zación, que el gobierno liberal tenía la firme decisión de defender sus dere-

chos de propiedad y expropiar lo que quedaba de los bienes eclesiásticos en beneficio del erario público. Por otro, deseaba formar un frente que agru-

paba desde los empresarios acomodados hasta la pequeña burguesía, que

habían participado en la desamortización y la nacionalización pese a los

anatemas de la Iglesia y el desconocimiento de las operaciones realizadas por

parte de los gobiernos conservadores. Con este frente pretendía asegurar un

vínculo entre el gobierno y la pequeña burguesía, que legitimara sus nuevas

propiedades.

La desamortización y la nacionalización se llevaron a cabo durante la pri-

mera década en medio de la guerra civil y la intervención. Esto tomó la forma

de una transferencia caótica de riqueza, una especie de acumulación primi-

tiva, de transformación violenta de bienes corporativos en capitales privados

y en pequeña propiedad sobre todo urbana, cuyo ambiente y espíritu ha sido

magistralmente captado por Justo Sierra:

Los Estados, los caudillos, habíanse creído en el derecho de ven-

der los acendrados bienes [de la Iglesia] y los habían vendido;

los muebles, los tesoros de las iglesias habían sido literalmente

tirados a la calle; los reactores hicieron esto a la par que los puros:

todos despojaron, derrocharon, robaron no pocas veces y se habla-

ba de tal o cual chinaco que llevaba en la toquilla de su sombrero

jarano los diamantes de la Virgen, patrona de esta o aquella

ciudad o santuario célebre. Demás de esto, el Gobierno gene-ral había hecho en Veracruz considerables operaciones a precios

bajísimos; el procurarse así dinero era lo secundario, según la

opinión radical de Ocampo […] Lo principal consistía en multiplicar

el esfuerzo de los intereses particulares a favor de la Reforma: crearlos y

multiplicarlos; así el triunfo sería duradero: aunque la Hacienda que-

dase defraudada, la sociedad quedaba emancipada: al lado de lo

segundo, lo primero era baladí.28

27 Molina Enríquez, Andrés, (1961), pp. 160-162.28 Sierra, Justo, (1972), p. 223. Las cursivas son del autor.

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Del Antiguo Régimen a la modernidad

Así se dejaba claro que lo importante era tener el apoyo político de las

clases medias para el triunfo de la Reforma.

En Cuernavaca y Cuautla, las haciendas eclesiásticas de caña con sus

fábricas fueron adjudicadas a hacendados privados de la misma rama.29

Algunos de los más prominentes capitalistas de la época porfirista aparecen

en forma destacada en las operaciones de desamortización o en la especula-

ción con bienes del clero, y varios de los científicos que rodeaban al dictador

hicieron sus fortunas iniciales con bienes de la Iglesia comprados a precios

ínfimos.30 Muchos políticos liberales aprovecharon la situación para hacerse

de una hacienda o propiedades urbanas o para beneficiar a parientes cer-

canos, utilizando sus posiciones públicas.31 Según el embajador francés Alexis de Gabriac había gobernadores y jefes militares que se estaban aprove-

chando de la desamortización para acumular fortunas. Los comandantes

militares liberales disponían de grandes cantidades de la propiedad eclesiás-

tica a precios muy inferiores a su valor. En esas prácticas destacó el general

Pedro Orgazón en Jalisco; pero, cada uno a su manera, también los gene-rales Jesús González Ortega, Ignacio Zaragoza y Pedro Ampudia actuaron

en forma similar. Un miembro del Congreso Constituyente le escribió al

gobernador de Guanajuato, Manuel Doblado, pidiéndole su apoyo para conseguir en subasta una de las haciendas que pertenecían a los conventos

locales.32 Una parte de ese dinero se transformó en capital, otra acabó en-

grosando fortunas de rentistas privados y otra más fue a parar a los bolsillos

de aventureros para transformarse en demanda efectiva. La acumulación

primitiva de capitales privados no ha sido precisamente un proceso idílico

ni en México, ni en ningún otro lado. En otros países en donde se aplicó la

secularización, como Alemania, Inglaterra, España, Italia o Bohemia, se

presentaron los mismos fenómenos.

Si bien la creación de una clase de pequeños propietarios agrícolas, que

era la utopía agraria de los liberales, no se cumplió en escala masiva, ahora

sabemos que avanzó más de lo que antes se suponía… Además, en las ciu-

dades, miles de miembros de la clase media urbana se beneficiaron con

las nuevas leyes y se transformaron en propietarios de casas. En el campo, la

República era un mosaico cuya imagen deberá ser reconstruida pacien-

temente para acercarnos más a la verdad. Según Frank Tannenbaum, el

número de los ranchos aumentó entre 1854 y 1910, de 15 085 a 47 939, un

29 Ibíd., pp. 109-117.30 Knowlton, Robert, (1976), p. 86.31 Ibíd., p. 43.32 Ibíd., p. 44.

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Pabellon de México en la Exhibición Mundial en Filadelfia (1876)

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Del Antiguo Régimen a la modernidad

tercio de ellos ubicados en Guanajuato, Jalisco y Michoacán. De las 6000

propiedades territoriales de la Iglesia, probablemente la mayoría de ellas de

tamaño medio, unas 300 fueron parceladas. Una investigación de Charles

Berry demuestra que, en el distrito central de Oaxaca, la mayor parte de

las tierras de la Iglesia fueron a parar a manos de personas de recursos mo-

destos y hubo poca especulación, siendo el precio de su reventa el mismo

que el de su adquisición. Jan Bazant describe la parcelación de una serie

de haciendas eclesiásticas en Guanajuato33 y Jane-Dale Lloyd demuestra

que, en varios estados norteños, muchos campesinos aprovecharon la desa-

mortización de las tierras comunales de los pueblos para transformarse en

propietarios, sin perder sus lazos de solidaridad con la comunidad.34

Para la clase media baja hubo además otros beneficios. Miles accedieron

a las plazas que se abrieron en la administración pública a todos los niveles y al

sistema educativo. Mejoró el estatus del mestizo que había participado en

las luchas y se redujo el peso de las obvenciones que los indios debían pagar

por los servicios religiosos.

La guerra civil y la resistencia al Imperio también jugaron un papel im-

portante. Miles de miembros de la clase media baja se hicieron oficiales y

suboficiales del ejército liberal, basado en las milicias locales, que sustituyó

a la vieja casta criolla heredada de la Colonia. Destaca en este proceso el

papel del chinaco, guerrillero de origen rural que luchó al lado de los libe-

rales en fuerzas irregulares, tanto en la guerra civil como durante la intervención.

Un párrafo de Altamirano nos ilustra sobre el origen de la oficialidad liberal:

El elemento civil se hizo soldado y los nuevos caudillos fueron

hombres del pueblo consagrados antes a faenas muy diferentes

a la profesión de las armas. El campesino D. Epitacio Huerta y el paisano D. Santos Degollado secundaron la revolución en Mi-choacán. El abogado Don Ignacio de la Llave se pronunció en el

Estado de Veracruz; el abogado Don Juan José de la Garza en

Tamaulipas; el empleado D. Santiago Vidaurri en Nuevo León; el

hacendado D. Ignacio Pesqueira, en Sonora […]35

Quizá quien mejor ha expresado lo que hicieron las leyes de desamorti-

zación y nacionalización para la clase media es Molina Enríquez:

33 Knowlton, Robert, (1976), p. 34; Bazant, Jan, (1995), pp. 340-348.34 Lloyd, Jean, (1988), t. 3, pp. 68-74.35 Altamirano, Ignacio Manuel, (1986), vol. 2, p. 68.

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La Reforma: de cómo se salvó la hacienda y la comunidad indígena

Esas leyes [la de 25 de junio de 1856 y las demás que de ella se derivaron] completadas más tarde con las de la nacionalización

de los bienes del clero, fueron las verdaderas leyes de Reforma,

porque quitaron al clero sus bienes para darlos a los mestizos,

constituyendo a esta en clase propietaria, requisito sin el cual ha-

brían seguido siendo como eran, representantes de ideas que no

respondían a intereses sociales permanentes y respetables. Si la

Constitución de 1857 dio motivo a la guerra de tres años fue por-

que incluyó en su artículo 27, los artículos 25 y 8 de la ley de 25 de

junio. Las demás leyes dadas hasta entonces, no habrían causado

esa guerra.36

Esta clase media conoció durante la Colonia muchos obstáculos, el prin-

cipal de ellos se vinculaba con los prejuicios de casta que subordinaban

los criollos a los españoles, los mestizos a los criollos y los indios a todos

ellos. Había también los monopolios de las grandes empresas comerciales y

mineras, los latifundios de mayorazgo, la exclusión de las castas de los em-

pleos gubernamentales, la censura eclesiástica del pensamiento ilustrado que exaltaba las virtudes de la clase media. Ella nada tenía que perder y

mucho que ganar con la desamortización de los bienes del clero y también

de las tierras comunales, con la educación laica y el culto a la actividad

empresarial.

Pasemos ahora a examinar otra de las consecuencias de la Reforma que

ha sido materia de mucha discusión: su impacto sobre la comunidad in-

dígena. Ya hemos visto que en un comienzo se promovió la privatización

sin matices y que luego las leyes liberales introdujeron tímidas limitantes

para impedir que la especulación y la voracidad de los hacendados privaran

a los indios de sus tierras. Criticando la ley Lerdo del 25 de junio de 1856,

Molina Enríquez afirma que “por lo que respecta a los indígenas pudo

haber provocado una guerra cuyas consecuencias habrían sido inmensa-

mente desastrosas”.37 Para exonerarlos, sostiene que el error fue corregido

paulatinamente con la circular del 9 de octubre del mismo año y más tarde

con las resoluciones del 19 y 20 de diciembre que, en lo relacionado con las co-

munidades, “obligaba solo a repartir la propiedad común entre todos los

dueños de ella”.38 Luego asegura que después de la guerra de tres años,

Juárez autorizó la venta de tierras a favor de un pueblo, creando contra la

36 Molina Enríquez, Andrés, (1961), pp. 132 y 133.37 Ibíd., p. 136.38 Ibíd., p. 140.

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Del Antiguo Régimen a la modernidad

ley Lerdo un precedente legal que “retrajo a los indígenas propietarios del

movimiento de la reacción”.39 Probablemente, porque el factor nacionalista

y la falta de aplicación de las leyes del Imperio fue lo que impidió a los indí-

genas pasarse al bando conservador.

La comunidad se defiende y sobrevive

Los liberales nunca abandonaron el propósito de privatizar las tierras comu-

nales, campesinas o indias. Era parte de un ideario básico que compartían con los

liberales de todo el mundo, no una posición circunstancial. Comenzaron a

adoptar medidas en ese sentido desde 1812 y según John Tutino, a finales

de la década de 1820, 12 estados ya habían aprobado leyes privatizadoras.40

Es un hecho innegable que desde la Independencia hicieron todo lo posible

por privar de personalidad jurídica y política a las comunidades.41 La in-

tención se mantuvo durante y después de la Reforma, mas nunca tuvieron

la fuerza suficiente para imponerla y más de una vez las circunstancias los

obligaron a batirse en retirada. Ya vimos cómo las modificaciones del 9 de oc-

tubre a la ley de desamortización, aprobada tres meses antes, prácticamente

suspendieron su aplicación. La ley de nacionalización de 1859 separó cla-

ramente el destino de la Iglesia del de las comunidades. Al aplicarse solo a

los bienes eclesiásticos, eximía a las comunidades de la nacionalización. Pero

estos frenos al impulso privatizador aparecen más como respuestas tácticas

a las múltiples expresiones de la resistencia indígena que a un cambio de

orientación política.

En realidad, las medidas privatizadoras de los liberales se produjeron en

medio de una aguda lucha por la tierra entre hacendados y comuneros, que

se había desatado desde fines de la Colonia. A partir de la Independencia,

la debilidad del Estado, puesta de manifiesto sobre todo en la guerra con

Estados Unidos, y la crisis económica que mantenía postrados a los hacen-

dados, fortalecieron la posición de las comunidades, que en muchos lugares

pasaron a la ofensiva. Todo indica que todavía a principios de la década de

1870 mantenían sus posiciones mucho mejor que la Iglesia. Unidas bajo la

dirección de sus notables, se resistían a trabajar en las haciendas, elevaban

sus exigencias salariales y litigaban activamente para defender sus tierras y

sus fuentes de agua; a veces, incluso, incursionaban en los bosques y los pasti-

zales de las haciendas. En muchas partes pasaron a la revuelta, la insurrección

39 Ibíd., p. 160.40 Tutino, John, (1990), p. 116.41 Díaz Soto y Gama, Antonio, (2002), p. 330.

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e incluso la guerra prolongada. John Coatsworth registró un aumento con-

siderable de esas actividades en el periodo de 1840 a 1879. Todo indica que

durante esas cuatro décadas hubo más rebeliones campesinas e indígenas

que en los tres siglos de Colonia.42

Los mayas de Yucatán respondieron a la agresividad de los hacendados

después de la Independencia con una sublevación masiva. En 1847, casi

100 000 hombres se levantaron en armas contra el gobierno y los hacendados.

La lucha duró varias décadas y los insurgentes lograron crear zonas indepen-

dientes. Casi al mismo tiempo, en la Sierra Gorda en el centro de México,

campesinos y peones de haciendas se unieron en una rebelión que duró tres

años. Otros alzamientos menores estallaron en el Istmo de Tehuantepec y en

la costa del Pacífico del suroeste. En Oaxaca, los indios, encabezados por la

gente de Juchitán, se enfrentaron a las fuerzas públicas siendo gobernador

Benito Juárez, en un movimiento que duró varios años. Hacia principios

de 1850 se produjeron también conflictos violentos en los estados centrales de

México, Hidalgo y Morelos. En Chalco, los indígenas recurrieron primero

a los tribunales, pero estos favorecían siempre a los terratenientes; entonces

pasaron a la acción, bloqueando construcciones nuevas y confiscando imple-

mentos y materiales de construcción de las haciendas. Los dueños de estas

formaron guardias blancas, y de manera intermitente, los conflictos duraron

varios años.

A pesar de que en muchos estados los gobiernos decretaron la abolición de la

propiedad comunal y, con la ayuda de los hacendados locales, crearon policías

rurales para implantarla, fracasaron en sus propósitos; así sucedió en Jalisco

entre 1856 y 1857.43 Levantamientos agrarios se produjeron en la década de

1860 en zonas periféricas: los yaquis de Sonora, que se rebelaron en defensa

de sus tierras, buscaron aliados entre los conservadores e incluso en el Imperio de

Maximiliano. Las rebeliones de este periodo apenas se habían calmado cuando

otra ola se inició a mediados de 1870 en otras partes de México.

Lo que tiene que quedar muy claro es que, independientemente de sus in-

tenciones, los liberales de los años 1850-1876 no lograron reducir de manera

sustancial la extensión de las tierras comunales ni mermar la solidaridad in-

terna que unía a los comuneros. Su reacción fue modificar de forma parcial

la legislación y postergar su aplicación. La idea de que los liberales de las dos

primeras generaciones acabaron con la comunidad no tiene fundamento.

Fue hasta la estabilidad que logró el gobierno de Porfirio Díaz, apoyado

por los hacendados, quienes habían mejorado de manera considerable-

42 Coatsworth, John H., en Friederich Katz, (1990), p. 36.43 Tutino, John, (1990), p. 262.

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mente su situación económica cuando se produjo la gran ofensiva que en tres décadas desposeyó a la mayor parte de las comunidades, y que terminó naufragando en la gran Revolución de 1910.

Algunos autores sugieren que los liberales impulsaron la privatización de las tierras comunales para beneficiar a los terratenientes; los hechos hasta aquí conocidos no lo confirman. A pesar de alianzas temporales, impuestas por

las necesidades de la guerra civil y la intervención, los liberales de ese pe-riodo fueron muy diferentes a los hombres que acompañarían a Porfirio

Díaz; esta generación tenía como ideal una sociedad de pequeños propieta-

rios y los indios deberían ser incluidos en ella o no tendrían futuro. A pesar

de esto, los liberales calificaron a las rebeliones campesinas de comunistas y

retrógradas y, ahí donde gobernaban, las combatieron sin contemplaciones,

pero, al mismo tiempo, trataron de frenar la expropiación y especulación

con tierras comunales y multiplicaron el número de las escuelas rurales.

Lo anterior explica en parte por qué los agraristas de la Revolución mexi-

cana no se deslindaron de Juárez y la Reforma; pero hay otra razón más

importante. Entre la Reforma y la Revolución de 1910 existe un paralelo evi-

dente: en ambas se produce una gigantesca redistribución de la propiedad y

de la tierra a costa de los pudientes y a favor de diferentes sectores del pueblo.

Con Juárez quedó abolida una forma de propiedad, la eclesiástica, que era

la médula del sistema colonial; la redistribución afecta poderosos intereses

creados y cambia la estructura social de la nación. No es, por lo tanto, ca-

sualidad que los redactores del Plan de Ayala, firmado por Zapata, se hayan

inspirado en Juárez, pese a que la orientación de su proyecto haya sido tan

diferente en lo que respecta a las comunidades campesinas.

Las leyes de desamortización y nacionalización –se dice en el Plan de

Ayala– serán aplicadas según convenga, pues de norma y ejemplo pueden

servir las puestas en vigor por el inmortal Juárez a los bienes eclesiásticos,

que escarmentaron a los déspotas y conservadores que en todo tiempo han

pretendido imponernos el yugo ignominioso de la opresión y del retroceso.44

Para los miembros de la Junta Revolucionaria de Morelos, lo principal

en la experiencia de Juárez fue el valor de negar el orden legal establecido, de

abolir una forma de propiedad que estaba muy arraigada y en la cual des-

cansaba un poder inmenso, no el daño causado a las comunidades. De esta

manera, por encima de otras diferencias, los revolucionarios de 1910, que

promulgaban la expropiación de una parte de la tierra de las haciendas,

establecían una línea de continuidad con quien había llevado a cabo la na-

cionalización de los bienes del clero.

44 Fabila, Manuel, (1981), p. 216.

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