La pata de mono

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Excelente cuento de W.W. Jacobs, que ha inspirado entre muchas otras cosas, Cementerio de Animales, de Stephen King y un capítulo de Los Simpson

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La pata de mono[Cuento. Texto completo]

W.W. JacobsI La noche era fra y hmeda, pero en la pequea sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego arda vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tena ideas personales sobre el juego y pona al rey en tan desesperados e intiles peligros que provocaba el comentario de la vieja seora que teja plcidamente junto a la chimenea. -Oigan el viento -dijo el seor White; haba cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera. -Lo oigo -dijo ste moviendo implacablemente la reina-. Jaque. -No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero. -Mate -contest el hijo. -Esto es lo malo de vivir tan lejos -vocifer el seor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qu piensa la gente. Como hay slo dos casas alquiladas, no les importa. -No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganars la prxima vez. El seor White alz la vista y sorprendi una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimul un gesto de fastidio. -Ah viene -dijo Herbert White al or el golpe del portn y unos pasos que se acercaban. Su padre se levant con apresurada hospitalidad y abri la puerta; le oyeron condolerse con el recin venido. Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza. -El sargento mayor Morris -dijo el seor White, presentndolo. El sargento les dio la mano, acept la silla que le ofrecieron y observ con satisfaccin que el dueo de casa traa whisky y unos vasos y pona una pequea pava de cobre sobre el fuego. Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empez a hablar. La familia miraba con inters a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraos. -Hace veintin aos -dijo el seor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mrenlo ahora. -No parece haberle sentado tan mal -dijo la seora White amablemente. -Me gustara ir a la India -dijo el seor White-. Slo para dar un vistazo. -Mejor quedarse aqu -replic el sargento moviendo la cabeza. Dej el vaso y, suspirando levemente, volvi a sacudir la cabeza. -Me gustara ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el seor White-. Qu fue, Morris, lo que usted empez a contarme los otros das, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contest el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena or. -Una pata de mono? -pregunt la seora White. -Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar. Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distradamente, el forastero llev la copa vaca a los labios: volvi a dejarla. El dueo de casa la llen. -A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sac del bolsillo. La seora retrocedi, con una mueca. El hijo tom la pata de mono y la examin atentamente. -Y qu tiene de extraordinario? -pregunt el seor White quitndosela a su hijo, para mirarla. -Un viejo faquir le dio poderes mgicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quera demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponrsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos. Habl tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban. -Y usted, por qu no pide las tres cosas? -pregunt Herbert White. El sargento lo mir con tolerancia. -Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideci. -Realmente se cumplieron los tres deseos? -pregunt la seora White. -Se cumplieron -dijo el sargento. -Y nadie ms pidi? -insisti la seora. -S, un hombre. No s cules fueron las dos primeras cosas que pidi; la tercera fue la muerte. Por eso entr en posesin de la pata de mono. Habl con tanta gravedad que produjo silencio. -Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismn -dijo, finalmente, el seor White-. Para qu lo guarda? El sargento sacudi la cabeza: -Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo har. Ya ha causado bastantes desgracias. Adems, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme despus. -Y si a usted le concedieran tres deseos ms -dijo el seor White-, los pedira? -No s -contest el otro-. No s. Tom la pata de mono, la agit entre el pulgar y el ndice y la tir al fuego. White la recogi. -Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento. -Si usted no la quiere, Morris, dmela. -No quiero -respondi terminantemente-. La tir al fuego; si la guarda, no me eche la

culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, trela. El otro sacudi la cabeza y examin su nueva adquisicin. Pregunt: -Cmo se hace? -Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias. -Parece de Las mil y una noches -dijo la seora White. Se levant a preparar la mesa-. No le parece que podran pedir para m otro par de manos? El seor White sac del bolsillo el talismn; los tres se rieron al ver la expresin de alarma del sargento. -Si est resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable. El seor White guard en el bolsillo la pata de mono. Invit a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismn fue, en cierto modo, olvidado. Atrados, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India. -Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerr la puerta y se alej con prisa, para alcanzar el ltimo tren-, no conseguiremos gran cosa. -Le diste algo? -pregunt la seora mirando atentamente a su marido. -Una bagatela -contest el seor White, ruborizndose levemente-. No quera aceptarlo, pero lo obligu. Insisti en que tirara el talismn. -Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, as no estars dominado por tu mujer. El seor White sac del bolsillo el talismn y lo examin con perplejidad. -No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo. -Si pagaras la hipoteca de la casa seras feliz, no es cierto? -dijo Herbert ponindole la mano sobre el hombro-. Bastar con que pidas doscientas libras. El padre sonri avergonzado de su propia credulidad y levant el talismn; Herbert puso una cara solemne, hizo un guio a su madre y toc en el piano unos acordes graves. -Quiero doscientas libras -pronunci el seor White. Un gran estrpito del piano contest a sus palabras. El seor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia l. -Se movi -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dej caer-. Se retorci en mi mano como una vbora. -Pero yo no veo el dinero -observ el hijo, recogiendo el talismn y ponindolo sobre la mesa-. Apostara que nunca lo ver. -Habr sido tu imaginacin, querido -dijo la mujer, mirndolo ansiosamente. Sacudi la cabeza. -No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era ms fuerte que nunca. El seor White se sobresalt cuando golpe una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvi hasta que se levantaron para ir a acostarse. -Se me ocurre que encontrars el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparicin horrible, agazapada encima del ropero, te acechar cuando ests guardando tus bienes ilegtimos. Ya solo, el seor White se sent en la oscuridad y mir las brasas, y vio caras en ellas. La ltima era tan simiesca, tan horrible, que la mir con asombro; se ri, molesto, y busc en la mesa su vaso de agua para echrselo encima y apagar la brasa; sin querer, toc la pata de mono; se estremeci, limpi la mano en el abrigo y subi a su cuarto. II A la maana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se ri de sus temores. En el cuarto haba un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no pareca terrible. -Todos los viejos militares son iguales -dijo la seora White-. Qu idea, la nuestra, escuchar esas tonteras! Cmo puede creerse en talismanes en esta poca? Y si consiguieras las doscientas libras, qu mal podran hacerte? -Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert. -Segn Morris, las cosas ocurran con tanta naturalidad que parecan coincidencias -dijo el padre. -Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantndose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte. La madre se ri, lo acompa hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burl de la credulidad del marido. Sin embargo, cuando el cartero llam a la puerta corri a abrirla, y cuando vio que slo traa la cuenta del sastre se refiri con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes. -Me parece que Herbert tendr tema para sus bromas -dijo al sentarse. -Sin duda -dijo el seor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movi en mi mano. Puedo jurarlo. -Habr sido en tu imaginacin -dijo la seora suavemente. -Afirmo que se movi. Yo no estaba sugestionado. Era... Qu sucede? Su mujer no le contest. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decida a entrar. Not que el hombre estaba bien vestido y que tena una galera nueva y reluciente; pens en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portn; por fin se decidi a llamar. Apresuradamente, la seora White se quit el delantal y lo escondi debajo del almohadn

de la silla. Hizo pasar al desconocido. ste pareca incmodo. La miraba furtivamente, mientras ella le peda disculpas por el desorden que haba en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La seora esper cortsmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio. -Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin. La seora White tuvo un sobresalto. -Qu pasa? Qu pasa? Le ha sucedido algo a Herbert? Su marido se interpuso. -Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, seor. Y lo mir patticamente. -Lo siento... -empez el otro. -Est herido? -pregunt, enloquecida, la madre. El hombre asinti. -Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre. -Gracias a Dios -dijo la seora White, juntando las manos-. Gracias a Dios. Bruscamente comprendi el sentido siniestro que haba en la seguridad que le daban y vio la confirmacin de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiracin, mir a su marido que pareca tardar en comprender, y le tom la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio. -Lo agarraron las mquinas -dijo en voz baja el visitante. -Lo agarraron las mquinas -repiti el seor White, aturdido. Se sent, mirando fijamente por la ventana; tom la mano de su mujer, la apret en la suya, como en sus tiempos de enamorados. -Era el nico que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro. El otro se levant y se acerc a la ventana. -La compaa me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran prdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan slo un empleado y que obedezco las rdenes que me dieron. No hubo respuesta. La cara de la seora White estaba lvida. -Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosigui el otro-. Pero en consideracin a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada. El seor White solt la mano de su mujer y, levantndose, mir con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: cunto? -Doscientas libras -fue la respuesta. Sin or el grito de su mujer, el seor White sonri levemente, extendi los brazos, como

un ciego, y se desplom, desmayado. III En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio. Todo pas tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los das pasaron y la expectativa se transform en resignacin, esa desesperada resignacin de los viejos, que algunos llaman apata. Pocas veces hablaban, porque no tenan nada que decirse; sus das eran interminables hasta el cansancio. Una semana despus, el seor White, despertndose bruscamente en la noche, estir la mano y se encontr solo. El cuarto estaba a oscuras; oy cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorpor en la cama para escuchar. -Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger fro. -Mi hijo tiene ms fro -dijo la seora White y volvi a llorar. Los sollozos se desvanecieron en los odos del seor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueo. Un despavorido grito de su mujer lo despert. -La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono. El seor White se incorpor alarmado. -Dnde? Dnde est? Qu sucede? Ella se acerc: -La quiero. No la has destruido? -Est en la sala, sobre la repisa -contest asombrado-. Por qu la quieres? Llorando y riendo se inclin para besarlo, y le dijo histricamente: -Slo ahora he pensado... Por qu no he pensado antes? Por qu t no pensaste? -Pensaste en qu? -pregunt. -En los otros dos deseos -respondi en seguida-. Slo hemos pedido uno. -No fue bastante? -No -grit ella triunfalmente-. Le pediremos otro ms. Bscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida. El hombre se sent en la cama, temblando. -Dios mo, ests loca. -Bscala pronto y pide -le balbuce-; mi hijo, mi hijo! El hombre encendi la vela. -Vuelve a acostarte. No sabes lo que ests diciendo. -Nuestro primer deseo se cumpli. Por qu no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia. -Bscala y desea -grit con exaltacin la mujer. El marido se volvi y la mir: -Hace diez das que est muerto y adems, no quiero decirte otra cosa, lo reconoc por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras... -Tremelo! -grit la mujer arrastrndolo hacia la puerta-. Crees que temo al nio que he criado? El seor White baj en la oscuridad, entr en la sala y se acerc a la repisa. El talismn estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todava no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que l pudiera escaparse del cuarto. Perdi la orientacin. No encontraba la puerta. Tante alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontr en el zagun, con el maligno objeto en la mano. Cuando entr en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareci cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tena algo sobrenatural. Le tuvo miedo. -Pdelo! -grit con violencia. -Es absurdo y perverso -balbuce. -Pdelo -repiti la mujer. El hombre levant la mano: -Deseo que mi hijo viva de nuevo. El talismn cay al suelo. El seor White sigui mirndolo con terror. Luego, temblando, se dej caer en una silla mientras la mujer se acerc a la ventana y levant la cortina. El hombre no se movi de all, hasta que el fro del alba lo traspas. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se haba consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes. Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismn, el hombre volvi a la cama; un minuto despus, la mujer, aptica y silenciosa, se acost a su lado. No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Cruji un escaln. La oscuridad era opresiva; el seor White junt coraje, encendi un fsforo y baj a buscar una vela. Al pie de la escalera el fsforo se apag. El seor White se detuvo para encender otro; simultneamente reson un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada. Los fsforos cayeron. Permaneci inmvil, sin respirar, hasta que se repiti el golpe. Huy a su cuarto y cerr la puerta. Se oy un tercer golpe. -Qu es eso? -grit la mujer. -Un ratn -dijo el hombre-. Un ratn. Se me cruz en la escalera. La mujer se incorpor. Un fuerte golpe retumb en toda la casa. -Es Herbert! Es Herbert! -La seora White corri hacia la puerta, pero su marido la alcanz. -Qu vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-Es mi hijo; es Herbert! -grit la mujer, luchando para que la soltara-. Me haba olvidado de que el cementerio est a dos millas. Sultame; tengo que abrir la puerta. -Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando. -Tienes miedo de tu propio hijo? -grit-. Sultame. Ya voy, Herbert; ya voy. Hubo dos golpes ms. La mujer se libr y huy del cuarto. El hombre la sigui y la llam, mientras bajaba la escalera. Oy el ruido de la tranca de abajo; oy el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante: -La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla. Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono. -Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara... Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El seor White oy que su mujer acercaba una silla; oy el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontr la pata de mono y, frenticamente, balbuce el tercer y ltimo deseo. Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban an en la casa. Oy retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entr por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portn. El camino estaba desierto y tranquilo. FIN