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- 1 - EL DONJUÁN ANTES DE DON JUAN Alfredo Hermenegildo Université de Montreal El siglo XVI aparece en las historias del teatro español como un tiempo de preparación, de espera, de organización de los espacios escénicos y de los proyectos dramáticos, un tiempo que «cuenta con el momento» en que surgiría más tarde la gran aventura teatral de Lope, Guillén de Castro, Tirso, Alarcón, Vélez de Guevara, Calderón, etc. Y nada hay más equivocado. Juan del Encina y Lucas Fernández no pensaban en Lope de Vega cuando construían sus églogas pastoriles, aunque en el Fénix hubiera, más tarde, resabios y tradiciones salidas de las obras de los dos salmantinos. Y lo mismo se podría decir del teatro de Torres Naharro, de Lope de Rueda y de tantos otros. Al acercarnos al tema de Don Juan y al examinarlo dentro del contexto teatral del siglo XVI, necesario es constatar la existencia de un vacío difícilmente colmado con ejemplos salidos del corpus conocido. Si la figura del Burlador se alza en manos de Tirso como criatura escénica ya autónoma, antes del mercedario sólo hay atisbos de difícil identificación y descripción. En las páginas que siguen vamos a estudiar algunos casos de personajes dramáticos del Quinientos que, de algún modo, adelantan ciertos rasgos característicos de la mítica imagen de Don Juan. En el fondo, se trata de figuras relacionadas con la empresa amorosa o con la de la agresión contra los valores establecidos por la sociedad en que aquellos viven, sean estos los correspondientes a la familia, al buen gobernar o al respeto a la mujer del otro. No vamos a recorrer la lista de posibles o imposibles, verosímiles o inverosímiles precedentes de la comedia tirsiana: las consejas, cuentos, romances, El infamador de Juan de la Cueva, etc. Desde la estatua que [La paginación no coincide con la publicación]

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EL DONJUÁN ANTES DE DON JUAN

Alfredo Hermenegildo Université de Montreal

El siglo XVI aparece en las historias del teatro español como un

tiempo de preparación, de espera, de organización de los espacios escénicos

y de los proyectos dramáticos, un tiempo que «cuenta con el momento» en

que surgiría más tarde la gran aventura teatral de Lope, Guillén de Castro,

Tirso, Alarcón, Vélez de Guevara, Calderón, etc. Y nada hay más equivocado.

Juan del Encina y Lucas Fernández no pensaban en Lope de Vega cuando

construían sus églogas pastoriles, aunque en el Fénix hubiera, más tarde,

resabios y tradiciones salidas de las obras de los dos salmantinos. Y lo

mismo se podría decir del teatro de Torres Naharro, de Lope de Rueda y de

tantos otros. Al acercarnos al tema de Don Juan y al examinarlo dentro del

contexto teatral del siglo XVI, necesario es constatar la existencia de un

vacío difícilmente colmado con ejemplos salidos del corpus conocido. Si la

figura del Burlador se alza en manos de Tirso como criatura escénica ya

autónoma, antes del mercedario sólo hay atisbos de difícil identificación y

descripción.

En las páginas que siguen vamos a estudiar algunos casos de

personajes dramáticos del Quinientos que, de algún modo, adelantan ciertos

rasgos característicos de la mítica imagen de Don Juan. En el fondo, se trata

de figuras relacionadas con la empresa amorosa o con la de la agresión

contra los valores establecidos por la sociedad en que aquellos viven, sean

estos los correspondientes a la familia, al buen gobernar o al respeto a la

mujer del otro.

No vamos a recorrer la lista de posibles o imposibles, verosímiles o

inverosímiles precedentes de la comedia tirsiana: las consejas, cuentos,

romances, El infamador de Juan de la Cueva, etc. Desde la estatua que

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habla y responde al desafío o castiga hasta el galán destructor de las normas

de convivencia social, al hombre irrespetuoso de lo establecido y del mundo

del más allá, en varias obras se han encontrado signos que, de uno u otro

modo, vuelven a aparecer como componentes intertextuales del drama

tirsiano. El riesgo de hacer de El burlador un complejo y absorbente

rompecabezas construido con retazos de obras anteriores es demasiado

evidente para que nos dejemos tentar por él.

Pero El burlador y, en general, el mito donjuanesco son algo que vive

en otros niveles de la conciencia humana. Sean cuales fueren sus orígenes,

la donjuanía se ha implantado en la tradición occidental como fenómeno

visible de una vena profunda que alimenta las bases mismas de la

convivencia colectiva. Hay que constatar, sin embargo, que «el mito se

engendra en España a comienzos del siglo XVII -importan muy poco sus

raíces legendarias, pues los elementos folklóricos que lo constituyen

adquieren un sentido gracias a El Burlador- y él simboliza una de las facetas

del hombre moderno»1. Estos «elementos folklóricos» salidos de la tradición

intertextual se llenan semánticamente al contacto con otros que constituyen

la gran red sémica de El Burlador de Sevilla. Muchos de esos signos salidos

de la tradición folklórica llevan implícito un programa de inversión

significativa que los conduce irremediablemente a articularse en el drama de

Tirso2.

Al mismo tiempo que se organiza la tradición folclórica del mito

donjuanesco3, aparecen en el teatro del siglo XVI varias formas de

dramatizar la figura, no del donjuán, sino, en general, del galán, formas que

1.- Joaquín Casalduero, Contribución al estudio del tema de Don Juan en el

teatro español, Madrid, Porrúa Turanzas, 1975, p. 7. 2 .- Véase nuestro trabajo «Inversión dramática y forma narrativa: los

romances del convite macabro», Cuadernos de teatro clásico. El mito de Don Juan, 2, 1988, pp. 25-35.

3 .- Víctor Said Armesto, La leyenda de Don Juan, Buenos Aires-México, Espasa Calpe, 1946.

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en ciertos aspectos constituyen soluciones no siempre acordes con lo que

sería la trayectoria posterior del héroe creado por Tirso de Molina. María del

Pilar Palomo, en un jugoso artículo aparecido en 19884, describe las

numerosas lexías con que se identifica al varón conquistador y deshonrador

de mujeres: al donjuán, al tenorio, al galanteador, al libertino, al opresor, al

burlador, al pendenciero, al galán, etc., etc. De todo ello hay en la figura del

Burlador de Sevilla tirsiano y en sus numerosos rebrotes teatrales. Y hay

algo de casi todo ello en las figuras del galán aparecidas en el teatro del

Quinientos español.

Adelantemos que, de las dos vertientes que definen la figura del Don

Juan tirsiano, la del galanteador/burlador y la del que convida a la figura

espectral del Comendador, la segunda no existe en el corpus objeto de

nuestro estudio. Si el galán es castigado, lo será por su crueldad y brutalidad

con la mujer, con sus familiares o con los miembros que constituyen la corte

real, cuando el galán es el monarca o persona afín al trono. Si el galán es

castigado, en otras variantes, lo será por medio del ridículo. Si el galán no es

punido y sale triunfante de la empresa amorosa, son los que se le oponen

quienes resultan vencidos y menospreciados. Veamos algunos casos muy

significativos.

En el primer teatro castellano, Lucas Fernández ofrece una égloga en

la que el rol de galán aparece encarnado en la figura de un burdo pastor. Es

la Farsa o cuasicomedia de una doncella, un pastor y un caballero5. La

Doncella, que anda buscando al caballero amado y no lo encuentra, se

tropieza en su peregrinación con el Pastor, quien pretenderá conquistarla. La

Doncella ignora al Pastor, no se siente aludida por las insinuaciones del

rústico personaje y provoca en él la firme decisión de apoderarse del amor

4 .- María del Pilar Palomo, «La lexicalización de un mito», Cuadernos de

teatro clásico. El mito de Don Juan, 2, 1988, pp. 17-24. 5 .- Lucas Fernández, Teatro selecto clásico de Lucas Fernández. Ed. Alfredo

Hermenegildo, Madrid, Escelicer, 1972, pp. 115-149.

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de la mujer. El espectador asiste a un curioso forcejeo en que el Pastor hace

todo lo posible para conseguir que la mujer le mire y le atienda. Mientras

tanto, ella tiene el pensamiento puesto en tantas heroínas de la tradición

que sufrieron o murieron por amor: Dido, María Coronel, Margarona,

Lucrecia, etc. En el juego galante, el Pastor decide consolar a la Doncella y,

a petición de esta última, se ofrece a entonar un «cantarcillo», acción, que

finalmente, no llevará a cabo. El Pastor descubre la vida amorosa existente

entre los rústicos, de la que él es el ejemplo vivo, pero la Doncella, incluso

admirándose al conocer la existencia de las penas y los dolores existentes en

el mundo afectivo de los pastores, afirma la mayor intensidad del daño de

amor entre las gentes de su estamento social. La insistencia del Pastor se

manifiesta claramente:

- «Pues yo ¡mi fe! mucho os quiero y aun ¿veys? sospiro por vos. ¡Ay Dios, que de cachondiez me muero!» (vv. 149-153)

- «Yo bien ancho y bien chapado estó, y relleno y gordo; ¡bien milordo! Asmo ño me hauéys mirado.» (vv. 294-297)

Con ella muestra su ridícula pasión y las no menos grotescas

cualidades físicas que le adornan. Todo acaba, después de un largo forcejeo,

con la entrada del Caballero, la recuperación y liberación de la Doncella y el

castigo y sometimiento del rústico. El Pastor acosa, insiste, exhibe sus

cualidades de amador. Pero siempre queda al descubierto la clave burlesca y

paródica con la que ha sido construido. El galán, en esta temprana égloga,

está reducido a la condición caricatural de un pastor que no es más que el

instrumento del éxito social –en este caso, amoroso- del personaje del

estamento dominante. El otro galán, el Caballero triunfante, es solamente el

signo que asegura la presencia hegemónica del discurso aristocrático, vivo

en estas representaciones cortesanas del teatro de Fernández. Pero el

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verdadero galán es el derrotado, burlado y sometido Pastor. Incluso si, al

final, es él quien les muestra el camino a los enamorados y les canta el

villancico.

Otro caso de galán ridiculizado es el que ofrece la Égloga

interlocutoria6 de Diego de Ávila. Y por extraña y pintoresca coincidencia con

el tema que nos ocupa, el pastor en cuestión lleva el nombre de Tenorio

Hernando. Si el Pastor tiene en la égloga de Fernández una evidente

capacidad para tomar la iniciativa amorosa acosando a la Doncella, Tenorio

es el galán/antigalán en la pieza de Ávila. Su boda con Turpina es preparada

por Hontoya, el padre de Tenorio, y por el casamentero Alonso Benito.

Siendo obra de circunstancias escrita para ser representada con motivo de

unos esponsales celebrados por el estamento aristocrático, todo en ella está

bañado por el tono festivo, paródico y caricatural. Tenorio es el ejemplo del

amador incapaz de hacer la corte a la amada. Ya tiene más de cincuenta

años (p. 93). Su prisa por casarse (p. 99) corre en paralelo con la brutalidad

del personaje cuando habla de su propia manera de tratar a la novia («de

una puñada o dos que le diese / patas arriba la hiciese quedar» –p. 99). Las

comedias pastoriles de principios de siglo usan galanes –los dos ejemplos

vistos son una buena prueba- en cuya elaboración ha importado más la

finalidad extradramática de los personajes –la diversión del estamento

aristocrático de una corte- que el diseño de sus vidas fingidas. El galán

ridiculizado se pasea por la égloga como instrumento puesto al servicio de

una empresa que nada tiene que ver con la obra misma, y mucho con la

fiesta aristocrática.

6 .- Teatro renacentista. Juan del Encina. Diego de Ávila. Lucas Fernández.

Bartolomé de Torres Naharro. Gil Vicente. Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid, Espasa Calpe, 1990, pp. 81-111.

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La Comedia Himenea, de Bartolomé de Torres Naharro7, ofrece un

modelo de comportamiento del galán muy distinto. El caballero Himeneo,

locamente enamorado de Febea, la dama noble, organiza muchas noches la

ronda ayudado por músicos y cantores. Logra así entrar en la casa de la

amada. Con este gesto, Himeneo rompe las normas vigentes en las

relaciones sociales del estamento noble. La honra de la muchacha queda así

fuertemente comprometida. Cuando el Marqués, hermano de Febea y

responsable de la reputación del clan, sorprende a Himeneo saliendo de la

casa familiar al amanecer, se ve obligado a reparar el honor perdido y a

matar a su hermana. El galán Himeneo ha huido, según afirma Turpedio, el

criado del Marqués («los pies le han valido» –v. 1351). A pesar de dar con

su nombre título a la comedia, Himeneo es el galán marginado que ocupa un

lugar secundario en la trama dramática. Si él es quien ha organizado el

asedio amoroso de Febea y conseguido entrar en la casa, su actuación

queda reducida, sin embargo, a la propia de un personaje que sigue de lejos

el juego amoroso y que no hace frente a la difícil situación que vive la dama.

Himeneo, como galán enamorado, consigue su propósito, pero es Febea

quien de verdad plantea el problema de la libertad femenina de elegir

marido. Ese es en el fondo el asunto dramatizado por Naharro. Himeneo no

es más que un instrumento, casi mecanizado, para que la mujer defienda

ante la autoridad familiar el derecho a elegir marido. La aparición final de

Himeneo, invocando sus propias cualidades y la valía de su linaje, viene a

rematar la empresa iniciada por Febea. El haber huido «por pies», como dice

Turpedio, no es más que la metáfora de una notable ausencia de Himeneo a

la hora de revolverse contra la norma social vigente. Quien le hace frente al

poderoso Marqués es su hermana Febea. No Himeneo. La fuerza agresora de

la conveniencia social no está integrada en los pliegues dramáticos de este

7 .- Teatro español del siglo XVI. Lucas Fernández, Cervantes. Torres

Naharro. Gil Vicente. Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid, SGEL, 1982, PP. 65-111.

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amante naharresco. Quedan de todos modos apuntados ciertos rasgos del

galán que aparecerán en otras piezas posteriores: Himeneo cuenta con la

ayuda de criados para conquistar a Febea, viola la norma social entrando de

noche en casa de la amada, huye cuando es descubierto y, al final, entra en

el juego social e invoca la calidad de su estirpe para conseguir la aprobación

del Marqués. Todo se ajusta, aunque queden latiendo los rasgos

característicos de un galán muy capaz de ocupar un espacio mayor en la

diégesis, pero relegado aquí a un papel secundario.

Lope de Rueda, en sus comedias, ofrece un modelo de enamorado

totalmente diseñado según las coordenadas de la parodia carnavalesca. La

Armelina y Medora8 son dos ejemplos de cómo se organiza una pieza

dramática en la que el amor es un tema fundamental. En ambos casos se

presenta la figura de un viejo ridículamente prendido de los encantos de una

muchacha joven. En la Armelina es el herrero Pascual Crespo quien decide

casar a su hija Armelina –en realidad es Florentina, hija de Viana, que por

razones largas de explicar ahora, fue adoptada por Pascual- con Diego de

Córdoba, un zapatero viudo, al que la muchacha no va a aceptar. El galán de

la comedia es, dentro de la tradición teatral que pasa más tarde por la

comedia moratiniana El sí de las niñas, un pretexto cómico para ridiculizar

los planes matrimoniales concebidos por los padres para sus hijos o para sus

hijas. En Armelina se rebaja y destruye la figura del enamorado zapatero.

Cuando se presenta ante la ventana de Armelina para requerirla de amores,

se prepara para no mencionar nunca lo relativo al mundo zapateril. El criado

Guadalupe se burla constantemente de él y de su oficio. Y cuando descubre

en la ventana lo que parece ser la figura de Armelina –en realidad es un

paño puesto a secar en la ventana (p. 145)- se dirige a «ella» recurriendo a

la retórica amorosa bañada plenamente en el ridículo discurso zapateril:

8 .- Lope de Rueda, Las cuadro comedias, Ed. Alfredo Hermenegildo, Madrid,

Cátedra, 2001, pp. 129-164 y 215-255. Los textos citados están tomados de esta edición.

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«Piel anchísima, blanda y amorosa que cubre mis quemantíssimas entrañas.

Afilado trinchete para cercenar la penetrante vira de mi penado çapato, y

corcho de mi mal forjado plantufo […] Y finalmente, alezna y aguja que

atraviessa de parte a parte el retoricado coraçón mío» (p. 145).

La Medora presenta la figura del ridículo galán viejo, Acario, el padre

de la heroína, que se ha enamorado de una muchacha joven, Estela, la

hijastra de Lupo y de Águeda. La figura del viejo enamorado está construida

según el mismo modelo que hemos visto en la Armelina. Acario, aconsejado

por el lacayo Gargullo, se prepara para ir al encuentro de Estela. Y dice así:

«Gargullo hame hecho vestir con aquel leñador y m’astusar la barba para

parescer otro de lo que soy, y también por ir como debo para hablar con

aquella caríssima de más que querubín de yesso y más blanca que la misma

leche que de las vericundas lechugas sale cuando acaso con los iracundes

dientes del simplecíssimo burro son cortadas. ¡Oh, cuerpo del cielo, qué

pedaço de retórica he dicho sin tenella pensada ni estudiada!» (p. 227). El

galán, degradado y rebajado, verá dura y cómicamente castigada su osadía

cuando Lupo le dé unos fuertes correazos y tenga que salir de escena, como

animal de carga, llevando sobre sus espaldas al lacayo Gargullo.

En una y otra comedia, donde se manifiestan de manera muy marginal

los dos enamorados que se casarán con las dos doncellas –Justo y Casandro,

respectivamente-, son las figuras de los dos viejos amantes las que ocupan

un espacio importante y las que determinan una forma específica de

construir cierta clase de galán en el teatro del siglo XVI. Son

manifestaciones marginales, pero dignas de ser mencionadas en esta rápida

descripción de la presencia del donjuán antes de Don Juan en los escenarios

españoles del Quinientos.

Los autores trágicos del último tercio del siglo ofrecen unas figuras de

galanes en las que se manifiesta la brutalidad, el abuso y el exceso en las

maneras y en los hechos conducentes a la conquista amorosa de la mujer o

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del hombre. Se trata de personajes en los que la condición real o principesca

lleva integrada la del amante opresor de la libertad del otro. O de la otra. Es

decir, el rey o el príncipe tirano ejercen su rol de galán como elemento

característico del modelo del gobernante déspota. Parte de la locura, del

salvajismo, de la anormalidad de estos personajes se manifiesta en la

locura, el salvajismo y la anormalidad amorosa. Las anécdotas superficiales

de una misma estructura profunda aparecen, entre otros ejemplos, en Atila,

en el Príncipe de León –de Atila furioso y La cruel Casandra, de Cristóbal de

Virués-, y en el príncipe Licímaco –de La tragedia del príncipe tirano, de Juan

de la Cueva-. Hemos de tomar también en consideración la figura de la reina

Semíramis –de La gran Semíramis, de Virués-, que, desde su condición

femenina, actúa, arremete y abusa en la conquista amorosa exactamente

igual que los personajes masculinos a los que hemos aludido.

En todos estos ejemplos, la figura del galán –y de la galana- responde

a unas características comunes. Un rey, una reina o un príncipe ejercen un

poder tiránico sobre su corte y sobre su sociedad. Y dicho abuso de poder se

manifiesta de maneras diversas. En algún caso se procede al

encarcelamiento del esposo de la mujer a quien el monarca quiere

conquistar: Menón es aprisionado por Nino para que le ceda a su esposa

Semíramis, en La gran Semíramis9 (vv. 556-559). La misma Semíramis lleva

su desenfrenada pasión amorosa hasta el asesinato de

«[…] más de mil mancebos, con quien ella ha dado fin a su apetito ciego, gozando a cada cual sola una noche, o solo un día, en su laciva cama y ella luego después les daba muerte» (vv. 2062-2066),

y hasta la búsqueda desesperada e incestuosa de su propio hijo Ninias:

«No puedo sin ti pasar, no puedo sin ti vivir;

9 .- Cristóbal de Virués, La gran Semíramis. Elisa Dido. Ed. Alfredo

Hermenegildo, Madrid, Cátedra, 2003.

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por fuerza te he de buscar, por fuerza te he de seguir, por fuerza te he de alcanzar.»» (vv. 1697-1701).

En otro caso, el del Príncipe tirano de Cueva, una serie de actos

tiránicos e irracionales llevan al príncipe Licímaco a compartir el lecho con

dos mujeres, Teodosia y Doriclea10. Ambas, sintiéndose violadas en sus

derechos más elementales, se ponen de acuerdo para matarle. Y lo logran,

consiguiendo posteriormente el perdón real.

Se trata, en estos casos y en otros que abundan en las tragedias

finiseculares, de ejemplos de galanía en los que la conquista amorosa del

otro o de la otra no es más que el aspecto dramáticamente más rentable

para trazar la figura del monarca, del príncipe o de la reina. En realidad, el

galán que describimos es una manifestación más –tal vez la más vistosa- del

abuso de poder político y social denunciado en esta serie de tragedias. Pero

ahí quedan esos amantes como un eslabón más de la cadena que dramatiza

progresivamente la aparición de la figura del abusador rijoso o de la mujer

arrastrada por lo que podría identificarse como furor uterino.

Nuestra reflexión sobre el galán del Quinientos termina con la comedia

El infamador, de Juan de la Cueva11. En la pieza puede verse una clara

tradición literaria clásica e hispánica, así como un evidente ambiente local12.

Plauto y Terencio, la tradición humanística que se prolonga en el uso de los

dioses paganos, la Celestina, el ambiente sevillano, etc., vienen a confluir

como elementos constituyentes de una forma de hacer teatro que pronto

desaparecería de la escena española.

10 .- Comedias y tragedias de Juan de la Cueva. Ed. Francisco A. de Icaza,

Madrid, Sociedad de Bibliófilos Españoles, 1917. 2 vols. La Tragedia del príncipe tirano está publicada en el vol. 2, pp. 209-269.

11 .- Juan de la Cueva, El infamador. Ed. José Caso González, Salamanca, Anaya, 1965.

12 .- Id., pp. 21-22.

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A partir de una frase de Leandro Fernández de Moratín, en la que dice

que Leucino, nuestro héroe, es una especie de Don Juan Tenorio13, ha

surgido la polémica sobre la supuesta donjuanía del protagonista de Cueva.

No vamos a entrar en la discusión de los críticos. Bástenos en este trabajo

recoger ciertos elementos que definen la figura y los hechos de Leucino, así

como la forma que el autor ha utilizado para tratar el personaje y las figuras

que le rodean.

Bueno será recordar un pasaje del estudio que a Leucino le dedica

Caso González. Dice así: «Es menester reconocer que existe alguna relación

entre Leucino y don Juan Tenorio. Leucino es también un burlador, como

don Juan, aunque sus “burlas” sólo aparecen como antecedentes de la

acción dramática; para convencer a Eliodora acuden los terceros a decirle

que el matrimonio con Leucino está ya tratado por su padre, igual que don

Juan hace sus conquistas dando muchas veces la palabra de matrimonio; las

notas de vida disipada características de ambos protagonistas son más y

mejor analizadas en Tirso, pero en Leucino y en don Juan existen como

dominantes la sensualidad, el orgullo y la vanidad. Cueva no eleva a plano

teológico su comedia; no piensa jamás en la oposición entre el “cuán largo

me lo fiáis” y el “quien tal hace que tal pague”; pero el castigo final es en El

infamador consecuencia de toda la vida anterior de Leucino y no sólo de un

hecho aislado y concreto.»14

Las alegaciones de Caso resultan perfectamente válidas, aunque

prefiramos considerar el caso de Leucino como un eslabón más en esa serie

de galanes que produjo el teatro del siglo XVI. Y en todos ellos, como en el

galán de Tirso, aparecen rasgos coincidentes. En Leucino abundan algo más,

aunque hay en él notas que le separan profundamente del caso tirsiano.

13 .- «Orígenes del teatro español», en Obras de Don Nicolás y Don Leandro

Fernández Moratín, Madrid, Atlas, 1944, pp. 147-305. (Biblioteca de Autores Españoles, 2).

14 .- Cueva, El infamador. Ed. Caso, p. 20.

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Leucino es un agresor del orden social y familiar. Por eso en la

comedia aparece tan destacado el problema del honor. Tan destacado que

acaba ocupando un espacio desmesurado. Los padres de Leucino y Eliodora

reaccionan muy violentamente contra sus respectivos hijo e hija cuando la

justicia retira el cadáver de Ortelio, el criado del protagonista asesinado por

la heroína. Corineo pide que Eliodora quede libre y que aprisionen a su

propio hijo. Ircano, el padre de Eliodora, exige la muerte de su hija y la

liberación de Leucino. Llega incluso a prepararle «un bocado» (v. 1719)

envenenado para que muera la dama y se evite así la deshonra pública de la

familia. Sin entrar en la verosimilitud o inverosimilitud de ambas reacciones,

queda abierta la vía de la desmesura que conduce, como veremos al final, a

la extraña sensación de asistir a la configuración del teatro del absurdo o,

mejor aún, de un teatro del disparate y de la burla.

En segundo lugar, el galán Leucino, en su actuación, basa su galanía

en el dinero que posee y en el uso de él. No sólo recurre a la compra de los

favores de terceros en la conquista amorosa y a la utilización y colaboración

interesada de sus propios criados («que de mí hayas tan honrosa paga / que

el galardón al hecho satisfaga» -vv. 785-786-, le dice al criado Porcero). Sus

conquistas amorosas están basadas en la compra de los favores femeninos,

ya que el dinero todo lo puede:

«[…] Quiero darte [le dice a Tercilo] por ejemplo el discurso de mi vida: dejo [la] estimación que en toda parte a mi persona ha sido concedida; los trofeos de amor quiero acordarte, pues sabes que no hay dama que rendida no traiga a mi querer por mi dinero y no por ser ilustre caballero.» (vv. 67-74)

Leucino es un galán fundamentalmente violento, que usa la violencia y

recurre a criados también violentos. En ausencia de Eliodora, anuncia su

modo de actuar:

«Pague los insolentes desvaríos

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que siempre usó comigo, y no aguardemos a razones, mas haga el duro apremio que por fuerza me dé el rogado premio.» (vv. 1491-1494)

Y se dirige a la misma Eliodora con estas palabras:

«Tu dureza, Eliodora rigurosa, me trae cual ves a la presencia tuya a pedirte que elijas una cosa: morir aquí o que mi mal concluya.» (vv. 1503-1506)

Leucino está en la línea de los galanes tiranos, de los reyes y príncipes

asesinos que pueblan las tragedias finiseculares. Poco tiene que ver con el

conquistador de amantes a las que convence con artes varias y con el

recurso a la intercesión de celestinas y de terceras en amores, lo que, por

otra parte, también hace nuestro héroe. A Leucino le faltan dotes de galan

seductor y le sobran gestos marcados por la infamia, la mentira, la violencia

y la brutalidad. Lo que no impide el haber conquistado más mujeres «que

estrellas tiene el cielo y Libia arenas» (v. 80), según dice Tercilo, y no

recordar a ninguna ya pasado el momento de la excitación y de la aventura

(v. 82).

En esta misma línea dramática, no es de extrañar que la dama

acosada sea igualmente violenta. Eliodora no tendrá reparo en matar con

una daga a Ortelio, el criado de Leucino, cuando llega este a casa de la

dama acompañado de sus sicarios (vv. 1532-1534).

En El infamador falta la vertiente religiosa y la agresión contra el

mundo de ultratumba. Sí hay, sin embargo, un «¡cuán largo me lo fiáis»

donjuanesco en la intervención de Tercilo [ruego a Dios que no llores lo que

intentas -v. 109] y en la respuesta de Leucino [¡Qué tengo de llorar! –v.

110]. Y esa ausencia del elemento religioso no excluye la aparición de una

serie de personajes salidos del mundo de lo sobrenatural, de la mitología

grecolatina, que intervienen, corrigen y condicionan el desarrollo y el

desenlace de la acción.

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La justicia condena a Eliodora y, por el hecho mismo, queda en

entredicho. Sólo la intervención de Diana, el deus ex machina femenino, va

a recomponer el equilibrio y a fijar la justicia poética. Hay una intervención

numerosa de figuras sobrenaturales o morales –Némesis, Venus, Diana, los

salvajes, el río Betis- que vienen a poner en tela de juicio el equilibrio y la

lógica interna de la diégesis. Para salvar a la infamada ya no hay recursos en

el espacio isotópico de la obra. Y el autor tiene que recurrir a personajes

salidos de la fantasía, del espacio dramático anisotópico, para restablecer el

equilibrio que el tema exige. Y no deja de ser curiosa y pintoresca, teniendo

en cuenta las formas y prácticas sociales de la época, la intervención de

Diana en el momento en que salva a la heroína y condena a Leucino

«Justo es que muera el hombre que ha infamado mujer, o sea casada, o sea doncella, viuda, honesta, o de cualquier estado que sea, ora la sirva o huya de ella.» (vv. 2047-2050).

Una especie de discurso feminista avant la lettre apunta en las

palabras de Diana. Del mismo modo que la conclusión de la obra parece más

propia del discurso burlón que los finales de una pieza en la que se ha

estado jugando con la vida de una inocente. Diana ordena que echen a

Leucino al río «a un grave peso asido» (v. 2115). Y el Betis reacciona

pidiendo a la diosa que no arrojen

«en mis líquidas ondas ese fiero, ni su maldito cuerpo sepultado en el bético seno de mi impero. Manda que sea a las fieras arrojado, o al fuego cual su horrible compañero, no en mí, que volveré a lanzallo fuera, como lo echaren vivo, a la ribera.» (vv. 2136-2142)

La respuesta del Betis -¿también un discurso de la postmodernidad,

ahora ecologista?- viene a ser una carcajada, pareja con la ya señalada en la

escena de los padres del héroe y de la heroína. Juan de la Cueva, yéndose

hacia los extremos de la verosimilitud, abre la vía a un teatro en el que el

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disparate, el exceso y el trazo grueso tocan las fronteras del absurdo, como

lo hacían otros trágicos de fin de siglo y como lo haría, años más tarde,

Calderón de la Barca en sus tragedias de la honra.

En conclusión, no hemos querido buscar unos supuestos rasgos

donjuanescos existentes en el teatro del XVI. Pero al rastrear ciertas formas

de galanía en la escena de la época, puede concluirse que la escena del

Quinientos construyó ciertos personajes, variados y multiformes, con los que

coinciden varios de los rasgos característicos del galán Tenorio. Aunque los

galanes del Quinientos abunden en signos deformantes, burlescos, o queden

marginados en un segundo plano de la aventura amorosa.

[La paginación no coincide con la publicación]