La Página Que Falta

3
La Página que falta La tarde para Felipe transcurría sin mayor novedad. Un gastado ventilador hacía mover su cabello, indiferente a pesar de ser eso casi lo único en movimiento dentro del espacio de no más de cinco metros de ancho por diez de largo. Era martes y, por lo general, la clientela en la vieja librería no era muy provechosa para el bolsillo deshilachado del viejo Martín, tío de Felipe y dueño de La Página que falta. Hacía más de 30 años desde que la inauguró. Era su idea de la felicidad el poder compartir su pasión con la gente. Y para entonces era un negocio rentable, la ciudad apenas era un pueblo apacible y muchos de sus pobladores eran asiduos lectores de poesía, novelas, cuentos, revistas... Cualquier texto era un posible buen compañero durante las tranquilas tardes libres en la plaza central. Pero con el paso del tiempo la ciudad dominó al pueblo. La juventud dominó a la ciudad. La tecnología a la juventud. Y La Página que falta ahora era solo un viejo negocio sin mayor valor, apuntalado bizarramente por el espíritu nostálgico de Martín, para cual el tiempo tampoco pasaba en vano, y ya no podía dedicarse a cuidar como desearía de sus fieles amigos de papel y tinta. Y por eso estaba Felipe allí, en el preciso instante del espacio-tiempo cuando, sin esperar ninguna particular anécdota de aquella tarde, Valeria atravesó el marco de madera pintada que recibía a los clientes. El letrero clavado justo arriba, a la vista del mundo exterior, había llamado su atención: La Página que falta. No pudo contener el deseo de entrar. Parecía recorrer con la mirada todo el lugar, pero sus ojos estaban cerrados y su cabeza ejecutó un lento y agraciado giro de unos 150 grados, quizá. Felipe la observó curioso e incauto. Era joven, quizá un par de años menor que él. Su aspecto era descuidado, fresco y agradable. Su cabello castaño, rebelde. Su piel tan clara como el papel de los viejos libros, excepto por las manchas de la vejez. Cuando entró parecía no venir de ninguna parte, ni tener un rumbo trazado. Pareció llegar allí por mera aleatoriedad. La misma con la cual se abalanzó y caminó hacia el mostrador donde el chico observaba en silencio. Hola dijo ella distraída por su entorno. Hola ¿Puedo ayudarte en algo? Valeria no contestó. Parecía no estar ahí. ¿Hola? –insistió− Disculpa ¿buscas algo en especial? Al fin pareció poner atención en la única presencia humana dentro de la librería además de ella.

description

Cuento de Adrián Veroes Condezeyaculacionestextuales.wordpress.com

Transcript of La Página Que Falta

Page 1: La Página Que Falta

La Página que falta

La tarde para Felipe transcurría sin mayor novedad. Un gastado ventilador hacía mover

su cabello, indiferente a pesar de ser eso casi lo único en movimiento dentro del espacio

de no más de cinco metros de ancho por diez de largo. Era martes y, por lo general, la

clientela en la vieja librería no era muy provechosa para el bolsillo deshilachado del viejo

Martín, tío de Felipe y dueño de La Página que falta. Hacía más de 30 años desde que la

inauguró. Era su idea de la felicidad el poder compartir su pasión con la gente. Y para

entonces era un negocio rentable, la ciudad apenas era un pueblo apacible y muchos de

sus pobladores eran asiduos lectores de poesía, novelas, cuentos, revistas... Cualquier

texto era un posible buen compañero durante las tranquilas tardes libres en la plaza

central.

Pero con el paso del tiempo la ciudad dominó al pueblo. La juventud dominó a la

ciudad. La tecnología a la juventud. Y La Página que falta ahora era solo un viejo negocio

sin mayor valor, apuntalado bizarramente por el espíritu nostálgico de Martín, para cual el

tiempo tampoco pasaba en vano, y ya no podía dedicarse a cuidar como desearía de sus

fieles amigos de papel y tinta.

Y por eso estaba Felipe allí, en el preciso instante del espacio-tiempo cuando, sin

esperar ninguna particular anécdota de aquella tarde, Valeria atravesó el marco de

madera pintada que recibía a los clientes. El letrero clavado justo arriba, a la vista del

mundo exterior, había llamado su atención: La Página que falta. No pudo contener el

deseo de entrar. Parecía recorrer con la mirada todo el lugar, pero sus ojos estaban

cerrados y su cabeza ejecutó un lento y agraciado giro de unos 150 grados, quizá. Felipe la

observó curioso e incauto. Era joven, quizá un par de años menor que él. Su aspecto era

descuidado, fresco y agradable. Su cabello castaño, rebelde. Su piel tan clara como el

papel de los viejos libros, excepto por las manchas de la vejez. Cuando entró parecía no

venir de ninguna parte, ni tener un rumbo trazado. Pareció llegar allí por mera

aleatoriedad. La misma con la cual se abalanzó y caminó hacia el mostrador donde el chico

observaba en silencio.

−Hola –dijo ella distraída por su entorno.

−Hola ¿Puedo ayudarte en algo?

Valeria no contestó. Parecía no estar ahí.

−¿Hola? –insistió− Disculpa ¿buscas algo en especial?

Al fin pareció poner atención en la única presencia humana dentro de la librería

además de ella.

Page 2: La Página Que Falta

−Ah… sí. ¿Puedo verlos? –preguntó innecesariamente mientras señalaba los libros a su

alrededor−

−Claro. Adelante.

La chica del cabello rebelde avanzó. A simple vista parecía indecisa de por dónde

empezar, pero la indecisión no era una cualidad para ella. Entonces optó por lo simple:

comenzar por el principio más cercano. La hilera de estantes con cientos de libros se

extendía cubriendo casi las cuatro paredes de la estancia. Ella comenzó a recorrerla desde

el extremo más cercano a ella y a Felipe, dirigiéndose hacia el otro extremo, en el rincón

más oscuro consecuencia del final de la vida útil de una de las tres lámparas rudimentarias

que colgaban del nervio central que sostenía el techo a dos aguas de la librería.

Podríamos suponer que Valeria visitó fugazmente los títulos impresos en los lomos de

los libros enfilados en los estantes, buscando uno que llamara su especial atención para

sacarlo de su comodidad, leer su tapa trasera y darle unas rápidas ojeadas. Pero no pasó

así, no exactamente. Valeria sí los visitó, pero no con sus ojos. Sus dedos iban acariciando

los lomos con la misma delicadeza que mordía inconscientemente sus labios durante los

largos ratos de lectura nocturna que pasaba en su habitación, iluminada por la vieja

lámpara que rescató entre los cachivaches de su padre y que ahora era su sonámbula y fiel

compañera. A cada paso tardío junto a los estantes, las yemas de sus dedos iban

concentradas en los libros, y sus ojos en un horizonte más allá del límite que imponen las

paredes.

Por fin algo pasó, y la detuvo. Estaba a la mitad del segundo estante, quinto nivel de

abajo hacia arriba. Unas letras grabadas en relieve sobre una superficie áspera de

diminutas hebras entrelazadas, abultada. Levantó su dedo índice y haló delicadamente el

libro hasta sentirlo salir de entre sus compañeros que lo abrazaban como impidiéndole

alejarse. Entonces, sucedió lo más extraño que había visto Felipe desde hacía mucho

tiempo; desde el día que un extraño hombre vestido de negro entró con un tordo llanero

metido en una jaula, al que leyó con gracia y frenesí una copia de «El Cuervo» de E.A.Poe

que tenían en alguno de los estantes. Las blancas manos de Valeria tomaron el libro entre

ella y lo acercaron a su rostro, aun de párpados cerrados. Su dedo pulgar se posó al borde

de las páginas, las hizo flexionar y suavemente lo deslizó haciendo abanicar una por una

las páginas, despidiendo un suave olor directamente hacia las fosas nasales de la chica.

Ella identificó el aroma de la palabra del barroco, con toques de feminidad y devoción. A

pesar de la escabrosa corteza, su alma era pura finura. Opuesto a ella. No era lo que

buscaba.

Volvió a depositar el libro con precisión en el mismo lugar, y reanudó su recorrido. Sus

dedos continuaron buscando una especie de nueva conexión mística. Pero pronto se dio

cuenta que lo que buscaba estaría allá, al fondo, en el rincón oscuro, en los libros que casi

Page 3: La Página Que Falta

nadie buscaba. Y caminó con prisa hacia ellos, una prisa que no había tenido desde que

entró al lugar. Quizá no lo habría tenido desde hace mucho, especuló Felipe…

En la sombra, su piel no parecía tan clara. De hecho, su semblante era un tanto más

lúgubre. Quizá allí se apreciaba mejor su interior. Recurrió de nuevo a la misma estrategia.

Acarició los libros con la yema de sus dedos, pero esta vez lo hizo de frente a ellos, usando

ambas manos y viéndolos fijamente por primera vez. Parecía necesitar ayuda ante tantas

propicias opciones. Su actitud absorta era como si solo tuviera una oportunidad para

elegir. Al fin lo hizo, lo extrajo, se lo llevó a la nariz, cerró sus ojos, abanicó las páginas e

inhaló… Su caja torácica se hinchó y sus pequeños pechos se alzaron por primera vez

haciéndose notar bajo la ropa. Su cuerpo se estremeció. Había encontrado lo que

buscaba. Un intenso, penetrante y violento hedor rancio y añejo. A guardado, diría su

abuela. Abrió sus ojos y vio lo que el olor había ilustrado en su mente. Hojas amarillentas,

marchitas, quebradizas. En sus bordes decenas, quizá cientos, de pecas naranjadas del

óxido que padece al papel. Eso sí era lo que buscaba.

Caminó triunfal al mostrador, desde donde Felipe no había dejado de observarla ni un

segundo.

−Me llevo este –lo mostró con orgullo como Arturo a Excalibur− ¿Cuánto cuesta?

En mucho tiempo, nadie había preguntado por el precio de uno de aquellos viejos

libros. Ningún precio era suficientemente bajo, ni suficientemente alto, para significar el

valor que tenía en el oscuro estante y en las blancas manos de la chica. Felipe se encogió

de hombros.

−Solo llévatelo. Es un regalo.

Valeria inclinó la cabeza desconcertada. Felipe se apresuró a precisar.

−Mi abuelo ya no recuerda que ese libro está aquí. Seguramente si supiera le hubiese

dado por botarlo −mintió.

Los grandes ojos de Valeria lo miraron fijamente. Se humedeció los labios con la

lengua, su mano se alzó, lo tomó discretamente por el costado de su cabeza y lo atrajo sin

esfuerzo hacia sí. Sus labios fueron el centro de gravedad que aguardó con paciencia hasta

haber atraído los del pasmado Felipe, en los cuales plantaron un largo e intenso que

inundó de gozo la boca, el pecho y el alma del chico, y cuando hubo terminado...

−Gracias –dijo ella.

Felipe permaneció en la misma posición durante algunos segundos. Cuando abrió los

ojos, ella se había marchado.

Adrián Veroes Condez