La mirada a la Experiencia: una reflexión sobre el ...

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1 La mirada a la Experiencia: una reflexión sobre el problema de la experiencia y el lenguaje en la obra de Walter Benjamin y Giorgio Agamben Bacchus on a Billy goat. Music in the casket* Juan David Cabrera Sánchez Departamento de Filosofía Maestría en Filosofía Tesis de Maestría Directora: María Mercedes Andrade R. Profesora asociada - Departamento de Literatura Universidad de los Andes 2017

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La mirada a la Experiencia: una reflexión sobre el problema de la experiencia y el lenguaje en la obra de Walter Benjamin y Giorgio Agamben

Bacchus on a Billy goat. Music in the casket*

Juan David Cabrera Sánchez

Departamento de Filosofía Maestría en Filosofía Tesis de Maestría

Directora: María Mercedes Andrade R. Profesora asociada - Departamento de Literatura

Universidad de los Andes 2017

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Introducción En el ensayo “El narrador” de Walter Benjamin, el autor desarrolla el problema de la

narración en el espacio de la modernidad, a partir del peligro de su extinción por la

masificación de la técnica y la actitud indiferente y casi cómplice del contexto político y

social de la época. En su obra, la importancia de la narración se significa porque por medio

de ella es posible la transmisión de la experiencia entre los individuos, con el fin de

suspender, sí no de hacer una crítica, a la atomización en las relaciones humanas y al

empobrecimiento progresivo de nuestra capacidad para relacionarnos significativamente

con el mundo. Este tema tiene que ver con una tonalidad, si se quiere, en la que cada

persona es capaz de reafirmar su existencia, dando cuenta del lugar que habita, de sus

símbolos, sus singularidades y su complejidad.

En una línea distinta pero susceptible de comparación, Giorgio Agamben retoma la obra de

Benjamin y profundiza en la discusión de una destrucción de lo experienciable, con base en

el afianzamiento inclemente del capitalismo y de las tecnologías de control político en la

actualidad, y propone, en una serie de reflexiones asociadas con el tema, una posibilidad de

recuperarla. ¿Cuál es el sentido particular del análisis de ambos autores sobre el tema?, ¿Es

plausible un vínculo entre sus argumentos para sugerir la posibilidad de tener experiencias

en el mundo moderno?, ¿cuál es la pertinencia del análisis como uno que concierne al

mundo actual?

En el presente texto quiero abordar el problema de la experiencia a partir de estos

cuestionamientos, en la reflexión, primero, de Walter Benjamin y posteriormente de

Giorgio Agamben, con base en conceptos teóricos diferenciados pero que tienen en cuenta

el papel del lenguaje y la esfera de lo literario. Con ello, me interesa hacer una

comparación teórica y significante entre ambos, que revista de importancia al problema en

la actualidad.

En este sentido, quiero señalar, por un lado, la importancia de la narración, la

comunicabilidad –de las experiencias– y el papel de la traducción, como nociones centrales

para interpretar el concepto de experiencia en la obra de Benjamin, a partir del problema

del lenguaje. Para ello me interesa hacer una revisión de la idea de un “empobrecimiento”

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experiencial en la modernidad, en el sentido que lo entiende el autor, con base en ciertas

categorías como la de “incomunicabilidad”, la “técnica”, vinculada a las dinámicas del

“capitalismo”, o la “sorpresa”, en relación con el “acontecimiento”, que ahora se visibiliza

en un “shock” propio de la ciudad moderna. Además, tengo en cuenta la cuestión de la

“información” en contraste con las posibilidades comunicativas de la narración. Estos

temas tienen una importancia fundamental para su reflexión, en el sentido de una

degradación paulatina de la experiencia que Benjamin denuncia en su obra y que se revela

con otros matices y con sentidos diversos en el mundo de hoy.

Por otro lado, tengo en cuenta el concepto de experiencia que Agamben profundiza en un

análisis sobre el proceso de destrucción de la misma en la actualidad, con respecto al hecho

de que su recuperación pueda darse en un estrato inmanente y lingüístico en el ser humano,

y en la posibilidad de una comunidad en donde esta emerja con toda su diversidad. Me

interesa el tema del lenguaje porque tiene un valor fundamental para ambos autores, en el

sentido que sin este una forma de vida en la sensibilidad que requiere profundizar en estas

cosas sería improbable para ambos.

Con este fin, el texto está dividido en tres partes: primero, el desarrollo del concepto en

Benjamin; segundo, el análisis del mismo en Agamben; por último, el vínculo teórico entre

ambos autores para profundizar en las posibilidades del problema y en los lugares en los

que se complementan. En el caso de Benjamin tengo en cuenta los textos producidos en su

época “marxista” –tercera década del siglo XX–, dedicados al problema de la experiencia

de la modernidad y de la comunicabilidad como sustrato fundamental de la misma, y de la

narración, aspecto que se evidencia en su descripción de París en Charles Baudelaire y en

la evocación de su infancia en la ciudad de Berlín. No obstante, por la pertinencia del tema,

abordo el problema de la “traducción” en “La tarea del traductor”, texto publicado en los

años veinte, que se conecta en puntos nodales con el objetivo.

Con Agamben tengo en cuenta algunos ensayos pertinentes para el desarrollo del tema.

Abordo algunos textos dedicados al problema de la experiencia en el marco del

pensamiento occidental, del “lenguaje” y de algunas nociones sobre “lo abierto” y sobre el

“aburrimiento” en Heidegger, pertinentes para profundizar en ciertas discusiones del autor.

Tengo en cuenta también el problema de la “comunidad”, que implica para Agamben la

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posibilidad de una en donde, eventualmente, estas discusiones sean plausibles por la

singularidad de su propuesta. Por último, realizo una comparación teórica entre ambos

autores y reviso la cuestión del “juego” y de la “infancia” como lugares significantes en

donde la experiencia puede emerger. Asimismo, tengo en cuenta la posibilidad de la

narratividad como un ejercicio que abre a otras perspectivas la forma en la que puede

concebirse una experiencia en la actualidad.

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1. Los intersticios de la modernidad y la apertura de la experiencia en el

pensamiento de Walter Benjamin.

Uno tiene que estar preparado para recibir experiencias, conocimientos, saber: es imposible resistir el paso violento de la verdad cegadora. (…) Existen cosas, circunstancias y situaciones en el mundo que no debieran existir y que ahí están sin que uno pueda escapar a ellas; y, lo que es peor: si uno pudiese huir de ellas no las esquivaría, puesto que también esas cosas, circunstancias y situaciones forman parte del Movimiento…

William Faulkner, Los rateros (Una reminiscencia), 161 (1964)

Para Walter Benjamin, pensar en el sentido de una experiencia en la modernidad es un

problema que puede inscribirse en su debilitamiento inminente y, desde allí, en la

posibilidad de su recuperación. Ello se vincula directamente con la manera como el ser

humano se relaciona perceptiva y sensiblemente con su entorno. En la modernidad, este

problema se ha permeado de un componente que procura con dificultad la recuperación de

una “totalidad”, porque los procesos sociales han deformado progresivamente el modo

como el ser humano se relaciona con su espacio histórico, problema que ha trascendido

hasta la actualidad y que configura de diversas formas el mundo en el que vivimos.

Benjamin realiza una crítica sobre un devenir inscrito en una “pobreza” experiencial que

está relacionada con algunas prácticas destinadas al “ocio” en la modernidad: el

“pasatiempo”, el concepto de “tiempo libre”, la “museificación” de los espacios, esto es, la

sustracción del uso que se hace de las cosas y de los lugares, y, en el texto “Experiencia y

pobreza”1 hace referencia a una cierta “tristeza” (cf. Benjamin 2007 221) que acaece en el

mundo por la tecnificación de los diferentes campos de la vida, y del “cansancio moral” que

esto implica. Asimismo, en su reflexión señala que este intento de recuperación de una

“totalidad” evidencia, a grandes rasgos, un afianzamiento del desarrollo “técnico”, pues su

sentido se desvanece en prácticas predeterminadas por un discurso “progresista”. No

1 Benjamin, Walter (2007). “Experiencia y pobreza”. Walter Benjamin: Obras; Libro II/Vol. I. Abada Editores. Madrid.

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obstante, ¿qué es para Benjamin una noción experiencia como en la que profundiza, una

que, con base en este “empobrecimiento”, es capaz de emerger con singularidad? Además,

¿cuáles son sus posibilidades y por qué es importante el planteamiento de este problema, es

decir, por qué es importante en la actualidad?

Para abordar estos temas, en el presente capítulo se tienen en cuenta algunos textos de la

época marxista de Benjamin sobre la experiencia, que está asociada con el problema de lo

“artesanal” como un lugar que contrasta con su empobrecimiento en la modernidad (1). Se

tiene en cuenta la cuestión del “narrador” en relación con el “caminante” de la ciudad del

París de finales del siglo XIX, en el texto de su último periodo “El París de Baudelaire”, y

el shock por el efecto de la sociedad industrial y de la “incomunicabilidad” de experiencias.

En este punto, se profundiza en la cuestión del “mito” y del “umbral”, desarrollado por

Winfried Menninghaus en “Saber de los umbrales”. Asimismo, se vincula este problema

con el contexto del siglo XX, reflejado en “Experiencia y pobreza”, texto anterior pero que

hace parte del mismo periodo de pensamiento de Benjamin, con el fin de generar un puente

de reflexión sobre la experiencia en la actualidad.

Posteriormente, se profundiza en la cuestión del lenguaje como sustrato de la experiencia

(2) a partir de la cualidad de lo “narrativo”, en “El narrador”2, teniendo en cuenta el análisis

de Pablo Oyarzún sobre el tema, y se relaciona este problema con el papel del “traductor”,

en “La tarea del traductor”, que vislumbra el carácter experiencial del lenguaje en la

narración y señala un lugar particular para la cuestión de lo experimentable.

Por último, se reflexiona sobre la cuestión del “nombre”, en el análisis de Bruno Tackels,

en el texto “Pequeña introducción a Walter Benjamin”, y de la relación del tema con la obra

de Paul Valéry (3), por la importancia que Benjamin le da en algunas partes de su trabajo,

en torno a la reflexión de la experiencia como sustrato fundamental de la relación que

mantenemos con el mundo y que se vislumbra en, por ejemplo, la obra narrativa. En gran

parte de la obra de Walter Benjamin se realiza una reflexión sobre las posibilidades de la

experiencia en la modernidad, que funciona como un lugar clave para comprender el

acontecer de la vida humana en la actualidad. 2 Benjamin, Walter (2008). El narrador. Ediciones Metales Pesados. Chile.

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En el confín crítico de la modernidad

La obra de Walter Benjamin es un modelo teórico fundamental para revisar el concepto de

experiencia, el cual sufre cambios importantes a lo largo de su obra. En este caso, se tiene

en cuenta el problema a partir de la tecnificación de la vida y la industrialización en la

modernidad, con base en dos aspectos que se contrastan: lo “artesanal” y lo “técnico”.

Benjamin acude al problema de lo literario para ilustrar la manera cómo sería posible una

experiencia en la modernidad, evitando recaer en una especie de nostalgia de lo que pudo

haber sido, en otro lugar, una verdadera experiencia3. La modernidad posee su propia

experiencia. El que la realiza se inserta directamente en el mundo que acontece,

distanciándose, propiamente, de una idea de falsa experiencia, en el sentido de la

recuperación de una totalidad que por más que lo intenta es ciega en su camino.

Benjamin se pregunta por la manera como el ser humano acontece en su vida diaria. ¿Cómo

es que acontece en esta modernidad donde no hay un lugar ideal para la reflexión sino una

sobre-consideración de los medios de la industria y del trabajo? La “maquinización” del

hombre es un problema fundamental pero no hay allí un motivo suficiente que implique una

destrucción de la experiencia: algo allí brota, se insinúa con sentido. En el ensayo “Sobre

algunos temas en Baudelaire”4, obra de su periodo de madurez, del año 1939, el autor

aborda el problema del transeúnte en la ciudad moderna. La ciudad, reflejo de la

tecnificación de la vida, de la centralización de la cultura y de la idea inaplazable del

progreso, se resignifica en los ojos del poeta. Hay en ella un declive que contiene una

nueva experiencia y que se distancia de dos ideas paralelas que la contraponen: aquello que

fue experiencia en el pasado y aquello que ya no lo es por su decadencia.

Al pensar en aquello que podría estar “perdido” en la modernidad, aparece una experiencia

singular como en las descripciones del París de Charles Baudelaire que el autor hace: de su

3 Aun teniendo en cuenta su descripción sobre lo artesanal de las corporaciones artesanales de la Edad Media que, desde su perspectiva, serían el ejemplo histórico de lo que implica una experiencia particular desde la narración (cf. 2008 62). En este caso, Benjamin no indagaría por un retorno a este estadio sino una puesta en escena de lo que este implicaría para la modernidad. 4 Benjamin, Walter (2012). “Sobre algunos temas en Baudelaire”. El París de Baudelaire. Eterna Cadencia. Argentina. p. 183-241.

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destrucción en la ciudad emerge su posibilidad. Por otro lado, lo que ya no es experiencia

por su decadencia tiene que ver con una crítica que, en el mismo texto, Benjamin realiza a

Friedrich Engels, por su descripción de la ciudad de Londres y por su modo de caracterizar

a la “muchedumbre” que diariamente la recorre. Engels afirma:

Si hemos pasado un par de días dando vueltas sobre los adoquines de las calles

principales, solo entonces descubre uno que estos londinenses han tenido que

sacrificar la mejor parte de su humanidad para llevar a cabo todas las maravillas de la

civilización de las que rebosa su ciudad, que cien fuerzas que dormitaban allí

quedaron desocupadas y fueron sometidas… Ya el gentío de las calles tiene algo de

repugnante, algo contra lo que se subleva la naturaleza humana. Estos cientos de

miles de todas las clases y todas las procedencias que allí se cruzan, apretados unos

con otros… (Benjamin 2012 200)

Para Benjamin, una descripción de este tipo está fundada en un prejuicio. Hay en ella la

visión de alguien ajeno que descubre, no sin molestia, un lugar con un orden social confuso

y sin una reflexividad aparente. En la ciudad los transeúntes se mimetizan y carecen de un

rostro: son muchedumbre, por lo que el extranjero (Engels en este caso) no puede sino

anhelar su tierra natal. Para Benjamin, Engels habla desde la voz de una Alemania con

características feudales que nunca ha visto el movimiento de una gran ciudad (cf. Benjamin

2012 201), como es el caso de Londres o París. Engels exalta que la “naturaleza humana”

se “subleva” ante este “gentío” y advierte que su “mejor parte” podría no ser “sacrificada”:

¿qué es lo que no se sacrifica allí?, ¿La nostalgia de lo que fue en otro tiempo o de lo que

sucede en una Alemania de carácter provincial?

Benjamin se enfrenta críticamente a esta postura y advierte que en la modernidad hay un

carácter particular que el poeta posibilita. En este caso, el hombre moderno deviene en su

propio tiempo y experimenta críticamente la ciudad: Baudelaire no describe a París con la

mirada ajena y nostálgica de Engels, se inserta en ella, en la monotonía inclemente de los

rostros que transitan por el boulevard o en la mujer fugaz en la que clava la mirada mientras

esta se pierde entre la multitud (cf. Benjamin 2012 205).

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Sobre este tema, Winfried Menninghaus, en el texto “Saber de los umbrales”5, reflexiona a

partir de la categoría de “umbral” y de “mito” en la obra de Benjamin, y tiene en cuenta,

para el problema de la experiencia que se aborda aquí, el modo en el que el autor se

relaciona con los “espacios” de la ciudad moderna y su aproximación a la obra de

Baudelaire, además de la cuestión del lenguaje. En el capítulo dedicado al esclarecimiento

de la noción de “mito” desde la Ilustración, Menninghaus señala que en Benjamin hay un

distanciamiento del concepto desarrollado por el romanticismo de finales del siglo XVIII,

con base en una defensa de la razón que, no obstante, no se empareja en su totalidad con el

pensamiento ilustrado (cf. 2013 20). Para Benjamin, los románticos comprenden lo

mitológico como una “verdad suprarracional” (cf. 2013 23) que es puramente “estética” y

“ahistórica”, en contraste con un “potencial originario” que le es propio (cf. 2013 21) y con

una cualidad “(proto)histórica” que emerge en su composición (cf. 2013 18), aspecto

verdaderamente rescatable para el autor.

Señala que la recuperación de una noción de mito implica para Benjamin el rescate de sus

elementos históricos-filosóficos, en el sentido de un develar este “potencial originario”, en

contraste con el rechazo sistemático del pensamiento ilustrado por considerarlo un conjunto

de “falsedades o verdades deformadas” (cf. 2013 23). No obstante, a lo largo de su análisis,

Menninghaus rescata el hecho de que una definición puramente formal de la noción de

“mito” en la obra de Benjamin no es posible, pues en cada periodo de su pensamiento este

se inscribe negativa o positivamente en su reflexión sobre la experiencia de la Historia. En

todo caso, en el intento de una recuperación del mito que excede, por un lado, las

herramientas con las que la Ilustración lo critica y, por otro, que se desliga de su acepción

romántica, Menninghaus señala dos características de lo mítico que se vinculan con el

problema de la experiencia de la modernidad y con el objetivo de este texto. Afirma, en

primer lugar, que para el Benjamin tardío (en relación con los textos abordados aquí) se

trata de una recuperación del mito desde su ámbito “material”, en contraste con la mitología

surrealista que concibe el término como una “lejanía” en el “terreno del sueño”:

5 Menninghaus, Winfried (2013). Saber de los umbrales. Walter Benjamin y el pasaje del mito. Editorial Biblos. Argentina.

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…la mitología materialista revela ese ámbito del sueño, de las imágenes de la fantasía

colectiva, para conducirlas al umbral del despertar, para aguzar la mirada hacia “lo

cercano”, hacia el espacio y el tiempo de la historia del presente (…) (2013 21).

Lo material implicaría un trasladar, si se quiere, de los elementos originarios del mito a su

materialidad en la modernidad, a la “historia del presente”. Pero, ¿qué significa esto,

teniendo en cuenta que no es posible una definición formal del término? Menninghaus

indaga en este problema y en el capítulo dedicado a los “umbrales” del espacio moderno en

Benjamin, le atribuye al mito una segunda característica: “…la construcción de un espacio

perceptivo y vital previo o situado más allá de la distinción tajante entre interior y exterior,

sí mismo y mundo, vida y muerte…” (2013 33). Esta definición está directamente asociada

con un saber de los umbrales, es decir, con la manera como Benjamin comprende el espacio

de la ciudad como uno en donde la materialidad de una mitología moderna germina. Así, el

“espacio” se convierte en la noción en donde es posible una experiencia de las cosas, con

base en una mitología que se define por la “técnica”.

Menninghaus destaca que en las obras de madurez de Benjamin, como en “Infancia en

Berlín hacia 1900”, texto que es abordado en la tercera parte de este trabajo, hay un interés

fundamental por la exploración de aquel “espacio perceptivo” o mítico, por medio de una

aproximación permanente a los “umbrales”: las “puertas”, los “arcos” o los “pasajes” se

definen por una doble cualidad, a saber, el del “atravesamiento” y el de su

“infranqueabilidad” (cf. 2013 39). Análogamente, para Menninghaus, la obra de Benjamin

está fundada en una evocación permanente de los umbrales, en el marco de su comprensión

de la modernidad. La naturaleza del umbral se reconoce en su “ambigüedad (…) como

ámbito intermedio” (ibíd.), es decir, por el sentido que Benjamin le otorga a lo “medial”,

que a su vez es posible por la polaridad que enmarca a los umbrales: el sueño y (…) la

vigilia (cf. 2013 65), “la superficie del lago que hace de pasaje entre el mundo superior y el

mundo inferior” o “los ritos de transición de un año de vida al siguiente” (cf. 2013 36). En

esta cualidad del umbral, los polos crean un espacio de atravesamiento necesario, un eje

significante en donde la cualidad mítica de la modernidad tiene lugar. Así pues, para

Menninghaus, “las acciones, los deseos, [los] sueños, [los] horrores y [los] momentos

plenos de felicidad, también las personas se encuentran vinculadas de modo extraño a la

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magia del umbral” (2013 48). Lo que pasa entre una cosa y la otra encierra una experiencia

en la manera como cada uno se relaciona con el mundo y que, por ejemplo, la figura del

flâneur potencia, pues para Benjamin, en la ciudad se estratifican todos estos elementos de

una manera particular.

Lo que el flâneur contempla tiene que ver con el “paisaje” que resguarda lo mítico en la

ciudad y que se visibiliza con singularidad en los umbrales. No obstante, esta cualidad del

mito no se desliga del objetivo de Benjamin por desgranar la “cultura material de una

época” (cf. 2013 28), de los modos de producción asociados con la técnica, en torno a las

prácticas colectivas que caracterizan lo moderno. Así, la descripción de Benjamin de París,

por medio de la obra de Baudelaire, y de Berlín a través de la evocación de su infancia, está

atravesada por el valor de los umbrales, del punto medial entre lo que compone a la ciudad

y la percepción sensible del que se sumerge en estos “paisajes”. Por este motivo, la mujer

que se pierde es a los ojos de Baudelaire, en la perspectiva de Benjamin sobre “El París de

Baudelaire”, un ejemplo de cómo el flâneur se apropia de su lugar en la ciudad, situándose

en un lugar “intermedio” (Benjamin 2012 210). Esta afirmación sugiere un contraste entre lo

que implica estar en el lugar de aquellos que la recorren en masa y de aquel que la

experimenta.

Ver la ciudad, con sus contornos y sus excesos, internarse en sus espacios y en la

“muchedumbre” que la ocupa, implica una cierta sensibilidad que se apropia de su

movimiento, porque allí ya acaece un tipo de experiencia. El caminante tiene un carácter, es

crítico y se hunde en la corriente de las multitudes sin mimetizarse con ellas. Descubre en

los estantes de los almacenes, en el desorden de las calles y en la “clase de los empleados

más altos” (Benjamin 2012 206), en toda esta mitología que se abre hacia todas partes, el

mejor lugar para definir la naturaleza de su tiempo: la mujer que se esfuma en esta corriente

es la única posible para el poeta moderno, para el Baudelaire de Benjamin pues, al hacer

parte de la muchedumbre, se convierte en un nuevo modo de lo amable; la figura imposible

que debe perderse para hacer parte integra del que la ve.

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La experiencia de la modernidad requiere de un ojo crítico que la exceda. Se emplaza en un

“entre”, en un umbral, como lo describe Menninghaus, entre la nostalgia de lo que fue y de

cierta “actitud maniaca” (Benjamin 2012 209) que adviene con la técnica, los procesos de

industrialización y la deslegitimación del proletariado. El flâneur va de aquí para allá, en su

tránsito se hace visible un shock por la configuración y los órdenes de la ciudad, que ve y

que lo conmueve. Experimenta este París que Baudelaire describe, por ejemplo, en los

“juegos de azar”, al advertir que no hay en estos ningún tipo de experiencia, de

acontecimiento redimido, sino una pura acumulación de hechos que convierten al ocio en

un intento de experiencia.

Para Benjamin, el juego de azar se vincula directamente con el problema de la

“muchedumbre” y la industrialización en la modernidad, porque no hay en este una

recuperación de la historia, de un pasado o de su efecto en el presente, sino una herramienta

que captura la atención humana para arrojarla en el ocio. Lo que acontece históricamente se

desplaza y en su lugar aparece la sorpresa, su necesidad; el “turno” se agencia como tiempo

regulado que la apuesta renueva infinitamente: “vencer” es la promesa del jugador, su única

experiencia posible, relacionada con el deseo de “hacer dinero” (Benjamin 2012 219) y de

mantener un estilo específico de vida. Este “entre” en el que el flâneur se ubica por el

efecto del shock, implica también que su condición no es la de un visionario separado de

los procesos de la modernidad: él también está “despojado de su experiencia” (Benjamin

2012 221) pero se hace a un lado, se inserta en su cotidianidad desde un “rincón” (ibíd.),

posibilitando una nueva experiencia allí en donde siempre ocurre su despojamiento.

La modernidad es el lugar histórico en donde un poeta como Baudelaire hace lugar a la

experiencia, insertándose en la crítica. Sin embargo, allí se prefiguran otros puntos que se

relacionan con este problema, con este efecto de “despojo”, pero que visibilizan unos

aspectos en los que Benjamin llama a tener o recuperar una experiencia particular, una que

podría vincularse con los planteamientos que Giorgio Agamben realiza posteriormente.

La recuperación de una totalidad, en el sentido de una remanencia de la historia que

acontece al transeúnte en la ciudad moderna, se transforma en la medida que, en la

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modernidad, se fractura la “tradición”6 histórica. El hombre moderno no acontece en su

tiempo, lo olvida y deviene, metafóricamente, como si su vida fuese un “juego de azar”, tal

como lo señala Baudelaire: discurre en una búsqueda permanente de sorpresas que implican

una “apuesta” necesaria, inscrita en la competencia, la tecnificación de la vida y el ocio. Se

ve en la necesidad de tomar una distancia “controlada” de los avatares que su medio le

exige, pero no deja de ser parte de este. Sin embargo, es en esta fractura en donde se

vislumbra la orientación de una experiencia particular que la figura del flâneur presenta. El

“caminante”, quien también ha perdido su experiencia, pero que revalida esta pérdida en la

experimentación de su “tiempo”, se resalta con mayor austeridad en el siglo XX, de un

modo problemático y que Benjamin describe.

En un contexto análogo al abordaje que realiza Benjamin, en la voz de Baudelaire, sobre el

ciudadano parisino de la segunda mitad del siglo XIX, en “Experiencia y pobreza”, texto

anterior al del análisis de Baudelaire, pero inscrito en un mismo periodo de su obra y

publicado en 1933, el autor indaga en el escenario sociopolítico europeo de la primera

mitad del siglo XX. En este, y en alusión directa a los acontecimientos de la Primera Guerra

Mundial, Benjamin señala las consecuencias de la guerra en los soldados que retornaban

mudos a su hogar y que no tenían en este sentido algo para contar: no había allí nada

“comunicable”. Este mutismo, que denotaba unas “experiencias” inscritas en la técnica y en

el rasgo inmensurable de la muerte, en unos hombres acostumbrados a la tradición y a ir “al

colegio todavía en tranvía de caballos” (Benjamin 2007 217), generaba en ellos una

sensación de aislamiento: “las experiencias económicas por la inflación”, o “las

experiencias corporales por el hambre” (ibíd.). Ya en Baudelaire, el problema de la técnica

y su efecto en la manera cómo es posible realizar experiencias, en el ejemplo de la

“muchedumbre” que recorre la ciudad de París y deviene irreflexivamente en ella, es un

factor preciso para comprender el problema.

6 En este sentido, el concepto de “tradición” en el trabajo de Benjamin se relaciona con los “usos y costumbres, rituales e instituciones, saberes y convicciones, experiencia y sabiduría de la vida, modos de comportamiento y de trabajo, significaciones y valoraciones, es decir, todo aquello que (…) reclama vigencia, funda y mantiene la cohesión de una comunidad.”. En: Amengual, G; Cabol M y Vernal Juan L (2008b). Ruptura de la tradición: Estudios sobre Walter Benjamin y Martin Heidegger. Ed. Trotta. España; p. 9

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Para el autor, por el efecto de esta mudez hay un empobrecimiento de la experiencia de la

historia, en, por ejemplo, la manera como se hace una del mundo a partir de la “tradición”.

No obstante, así como en el París decimonónico que Baudelaire describe la

“muchedumbre” refleja un empobrecimiento de la experiencia y es el poeta el que le otorga

un valor: en la historia que atraviesa el movimiento de las calles, en la “vitrina” y en la

“estricta repetición” del hombre en su máquina (Benjamin 2012 217); en el nuevo siglo, este

empobrecimiento, que se acentúa por una “barbarie” de la civilización (Benjamin 2007

218), sugiere un potencial desde esta misma barbarie.

Benjamin reitera la importancia de la tradición, pero no indaga en la necesidad de retornar a

ella, pues esto no es posible. Su atención está en el presente, en la nueva “barbarie” de la

modernidad que ha convertido su experiencia en repetición y en el objeto impasible del

progreso, cimentado en guerras y en conflictos políticos (como la persecución judía y el

afianzamiento de los guetos y los campos de exterminio), la aparición de sistemas

totalizantes en ambos frentes europeos (como el nazismo y la Rusia de Stalin) y la madurez

del sistema económico capitalista en Occidente: la modernidad aparece como un “umbral”

que en su misma desintegración y en sus “polaridades”, en el sentido que le da

Menninghaus, permite una nueva experiencia. Si en este presente hay un motivo que

vincule la práctica del “caminante” con eso que se ha perdido por la barbarie, este se daría

en el reagenciamiento continuo de la cotidianidad y de lo que allí se “resguarda”.

Si la cotidianidad ha de ser narrada por un nuevo caminante, uno que se contrapone con

determinación a los acontecimientos que Benjamin describe, ¿cómo evidencia el caminante

de Baudelaire esta experiencia cotidiana cada vez más fragmentaria del nuevo siglo? En

este punto hay un doble registro. Por un lado (a), el relato, aquello que en otro tiempo fue

un motivo significante de la descripción de las “costumbres” y de los viajes, se convierte

aquí en la búsqueda infructuosa de una totalidad. Se ponen así en escena unos modos

particulares de experiencia que por sus características se traducen en una “huida”, si se

quiere, hacia unas prácticas que sirven para apaciguar aquella “existencia de risa llena de

prodigios técnicos”, como lo señala en “Experiencia y pobreza” (Benjamin 2007 221).

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El autor tiene en cuenta varios problemas al respecto. Si ya no es la “totalidad” de la

experiencia del mundo que la narración lograba abarcar en tiempos antiguos, se trata ahora

de una “galvanización” (cf. Benjamin 2007 218) de la vida, en el sentido de un

recubrimiento de cierta pobreza experiencial con una serie de prácticas que la reproducen.

Así, “la astrología y el yoga (…) la Christian Science y la quiromancia, (…) [el]

vegetarianismo y la gnosis, (…) [la] escolástica y espiritismo” (ibíd.), son prácticas que

funcionan como ejemplos de un mundo inscrito en una especie de “superchería”, en un

intento de desplazarse de la instrumentalización de la vida, pero que no logra recuperar su

experiencia.

En este sentido, un escritor inscrito en este tipo de experiencia funda su obra en una

cotidianidad que al mismo tiempo exalta los progresos industriales y el dispositivo cultural.

La “máquina” es el ejemplo de un mundo que lleva a cabo guerras y convierte a los

hombres en combatientes. Así, en “Experiencia y pobreza” Benjamin destaca el hecho de

que un “automóvil no pese más que un sombrero de paja” (id. 221), o de que “la tendencia

a lo voluntariamente constructivo se contraponga a lo orgánico (Benjamin 2007 219), esto

es, que “[los] telescopios, [los] aviones [y los] cohetes” se sitúen como el lugar en el que el

hombre moderno encuentra su lugar, aspecto que, en su perspectiva, se evidencia con

profundidad en la obra de Paul Scheebart. El “cohete” que recupera de la obra de

Scheebart, por ejemplo, hace parte de la descripción narrativa de lo cotidiano, en un intento

de experimentar algo que por un lado legitima la técnica y, por otro, la aplaza, pues

apacigua sus efectos. La exaltación de estos acontecimientos prefigura una serie de

aspectos que provocan un empobrecimiento experiencial.

En efecto, Benjamin resalta el papel fundamental que en este siglo tiene una idea de “tabula

rasa” (Benjamin 2007 218). Afirma que con la aparición de la ciencia moderna se establece

un paralelo entre la historia humana inscrita en la tradición, la técnica y el empobrecimiento

de la experiencia, que en la tesis de René Descartes se evidencia con mayor profundidad:

“pienso, luego existo”. En esta se plantea que la cualidad del hombre moderno es la de

mirar siempre hacia adelante, con base en la anulación de toda experiencia previa, aspecto

que a su vez supone un proceso heredado hasta la actualidad. El autor lo describe así:

16

Un constructor (…) fue Descartes, que para comenzar su filosofía no quería otra cosa

que tener una sola certidumbre… (…) Einstein fue también un constructor de este

tipo, al que, de repente, no le interesó ya de toda la física más que una pequeña

discrepancia entre las ecuaciones establecidas por Newton y las experiencias de la

astronomía. (ibíd.)

Benjamin aborda el estilo cubista de la primera mitad del siglo XX, la literatura de

Scheebart y adscribe a una frase de Adolf Loos el problema principal en este contexto:

“Escribo solamente para aquellos capaces de sentir a la manera moderna… no para

personas que se consumen en el anhelo del Renacimiento o del rococó” (Benjamin 2007

219). El problema será en este caso una necesidad inclemente de ser moderno desde la

anulación de la tradición, de “Obliga[r] [al] habitante a aceptar el máximo de costumbres”

que sobrevienen con la modernidad (cf. Benjamin 2007 220). Sugiere que a la técnica y con

ella a ciertas prácticas (supercherías que procuran una legitimación de lo “nuevo”), se suma

un “cansancio” en donde solo resta el “gusto” y la “indiferencia”.

No obstante, en un segundo registro (b), es en este ambiente, en el que la validez de las

tradiciones orales de la antigüedad se debilita, donde se señala el camino de una nueva

experiencia. Para Benjamin, en “Experiencia y pobreza”, la literatura de Julio Verne, donde

“pequeños rentistas ingleses o franceses viajan por el espacio en sus extravagantes

vehículos” (Benjamin 2007 219), sirve como ejemplo de una experiencia en el medio de

esta nueva barbarie. Hay allí una recuperación de la técnica, pero esta se resiste a su

sistematización. Los “rentistas” de Verne no necesitan pensar en los progresos de la

manufactura, la máquina, ni en el frenetismo de sus posibilidades, pues en sus viajes

espaciales es el “viaje” el que figura como experiencia. Allí es el lector el que se hace

“viajero” con la mirada crítica de un “caminante”: si el “cristal” es una representación del

progreso en la ciudad moderna, en el sentido que le otorga Benjamin sobre lo “frío”, lo

“sobrio” y lo “transparente” de las nuevas casas en el siglo XX (Benjamin 2007 220), el

hombre marginado, el que se distancia de la confortabilidad y prefiere “pasear” y mirar por

sus ventanas: ver las “mantitas”, los “estantes” y las “chimeneas” (ibíd.), es el que sugiere

su posibilidad. En la perspectiva del autor, estos elementos, que hacen parte de una vida

17

“burguesa”, se convierten en una crítica de la nueva “barbarie”, en un disenso de aquellos

que “tienen que arreglárselas, una vez más, con poco” (Benjamin 2007 222).

Esta actitud se aproxima a la del “caminante” parisino de Baudelaire en el siglo XIX. El

individuo que es “despojado” de su experiencia se reelabora en la creación de nuevos

espacios como el de los viajeros de Verne o el de los hombres que esperan en las sombras y

se abstraen del “juego de azar” en Baudelaire. Una experiencia particular se esboza con

sentido allí en donde su destrucción era inminente. Así pues, en este nuevo contexto, la

experiencia que está empobrecida por el advenimiento de la técnica y la

instrumentalización racional de la vida, se restituye en el secreto de la relación crítica del

individuo con el movimiento de la cotidianidad, por el papel específico del lenguaje.

La reapropiación de la inmanencia del “fragmento” y del lenguaje En “El narrador”, texto del último periodo de escritura de Benjamin, publicado en 1936, el

autor realiza una aproximación a los componentes que esta nueva experiencia, fundada en

el lenguaje, tiene para la modernidad a partir de la “narración”. Con base en una crítica que

se encuentra en directa relación con el problema del flâneur en Baudelaire y con la nueva

“barbarie” que sobreviene como efecto de la racionalidad instrumental en el siglo XX, hace

un análisis sobre la necesidad de recuperar una “imagen del mundo ético” (Benjamin 2008

60) que se encuentra en descomposición y que se vincula con el problema de la

“narración”. La narración se define como la capacidad que tienen los seres humanos de

“intercambiar experiencias” (ibíd.), aspecto que, en la modernidad, por los efectos de la

técnica y la instrumentalización, se ve debilitada y refleja una cierta falta de “honestidad”

en el proceder humano. Más arriba señalaba que el “mutismo” que sobrevenía con la guerra

en los hombres que retornaban “sin nada para contar” a su hogar se relacionaba con la

pérdida de experiencias comunicables. Sin embargo, como no es únicamente en la guerra

en donde se genera su pérdida, como tampoco en la búsqueda de una “totalidad”, sino en la

“vida cotidiana”, cabe preguntar cuál es su efecto en unos hombres que han sido arrojados

en una normatividad instrumental pero que también tienen la posibilidad de tener una

experiencia. En este sentido, en “El narrador” Benjamin señala:

18

Cada vez más raro es encontrarse con gente que pueda narrar algo honestamente. Con

frecuencia cada vez mayor se difunde la perplejidad en la tertulia, cuando se formula

el deseo de escuchar una historia. Es como si una facultad que nos parecía

inalienable, la más segura entre las seguras, nos fuese arrebatada. (…) [l]a cotización

de la experiencia ha caído. Y da la impresión de que sigue cayendo en un sin fondo.

(ibíd.)

La narración prefigura las experiencias en el campo del lenguaje, pero se va agotando por la

reticencia de las sociedades modernas para, por ejemplo, escuchar “historias”. Esta “actitud

maniaca” que Benjamin señala se refleja, asimismo, en los géneros de la narrativa moderna,

específicamente en la novela, donde se prefigura una pérdida de lo experienciable. Por un

lado, la aparición de la novela implica un empobrecimiento del hombre moderno para

realizar una experiencia en la comunicabilidad, es decir, en el hecho de comunicar un

acontecimiento a otro; en segundo lugar, esta deja sugerida al lector una unidad de

experiencias relacionadas con el “secreto” de la obra, pero las deja “escapar” al indicar que

la novela “siempre” tiene un final, a diferencia de la narración, que “continúa” en la

tradición y de manera intermitente en la cotidianidad.

La novela posee una “dependencia esencial del libro” (Benjamin 2008 65) y adquiere su

valor en la “soledad” del interlocutor. Hace a las experiencias incomunicables porque los

individuos ven en la soledad un único camino, por medio de una “profunda perplejidad7”

(ibíd.). Para Benjamin, la novela de formación del primer realismo alemán es un ejemplo

preciso, pues en ella se sugiere que la soledad es un proceso en donde los sujetos pueden

apartarse de la instrumentalización moderna. Si la experiencia se inscribe en el desarrollo

individual, la narración se agota porque no puede comunicar más la experiencia ni puede

convertirla en el modo como los seres humanos acontecen críticamente en el mundo.

Asimismo, el novelista le pone siempre un fin a la historia que narra (cf. Benjamin 2008

83). Sus protagonistas dejan abierta, no sin melancolía, la sugerencia del modo en el que

7 Sobre este término, en el apéndice de notas que Pablo Oyarzún realiza, se señala que su sentido proviene del término alemán Ratlosigkeit, que “designa una condición en que el sujeto se encuentra desasistido de todo consejo, es decir, falto de orientación en una situación dada.” (Benjamin 2008 104)

19

sus experiencias se forjan para la interpretación crítica del lector en su soledad. A

diferencia de esta, la narración es jovial y se inscribe en el sentido que la memoria, por

medio de la cotidianidad y la tradición, le otorgan, así como en el papel de sus

participantes, que permiten su transfiguración y que fracturan el movimiento encauzante de

los procesos de la modernidad instrumental. Para la narración, la memoria se significa,

según Benjamin, en la necesidad de “conservar” lo que se narra, es decir, de “abarcar” las

experiencias significantes del mundo por medio de una recuperación de los fragmentos de

la historia (cf. Benjamin 79, 80). Asimismo, las historias narradas se hilan en el tiempo y

conservan la cualidad de la tradición, pero no por medio de una “eternización” de los

acontecimientos, como sucede con la épica, y desde aquí con la novela, en el sentido de un

emplazamiento de ciertos eventos importantes para la humanidad, sino desde lo

fragmentario más singular de los “muchos eventos dispersos” que configuran la experiencia

(cf. Benjamin 81).

Benjamin no desmiente el hecho de que en ambos contextos, en la narración y en la novela,

se aborda el sentido de la vida como experiencia en el campo de la memoria (cf. Benjamin

2008 80), pero la vida en esta última posee un valor porque hay una realización de un

evento importante para la posteridad y porque, además, la “muerte” aparece, en la medida

en que sus protagonistas encuentran el sentido de su vida en el “silencio” que supera a la

palabra, que es propia de la narración, y porque se aproxima a lo que, posteriormente (y,

quizá, en una relación indirecta con Agamben) el autor llama el “pájaro de sueño que

empolla el huevo de la experiencia” (Benjamin 2008 70). La novela se redime en un

movimiento que tiene que ver con “las profundidades” (ibíd.) y reelabora, en este sentido,

el concepto mismo de la soledad, pero la narración se inscribe en la condición jovial del

hecho de tener una vida, porque pone a andar de nuevo al individuo en el mundo, vuelve

acontecimiento lo que la implica e impregna con sentido los fragmentos de experiencia.

Entre tanto, en la época moderna aparece otro componente vinculado con el debilitamiento

de la narración, pero en un sentido más profundo: el problema la “información”. Esta narra

“lo más próximo” en contraposición con “lo más lejano” (Benjamin 2008 67). En ella no

hay una “autoridad” libre que potencie la experiencia del mundo sino, más bien, un control

20

sobre aquello que se narra, sobre lo que debe ser narrado: ¿cómo debe vivirse en la

modernidad si no es en la confortabilidad y en la adhesión a los modelos de vida que se

generan con los medios de información? Para Benjamin, en este carácter de la vida

moderna, en la mediación entre el “cansancio” y el “gusto” que genera la “información”, se

intenta neutralizar el intento de recuperar una experiencia. La información aparece como un

ejercicio comunicativo enajenante en el que “[c]ada mañana (y con un carácter transitorio)

[se] nos instruye sobre las novedades de la orbe” (Benjamin 2008 68).

De este modo, la narración adquiere un componente binario relacionado con su

“declinación”, por el efecto de la información que anula lo “extraordinario” del mundo

(ibíd.) y con su potencial, por las experiencias narrables que se distancian pero que intentan

visibilizar los procesos de la modernidad. Este último problema se refleja, por ejemplo, en

el texto “El París de Baudelaire” que aborda Benjamin posteriormente, en la medida en la

que el shock “comunica” algo al lector, es decir, porque la “ciudad” aparece con un sentido

particular para aquel que decide hacer una experiencia de su tiempo, como lo sugiere en

“El narrador”: “…la narración perfecta emerge de la estratificación de múltiples relatos

sucesivos” (Benjamin 2008 73). El acto de narrar (y de escuchar o leer la obra) invita al

hombre moderno a experimentar su vida con base en una actitud crítica que convierte

aquella “profunda perplejidad” en un elemento para su transformación.

La experimentación del espíritu se convierte en un “nosotros” (ibíd.), en un llamado a hacer

de la vida un acontecimiento en prácticas comunicables. En el marco del lenguaje, la

comunicabilidad se convierte en el primer medio de reapropiación de la experiencia,

vinculada con una experiencialidad de la totalidad que imanta a las cosas de la vida y que,

sin embargo, no se desliga del contexto social en donde aparece. Asimismo, la idea de un

“caminante” que restituye la experiencia a la cotidianidad se funda en esta

comunicabilidad: la denuncia misma del “juego de azar” en las descripciones del París de

Baudelaire, su condición intermedia entre los procesos de la instrumentalización y la

muchedumbre, el amor invisible de la mujer que se pierde entre la masa del boulevard, se

hacen “poesía” porque comunican.

21

El lenguaje, en el marco de la narración, se vuelca sobre la experiencia de cotidianidad. La

narración trasmite los acontecimientos “de boca en boca” (Benjamin 2008 61) en la medida

en que estos son comprendidos, en su sentido más puro, como lo que acontece al ser

humano. La experiencia se restituye en el marco de un “nosotros” que se desplaza y se

resiste a los procesos de la racionalidad instrumental y al modo como en la sociedad de la

información lo que se narra es transitorio. Sin embargo, es en ese valor de la cotidianidad

en donde aparece otro problema, relacionado con el modo como, en efecto, el hombre

moderno realiza una experiencia sobre lo que se narra.

Más arriba señalaba que lo que contenía la modernidad como experiencia se vinculaba con

la condición “intermedia”, de “umbral”, del caminante que se apropiaba de su lugar en la

ciudad. En este caso, si las “mantitas”, los “estantes” y las “chimeneas” que el autor

describe de las casas burguesas del nuevo siglo son el móvil del “caminante” que se

encuentra en una condición liminal y que se aproxima a una nueva experiencia en la

modernidad, ¿cuál es el valor de estas cosas con respecto a lo experienciable? Tanto en los

elementos del shock baudeleriano como en el contexto del siglo XX, estos fragmentos son

los que evidencian con mayor profundidad lo que ha de ser comunicable. En este punto, el

ejercicio de la traducción se presenta como el medio por el cual el mundo se impregna de

sentido, hacia un concepto particular de lo experienciable.

En “La tarea del traductor”8, texto publicado anteriormente a los mencionados hasta el

momento, en 1923, en un segundo periodo de escritura del autor, pero que introduce con

particularidad el problema de la experiencia desde la interpretación del texto literario,

Benjamin indaga en la labor de la traducción que se realiza de un texto. En su perspectiva,

lo que se traduce tiene que ver con un “contenido de verdad” que contiene a la obra y que el

traductor entrevé, con base en unos elementos que permiten su apertura. En primer lugar,

una obra que es traducida se enfrenta al problema de hallar un traductor adecuado, aquel

que partiendo de la fidelidad (2001 84) a la obra original pero no al esclarecimiento

exhaustivo de sus componentes sintácticos, pues cada lengua posee unas particularidades

específicas, le permite a la obra trascender culturalmente y “sobrevivir” en la posteridad.

8 Benjamin, Walter (2001). “La tarea del traductor”. En: Ensayos Escogidos. Ed. Coyoacán. México. p. 77-88.

22

Asimismo, la traducción se funda en una libertad de interpretación que no debe opacar lo

esencial del original, revitalizándola en la lengua en la que se traduce, pero conservando su

sentido, como “los trozos de [una] vasija [que se reconocen] como fragmentos de un

lenguaje superior” (cf. 2001 85).

“Fidelidad” y “libertad” se conmutan. La obra original refleja los acontecimientos de su

tiempo pero se resignifica en el contexto en donde se traduce; se trasfiere a otras lenguas,

“sacudiéndolas con violencia” (2001 87), con base en el carácter activo del original y del

acontecimiento puro que el traductor recupera. Para Benjamin, la traducción descifra un

“lenguaje de verdad” (2001 84) sobre un conocimiento que no tiene que ver directamente

con la normatividad de las categorías gramaticales, sino de la integridad del “movimiento

lingüístico” que reviste a la palabra de significado histórico. La obra traducida depende de

la necesidad del original para existir en otro lenguaje (cf. 2001 78), en la medida en que su

contenido de verdad se visibiliza.

Si la voz del autor traspasa las fronteras que su idioma le impone y permea a la lengua

traducida con el sentido de la que se traduce, esto significa que el traductor ha dado con su

“contenido de verdad”. En este sentido, y en relación con el problema de la experiencia de

la modernidad que el autor señala en “El París de Baudelaire”, la muchedumbre en el

Boulevard no sería ya, únicamente, un tema para la experiencia de un autor (de Baudelaire)

que describe los acontecimientos de su tiempo, como tampoco un ejemplo con el cual un

lector comprende su contexto y la sensación de shock que se entreteje en su obra: esta

muchedumbre es la misma en la que el lector se hunde, cuando se convierte él mismo en

paseante, al advertir la austeridad de los rostros que son como el suyo porque en él también

acaece este proceso acelerado de su tiempo. De igual manera, la traducción, como se

piensa, afecta el sentido de lo “artesanal”. Así, este tema también toca el problema del

trabajo posterior de “El narrador”. Benjamin realiza un análisis de la obra de Nikolai

Leskov. Afirma que su estilo se funda en la recuperación del “ámbito profano” (Benjamin

2008 63), es decir, del conjunto de experiencias que contienen al mundo y que son

narrables. La “sagacidad mundana” de Leskov (Benjamin 2008 62) se orienta hacia el

“interés práctico” de la vida y se contrapone a la racionalidad instrumental moderna, pues

sus personajes y todo lo que los rodea poseen un carácter “artesanal”. Lo artesanal es lo

23

“maravilloso” de la “robusta naturalidad” de la “tierra” (Benjamin 2008 63). En una de sus

obras, en “La pulga de acero”9, Leskov relata la historia de la construcción de una pulga

mecánica que se convierte en un ejemplo del ingenio de los artesanos rusos para Inglaterra.

En este caso, no es tanto el papel de la pulga ni de los artesanos en el que se evidencia la

cualidad “artesanal” de la narración de Leskov, como sí en el hecho de que se trata de una

“pulga”, mecanizada hasta la perfección, que se “mueve graciosamente” (Benjamin 2008

110), la que llama la atención del imperio ruso y británico. Sus intereses se desvían hacia el

“artificio mecánico [y] diminuto” de la pulga (cf. Benjamin 2008 109): una pulga hecha por

artesanos, a saber, una simple pulga convertida en máquina. Lo sencillo de la vida cotidiana

y su potencia experienciable: las “mantitas”, los “estantes” y las “chimeneas”, como la

“pulga” de Leskov en “El Narrador” o la “muchedumbre” en “El París de Baudelaire” son

fragmentos que se reactivan como palabra.

La traducción se significa en este lenguaje de verdad de las cosas que los buenos

traductores tienen la capacidad de transmitir. El “lenguaje” se desplaza de su mero

contenido gramatical y del ejercicio formal del parafraseo. El lenguaje se vuelve un eje

fundamental en la posibilidad de tener experiencias, la narración de las experiencias

comunicables.

El traductor que intenta comprender el lenguaje de verdad de la obra, comprende una

condición de trascendencia que está contenida en ella pero que no se puede poseer. En los

fragmentos de experiencia que allí se retratan se vislumbra un “contacto fugitivo” de

sentido (2001 87) que en su aspecto más profundo se hace “intraducible”. En este grado de

intraducibilidad, el lenguaje se convierte en un “lenguaje puro” que contiene a todas las

cosas:

…esta última realidad fundamental que es lenguaje puro, si está solo ligada a lo

lingüístico y a sus metamorfosis, quedará sujeta a las imágenes con el sentido difícil

de lo que es ajeno. Desligarlas de tal sentido, para convertir lo simbolizante en

simbolizado, para reconvertir el lenguaje puro en movimiento lingüístico, es la

riqueza única e inmensa de la traducción. En este lenguaje puro, que ya no significa

9 En relación con el apéndice de Pablo Oyarzún a “El Narrador”, en donde se recuperan algunos fragmentos de esta obra y se realiza un breve resumen de la misma (Benjamin 2008 109).

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ni expresa nada, sino que, como palabra creadora e inexpresiva, es lo que se piensa

en todos los idiomas, llega al fin, como mensaje de todo sentido y de toda intención,

a un estrato en el que está destinado a extinguirse. (2001 86)

El modo en el que se manifiesta más directamente esta cualidad intraducible de la palabra,

que define al fragmento como experiencia, tiene que ver, por ejemplo, con en el hecho de

que una obra (la obra de arte) no tiene en cuenta a su destinatario pero está destinada

únicamente a él: la obra se reconfigura, por la cualidad “simbolizante” del lenguaje (2001

86), en el plano de la “imaginación”.

El horizonte lingüístico de la experiencia del mundo

En el pensamiento de Benjamin el problema del lenguaje está revestido de un carácter

místico, sin serlo en realidad, siempre en el marco del fragmento que se presenta ante la

mirada, como lo señala Bruno Tackels en el texto “Pequeña introducción a Walter

Benjamin” 10, en el capítulo dedicado al problema del lenguaje. El lenguaje de las cosas, o

lo que es lo mismo, su ser espiritual comunicable, pues, en su perspectiva, todo posee un

lenguaje, implica que quien accede a este puede tener un “conocimiento pleno” de la vida.

Por un lado, el lenguaje es inherente a todo lo que existe y es comunicable en la medida en

que las cosas poseen un nombre que el ser humano les otorga. Asimismo, la naturaleza se

comunica en el lenguaje, en su capacidad de “imitación” de las palabras (cf. Tackels 2010

62), y no es un “instrumento”, pues al pensar en la realidad como algo que se puede

conocer por la diferenciación aislada entre significado y significante, es decir, en la

necesidad de nombrar a las cosas mediante signos que el individuo posteriormente utiliza,

le sustrae su sentido que es en donde la experiencia tiene lugar.

Así pues, en el abordaje que Bruno Tackels realiza sobre la obra de Benjamin en relación

con el lenguaje, se señala el carácter principal de una experiencia que es posible por un

“contenido espiritual”. Tackels hace un repaso por los diferentes niveles que tiene el

lenguaje en la teoría de Benjamin, desde el del “ser creador” (que refleja la carga religiosa

judía pero no doctrinal que compone la obra de Benjamin sobre todos estos temas), el

10 Tackels, Bruno (2010). “Lenguaje y Comunicación”. Pequeña introducción a Walter Benjamin. Universidad Nacional de Colombia. Bogotá. p. 51-86.

25

lenguaje mudo de la naturaleza (que lo aparta de una connotación puramente mística del

lenguaje) y de la “realidad humana”. El autor señala que esta transición del lenguaje señala

un lugar importante sobre la cuestión de la experiencia en el pensamiento de Benjamin,

pues le otorga al objeto –y al sujeto que hace posible su comunicabilidad– una “dignidad”

(Tackels 2010 48). El lenguaje “adánico” de la creación, que estaba fundado en el nombre,

donde cada cosa era creada en el acto mismo de nombrarla, se traslapa a lenguaje humano

en la forma de la palabra. La nominación primordial pierde sus características originales y

deja una serie de “huellas” que el ser humano intenta rastrear, por medio de la imitación, en

el sentido señalado anteriormente de una comunicabilidad “oculta” de las cosas.

Para Tackels, en este periodo de pensamiento de Benjamin, el mundo deja entrever su

naturaleza original por medio del lenguaje que nombra indirectamente en las palabras, pero

las cosas en sí mismas no pueden nombrar, por lo que las cosas no tienen sustancia: el

nombre no describe la naturaleza de la cosa sino que la cosa imita al lenguaje que la

nombra (cf. Tackels 2010 62). Así pues, en el centro de esta teoría, por el lenguaje podemos

acercarnos a las cosas, que son siempre “mudas”, en un sentido muy diferente a la mudez

propia de la sociedad del siglo XX que Benjamin desarrolla posteriormente. Se trata de una

naturaleza que se comunica en el lenguaje: «El mundo de las cosas solo rara vez es

aprehendido en una experiencia que revelaría que éste, finalmente, no es más que la

huella, el trazo paleonímico de los “contenidos más esenciales de la existencia”» (Tackels

2010 74).

El autor afirma que para Benjamin todas las cosas poseen un lenguaje que se comunica a

los seres humanos en su mismo-tener-lugar: “…la palabra, como Nombre, dice

absolutamente la cosa” (Tackels 2010 67). La manera en que todo se comunica depende de

su cualidad de ser nombrado, esto es, el nombre que se le da a algo por su misma cualidad

de existir.

En este sentido, y en un vínculo que tiene un sentido particular sobre este tema en el campo

de la narración, en “El narrador”, Benjamin indaga en estas “profundidades” lingüísticas,

que requieren de un “proceso de asimilación” y de un “estado de relajación que se hace más

26

y más raro” (Benjamin 2008 70). El narrador, como potenciador de experiencias, esto es,

desde la perspectiva de Pablo Oyarzún, de “los modos en que el existente se relaciona con

las verdades de la existencia” (cf. Benjamin 2008 12), se distancia de los aspectos

psicológicos que una teoría de este tipo puede comportar y descubre un pliegue de sentido

allí en donde, en la modernidad, la experiencia empieza a fracturarse. Por esta razón,

Benjamin recupera en “El narrador” la obra de Paul Valéry, porque en ella hay un claro

ejemplo de lo que implica una remanencia de lo intraducible en el lenguaje:

Paul Valéry (…) [h]abla de las cosas perfectas de la naturaleza, de perlas

inmaculadas, vinos plenos y maduros, criaturas verdaderamente cumplidas, y las

llama la “preciosa obra de una larga cadena de causas semejantes entre sí”. Pero la

acumulación de tales causas sólo tiene su límite temporal en la perfección. (Benjamin

2008 72, 73)

Benjamin señala que para Valéry todas estas cosas, que “[a]ntaño (…) era[n] imitad[as] por

el hombre (…) están en curso de desaparición” (cf. Benjamin 2008 73). En la modernidad,

la capacidad de tener experiencias de este tipo queda consignada a la voluntad de aquel que

se distancia de este empobrecimiento (de un nosotros como el que señala).

Pensar en la experiencia es pensar en un entramado de sentidos que constituyen la vida del

hombre en el lenguaje y que por ello se hace comunicable (como lo hace el narrador).

Pensar en esta implica también una voluntad para tenerla, de percibir en los

acontecimientos ciertas intermitencias que revelan su “contenido de verdad”. Asimismo,

pensar en sus posibilidades es pensar en una oportunidad para el hombre en la modernidad.

En este punto, el concepto se aproxima a un problema relacionado con la mística, en el

sentido de las cosas que existen desde siempre en su “ser espiritual” y del individuo que se

inserta en ellas, aspecto que se presenta en “El narrador”, específicamente en el análisis de

la obra de Leskov.

En el texto, Benjamin afirma que “cuanto más profundo desciende Leskov en la escala de

las criaturas” (Benjamin 2008 93), esto es, del tratamiento de sus personajes como una “voz

de la naturaleza” (Benjamin 2008 90), más se acerca al “estrato superior” de una idea de

27

experiencia. Los personajes de Leskov son algo más que la “bobería” del bribón, que el

pícaro, la cólera (de Aquiles) o las pasiones más acusadas (cf. Benjamin 2008 92). Sus

personajes son dueños de algo que Benjamin denomina una “ética antinómica”, es decir,

una ética en donde incluso la depravación del ser humano adquiere un sentido que se “torna

súbitamente en santidad” (Benjamin 2008 93), “santidad” entendida en este contexto como

lo “místico” de la naturaleza que se aproxima a la “naturaleza inanimada” (ibíd.). En esta

naturaleza inanimada está la condición primera de una experiencia como la que piensa

Benjamin –siempre por su cualidad lingüística y comunicable–, es decir, la de la

poetización de lo inanimado que ahora contiene toda experiencia posible.

No obstante, al pensar en una experiencia tal, hay qué pensar también en cómo esta se

implica una actitud ética, es decir, una que permite una emancipación crítica del individuo

en la modernidad. En “Sobre algunos temas en Baudelaire”, la diferencia que se establece

entre una “verdadera experiencia” y una “existencia normalizada” (Benjamin 2012 187) se

relaciona con el problema del “apoderamiento” de los acontecimientos del mundo.

En su reflexión, Benjamin afirma que en la modernidad, pensar en una experiencia que

“cada vez menos podremos esperar que surja naturalmente” (Benjamin 2012 188), es decir,

en completa abstracción de los acontecimientos de la vida, no es posible como tal, y

recupera el concepto de Marcel Proust sobre la “memoria involuntaria”, esa memoria en la

que la “decisión” del individuo se convierte en una “cuestión de azar”, pues este se ve

arrojado al mundo y es desde allí en donde debe intentar “apoderarse de su experiencia”

(Benjamin 2012 189). El mundo es pues el único escenario en donde la experiencia –del

lenguaje, del “ser espiritual”– tiene lugar en la modernidad, por una “disposición a la

angustia” (Benjamin 2012 193), al shock que describe Baudelaire. Lo experienciable se

define así por el papel activo de los hombres con su contexto y por la reconfiguración de

este en el lenguaje que le otorga su sentido, porque se enfrenta a su tiempo y convierte cada

suceso en experiencias comunicables.

Lo que acaece se convierte en la potencia de la decisión del ser humano, en el

apoderamiento necesario de internarse en las “muchedumbres” y hacer de ellas no

28

solamente una experiencia de su tiempo (como es el caso de Baudelaire) sino una

experiencia de la totalidad de la existencia que se deposita en el lenguaje. Lo que el

narrador narra –lo que esos nosotros, que Benjamin describe, realizan al desplazarse de y

en la “existencia normativa” de la modernidad– se define entonces por esta ambivalencia,

por la “dignidad” que le representa “narrar toda su vida”, en el sentido que le da en “El

narrador” (Benjamin 2008 96). El hombre se reelabora a sí mismo y, por la naturaleza

comunicable de la experiencia, permite que el mundo aparezca con una nueva tonalidad de

sentido. Así pues, lo que implica a este narrador que Benjamin describe es:

El narrador – tal es el hombre que podría dejar que la suave llama de su narración

consuma por completo el pabilo de su vida. En ello descansa el halo incomparable

que rodea al narrador (…). El narrador es la figura en la que el justo se encuentra

consigo mismo. (Benjamin 2008 96)

En la obra de Benjamin, esta experiencia tiene una cualidad fundamental, en la medida en

que se desplaza entre las descripciones de la experiencia de la modernidad y su propia

experiencia. De este modo, en su reflexión sobre la modernidad y en la crítica que realiza,

Benjamin reelabora un concepto de experiencia a partir de una mirada que se significa

como un “umbral”, así como lo piensa Menninghaus, entre el ser humano y lo que lo rodea,

entre los acontecimientos de la modernidad y el desplazamiento que realiza en el marco de

su voluntad, es decir, del apoderamiento de su experiencia. Esta experiencia se enmarca en

el lenguaje de las cosas y sobrevive en su mismo empobrecimiento, en el sentido que la

racionalidad instrumental, el concepto del “progreso” y los procesos de información se

establecen como unos medios únicos por los cuales la vida ha de ser vivida, pero en los

cuáles, asimismo, germina el potencial de lo experienciable. Este concepto de lenguaje está

suscrito a la “comunicabilidad”, pues una experiencia que acontece al ser humano tiene que

ver con la manera como esta se transmite y es narrada, es decir, con la manera como se dan

los acontecimientos en “comunidad”, entendida en su sentido plenamente histórico.

Lo que se comunica en el lenguaje es el “ser espiritual” de las cosas, esto es, para Tackels,

su naturaleza en el lenguaje primario en el que estas están más cerca de la palabra creadora,

de su naturaleza original: de sí mismas (cf. Tackels 2010 53). Igualmente, adquieren una

29

comunicabilidad en la medida en que son “traducidas”, como se señala en “La tarea del

traductor”, en el sentido que traducir una obra es revelar su “contenido de verdad”.

La contemplación del fragmento y su reconfiguración en el mundo moderno como una

“ética antinómica”, es decir, como una confrontación directa a los procesos de la

modernidad normalizada por medio de lo “maravilloso” –que se hace “intraducible”–,

adquiere así un carácter particular, que se sugiere en prácticas como las del “caminante” de

Baudelaire, en el shock que le provoca la “ciudad” y que le permite tomar una distancia

crítica mientras está inmerso en ella, pero también se encuentra consignado en lo simple, lo

“artesanal” y lo “artístico”, que habita en los resquicios de la modernidad y que se

convierten en experiencia, tal como se señala en “El narrador”. De este modo, Benjamin

indaga en una cuestión que, de un modo distinto pero susceptible de comparación, Giorgio

Agamben aborda para hacer una crítica sobre las posibilidades de una experiencia en el

mundo actual, a partir de unos valores que allí se manifiestan.

30

2. Singularidad y contingencia: la cualidad de la experiencia y el horizonte del ser

contemporáneo en la obra de Giorgio Agamben.

Polo: –… Tal vez este jardín sólo asoma sus terrazas al lago de nuestra mente… (…) Que los cargadores, los picapedreros, los barrenderos, las cocineras que limpian el interior de los pollos, las lavanderas inclinadas sobre su piedra, las madres de familia que revuelven el arroz mientras amamantan a los recién nacidos, sólo existan porque nosotros los pensamos.

Ítalo Calvino. Las Ciudades Invisibles. 86, 87 (1999)

Giorgio Agamben desarrolla el problema de la experiencia de un modo distinto al de

Benjamin, pero en algunos los lugares de su análisis es posible hacer un vínculo entre

ambos. Agamben tiene en cuenta la teoría de Benjamin, además de la obra de Martin

Heidegger, para su reflexión en la actualidad, con aportes clave que asigna en este caso un

nuevo lugar al concepto de la experiencia.

Así, este capítulo reflexiona sobre algunos conceptos del autor sobre el tema de la

experiencia como posibilidad de distanciamiento de los mecanismos de sujeción en la

actualidad. En primer lugar, se tiene en cuenta el problema de la “pérdida” de la capacidad

de tener experiencias y su relación con el pensamiento racionalista en el nacimiento de la

modernidad, en “Infancia e historia”, que fusiona experiencia y ciencia en un mismo campo

(1).

Profundizo en el tema del “lenguaje” (2) a partir del modo como el individuo se interna en

el mundo y en sí mismo, señalado en “La idea del lenguaje” y “El yo, el ojo y la voz”

–donde se indaga también en el pensamiento de Paúl Valéry–, del texto La potencia del

pensamiento. Se matiza posteriormente el tema por medio de la reflexión del autor sobre el

tema del “aburrimiento” en Heidegger, en “Lo abierto” y “Aburrimiento profundo”, que a

su vez abren a la esfera de la producción narrativa como expresión artística que permite su

comprensión. Por último, se tiene en cuenta el problema del “reconocimiento primordial”

31

de la vida por medio de la experiencia (3), con base en la reflexión del autor sobre la figura

del “cualsea”, como habitante de una nueva “comunidad” humana en donde la experiencia,

con su tonalidad lingüística, se manifiesta, tema que es abordado en la primera parte del

texto La comunidad que viene.

En la reflexión del autor, el afianzamiento de una experiencia, que en la obra de Benjamin

implica vínculo significante entre las cosas y el que la experimenta, es problemática por su

“destrucción” inminente. En torno a su pérdida influyen factores históricos relacionados

con la instrumentalización del discurso científico en la modernidad y los efectos del

capitalismo, que encauzan la sensibilidad humana. Lo experienciable se relaciona así más

bien con su exclusión, con la necesidad de “desembarazarse” su posibilidad (Agamben

2007a, 13), en la medida que, por ejemplo, como señala Agamben, la “toxicomanía” (ibíd.)

propia de los que buscan en la “droga” un horizonte, gesto afianzado en el siglo XIX, se

potencia ahora con el acto de “abrigar” una con la que el mundo sea apartado sin tregua y

en la que los acontecimientos de la cotidianidad, precedidos por la “aplastante mayoría de

la humanidad” que encarna esta pérdida en el núcleo de sus hábitos, en “la niebla de los

gases lacrimógenos (…) [y el] revolver [que] retumba(…) en alguna parte” (Agamben

2007a 8), se trasladen a un lugar donde se geste clandestinamente una insurrección en la

“impotencia”, en el no-hacer.

No obstante, para Agamben, es en este no-hacer en donde germina la semilla de una

experiencia necesaria y particular como la que propone: tal como lo hacen los amantes

arruinados de Ludwig Tieck, en el relato “Las cosas superfluas de la vida”, señalado en la

primera parte de “Infancia e historia”, quienes se encierran en su habitación y

eventualmente renuncian al mundo para dedicarse a su amor, en el sentido de “la más alta

comprensión (…) [de la] intuición inmediata” (Agamben 2007a 11).

Sobre esta experiencia particular de la modernidad, se sugiere una experiencia en donde es

posible una repotenciación de la vida en la actualidad, un otro que afianza su naturaleza

inoperante: una experiencia tal que es fundamental, pero que lo es porque no se puede

desbrozar simplemente, porque es siempre como un murmullo que se contiene en el

32

lenguaje, que a su vez es profundizado en el campo de lo literario, y que ofrece las

herramientas para pensar, en una perspectiva singular, una re-apropiación de la Historia.

Refiguración de la infancia originaria

En “Infancia e Historia”, ensayo perteneciente al libro del mismo nombre11, Agamben

desarrolla el concepto de experiencia a partir de la diferenciación que existía en la

antigüedad sobre la “experiencia” en la esfera de lo “divino” y el “conocimiento” fundado

en la ciencia (cf. Agamben 2007a 16). Señala que antes de la aparición de la ciencia

moderna ambas nociones tenían un lugar propio en la Historia y se abrían cada una con un

sentido específico. La primera se vinculaba con el “sentido común” de las personas, en la

medida en que “no (…) [era] posible fundar [con esta] ningún juicio constante” (Agamben

2007a 15), según la alusión de Montaigne que el autor recupera. La segunda tenía que ver

con el juicio que requería de una prueba. Para el autor, esta diferenciación se encarnaba con

profundidad en el pensamiento griego, de un modo análogo al que posteriormente se tendría

en la Edad Media, pues en este se hacía una distinción entre la “inteligencia” y el “alma”;

entre lo “uno”, que se vincula con lo “inteligible”, y lo “múltiple”, que hace parte de los

“individuos singulares” en relación con la “sensibilidad” (cf. Agamben 2007a 15).

Agamben distingue cómo se transformó la noción de experiencia en “experimento” en la

modernidad y señala un modelo recurrente en el pensamiento occidental sobre la

experiencia, pensada como un medio para alcanzar una verdad científica integral: la

experiencia, vinculada con la sensibilidad como pieza del pensamiento humano en el

mundo antiguo, es ahora una “escoba rota” con la que se anda “en la oscuridad a tientas”,

como lo describe Francis Bacon, en contraste con el acto de “encender la luz y luego dar

con la calle” (cf. Agamben 2007a 13). Para Bacon, esta luz-certeza en la que se funda el

pensamiento científico se distancia de la experiencia antigua tradicional, como umbral de

reflexión sobre el acontecer del mundo, porque no es más que un “laberinto” en la

11 Agamben, Giorgio (2007a). “Infancia e historia”. Infancia e historia. Adriana Hidalgo Editora. Argentina (Buenos Aires). p. 5-91.

33

búsqueda de la verdad (cf. Agamben 2007a 14). En este caso, la verdad solo adquiere su

valor en el “resultado”.

En este caso, si este padecer-el-mundo no es posible en la modernidad, ¿por qué implica

una experiencia particular para el ser humano? Para ilustrarlo, el autor recurre al ejemplo de

la “muerte” en Montaigne y afirma que en su obra se distingue un último rastro de una

experiencia sensible como la que se pensaba en la antigüedad. Para Montaigne, la

experiencia está asociada con el “sentido común” que no requiere de una prueba específica.

Señala que para vislumbrar esta es preciso acercarse a la muerte, pues supone un “límite

extremo”, una “totalidad acabada” (Agamben 2007a 24) en la que es posible una

experiencia; motivo por el cual es, a su vez, “inexperimentable” (cf. Agamben 2007a 17):

una experiencia que escapa a la razón pero que escapa también a la posibilidad de tenerla, y

que por ello mismo es posible12.

En este sentido, el ser humano alcanza una “madurez” en su acercamiento y en su

preparación a la muerte porque esta supone una experiencia necesaria para la vida, pero

siempre en el límite de lo que no se puede “conocer”. No obstante, Agamben resalta que

con la modernidad la ciencia adquiere una mayor importancia porque con esta las cosas se

validan por unos resultados comprobables. Sobre este problema, señala:

Haber puesto en relación los “cielos” de la inteligencia pura con la “tierra” de la

experiencia individual es el gran descubrimiento de la astrología, lo cual la convierte

no ya en adversaria, sino en condición necesaria de la ciencia moderna. Solo porque

la astrología (al igual que la alquimia, que está asociada a ella) había reducido en un

12 Para matizar este tema, se tiene en cuenta un texto de Montaigne sobre la muerte. El autor hace una crítica de su época sobre la indiferencia y la evasión sistemática de las personas sobre el tema de la muerte. En su caso, señala que con el tiempo va “teniendo en menos la vida” porque la “aguarda (…) con pie firme”, como debiera hacer en general el mundo: “…es locura pensar por tal medio en rehuir la idea de la muerte. (…) Aun cuando tan estúpida despreocupación pudiese alojarse en la cabeza de un hombre de entendimiento, (…), bien cara nos cuesta luego. (…) Espero que lo propio me acontecerá con la muerte”. Lo “propio” en Montaigne sugiere, desde la perspectiva de Agamben, una experiencia que no es posible alcanzar porque es un umbral hacia lo desconocido, pero que supone un “fin” en el que algo aguarda y a lo cual el ser humano debería acercarse en vida. En: Gidé, André (1944). “Reflexiones sobre la muerte”. El pensamiento vivo de Montaigne. Ed. Losada. Argentina. p. 45-47

34

sujeto único (…) lo divino y lo humano, la ciencia pudo unificar en un nuevo ego

ciencia y experiencia, que hasta entonces dependían de dos sujetos diferentes (ibíd.).

Los efectos de este proceso de racionalización de la experiencia humana desembocan, para

el autor, en la dicotomía permanente entre lo racional y lo irracional. El “sujeto de la

ciencia” es aquel que pone de manifiesto cada pensamiento, todo “es dicho” con él (cf.

Agamben 2007a 21). A diferencia de la “inefab[ilidad]” (ibíd.) propia de la experiencia

antigua, en la que cada cosa era sugerida por una aproximación sensible, se trata ahora de

“algo que desde siempre es inmediatamente reconocido en cada acto de conocimiento…”

(Agamben 2007a 21, 22). El sujeto científico prescinde de ese “proceder a tientas” descrito

por Bacon, convirtiendo la experiencia en “experimento”, en un proceso de obtención de

resultados.

Así, con el racionalismo científico en la modernidad, se tratará de un “hacer”, es decir, de

una transición necesaria en la investigación científica con base en la experimentación

progresiva que debe realizarse sobre un objeto (cf. Agamben 2007a 24): ¿cuál es entonces

la consolidación y la importancia de una experiencia sensible como la que se piensa, y

cómo se manifiesta? Para Agamben, la experiencia como “padecimiento” inasible adquiere

un valor en algunos discursos filosóficos modernos sobre el sujeto, alrededor del tema la

“conciencia”, por ejemplo, y también en la discusión sobre el vínculo entre poesía y

pensamiento filosófico, que describe como una “mitología crítica” (cf. Agamben 2007a

212).

En primer lugar, el problema del sujeto de la experiencia tiene para el autor una

importancia fundamental sobre la construcción del concepto. Agamben señala que, con la

filosofía moderna, con base en un análisis que parte del periodo de la Ilustración europea

con Immanuel Kant, hay una aproximación a un concepto de experiencia como un tener.

Por un lado, Kant distingue entre el sujeto del pensamiento y el sujeto empírico. El “yo

pienso”, el sujeto del pensamiento, está vinculado al conocimiento que se hace sobre el

mundo en un plano racional. No obstante, el sujeto empírico, que está arrojado en una

conciencia pura, se vincula con la “cosa” y sobre este no se puede extraer “el menor

35

concepto” (cf. Agamben 2007a 39). Kant distingue ambas clases de sujeto y “refuta” su

“composición” en uno único, tal como lo articula la ciencia moderna. El “sujeto

trascendental”, que se vincula a la noción de la “cosa en sí”, es uno que no se puede

“conocer” sino solo “pensar”, es decir, uno que se “sitúa(...) [en la] representación simple y

por sí misma completamente vacía de contenido” (Agamben 2007a 38).

No obstante, Agamben señala que a pesar de que Kant realiza una diferenciación necesaria

entre ambos tipos de sujeto, se centra en la cuestión de lo “inexperimentable” del sujeto

empírico, pues este “sujeto no puede en absoluto ser conocido” (Agamben 2007a 39).

Agamben insiste en la necesidad de consolidar una experiencia que no se pierda en una

“privación de sentido” y pone en paralelo el pensamiento de Friedrich Hegel.

Advierte que, para Hegel, la diferenciación entre el sujeto empírico y el pensamiento

racional implica profundizar en el primero. Para Hegel, Kant reflexiona parcialmente el

problema de la conciencia y deja a un lado el “concepto de espíritu tal como es en sí y para

sí” (Agamben 2007a 40), es decir, se centra la cualidad del pensamiento racional. Agamben

señala que a partir de la idea de un espíritu “en sí”, Hegel le otorga un valor a la experiencia

que no se había dado antes, pues esta adquiere un lugar en la conciencia. El “en sí”, la

conciencia, se vincula con el “para sí”, la autoconciencia, porque con su vínculo se desata

un “movimiento” en el que la conciencia se convierte en su propio objeto: lo

“inexperimentable” de Kant adquiere un valor de experiencialidad, contiene ahora una

referencia que es posible abordar.

El “ser-para-ella de ese en sí” (Agamben 2007a 41) de la conciencia, señala un camino

más claro sobre el problema de la experiencia. Para Agamben, Hegel indica que en este

“ser-para-ella” hay un “saber” propio que la conciencia hace sobre sí misma. Así pues, en

el camino de este saber, en su proceso de elaboración sobre sí, aparece la experiencia, es

decir, un “ir-a-través-de” (Agamben 2007a 42): la experiencia para Hegel se presenta como

una cualidad de la conciencia en la que esta “siempre [es] ya lo que todavía no es”.

Agamben señala al respecto: “Que la conciencia tenga una estructura dialéctica [en el

36

sentido que es mientras no es] significa que nunca puede poseerse como totalidad, sino que

solo está entera en el proceso global de su devenir, en su “calvario” (ibíd.).

Así, Agamben afirma que la experiencia, es decir, el devenir de la conciencia en el que el

espíritu es en sí al tiempo que no lo es porque deviene, “se convierte aquí en la estructura

misma del ser humano” (ibíd.), en el sentido en la que solo puede “hacerse” –no “tenerse”–:

una “aproximación infinita” a la naturaleza singular de la conciencia.

Para el autor, este problema adquiere tiene un lugar decisivo en el pensamiento de Henri

Bergson y Wilhelm Dilthey. Agamben afirma que en su obra se hace un intento de

«aprehender la “vida” en una “experiencia pura”» (Agamben 2007a 45). Sobre la base de

una “preconciencia” colmada de sentido, en la “filosofía de la vida” de Bergson y en el

“Erlebnis” de Dilthey (en la “experiencia vivida”), los acontecimientos implican una

“duración” que se gesta en la esfera pura de la conciencia. No obstante, sobre esta duración,

que es netamente “cualitativa”, no hay posibilidad de análisis: no es posible hacer una

reflexión determinada sobre ella porque simplemente transcurre y preconfigura la vivencia

inmediata. ¿Cómo diferenciarla del “en sí y para sí” de Hegel, en el que la conciencia tiene

un lugar pero que no se puede conocer? Para Agamben, el espacio en el que la conciencia

adquiere una materialidad y deja de ser “muda”, distanciada por completo de una “rapsodia

de percepciones” sin horizonte como la que describe Kant, se vincula para estos autores con

la poesía, donde se convierte en “expresión” (cf. Agamben 2007a 46).

Para ilustrar este problema, el autor aborda el pensamiento de Edmund Husserl sobre el

tema. Husserl profundiza en el campo de una experiencia “muda” como la que distingue

Bergson con respecto a la duración cualitativa de la preconciencia, que puede ser

materializada por medio de la “poesía”, pero se pregunta sobre la posibilidad de que esta

“experiencia inmediata” y no tangible tenga un hablante (Agamben 2007a 48). En este

caso, Husserl afirma que “para todo esto no disponemos de nombres” (ibíd.), en el sentido

que no es posible sistematizar la conciencia, pero señala que esta podría, si no debería, ser

comprendida “como algo lingüístico”. Lo lingüístico se convierte aquí en la clave en la que

Agamben aborda la experiencia: lo experienciable parte de lo que llama la “expresión

37

primera”. La experiencia como “expresión primera” es, para el autor, una infancia

fundamental, esto es, una esfera en la que la conciencia todavía es muda y que, sin

embargo, contiene al individuo, quien está arrojado en el mundo y que vincula ambos

espacios –conciencia y mundo– por el papel del lenguaje:

Una teoría de la experiencia que verdaderamente pretendiera plantear de manera

radical el problema de su dato originario debería por lo tanto recoger los

movimientos (…) de la experiencia “por así decir todavía muda”, o sea que

necesariamente debería preguntarse: ¿existe una experiencia muda?, existe una in-

fancia de la experiencia? Y si existe, ¿cuál es su relación con el lenguaje? (ibíd.)

Así pues, Agamben plantea el problema en el campo de una lingüisticidad primordial en la

que lo inasible de dicha experiencia se vincula no ya con lo “trascendental” de la

conciencia sino con “la trascendencia del yo lingüístico con respecto a toda experiencia

posible” (Agamben 2007a 61).

A partir de un abordaje de algunas nociones de Émile Benveniste acerca del lenguaje,

desarrolladas en la cuarta parte del texto “Infancia e Historia”, específicamente sobre las

categorías gramaticales de “semiosis” y “semántica”, Agamben indaga en la afirmación de

que “el hombre se constituye como sujeto en el lenguaje y a través del lenguaje” (Agamben

2007a 61). Todo conocimiento humano se remite al modo como el individuo se vincula a

este; así, por ejemplo, cada palabra se deposita en una “realidad de discurso” que la

encadena a otras, con un sentido singular que las personas apropian y que comparten por

medio del “habla”: cuando se dice “yo”, cuando se utilizan pronombres: “…aquello, aquí,

ahora…” (Agamben 2007a 63); o cuando se pronuncian nombres: “…lago, cielo, rojo…”

(Agamben 2007a 75), se inserta al ser humano en unas situaciones, si se quiere, singulares,

a las que solo es posible aproximarse por la comprensibilidad que permite el lenguaje entre

“locutores”: «el sujeto trascendental no es más que el “locutor”» (óp. cit.).

Agamben profundiza en el problema de los límites de la locución y se pregunta por el

escenario que antecede al sujeto, y aun al mundo: ¿cómo se describe esta, que aspecto tiene

el espacio en el que la “trascendencia del yo lingüístico” se compone? Para abordar las

38

características de esta infancia, insiste en la interrelación que existe entre lengua y habla,

entre lo “lingüístico” y su locución; que a su vez estructura y da sentido al vínculo que hay,

por ejemplo, entre la conciencia y las cosas del mundo. Lo lingüístico mantiene una

relación directa con su expresividad, con su cualidad comunicable. Sin embargo, en este

punto aparece también, y a la inversa, la noción de lo “pre-lingüístico” (Agamben 2007a

66), que está asociada con una “zona de no-conocimiento” en la que la experiencia

germina. La necesidad de concebir una pre-lingüisticidad como plano embrionario de la

experiencia es fundamental porque, como afirma el autor, señala un camino hacia el

escenario de una verdad particular.

Preludio del lenguaje: el umbral del no-conocimiento

En el ensayo “La idea del lenguaje”, del texto “La potencia del pensamiento”13, Agamben

insiste en la reflexión sobre el lenguaje como esfera primordial de lo experienciable, con

base en una característica fundamental: el lenguaje no dice nada más que a sí mismo, se

presupone a sí mismo (cf. 2007b 30). Afirma, a partir del problema de la “revelación”

religiosa, que lo lingüístico supone un habitar en el mundo porque este es “expresable”. Sin

embargo, en el espacio que antecede ese habitar, lo que este dice sobre sí es su condición

única de lenguaje: el hecho primordial de que existe porque con él hay una “apertura de un

mundo y conocimiento” (cf. 2007b 29).

Así pues, la cuestión del lenguaje no tiene que ver con la puesta en escena del “discurso

significante” (2007b 31), sino del hecho de que uno sea posible. Sobre la base de esta

inoperabilidad del lenguaje, en la que ya no es posible nada más sino su aparecer, se

vislumbra el plano preindividual en el que la experiencia se gesta con sentido. Para

Agamben, “[t]oda comprensión está fundada en lo incomprensible”, donde lo lingüístico

empieza a regir la relación que las personas tienen con el mundo: “Aquello que las

generaciones pasadas han pensado como Dios, ser, espíritu, inconsciente, por primera vez

13 Agamben, Giorgio (2007b). “La idea del lenguaje”. La potencia del pensamiento. Adriana Hidalgo Editora. Argentina (Buenos Aires). p. 27-41

39

nosotros [en la actualidad] lo vemos límpidamente como lo que son: nombres del lenguaje”

(2007b 38).

Pero, ¿cómo es este lenguaje que contiene al mundo, cómo puede representarse? Lo “pre-

lingüístico” se muestra aquí como la cimiente de toda experiencia singular. Para abordar

este problema, el autor reflexiona sobre el problema del Anteego en el pensamiento de Paúl

Valéry. En el ensayo “El Yo, el ojo, la voz”14, del mismo texto “La potencia del

pensamiento”, Agamben describe al personaje más representativo de Valéry, el “Sr. Teste”,

a partir de dos características fundamentales: Teste, el espectador del mundo, fluctúa entre

lo que puede verse, su “Yo” presente que observa, con base en una situación planteada por

René Descartes en un boceto de la Dióptrica, sobre un hombre que mira a través de un ojo

que mira por una ventana (cf. 2007b 115, 116), y lo que ya no puede verse, que carece de

un sujeto y se desliga de un “Yo”, ejemplificado en una escena descrita por Wittgenstein,

sobre un ojo sin dueño que mira a otros ojos solitarios por una ventana, colgados de un

árbol (cf. 2007b 120, 121).

El objetivo de Valéry con Teste, que alimenta la perspectiva que Agamben le da a la

experiencia desde la pre-lingüisticidad, tiene que ver con el intento del primero por

desligarse de un Yo, en la misma dirección del ojo descrito por Wittgenstein, que por más

que se mira en un espejo no hace parte de un rostro, de un “antiguo entorno” (cf. 2007b

120). Llevar al límite al sujeto que posibilita la mirada, que mira a su vez las cosas del

mundo, pero invertir este modelo y abandonarlo en la forma de un ojo sin dueño, que se

mira a sí mismo y persiste en la búsqueda de su origen, es el lugar en el que se encuadra el

pensamiento de Valéry y que adquiere su expresión definitiva con Teste.

Para describir este “origen”, o lo que es lo mismo, el lugar en el que la experiencia se gesta

en la preindividualidad, el autor afirma que la “idea de presencia” ha regido el pensamiento

occidental cuando ha tratado de reflexionar el problema, primero, del alma, y

posteriormente de la conciencia (cf. 2007b 125), es decir, en el sentido en el que es posible

14 Agamben, Giorgio (2007b). “El Yo, el ojo, la voz”. La potencia del pensamiento. Adriana Hidalgo Editora. Argentina (Buenos Aires). p. 115-136.

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concebirlas porque se articulan con el sujeto. Valéry refigura la noción de presencia con

base en el apartamiento de un Yo. El problema de los ojos colgantes de Wittgenstein, que

son observados por un ojo sin sujeto, adquiere aquí un sentido integral: lo que contiene al

ojo no es el Yo, sino una esfera singular en la que incluso este se articula. Hay allí, según el

autor, “otro ojo [que] se abre” (ibíd.). Y es en este punto en donde el problema de la

experiencia desde lo pre-lingüístico se matiza, donde se entrevé su fuente originaria:

…en este vertiginoso retroceder mímico del yo más allá del yo, otro ojo se abre, otra

mirada, impersonal, inmaterial, angélica (…), el “tercero” entre el ojo y el mundo, y

entre el Yo y sí mismo, una suerte de Yo del yo (…) o de “Anteego”… (ibíd.).

El “Anteego” es a Valéry el lugar en donde habita un “tercero” que acompaña al ser

humano en su vida. Con este aplazamiento del Yo y la conformación de un “otro ojo” que

pre-estructura toda aproximación sensible al mundo, Agamben se abre camino hacia la

figuración de un espacio en donde la experiencia se origina, “más allá o más acá” del

individuo.

Afirma que para Valéry el problema del yo es puramente discursivo, “defini[ible]

exclusivamente con respecto a una instancia de discurso” (2007b 128), esto es, en el acto

en el que un “hablante” se define a sí mismo en su individualidad y con respecto a los

demás. No obstante, esta cualidad, que solo es posible por un hablante, se distingue de un

plano en el que la enunciación misma es superada: no hay “yo” en donde el “tercero”

aparece. Pero, ¿cómo es posible entonces que un “Anteego” sea sin un hablante? Este

tercero es posible porque el “yo” sigue activo pero de una manera singular: en el encuentro

primordial entre este “Anteego” y el cuerpo que lo hace posible. Así, en la unión del “ser

viviente y pensante” (2007b 131) ambas esferas se vinculan: un “mí” viviente que se

sostiene en el filo en donde ambos planos se retroalimentan: solo en el cuerpo del ser

viviente, en un “Yo” singularizado, se abre el umbral hacia un lugar en donde la

experiencia sensible del mundo emerge.

Por esta razón, Agamben señala que una zona de no-conocimiento, un “Yo del yo”

inefable, se resignifica por su relación inevitable con el cuerpo, con lo que las personas se

41

enfrentan permanentemente. El “hombre que mira por un ojo que mira” del ejemplo de

Descartes se potencia por su mismo estar-ahí, o sea, en el hecho de que toda “voz” o toda

“mirada” «“dice” ante todo: alguien habla, un Yo» (2007b 127). Y así, por medio de la

emisión de la “voz”, por medio de lo que el cuerpo produce como voz, se trasmuta una

“otra voz”, la “voz de nadie” (ibíd.), pre-lingüística y asociada con una experiencia que se

manifiesta, como posteriormente se señalará, en la poesía.

En consecuencia, el lugar en el que esta voz germina, que no es del Yo sino del “tercero”,

pero que depende singularmente del primero, se describe, según Valéry, como la “fuente de

las lágrimas”: el espacio mudo del lenguaje en el que, en este preciso caso, el “llanto”

germina porque la “expresión” en la palabra ya no es suficiente, y en donde se contiene el

sentido integral del problema literario, la “musa” originaria (cf. 2007b 130), el “nadie” de

esa voz, en fin, la experiencia en sí misma.

En el texto, Agamben resalta que la expresión definitiva de este “Anteego” se explica con

la “muerte”. En un caso análogo a la cuestión de Montaigne, desarrollada en “Infancia e

Historia”, con una muerte que no puede alcanzarse pero que puede sentirse como límite de

la experiencia, se afianza el problema de la experiencia: tener una experiencia implica ser

“un eterno agonizante” (cf. 2007b 136) que, como Teste, al no morir (o al acercarse a esta

muerte sin alcanzarla), está siempre en una búsqueda de experiencias, que se guardan y se

manifiestan en aquella “fuente de las lágrimas”, se trasmutan en la relación que cada uno

mantiene con el mundo y se reflejan con mayor profundidad, desde la perspectiva de

Agamben, en la obra poética.

Así pues, como el problema de la experiencia tiene un doble registro: lo impersonal –o pre-

lingüístico– en relación con su representación (literaria, por ejemplo), que es posible por un

“mí” o “yo singular”, el autor indaga en la relación que ambas nociones mantienen, siempre

de modo oscilante, para configurar una experiencia integral, esto es, en el modo que los

individuos tienen para acercarse sensiblemente al mundo por el papel activo del lenguaje.

El problema de la experiencia es matizado por el enfrentamiento del ser humano con el

mundo: como el “eterno agonizante” de Valéry que anda por la vida como en un viaje

42

inenarrable fundado en el “acto”. En este caso, y en un contexto alejado pero significante,

Agamben reflexiona sobre la posibilidad de una “experiencia del acto” (óp. cit.), a partir del

problema de “lo abierto” y de su vínculo con el tema del “aburrimiento” para Heidegger.

En “Lo abierto”15, ensayo del texto con el mismo nombre, el autor profundiza en el

problema del “acto” como mundo-ahí, con base en la diferenciación que hace Heidegger

entre el “aturdimiento animal” y la “apertura” de la vida para el ser humano. Afirma que

“lo abierto”, como todo aquello “a lo cual todo ente está librado” (cf. 2006b 107), tiene dos

interpretaciones relacionadas, por un lado, con el modo como el animal se relaciona con sus

“deshinibidores” –lo que es estímulo, que lo liga directamente con el mundo que habita: la

supervivencia o el hambre, por ejemplo– y, por otro, con la capacidad del ser humano para

develar lo velado de lo que lo acontece y de sí mismo. El animal se encuentra unido a su

deshinibidor y, desde la perspectiva de Heidegger, no puede vislumbrar ni aproximarse a

“lo abierto”, en donde el ente se mantiene al alcance del ser-ahí porque “tiene(…) palabra”

(cf. 2006b 109). La palabra restituye al ser humano en la “ilatencia” (relativo a un

develamiento que se da de modo singular) de lo que lo rodea, en el puro acto de estar16.

Esta “apertura” que es posible en el ser humano se convierte en la clave de una experiencia

posible en torno a las cosas, antepuesta por una cualidad lingüística que problema del

“aburrimiento” significa. En “Aburrimiento profundo”17, ensayo que complementa

directamente el problema de “lo abierto” y que se encuentra igualmente en el texto “Lo

abierto”, Agamben señala que para Heidegger el aburrimiento se convierte en el umbral en

el que esta experiencia singular desde “lo abierto” se abre camino, con base en una

15 Agamben, Giorgio (2006b). “Lo abierto”. Lo abierto. Adriana Hidalgo Editora. Argentina (Buenos Aires). p. 105-115. 16 No obstante, al argumento de esta “pobreza” declarada “del mundo animal” sobre un condicionamiento esencial que lo mantiene siempre aturdido, Heidegger señala que la “vida tiene una riqueza de ser abierto” (2006b 112) que le concierne solo a la animalidad. En este caso, ningún ente le es develado y ni siquiera lo velado se le presenta como tal, como en el ejemplo de la “alondra”, quien se “lanza con más abandono hacia el sol [y] se queda ciega ante él” (2006b 110), sin saberlo (al sol) como un ente en el manto de “lo abierto”. No obstante, es en por esta razón que Heidegger pone al animal en el centro de una discusión sobre la manera como el ente aparece como una “maravilla” (cf. 2006b 127), por el hecho mismo de-que-es. Lo-que-es “se abre” en la medida en la que aparece sin más motivo que su puro ahí, y el animal, en su “pobreza de mundo”, lo carga consigo y se vincula absortamente con él por un “estremecimiento esencial” (cf. 2006b 113). 17 Agamben, Giorgio (2006b) “Aburrimiento profundo”. Lo abierto. Adriana Hidalgo Editora. Argentina (Buenos Aires). p. 117-130.

43

“tonalidad emotiva” en la que cada uno se ve arrojado, sin más, y que identifica con un

“ser-dejados-vacíos”: el ser se ve “absorbido” por las cosas en el hecho mismo de que no

las necesita, porque estas navegan en una especie de indiferencia que lo “estremecen” y que

lo “confrontan”: lo que estremece al ser-ahí es, así, un algo que en definitiva le “rehúye” en

su mismo tener-lugar.

El abordaje de Heidegger sobre el tema señala un horizonte en el que la experiencia que

reflexiona Agamben encuentra un punto intermedio entre la cuestión de la

preindividualidad y el problema de las cosas particulares. Dicha relación singular, que esta

mediada por el lenguaje, configura un diálogo especial de los individuos con el mundo, en

función de su apertura y de su simple tener-lugar. En el caso del aburrimiento, el motivo

principal se vincula con la “maravilla” misma de que las cosas sean y se manifiesten en la

“palabra”, en el sentido propio del estremecimiento de quien las “padece”: el mundo-ahí

pone en “suspenso” al ser, que a su vez se sume en una profunda angustia, como en el

ejemplo hipotético que presenta Heidegger sobre el pasajero que aguarda un tren mientras

se enfrenta al tener-lugar de la estación, a su experiencia:

Contamos los árboles a lo largo de la calle, miramos de nuevo el reloj: pasaron

apenas cinco minutos desde la última vez que lo hemos consultado. Hartos de ir de

un lado a otro, nos sentamos sobre una piedra, trazamos todo tipo de figuras sobre la

arena, y nos sorprendemos nuevamente mirando el reloj, ha pasado una media hora…

(2006b 120)

La piedra, el reloj, los árboles, el tren y, aun, el pasajero, aparecen vacíos de contenido, en

“la clara noche de la nada” (2006b 129), y por ello “se abren”, son una “maravilla”. Así,

en este movimiento entre una “aperturidad” propia del lenguaje y de la “maravilla” del

mundo-ahí mismo, el problema de la experiencia queda así dispuesto y traza el camino

hacia su aplicabilidad, con base en lo que Agamben llama un experimentum linguae, donde

lo experienciable se vincula con la esfera de la literatura.

44

Comunidad-otra y albor del proyecto en el lenguaje

Con base en una idea de experiencialidad que está basada en lo lingüístico, Agamben

reflexiona sobre la elaboración de un “proyecto” que, por decirlo así, tiene en cuenta la

conformación de una comunidad humana en los términos de dicha experiencia. La

comunidad-otra que plantea Agamben sugiere una trasmutación, en primer lugar y como lo

señala en “Infancia e historia”, del puro signo del lenguaje al “discurso”, del

“reconocimiento” primordial a la “comprensión” del mundo (cf. Agamben 2007a 77), sin

abandonar el primero.

En un sentido que se contrasta indirectamente con el apartamiento de un “yo” en Valéry,

como describe Agamben en “El yo, el ojo, la voz”, que tiene como fin la constitución un

“mí” que se aproxima a la imagen intrigante de una “fuente de las lágrimas”, donde el

individuo se desvanece y solo resta su “expresión, la cuestión sobre la posibilidad de un

“locutor” aparece de nuevo pero de una forma especial: no se trata ahora de un “yo” que

deviene indiferente con respecto a la posibilidad de tener una experiencia, como en el caso

de “la aplastante mayoría de la humanidad” (Agamben 2007a 10) que el autor critica en

“Infancia e historia”, sino de una posibilidad que se presenta, incluso, y de un modo

implacable, en la necesidad de tener una.

Para Agamben se trata en este caso de una especie de responsabilidad para el ser

contemporáneo. La “lucidez”, la disposición a la sensibilidad de lo que implica, requiere de

una posición sobre el mundo y sobre sí que caracteriza a la comunidad singular que plantea.

Así, La cuestión de lo preindividual se enfrenta inevitablemente con la realidad del acto.

Allí en donde el individuo vuelve a un “yo” como expresión discursiva y singular, la

cuestión de la experiencia adquiere un nuevo matiz: lo que el dispositivo político pretende

“retener”, en concordancia con ese “destino totalitario de Occidente” que Agamben señala

en “Infancia e Historia”, no consigue hacerlo; y a este “otro-yo”, que emerge en el

momento mismo en el que adquiere una responsabilidad con su contexto, no consigue

“aferrarlo”.

45

La oscilación entre ambas esferas, entre la posibilidad de una experiencia en la

preindividualidad y su resistencia a ciertos factores sociales encauzantes, se vincula con un

arrojamiento que cada quien, en el marco de una “lucidez [que es] poco común”. Es decir, a

partir del ejemplo de Heidegger, que retoma Agamben en “Aburrimiento profundo”, sobre

la estación del tren en donde las cosas “aparecen” al personaje “porque no tienen nada para

ofrecer[le]” (cf. 2006b 121), el aburrimiento no es ya solamente un “ser-dejados-vacíos”,

sino una necesidad de ser dejados así, en un vínculo significante con todo lo-que el mundo

nos significa: “árboles”, “reloj” y “arena”, al igual que el pasajero, acontecen en la escena

por el movimiento de la sensibilidad humana, porque implican siempre su reconocimiento

y su develamiento imposible: la experiencia se convierte en una decisión, en una

“persistencia” por reconocer en la “clara noche de la nada” una posibilidad.

Así, para Agamben, la infancia puede convertirse en Historia, esto es, un paso significante

entre la experiencia pre-lingüística, en concordancia con el valor de “lo abierto”, al

problema de la comprensión de lo que acontece políticamente en el mundo. En este sentido,

el autor vincula su aplicabilidad con una propuesta cimentada en el lenguaje, con base en la

posibilidad de una comunidad-otra, en donde puede entenderse como un fin esta

experiencia.

En “Cualsea”, ensayo del texto “La comunidad que viene”18, Agamben describe a esta

comunidad como una en donde todo individuo es un “cualsea”: cualquiera que es en el

marco de su inmanencia en la experiencia en el lenguaje, que deviene porque “importa”,

¿qué significa que todos como cualsea importen? Que lo que adquiere valor entre los

integrantes de esta comunidad se asocia con lo “indistinto”, con el ser “tal cual es” (cf.

2006a 11), es decir, con la suspensión singular de la pertenencia a un grupo, a una posición

política o a una nacionalidad, para dar paso a su singularidad como habitante de un mundo

que se entrega a “lo abierto” de sí y de las cosas, a su experiencia. Sin embargo, como lo

afirma el autor, su naturaleza no depende de un alejamiento sistemático de las instituciones

(pues cada uno sigue teniendo una nacionalidad, por ejemplo), sino del hecho mismo de

que estas instituciones se retroalimentan y terminan depositadas en la “maravilla” del ser

18 Agamben, Giorgio (2006a). “Cualsea”. La comunidad que viene. Pre-textos. p. 11, 12.

46

que está-ahí, del ser-tal, en el sentido que le da Heidegger a la palabra y que Agamben

recupera en “Lo abierto”, en tanto tal que pertenece a una institución humana: lo que era

“rojo, francés, musulmán” (ibíd.) se cimienta en lo que “permanece constantemente

escondido” (cf. 2006a 12), en el hecho de ser de un modo indeterminado. La puesta en

escena de una comunidad particular como la que Agamben propone lleva a un nuevo límite

la discusión sobre la experiencia: si lo experienciable es, de nuevo, la manera en la que las

personas se acercan sensiblemente a la cosas, por la mediación significante del lenguaje, en

tanto que en cada uno emerge una preindividualidad singular y lo otro se abre en su mismo

tener-lugar, su afianzamiento se (¿será?) posible por el papel activo de una comunidad que

se enlaza en la figura de un “cualsea”, de un ser-en-el-mundo que deviene indeterminado en

una experiencia eminente de la vida.

La comunidad-otra de Agamben aparece como la posibilidad efectiva de una resistencia en

el marco de la experiencia lingüística, de un experimentum linguae, que pone a “fluir” de

nuevo al individuo con la Historia. En este caso, una reflexión sobre sí y sobre lo otro,

como en el caso del niño que restituye a su uso, a su “diacronía” especial y a su

“desmuseificación” (cf. 2005 111) (aspecto que será desarrollado en la comparación entre

Benjamin y Agamben) los objetos “consagrados” del capitalismo, se significan en un tener-

lugar que es posible por una disposición a la sensibilidad, como lo señala Agamben en

“Elogio de la profanación”, ensayo del texto “Profanaciones”.

Así pues, en este experimentum linguae en el que profundiza el autor, la relación potencial

de las personas con su mundo no es ya solamente una indagación sobre lo “indecible” –lo

inefable que habita en cada uno y que también contiene “lo abierto”–, sino la “purísima

eliminación de lo indecible del lenguaje”, es decir, no la supresión del concepto de una

infancia preindividual en el ser humano sino su puesta en escena, su elemento combativo,

como lo señala Agamben en “Infancia e Historia”, en la que la “singularidad [del] lenguaje

[es] lo máximamente decible, la cosa del lenguaje” (Agamben 2007a 215).

En este punto, el problema se encamina a la comparación posible entre el concepto de una

experiencia lingüística en la obra de Walter Benjamin y de Giorgio Agamben, a partir por

47

ejemplo del problema particular de la infancia (del juego y de lo infantil como punto de

desidentificación del dispositivo capitalista), de la memoria y de su relación con la obra

poética, esto es, de una “mitología crítica” que pone a fluir lo literario en la esfera del

conocimiento.

48

3. Lo literario, la profanación y el desacuerdo del lenguaje: hacia un diálogo de la

experiencia en el pensamiento de Walter Benjamin y Giorgio Agamben.

Cuando escuché al sabio astrónomo, Cuando las demostraciones y números fueron puestos en columnas ante mis ojos, Cuando me fueron mostrados las cartas celestes y diagramas, para que los sumara, dividiera y midiera, Cuando escuchaba al astrónomo dar su aplaudida lección en el aula, Que pronto – inexplicablemente – me sentí fatigado y enfermo, Hasta que, levantándome y deslizándome afuera, salí a vagar solo, En la mística atmósfera nocturna y, de cuando en cuando, en perfecto silencio alzaba mi vista a las estrellas.

Walt Whitman, “Cuando escuché al sabio astrónomo”, Hojas de hierba (1964)

El tema de la experiencia, que encuentra su lugar en el problema del lenguaje en la obra de

Walter Benjamin y de Giorgio Agamben, gira en torno a una serie de cuestiones por las que

ambos autores se vinculan pero que, sin embargo, los mantiene en dos esferas distintas de

pensamiento, paralelas en las particularidades del concepto. Benjamin reflexiona sobre las

posibilidades de la experiencia y su empobrecimiento en la historia moderna y Agamben

tiene en cuenta su naturaleza en la actualidad, a partir de la probabilidad de su destrucción.

Sus posturas parten, no obstante, de una crítica específica sobre una degradación progresiva

de la capacidad humana para “asombrarse” y sobre un encauzamiento asociado con la

técnica, las maquinarias del poder y del capitalismo para desligar a las personas de su

propia posibilidad. En ambos se trata, con sus diferencias respectivas, de un llamado a la

sensibilización de la vida, a partir de una confrontación del curso de la modernidad.

En este sentido, la tercera parte de este texto se enfoca en una comparación teórica entre

ambos autores en ciertos aspectos del problema. Para ello, el capítulo está dividido en dos

partes, en las que se reflexiona, en primer lugar, sobre la cuestión del lenguaje como

sustrato de la experiencia (1), a partir de la reflexión de Benjamin sobre su infancia en

49

Berlín y los planteamientos de Bruno Tackels sobre las tesis tradicionales del lenguaje.

Asimismo, se tiene en cuenta la manera como Agamben aborda el concepto a partir de la

noción de “ejemplo” y “diacronía”.

En segundo lugar, se reflexiona sobre la cualidad de la experiencia en la esfera de la

preindividualidad, la sensibilidad humana y la política (2), en relación con el planteamiento

de Bruno Tackels sobre el “contenido de verdad” en Benjamin y la descripción de Pablo

Oyarzún sobre lo que implica una experiencia desde lo “narrativo”. Se tiene en cuenta en

este punto el vínculo crítico que establece Georges Didi-Huberman entre Benjamin y

Agamben sobre el problema de las supervivencias y sobre la necesidad politizar el carácter

de lo experienciable en la actualidad.

Posteriormente, se aborda el papel del pensamiento de Paul Valéry para establecer un

vínculo pertinente entre ambos autores y se indaga en la reelaboración sus posturas por el

papel de la literatura. La “narración” es puesta entonces como medio para reflexionar el

problema con un carácter filosófico, aspecto que es señalado por Agamben como una

“mitología crítica” y que se resalta en “El narrador” y en “Infancia en Berlín hacia 1900” de

Benjamin. Por último, se tiene en cuenta la cuestión de este “carácter literario” como un

acto de resistencia desde la experiencia en el lenguaje, sobre la necesidad de afianzar el

concepto y de repotenciarlo, de encontrar un camino en el que el individuo se repliega en la

experiencia para una posible transformación de sí y de los otros, con un asombro latente por

lo que acontece y que se señala en “Programa para una revista” de Agamben y se identifica

en “El París de Baudelaire” de Benjamin.

Significación del “nombre” e inmersión en el lenguaje

Para Benjamin, el problema de la experiencia gira en torno a la pregunta sobre cómo es

posible, por una reelaboración de la mirada, una experiencia en los “escombros” de la

modernidad. En “Mañana de invierno”, texto perteneciente a “Infancia en Berlín hacia

50

1900”19, escrito en su periodo de madurez durante la década de los años treinta, el autor

describe a un niño en una narración ambientada en una “mañana de invierno” berlinesa, que

reflexionaba sobre su “deseo cumplido” antes de ir al colegio. Señala que a pesar de que el

“deseo” de este niño no tenía la profundidad del de un niño de cuento, este era igual de

“sensato” y suscitaba una especie de revelación en su propia cotidianidad, un lugar singular

para su experiencia en el mundo (cf. Benjamin 2010 190). El autor, en la voz del niño, se

conmociona con la rutina de la niñera que venía a despertarlo y preparaba la partida,

mientras el calor del fuego inundaba la habitación y la manzana se asaba en la estufa. El

“cansancio” de la mañana de invierno, repetido “centenares de veces” (cf. Benjamin 2010

191), era para él, junto con el ritual de las imágenes de su habitación por el movimiento de

la niñera y de la lámpara, y de la rejilla de la estufa reflejada en el techo, el motivo de su

“deseo”, que, al llegar a clase, y así durante todo este periodo, se hacía por fin evidente:

“dormir hasta hartar[se]” (ibíd.).

Para Benjamin, la cualidad de este “deseo” sugiere una refiguración del modo como es

comprendida la Historia, ¿cuál es el valor de esta escena? La potenciación de lo

fragmentario que afianza la experiencia. Así pues, al final del texto Benjamin tiene en

cuenta el vínculo que hay entre la humildad singular de este deseo, de la aspiración de

dormir de un niño en época invernal, y de reafirmarlo como una experiencia que lo forja,

que convierte estas situaciones en un problema para comprender el movimiento de, en este

caso, la ciudad de Berlín en la primera década del siglo XX. La cuestión de la experiencia

se sugiere aquí como una manifestación de la “sensibilidad” –en contraste, por ejemplo,

con el problema de lo “experimentable” que Agamben señala sobre lo “inteligible” en el

pensamiento filosófico moderno y su búsqueda permanente de certezas–. Pensar en qué es

con lo que se relaciona y en cuál es la singularidad de estas “verdades” en la evocación de

Benjamin sobre el sueño del niño y el invierno, se articula inevitablemente con la cuestión

del lenguaje.

En “Pequeña introducción a Walter Benjamin”, el planteamiento de Bruno Tackels sobre el

problema del lenguaje en la obra de Benjamin gira en torno a dos características. En primer

19 Benjamin, Walter (2010) “Mañana de invierno”. Infancia en Berlín hacia 1900; Walter Benjamin: Obras; Libro IV/Vol. I Abada Editores. Madrid. p. 190, 191.

51

lugar, el lenguaje desde una “tesis convencionalista” afirma que este es empleado para

designar cosas en un grupo específico de hablantes, en torno a una serie de cualidades que

permiten su articulación y por ende su posibilidad de sentido. Esta designación, que implica

la creación de un “nombre” para “todo”, nombres elegidos “al azar” (cf. Tackels 2010 61)

para colmar de sentido a lo que hay, está ligada a la necesidad de una interrelación que debe

entablar el ser humano con su entorno por la nominación arbitraria de las cosas. En un

ángulo paralelo, está el problema de una “tesis naturalista” del lenguaje, que señala la

cualidad fundamental del mismo por el uso de la palabra, la cual es capaz de imantar a las

cosas con su “esencia” (cf. Tackels 2010 62), es decir, porque en la palabra, en su carga

simbólica, se guarda la “verdad” de la cosa. Tackels afirma que en ambas perspectivas hay

una preeminencia por la acción del lenguaje y no por la interrelación que hay entre este y

las cosas, en el sentido de habitarlas desde una repotenciación de las mismas que Benjamin

recupera y que es una de las características primordiales del problema de la experiencia en

su obra.

Para Benjamin, la cuestión del lenguaje como categoría fundamental del reconocimiento

singular del mundo implica, por un lado, que las cosas “se dan como (su) Nombre” (cf.

Tackels 2010 61), es decir que estas se insertan en el lenguaje y posibilitan así su propio

reconocimiento. No obstante, Tackels señala que esta perspectiva no tiene que ver ya, al

menos directamente, con una cualidad mística en la que el objeto, su esencia, es para el

lenguaje, y así para la experiencia humana: alejado de la concepción naturalista en la que

esta afirmación puede tornarse en una esfera mística, se trata ahora de la posibilidad de que

las cosas adquieran un sentido porque son nombradas, refigurándose en un diálogo

permanente que permite su experiencia, en el punto en el que el nombre visibiliza al

mundo, sus características, su naturaleza y su composición, y la cosa es posible porque está

contenida en el lenguaje.

En un contexto similar, y para establecer un vínculo con esta perspectiva, en “Ejemplo”,

ensayo del texto “La comunidad que viene”20, Agamben desarrolla una idea semejante a la

de Tackels sobre Benjamin, al profundizar en la naturaleza del “ejemplo” como catalizador

de un mundo que se da en el lenguaje. Para el autor, la cuestión del ejemplo posee la 20 Agamben, Giorgio (2006a) “Ejemplo”. La comunidad que viene. Pre-textos. p. 15, 16.

52

particularidad de que contiene a todas las cosas y estas están contenidas en este, de manera

indistinta. Para explicarlo, afirma que la palabra, en el uso común, está basada en una

“antinomia” lingüística porque hay una diferenciación entre lo “universal” y lo “individual”

en el campo social para poder habitar el mundo (cf. 2006a 15). Así, señala que la palabra

“árbol”, por ejemplo, es un universal en la medida en que su enunciación contiene a todos

los árboles con base en su “propiedad común”. Señala que esta cualidad del lenguaje, donde

por la palabra el objeto adquiere un carácter universal pero también individual, se cimienta

en el nombre: al enunciar a los árboles se enuncia el conjunto pero también su “clase”

(mediada por un “artículo” –el, la, un–, por ejemplo), dado que cada uno existe como una

individualidad que, no obstante, no pertenece a sí misma sino al conjunto, en una oscilación

del sentido, en una paradoja, que se traduce en el “ser lingüístico” (cf., ibíd.). Agamben

señala que sobre esta variación se sustenta la lingüisticidad con la que es posible acercarse

con sentido a las cosas y que el problema del “ejemplo”, que escapa a dicha antinomia,

traslada el problema a otro lugar.

En el ejemplo que cada uno da para profundizar en una idea, lo universal y lo individual

coexisten y se refiguran para abrazar al lenguaje en su totalidad, pues al dar un ejemplo, sea

con un “árbol”, el nombre, como un universal, aplica a todos los casos que tienen lugar

como ejemplos en ciertos contextos lingüísticos (ese árbol, si el árbol, como el árbol) que,

sin embargo, “no pueden valer [únicamente] en su particularidad” (cf. 2006a 16), en su

individualidad. En este caso, el ejemplo se vincula no ya con la antinomia propia del uso

que se hace del lenguaje sino de su singularidad, pues no pertenece a nada pero puede ser

aplicado a todo en situaciones comunicativas determinadas:

Así, el lugar propio del ejemplo es siempre al lado de sí mismo, en el espacio vacío

en que despliega su vida incalificable e imprescindible. Esta vida es la puramente

lingüística. Incalificable e imprescindible es solo la vida en la palabra. El ser

ejemplar es el ser puramente lingüístico. (Ibíd.)

Lo “incalificable” es esa característica del ejemplo que enlaza a las palabras en sentidos

diversos, a veces imposibles, como en el caso de la metáfora, pero que se acopla a todos los

53

escenarios en donde, por contexto, se requiere. El autor señala que para que esto se cumpla,

el ejemplo debe entenderse siempre como algo que se “dice”, porque al decirlo, como lo

expresa con el color “rojo” (ibíd.), al usar este color como ejemplo convierte el color en un

universal que vale en su particularidad según el contexto en donde se expresa, evocando

estados, situaciones diversas y multiplicidad de sentidos. El “ser-dicho” del “rojo” o del

“árbol” contiene una “inmanencia perfecta” (2006a 98) que amplía las posibilidades del

lenguaje a instancias que escapan de la antinomia entre el universal y el individual, en una

singularidad en la que cada palabra pierde su “identidad” para “apropiarse de la pertenencia

misma” (óp. cit.).

En este sentido, el problema que reflexiona Tackels sobre la “cosa” que está contenida en el

lenguaje para Benjamin, tiene semejanza con la cuestión del ejemplo por la propiedad del

nombre que –al ser ejemplar– está ligado a una singularidad en donde no hay universales ni

individuales sino un “ser-dicho[s]”, en escenarios diversos y con sentidos múltiples. El

vínculo entre Benjamin y Agamben tiene que ver entonces, en este caso, con la posibilidad

de hablar de una “inmanencia” del lenguaje.

En “Pequeña introducción a Walter Benjamin”, Tackels señala que para Benjamin el

lenguaje es “mimético” porque este se presta a la cosa para que el individuo la reconozca,

en contraste con las tradiciones convencionalista y naturalista, y rescata una expresión del

autor sobre el tema: “¿soy yo aquel que se llama W.B., o bien simplemente me llamo

W.B.?” (Tackels 2010 63). Cuando Benjamin afirma que no solo se llama así sino que él es

aquel que, designado por un nombre, aparece como individuo, afirma que no hay otra

posibilidad para reconocerse, e incluso para acercarse a los otros, sino porque cada ser

humano está contenido en el lenguaje, en la enunciación del nombre que lo afirma. A este

proceso de imitación, donde el lenguaje se presta a la cosa y traspasa el límite “arbitrario”

del convencionalismo, en el que la cosa simplemente existe y el nombre solo “se limita(…)

a calificarla” (cf., ibíd.), Benjamin señala un camino de significación singular del lenguaje,

que se relaciona con el problema del “ejemplo” de Agamben como representación de la

inmanencia del mismo.

54

Tackels retoma un ejemplo del autor sobre la mímesis lingüística en una situación en la que

una madre se despide de su hijo antes de ir a la ópera. Al “desearle buena noche” (Tackels

2010 64) y anunciarle que ya se va, la obra, la ópera de Carmen, despliega un carácter

propio desde la perspectiva del niño que no ha ido a verla pero que la identifica por las

palabras de su madre, por el “chal que lleva puesto” en la habitación. Las palabras de su

madre exceden el hecho de ir a ver la obra y ella misma, como señala Benjamin, se

convierte en Carmen, por el nombre de la ópera, que ya no depende de su “saber” (cf.

Tackels 2010 64), de ir allí y escucharla, sino de su enunciación en el hogar. Se trata de una

característica que, en principio, se vincula con el problema de la “infancia, en un sentido

análogo a la razón por la que en “Infancia en Berlín hacia el 1900” Benjamin recupera una

serie de escenas que potencian esta cualidad mimética del lenguaje, con el fin de “emana[r]

el ser de la cosa”, como señala Tackels (cf. Tackels 2010. 65).

Lo que se emana del ser en cada una de las evocaciones de Benjamin, como en la cocina, la

luz de la chimenea que se refleja en el techo y la cuestión de pensar en el invierno como un

motivo para dormir indefinidamente, tiene que ver con la lingüisticidad del mundo al que

solo es posible acceder por el papel de la palabra que lo convierte en experiencia21, y que

en la infancia se resalta con más vehemencia. Así pues, el problema del ejemplo en

Agamben mantiene una relación con la reflexión de Benjamin sobre el tema.

Si en Agamben, el ejemplo resalta un estadio del lenguaje que ya no depende de universales

ni de individuales sino de un “ser-dicho” en el que el nombre se convierte en la

singularidad de una experiencia general del mundo, pues cada enunciado pertenece a todos

los demás y en esto se basa su “pertenencia”, es decir, “lo Más Común” (2006a 16) de las

cosas, lo “Más Común” no será sino la “emanación del ser de la cosa” que se contiene en el

nombre –en cada uno de los nombres–, en la inmanencia del lenguaje por la que, en

semejanza con Benjamin, el niño evoca a Carmen en el chal de su madre cuando va a darle

las “buenas noches”. Estas escenas que describe Benjamin tienen relación con la

“inmanencia lingüística” que Agamben señala, pues la evocación de Benjamin se vincula

con una “percepción original [a partir de] Nombres puros” (cf. Tackels 2010 66) que

21 Relativa a la definición que Pablo Oyarzún da en “El narrador”: “los modos en que el existente se relaciona con las verdades de la existencia” (Benjamin 2008 12)

55

“comunica[n] desde el interior mismo del lenguaje” (cf. Tackels 2010 56) y que son el

sustrato de sus memorias en, por ejemplo, “Infancia en Berlín hacia el 1900”: cada escena

supone un vínculo significante con las demás para describir el problema de lo

experienciable desde la perspectiva de un niño.

Lo “inmanente” del lenguaje, es decir la interrelación entre el nombre como cimiente del

“ejemplo” en la descripción de Agamben, se asocia con el problema del “lenguaje” de

Benjamin porque en ambas perspectivas se hace un acercamiento preciso a la cuestión de la

experiencia.

En relación con esto, ambos autores profundizan en los modos de operar del capitalismo y

en la desintegración de una capacidad de acercarse a las cosas a partir de las posibilidades

del lenguaje, aspecto que le da al problema un componente político. En este caso, para

ampliar este tema, es preciso abordar el problema de la “profanación” en el pensamiento de

Agamben, en torno a la noción de “diacronía”.

En “El país de los juguetes”22, ensayo del texto “Infancia e historia”, Agamben pone un

ejemplo particular de un episodio de la obra “Pinocho”, de Carlo Collodi, en la que el

personaje llega al “país de los juguetes” montado en un burro en donde el juego es una

regla fundamental, como una “utópica república infantil” (Agamben 2007a 95); un país en

donde sus habitantes no tenían más de “catorce” años y en donde todo era concebido en

relación con el juego, con la “pelota”, las “bicicletas”, los disfraces y los aplausos (cf.

ibíd.). La categoría del tiempo “ritualizado” en ciclos, como sugiere el autor, no existía y la

experiencia del mundo se convertía en una “desmesurada prolongación de un único día de

fiesta” (Agamben 2007a 96). Señala que en un escenario así esto implica la supresión de

ciertos “ritos” que se han configurado históricamente como “regeneradores” del tiempo,

como con las “fechas” y los “calendarios”: en el país de los juguetes no había un equilibrio

entre un tiempo ritual en el que los eventos aseguran la reapropiación del tiempo y una

desestructuración de los mismos por medio del juego.

22 Agamben, Giorgio (2007a). “El país de los juguetes”. Infancia e historia. Adriana Hidalgo Editora. Argentina (Buenos Aires). p. 93-128.

56

No obstante, la cuestión del juego como ritualización se esboza en un sentido que el

Agamben reelabora con respecto al problema del “uso” y de la “profanación” en la

actualidad, y desde allí con la experiencia significativa que el individuo tiene de su mundo:

el juego no ya como un antagonista del rito sino como su exponente, en una “realidad

menos arbitraria de lo que podría parecer a primera vista” (Agamben 2007a 99). En el país

de los juguetes “Fosforito” le explica a Pinocho que las vacaciones “empiezan” y

“terminan” según la temporada de otoño, es decir, en la medida en que se provoca una

especie de “parálisis” en el calendario. Agamben señala que si el tiempo en este lugar

podría no ser simplemente un día eterno, esta regeneración implica un vínculo significativo

entre el rito y el juego, donde el segundo resignifica al primero en una “diacronía” singular,

en un poner a fluir que se asocia con el problema de la experiencia en el lenguaje.

La importancia de este ejemplo radica entonces en el vínculo entre el juego y lo ritual, que

se trasfiere al mundo actual en un restablecimiento de la experiencia por medio del “uso”

de las cosas. Así, en “El país de los juguetes” el autor describe como, por ejemplo, “puede

jugarse con aquello que alguna vez perteneció a la esfera práctico-económica” (Agamben

2007a 101), aspecto que los niños, esos “ropavejeros de la humanidad” (ibíd.), comprenden

con mayor profundidad, pues son capaces de “profanar” lo que estaba destinado a un fin.

La cuestión aquí es que “todo” tiene la posibilidad de convertirse en juguete, es decir, de

salirse de su esfera original y fluir por un acercamiento sensible y una transformación que

el individuo realiza para experimentar lo que lo rodea. Para Agamben, esta capacidad de

desligar a las cosas de su objeto implica un proceso de “miniaturización” que evoca una

experiencia lingüística en la que estas adquieren un nuevo sentido:

…un auto, una pistola, una cocina eléctrica se transforman de golpe, gracias a la

miniaturización, en juguetes. ¿Cuál es entonces la esencia del juguete? El carácter

esencial del juguete –en última instancia el único que puede distinguirlo de los demás

objetos– es algo singular que solamente puede captarse en la dimensión temporal de

un “una vez” y de un “ya no más”… (Agamben 2007a 101, 102).

Este “una vez y ya no más” el autor lo define de dos modos, uno relacionado con una

crítica del dispositivo capitalista y otro por la cualidad misma del objeto en el tiempo y en

la historia, aspecto nodal que enlaza el tema con el problema del lenguaje en Benjamin. Por

57

un lado, afirma que si perteneció “una vez” a la esfera económica, “ya no” será “más”, pues

en el juego, en su deconstrucción, el objeto es profanado y puesto a andar de un modo

singular. Por otro, si esto es así, el objeto y su “uso” se convierte en algo puramente

“histórico”, en su aspecto sincrónico –asociado con la ritualización, con su denotación y su

uso sistemático– y su aspecto diacrónico: la “temporalidad humana” (cf. Agamben 2007a

103) se contiene allí en donde el niño convierte, en este caso, su mundo en una experiencia.

Así pues, la cuestión del ejemplo que aborda Agamben, de las palabras que ya no dependen

de su universalidad ni de su individualidad sino de su “ser dicho” en diversos escenarios, se

trasfieren de un modo significante a la experiencia del mundo que se ha vuelto

“diacrónico”: nuestra relación con lo otro, e incluso con nosotros mismos, se hace en una

experiencia disruptiva; el nombre, que se presta al objeto para hacerlo comunicable, se

desliga su antinomia (como un ejemplo) y nombra ahora a aquello que está miniaturizado,

significándolo, convirtiéndolo en lo “Lo Más Común” al emanar su ser. Del mismo modo

que la “pistola” o la “cocina eléctrica” que señala Agamben, o como en la “mañana de

invierno” del niño que por el fuego de la lámpara se despierta con “la sombra de la niñera

sobre el techo” (Benjamin 2010 190) en el universo de Benjamin, el mundo reaparece en su

singularidad y su experiencia es posible por la maravilla de habitarlo.

Narración, disentimiento y reapropiación del mundo en la experiencia

En “Pequeña introducción a Walter Benjamin”, Tackels afirma que para Benjamin la

experiencia se funda en la posibilidad de encontrar el “contenido de verdad de las cosas”

(Tackels 2010 74), definición que está en relación directa con la cuestión del lenguaje como

potenciador del modo como el individuo se acerca al mundo. En este caso señala que, para

Benjamin, en el “siglo de las Luces” hay una carencia particular de este tipo de

experiencias, de un modo similar al análisis que Agamben hace en el texto “Infancia e

historia” sobre los rastros del conocimiento científico en la modernidad.

Para describir este “contenido de verdad”, Tackels retoma la imagen de Benjamin del

“sello” y tiene en cuenta dos expresiones del autor sobre la posibilidad de tener una

experiencia como se piensa: como un sello, la marca que este deja sobre el lacre implica,

58

metafóricamente, una pura “eviden[cia]” para aquel que nunca ha tenido una, esto es, que

solo es capaz de visibilizar su impronta, su rastro (cf. óp. cit. 76). Seguidamente, está la

cuestión del sello como objeto que antecede a la marca, es decir, como algo “concebible”

(ibíd.) solamente si se tiene una experiencia, si se vislumbra el “contenido de verdad” de las

cosas. En esta imagen, Benjamin hace una crítica sobre los modos en los que sería posible

acercarse a una experiencia auténtica.

A este proceso en el que el “contenido de verdad” es “develado”, Benjamin lo define como

un “gesto de desmontaje” (cf. Tackels 2010 77), que implica una búsqueda constante y una

posición crítica que debe mantener quien aspira a alcanzar “los contenidos más esenciales

de la existencia” (Tackels 2010 74) y que no se conforma con sus “huellas”. En este punto,

la reflexión de Benjamin sobre experiencia en el lenguaje tiene relación con el pensamiento

de Agamben por las posibilidades de resistencia que el autor encuentra allí. Esta resistencia

tiene que ver, por ejemplo, con algunos ejemplos que Agamben da en “Infancia e historia”

sobre lo que es asumido como experiencia en la actualidad, “en el viaje a los infiernos en

los trenes”, los “gases lacrimógenos” o la “muda promiscuidad con desconocidos en el

ascensor” (cf. Agamben 2007a 8), que se vincula con la crítica que hace Benjamin en

“Experiencia y pobreza” sobre una experiencia desfigurada en, por ejemplo, las obras

literarias de Paul Scheebart, las cuales, por medio de una descripción del progreso

industrial pretenden narrar aquello que en Julio Verne se transmite con ahínco por medio

de los viajes de unos “rentistas ingleses (…) que viajan por el espacio en sus extravagantes

vehículos” (cf. Benjamin 2007 219), esto es, la cualidad misma del viaje, de su experiencia.

El problema en este sentido está en la necesidad de ahondar en el “contenido de verdad” de

las cosas a partir de este “desmoronamiento”, de revelar allí una “verdadera intuición”, una

“auténtica experiencia” (cf. Tackels 2010 73).

Si para Benjamin la característica lingüística de la experiencia está en la capacidad humana

de develar un “contenido de verdad”, de identificar en la naturaleza del nombre “una

verdadera intuición”, esto se define íntegramente en el problema de “la narración”. En el

análisis que hace Oyarzún sobre el narrador, en el texto “El narrador”, a partir de la

diferenciación entre “técnica” y “artesanía”, la narración está atravesada por una

sensibilidad fundamental sobre lo que acontece, con base en un “grado cero de la

59

experiencia” (Benjamin 2008 17): “el tiempo en el que no se asiste a nada”, la “dilatación

vacía” (ibíd.) en la que basta con estar en el mundo como lugar ahí y que el narrador

potencia por medio de la narración.

La “vaciedad” que señala el autor implica que el ser humano se impregna receptivamente

de la experiencia de la vida y que para el narrador es fundamental, pero además es una

condición que, en relación con la reflexión que Agamben hace en “El país de los juguetes”,

lo pone a fluir, en contraste con el dispositivo “práctico-económico” del que hace parte: la

experiencia se significa por el papel de la narración como expresión artística que afianza

con profundidad el problema de la experiencia como una “ética antinómica”, ética que

puede interpretarse como un llamado a lo que Georges Didi-Huberman, en el texto

“Supervivencia de las luciérnagas”23, rescata de la “imagen dialéctica” en la obra de

Benjamin, y que le sirve de crítica al planteamiento de Agamben sobre la posibilidad de

que estas cosas se den, únicamente, en un futuro insondable.

Para Didi-Huberman, la discusión sobre la “imagen” que aparece como una

“supervivencia” en la obra de Benjamin tiene que ver con la metáfora de las “luciérnagas”:

aquella que, como una “pequeña luz”, se resalta en un fondo abrumador de oscuridad: “Lo

esencial sigue siendo esa alegría inocente y poderosa que aparece como una alternativa a

los tiempos demasiado oscuros o demasiado iluminados del fascismo triunfante” (2009 14).

En una época dominada por la técnica, el espectáculo y el empobrecimiento creciente de la

capacidad para tener experiencias, propios de un contexto inevitablemente “oscuro”, Didi-

Huberman rescata, con base en una comparación con Pier Paolo Pasolini y, en esta misma

línea, con Agamben, la cualidad de Benjamin para ver ciertas “intermitencias”,

“constelaciones” simbólicas cargadas de sentido en los escombros de la modernidad (cf.

2009 47). Señala que el análisis de la historia que hace Benjamin se vincula con una

“imagen” que aparece como “supervivencia”, es decir, con una posibilidad de que en estas

fisuras de la experiencia degradada germine su recuperación, en un sentido quizá similar al

problema de los fragmentos de experiencia reflejados en “Infancia en Berlín hacia 1900” o

de los “umbrales” como espacios significantes que se abren en el “paisaje” de la ciudad

moderna, tal como lo señala Menninghaus en “Saber de los umbrales”.

23 Didi-Huberman, Georges (2009). Supervivencia de las luciérnagas. Abada. España.

60

Así, ser luciérnaga implica para Didi-Huberman unos “momentos de excepción en los que

los seres humanos se vuelven (…) seres danzantes, erráticos, inaprehensibles y, como tales,

resistentes” (2009 16). Una resistencia que emerge sutilmente en los espacios empobrecidos

de la modernidad y que Benjamin visibiliza. No obstante, con base en esta cualidad del

pensamiento de Benjamin, Didi-Huberman hace una crítica de la obra de Agamben, a partir

de una serie de cuestiones que componen su obra. Por un lado, señala que en Agamben hay

un tono “apocalíptico” que hace parte de una tradición de pensamiento en la que se afirma

que solo es posible una transformación de la experiencia de la actualidad en un futuro

inalcanzable. Asimismo, advierte que este discurso responde a una intención de vincular lo

teológico con lo secular como un “desvío” (cf. 2009 64) que no termina de explicarse en su

obra y que proviene del pensamiento de Heidegger, criticado por Theodor Adorno, quien

por su parte toma de las “religiones positivas” como el cristianismo algunos aspectos

asociados con la “muerte”, para traducirlos como un “todo del estar ahí” (cf. 2009 63).

Esta “irreconciabilidad” entre discursos supone para Didi-Huberman un esfuerzo por ver

siempre en el horizonte de lo incomprensible la posibilidad de aparición de unas

“supervivencias” que, no obstante, dejan a un lado la singularidad de las luciérnagas, de

una “experiencia modesta” (cf. 2009 61) como la que, en su caso, sugiere Benjamin. Así

pues, “una política de las supervivencias por definición prescinde –forzosamente– del final

de los tiempos" (2009 65) y se asocia más bien, si de un horizonte se habla, con un

“mesianismo” como el que desarrolla Benjamin, en el que una “puerta estrecha (…) apenas

se entreabre: un segundo”, como señala Didi-Huberman, a partir de la interpretación de

Stéphane Moses, donde las luciérnagas tienen tiempo de aparecer y de resplandecer ante

ese fondo casi imposible de oscuridad (cf. 2009 66).

Sin embargo, a pesar de esta característica del pensamiento de Agamben, criticada por

Didi-Huberman, este último ve en su obra un atisbo de posibilidad de supervivencia que

puede ser matizada y vinculada con la teoría benjaminiana, en el sentido de una

recuperación del fragmento que se relaciona con una experiencia en el lenguaje como la

que se aborda aquí. En contraste con ese “horizonte de salvación” que Agamben sugiere en

su obra, está la cuestión de pensar en la “imagen” de Benjamin como una “poca cosa: resto

o fisura” (cf. 2009 67) que tiende a entreverse en el primero. Para Didi-Huberman, la

61

cuestión con Agamben radica en que este tiende a “mezclar” esta imagen, estos fragmentos

singulares de experiencia que Benjamin desarrolla, como sería el caso, por ejemplo, de su

abordaje sobre la experiencia de la infancia o el “ejemplo”, además de otros temas (el

cuerpo o el genio) que no se tratan aquí. En Agamben, la “imagen” como “supervivencia en

movimiento”, y el “horizonte”, que es lo que vendrá cuando todo lo demás quede redimido,

se mantienen en un vaivén particular que para Didi-Huberman no permite apreciar con

claridad las posibilidades que una postura así permite para una transformación del mundo

actual.

En este sentido, las luciérnagas, que se mantienen en un “movimiento” constante en el

espacio empobrecido de la modernidad, como “resplandores breves” que quieren ser

invisibilizados por los “reflectores” de la “gran luz” (cf. 2009 15), imagen que Didi-

Huberman rescata de la experiencia juvenil de Pasolini en pleno régimen fascista, se

convierten en una posibilidad plena de repensar el problema de una resistencia que, en este

caso, se vincula con la experiencia como la aborda Benjamin y que, por su lado, a pesar de

su indecisión, si puede decirse así, Agamben elabora, sugiriéndolo incluso en la descripción

de lo que implica el ser “contemporáneo”, quien “oscurece(…) el espectáculo del siglo

presente”, y se “da(…) los medios de ver aparecer luciérnagas en el espacio

sobreexpuesto, feroz, excesivamente luminoso, de nuestra historia” (cf. 2009 53).

En esta experiencia, que implica un “coraje”, se vislumbra una nueva comunicabilidad de

las experiencias, en el momento mismo en el que su “incomunicabilidad” es inminente y

que se resalta por ejemplo en la idea de Oyarzún sobre la postura de Benjamin en “El

narrador”, con respecto a la discusión de la novela, en la que la “pérdida de [la]

comunicación (…) le entrega ya [al lector moderno] elementos para la conducción de la

vida [y] que le devuelve como en espejo la imagen de su propio y hesitante azoro” (cf. 2008

23). La incomunicabilidad que se hace comunicable en los escombros de la modernidad y

que implicaría una supervivencia en la que la “humanidad”, en la descripción de Didi-

Huberman, es “reducida a su más simple poder de hacer[se] una señal en la noche” (cf.

2009 23), se convierte aquí, quizá, en una “ética antinómica”, esto es, en la capacidad de

ver en estos escombros el espacio sutil para transmitir experiencias, para narrarlas desde la

62

posibilidad que ofrecen tales fragmentos como “umbrales” cargados de sentido, que

desglosan algunos elementos problemáticos de nuestra época.

En la reflexión de Benjamin y Agamben sobre el tema, la “narración” aparece entonces

como un lugar que puede introducirse y que puede vincular con sentido a ambos autores, en

un margen que tiene en cuenta la perspectiva de Valéry sobre la “poética de las cosas”. En

el ensayo “El hombre y la concha”24, Valéry hace un llamado de atención particular sobre

la inclinación humana de prescindir de “ver por primera vez” (1993 144). La cuestión de la

“ingenuidad” como potencializador de la experiencia, en el sentido que señala sobre la

maravilla de observar, por ejemplo, una “concha”, como una “formación” geométricamente

inexplicable que, con ciertas “curvas y superficies”, termina de repente su “espiral” (cf.

1993 143) y nos deja perplejos, se vincula con la cuestión de las “impresiones inmediatas”

en las que las preguntas fundamentales sobre el mundo aparecen y este se convierte en su

pura posibilidad. Así pues, la cuestión de la representación, del “Hacer” humano adquiere

un significado por la necesidad de darle un sentido a ese mundo, de captarlo con integridad

sin por ello aplicarle una “utilidad”, aspecto en el que el arte se hace un lugar: para Valéry,

la búsqueda de la “perfección” (cf. 1993 160) en el arte no es más que el intento por

reapropiar esa materia fundamental de la naturaleza para tener una certeza de su

experiencia, para asirla en la medida de su posibilidad.

Sobre esto, en Agamben y en Benjamin se resalta un componente fundamental del

problema poético con base en la perspectiva de Valéry. Cuando Agamben afirma en “El yo,

el ojo, la voz” que para el Valéry el Anteego es en su extremo más decisivo “la lengua

misma” (2007b 130), aparece la cuestión de si esta naturaleza en la que el “yo” se excede

de sí se transfiere a lo narrado, a la creación artística. Para Benjamin, en “El narrador”, lo

que se narra implica en la obra de Valéry una visibilización de “causas semejantes entre sí”

(Benjamin 2008 72), un encadenamiento de posibilidades, de seres, universos y cosas, que

en su interrelación emergen como experiencias: depositada en el lenguaje, la obra de arte

infiere el “contenido de verdad” del mundo y lo pone a fluir por un llamado a la

sensibilidad y, en este sentido, a la resistencia; por un espabilamiento singular que arroja al

ser humano a la reflexión inevitable de lo que lo acontece.

24 Valéry, Paul (1993). “El hombre y la concha”. Estudios Filosóficos. Visor. (Madrid) España. 139-182.

63

Aquí, el problema de la experiencia tiene que ver ahora con dos cosas. Por un lado está la

cuestión de saber qué es lo que presupone esta “sensibilidad”, es decir, cuál podría ser, en

el análisis de los autores, la apertura a una posición crítica que profundice en todos estos

temas. Por otro, la reflexión de lo “literario” como sustrato singular de esa sensibilidad, con

base en las posibilidades de la narración de Benjamin y de la cualidad de una “mitología

crítica” como la que piensa Agamben. La experiencia en este caso se vincula con el tema de

la “infancia” para situarla como una posibilidad de transformación del mundo que

habitamos.

La cuestión de la “profanación” tiene una importancia singular en la reflexión de Agamben

sobre la experiencia, por la necesidad de “poner a fluir” la Historia a partir de una

“miniaturización” de las cosas que alguna vez hicieron parte de la esfera “económica”. Lo

profanatorio se significa en su nuevo tener lugar, en un nuevo uso que no se desliga por

completo de su parte “sincrónica”, de su carácter práctico.

En este caso, las “impresiones inmediatas” (1993 143) que señala Valéry en “En el hombre

y la concha”, tienen sentido por el papel del individuo que profundiza en la pregunta, en la

razón por la que todas estas cosas pueden resignificarse como experiencia, e inclusive como

él mismo se convierte en una, en el campo del lenguaje. No obstante, sobre este observador

que articula el mundo con el valor de una experiencia, la cuestión de la infancia se presenta

como un umbral en el que todas estas impresiones son posibles, a partir de ciertos matices y

de un llamado a reflexionar sobre su aplicabilidad en el pensamiento filosófico.

Para Agamben, en “Por una filosofía de la infancia”, del texto “Teología y lenguaje”25, con

base en la descripción del axolotl, “salamandra albina” que habita en México (cf. Agamben

2012 27), una filosofía de la infancia en torno a la experiencia emerge con un valor

particular. El autor metaforiza el problema a partir del desarrollo del animal, el cual

“decide” permanecer en su estado larval, pero con la habilidad de reproducirse. En su

análisis, señala que el problema de la infancia, como en la naturaleza del axolotl, está en el

hecho de comprenderla como un estadio humano independiente que se resignifica durante

25 Agamben, Giorgio (2012) “Por una filosofía de la infancia”. Teología y lenguaje: Del poder de Dios al juego de los niños. Las Cuarenta. Argentina. p. 25-32.

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toda la vida26: lo que se aprecia en el niño y que le es singular es su capacidad natural de

tener experiencias, en el sentido que se ha dicho de un acercamiento al mundo en una

lingüisticidad primordial en la que, con sus diferencias conceptuales, profundiza Benjamin.

Para Agamben, una filosofía que se basa en la infancia implica una “indeterminación” del

que se entrega a su propio arrojamiento, a su habilidad para distanciarse de su contexto

genético e internalizarse en la maravilla de “un mundo” que puede ser nombrado con un

lenguaje propio:

El infante estaría verdaderamente a la escucha del ser y de la posibilidad. Y, con

absolutamente nada que decir ni expresar, el niño podría, al contrario de cualquier

otro animal, nombrar las cosas en su lenguaje y, de este modo, abrirse ante sí mismo

una infinidad de mundos posibles. (Agamben 2012 28).

Para el autor, este “abrirse a sí mismo” es la cualidad del niño de mantener una

“preeminente composición de lo posible” (ibíd.). La experiencia de un individuo-infantil es

factible porque este se convierte en su propia posibilidad, a partir de la singularidad del

lenguaje, del suyo, que indaga, análogo a la perspectiva de Oyarzún en “El narrador” sobre

la naturaleza de un narrador como lo piensa Benjamin, en las “verdades de la existencia”

(cf. Benjamin 2008 12): un individuo que está presto a reflexionar sobre el acontecer del

mundo lo hace en la medida en que ha comprendido las posibilidades que una experiencia

en el lenguaje le ofrece.

Esta aproximación al mundo que ahora es “profanado” y puesto a fluir en un plano singular,

se transforma en un llamado a la infancia, a que cada uno sea un guardián de la experiencia

y que se refleja con fuerza en la esfera de la narración: el que narra se detiene en la

experiencia lingüística en su mismo tener-lugar, en su propia posibilidad, y actúa como una

“forma-de-vida sin resto”, pues se distancia de su mundo, precisamente, para revelar su

gesto, su carácter histórico desde la particularidad del nombre de cada una de las cosas.

26 En este caso la infancia es tomada como un concepto sobre un estadio ontogenético del ser humano y sobre un carácter que en este se origina con particularidad; que mantiene, no obstante, un vínculo significativo con la cuestión de la infancia como una esfera del pensamiento en la que no hay conocimiento sino un puro discurrir originario del lenguaje, un “Anteego”, a la manera de Valéry, que Agamben profundiza en “Infancia e Historia”.

65

En “El narrador”, Benjamin describe como se requiere de un “don de estar a la escucha”

para narrar algo (Benjamin 2008 70), en un sentido similar al que Didi-Huberman señala

sobre las “intermitencias” plausibles como “luciérnagas” entre el afán técnico-económico

del mundo moderno y el acto de “supervivir”. Lo que se “escucha” son pues los fragmentos

que aparecen sutilmente en nuestra relación con el mundo y que el narrador pone a fluir en

una nueva esfera, significando su entorno, develándolo en la palabra como una experiencia

general y “ofrec[iéndolo] como algo que [él] mismo(…) ha(…) vivido” (cf. Benjamin 2008

70), recreando la historia.

El narrador tiene entonces un carácter histórico porque re-habita el mundo, a la vez que

llama al lector a significar la historia, a profundizar en ella desde una posición política. Por

esta razón, en “Infancia en Berlín hacia 1900” Benjamin evoca la cotidianidad de un niño

de ciudad, en la descripción de sus juegos y de sus cuestionamientos, de las imágenes

inquietas de su memoria, y tiene en cuenta la cuestión de lo que significa para él tener una

experiencia.

Benjamin plantea al narrador como un “artesano” de la palabra que en un margen no muy

distinto incluye al “novelista” –pues, como se ha dicho, en la novela se deteriora la

capacidad de comunicar experiencias–, el cual es capaz de identificar los aspectos que

hacen memorable la vida humana, en contraste con un empobrecimiento de la misma que

en este sentido el dispositivo capitalista, por el papel de la técnica, ha alcanzado en la

modernidad:

...la relación que tiene el narrador con su material, la vida humana, es (…) una

relación artesanal. (…) [S]u tarea (,…) consiste, precisamente, en elaborar la

materia prima de las experiencias –ajenas y propias– de forma sólida, útil y única.

(Benjamin 2008 95).

Y si el narrador es, en este sentido, un evocador singular de experiencias en la palabra

escrita, su valor filosófico en el plano de una resistencia significativa aparece en torno a su

capacidad de combatir este empobrecimiento, así como a sus posibilidades para concebir

nuevas formas en las que se pueda vivir. En “Programa para una revista”, del texto

66

“Infancia e historia” 27, Agamben plantea la posibilidad de aplicar al pensamiento filosófico

un carácter poético, en la que lo narrado se convierte en el valor del pensamiento: la

“mitología crítica” es pues un planteamiento en donde se recupera a la filología –en la

definición que el autor hace de las “ciencias humanas” como “disciplinas crítico-

filológicas” (cf. Agamben 2007a 205), es decir, como disciplinas en las que es plausible

transmitir el contenido de la cosa (¿su experiencia?)– a partir de la posibilidad

característica de lo literario.

En esta “nueva mitología” (Agamben 2007a 204), se abre un camino para la “reunificación

de la poesía y de la ciencia”, la cual, en su reflexión, “los poetas modernos procuraron

realizar en vano” (óp. cit.). En este intento de vincular ambas esferas aparece la cuestión de

lo que implica una experiencia en la sensibilidad: ¿qué carácter es necesario para visibilizar

las posibilidades de una relación entre la literatura y la crítica, como un lugar en el que se

afianza con profundidad la experiencia? Para Agamben, se trata de una disposición para

llevar a cabo un experimentum linguae, noción desarrollada en el texto con el mismo

nombre28, en “Infancia e Historia”: un experimento en la pura singularidad del lenguaje que

lo literario hace aparecer (cf. Agamben 2007 217).

En este sentido, la reflexión que Benjamin hace, por ejemplo, sobre Baudelaire y la

narración del caminante en París, se convierte ahora en una recuperación de la historia por

la postura que allí se evidencia, por la suspensión, su naturaleza de “umbral” y el shock del

personaje para profundizar en los acontecimientos de su tiempo a partir de los fragmentos

de experiencia que, en su inmersión, el lector rehace.

Lo narrado y su lectura se mimetizan para revelar lo experienciable del mundo a partir de

una disposición que el lector mantiene sobre las posibilidades de lo literario en el campo de

la filología. La experiencia aparece allí en la humildad del fragmento que compone a la

historia, en las “fisuras”, a partir de la experiencialidad que es descubierta en un niño que

juega, en el hombre que mira con incertidumbre la concha o en la secreta cotidianidad de

27 Agamben, Giorgio (2007a). “Programa para una revista”. Infancia e historia. Adriana Hidalgo Editora. Argentina (Buenos Aires). p. 197-212. 28 Agamben, Giorgio (2007a). “Experimentum Linguae”. Infancia e historia. Adriana Hidalgo Editora. Argentina (Buenos Aires). p. 213-222.

67

una “mañana de invierno” en Berlín, como una “oportunidad favorable” de adentrarse en la

intimidad de la vida.

Dicho así, el problema de la experiencia se convierte en un llamado a procurar su

posibilidad, con base en un elemento crítico sobre los acontecimientos del mundo actual y

que adquiere sentido en la esfera de lo sensible que, a su vez, la literatura resguarda. ¿Cómo

afianzar un modelo teórico que profundice en esta reflexión? Como señala Didi-Huberman

en “Supervivencia de las luciérnagas”, Agamben sugiere esta cuestión por medio de una

“eventualidad” indefinida, de una aparición de una nueva comunidad integral, con respecto

a un mundo que debería reapropiarse de su historia pero que rescata todavía ciertos

fragmentos de experiencia; no obstante, en el caso de Benjamin, esto se vincula con la

posibilidad de una que se interna de la historia en su mismo tener lugar, como en “la figura

en la que el justo (el narrador en este caso), como lo describe en “El narrador”, se encuentra

consigo mismo” (Benjamin 2008 96) y que resiste a los medios de sujeción de su tiempo,

en el sentido de una “ética antinómica” que posibilita un redireccionamiento de la mirada,

una posibilidad de asistir a una transformación particular de la vida en los espacios

intermitentes, “humildes” que se agitan con valor en el la modernidad.

La pregunta sobre el hecho de que en la experiencia se entrevea una posibilidad de

reapropiar nuestra relación con el mundo y con los demás queda abierta en la discusión de

ambos autores, y la necesidad de una experiencia como se ha señalado se afirma hoy más

que nunca, en un camino particular y significante al que podría prestársele mayor atención,

en este caso, para hacer de nuestro paso por el mundo la fuente misma de su

transformación.

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Bibliografía

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Imagen de portada

*Extraída de: Leslie, Esther (2007). “Physiognomy of the thingworld”. Walter Benjamin’s Archive. Verso. USA. p. 88, 89