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La mayoría de los cuadros robados se pierden para siempre (...). La buena noticia es que, cuanto mejor es el cuadro, mayores son las posibilidades de reaparezca algún día. Edward Dolnick, The rescue artist El que cava un hoyo caerá en él; y al que abre brecha en un muro, lo morderá la serpiente. Eclesiastés, 10:8 The Heist.indd 9 14/04/15 16:09

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La mayoría de los cuadros robados se pierden para siempre (...).

La buena noticia es que, cuanto mejor es el cuadro,

mayores son las posibilidades de reaparezca algún día.

edward Dolnick, The rescue artist

El que cava un hoyo caerá en él; y al que abre brecha en un muro,

lo morderá la serpiente.

eclesiastés, 10:8

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PREFACIO

El 18 de octubre de 1969, la Natividad con san Francisco y san

Lorenzo de caravaggio desapareció del oratorio di San

Lorenzo de Palermo (Sicilia). La Natividad, como se la conoce

comúnmente, es una de las últimas grandes obras maestras de

caravaggio, quien la pintó en 1609 cuando, prófugo de la justicia, las

autoridades pontificias de Roma lo reclamaban por haber matado a

un hombre en el transcurso de una reyerta. Durante más de cuatro

décadas esta pieza de altar ha sido de los cuadros robados más busca-

dos del mundo. Su paradero exacto, sin embargo, al igual que la suer-

te que había corrido, seguían siendo un misterio. Hasta ahora...

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PART ONE

CHIAROSCURO

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PRIMERA PARTE

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SAINT JAMES’S, LONDRES

Comenzó con un accidente. claro que todo cuanto in-

cumbía a Julian Isherwood empezaba invariablemente

así. De hecho, tenía una fama tan acendrada de dispara-

tado y gafe que el mundillo del arte londinense, de haberse ente-

rado del asunto —que no se enteró—, no habría esperado otra

cosa. Isherwood era, afirmaba una lumbrera del departamento de

Maestros Antiguos de Sotheby’s, el santo patrón de las causas

perdidas, un funambulista con debilidad por las maquinaciones

que, planeadas con esmero, acababan en desastre, a menudo no

por culpa suya. De ahí que fuera a un tiempo objeto de admira-

ción y de lástima, rasgo este poco frecuente en un hombre de su

posición. Gracias a Julian Isherwood, la vida era un poco menos

tediosa. Y por ello la sociedad elegante de Londres sentía adora-

ción por él.

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Su galería, situada en un rincón del patio adoquinado conocido

como Mason’s Yard, ocupaba tres plantas de un tambaleante alma-

cén victoriano que en tiempos había pertenecido a Fortnum &

Mason. A un lado tenía las oficinas de una pequeña empresa naviera

griega; al otro, un pub cuya clientela se componía principalmente de

guapas oficinistas que se movían por la ciudad montadas en vespas.

Muchos años atrás, antes de que las oleadas sucesivas de dinero ruso

y árabe anegaran el mercado inmobiliario londinense, la galería ha-

bía estado situada en la elegante y exclusiva New bond Street, o

New bondstrasse, como se la conocía en el gremio. Luego llegaron

Hermès, burberry, chanel, cartier y compañía, y a Isherwood y a

otros como él (marchantes independientes especializados en cua-

dros de Maestros Antiguos dignos de figurar en colecciones museís-

ticas) no les quedó otro remedio que buscar cobijo en Saint James’s.

No fue esa la primera vez que se vio abocado al exilio. Nacido en

París en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, hijo único del afa-

mado marchante Samuel Isakowitz, tras la invasión alemana fue lle-

vado a través de los Pirineos e introducido clandestinamente en

Inglaterra. Su infancia parisina y su origen judío eran dos fragmen-

tos más de su enmarañado pasado que Isherwood mantenía en secre-

to, a buen recaudo de la notoria malicia que caracterizaba al mundi-

llo del arte de la capital británica. Que se supiera, era inglés por los

cuatros costados: tan inglés como el té de última hora de la tarde y la

mala dentadura, como él mismo gustaba decir. era el incomparable

Julian Isherwood: Julie para sus amigos, Julian el Jugoso para sus

compañeros de francachela ocasional, y Su Santidad para los histo-

riadores del arte y los conservadores que, de manera rutinaria, recu-

rrían a su ojo infalible. era tan leal como ancho es el mar, confiado

hasta el exceso, de modales impecables, y no tenía verdaderos enemi-

gos, un logro singular teniendo en cuenta que llevaba siglos nave-

gando por las procelosas aguas del mundo del arte. Isherwood era,

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ante todo, un hombre decente, y la decencia escasea mucho en estos

tiempos, en Londres y en todas partes.

en bellas Artes Isherwood dominaba la verticalidad: atestados

almacenes en la planta baja, despachos en la primera y una sala de

exposiciones formal en la segunda. La sala de exposiciones, conside-

rada por muchos la más ilustre de todo Londres, era una réplica

exacta de la famosa galería de Paul Rosenberg en París donde, de

niño, Isherwood había pasado muchas horas felices, a veces en com-

pañía del mismísimo Picasso. La oficina era una conejera dickensia-

na llena hasta los topes de catálogos y monográficos amarillentos.

Para llegar hasta ella, el visitante debía atravesar un par de puertas

de cristal reforzado: la primera era la que daba a Mason’s Yard; la

segunda se alzaba en lo alto de un estrecho tramo de escaleras cu-

biertas con una manchada moqueta marrón. Allí, el visitante se en-

contraba con Maggie, una rubia de mirada soñolienta incapaz de

distinguir un tiziano de un rollo de papel higiénico. Isherwood

había cometido la estupidez de intentar seducirla tiempo atrás y, a

falta de otros recursos, había acabado por contratarla como recep-

cionista. en ese momento Maggie estaba sacándose brillo a las uñas

sin hacer caso del teléfono que berreaba sobre su mesa.

—¿te importa contestar, Mags? —preguntó Isherwood con be-

nevolencia.

—¿Por qué? —repuso ella sin atisbo de ironía.

—Puede que sea importante.

Maggie puso los ojos en blanco antes de levantar el aparato con

aire resentido, acercárselo a la oreja y ronronear:

—bellas Artes Isherwood.

Unos segundos después colgó sin decir nada y siguió con su ma-

nicura.

—¿Y bien? —preguntó Isherwood.

—No contestaban.

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—Sé buena, tesoro, y mira el identificador de llamadas.

—Ya volverán a llamar.

Isherwood arrugó el ceño y volvió a fijar la mirada en el cuadro

apoyado en el caballete de bayeta verde que ocupaba el centro de la

habitación: una escena de cristo apareciéndose a María Magdalena,

seguramente de un discípulo de Francesco Albani, que se había

agenciado hacía poco en una casa solariega de berkshire a cambio

de una miseria. el cuadro necesitaba restauración urgente, igual

que el propio Isherwood. Había alcanzado esa edad que los gesto-

res de patrimonio denominan “el otoño de su vida”. Y no era un

otoño dorado, pensó sombríamente. estaban a finales de la esta-

ción, el viento cortaba como un cuchillo y las luces navideñas bri-

llaban en oxford Street. Aun así, con su traje de Savile Row hecho

a mano y sus abundantes mechones grises, lucía una figura elegan-

te aunque frágil, una apariencia que él mismo describía como de

“depravación dignificada”. en aquella etapa de su vida, no podía

aspirar a otra cosa.

—creía que un ruso espantoso iba a pasarse por aquí a las cuatro

para ver un cuadro —dijo de repente mientras su mirada vagaba aún

por el deteriorado lienzo.

—el ruso espantoso canceló la cita.

—¿cuándo?—esta mañana.

—¿Por qué?

—No me lo dijo.

—¿Por qué no me lo has dicho?

—te lo dije.

—tonterías.

—Debes de haberlo olvidado, Julian. te pasa mucho última-

mente.

Isherwood clavó en Maggie una mirada fulminante, sin dejar

de preguntarse cómo podía haberse sentido atraído alguna vez por

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una criatura tan repulsiva. Luego, como no tenía más citas en su

agenda ni nada mejor que hacer, se puso el abrigo y se fue al res-

taurante—marisquería Green’s, poniendo así en marcha la cadena

de acontecimientos que lo conduciría a otra calamidad, no por cul-

pa suya. eran las cuatro y veinte de la tarde, un poco temprano

para los parroquianos habituales, y el bar estaba vacío salvo por

Simon Mendenhall, el subastador jefe de christie’s. Mendenhall,

dueño de un eterno bronceado, había desempeñado una vez, inad-

vertidamente, un pequeño papel en una operación conjunta ame-

ricano—israelí que buscaba infiltrarse en una red de terrorismo

yihadista cuyos atentados estaban dejado k.o. a europa occidental.

Isherwood lo sabía porque él también había tenido un papelito en

dicha operación. Pero él no se dedicaba al espionaje. Se limitaba a

prestar ayuda a los espías, especialmente a uno.

—¡Julie! —exclamó Mendenhall. Luego, con esa voz seductora

que reservaba para los postores poco entusiastas, añadió—: estás

verdaderamente estupendo. ¿Has adelgazado? ¿Has estado en un

balneario caro? ¿tienes novia nueva? ¿cuál es tu secreto?

—el vino de Sancerre —contestó Isherwood antes de acomodar-

se en su mesa de costumbre junto a la cristalera que daba a Duke

Street.

Y allí, como no le bastaba con una copa, pidió una botella brutal-

mente fría. Mendenhall se marchó al poco rato con sus aspavientos

de costumbre, e Isherwood se quedó a solas con sus cavilaciones y su

vino, una combinación peligrosa para un hombre de edad avanzada

y con una carrera profesional en franco declive.

Pasado un tiempo, sin embargo, se abrió la puerta y de la calle

oscura y húmeda surgieron un par de conservadores de la National

Gallery. A continuación entró uno de los mandamases de la tate

seguido por una delegación de bonhams encabezada por Jeremy

crabbe, el rancio director del departamento de pintura de Maestros

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Antiguos de la casa de subastas. casi pisándole los talones llegó

Roddy Hutchinson, considerado en general como el marchante con

menos escrúpulos de todos Londres. Su llegada era un mal presa-

gio, porque allá donde iba Roddy aparecía sin falta el rechoncho

oliver Dimbleby. como era de esperar, un par de minutos después

entró anadeando en el bar con toda la discreción del silbato de un

tren a medianoche. Isherwood agarró su móvil y fingió que estaba

manteniendo una conversación urgente, pero oliver no se lo tragó.

Se fue derecho a su mesa (como un sabueso enfilando a un zorro,

recordaría después Isherwood) y acomodó su amplio trasero en la

silla vacía.

—Domaine Daniel chotard —dijo con admiración al sacar la

botella de vino del cubo de hielo—. No te importa, ¿verdad?

Llevaba un imponente traje azul que embutía su oronda figura como

una tripa a una salchicha y grandes gemelos de oro del tamaño de

chelines. Sus mejillas eran redondas y rosadas, y el brillo de sus ojos

azules claros daba a entender que dormía a pierna suelta por las no-

ches. oliver Dimbleby era un sinvergüenza de marca mayor, pero su

conciencia no le quitaba el sueño.

—No te lo tomes a mal, Julie —dijo mientras se servía una gene-

rosa cantidad de vino—, pero pareces un montón de ropa sucia.

—No es eso lo que me ha dicho Simon Mendenhall.

—Simon se gana la vida embaucando a la gente para quedarse

con su dinero. Yo, en cambio, soy una fuente de verdad incorrupti-

ble, incluso cuando esa verdad duele.

Dimbleby fijó en él una mirada de sincera preocupación.

—Venga, oliver, no me mires así.

—¿Así? ¿cómo?

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—como si estuvieras buscando algo amable que decir antes de

que el médico tire del enchufe.

—¿te has mirado al espejo últimamente?

—en estos momentos procuro evitar los espejos.

—No me extraña nada.

Dimbleby añadió otro centímetro de vino a su copa.

—¿Se te ofrece algo más, oliver? ¿Un poco de caviar?

—¿No correspondo yo siempre?

—No, oliver, no correspondes. De hecho, si llevara la cuenta,

que no la llevo, llevarías varios miles de libras de retraso.

Dimbleby hizo caso omiso del comentario.

—¿Qué pasa, Julian? ¿Qué te preocupa esta vez?

—en este momento, tú, oliver.

—es esa chica, ¿verdad, Julie? eso es lo que te tiene hundido.

¿cómo dices que se llamaba?

—cassandra —contestó Isherwood mirando hacia la ventana.

—te ha roto el corazón, ¿a que sí?

—Siempre te lo rompen.

Dimbleby sonrió.

—tu capacidad para el amor no deja de sorprenderme. ¡Qué no

daría yo por enamorarme aunque solo fuera una vez!

—eres el mayor mujeriego que conozco, oliver.

—Ser un mujeriego tiene muy poco que ver con enamorarse.

Amo a las mujeres, a todas las mujeres. Ahí radica el problema.

Isherwood se quedó mirando la calle. estaba empezando a llover

otra vez, justo a tiempo para la hora punta de la tarde.

—¿Has vendido algún cuadro últimamente? —preguntó Dim-

bleby.

—Varios, de hecho.

—Ninguno del que yo me haya enterado.

—eso es porque son ventas privadas.

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—bobadas —contestó oliver con un resoplido—. Hace meses

que no vendes nada, pero eso no te ha impedido comprar género

nuevo, ¿verdad? ¿cuántos cuadros tienes guardados en el almacén?

Suficientes para llenar un museo, y todavía te sobrarían varios mi-

les. Y están todos calcinados, más tiesos que la mojama, como aquel

que dice.

Isherwood se limitó a frotarse los riñones. Aquella molestia había

ocupado el lugar de una tos perruna como su achaque físico más

persistente. Imaginaba que era una mejoría. el dolor de espalda no

molestaba a los vecinos.

—Mi oferta sigue en pie —añadió Dimbleby.

—¿Qué oferta es esa?

—Venga, Julie. No me hagas decirlo en voz alta.

Isherwood giró la cabeza un par de grados y miró fijamente la

cara carnosa e infantil de Dimbleby.

—No estarás hablando otra vez de comprarme la galería, ¿verdad?

—estoy dispuesto a ser más que generoso. te daré un precio

justo por la pequeña parte de tu colección que es vendible y usaré el

resto para calentar el edificio.

—es muy caritativo por tu parte —respondió Isherwood sardó-

nicamente—, pero tengo otros planes para la galería.

—¿Planes realistas?

Isherwood guardó silencio.

—Muy bien —dijo Dimbleby—. Ya que no permites que tome

posesión de ese naufragio en llamas al que tu llamas galería, al me-

nos deja que haga algo para ayudarte a salir de tu actual Periodo

Azul.

—No quiero a una de tus chicas, oliver.

—No estoy hablando de una chica. estoy hablando de un bonito

viaje que te ayudará a distraerte de tus problemas.

—¿Adónde?

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—Al lago como. con todos los gastos pagados. billete de avión

de primera clase y dos noches en una suite de lujo del Villa d’este.

—¿Y qué tengo que hacer a cambio?

—Un pequeño favor.

—¿cómo de pequeño?

Dimbleby se sirvió otra copa de vino y le contó el resto.

Por lo visto, oliver Dimbleby había conocido hacía poco a un expa-

triado inglés que coleccionaba con avidez pero sin la ayuda de un

asesor experto que le sirviera de guía. Parecía, además, que estaba

atravesando un bache financiero y tenía urgencia por vender parte

de sus obras. Dimbleby había accedido a inspeccionar con calma la

colección, pero ahora que había llegado el momento de emprender

el viaje no soportaba la idea de subirse a otro avión. o eso decía.

Isherwood sospechaba que sus verdaderos motivos para escaquearse

eran muy otros. A fin de cuentas, oliver Dimbleby era la personifi-

cación misma del disimulo.

con todo, la idea de un viaje inesperado atraía a Isherwood y, a

pesar de que el sentido común dictaba lo contrario, aceptó la ofer-

ta en el acto. esa misma noche metió algunas cosas en la maleta y

a las nueve de la mañana siguiente se estaba arrellanando en su

asiento de primera clase del vuelo 576 de british Airways con ser-

vicio ininterrumpido, rumbo al aeropuerto milanés de Malpensa.

bebió una sola copa de vino durante el vuelo (por el bien de su

corazón, se dijo) y a las doce y media, al montar en un Mercedes de

alquiler, se hallaba en pleno dominio de sus facultades. Hizo el

trayecto hacia el lago como, en dirección norte, sin ayuda de ma-

pas ni dispositivos de navegación. era un reputado historiador del

arte especializado en pintores venecianos y había hecho innumera-

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bles viajes a Italia para recorrer sus iglesias y museos. Aun así,

aprovechaba cada oportunidad de volver, sobre todo si era otro

quien corría con los gastos. Julian Isherwood era francés de naci-

miento e inglés de adopción, pero dentro de su pecho hundido la-

tía el corazón romántico e indisciplinado de un italiano.

el expatriado inglés de tambaleante fortuna lo esperaba a las dos.

Vivía a lo grande, según el e—mail que Dimbleby había redactado a

toda prisa, en la punta suroeste del lago, cerca del pueblo de Laglio.

Isherwood llegó con unos minutos de antelación y encontró la impo-

nente verja abierta para darle la bienvenida. Más allá se extendía una

avenida recién pavimentada que lo condujo amablemente hasta una

explanada de gravilla. Aparcó junto al embarcadero privado de la villa

y se dirigió a pie a la puerta principal, pasando junto a varias estatuas

hechas en molde. Nadie contestó al timbre cuando llamó. consultó

su reloj y llamó una segunda vez. el resultado fue el mismo.

Llegado a ese punto habría hecho bien en volver a subirse a su

coche alquilado y abandonar como a todo correr. Pero probó a

abrir la puerta y, por desgracia, descubrió que no estaba cerrada con

llave. La abrió unos centímetros, gritó un “hola” dirigiéndose hacia

el interior en penumbra y entró, indeciso, en el espléndido vestíbu-

lo. Vio al instante el lago de sangre sobre el suelo de mármol, los dos

pies descalzos suspendidos en el aire y la cara hinchada y negra azu-

lada que miraba desde lo alto. Sintió que se le aflojaban las rodillas

y vio levantarse el suelo para recibirlo. Se quedó arrodillado allí un

momento hasta que remitieron las náuseas. Luego se levantó tem-

blequeando y, tapándose la boca con la mano, salió de la villa y se

dirigió a su coche a trompicones. Y aunque no se diera cuenta en

aquel momento, fue maldiciendo al gordinflón de oliver Dimbleby

cada paso del camino.

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