La Lluvia de París - Lorenzo Silva

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A Silvia, la chica más guapadel instituto y de todo el barrio, sele presenta por fin la oportunidadde convertirse en una estrella delcine: André, un director polacoafincado en París, la contrata parahacer una película en la capitalfrancesa. Y allí, en París, Silviaroza primero la gloria y después setopa con la decepción que producenlos sueños incumplidos. Y todo ellola obliga a hacerse definitivamente

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mayor...

Lorenzo Silva

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Lorenzo Silva

La lluvia de Paris 1ª edición: octubre 2000© Lorenzo Silva, 2000© Grupo Anaya, S. A.,

Madrid, 2000 Juan Ignacio Luca deTena, 15. 28027 Madrid

ISBN: 84-207-3948-0Depósito legal: M. 38.860-

2000impreso en Huertas, S. A.

Fuenlabrada (Madrid)

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Impreso en España — Printedin Spain

Para Laure Merle D'Aubigné,una francesa que eligió venir aeste lado de la lluvia.

«En cuanto a mí, me encontrésolo por primera vez, después detantos meses, con una larga tardede jueves por delante y con laimpresión de que, en aquel cocheviejo, se había ido para siempre miadolescencia.»

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Alain-Fournier, El granMeaulnes

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El momento del hámster

Hay un momento, le pasa atodo el mundo, en el que un niñoempieza a dejar de ser un niño. Noes un momento como paracelebrarlo, porque en general lainfancia tiene sus ventajas. Tellevan y te traen, te visten y te

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desvisten, procuran darte algún queotro capricho y todos se empeñanen creer que eres un ángel, aunquete guste arrancarles las alas a lashormigas voladoras y recoger cacasde perro del suelo para echarlas enlos buzones. Un día, sin embargo,algo cambia en ti. Los mayores lonotan y de pronto dejan de tratartecomo hasta entonces: se niegan areírte las gracias y les da pormostrarte, de diversas formas, queel que la hace la paga. Toda unafaena. Con lo divertido que era que

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ellos se encargaran de los platosrotos.

Pero después de ése todavíahay otro momento, que sueleretrasarse varios años. Me refieroal momento en el que te toca hacerterealmente mayor. Eso sí que es unacatástrofe. A partir de entonces, elproblema no es ya que no te rían lasgracias, que desde luego no lohacen, sino que además vienen y teexigen, por todos lados: la genteque te cae bien y también la que tecae como una patada en la barriga.

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Y por mucho que te reviente, nosiempre puedes decir que no.Aunque lo peor, en el fondo, no eseso. Lo peor de hacerte mayor, yvaya si cuesta aceptarlo, es que enadelante ya no sólo pagas por loque haces. A veces tienes que pagarsin haber hecho nada.

No me acuerdo muy bien delmomento en que yo misma dejé deser una niña. Algunas cosas que teafectan personalmente te cogen másdistraída de lo que deberías estar, opuede ser que una haga por olvidar

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el momento en que la echaron delparaíso. Bien mirado, sería unareacción bastante comprensible. Sinembargo, y quizá sea porque lo videsde fuera, o quizá porquecoincidió con otro acontecimientoimportante, el comienzo de lahistoria que pretendo contar en estelibro, me acuerdo muy bien delmomento en que le tocó el turno ami hermano Adolfo, alias elhámster. Rondaba él los diez años,que a algunos les parecerá una edadbastante precoz y a otros no tanto,

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dependiendo de la experiencia decada uno. Conviene aclarar, por siacaso, que tampoco es que entoncesel hámster dejara del todo de ser unniño. Sigue en la tarea, a decirverdad, y mi pronóstico es que parahacerse mayor todavía le quedanalgunos años: pocos, según laopinión de mi madre, que ve crecera su benjamín y querría que siemprefuera el bebé del principio, ydemasiados según mi opinión,porque ya está bien de aguantarlemonerías. Reconozco, sin embargo,

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que a partir de aquel día dejé deverle como un piojo irresponsable,y hasta empecé a sospechar que ensu cerebro había algo más que lairritante convicción de ser el centrodel universo.

Estábamos a primeros deseptiembre, el mes en que todo elmundo vuelve moreno y con ganasde reanudar la actividad, aunque yase sabe que esas ganas se esfumanpronto y dejan paso al ansia de quellegue cuanto antes el próximopuente. Algo agradable que tienen

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esos días de septiembre es quetodavía no has gastado lasanécdotas del verano. A cada amigaque te encuentras le puedes largar agusto la primicia, —V aunque paraeso tienes que convencerla de quetus anécdotas son mejores que lassuyas, porque, si no, lo que terminapasando es que cada una cuenta suhistoria y nadie escucha a nadie.Aquel verano, sin embargo, no huboninguna competencia. Cuando volvía reunirme con mis amigas, Silvia eIrene, quedó claro en seguida que la

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noticia bomba la traía Silvia, ytanto Irene como yo nos tuvimosque guardar nuestras insignificantesnovedades y escucharla atónitas.

Recuerdo bien la escena.Estábamos sentadas en un banco delparque de Castilla-La Mancha, a lasombra, viendo pasar a loschiflados que a aquella hora de latarde corrían por los senderoschorreando de sudor. Yo andaba unpoco amargada, precisamente porculpa del hámster. Mis padreshabían ido a Madrid y me tocaba

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cuidarlo, así que me había vistoobligada a llevármelo conmigo yallí lo teníamos de testigoincómodo. No es que hablaramucho ni que intentara protagonizarla situación, como en él erahabitual, porque ya me habíaocupado de amenazarle con lasoportunas represalias; pero haycosas de las que tres chicas dedieciséis años prefieren charlar sinque les ponga la antena un enanoimberbe. Aunque Silvia acababa dellegar aquel mediodía y tanto Irene

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como yo nos moríamos porcolocarle el disco que ya noshabíamos colocado la una a la otraantes, debíamos esperamos a que elhámster se alejara con un palo ocon su Gameboy para soltar losdetalles más jugosos. EstábamosIrene y yo en una de ésas, hablandolas dos al mismo tiempo, cuandoSilvia, que parecía a la vez estar yno estar allí, se quedó mirando alvacío y dijo suavemente la frasetemible:

—Yo sí que tengo algo gordo.

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Irene y yo nos observamos.Las dos dudamos durante unsegundo si podíamos hacer comoque no habíamos oído y seguir connuestros rollos respectivos. Las doscomprendimos al instante que iba aser demasiado maleducado(además, no era buena táctica pararetener la atención de Silvia, queera lo que nos interesaba). Y fueIrene la que, con un carraspeo yocultando a duras penas lo que lecostaba tener que parar su relato,preguntó:

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—¿Algo gordo?Silvia no respondió en

seguida. Asintió despacio y,escogiendo definitivamente el gestode encontrarse a mil kilómetros denosotras, dijo:

—Dentro de un mes me voy aParís. A hacer una película, porahora, y a lo mejor a vivir allí untiempo.

Irene y yo tardamos cerca demedio minuto en cerrar la boca. Laprimera que pudo articular palabrafui yo. Murmuré, como una perfecta

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estúpida:—Anda, qué bien.—Sí —se sumó Irene, incapaz

de decir más.Bueno, aquello sí que era toda

una conmoción. Nuestra amigaSilvia, con quien habíamosconsumido horas y horas deaburrimiento en aquel parque, o enla clase del instituto, o en el centrocomercial, o en los pubs dondeconseguíamos que nos pusierancerveza sin pedimos el carné; lamisma chica que compartía nuestra

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vida no del todo mala pero un pocoinsulsa en Getafe, una ciudadcualquiera de las que rodeanMadrid, ni siquiera la más grande,tampoco la más maravillosa;nuestra compañera de tantos años, aquien queríamos, claro, pero dequien también nos reíamos algunavez, agarraba y se convertía derepente en un personaje portentoso,en alguien que iba a dejar nuestromundo atrás y se iba a ir nadamenos que a París, a hacer unapelícula y hacerse luego famosa y

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quizá no volver nunca sino devisita, para recibir el homenaje delayuntamiento y descubrir la placade una calle con su nombre. TantoIrene como yo pensamos todoaquello de un tirón y nosrepresentamos de golpe hasta losúltimos detalles porque era algoque desde hacía tiempo sabíamosque iba a ocurrir. Antes o después.Silvia no sólo era la chica másguapa de todo el instituto y de todoel barrio, sino que tenía un largohistorial de anuncios en televisión y

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en revistas y ya había hecho un parde pequeños papeles en el cine. Undía u otro había de llegar algoserio, y parecía que al fin habíallegado. París, más claro imposible.

Nuestros sentimientos, o almenos los míos, resultabancontradictorios. Silvia era unabuena amiga, la mejor que teníajunto con Irene. Deseaba que lascosas le fueran bien, claro, perotambién me daba envidia, unaenvidia oscura que no podíaocultarme por más que me

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disgustara verla. No sólo era que yano tuviera sentido contarle las tresbobadas que me habían sucedidoaquel último verano, sino que ya noiba a tener nunca sentido contarlelas bobadas en que se iba a resumirmi vida al lado de la suya, durantelos años que iban a venir y que paraella iban a ser de fábula y para míde una rutina sin mayores alicientes.Otro tanto le pasaba a Irene, que erala persona más inteligente queconocía, y a la que todos sussobresalientes permitirían ser el día

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de mañana ingeniero, o juez, omédico, o lo que quiera que sepropusiera ser. Pero cuando vinieraSilvia hablando de sus viajes, delas películas y de la gente famosacon la que se codearía, Irene seguardaría a buen recaudo, paracontármelos a mí, los avatares de suprofesión. Lo cierto era que Silviaiba a entrar en otro mundo, al que nia Irene ni a mí nos iban a autorizara acompañarla. Un mundo con elque sólo podríamos soñar.

Pero entonces me di cuenta, y

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también Irene, de que sólo puedesllamarte de verdad amiga dealguien si eres capaz desobreponerte a tus miseriaspersonales, a los celos y a todas lasdemás inmundicias por el estilopara compartir de corazón laalegría que tu amiga siente por susuerte, aunque su suerte sólo seasuya y la tuya no sea tan brillante ovaya a ser peor. Porque dondequiera que llega una buena amiga,llegas un poco tú misma, si sabesrenunciar a tu egoísmo y ponerte

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dentro de su piel. Nosotras noíbamos a ir a París, pero ella sí ynosotras éramos sus amigas, lasúnicas a las que podría contamostodo. Y aun suponiendo que pudieracontárselo a otros, nadie iba a sercapaz de comprenderla como lacomprenderíamos nosotras.

Esta vez fue Irene la que lepidió, esforzándose por agrandartodo lo que pudo la sonrisa en susemblante:

—Pero venga, escupe ya losdetalles, cerda.

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Silvia esperaba que se lopidiéramos, naturalmente. Lo decíasu gesto y la luz que le llenaba lacara. Por otra parte era conscientede lo anonadadas que nos dejaba lanoticia, y quizá también de que nosera inevitable sentimos un pocodiminutas ante su magnitud. Por esonos lo contó como si no tuvieramayor importancia, casi riéndosede ella misma.

—No os lo vais a creer —dijo, mientras se entretenía un pocoa ordenar sus recuerdos—. Hará

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unos quince días. Estaba yo en laplaya, paseando por la orilla con lacabeza en las nubes, cuando depronto oigo que me llaman:«Perdone, señorita». Así de formal,una voz de hombre con acentofrancés. Me vuelvo, un pocoasustada, la verdad, y veo a un tipoen bañador con una camisa deflores y unas gafas de espejo. Unoscuarenta, así a bulto, pelo canoso,bastante guapo al primer vistazo. Loprimero que pensé fue en seguirandando como si no hubiera oído,

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vete tú a saber qué quería aquelsujeto. Pero por alguna razón mequedo quieta y entonces va él y sepresenta. Me dice un nombre que noentiendo y me suelta a boca—jarro: «¿Le gustaría hacer unapelícula?». Era todo tan extraño, elhombre, que me llamara de usted yque me parara para preguntarmeaquello, que yo voy y le contesto,como ida: «Ya he hecho dos».Supongo que me quedó fatal, comouna cretina vanidosa, pero os juroque casi ni sabía dónde estaba. A

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eso el hombre se ríe y me responde,sin inmutarse: «Ya lo sé, las hevisto. Pero lo que le propongo esotra cosa. Me refiero a hacer unapelícula como protagonista».Entonces es cuando yo ya alucino, ysin poder creérmelo le pregunto:«¿Las ha visto?». El hombre no seda prisa, me deja un momento conla curiosidad y dice: «Sí. Y desdeentonces estoy pensando en ustedpara mi película. Mire si serápequeño el mundo que venimos aencontramos aquí, y así descubro

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que al natural es usted todavía másbonita que en la pantalla. Creo queesta coincidencia es una especie deseñal. Como si estuviera ustedpredestinada a ser la protagonistade mi historia». Ahí fue donde yoya no supe qué decirle. Imaginaosla situación: parada en la orilla, conun hombre como aquél, bastanteatractivo ahora que podía fijarmemejor, escuchando aquellas cosas ybuscando algo que decir que nofuera una tontería integral. Menosmal que el tipo debió de notarlo. Se

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quitó las gafas, dejándome ver unosojos azules clarísimos, y mepreguntó: «¿Están tus padres poraquí cerca?». Yo le respondí que sí,y a eso dijo él: «Me gustaría hablarprimero con ellos, si me puedesllevar a donde están. Las cosas hayque hacerlas paso a paso y comoDios manda. No vayan a pensar quesoy un desaprensivo».

Al llegar aquí, Silvia sedetuvo. Irene y yo estábamos envilo, como puede imaginarse, yaquella pausa nos dejó

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descolocadas.—¿Y? —la animé a proseguir,

impaciente.—Y nada —dijo Silvia—. El

hombre fue a hablar con mis padresesa mañana y luego al día siguientey un par de días más. Les contó lapelícula, les dijo de qué iba elpapel y les mandó el guión. Mipadre, que sabe bastante francés, loleyó sin problemas, pero yo, con elpoco que estudié en el colegio, laspasé canutas. Por lo que entendí, esuna historia romántica. Trata de dos

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amigas que se enamoran de un chicotres o cuatro años mayor. Él estámuy enfermo y las quiere a las dos,pero teme que se entristezcancuando él se muera. Así que tonteacon las dos, sin elegir nunca aninguna, porque piensa queprecisamente aquella a la que elijava a ser la que peor lo pase. Alfinal es un poco trágica, las dosamigas acaban peleadas y el chicose va a morir lejos de ellas. O sea,lejos de París, que es donde sucedela película.

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—Pues menudo dramón —sentenció Irene.

—La historia no está mal, nocreas —la defendió Silvia—. Esque así, contada deprisa ycorriendo, pierde mucho.

—¿Y lo de irte a vivir a París?—pregunté.

—Lo habló con mis padres.Para empezar me ofrece un contratomuy bueno. Mucho más dinero delque me habían pagado nunca. Esopor la película. Pero después diceque le gustaría que me quedara a

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estudiar allí, para aprender bien elidioma y dar clases deinterpretación. Me lo pagaría suproductora y luego haría dos o trespelículas más con él. Siempre deprotagonista. Piensa que puedo seruna estrella del cine europeo. Nadamenos.

—Qué pasada —comentóIrene, estupefacta.

—¿Y qué vas a hacer? —dijeyo.

—No sé. Mis padres me dicenque lo piense. Que la película sí,

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pero que para lo otro debo estarbien segura. Que se trata de vivirlejos, estudiar y trabajar, todo a lavez y tan pronto. Creen que necesitotiempo, aunque dicen que lo que yodecida. Y para ser sincera, yo estoyhecha un lío.

—No te vayas —se oyó anuestras espaldas.

En ese momento reparé en lapresencia del hámster. Se habíaacercado subrepticiamente y,aprovechando que yo estaba absortaen la historia de Silvia, nos había

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estado espiando. Debía de haberseenterado de todo.

—¿Quién te da a ti vela,gamusino? —le espeté.

—Tengo mi opinión. Soy unser humano —protestó.

—No estés del todo seguro.Anda, vete a darle una vuelta a lamontaña.

El hámster se volvió y observóla elevación que hay en mitad delparque. En lo alto tiene unaexplanada con bancos alrededor yen el centro unas estatuas más bien

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horripilantes de don Quijote ySancho.

—No es una montaña —mecorrigió, puntilloso—. Es unameseta.

En los últimos tiempos elhámster se había vuelto muyescrupuloso con las palabras.Después de diez años detrabucarlas y cambiarsistemáticamente unas por otras,ahora se pasaba el día con eldiccionario perfeccionando susconocimientos lingüísticos. Casi

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soportaba mejor lo otro, la verdad.Si seguía por ese camino se nos ibaa convertir en un repelente decuidado.

—Bueno, pues a la meseta —me resigné—. Pero mira, ya quesólo es una meseta, mejor le dasveinte vueltas en vez de una.

—Déjalo, pobre —intervinoSilvia—. Es tan gracioso...

Ésa es una de las cosas quemás me pudren del hámster: el éxitoque tiene. A todo el mundo,empezando por mis amigas, le

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parece de lo más simpático. Claro,sólo tienen que soportarlo de tardeen tarde. Sus berrinches cuando nopuede hacer lo que quiere, sussentadas de media hora en el baño osus escaqueos continuos soy yo laúnica que los sufre.

—No puedes irte —le insistióa Silvia el hámster, ya que le dabapie.

—¿Ah, no? ¿Por qué? —preguntó Silvia.

—Porque aquí está tú casa yaquí están los que te quieren.

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—¿De dónde has sacado eso,de una película de Disney? —rezongué.

—Sí —afirmó, todo digno.—¿De cuál? —consultó Irene,

que se partía con él.- Toy Story 2 —confesó el

hámster.—Oh, no —supliqué—. No le

dejéis, que os la cuenta.—Silvia —murmuró el

hámster, como si Irene y yo noestuviéramos allí.

—Dime —le siguió la

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corriente ella.—Ese hombre de la playa, ¿va

a ser tu novio?Silvia se echó a reír.—No, hombre, no —dijo—.

Es muy mayor para eso. Sólo es elque dirige la película. Quéocurrencias tienes.

—No sé, me entró lapreocupación —dijo el hámster,muy serio—. Es que yo creo que teconviene alguien más joven, yespañol. Vamos, alguien que seamás bien de Getafe. Así no pierdes

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el contacto, y así aunque hagaspelículas y salgas en la televisiónno te vuelves una tonta y una creída.

No daba crédito a lo queestaba escuchando. No measombraba que el hámster estuvieraenamorado de Silvia. En realidad, yteniendo en cuenta la clase dechicas que le gustaban (algo que meconstaba de sobra, porque todas lasque veía en alguna revista lasrecortaba inmediatamente, sinencomendarse ni pedirle permiso anadie), era sólo cuestión de tiempo

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que se fijara en ella. Inclusoempezaba ya a resultar sospechosolo mucho que estaba tardando. Loque me extrañaba, ante todo, eraverle dar aquellos rodeos. El estilodel hámster era ir a lo suyo sincontemplaciones. Si le gustabaSilvia, qué sé yo, proponerledirectamente matrimonio. No habríasido la primera vez que le daba poralgo así. Pero allí estaba, el muytunante, haciéndose el oblicuo. Nique decir tiene que mis amigas sedesternillaban vivas.

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—Anda, Adolfo, vete a tomarun poco el aire —le pedí,abochornada.

—Procuraré no volverme tontani creída —le aseguró Silvia,aguantándose a duras penas—. Ymientras encuentro a ese novio quedices que tengo que buscarme,bueno, a lo mejor puedes echarmetú una mano.

—Eso, tú anímalo —me volvíhacia ella, furiosa.

—No, no me entiendes —seexplicó—. Digo que mientras estoy

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fuera Adolfo puede escribirme ycontarme lo que pasa por aquí. Asíno me desconecto.

—Te escribiré todos los días—prometió el hámster, solemne.

Mientras aquellas dospedorras que se decían mis amigasse reían de él, yo miraba al hámster,y fue entonces cuando comprendí loque decía antes, que de pronto mihermano había dejado de ser unniño. Porque había aprendido acalcular sus fuerzas, aunque fueramal, y porque intentaba emplear la

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astucia, aunque no tuviera mucha, elpobre, en lugar de lanzarse sin mássobre lo que quería. Y tambiénporque en aquel momento le viexpuesto a lo que no estánexpuestos los niños. A buscar y aperseguir algo que no puedenalcanzar y que más pronto que tardeles hará sentirse desgraciados.

Mala suerte para el hámster,que hasta entonces había vividodespreocupado y feliz. Pero lahistoria que cuenta este libro no esésa, aunque a lo mejor algún día

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alguien debería escribir un librosobre el hámster (material no le ibaa faltar). Lo que ocurre es que deuna forma o de otra todo acabaguardando relación, y por eso estelibro no deja de tener algo que vercon lo del hámster. Porque lahistoria, aunque la cuente yo, Laura,es la de Silvia; la de cómo se fue aParís, desoyendo el consejo ytambién la súplica del hámster, yallí, bien, no es que dejara de seruna niña, porque ya hacía tiempoque no lo era, pero sí tuvo que

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hacerse realmente mayor.Sé que quienes leen este libro

tienen buena memoria, o al menosla suficiente para acordarse de loque está escrito en la primerapágina, así que más de uno ya habráadivinado lo que quiero decir conla última frase. Sí, fue allí, en París,donde a Silvia le exigieron y leexigieron, como nunca antes, ydonde le tocó también pagar,aunque no había hecho nada.

A pesar de todo, puedoasegurar que no es una mala

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historia. Por eso la cuento, aunqueyo no sea la protagonista. Por eso yporque a la vez que Silvia, Irene yyo, como quien no quiere la cosa,nos hicimos también mayores. Aveces es así como te sucede, através de otro. Pero en fin, quienquiera saber más, tendrá que pasarla página.

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Una estrella lejana

Superado nuestro estuporinicial, durante las semanassiguientes nos tocó vivir, como unnuevo asunto cotidiano, lospreparativos del viaje de Silvia.Estaba previsto que partiera haciaParís en la primera semana de

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octubre, poco antes de queempezara a rodarse la película. Suspadres seguían cerrando con laproductora los detalles. Dónde ibaa vivir, con quién, cómo haría paraseguir los estudios. En un primermomento habían pensado que sumadre se iría con ella mientrasdurase el rodaje de la película, y talvez después, si es que se alargabasu estancia. Peto al plantearlo sumadre en el trabajo, no le habíanasegurado que le guardarían elpuesto. Silvia le había dicho que no

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importaba, que iría sola, y nos loexplicaba:

—Imaginaos que esto de lapelícula no sale bien. Mi padre lodice siempre: en ese mundo un díaestás arriba y al otro nadie seacuerda de ti. Bueno, puesimaginaos que vuelvo con una manodelante y otra detrás y que mi madreestá en el paro. A ver cómopagamos la letra de la casa.

Irene y yo la escuchábamos ynos mirábamos. Silvia habíaempezado de pequeñita a grabar

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anuncios para la televisión, y poreso siempre, desde que laconocíamos, nos había sacado unaligera ventaja: se ganaba su dineroy no tenía que mendigárselo a suspadres, como nos tocaba a nosotras.Pero al oírla hablar con esaresponsabilidad de la situaciónmonetaria de su familia, teniendo encuenta algo que nosotras ni noshabíamos planteado, nos parecióque nuestra amiga empezaba adespegarse decisivamente denuestro mundo de insolventes

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despreocupadas. Y la admirábamospor eso, tanto como por lo demás.Silvia añadía, demostrando que lohabía meditado:

—Tampoco me va a pasarnada por vivir sola. En el mundo dela moda hay chicas que viven solasdesde los catorce años. Sé queestará la dificultad del idioma, peroasí me espabilo para aprenderlomás deprisa.

Había muchos que pensabanque Silvia no servía para gran cosa,aparte de para poner la carita en los

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anuncios. La gente tiende a suponer,seguramente para compensar, queuna chica guapa siempre es tonta einútil. Y es posible que Silviaayudase en cierto modo a quepensaran eso de ella, porque solíaaprobarlo todo más bien raspando yde vez en cuando le cargabanalguna. Pero lo cierto es que notenía mucha paciencia paraestudiar, por un lado, y que muchasveces le tocaba trabajar en vísperasde los exámenes y apenas le dabatiempo a prepararlos. En todo caso,

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y al margen de las notas que sacara,que no son la única manera demedir la inteligencia de alguien,Silvia era cualquier cosa menos latípica rubia idiota. A veces meparecía incluso una de las personasmás listas que me había echado a lacara, porque siempre tenía claro loque quería y se las arreglaba paraconseguirlo. Claro que para sabereso había que conocerla como sólola conocíamos nosotras. Silvia, laverdad, no andaba sobrada de dotesdiplomáticas. Sería porque la

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mayoría de los que se acercaban aella eran moscones, o porque yatenía asumido que nadie iba avalorarla más que por su físico. Elcaso era que lo que creyeran odejaran de creer los demás, a Silviale importaba un bledo.

La noticia de que Silvia se ibaa París para convertirse en unaestrella del cine corrió como unreguero de pólvora por el barrio.Pronto lo supieron todos losvecinos, y cuando empezaron lasclases no había alumno o profesor

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en el instituto que no estuviera alcorriente. El primer día, todosquerían hablar con ella y averiguarhasta los más mínimos detalles.Silvia, un poco agobiada, y nadadeseosa de informar punto porpunto a todos los que lepreguntaban (entre los que habíamucha gente con la que apenashabía cruzado palabra hastaentonces), reaccionó de una maneramás bien distante. Amable con todoel mundo, pero fría y con aireabstraído. No por orgullo o por

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superioridad, sino porque le eramuy difícil hacer otra cosa. Apenasdaba abasto para saludar a todoslos que la abordaban. Eso es lo quetienen las estrellas, las del cielo ylas de la tierra, que están solas,apabulladas por la admiración quedespiertan, y quizá por eso, aunqueno quieran, resultan tan lejanas aveces. Siempre lo habíasospechado, pero al ver a mi amigaconvertirse en una de ellas, locomprobé como no había podidohacerlo hasta entonces. Y pese a

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esa actitud de Silvia, nadie seofendía, ni dejaba por ello deacercarse. Aquella chica era unaencamación del éxito, y a todos lesatraía el éxito de un modoirresistible. Por si se contagiaba, talvez.

A los chicos, la nueva Silviales imponía un respeto bastantepasmoso. No sólo a aquellos quesiempre la habían despachado comola tía buena de cerebro de mosquitoque hacía anuncios en la tele, sinotambién a los otros, a los que en

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uno u otro momento le habían tiradolos tejos, con esa finura y esaelegancia con que suelen hacerlolos chicos de instituto, que viene aser más o menos la misma quepodría tener un sapo si le diera pordedicarse a la gimnasia rítmica.Especialmente llamativa fue lareacción de Gonzalo, un guaperasde pacotilla que siempre se habíacreído una especie de Brad Pitt conderecho indiscutible y preferentesobre los favores de Silvia. Aqueldía, Gonzalo no se le acercó con la

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insultante chulería de siempre, queinfaliblemente le valía alguna cozde ella, sino que tartamudeó:

—Me-me he enterado. Es-estarás contenta.

A Gonzalo, por alguna razón,Silvia se le quedó mirando un pocomás que a los demás. Quizá recordóen ese momento todas las veces quele había mandado a freír espárragoso mucho más lejos, y las tonteríasde él que le habían dado losmotivos: su sonrisita de seguridad,sus piropos estúpidos. Hasta

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entonces, debió de pensar Silvia,para Gonzalo sólo había sido unaespecie de presa que tarde otemprano iba a caer, como debía dejactarse cuando hablara con susamigotes. Ahora él veía cómo ellase le escapaba, sin remedio. Eracomo si hubiera estado apuntandocon su escopeta a un pájaro que depronto se había transformado en unavión y se remontaba hasta unaaltura desde la que Gonzalo sevolvía un microbio invisible,apenas un puntito insignificante

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cuyas pretensiones no daban másque risa.

Por primera vez, embargadapor la compasión que de pronto leinspiraba, Silvia no fue sangrientacon el pobre Gonzalo.

—Estoy contenta, sí —dijo,cortésmente—. Es para estarlo,¿no?

Gonzalo dudó antes decontestar.

—Eh, sí, claro —farfulló—.Te vas a hacer rica y famosa,parece.

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—Bueno —bromeó Silvia—,es un poco pronto para hablar deeso.

—No —dijo Gonzalo,meneando la cabeza—, de prontonada. Se veía venir. Y yo sé quetriunfarás en lo que intentes.

—Muchas gracias.—Triunfarás, sí —prosiguió

Gonzalo, un poco amargo— y teolvidarás de todos nosotros. Comodebe ser, no creas que no loentiendo.

Silvia se echó a reír. Imaginé

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lo que debía dolerle en aquelmomento a Gonzalo aquella risacristalina de mi amiga.

—No me olvidaré —lerespondió—. Sería muy feo por miparte. Con todos los buenos amigosque tengo por aquí.

Gonzalo se quedóobservándola con un extraño gesto.Era la primera vez que Silvia no letrataba a patada limpia, y aquellosucedía justo cuando estaba a puntode irse y ya no había ningunaposibilidad de hacerse ilusiones.

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Yo pensé que los que tenían lasuerte de cara, como mi amiga, seveían obligados a tratar conespecial suavidad a los demás,porque la ofensa del afortunadohace el doble de daño a quien no loes tanto. Pero también se meocurrió que a los chicos comoGonzalo tenía que pasarles algocomo aquello, quedarse con cara detonto en medio de una nube depolvo, para inspirar simpatía. ElGonzalo petulante, el que marcabamusculitos y se espantaba

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sistemáticamente el mechón sobrela frente para darse aires deseductor, nunca me había parecido,como a Silvia, digno de otra cosaque de hacerlo disecar. Sinembargo, aquel Gonzalo perplejo yderrotado me gustó. Resultabamucho más digno, más interesante.Incluso más atractivo.

También los profesoresdemostraron estar bastanteimpresionados por el rutilantefuturo de aquella alumna, a la queninguno (salvo alguno que otro del

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sector masculino, y no por razonesacadémicas) había tenido nunca endemasiada estima. Incluso los quealguna vez la habían suspendido, osobre todo ésos, la felicitabanahora y poco menos que se ponían asu disposición. También para ellosSilvia aparecía de pronto revestidade un aura especial. Irene, quesiempre ha sido la más cáustica delas tres, observó:

—Míralos. ¿Has visto algunavez que se interesaran tanto poralgún alumno con problemas?

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—Mujer, alguna vez —respondí—. Acuérdate de JoséMaría, el año pasado.

—Sí, bueno, ya sé que siemprehay uno o dos que se pringan, peroeso no cuenta. Me refiero a sialguna vez los habías visto tanvolcados a todos. Supongo que yapiensan en que algún día puedanentrevistarlos los periodistas. DoñaFulana, profesora de Lengua deSilvia Zornoza, díganos, ¿era unabuena alumna? Oh, sí, estupenda,recuerdo que la apasionaba el

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Lazarillo de Tormes. Hizo unresumen magnífico. Por eso lacateé.

—Vamos, Irene —protesté—.Eso suena un poco rencoroso.

—Qué va —se opuso—.Silvia es mi amiga, y mejor paraella. Pero todo este espectáculo,por desgracia, me ratifica en algoque leí el otro día.

Irene a veces sonaba así, unpoco redicha. Leía como unaposesa, las cosas más insólitas, y encuanto se le presentaba la ocasión,

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las citaba.—¿Algo que leíste? —

pregunté, haciéndome la tonta.—Una frase muy cínica, pero

bastante aguda: «Todo el mundoacude en socorro del vencedor». Ytanto. Ahí tienes la prueba.

—Así es la vida —me encogíde hombros.

—Pues ya sabes, arréglatelaspara triunfar o prepárate para estarmás sola que la una. Como dijoaquel sabio, hace ya mucho tiempo:«Donec eris felix, multos

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numerabis amicos; témpora sifuerint nubila, solus eris».

—¿Qué?Irene esbozó una sonrisa

malvada. La última manía por laque le había dado era aprendersetiradas en latín. Sabía que era unidioma que ya no se estudiaba en laESO, y que entre los que habíamospillado los últimos coletazos delBUP, y nos habíamos vistoobligados a darlo en Segundo,resultaba tan impopular que lamayoría lo olvidaba en cuanto

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conseguía aprobarlo. Ese era micaso, sin ir más lejos. Yprecisamente por eso, porque no loentendía nadie, Irene le habíacogido afición. También se la veíaa veces pasear debajo de unatormenta por las calles vacías, ysolía despertarse de madrugadapara mirar la luna cuando nadie másla estaba mirando. Tenía esasrarezas, Irene, y había queaceptárselas, pero yo me negaba aque me largara aquellos latinajos yme dejara a dos velas, así que

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insistí:—¿Qué quiere decir? ¿Y de

dónde demonios lo has sacado?Irene tradujo, satisfecha:—«Mientras seas feliz,

contarás muchos amigos; si lostiempos fueren de desgracia, estarássolo.» Es de Ovidio, un poeta.

—Ahora lees eso, Ovidio —dije, incrédula.

—No. Leo el Quijote. Si nofueras tan inculta sabrías que lafrase la cita Cervantes en elprólogo. Nada más empezar,

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vamos.—Mira, Irene, no te pases —le

advertí, porque era una pedante yporque me picaba, después de todo,que me cogiera en aquella falta.

Un tipo astuto, Ovidio, en todocaso. Meses después nosacordaríamos más de una vez de sudichosa frase. Pero no voy aadelantar acontecimientos. Estabacon el recibimiento que losprofesores le dispensaron a Silvia,y me toca añadir que le ofrecieronque preparase las asignaturas y se

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examinara cuando y como mejor leconviniera. Ya se hacían cargo deque faltaría a las clases durante elprimer trimestre, y si para elsegundo continuaba en París, ya sebuscaría la forma de arreglarlo. Entodo caso, no tenía por quéapurarse, que ya vería cómoaprobaba el curso sin ningúnproblema. Para eso tendría el apoyode todo el claustro de profesores.Cuando Silvia nos lo contó, Irene sevolvió hacia mí y comentó, irónica:

—¿Ves? Igualito que cuando

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yo me pillé la neumonía y tuve quehacer todos los exámenes a cara deperro, como si nada.

—Y sacaste sobresaliente entodo —recordé—. Todos sabíanque a ti no te hacía falta que tedieran facilidades. Para eso eresuna superdotada.

—Una superleche —yvolviéndose a Silvia, le aconsejó—: Aprovéchate, tía, que tienes elmundo a tus pies. Chúpales lasangre, sin piedad.

Silvia no dijo nada. Puso una

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vez más aquel gesto, el que más leveíamos desde que había vuelto delas vacaciones convertida en unapersona distinta: dulce pero un tantoausente, a la vez como si estuvieray no estuviera con nosotras. Era,supuse, el gesto de intentar asimilartodos los cambios que se producíana su alrededor. El gesto, también,de mirar el mundo a sus pies, comodecía Irene, desde la estrella lejanadonde ahora vivía.

¿Y nosotras, Irene y yo?Bueno, cada vez estaba más claro,

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así fuera por contraste con Silvia,que no vivíamos en ningunaestrella, ni nada que se lepareciese, y que el mundo nosquedaba más cuesta arriba quecuesta abajo. Mientras ella sepreparaba para volar a París y paraver cumplidos sus sueños, nosotrasafrontábamos el penúltimo año deinstituto. Si ella iba a vérselas conlos focos y con las relucientesaguas del Sena, nosotras íbamos aenfrentarnos con lo de siempre, lasmalditas evaluaciones, el asqueroso

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horario, los apuntes y la pizarra, lasganas de bostezar. Llevábamostantos años de estudiantes queincluso Irene, para quien la cosa noofrecía dificultades, porque eracapaz de aprenderse los libros conleerlos un par de veces, empezaba adar signos de un invencibleaburrimiento. Y lo peor era que siqueríamos ser algo en la vida, tal ycomo estaba la vida ahí fuera,según me decía mi padre cada vezcon más frecuencia en los últimostiempos, no había otra solución que

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seguir estudiando durante al menoscuatro o cinco años más. Esosuponía que todavía nos quedabandecenas de exámenes, miles depáginas por tragar y subrayar bajoel flexo, mientras los demásdormían, o veían la tele, o estabanen el cine o tomándose algo en unaterraza. Cuando tenía pensamientoscomo éstos, me entraba una especiede desesperación y a la vez unasganas locas de mandarlo todo aldiablo, de meterme a misionera o avoluntaria de una ONG en África o

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a guerrillera en la selva. Desdehacía algún tiempo soñaba conatajos de ese tipo, y algunos todavíamás disparatados. Pero puesta aimaginar atajos, ninguno como elque se había buscado Silvia. Tantodaba que acabara el BUP o no;tenía un camino por delante y en éltodas las promesas del mundo. Enparle a» veía forzada a compartirlas apreciaciones sarcásticas deIrene. Era un poco injusto queprecisamente ella, Silvia,dispusiera de todas las facilidades

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para sacar el curso. Las que nosquedábamos, las que no íbamos aParís ni nos íbamos a hacerfamosas, tendríamos encima quechapar para que no nossuspendieran y para que nuestrohumilde e incierto futuro no seacabara antes de empezar.

Aquel primer día de clase,cuando volvía hacia mi casa,después de separarme de Irene y deSilvia, iba dando vueltas a todasestas cosas, con una desagradablesensación de ser justo lo que le

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había achacado a Irene, unaresentida por la fortuna de miamiga. Entonces me acordé de algoque me había sucedido cuando eramuy pequeña, en la verbena delbarrio. No recuerdo bien todos lospormenores, sólo sé que había unafiesta infantil y una especie de rifaentre todos los niños. Cada unollevaba unos boletos, y al final dela fiesta iban a sacar unos númerosque decidirían quiénes eran losagraciados. El premio máximo eraun triciclo que a mí, en cuanto lo vi,

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me pareció absolutamentemaravilloso. Tanto que empecé adesearlo de una manera desaforada,como sólo puede desear una niña decuatro o cinco años, que eran losque yo tendría por entonces. Seguícon el alma en vilo la rifa, ytodavía tengo grabado a fuego en mimemoria, como uno de loscataclismos más terribles de miexistencia, el instante en que le tocóel triciclo a mi vecina Lali, unaniña rubia y presumida que estabaacostumbrada a que todos se

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quedaran prendados de sus enormesojos azules. A mí me tocó unapistola de vaquero, de plástico, unabaratija ridícula que intentaba serun premio de consolación para losperdedores, pero que para mí fue locontrario, el odioso símbolo de midesolación. Aquella noche lloréhasta hartarme y hasta empapar laalmohada, y durante meses no pudever a Lali, montada o no en sutriciclo, sin que se me hiciera unnudo en la garganta y me entraranunas ansias incontrolables de

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asesinarla de la forma más sádica.Pero ya no tenía cinco años,

pensé, mientras entraba en el portal,y ya era hora de que asumiera queel mundo se dividía entre gentecomo Lali o Silvia y gente como yo,gente a la que nunca le tocaban lostriciclos maravillosos. Así era, yasí me correspondía vivir, enresumidas cuentas, sacándole elmáximo partido posible a miridícula pistola de vaquero. Bang.

El ascensor estaba estropeadoy en la escalera coincidí con

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alguien que era a la vez la personamás apropiada y más inoportuna,dadas las circunstancias: Roberto,mi vecino y también mi único ytorpísimo pretendiente. Tenía esavirtud, la de aparecer cuando menosestaba yo para gaitas.

—Hola, Roberto, ¿qué tal? —me anticipé a saludarle, y a la vezaceleré mi subida para pasar delargo lo antes posible.

—Muy bien, ¿y tú? —dijo, sinmucho énfasis, y también sinmirarme y sin pararse, como si

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tuviera otra cosa en mente.Cinco segundos después

Roberto había desaparecido tras elrecodo del descansillo y yo estabaparada entre dos escalones,mirando hacia abajo. La idea queflotaba en mi cerebro no podía sermás perturbadora. Para ser del todoexactos, no era una sola idea, sinodos. Primera: acababan de birlarmemi pistola de plástico. Segunda: ohabía sido una alucinación, o estabaaturdida por los últimosacontecimientos, o por primera vez

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desde que le conocía tenía lasensación de que Roberto no era tanmal partido.

Meneé la cabeza, con fuerza.Primero Gonzalo ahora Roberto. Siseguía por ese camino, tendría quepedir que me llevaran al psicólogo.

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3

Amigas hasta la muerte

Llegó octubre. Siempresucede, para bien y para mal. Lomismo cuando esperas algo quedeseas, como cuando tienesprevisto algo que preferirías que noviniera nunca. Al final los díaspasan y de ellos no queda más que

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una estela de humo que sedesvanece en el aire. Y llega elmomento, esperado o temido. Porun lado se diría que la gente sólovive para esperar, y por otro quenos engañamos con esa costumbrede mirar siempre hacia el futuro.Porque lo bueno, cuando viene, seacaba rápidamente. Y lo malo, pormás que nos resistamos, siempreacaba por ocurrir. Pero no quieroponerme deprimente, que es comoIrene, con su mordacidad habitual,califica esta faceta mía, porque

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estoy contando una historia y lashistorias no se cuentan, por cierto,para deprimir a quien tiene lacortesía de escucharlas.

El caso es que transcurrieronlas semanas y casi sin damos cuentanos encontramos en la víspera de lapartida de Silvia. Todos lospreparativos estaban ya ultimados.Viajaría sola, irían a recogerla alaeropuerto, en París, y la llevaríanal apartamento donde iba a vivir, enel centro de la ciudad, junto a unaplaza que llamaban de la

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Madeleine. El apartamento iba acompartirlo con otra actriz, la quehacía de la otra chica en la película.Por lo que había podido saber, sucompañera se llamaba Ariane y erafrancesa, pero no había nacido enParís, sino en una ciudad más alsur, Toulouse.

—Creen que nos entenderemosbien —nos contaba Silvia—. Tienesólo dos años más que nosotras yresulta que habla español. Por lovisto, Toulouse es, dentro deFrancia, de lo más parecido a

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España.Aquella chica, Ariane, ya tenía

cierta experiencia cinematográfica,y en el dossier que les habíanenviado a los padres de Silvia losde la productora venían algunasimágenes de anteriores películassuyas. Era una chica morena, depelo corto, pecosa. Tenía los ojosverdes y en cuestión de belleza nodesmerecía para nada de Silvia. Enaquellas fotografías, además,miraba a la cámara con unaintensidad increíble. Daba la

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sensación de ser una de esaspersonas que guardan dentro muchomás de lo que exteriorizan. Ytambién de haber vivido algo másde lo que era normal para su edad.

No sé si los que lean estaspáginas me entenderán, pero missentimientos al ver la cara deaquella chica con la que iba a vivirSilvia, con quien compartiría día ynoche y probablemente llegaría aentablar alguna amistad, no eran deexcesiva simpatía hacia ella. Nuncahe pretendido que quien fuera amiga

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mía no lo fuera de ninguna otrapersona, pero el caso de Silvia,como el de Irene, era bastanteespecial. Las tres habíamos vividomuchas experiencias juntas, y elvínculo que había entre nosotras erauna especie de hermandad que nosdefendía y nos distinguía del restodel mundo. Cuando nadie másentendiera lo que una de las trespudiera hacer, las otras dos si loentenderían. Cuando nadie másquisiera ayudar a alguna denosotras, siempre estarían las otras

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dos dispuestas a dejarse el alma.Nuestra amistad era absoluta, comodicen que nunca pueden serlo lasamistades entre mujeres. Nisiquiera podía romperla unpercance amoroso. Nunca habíasucedido que dos de nosotras sehubieran encaprichado del mismochico, y si algo así hubierasucedido, la segunda habríarenunciado, o habrían renunciadolas dos. Se me dirá que con esosantecedentes no había nada quetemer. Que Silvia podía irse a París

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y hacer nuevas amigas, sin quenuestro trío viera debilitada suvieja fraternidad. Pero por muchaspruebas que hubiéramos pasado,había una que no habíamos pasadonunca: siempre, desde que nosconocíamos, habíamos vivido en lamisma calle, y habíamos estado enla misma clase y llevado más omenos la misma vida. Y esaproximidad era lo que Silvia iba adejar de tener de golpe, al tiempoque se iba a vivir con personasextrañas. Con aquella extraña de

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ojos verdes y mirada inquietante.De todos modos, el que peor

lo llevaba era el hámster. A medidaque se acercaba el día fatídico, sele veía más apagado y meditabundo.Cuando me lo tropezaba por elpasillo, que recorría arriba y abajocomo un penitente, me daba tantalástima que intentaba animarle:

—Vamos, hombre, quetampoco es el fin del mundo. Haytres mil millones de mujeres más.Alguna sucumbirá ante tus encantos.

En una de ésas, el hámster se

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me quedó mirando y dijo, ofendido:—A mí no me vale cualquier

cosa.—Vaya con Adolfo Valentino

—me mofé—. Si te pones así, másvale que sepas que tampoco estásen condiciones de exigir mucho.Hoy día no se llevan los galanes deuno veinticinco, por si creías locontrario.

—Algún día te sacaré trescabezas, y entonces verás —meamenazó.

—¿Qué es lo que veré?

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—Cuando me apetezca tecogeré como una muñeca, televantaré del suelo y no te soltaréhasta que me lo pidas por favor.

—Ése es el problema de todoslos chicos —me burlé—. Al final,siempre tenéis el mismo ídolo. Elbueno de Conan el Bárbaro.Criaturas.

—Ríete, pero el tiempo correen tu contra.

—Y en la tuya, mocoso, ¿o quéte crees?

—No voy a discutir contigo —

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repuso, encogiéndose de hombros—. Eres una superior y no teenteras de nada.

—¿Y de qué hay queenterarse?

—De que tienes un hermanoimaginativo, inteligente y sensible.El prototipo del hombre del sigloveintiuno.

Aquella respuesta me olió achamusquina.

—Oye, Adolfo, ¿qué hasestado leyendo? —pregunté.

—Mis lecturas son asunto mío

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—dijo, escurriéndose como unaanguila—. Y por cierto, no hacefalta que me consueles. El hombredel siglo veintiuno es también unamante generoso y sabe enfrentarlos contratiempos.

—¿Un amante generoso? —repetí, descacharrándome.

—No digo más —concluyó,antes de meterse en su habitación—. A buen entendedor, pocaspalabras bastan.

—¿Pero tú sabes lo que es unamante? —grité por encima de su

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portazo.Con aquella información, fui a

sugerirle a mi madre que quizáfuera conveniente impedir que elhámster tuviera acceso a lasrevistas femeninas que entraban encasa. Por lo que pudieracomprometerle y comprometernos.Mi madre se echó a reír y dijo quelo intentaría, sin mucha fe.Espoleado por su curiosidad, queera insaciable, el muy ladino se lasarreglaba para examinar cualquiermaterial que le interesara, por

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mucho que se lo escondieran. Mepareció que mi madre no se hacíacargo del peligro, pero a fin decuentas era su responsabilidad. Siel día de mañana el hámster teníaalguna clase de trastorno, a ella ibaa tocarle resolver la papeleta.

La última tarde fue gris, nomuy fría, pero ya tampoco tan tibiacomo las tardes anteriores. Soplabaun poco de viento, el suficientecomo para que no fuera demasiadoagradable estar en la calle.Circunstancia ésta que nos vino

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bien, porque pudimos encontrar unrincón en el parque, cerca de lo másalto, donde disfrutar de ciertaintimidad. Habíamos quedado paradespedirnos, y fue Irene la que tuvola idea de comprar unas botellas desidra. Para celebrar el éxito deSilvia y para brindar por los viejostiempos, dijo. Y quizá para ahogarun poco en burbujas la pena desepararnos, pensé yo. El cajero delhipermercado se nos quedómirando, mientras dudaba si dejarque nos lleváramos las dos botellas

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o no. En eso, Irene, que siempre hasido la más echada para adelante delas tres, le guiñó un ojo y le dijo:

—No es ginebra, tío. Mi amigase va a París y eso no pasa todoslos días. Seguro que no quieresjorobar una inocente celebración.

El cajero la observó, cogió laprimera botella y, mientras lapasaba por el escáner, le respondió,zalamero:

—Todo lo contrario. Y si meinvitáis, tampoco digo que no.

—Gracias por la comprensión,

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macizote —repuso Irene, una vezque tuvimos la mercancía en nuestropoder—. Lástima que ésta sea unafiesta privada. Otro día lo mismo tedejamos que vengas. Quién sabe.

—Me lo apunto —dijo elcajero, un feo pelirrojo de unosveinte años.

—Muy hábil, pero un día vas atener un disgusto —le murmuré aloído a Irene, cuando hubimossalvado el obstáculo.

—Bah —respondió ella, envoz alta—. Hay que acostumbrarse

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a manejarlos, ya que no puedesprescindir de ellos. Es como undeporte.

—Un deporte de riesgo —subrayó Silvia.

—Como todos —aseguróIrene, con aire de experta. Alcontrario que la mayoría de lasempollonas, ella era una consumadagimnasta.

Una vez en el parque, sentadassobre la hierba, Irene quitó elaluminio y el alambre de la primerabotella y después de aflojarlo y

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agitar un poco disparó el tapón aquince metros. La espuma salió yrebosó y resbaló borboteando sobrela botella y la mano que la sujetaba.

—Por Silvia Zornozing, lanueva megastar del celuloide —brindó Irene, antes de aplicar elmorro al gollete y echarse un buentrago.

—Pásala, anda, que vas adejarla seca —protestó Silvia.

Bebimos por turnos, las tres dela misma botella, como debía ser.No había nada que pudiéramos

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contagiamos que no hubiéramosdebido contagiamos y». Lo pensé yme pareció que ésa era una buenadefinición de una amistad como lanuestra. Una amistad hecha decompartirlo siempre todo, lo buenoy lo malo, y que sólo podríamostraicionar si dejábamos fuera dealgo que a una de las tres leimportara a alguna de las otras dos.

Vaciamos la botella en pocosminutos. Aunque ninguna de las tresera especialmente alcohólica (nosolíamos tomar nada más que

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alguna cerveza esporádica), aquellatarde parecía que buscáramosemborrachamos. Salvo Irene, que sehabía estrenado con cuatro años,zumbándose en un descuido de suspadres un vaso de una potentesangría que la había derribado deforma fulminante, ninguna sabía loque era estar borracha. Tampoconos había resultado nunca muyapetecible, por las memeces y lasvomiteras que veíamos protagonizara quienes abusaban del frasco. Peroapenas liquidamos la primera Irene

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abrió la segunda, y nadie le pidióque esperase.

Bebimos en silencio, unadetrás de otra, hasta que no quedónada. La tarde caía ya cuandodepositamos la botella vacía junto ala otra. La cabeza nos flotaba y enel estómago bullía el gas de toda lasidra que habíamos tragado, comoun calor reconfortante. No estabamal, pero supuse que si hubiéramoscomprado una tercera botella lohabríamos estropeado todo. Eramejor así: quedarse un poco cortas

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y mantener el control de lasituación. Desde el lugar donde nosencontrábamos, veíamos losadosados del barrio Norte y másallá de ellos, sobresaliendo apenas,los tejados de los últimos edificiosde Getafe, antes de la raya dondeempezaba Madrid. A nuestraderecha, sólo árboles. A nuestraizquierda, las nubes se iban tiñendode un color entre rosa y morado.Nos recostamos sobre el terrapléncubierto de césped.

—¿Sabéis de qué tengo ganas

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ahora, por encima de todo? —dijoIrene.

—No —picó Silvia.—De mear.—Pues tú misma —sugerí.—No, mi impulsiva señorita

Laura Gómez —respondió Irene,con retintín—. Una ha recibido unaeducación y sabe aguantarse yesperar el lugar y el momentopropicio para quedar en paz con suvejiga.

—No hay nadie —dije, sinhacer caso de su discurso.

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—No me entiendes —se quejóIrene—. No me importa que mevean. Es un ejercicio deendurecimiento.

—A nosotras no tienes quedemostrarnos nada —terció Silvia—. Ya te tenemos bastante calada, aestas alturas.

—Y que lo digas —asentí, sinpoder contener la risa.

Silvia también se rió y, alcabo de unos segundos de resistirsea duras penas, Irene se unió anosotras. Reímos las tres, hasta que

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nos dolió la tripa, por nada enespecial. Sólo porque estábamosallí, tumbadas en la hierba, yporque éramos amigas y nosgustaba estar juntas. Sólo por eso.

Cuando se nos gastó aquellarisa floja nos quedamos otra vezserias y calladas. No sé lo queestaban pensando mis amigas, perosí puedo decir lo que estabapensando yo. Pensaba que aquéllapodía ser la última tarde de la vidaque habíamos conocido hastaentonces. Que a partir del día

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siguiente empezaba una vidadiferente, y que no estaba segura deque fuera a ser mejor, al menospara mí. Eso era lo que yo pensaba,y tal vez Irene anduviera cavilandoalgo semejante, porque cuandoquiso romper el silencio, dijo:

—Bueno, compañeras. Fijaosbien y grabadlo todo en vuestramemoria. Dentro de muchos años,cuando seamos viejas y gordas yestemos casadas con unos imbécilespendientes todo el día del fútbol,podremos decir al menos que

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estuvimos aquí y que la vida eramaravillosa.

—Jobar, Irene, a veces no sési es bueno leer tanto —bromeóSilvia—. Mira que te has vueltoácida, de un tiempo a esta parte.

—No, no es bueno leer tanto—opinó Irene—. Lo bueno es tenerlo que tú tienes. Con eso y un pocode astucia, al menos una de las trespodrá salvarse. Sólo te aconsejoque tengas cuidado con todos esostipos de película. Al final lo quehay tras la fachada no es muy

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distinto de lo del resto, cuando noes peor, y todos acaban echandopanza y volviéndose unos egoístas.

—Bien me lo pones —suspiróSilvia—. No hay salida, según tú.

—Sí que la hay —afirmóIrene, gravemente—. Úsalos para loque te sirvan, pero nunca te enredescon ninguno. Una chica como tútiene la ventaja de que puedepermitírselo, así que relájate ydisfruta.

—Vale ya, Irene —intervine.Me daba que todas aquellas

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alusiones a las ventajas que teníaSilvia no eran todo lo cariñosas quedebieran. Más bien parecía queIrene, acaso por la sidra, le echabaalgo en cara.

—¿Qué pasa? —se quejóIrene.

—Que es la última tarde quetenemos —dije—. Y quedeberíamos comportamos como seespera de tres buenas amigas, ¿nocrees?

—¿Y qué he dicho yo demalo?

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—Nada, Irene, tú meentiendes.

Irene se incorporó.—No, no te entiendo.

¿Insinúas que estoy borracha o qué?—No he dicho eso.—Estoy tan despejada como

nunca —siguió—. Tan despejadaque casi me siento clarividente. Poreso veo lo que esta tía tiene pordelante. Y como la quiero, a estatía, que es mi amiga del alma y semerece lo mejor, procuro decirle loque creo de corazón que puede

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ayudarla.Parecía evidente que a Irene

no le había sentado muy bien lasidra. Silvia también se dio cuentay le dijo, conciliadora:

—Está bien. No pasa nada,mujer.

—Sí pasa —se revolvió Irene,exaltada—. Pasa que nadie puedeestropearte esto, Silvia. Pasa quetienes que ir allí, a París, y haceresa maldita película y demostrarlesa todos de lo que eres capaz. Yluego seguir adelante y convertirte

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en la actriz más famosa de España.Tienes que triunfar por nosotras,por las tres, por este barrio y poresta ciudad de la que nadie seacuerda nunca. Tú nos representas,Silvia, y tú vas a decirles a todosque aquí estamos y que merecemosun respeto. Como me llamo Ireneque lo vas a hacer, y nadie nos va aamargar la fiesta. Esto es lo quequería decirte, que te comas elmundo, y que nosotras estaremosorgullosas de verlo.

—Claro, Irene, eso ya lo sabe

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—intenté calmarla, cogiéndola porel brazo.

Irene no me apartó la mano,como yo temía. Se quedó cabizbajay de pronto empezó a llorar. Encualquier otra podía haber sido unareacción más o menos corriente.Pero ver llorar a Irene fue, tantopara Silvia como para mí, unaimpresión increíble. Nunca, ni enlos momentos más duros y amargosque le habíamos visto pasar, habíaderramado Irene una sola lágrima.

Y ahora le corrían dos

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regueros brillantes, uno por cadamejilla.

—Perdonad, no sé qué mepasa esta tarde —se disculpó—. Loque está claro es que si no sabes, nodebes beber.

Observé a Irene, tratando decomprender su inusualcomportamiento. No podía ser sólola bebida, que tampoco era tanfuerte y que a mí, que no estabahabituada a tomarla, no me impedíarazonar ni darme cuenta de lascosas. Medité sobre las palabras

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que ella había pronunciado, y depronto se me ocurrió esta idea: encierto modo, Irene podía sentirsedestronada por Silvia. Hasta elmomento en que ésta se habíatransformado en una estrella, Irenehabía sido, en su condición deestudiante imbatible, quien de lastres más saboreaba las mieles deléxito. Nunca he estado en esasituación, pero supongo que serobjeto de admiración por parte detodos es algo que te afecta, sobretodo cuando se acaba y es otro

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quien se convierte en el centro deatención; otro, u otra, con quien nopuedes competir. Pero después depensarlo, me pareció que era injustacon Irene. Sabía de ella losuficiente como para negarme aexplicar de aquella forma suactitud. Debía de pasarle como amí, que sentía que su mundo setambaleaba con la marcha deSilvia, aunque a lo mejor, comoIrene era más complicada que yo,había en su cabeza otras cosas enlas que yo no caía y que la

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alteraban más. En todo caso, nadade esto estaba lo bastante claro enmi pensamiento, así que acabé pordecir:

—Me temo que todas hemosbebido más de la cuenta. Por lo quese ve, beber no sirve para alegrartemucho, cuando estás triste.

Durante un rato, ninguna dijonada más. Anochecía y las luces delos coches que venían por laavenida iluminaban con ráfagasintermitentes la rotonda próxima.También se encendían las ventanas

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de los bloques, y al fondo se ibaformando poco a poco en el cielo elresplandor difuso de Madrid. Irenese enjugó las lágrimas con el dorsode la mano y Silvia permanecióerguida, dándonos aquel perfilimpecable que a menudo lebuscaban los fotógrafos de losanuncios. Finalmente, fue ella,Silvia, la que habló:

—No os creáis, también yoestoy triste, aunque por otro ladoesté contenta. Y tengo miedo por loque se me avecina, a vosotras os lo

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puedo confesar. No sé si soy tancapaz de comerme el mundo comodices, Irene.

Irene no respondió nada. Yotampoco. Silvia continuó:

—Lo que sí sé es que hetenido suerte. Que las tres hemostenido suerte, y que nadie puedequitárnosla si nosotras noqueremos. Tenemos la suerte dehabernos conocido y de estar juntas,para esto y para lo que venga.Aunque ahora nos toque separamos.Con París y sin París, lo mismo si

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nos va bien como si no, siempreseremos amigas. Tenéis queprometérmelo.

—Primero tienes queprometerlo tú, que eres quien semarcha —observó Irene, con unamedia sonrisa.

—Lo prometo —dijo Silvia—.Siempre amigas. Hasta la muerte.

—Hasta la muerte —aceptóIrene, sonriendo del todo.

—Hasta la muerte —repetí yo.—Y por lo menos una vez al

año, estemos donde estemos,

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vendremos aquí a brindar pornuestra amistad —propuso Silvia.

—Te tomamos la palabra —avisó Irene.

En eso quedamos. Todavíaestuvimos un rato en el parque, perono hablamos mucho más. Al díasiguiente Silvia se fue, como estabaprevisto.

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4

La más gris normalidad

Los primeros días sin Silviafueron más o menos como habíamosimaginado, aunque también huboalgunas sensaciones extrañas.Extraño fue, por ejemplo, quedespués de dejar de verla enpersona, como solíamos,

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empezáramos a ver a nuestra amigaen la prensa. Un día vino su foto enun periódico que se hada eco delcomienzo del rodaje. Al parecer,era todo un acontecimiento que lanueva película de aquel grandirector francés fuera aprotagonizarla una joven y casidesconocida actriz española.Estábamos acostumbradas a vercómo cambiaba Silvia en lasfotografías de los anuncios o en losspots televisivos, pero la foto quetraía el periódico, en la que ya

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aparecía como una diva del cine,nos causó verdadera impresión.

Extraña, y un poco cargante,fue también la conducta del hámsterdurante aquellos primeros días.Siempre que volvía yo del institutome estaba esperando en la puerta. Ysiempre me recibía con la mismapregunta:

—¿Hay alguna novedad?La novedad que el hámster

esperaba era la llegada de una cartade Silvia. Ella había quedado enescribirnos regularmente y en

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enviar las cartas a la dirección deIrene. El interés del hámster alrespecto resultaba bastantesospechoso. Me olía que queríaleer las cartas, privilegio que por siacaso me ocupé de advertirle queno le pensaba conceder. Lo que éldeclaraba, cautamente, era quenecesitaba la dirección de Silviapara escribirle, como le habíaprometido, y sostenía quejumbrosoque eso no podía negarme adárselo, en cuanto se recibiera laprimera carta y con ella sus señas.

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—Ya veremos —decía yo,porque a lo que no estaba dispuestaera a complacerle gratis. Ya queiba a tener algo que él quería,intentaría vendérselo a buen precio.Dos o tres semanas de ir por el pan,como poco.

—Tienes que darme esasseñas —insistía—. Soy un hombrede palabra, y no pienso quedar malpor tu culpa.

—Querrás decir un pitufo depalabra, en todo caso.

—Laura, algún día te

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arrepentirás de estos desaires queme haces. Cuando te sientas perdiday llames a mi puerta implorandoprotección.

Deduje que el hámster habíaestado escuchando los espantososdiscos de rancheras de mi padre. Leaconsejé a mi madre que lecontrolara esa afición o que leexplicara que aquel vocabulario erademasiado melodramático para unniño de diez años, pero ella, comosiempre, se negó a darleimportancia. Según ella, estaba en

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una edad difícil, nada más. Eracurioso que desde que yo recordabael hámster siempre había estado enuna edad difícil.

Lo que a mí más me dolía dela ausencia de Silvia era pasar pordebajo de su ventana, camino delinstituto. Estaba en un segundo,junto a la esquina. La conocía bien,porque muchas veces la habíallamado tirando una piedra contrala persiana. Ahora no había nadietras esa persiana para responder amis piedras, y aunque siempre me

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quedaba el consuelo de pensar quese trataba de una ausenciatransitoria, que Silvia haría lapelícula y regresaría, algo me decíaque aceptaría la oferta que lehabían hecho y se instalaría enParís. No nos había dicho ni que síni que no, sino que lo pensaríamientras rodaba la película, pero yointuía que no iba a volver. Era unaocasión demasiado buena paradesaprovecharla, y sin que ellamisma lo supiera todavíaconscientemente, su subconsciente

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ya la traicionaba. Si no, ¿a quéhabía venido aquello de prometerque al menos una vez al año iríamosal parque a brindar por nuestraamistad? Si volvía, podríamos ir nouna, sino cien veces. En el fondo,Silvia estaba ya contando conquedarse en París.

Pero la vida debía continuar, yno podíamos, ni Irene ni yo,atascamos para siempre en aquellaañoranza. Al menos nos teníamos launa a la otra, y después de lamarcha de Silvia nuestra amistad se

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hizo más fuerte. Hasta me puse aleer lo que ella leía, para tener máscosas en común. Así fue comoconocí a Kafka, un escritor que aIrene la fascinaba y que escribíahistorias como La metamorfosis,donde un hombre se levantaba unbuen día y descubría que se habíaconvertido en escarabajo, o comoEl proceso, donde el protagonistase desayunaba con la noticia de queestaba procesado por un crimen queno había cometido. También mepasó El túnel, de Ernesto Sábato,

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que iba de un pintor que se volvíaloco por una mujer y hacía mildisparates. Y un puñado de novelasde detectives, de unos americanosllamados Raymond Chandler yDashiell Hammett, que escribían detipos duros y cínicos que no creíanen nada y consideraban todo unabasura, aunque a veces seenamoraban de mujeres malvadascon las que ningún hombre sensatohabría querido tener que ver. Quizápor influencia de aquellas lecturas,Irene y yo jugábamos a veces a ser

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cínicas, y hacíamos planes paraparecemos el día de mañana a lasmujeres fatales que enamoraban ydestrozaban a los detectives. Poraquel entonces nos habituamos avestir mucho de negro y a escuchartodo el rato la música de The Cure,que era la preferida de Irene y quecon el transcurso de los días vino arepresentar algo así como la bandasonora de aquella sociedad fatídicaque terminamos formando entre lasdos.

Hablar de todo esto, sin

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embargo, es ir demasiado deprisa.Naturalmente, lo que acabo decontar nos llevó algún tiempo, nosucedió todo conforme se fueSilvia, sino a medida que fueronpasando las semanas y no tuvimosmás remedio que hacemos a vivirsin ella. Pero estaba con losprimeros días, y antes de avanzarmás en mi historia, debo apuntar unpar de sucesos que no dejaron detener su enjundia. Por lo menospara nosotras.

Por un lado estuvo lo de

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Gonzalo, el frustrado pretendientede Silvia. Al poco de marcharsenuestra amiga, empezó a rondamosde un modo bastante raro. Lasprimeras veces se acercó con elpretexto de preguntamos por ella.Que si sabíamos cómo estaba,preguntaba, con aire desvalido.

—¿Pues cómo va a estar? —saltaba Irene, que siempre lo habíatenido atravesado—. En la gloria.Rodeada de tíos guapos y ricos quese pelean por ella, viajando enlimusina y navegando por el Sena a

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la luz de la lima.Yo le sugería a Irene que el

detalle de la luz de la luna era cruelpara el chico, pero ella respondía,inflexible:

—Si realmente la quiere,sabrá sufrirlo.

Una mañana, durante uno delos descansos, Gonzalo vino hastanosotras. Estábamos las dosapartadas en un extremo del patio,así que no podía fingir que pasabapor allí de camino hacia alguna otraparte.

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—¿Me puedo sentar unmomento con vosotras? —nospidió.

—¿Para qué? —le espetóIrene.

—Para charlar, nada más.—¿De qué? —insistió mi

amiga.—De lo que salga, mujer —

respondió Gonzalo, mientras sesentaba. Parecía haberse resignadoa que Irene se fustigara sin piedad,y eso le otorgaba un porte casitrágico, como si fuera una especie

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de mártir.Gonzalo le dio un par de

caladas a su cigarrillo, bajo elescrutinio implacable de Irene.Después, se permitió suponer:

—La echaréis de menos.—¿A quién?—A quién va a ser. A vuestra

amiga.Irene me miró, mosqueada.—Si la echamos de menos o

no —le dijo—, no es de tuincumbencia.

—Lo es —aseguró Gonzalo,

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exhalando el humo.—¿Y eso por qué, si puede

saberse? —pregunté yo. —Bueno—respondió Gonzalo, sinapresurarse—. Hay que serconstructivo. Todos la echamos demenos, a la bella Silvia. Era lareina del instituto, eso nadie lodiscute. Pero ahora que ya no está,y además parece que va a tardar envolver, habrá que recomponer lascosas de otra forma.

—Oye, tío —le atajó Irene—.¿Te han puesto algo en ese cigarro?

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—Es un cigarro, nada más —repuso Gonzalo, haciéndolo girarante sí—. Lo que digo es que aveces el que cierta gente se vaya teayuda a ver más clara la situación.Y te das cuenta de que hay otrosalicientes.

—Ya lo entiendo —me dijoIrene, maliciosa—. Se ha pegado enla cabeza con algo. Si antes elpobre no daba mucho de sí, ahoraestá listo.

—Tengo la cabeza enperfectas condiciones —aseguró

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Gonzalo—. Por eso me doy cuenta,como os iba diciendo, de algo queno veía tan claro cuando estaba poraquí nuestra flamante estrella delcine.

—Estamos ansiosas porsaberlo —me burlé—. Desembuchay acaba, anda.

Gonzalo dio otra calada ycarraspeó un poco.

—Me cuesta un pocoexplicarlo —se excusó—. Digamosque en cuanto ella se ha ido me hefijado más en el resto del trío.

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Antes era difícil, con esa chica deanuncio en medio, aunque ya sé quetampoco es una disculpa. El caso esque desde hace unos días os vengoobservando y he llegado a laconclusión de que sois con mucholas dos tías más interesantes de laclase.

Irene y yo nos quedamosboquiabiertas.

—¿Ah, sí? —dijo Irene, al fin.—Sí, y ése es también el

problema.—Ah, hay un problema —

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anoté.—Sí, casi siempre lo hay, qué

se le va a hacer. Aunque ya quisierayo que todos los problemas fuerancomo éste. Se trata de saber porcuál de las dos voy a decidirme. Yos aseguro que la elección está muycomplicada.

—Si quieres te hacemos unospases en bañador, para quetermines de salir de dudas —ofreció Irene, con soma.

—Ya he superado eso —dijoGonzalo—. Ahora busco la

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personalidad.—Ahí está el quid del asunto

—repliqué—. Creo interpretar elsentir de mi amiga si te digo queninguna de las dos busca unapersonalidad como la tuya,Gonzalo. Aunque te agradecemosesta tardía inclinación.

—Lo suscribo —añadió Irene,poniéndose en pie—.

Y me atrevo a recomendarteuna técnica menos directa para otravez. Le daremos a Silvia recuerdos,de tu parte, y le ocultaremos tu

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inconstancia.—En el fondo os ha gustado

mi franqueza. A las dos. Lo capto.—Claro, Gonzalo, es que lo

disimulamos bien.—Decidme que tengo una

oportunidad —suplicó.—Por lo menos una siempre

vas a tener —contestó Irene—.Supón que algún día coincidimos enuna isla desierta y no hay nadiemás, ni la más remota posibilidadde que vengan a rescatamos. Sitampoco hay una pistola con la que

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poder pegarse un tiro, entonces creoque tienes una oportunidad.

—Es un comienzo —juzgó él,optimista.

—Pues ten paciencia parallegar hasta el final —le aconsejé,mientras regresábamos hacia lapuerta del instituto.

Cuando pudimos salir denuestra estupefacción, intentamosencontrar la forma de interpretaraquello: que al apuesto Gonzalo, elterror de las nenas, le diera depronto nada menos que por

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declararse a Irene y a mí. Quizádeba apuntar aquí que Irene y yosomos más bien del montón, ni altasni bajas, morenas y con los ojosmarrones; vamos, la cosa menosdespampanante que puedeencontrarse. Fue Irene quien tuvouna idea para explicarlo:

—Ya lo tengo. Esimpresionante, tía. Silvia nos hapegado su glamour.

—¿Su qué?—Su glamour. Ni tú ni yo

somos nada del otro mundo, pero

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somos las amigas de la estrella.Todo el mundo quiere estar a sulado. Y ese cretino intentaacercarse a ella a través denosotras. Como te lo digo.

—No me lo puedo creer —meresistí.

—Pues créetelo. Y mientrasdure, será cosa de aprovecharlo.No con el mastuerzo de Gonzalo,claro, sino con otros que puedancaer.

—No hablas en serio.—Bueno, por qué no.

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Es posible que Irene acertaraen su diagnóstico, por lo menos encuanto a Gonzalo. Pero por lodemás nuestra vida continuó comosiempre, dentro de la más grisnormalidad. Dejando aparte aquellaextravagancia de Gonzalo, notuvimos que soportar el cortejo deun número de pretendientes muysuperior al acostumbrado. Yhablando de eso, se me ocurre quees justo el momento de contar otroepisodio que tuvo lugar aquellamisma semana. Este lo protagonicé

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en solitario, quiero decir sin Irene,porque sí que hubo alguien más.Quizá algún lector lo hayaadivinado: mi vecino Roberto.

En esta ocasión coincidimos alrevés que en la anterior: mientras élentraba y yo salía del portal. Acasopor eso, porque no iba a ningúnsitio ni tenía prisa, él no pasó delargo. Yo tampoco. Creo que porprimera vez en mi vida sentía unacierta curiosidad a propósito deRoberto. Quién me lo iba a decir: elmismo que desde chico había tenido

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siempre la habilidad de juntarsecon los más cabestros del barrio, yal que durante años sólo había vistoapedrear perros, arrear balonazos ovocear a diestro y siniestro lasmayores bestialidades. Era verdadque desde que había cumplido losquince parecía haberse reformadomucho: por lo menos ya no era tanbocazas y había dejado de ir porahí en compañía de cavernícolas.Pero así y todo mi vecino estabamuy lejos de resultar irresistible, ysu antigua fanfarronería se había

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transformado, frente a mí, en unatimidez bastante patosa. Pues bien,aunque me cueste confesarlo, éseera, sí, el mismo Roberto cuyospensamientos ahora me intrigaban.

—Hola —dijo, y se me quedómirando con una mueca rara. No erala del cowboy que se dirige a lachica del saloon, pero tampoco lade estarse ahogando en su propiasaliva que solía dedicarmeúltimamente.

—Hola. ¿Cómo te va? —lepregunté. Y por primera vez desde

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que nos conocíamos, hube deadmitir que me interesaba surespuesta.

—Bueno —contestó, bajandolos ojos—. No es como para tirarcohetes, pero siempre podría irmepeor. ¿Y a ti?

—¿A mí? Bien, como siempre.No me quejo.

—Aunque nadie te hayallamado a París para convertirte enuna estrella del cine —observó,escogiendo con cuidado laspalabras.

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Sonreía. Aquel Roberto,precavido y ligeramente irónico, medesconcertó un poco. Pero pudereaccionar con la suficienterapidez:

—Vaya, parece que no hayotro asunto en el barrio. Tambiéntú.

—No es tan asombroso —sejustificó—. Es la primera vez que aalguien del barrio le pasa algo así.Y además, tú eres su amiga.

—¿Y?—Nada. Que sacar el tema

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contigo es inevitable, supongo.—¿Por qué? ¿Es una manera

indirecta de preguntarme por ella?Roberto dudó un instante. La

conversación empezaba a resultarincómoda, y tal vez trataba deaveriguar si lo era por su culpa oporque yo me estaba empeñando enque lo fuera. Me gustó verleinseguro.

—No —respondió,enrojeciendo—. Era una manera depreguntarte por ti.

—¿Por mí? —vacilé. Ahora

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era yo la que se sentía insegura.—A otros les interesarán los

chismes que puedas contarles de tuamiga —explicó—. Los famososque conocerá, el dinero que gana, siterminará saliendo en las revistas.A mí no. A mí sólo me interesa quees amiga tuya.

—Ajá —dije, sin entenderledel todo.

—En fin —continuó Roberto—. Tampoco quiero aburrirte, nidarte motivos para que te rías demí, como las otras veces. No te

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preocupes, que hoy no voy apreguntarte si te apetecería quefuéramos juntos al cine un día deéstos, o si haces algo el sábado porla tarde. Ya sé que no te apetece yque tienes plan. Así están las cosas,mi rollo no te va y no pasa nada.Tampoco hay que obsesionarse.Dale recuerdos a Silvia si hablascon ella y deséale toda la suerte delmundo. Pero nunca te olvides de lootro.

—¿De qué? —murmuré,aturdida.

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—De que para mí la únicaestrella eras tú.

Por un momento, mientrasRoberto desaparecía dentro delportal, pensé que no había oídobien. Pero sí, había dicho eras, enpasado. No sé si es algo que lessucede a todas las chicas o sólo amí y a las que son como yo, perodebo reconocer que hay dos cosascon las que un chico puede rompermi indiferencia: una, haciéndomesentir como una reina, con dulzurapero sin atosigarme, como acababa

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de hacer Roberto; y dos,mostrándome fríamente que escapaz de renunciar a mí, comotambién acababa de hacer mivecino. Por un momento no supequé era lo que me hada sentir másvulnerable: si que me elevara conaquella repentina delicadeza a losaltares o que a renglón seguido medestronara y se largara tancampante a reconstruir su vida.Quizá esto último fuera lo máshiriente, y mientras lo pensaba, meenfadé. Era intolerable que de

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pronto Roberto se convirtiera enuna persona normal, sutil incluso, yque en ese mismo instante decidieray me dijera que podía vivir sin mí.Yo nunca le había hecho nipuñetero caso, pero siempre, desdeque me había percatado de sudebilidad por mí, había contado conella como un refuerzo para mivanidad. Un refuerzo insignificante,y sin embargo, ahora que lo veía enpeligro me daba cuenta,imprescindible.

Pero no era el mejor momento

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para buscarle solución a aquelcontratiempo, tan enojoso comoinesperado. Eché a andar, sin podersacarme de la cabeza el recuerdode la mirada que me había dirigidoRoberto mientras me archivaba enel trastero de su memoria. Desde lamarcha de Silvia, vivía una y otravez la misma sensación: al mismotiempo que a ella se le abrían todaslas posibilidades, a mí se mecerraban las pocas que tenía.

En las semanas que siguieron,Irene y yo construimos poco a poco

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aquella nueva amistad sin Silvia,mientras íbamos superando comopodíamos las dificultades denuestra monótona existencia. Entremedias, rompiendo esa rutina comofulgurantes cohetes lanzados desdeParís, empezaron a llegar las cartasde nuestra amiga, cargadas deformidables novedades. En total,recibimos tres cartas, a intervalosregulares de una semana: la primeraa los dieciséis días, la segunda alos veintitrés y la tercera el día enque se cumplía un mes justo de su

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partida. Gracias a ellas pudimos irconociendo los detalles de suscomienzos parisinos, quedevorábamos ansiosamente.

Quizá por eso nos costó luegoacostumbramos al silencio que sehizo tras la tercera carta y que nosobligó durante algún tiempo aimaginar cómo seguía la historia.Pero veo que me estoy adelantandode nuevo, y más vale que me pongade una vez por todas a contar lascosas por su orden debido, y noyendo hacia adelante y hacia atrás

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sin ton ni son.Se me ocurre que una buena

manera de ordenar el relato escopiar aquí, una detrás de otra, tal ycomo las recibimos, las tres cartasde Silvia. Así que por un rato mecallo y le dejo a ella la palabra.

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5

La luz

París, 17 de octubre Queridaslas dos:

¿Por dónde puedo empezar?Desde hace diez días vivo metidaen una especie de torbellino que mecoge por la mañana, me lleva todoel día de aquí para allá y me deja

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por la noche, cuando me tumbo enla cama, tan descolocada y tanaturdida que casi me cuestarecordar quién soy y dónde estoy.Parece que hiciera un siglo que dejéGetafe. Parece que esto fuera unaalucinación de la que de unmomento a otro tuviera quedespertar. Pero no, me repito una yotra vez: soy yo, Silvia, y estoyaquí, en París.

París. Bueno, esto sí que esuna ciudad. No digo que Madridesté mal, claro, pero no sé, será que

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me lo desluce la costumbre, el casoes que si lo comparo con esto meparece una mala imitación. Por nohablar de nuestro pobre Getafe,todo hecho de ladrillo al aire y decasas y bloques sin ningún chic.Aquí las avenidas, los parques, losedificios, todo resulta apabullante yseñorial. Hay palacios por todoslados, aparte del famoso Louvre,tan descomunal que necesitas variosdías para verlo. Hay edificios conla cúpula de oro, como uno quellaman de los Inválidos, no me

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preguntéis por qué. Y bajando adiez minutos de donde vivo puedover la Torre Eiffel, el Arco delTriunfo, el obelisco... Una pasada,de verdad.

Esta ciudad es bonita a todashoras: por la mañana temprano,cuando salgo para ir a trabajar en lapreparación del rodaje; a mediodía,cuando el sol, si es que hay, estámás alto; y no veáis ya cuandoanochece o es de noche del todo.Entonces se te encoge el alma demirarla. Casi ni importa el tiempo

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que hace, que desde que llegué hasido más bien malo. Es verdad quesi sale el sol te deslumbra, peroincluso cuando está nublado ocuando llueve la ciudad brilla comosi despidiera luz. Así es como lallaman, precisamente: la Ciudad-Luz, o como ellos lo escriben, laVille-Lumiére.

Hablando de esto, las estoypasando un poco canutas con elfrancés. Doy cuatro horas al día,todas las tardes: una auténticapaliza. Cuando termino lo mezclo

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todo, y tengo la sensación de que laprofesora, que se llama Odile (la edel final no suena), empieza a estarbastante desesperada con la alumnaque le ha tocado en suerte. Yoexagero todo lo que puedo al poneresa boca de piñón que ponen ellosmientras hablan, pero me temo quecon ese truco no basta para dominarel idioma ni la pronunciación.Muchas cosas se parecen bastanteal español, algunas (pocas) tesuenan del inglés, pero tambiéntiene sus peculiaridades, y sobre

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todo unos verbos que son unverdadero petardo, porque haymontones de tiempos yconjugaciones irregulares para quetodo te cueste un poco más. En fin,c'est comme ça, que quiere decirmás o menos que esto es lo que hayy que a jorobarse tocan.

¿Qué más os puedo contar dela ciudad? Bueno, por ejemplo queuno de los lugares que me resultanmás interesantes es el metro. Estábastante más sucio y viejo que el deMadrid (y eso me sorprende,

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porque ya os digo que la ciudad engeneral es mucho másesplendorosa), pero te impresionala cantidad de gente de todas lasrazas y colores que ves, haciendotodo tipo de cosas, desde tocar elviolín hasta venderte llaveros conla Gioconda (el famoso cuadro deLeonardo da Vinci, que está en elmuseo del Louvre, siempre al otrolado de unos dos mil turistasjaponeses). También en Madrid haycierta variedad, pero no se puedecomparar a lo que tienes la

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oportunidad de ver aquí. Por esome meto a veces en el metro, sobretodo cuando tengo un rato libre, alfinal de la tarde, y hago el trayectohasta una estación que elijo a voleosobre el plano. Ni siquiera salgo ala calle: una vez que llego aldestino elegido, cambio de andén yme meto en un tren de vuelta. Lagente que viaja a esas horas en elmetro va cansada, y aunque yotambién suelo estarlo, me gustamirarlos y mirar los carteles de losandenes: esos anuncios que a veces

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me sorprenden y a veces nocomprendo o me parecen idiotas,pero que a su manera forman otropaisaje de esta ciudad. No sé, meda por creer que ese paisaje es másmío que el de arriba, el que todossacan en sus fotos o ven en laspostales que compran para mandara la familia y a los amigos. Hastame ha llegado a gustar el olor deahí abajo, un olor que a ratos escomo de azufre y a ratos como degoma quemada. Con ese olormetido en la nariz recorro los

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pasadizos y subo por las escalerasmecánicas, y será porque es elúnico momento del día en que estoya solas con mis pensamientos, peroel caso es que me siento tan a gustoque llego a temer que estaexperiencia me esté volviendo casitan excéntrica como Irene.

Durante el resto del día noestoy sola ni un solo momento.Aparte de las clases de francés conla señorita Odile (que lleva el peloteñido de fucsia y un piercing en lanariz, no os vayáis a hacer la

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imagen que no es), están los ratos(largos) que me paso con toda lagente de la película. El director, elque me vio en la playa, se llamaAndré y un apellido impronunciableque por lo que he podido saber noes francés, sino polaco. Es un tipoencantador, siempre pendiente deque esté cómoda y de que tengatodo lo que me hace falta. Si digoque tengo sed agarra a unasecretaria y le dice que me traigaagua, en seguida, y la secretariasale corriendo como si tuviera que

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ir a apagar un fuego. A mí esto meresulta un poco violento, la verdad,pero no os oculto que produce unregustillo ver que te consideranimportante y que todos se esfuerzanpor tenerte contenta. La primeranoche, André me invitó a mí sola acenar en un restaurante desuperlujo, no muy lejos de dondevivo, y aunque casi no sé qué fue loque comí, lo que sí puedo juraros esque estaba todo delicioso. André noparaba de hablarme de la película,de la ilusión que le hacía que yo

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interpretara a la protagonista y delo bien que iba a quedar todo y delo mucho que iba a significar en sucarrera y por supuesto en la mía,que no está nada más queempezando. Pero yo apenas le oía.Estaba embobada con el sitio, lasvelas, aquellos platos que nos ibantrayendo y que los camarerosdejaban sobre la mesa sin el menorruido, como si fueran las alas deuna enorme mariposa. Probé elvino, sólo una pizca, y desdeentonces hasta el final estuve

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flotando. Se nota que este André esun hombre de mundo, y que estáacostumbrado a tratar a toda clasede gente y a hacer que se sientabien. Supongo que también estáacostumbrado a tratar con montañasde chicas, actrices y modelos y todolo que le echen. Siempre mantienela distancia correcta y estápendiente de ti sin pasarse nihacerse empalagoso. En algúnmomento de esa cena, a vosotraspuedo decíroslo, se me ocurrió queera una lástima que hubiera tantos

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años entre los dos. O bueno, no sési tantos. Debe andar por loscuarenta, ¿son demasiadosveinticinco años? En fin, todo estoson tonterías mías, haced como sino las hubierais leído. Ni porasomo intentó nada. Acabamospronto, me llevó a casa y antes deirse me aconsejó que durmiera todolo que pudiera, para estar fresca aldía siguiente y empezar con buenpie el trabajo.

El trabajo, por ahora, consisteen que nos sentamos todos juntos

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con el guión y lo repasamos una yotra vez, tratando de darle a cadasecuencia el tono exacto que Andrétiene en la cabeza. Como saben quede momento yo me apaño regularcon el francés, me han hecho unatraducción al español para mí sola.Ellos, leen sus papeles en francés yyo el mío en español. Dice Andréque así comprendo bien lo quehabla y lo que siente mi personaje ysoy capaz de interiorizarlo más, quesegún él es el objetivo principal deeste trabajo previo. Cuando

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rodemos tendré que hablar enfrancés, como los demás, y aunquea mí me aterroriza el mal acentoque tengo, André dice que no mepreocupe. Mi personaje no es unafrancesa, sino una española,precisamente, y no importa que sele note al hablar que es extranjera.Es más, quiere que se le note, ysegún él se trata de trabajar el tonojusto para que los franceses meentiendan y al mismo tiempo lesllame la atención mi acentoespañol. Ese acento tiene un

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atractivo para el oído de losfranceses, cree él, que con mitimbre de voz puede ser un ganchomuy fuerte para el personaje. Esincreíble la cantidad de detallesque tiene este hombre en mente,todo el tiempo. Una ve una películaen la pantalla y se cree que la genteque aparece ahí se ha juntado unrato, ha recitado los papeles que sehabía aprendido un poco antes y seha ido sin más a cambiarse de ropay seguir con su vida. En las otraspelículas salía tan poco y tenía tan

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poco que hacer que apenas me dabacuenta de toda la elaboración. Y metemo que los directores españolescon los que trabajé no eran nimucho menos tan meticulosos comoéste. Allí todo se hacía un poco decualquier manera. Pero en estapelícula no creo que vaya a quedarni un solo detalle al azar.

Los actores con los que voy atrabajar también son muy serios.Todos son franceses menos una, quees española y hace de mi madre enla película. Se llama Sara y no es

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una actriz muy conocida, por lomenos yo no la había visto nunca.Su papel es más bien corto y laverdad es que tiene poco peso en lahistoria. Para ser la únicacompatriota, tampoco os creáis queme traía con especial amabilidad.El primer día unas sonrisitasforzadas, sí, pero desde entonces nome ha prestado la menor atención.Ni siquiera para interesarse porcómo me va en mi primeraexperiencia de vivir fuera de casa,y nada menos que en París. De

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hecho, la mayor parte del tiempome rehúye, como si le hubierahecho algo. Yo creo que heintentado caerle bien, pero poralguna razón no lo he conseguido.De los franceses, nueve o diez entotal, hay tres que son los que tienenmás intervención en la historia. Porun lado está Chantal, que interpretaa la madre del chico, para mi gustouno de los personajes más bonitosde la película. Chantal tienecuarenta y tantos años, una carapreciosa y un aire muy dulce. Pero

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es una estirada y una endiosada denarices, con la que apenas cruzo losbuenos días y las líneas de diálogoque nos corresponde intercambiarsegún el guión. Todos se mantienena una prudente distancia de ella, yella no parece ver a nadie más quea André (tampoco siempre). Segúnme han dicho, es una gran estrelladel cine francés, con más decuarenta películas a las espaldas yuna reputación terrorífica. Otroactor importante es Michel, queinterpreta al chico. Es el tío más

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guapo que he visto en mi vida, ytambién uno de los más imbéciles.Se mira en todos los espejos junto alos que pasa, y de vez en cuando sete queda observando fijamentecomo esperando a que te desmayes.Me da rabia no saber todavía elsuficiente francés para meterle uncorte, aunque por otra parte piensoque tampoco es cuestión de andaralborotando a la primera decambio. Habrá que aguantarle comoes, pasando todo lo que se pueda desu rollo de tipo irresistible. Pero a

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veces, para desahogarme, murmuroentre dientes alguna palabra enespañol, del que no entiende ni jota.Así, mientras él me mira todoseductor, yo le llamo capullo osoplagaitas.

A estas alturas os diréis quemenuda tropa y que vaya malasuerte que he tenido con miscompañeros. Pero por fortuna hayotra gente. Entre los actoressecundarios hay sobre todo una,Valérie, que interpreta a la madrede la otra chica y que nos hace un

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poco de madre a todos los actoresjóvenes, sobre todo a mí, que soydesde luego la más desvalida.Habla muy mal el español, pero asíy todo se esfuerza y siempre tieneun rato para preguntarme por cómome va y cómo me encuentro. Elprimer día me dijo que cualquiercosa que necesitara no tenía nadamás que pedírsela, a cualquier horay con toda confianza, y me dio elteléfono de su casa de París. Medijo que ella también había tenidoque abandonar joven su casa para

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vivir en una ciudad extraña, y quesabía lo dura que era esa situacióny lo sola que a veces se sentía una.Es una de esas personas con las quetomas confianza en seguida, y conlas que sientes que puedescompartir sin reservas tusproblemas.

Y por último (aunque no pordejarla para el final la hago demenos, sino al revés) está Ariane,que es mi compañera de piso y laotra actriz principal. Interpreta a lachica que es mi amiga y ala vez mi

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rival por el amor del chico en lapelícula. Habéis visto fotos de ella,así que no os la tengo que describir.Quizá puedo añadir que lleva ahorael pelo más corto (lo tiene oscuro,muy liso y siempre resplandeciente)y que al natural es aún más pecosaque en las fotografías. Eso teproduce una sensación rara, porquelas pecas le dan un aspecto infantilque se ve desmentido continuamentepor la fuerza y el brillo de sumirada. Es una mirada que te cuestasostener: casi todo el rato te busca

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los ojos, como para desafiarte. Yocreo que lo hace sin querer, o sindarse cuenta de que nadie puedeaceptar así como así ese desafíosuyo. Ariane tiene una voz grave yhabla un español casi perfecto,aunque a veces duda con las eses ylas zetas. Suelta unas erresrotundas, como casi ningún francéses capaz de decirlas. Aparte dehaber estudiado español en elcolegio, resulta que se apellidaMartínez (por cierto, que ellos loescriben sin acento y lo pronuncian

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Magtinés).Según me ha contado, su

bisabuelo era un exiliado español,uno de los que en la Guerra Civillucharon del lado de la República ytuvieron que escapar a Francia alfinal. Por lo visto, el hombre semurió antes de que ella naciera ysin volver a ver España.

A Ariane la conocí el mismodía que llegué. Ella ya estabainstalada en el apartamento, así quefue quien me lo enseñó. Me explicóque llevaba allí dos días y que por

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eso había tenido que escoger uncuarto. A renglón seguido, y quizáporque en su condición de francesase sentía obligada en cierto modo aejercer de anfitriona, me dijo que sisu habitación era la que más megustaba, no le costaba nadadesalojarla y cedérmela. Yo penséque sí, que era la que más megustaba, pero no quise empezarnuestra relación pidiéndole quemoviera todos sus trastos. Me cogíel otro dormitorio, que tampocoestá mal, y luego, mientras guardaba

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la ropa, me quedé un rato dándolevueltas a su proposición. Por unlado, sí, era como si me dierapreferencia, aunque no tuvieraninguna obligación de hacerlo. Peropor otro, me había planteado laelección deforma que yo tuvieraque renunciar a tener la mejorhabitación y me viera forzada aaceptar la otra, si no quería resultarantipática. O a lo mejor me estabaprobando, y lo que quería eradescubrir hasta dónde llegaba miegoísmo. En todo caso, estoy segura

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de que si le hubiera pedido que secambiara, lo habría hecho sinrechistar.

El primer día se notabaprecaución por su parte, y supongoque también por la mía. Su trato eraeducado, pero al mismo tiempo meestudiaba y me imagino que tratabade averiguar con qué clase depersona le iba a tocar convivir. Sinembargo, en algo sí que fue muyclara desde el principio: teníamosque organizamos para mantener lacasa en condiciones y repartir

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equitativamente las cargasdomésticas. Y me preguntó de unmodo un poco brusco qué era lo quesabía hacer. Cuando le dije que máso menos todo, desde planchar hastameterme en la cocina, me soltó,aliviada:

—Menos mal. Me ponenfrenética las princesitas. Podemosestablecer un turno para cada cosa,y así cuesta mucho menos.

Desde entonces hemos idocongeniando bastante rápido, másde lo que yo esperaba así a primera

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vista. Es una persona un pocoespecial y nunca terminas de saberlo que está pensando, pero no mepreguntéis cómo, me he idoacostumbrando a su carácter.Incluso a lo destructiva que sueleser en sus observaciones. En esome recuerda a ti, Irene. No es nadaagresiva conmigo, y hasta podríadecirse que es bastante atenta, yadesde aquel detalle de ofrecerme suhabitación; pero sobre todo lodemás tiene una opinióndemoledora. Por ejemplo, sobre el

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mismo París. El primer día, cuandose me ocurrió decir que era unaciudad fascinante, me respondió:

—Sí. La lástima es que estélleno de parisinos, y que te jueguesla vida cada vez que cruzas unacalle, y que la mayoría de los díasel cielo sea una panza de burro quete aplasta como una cucarachacontra el suelo.

Según ella, Toulouse, suciudad, es mucho mejor, porque esmás pequeña, pero tiene gente máshospitalaria, por las calles y las

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plazas se puede paseartranquilamente y hace sol y unatemperatura agradable muchos másdías al año. Yo le digo que, aunquetambién yo estoy más acostumbradaal sol que a la lluvia, no dejo deverle el encanto a París, que es unencanto diferente, pero innegable.Entonces ella me mira y concluye,risueña:

—Qué buena invitada eres,Silvia. Pero yo soy francesa y notengo la obligación de perdonarnada. O será que lo he sufrido más.

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Otro asunto sobre el que loscomentarios de Ariane resultantemibles es el cine. A los dos o tresdías de conocernos, mientrasesperábamos a que vinieran arecogernos para ir a ensayar, se meocurrió decirle que me parecía queteníamos mucha suerte al podertrabajar en lo que trabajábamos.Ariane me observó de reojo, seencogió de hombros y dijo:

—Sí, el cine es estupendo.Canas mucha pasta, viajas con losgastos pagados y todo el mundo te

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hace la pelota. Mientras les interesay para lo que les interesa. Cuandono, te pegan la patada y a buscar aotra niña mona. Son todos unapandilla de hijos de perraobsesionados por el éxito.

Comprenderéis que suspalabras me dejaron desarmada.Estuve a punto de preguntarle quepor qué se dedicaba ella al cine,entonces, pero me pareció que nonos conocíamos lo suficiente comopara iniciar esa conversación. Ladejé ahí y preferí suponer que

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aquella mañana se había levantadocon el pie izquierdo. Por lo demás,en el trabajo, y aquel día no fue unaexcepción, Ariane es tan buena y seesfuerza tanto como los otros. Omás.

En fin, creo que esta carta yase me ha alargado bastante, ytampoco quiero aburriros. Son másde las doce de la noche y mañanatengo que madrugar. Por la ventanade mi cuarto, donde os escribo, veoal fondo la iglesia de la Madeleine,que es como un templo clásico

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rodeado de columnas. Está bañadaen luz, como toda la ciudad, a todashoras. La luz bajo la que os echo demenos y me despido con todo elcariño que es vuestro.

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6

Un tajo en la muñeca

París, 25 de octubre Queridasambas:

La vida sigue por aquí bastanteajetreada. Me llegó vuestra primeracarta y me hizo mucha ilusión poderleer noticias de allí. Ahora que yallevo aquí más de dos semanas

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empiezo a darme cuenta de lo quesignifica estar lejos. A veces mesorprendo pensando extasiada encosas de Getafe y de España quenunca pensé que me importarantanto. Por ejemplo, el otro día meentraron unas ganas bárbaras detomarme una ración de oreja a laplancha. La oreja nunca me haentusiasmado, pero de pronto, alpercatarme de que aquí no haymanera de tomarla, se me antojócomo un manjar de dioses. Esto eslo de menos, naturalmente. Sobre

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todo os añoro a vosotras, a mifamilia y también el idioma, aunquepara eso al menos tengo a Ariane.Esto de sentirte fuera de tu lugar esterrible. Hasta recuerdo con cariñolos estúpidos concursos que ponenallí en la tele. Algunas nochesconvenzo a Ariane para que medeje sintonizar el canalinternacional de la televisiónespañola. Tiene una programaciónespeluznante, sobre todo esosconcursos, pero me deja verlos sinprotestar ni ejercitar su ironía

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siempre afilada con ellos. Nota queme sirven para compensar lanostalgia, y hasta se esfuerza poraparentar que le interesan parapracticar su castellano.

Me deja patidifusa lo que mecontáis del zopenco de Gonzalo.Me había quedado en la memoriauna imagen más o menos entrañablede él, pero definitivamente es uncaso perdido. Lo único que lamentoes que al final conseguirá engatusara alguna despistada y que la pobretendrá que soportarlo. ¿Os lo

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imagináis con cincuenta años,peinándose cuidadosamente los trespelos teñidos para taparse la calva,metiendo tripa y creyéndose todavíael rey del mambo? Oh, Dios, esdemasiado deprimente.

Quedan tres días para empezarel rodaje y la actividad es bastantefebril. Los ensayos que hacemosahora son sesiones de un montón dehoras, y todos acabamos tancansados que hasta André, quesiempre lo lleva todo controlado yparece tener una reserva inagotable

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de paciencia, termina por estallar.Por fortuna, nunca conmigo. A loscuatro actores principales (lo queincluye también a Ariane, Michel yChantal) nos trata con unadelicadeza a prueba de bombas.Hoy, por ejemplo, la que le hasacado de quicio es Sara, la otraespañola. La verdad es que se laveía todo el rato distraída y que seha equivocado varias veces. En unade ésas, André, sin poderaguantarse más, le ha pedido avoces que se fuera a pasear bajo la

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lluvia durante media hora y que lehiciera el favor de regresar con lacabeza limpia. Y si no, que tambiénregresara, pero a Madrid. Luego seha vuelto hacia mí con una sonrisaforzada, no sé si para evitar quecreyera que se metía con Sara porser madrileña, como yo. En esemomento no he sabido qué hacer nidecir, y mucho menos cuando hevisto los ojos de Sara clavados enmí como si quisieran atravesarme.Una vez que ella se ha ido, me heacordado de todas las escenas en

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las que tiene que hacer que es miamante madre, y he pensado paramis adentros que esto del cine es unmontaje bien complicado. Lomismo me pasa con Chantal, quenormalmente me mira como si yooliera a podrido, pero que cuandole toca ensayar una secuencia en laque tiene que decirme que legustaría que yo me casara con suhijo, es capaz de mirarme como situviera delante a alguien por quiensintiera veneración. De lo que nocabe duda es de que todos, incluido

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el presuntuoso de Michel, son unosactores formidables, capaces defingir cualquier cosa que se lespida. A su lado yo me siento unapardilla integral. Lo único que hagoes actuar como yo actuaría en lassituaciones que se plantean en elguión. Pero bueno, eso es lo que medice André que debo hacer, yparece que está contento con mitrabajo. Apenas me corrige, nocomo a Ariane. A ella, aunque larespeta y casi la teme, siempre lepide que mejore tal o cual detalle.

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Y la pica:—Tienes que exigirte más. Tú

lo sabes hacer mejor todavía.Ariane no le dice ni que sí ni

que no a nada, pero vuelve aintentarlo y es verdad, cada vez lohace un poco mejor. Es como sientre ellos hubiera unacomunicación sin palabras que losdemás no podemos captar.

No sé si os estaré aburriendocon todos estos asuntos, pero locierto es que el trabajo me tiene unpoco agobiada últimamente. Para

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colmo de dificultad, desde hace unpar de días estoy ensayando mipapel en francés y eso me exigedoble esfuerzo. Por la mañana, elensayo con los demás, y por latarde, repaso de todas las frasescon Odile, la profesora. Algunas meobliga a repetirlas cincuenta veces,porque hago sonar al final de unapalabra una consonante que nosuena o porque la entonación no esla que debería ser. Yo le pongo mimejor voluntad, pero a veces mebloqueo y no hay manera. Entonces

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Odile empieza a rascarse la narizalrededor del piercing, lo queintuyo que significa que estánerviosa y que le gustaría pegarmeun grito. Pero no puede hacerlo,porque yo soy la protagonista de lapelícula y si no me sale la frase nova a ser culpa mía sino suya.Entonces me esfuerzo en escucharlacon toda mi atención y en conseguirla pronunciación más perfecta. SiOdile pudiera gritarme o echarmela culpa, supongo que alguna deestas tardes habría mandado el

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francés y las frases y lapronunciación a la mierda. Pero séque con el dinero que le dan porenseñarme paga la buhardilla dondevive y que hay meses que se las venegras para llegar a cubrir susgastos. Si al final consigo aprendera decir las dichosas frases comoDios manda, se lo tendré queagradecer para siempre a Odile y asus apuros económicos.

De quien me estoy haciendocada vez más amiga es de micompañera de apartamento. Pese a

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su lengua venenosa, su menteinsondable y su escepticismocorrosivo frente a todo lo que larodea, es una tía estupenda y unacolega de primera. En laintendencia doméstica nosentendemos maravillosamente.Tenemos el apartamento como unsan Luis y sin necesidad de queninguna se agobie lo más mínimo.Ninguna se escaquea nunca de nada,tampoco. En cuanto a Ariane,además de limpia, es tan ordenadaque casi llega a resultar un poco

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maniática. También es una virtuosacocinando. Si algún día terminamosa tiempo, sale a comprar algo en lastiendas que todavía están abiertas yprepara recetas de su abuela, de sumadre, o simplemente otras quebusca en libros o revistas y que ellaha variado a su gusto. Algunas melas enseña, y mientras te está dandolas explicaciones parece otrapersona, por el mimo que pone ensus manejos culinarios. Quizá, seme ha ocurrido pensar, estáentonces más cerca de su verdadera

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personalidad que cuando seesfuerza por parecer una cínicaimplacable.

A pesar de todo, sigue dandomuestras de su carácter. Desde haceuna semana salgo todas las mañanasa correr con ella. Lo hace pase loque pase, lo mismo si el día estásoportable como si llueve acántaros. Cuando le pregunté dedónde sacaba esa fuerza devoluntad, me respondió:

—Tengo una ligera tendencia aechar culo, como todas las mujeres

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de mi familia. Así que cuido ladieta y me lo castigo corriendo. Noes porque me guste correr, que másbien lo odio. Pero en este negocioen el que estamos una culona duramenos que un helado en unabarbacoa.

Fue entonces cuando lepropuse salir a correr con ella.

—¿Por qué? ¿Tú tambiéntienes tendencia? —me preguntó.

—No —le contesté.—¿Eres masoquista, entonces?—Tampoco. Pero creo que

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nunca está de más hacer ejercicio.—Qué ideas más curiosas

tienes —opinó, como si yoestuviera loca.

Aunque pueda parecer locontrario, a Ariane no le importabaque saliera a correr con ella.Incluso me dijo que si meempeñaba en ir a ella le venía bien,porque así al menos tenía alguiencon quien hablar y se le hacíamenos largo. Lo que no me dijo fueel recorrido que se había impuesto,una barbaridad que por poco me

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revienta la primera mañana. Desdedonde vivimos bajamos hasta lasTullerías, que son unos jardines quese extienden desde la plaza de laConcordia, donde está el obelisco,hasta el Louvre. Recorrimos lasTullerías hasta el final, rodeamos elmuseo y volvimos. En total, unoscinco kilómetros. Yo llegué con elhígado fuera y ella tan fresca,charlando por los codos. Ahoraempiezan a quitárseme las agujetasy ya voy siendo capaz de hacer elcircuito sin terminar al borde del

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colapso. Pero sólo a condición deir muy concentrada en larespiración y no responder a nadade lo que ella me dice. Tampocoparece Ariane contar con que lohaga.

Al margen de la fatiga, es unabonita carrera, y un privilegiopoder hacerla todas las mañanas.Sobre todo cuando no llueve. Losjardines son espléndidos y a esahora hay muy poca gente. La mitaddel tiempo vas corriendo hacia elLouvre. Los edificios que lo

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componen los han restaurado hacepoco y resultan impresionantes bajoel cielo gris de

París. En la explanada quetiene en el centro hay una granpirámide de cristal que se llena dedestellos con la primera luz de lamañana. A la vuelta corremos haciael obelisco, con la torre Eiffel alfondo a la izquierda, recortando supuntiaguda silueta sobre elhorizonte. Es un espectáculomajestuoso. Me parece que lasciudades no tienen mejor momento

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que ése, poco después delamanecer, cuando empiezan adesperezarse, pero todavía no lesha dado tiempo a ponerse el rostroatareado que enseñan durante lajornada. Por lo menos, la imagenque ahora prefiero de París es laque encuentro cada mañana durantemi carrera con Ariane. Incluso ella,siempre reacia a dejarse admirarpor nada, va mirando a izquierda yderecha con una delectación que nopuede disimular. El otro día se vioobligada a reconocerlo. A la vuelta

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nos desviamos hacia la izquierda ysalimos de los jardines para correrpor la ribera del río. Ariane noapartaba la vista de la corriente.

—Este maldito río tiene algoque no tiene el de mi ciudad —dijo—. Será por el cauce que le hanhecho para domesticarlo. O por lospuentes.

Es verdad que los puentessobre el Sena llaman la atención.Sobre todo a mí me gustan tres: unoque llaman Pont de l'Alma(acentuando la segunda a, Almá),

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otro que llaman Pont Neuf (o puentenuevo, aunque tiene una pila desiglos), y el que más, el Pont desArts, que es de madera y sólopueden cruzarlo los peatones. El finde semana pasado pude verlostodos por primera vez con ciertodetenimiento. El sábado hizo más omenos buen tiempo y Arianepropuso que fuéramos a dar unavuelta juntas. Nos pegamos unabuena caminata, hasta las dos islasque hay en medio del río, la de SanLuis y la de la Cité. Fuimos a ver la

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catedral de Notre-Dame, que yoquería visitar, y a sugerencia deAriane otra iglesia de la que nohabía oído hablar nunca, la SainteChapelle. Notre-Dame no está mal,aunque ya la has visto en fotografíasy películas y apenas te sorprende.

Pero la otra, la SainteChapelle, aunque es mucho máspequeña, casi te quita el aliento.Tiene unas vidrieras de colores enlas paredes que le dan al interioruna atmósfera encantada. La gentese ve obligada a hablar bajando la

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voz, lo que no pasa en la catedral.Ariane, al ver el impacto que mecausaba, me susurró al oído:

—Esto es lo más antiguo y lomejor de París. Casi todo lo dealrededor es pura ostentación. Porculpa del pirado de Napoleón y desus delirios de grandeza, que estepaís nunca se ha quitado del todo deencima.

—Este país es tu país —lerecordé.

—No —respondió—. Yo notengo más país que el que siento

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aquí dentro —se puso la manosobre el pecho—. Y mi país notiene bandera, ni himno, ni héroes,ni fronteras. Tiene el color de esoscristales y la luz del sol, y llegahasta cualquier sitio al que voy yacoge a cualquier persona que megusta. Sin ir más lejos, tú estásempezando a formar parte de él.

Lo dijo así, sin más, y sin quele cambiara la expresión del rostro.Supongo que ése es el tipo de cosasque yo me pensaría mucho antes dedecir, si es que alguna vez se me

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ocurren. Pero Ariane no. Es comosi se tuviera prohibido aceptar losremilgos y las inhibiciones quetenemos las demás personas. Pareceque su principal empeño en la vidaes ser singular, no dejarse meter enel saco junto a otros y seguirsiempre su propio camino, aunquesea sola, aunque nadie le tengasimpatía jamás. Tampoco parecebuscarla, ni buscaba la mía,seguramente, cuando me dijoaquello.

Pienso en lo que acabo de

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escribiros y en algo que hablamosella y yo, la misma tarde delsábado, y me entra la duda de si esasensación que da, de estarpreparada para vivir sin ayuda denadie, es tan verdadera comointenta hacer ver con sucomportamiento. Al menos, nuestraconversación de esa tarde meobliga a sospechar que no siempreha sido así.

En el camino de regreso desdela Sainte Chapelle, nos detuvimosprecisamente en el Pont des Arts.

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La temperatura era agradable, nodemasiado fría, y en el puente habíabastante animación: músicos,vendedores de baratijas, algúnmimo y grupos de gente sentadaapaciblemente sobre el suelo detablas. Tan cansadas estábamos,después de la paliza de andar quenos habíamos dado, que cuandoAriane propuso que nos sentáramosallí mismo, acepté al instante.Buscamos un lugar retirado, junto auna de las barandillas laterales delpuente. Durante un rato, las dos

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estuvimos calladas, viendo pasar elagua bajo nosotras. Caía la tarde yresultaba relajante quedarse absortaen la corriente que no paraba defluir. Estar sentada allí, en el suelo,sobre aquella madera antigua ycálida, era como una especie decompensación por la actividadfrenética de la semana, los ensayosinterminables, mis sudores con elfrancés, los nervios de todos. Cercade donde estábamos nosotrasalguien tocaba una suave melodía alviolín.

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—Si volviera a nacer, megustaría saber tocar ese trasto —dijo Ariane.

—Todavía puedes aprender —sugerí.

—No, ya no. Tienes queestudiarlo desde muy pequeña, paraque tus dedos y tu cerebro crezcanacostumbrándose al instrumento. Sino, sólo puedes hacer como que lotocas. Pero los verdaderosviolinistas se ríen de ti. Hay cosasen la vida que no tienen vuelta dehoja. Tienen que ver con lo que

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eres y con lo que ya no vas a poderser. Y hay que resignarse.

—Me extraña que digas eso —observé—. No me pareces muyresignada.

—¿Ah, no? Pues sí que lo soy.Me resigno a trabajar en el cine,por ejemplo, y a vivir aquí, aunquepreferiría estar en otra parte.

—Cualquiera que te oyerapensaría que no hablas en serio.Trabajar en el cine es la ilusión demucha gente. Y en mi barrio estabantodos alucinados por la suerte que

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tenía yo al venirme a vivir a París.—Qué se le va a hacer —

suspiró Ariane—. La vida está asíde mal repartida. A mí el cine nome hace ninguna ilusión. Y París,menos aún.

Sentí que era el instante justode hacerle la pregunta que díasatrás, ante un comentario semejante,me había guardado por prudencia.Tenía curiosidad y no sabía cuántotardaría en presentarse unaoportunidad tan a propósito como laque ahora se me brindaba. Así que

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me lancé:—¿Y por qué haces cine,

entonces?Ariane no contestó en seguida.

Clavó en mí una de sus miradasintensas y profundas, como sibuscara averiguar si le preguntabaaquello por puro chismorreo o porverdadero interés. Debió deparecerle lo segundo:

—Hago cine porque es lo quepuedo hacer. Dicen que soy guapa yque la cámara me quiere. Yo no hepedido nacer así, pero así soy. Y ya

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que la cámara me quiere, comoellos dicen, pues me dejo querer.Es lo más fácil. Antes me empeñabaen hacer las cosas difíciles y no meservía para mucho. Siendo actriz, almenos no tengo que pensar en quéocupar el tiempo. Ni siquiera en loque tengo que hacer o decir. Me lodan escrito en un papel, y yo meajusto a lo que allí pone y a cambiome dan más dinero del que le dan ala mayoría de las personas queconozco. Para qué complicarse.

Sus palabras me hicieron

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reflexionar. Y dudé durante unossegundos, pero finalmente me atrevía decirle lo que me cruzaba por lacabeza:

—Es un poco triste pensar asícon dieciocho años.

Ariane dibujó con los labiosuna sonrisa amarga.

—Puede ser. Tampoco eligestú que lo que piensas sea triste oalegre. Te toca y hay que arreglarsecon ello.

—Pero siempre hay queaspirar a más —protesté.

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—A qué.—Qué sé yo, a ser más feliz.—Claro. Tú aspiras a ser más

feliz con el cine, tal vez. Pues si esasí —advirtió—, te recomiendo quete andes con mucho cuidado. Estemundo tan deslumbrante está llenode trampas. Y en cuanto a mí,¿quién te dice que no soy feliz? Soymuy feliz, porque estoy viva,porque hoy hace buen tiempo yporque la tarde se ha puestopreciosa y estoy aquí sentadamirándola contigo, que me caes

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bien. No por el cine. Qué es el cine.No esperaba que yo

respondiera a aquella últimapregunta. Bien poco podíaenseñarle yo a ella al respecto, porotra parte. Mientras Arianehablaba, gesticulando mucho conlas manos, me había fijado en algoque tenía en una muñeca. Se habíaechado hacia atrás la manga,dejando al descubierto lo que mepareció una especie de cicatriz,bastante aparatosa. No pude evitarque los ojos se me fueran una y otra

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vez a ella, y Ariane terminódándose cuenta de la atención queyo le dedicaba a su antebrazo.

—¿Qué miras? ¿Esto? —preguntó, divertida, alzando lamuñeca a la altura de mis ojos.Acto seguido me mostró la otramuñeca y mientras sostenía ambasen alto, casi juntas, añadió—:Tengo dos.

Tenía, en efecto, doscicatrices, una en cada muñeca.

—¿Qué te pasó? —dije.—No me pasó nada —

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respondió, sin perder la sonrisa—.Me las hice yo misma, con unacuchilla, cuando tenía trece años. Aesa edad ya había rodado cincopelículas y todos me envidiaban,pero mi vida me parecíainsoportable. Salvé el pellejo, demilagro, y desde entonces soy unavieja.

No supe qué podía replicar aeso. ¿Qué habríais replicadovosotras? Debió dedescomponérseme bastante el gesto,y Ariane lo vio:

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—Eh, no pongas esa carafúnebre. No se lo recomiendo anadie, porque el susto que te llevases morrocotudo, pero hacerse viejade golpe tiene sus ventajas. Desdeentonces, desde que vi cómo lasangre se me escapaba, sé lo quevale estar viva. Y con eso me basta.Cada mañana que me despierto ycada noche que me acuesto doy lasgracias, porque he estado muerta yahora no lo estoy. Cuando me sientomal, me miro el tajo de la muñeca yrecuerdo lo que es estar mal de

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verdad. Y me animo en seguida.Pude quedarme allí, pero salí y aquíestoy. Ahora creo que llevar un tajoen la muñeca es como llevar unamuleto. O sea, que yo llevo dos.Ellos me ayudan a soportar elsuplicio del cine. A ser felizsiempre, como te decía.

—Mira que eres rara —murmuré, sin poder contenerme. —Tampoco te preocupes tanto, mujer.Aquello pasó. Te aseguro que nome encontrarás en la bañera con elagua teñida de rojo.

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—Cómo puedes decir eso —me quejé, sobrecogida.

—Todo puede decirse. Perono todo se puede hacer. Yo ya nopodría. Y menos para darte unsoponcio a ti, que eres una buenacompañera.

Y se rió. En fin, ésta es lachica con la que vivo, y os locuento con todos estos detalles paraque me comprendáis cuando os digoque es extraña, pero que a pesar detodo me cae bien y creo que puedellegar a ser una buena amiga. No

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entiendo su filosofía de la vida ycreo que no quiero entenderla, nimucho menos compartirla, pero noes lo peor que podría habermetocado. Podría haber sido alguiencomo Chantal, que no me dirigierala palabra. Imaginaos qué infiernovivir con alguien así. El caso es queestoy hecha polvo, pero sigoilusionada, y juraría que Arianetambién lo está, por mucho quedespotrique. Creo que vamos ahacer una buena película.

No os entretengo más. Espero

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que sigáis bien. Un beso para lasdos de vuestra amiga que os quieresiempre.

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7

Haciendo magia

París, 31 de octubreQueridas camaradas:Bueno, ya estamos metidos en

harina hasta las orejas. Llevamossólo unos días de rodaje, pero estosí que es un verdadero zafarrancho.Empezamos muy temprano por la

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mañana y trabajamos sin parar hastaque se va la luz. Eso suponiendoque en el plan de rodaje no estéprevisto hacer alguna de lasescenas nocturnas, porque entonceshay que seguir, aunque al díasiguiente haya que volver alevantarse a las seis de la mañanaigual.

Naturalmente, no estamostodos trabajando todo el tiempo,salvo André y los cámaras y lostécnicos, que gastan ya los pobresunas ojeras hasta los pies. Los

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actores nos vamos alternando, enfunción de la secuencia que tocarodar. Si tú no apareces en ellasimplemente miras, lo que tampocoos creáis que siempre resultarelajado. Por ejemplo, ayertuvieron que hacer treinta y tantastomas de una secuencia en la quesalían Ariane y Valérie, la señoratan simpática de la que os hablabaen la primera carta. Por algunarazón, a André no le gustaba cómolo hacía ninguna de las dos. Ariane,según él, parecía todo el rato

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ausente, y Valérie, también según lereprochaba una y otra vez, no dabael tono dramático de la situación.Ariane hizo las treinta y tantasrepeticiones sin inmutarse, peroValérie al final ya no daba pie conbola, y los que la estábamos viendolo pasamos tan mal como ella.André terminó poniéndose muynervioso, aunque para decirlo tododebo contaros también que cuandopor fin salió la maldita secuencia seacercó a Valérie, le acarició lamejilla y le dio las gracias por el

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esfuerzo. La verdad es que a lapobre le hacía falta, porque estabaa punto de llorar.

Por lo que a mí me toca, no meestá yendo nada mal. He hecho yacinco secuencias, y la verdad esque puedo estar bastante satisfechade mi trabajo. La primera que hicecon Ariane salió espectacular, a laprimera. Volvimos a rodarla porprecaución, pero según André, laprimera toma ya valía. La segundaque hicimos las dos nos llevó sólotres tomas, que tampoco son

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demasiadas, y las dos que he hechocon mi madre en la ficción, Sara (laotra española), nos salieron a lacuarta o a la quinta. Ella estaba unpoco tensa, pero se ve que es unabuena profesional y también, dichosea de paso, que ha tomado nota delas broncas que le echó Andrédurante los ensayos. Lo más difícilhasta ahora ha sido una secuencialarga en la que estábamos Ariane,Chantal y yo. Tuvimos que hacerladiez veces, y al menos tres o cuatrome las cargué yo, porque se me

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atascaba una palabra del diálogo,hésitation, que es una maneraenrevesada que tienen los francesespara decir lo que nosotros decimoscon la palabra duda. Ariane, comoen ella es habitual, repetía una yotra vez su trozo sin alterarse, peroChantal, y eso que se supone que esla actriz más curtida de todas, sepuso a rezongar desde la tercerarepetición. Cuando lo hablandeprisa no es mucho lo que cojo delfrancés, pero distinguí que decía:

—Ah, la petite lourde

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espagnole!Que quiere decir algo así

como «la española lerdita» o la«lerda españolita», no lo tengo muyclaro. En todo caso, ningún piropo,como podéis apreciar. La terceravez que lo dijo estuve a punto deresponderle algo, pero pensé queaquí soy forastera y que ella es unagloria del cine francés y preferícallarme. Aunque os juro que sisigue provocándome va aencontrarse con algo. Una esconsiderada y procura llevarse bien

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con los demás, pero tampoco escosa de aguantarle a todo el mundotodas las gracias.

De todas formas, no es difícilcomprender que Chantal se hayaconvertido en una personainsufrible, si lleva ya cuarentarodajes como éste y una pila deaños siendo estrella de la pantalla.Es algo espectacular cómo te tratan.Mejor que a una reina. Yo tengo unacaravana para mí sola, que me sirvepara cambiarme y también paradescansar en los ratos muertos.

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Tengo una nevera propia, con todaclase de bebidas, y comida, ytelevisión, y hasta un aparato demúsica que no os podéis imaginar.La gente toca a la puerta antes deentrar y pide permiso amademoiselle Sognosa, que escomo me llaman los del equipo. Laropa me la hacen a medida y si hayalgo que no termina de quedarperfecto se la llevan y la rehacen.Pero lo que más me gusta es que memaquillen: todas las mañanas, oantes de una secuencia concreta, me

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abandono en el sillón y me dejohacer. Las maquilladoras tienenunas manos portentosas, y el masajeque te dan en la cara, especialmenteen los párpados, es un placercelestial. A veces me quedotraspuesta en la sesión demaquillaje, hasta el punto de quetengo que hacer esfuerzos paradespertarme después y recordar eltrozo de papel que me toca decir.

En resumen, aquí es todo comoen el rodaje de los anuncios o el delas dos películas en las que

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participé en España, pero a lobestia. Tan a lo bestia que resulta,en el fondo, muy distinto. No habíatenido nunca hasta ahora, tan clara ytan rotunda, la sensación de ser unaestrella. En los anuncios, como enlas sesiones fotográficas, sientesque eres el centro, pero sólomientras te están apuntando con lacámara. Y ni siquiera todo ese rato,porque hay fotógrafos que temanejan como si fueras un muñeco:tuerce así la cabeza, ponte ahí,muévete allá, etcétera. En los otros

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trabajos que había hecho, siempreme sentía un poco como la niñavistosa que queda bien en la foto ypoco más. Pero aquí escompletamente diferente. Aquí eresla protagonista absoluta, y todos sepreocupan de que estés a gusto,todo te lo ponen en bandeja, todo telo piden con consideración. Vesque ellos están agobiados, que lesestá costando sangre y sudores,pero nunca dejan de llevarte a ti enpalmitas. Tengo a ratos la sensaciónde que es injusto, de que no debería

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haber una raya como la que hayentre ellos y yo: a un lado, dondeestán ellos, el trabajo y elsufrimiento, y al otro, donde metoca estar a mí, todo facilidades yatenciones. Y encima a mí me paganmucho mejor. Ellos trabajan comoburros, y yo sólo pongo mi carabonita y recito unas frases enfrancés, que nunca son demasiadolargas. Tres líneas, todo lo más.Hay momentos, en el mullidoasiento de mi caravana de estrella,en los que me siento culpable por

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eso. ¿Qué he hecho yo para merecertoda esta suerte? Y también a vecesme da un poco de miedo. ¿Puededurar una suerte tan escandalosa?¿Puede ser, siquiera? ¿Dónde estáel fallo?

Anteanoche, al llegar a casa,estuve hablando de todo esto conAriane. Me da un poco deprevención hacerlo, porque sé queella tiene mucho más conocimientode causa que yo, pero también quesiempre que puede escoge lamanera más sanguinaria de verlo

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todo. Sin embargo, sería por elcansancio de la jornada, estuvorelativamente moderada en susjuicios.

—No tienes que pedirleperdón a nadie —me dijo—. Si aellos les dieran la oportunidad quetú tienes, se aprovecharían. Y sifueras tú la que las pasara canutas,la mayoría de ellos ni te veríasufrir. No te digo todos, siemprehay gente con corazón por ahí, deacuerdo: pero sí la mayoría.

Fíjate en los demás actores.

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¿Cuántos crees tú que se preocupanpor lo que padecen los del equipo?¿A cuántos ves que los traten con unpoco de amabilidad siquiera? En loúnico que piensan es en el tamañoque tendrán en el cartel de lapelícula las letras con las quepongan su nombre. He visto a gentepelearse como chacales por eso.Pero tú no tienes que preocuparte.Tu nombre irá en letras gordas. Y elmío también. Así que hala, adisfrutarlo.

A veces las ideas de Ariane

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son estrafalarias, pero otras vecesestán cargadas de sentido común.Me pareció que éste era el caso, opreferí verlo así porque lo que medecía calmaba mis remordimientos.Sin embargo, Ariane tiene la virtudde no resultar nunca del todotranquilizadora. Antes deacostamos, acordándose de lo quehabíamos hablado, me soltó:

—Sobre lo de antes, sólo tedoy un consejo, si te sirve: nuncadejes que este circo te convierta enuna arpía egoísta como Chantal. Si

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no es sano estar atormentándotetodo el rato, tampoco lo es vivirconvencida de que el resto de lahumanidad tiene que besarte lospies. Esa mujer, ahí donde la ves,es una desgraciada. Es verdad quetú y yo y ella hemos tenido suerte,pero también es verdad que lasuerte puede estropearse. Y esaidiota, con toda su fama y todo sudinero, se la ha estropeado hasta elfondo.

—No hacía falta que meadvirtieras —protesté—. Chantal

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me cae como una patada en la boca.No se me había ocurrido imitarla.

—No creas que siempre te vasa dar cuenta de todo. A veces lasuerte se te rompe y no sabes cómoha sido. Te lo digo yo, que algo sédel asunto.

Y me enseñó el tajo de una desus muñecas. Luego tuve unapesadilla con eso, por cierto. Vivircon Ariane es algo muy interesante,no me cabe ninguna duda, perotambién presenta susinconvenientes...

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1 de noviembreAnoche me pudo el sueño y

dejé la carta a medias. La continúoahora, un poco más fresca queentonces, aunque todavía arrebatadapor la fantástica experiencia queacabo de vivir hace apenas un rato.

Antes de entrar en eso, sinembargo, acabo de releer la carta yveo que he sido bastante grosera.Sólo os hablo de mí y de mis cosas,y se me olvidaba preguntaros cómova todo por allí: si tenéis algúnnuevo disparate de Gonzalo que

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contarme, si soportáis estoicamentelas clases, si a estas alturas estáis ono estáis arrepentidas de haberelegido Ciencias, con las dudas queteníamos. En realidad esto últimome interesa mucho, porque no hecogido un libro, pero tendré quehacerlo tarde o temprano. A veces,por cierto, sueño con exámenes yproblemas de Matemáticas que soyincapaz de resolver y me entra unaangustia terrible. Al profesorparticular que supuestamente iba aponerme aquí la productora, para

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ayudarme a preparar las asignaturasmás difíciles, todavía no le he vistoel pelo. A mí, como comprenderéisestupendamente, me daba perezapreguntar por él (se vive tan a gustosin estudiar...), pero mi madrehabló el otro día por teléfono conAndré y él le prometió que antes deque acabara el primer trimestreempezaría en serio con las clases.Durante este mes le pidió permiso ami madre para concentramos al cienpor cien en el rodaje, y por suerte aella no le pareció mal. Si además

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de la paliza del trabajo y delfrancés tuviera que estudiar, no sécómo iba a dar abasto. Lo malo esque te acostumbras y supongo quecuando vuelva a verme delante deun libro va a ser un trauma.

En fin, me permitiréis que meolvide un momento de estascuestiones horrorosas y que oscuente lo de esta noche, que ha sidouna de las más bonitas de mi vida.Teníamos previsto rodar una escenanocturna, nada menos que en losCampos Elíseos, o les Champs

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Élysées, como los llaman ellos. Yasabéis: la avenida esa amplia quesale siempre en la última etapa delTour de Francia, con el Arco delTriunfo al fondo. De día la avenidaestá bien, pero de noche resultasencillamente magnífica, con todaslas luces de los coches que van yvienen y el Arco del Triunfoiluminado y casi flotando al final.Será un resto de la megalomaníanapoleónica, como dice Ariane (dehecho, en el arco están grabados losnombres de todas las batallas que

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ganó Napoleón, varias de ellas enEspaña), pero la imagen es unamaravilla, una de esas que te hacensentir que el simple hecho de estaren París es como un sueño, aunqueno pase nada ni hagas nada enespecial.

Lo de esta noche, sin embargo,sí que ha sido especial. Laprotagonista indiscutible de laescena que había que rodar era yo,aunque al final me terminabaencontrando con el chico, o sea, conmi bello y queridísimo Michel. El

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vestuario estaba cuidadosamenteelegido, un conjunto de lo máselegante, con una gabardina colorhueso y un gorro de piel, y lasmaquilladoras han tardado más quenunca en terminar su tarea. Cuandome he mirado en el espejo, me hevisto tan guapa como no me habíavisto en la vida. Y he tenido unasensación increíble, que tengo muypocas veces o que quizá no habíatenido hasta ahora con tantaintensidad: la de que era capaz dedeslumbrar a cualquiera que se me

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pusiera delante. Era una sensación ala vez de peligro, como si estuvierajugando con dinamita, y deseguridad absoluta, porque sabíaque nada iba a fallar. Un par deminutos más tarde, delante ya de lacámara, la sensación se hizo aúnmás fuerte.

La noche era ideal. Sobrenuestras cabezas un cielo lechoso,por el reflejo de las luces de laciudad en las nubes. En la cara unabrisa fresca, que no fría, y ni unagota de lluvia, aunque había llovido

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durante toda la tarde y el sueloestaba húmedo. Lo que yo tenía quehacer no era muy complicado, peroen el cine no hay nada que no tengasu dificultad. Se trataba de venirandando por la avenida, una tomabastante larga, o mejor dicho variastomas (desde cerca y desde lejos).Y para terminar, un encuentro conMichel, a quien vengo buscando yal que encuentro sentado en unbanco al final de la avenida.Cruzamos unas frases y después yosigo mi camino, aunque debo dar la

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impresión de que en realidad megustaría quedarme con él. Es unpasaje crucial en la película. Es elmomento en que Michel (quierodecir su personaje) se enamora demí (quiero decir de mi personaje).

Cuando André dijo «acción»,simplemente me abandoné. Me dejéllevar por el ambiente y por elresplandor de la ciudad. Era comosi París fuera sólo mío, como si lohubieran puesto allí para que yopaseara por él. Mientras caminaba,noté con toda claridad la magia del

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instante, y noté que aquella magia laestaba haciendo yo. O quizá yo sóloera una parte, o el instrumento de unmago que era el que nos manejaba atodos. No sé, no puedo explicarlobien. El caso es que fuimosempalmando las diversas tomas, sinrepetir ninguna, y que nadie en elequipo, aparte de André para darlas órdenes que había que dar cadavez, abrió la boca en todo el rato.Luego vino la escena con Michel,que hice como sonámbula, sintiendoque mi lengua decía sola las frases

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del guión y que yo podía escucharladesde fuera, con la certeza de queno se equivocaría en una solasílaba. Veía la cara de Michel, porprimera vez pendiente de algo queno era él mismo, y me di el gustazode saberlo, de darme cuenta que nosólo estaba enamorando a supersonaje, sino alucinándolo a él.Qué cara de bobo, queridas.

Al fin se oyó la voz de André,«corten». Pero me costó un ratosalir del trance. Volví a oír aAndré, que se me acercaba y decía:

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—Ma chére Sylvie, tu esvraiment un ange.

Fue como una caricia oírlellamarme Sylvie, en francés.

Lo demás me da un poco devergüenza traducirlo, pero creo quelo podréis descifrar. En esemomento toda la gente del equipose puso a aplaudir, y ya os podéisimaginar mi sonrojo. A Michel,naturalmente, le hizo mucha menosgracia, porque estaba demasiadoclaro que los aplausos no eran paraél.

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Me habría gustado parar ahí laimagen. En medio de los CamposElíseos, de la luz, de París.Sintiéndome capaz de cualquiercosa, fuerte y radiante y mágica.Sólo había algo que echaba demenos: que vosotras no estuvieraisallí, para compartir mi felicidad.Cuando iba a cambiarme, me crucécon Ariane. Sonreía y me dijo, conun calor inusual en ella:

—Me rindo. El chico es tuyo.Se refería al personaje, claro,

porque a ella el cretino de Michel

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le importa todavía menos que a mí.En fin, es hora de apagar. Ahorasólo queda un hermoso recuerdo.Como el que tengo de vosotras,siempre.

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8

Un latigazo de hielo

Después de la tercera, novolvimos a recibir cartas de Silvia.Las semanas de noviembre fueronpasando, mientras el tiempo sehacía más frío y más gris, y tantoIrene como yo vivimos aquella faltade noticias de nuestra amiga

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primero con asombro y después conpreocupación. Sobre todo cuandollegó diciembre y siguierontranscurriendo los días, ya casiinvernales, sin que hubieranovedad. Cuando se cumplió unmes desde la llegada de la últimacarta, decidimos que estabajustificado investigar aquello, y senos ocurrió hacerlo de la forma mássencilla y natural. Aunque noteníamos demasiada confianza consus padres, alguna vez los habíamosvisto y supusimos que no habría

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nada de malo en ir a preguntarlespor ella.

Para conseguir encontrarlos encasa tuvimos que ir por la noche,porque los dos, y ésa era la razónpor la que no los habíamos podidotratar mucho, trabajaban en Madridy solían regresar tarde. La puertadel piso nos la abrió su madre, unaseñora bastante atractiva que comosiempre nos recordó mucho aSilvia. El parecido era tanto, yhacía tanto tiempo que no veíamos anuestra amiga, que al principio la

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sensación se nos hizo muy rara. Lamadre de Silvia nos dijo quepasáramos y después depreguntamos cómo estábamos ytodas las demás cortesías de rigor(pese al cansancio que asomaba asu cara tras la larga jornada detrabajo) quiso saber qué nosllevaba allí.

Tomó la iniciativa Irene y leexplicó que hacía tiempo que norecibíamos carta de Silvia. Que alprincipio nos escribía muy seguidoy que por eso nos chocaba más

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aquel silencio. Le pidió disculpaspor ir allí tan tarde, pero estábamospreocupadas y éramos sus mejoresamigas, así que no podíamos dejarde intentar saber si estaba bien omal. La madre de Silvia la escuchópacientemente, manteniendo alzadoscon esfuerzo los párpados, quetendían a cerrársele como si leescocieran los ojos. Después, nosinformó:

—Hablo con ella todos losdías. Está muy bien. Ahora tienemucho trabajo, porque ya queda

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poco para terminar el rodaje y porlo visto éste es el peor momento.Me imagino que es por eso por loque no os escribe.

—Pero, ¿de verdad que estábien? —pregunté.

La madre de Silvia meobservó de una forma extraña,como si no acabara de comprenderaquella ansiedad nuestra, o como sibuscara en su memoria, mientras memiraba, algún indiciointranquilizador. Al fin repuso:

—Sí. A mí me parece desde

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luego que sí. Por el teléfono suenaanimada, como siempre. Y cuandole pregunto me dice que todo escomo un sueño y que nunca habíavivido tantas cosas en un tiempo tancorto. Que cuando piensa en Getafele parece un lugar muy lejano.

Irene y yo nos miramos dereojo. Todavía estuvimos charlandodurante otro par de minutos con lamadre de Silvia. A continuaciónrechazamos el zumo que nos ofrecióamablemente y nos dispusimos aquitamos del medio y dejarla

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descansar. Antes de que nosmarcháramos, nos dijo:

—Si no recibís carta en lospróximos días, no os preocupéis.Dentro de poco podréis verla aella. Vendrá por Navidad.

En condiciones normales,Irene o yo le habríamos preguntadopor cuántos días venía, y si Silviahabía decidido ya seguir viviendoen París después de la película ono. Pero la verdad es que a ningunale apeteció indagar esos detalles enaquel momento. Nos metimos en el

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ascensor y, sin palabras,descubrimos que las dos estábamospensando exactamente lo mismo.

Lo que ambas pensábamos, otemíamos, era que a Silvia su nuevavida la había absorbido hasta elextremo de hacerle olvidar lo quehabía dejado atrás. A fin decuentas, qué podía esperarse. Teníauna nueva profesión, increíble;vivía en una nueva ciudad,maravillosa; y había conocido agente nueva, gente interesante por laque sentía una curiosidad que ya no

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podía sentir por nosotras. Alprincipio se había esforzadocariñosamente por tenemosinformadas, por seguir sujetando elhilo que la unía a nosotras y a suhumilde Getafe natal. Pero el vientode su nueva vida había debidoempezar a soplar demasiado fuertey no había tenido más remedio quesoltar el hilo y dejarse ir. O quizálo que había sucedido era que elhilo, frágil y quebradizo, se habíaroto a la primera embestida fuertedel vendaval.

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Lo pusiéramos como lopusiéramos, a eso era a lo quellegábamos y a las dos nos producíauna desazón irremediable. Aquellanoche Irene y yo nos separamos másbien tristes. Las dos quisimos deciralgo, pero ninguna dijo nada. Sólole cogí los dedos y se los apreté.

Los tenía fríos, y aunque ellame miraba como diciéndome queentre ambas no podía suceder loque nos había sucedido con Silvia,tuve de pronto un presentimientodescorazonador. Intuí que algún día

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también ella se iría, o lo haría yo, yque la vida nos llevaría porcaminos tan alejados que cuandovolviéramos a encontrarnos, quizápor casualidad, nos sentaríamos atomar café como dos perfectasdesconocidas. Nos vi así, contreinta años, sentadas en unacafetería lúgubre, hablando decosas banales, sin entendemos niescuchamos, deseando que todoacabara y sin acertar a recordartodas las emociones que habíamoscompartido. Sin acordamos de

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cómo nos habían apasionado lossufrimientos de Juan Pablo Castelpor la esquiva María Iribame en Eltúnel, a veces trágicos y a vecescómicos, o de cómo la música deThe Cure nos había transportadouna y otra vez a su reino misterioso.Sin acordarnos de aquellas tardesde diciembre en las quepaseábamos solas y enigmáticas porlas calles, sin mirar a nadie, aunquenos miraran algunos, sintiendo nadamás el abandono de nuestra amigacomo un latigazo de hielo que nos

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bajaba por la espalda.Sumida en esos amargos

pensamientos llegué a casa, y enella me encontré con la habitualescena de la cena familiar, queaquella noche me apetecía más bienpoco. No por mi familia, que no esni peor ni mejor que cualquier otrafamilia, sino porque lo único queme apetecía era estar sola, noescuchar a nadie y, sobre todo, notener que responder a las preguntasde nadie. Quizá por eso mismo, enmitad de la cena, mi padre me

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espetó:—¿Quién se ha muerto?—¿Cómo? —dije, saliendo a

duras penas de mis cavilaciones.—Que quién se ha muerto hoy.—¿Hoy? —dudé, aún aturdida.—Sí, hoy. O ayer, o vamos,

desde que decidiste vestirte de luto.Bueno, pensé, con un

inevitable sentimiento de catástrofe;el tema predilecto: qué te pones yqué te dejas de poner.

—Déjame en paz, papá —meescurrí—. Ya sabes que nuestros

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gustos sobre ropa no coinciden. Yono me meto con lo que tú te pones.

Mi padre me examinó ensilencio, apenas un par desegundos. Luego, con ese tono desensatez y comprensión que nadieborda como él, dijo:

—Laura, tienes dieciséis años,eres una chica maja. ¿No crees quepodrías aprovechar para ofrecer unaspecto agradable?

—¿Qué entiendes tú por unaspecto agradable, papá? —me hicela ingenua.

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—No sé. Algo más femenino.—Mañana me pondré un

vestido rosa, con cintas —prometí.—No se trata de eso —dijo mi

padre, conciliador—. Pero por lomenos podrías dejar algún día deparecer un cruce de enterrador yvampira.

—A lo mejor es que soy unavampira —le desafié.

Mi padre sonrió.—No lo creo. Aunque quizá

debería borraros esos videojuegosmacabros del ordenador. No vaya a

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ser que te estén dando malas ideas.—¿Los videojuegos? —

protesté—. ¿Cuándo me has visto amí perder ni medio minuto con losestúpidos videojuegos? Jobar,papá, no te enteras de nada. Eladicto a los videojuegos es elhámster.

—No le llames así —meregañó mi madre.

—No, si ya sabía que acabaríapagándolo yo —dijo el hámster,resignado.

—¿Te pasa algo, Laura? —

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preguntó entonces mi padre,poniéndose serio y dejando lacuchara en el plato.

Detesto ese momento. Esemomento y esa pregunta, las trescaras fijas en ti, y tú viéndote depronto obligada a contar tu vida, aexplicar tus sentimientos, a enseñartus miserias. Claro que pasa algo.Siempre pasa algo. Pero hay vecesen que lo último que te hace falta esque te lo pregunten. En esasocasiones, y lo siento por el pobre,porque es injusto, pero es el único

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que tengo a mano, sólo puedorecurrir al hámster.

—Anda, Adolfo —le pedí demalos modos—, cuéntales a papá ya mamá cómo te ha ido el día, queparece que hoy no tenemos nada deque hablar.

El hámster se me quedómirando. Pese a las perrerías que lehago, y pese a los marrones que metengo que comer por él o por suculpa, yo le quiero y él me quiere,es la fuerza de la sangre. Me mirócomo si le estuviera suplicando que

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hiciera algo para evitar que yosiguiera siendo el centro deatención, y en el fondo, sí, se loestaba suplicando. Y mi hermano,otra prueba de que el niñoempezaba a hacerse mayor, seapiadó de mí.

—Ah, sí, no os lo habíacontado —dijo—. Me ha llegadouna carta de Silvia. La encontré enel buzón con las del banco estamañana.

La maniobra de distracción demi hermano funcionó bien. Mis

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padres acogieron con interés lanoticia. Yo, con auténtico estupor.

—Anda, ¿y qué te cuenta? —preguntó mi madre, aprovechandoal vuelo aquella ocasión de romperla tensa conversación entre mipadre y yo.

El hámster bajó los ojos alplato y tomó un par de sorbos desopa antes de dar una respuesta.Luego, muy envarado, contestó:

—Bueno, es unacorrespondencia privada. Formaparte de mi intimidad.

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—Claro, claro —dijo mimadre—. ¿Y no hay nada quepodamos saber?

También yo estuve a punto depreguntar, pero me quedé callada.

—Está bien de salud y trabajamucho —resumió el hámster,lacónico.

—Vaya, me alegro —comentómi madre—. Hay que ver la suerteque ha tenido esa chica. Es paraalegrarse por ella, aunque tambiéntiene que estar costándole suesfuerzo. ¿No, Laura?

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Afortunadamente, en esemomento terminaba yo la cena.

—Sí —dije, mientras melevantaba—. Perdonad, tengo losexámenes encima.

Era verdad. Me faltaba menosde una semana para el deMatemáticas, y sólo un día máspara el rollo de Historia. Teníahojas y hojas del libro para devorarcon esa fascinante sensación deestar masticando serrín. Laexpresión «masticar serrín» se ladebía a Irene, que podía haberla

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hecho pasar por una invención suya,pero que había tenido la honradezde confesarme su procedencia. Lahabía leído en un libro de Kafkaque en realidad es una carta a supadre (al padre de Kafka,naturalmente), donde el escritorrecuerda los tiempos en que eraestudiante de Derecho y miraba porla ventana a las chicas que pasabanpor la calle. «Como masticar unserrín que encima habían masticadomil bocas antes que la mía»; eso erapara Kafka estudiar. Y para

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cualquiera que haya estado en unahabitación, mirando pasar afuera lavida, mientras tiene que meterseentre pecho y espalda la decadenciadel imperio español o losdeliciosos pormenores del aparatodigestivo.

Pero así y todo, me encerré enmi cuarto, encendí el flexo y abrí ellibro. A medida que vascumpliendo años, eso antes no loveía, te das cuenta de que parapoder disfrutar de algo antes hayque pringar como una imbécil. Para

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poder tener al año siguiente unverano sin incordios, yo debíatragarme aquello. Para poder comerhay que hacer la compra, y parapoder dormir a gusto, habersecansado. Todo esto me hacíasospechar que también acertaba mipadre, aunque me reventaraligeramente, cuando me decía quepara poder llevar una vida mejor eldía de mañana tenía que pasar porel aro y acabar el instituto de lamejor manera posible. A fin decuentas, la fortuna no me había

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dado una cara de ángel que mesalvara, como a Silvia.

Pero otra de las razones, si nola principal, por las que me puseante el libro de Historia aquellanoche, era precisamente olvidarmede Silvia. Olvidarme de que suflamante gloria cinematográfica lahabía conducido tan rápidamente apasar de las amigas a las que habíajurado fidelidad hasta la muerte.Olvidarme de que era tanfulminante y tan contundente lamanera en la que el mundo nos

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podía cambiar de arriba abajo,separándonos de lo que siemprehabíamos sido y convirtiéndonos encualquier otra cosa. Olvidarme, enfin, de que al otro lado del tabique,en la habitación del hámster, a mialcance a poco que la revolviera,había una carta de Silvia que podíaser un indicio que me ayudara acomprender lo que estaba pasando.

Resistí la tentación aquellanoche, aunque no fue fácil. Seguíestudiando hasta que me venció elsueño y calculé que podría

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quedarme dormida tan pronto comoapoyara la cabeza en la almohada;sin tiempo para pensar más ni portanto para sufrir el asalto de todasaquellas tribulaciones. Entonces meacosté, y dormí, sí, aunque más bienregular.

La mañana siguiente estuvetodo el tiempo somnolienta durantelas clases. No era un estado muyagradable, sobre todo por lainseguridad que en él se sientefrente a la posibilidad de que elprofesor tenga la súbita ocurrencia

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de señalarte y preguntarte algo alhilo de la explicación que eresincapaz de seguir; pero por lomenos me mantenía lo bastanteatontada como para que todo meimportara algo menos que decostumbre. Con Irene no hablé denada demasiado profundo, ni muchomenos de Silvia. Y sin embargo,cuando llegué a casa, lo primeroque hice me demostró que durantetodo el tiempo, más allá de lamodorra, no había estado pensandoen otra cosa.

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Me deslicé sigilosa hacia lahabitación del hámster. Sólo estabami madre en casa y mi hermanojugaba abajo, frente al portal.Quedaban diez minutos para lacomida, tiempo suficiente. Elhámster solía apurar sus ratos deesparcimiento. Para hacer menosruido me descalcé y cerré la puertacon cuidado a mis espaldas. Unavez dentro me sentí como unadelincuente, y casi lo era, enrealidad. Iba a violar unacorrespondencia ajena.

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Exploré con diligencia elterreno. Era un poco difícil nodistraerse con las cosas que tiene elhámster puestas en la pared,fundamentalmente imágenes dediversos tamaños de Daryl Hannah,Lara Croft y todas y cada una de lasvigilantes de la playa. DarylHannah, el más antiguo y arraigadoamor del hámster (desde la remotatarde en que cometimos laimprudencia de dejarle ver 2, 2, 3...Splash), es más o menos corriente,pero las otras tienen un exceso en

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común, lo bastante rotundo comopara hacer reflexionar un momentoacerca de la psicología de mihermano. Todo aquel tetorrerío queveía colgado de la pared podíahacer creer que al hámster locriaron con biberón y que desdeentonces sufre un trauma de algunaclase. Pero como le dieron elpecho, me inclino a pensar que tansólo padece, de una forma todavíaburda y preliminar, una obsesiónque es común a todos suscongéneres masculinos, tarados o

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sanos, y que no debe inspirar mayorpreocupación. Lo preocupante,quizá, es que haya mujeres que sehagan rajar y rellenar hasta esosextremos para que el vicio nodecaiga. Dejo al margen a LaraCroft, naturalmente, que a fin decuentas sólo es un dibujo deordenador y puede ponerse yquitarse bytes de la delantera sinnecesidad de cirugía.

Pero lo que yo buscaba era unacarta, y para eso, más que en lasparedes, debía mirar en los cajones.

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Revolví los de la ropa, sin ningúnresultado, y después los de losjuguetes, que tampoco medepararon nada aparte de losvariados trastos que guardaba elhámster. Hasta que se me encendióuna luz y me dio por hurgar entrelos tebeos y los pocos libros quetenía. La carta apareció en sufavorito: Shakán y el mamutmecánico.

Venía en un sobre de esosblancos con el borde a franjas rojasy azules. Traía en una esquina las

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palabras PAR AVION y un sellorojo. Dentro sólo había unacuartilla pequeña, doblada en dos.Y sobre ella se leía:

París, 2 de diciembreQuerido Adolfo:No sabes cuánto te agradezco

estas cartas tan bonitas que meenvías. No deberías escribirmetantas, porque te quitan el tiempoque seguramente necesitas para elcolegio y además te debes de estargastando mucho dinero. Pero te

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aseguro que bastantes noches,cuando llego a casa, son lo únicoque me alegra el día. Siemprenecesitas sentirte querida, y en tuscartas hay el cariño que a vecesaquí me falta. Esta ciudad esestupenda y estoy viviendo algoincreíble, pero a veces me sientocansada y sola.

Gracias por ayudarme aevitarlo y a seguir adelante.

Con cariño,Silvia

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P.D.: Es verdad que tus cartasme animan, pero no vayas aescribirme más por eso. Más bienme gustaría que no me escribierasmás de una por semana. No quieroque por mi culpa no tengas ni paragominolas.

Después de leer la carta, tres ocuatro veces seguidas, me quedéabsorta, con la cuartilla en la mano.Meditaba sobre lo que Silvia habíaescrito de su soledad y sucansancio, y paradójicamente me

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animaba, porque eso podíasignificar que había una razón paraque no nos escribiera. Sugería, almenos, que no nos había olvidadosin más. Pero también me tocabameditar sobre lo que no habíaescrito Silvia: toda la carta estaballena de afecto hacia mi hermano (afin de cuentas, un admirador, y yase sabe que las estrellas se deben asu público), pero no decía una solapalabra sobre mí. Ni siquiera lepedía que me diera recuerdos oalgo parecido. No lo podía

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comprender, y eso reavivaba mispeores temores. En ese momento, lapuerta se abrió.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el hámster.

—Nada —reaccionétorpemente, volviendo a guardar lacarta en el libro.

—¿Qué libro tienes en lamano?

—Ninguno en especial, estabamirando los que tenías —dije,mientras incrustabaatropelladamente el libro en el

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estante.—¿Y desde cuándo te

interesan mis libros? Siempre teríes de ellos.

—Bueno, me río sólo parapicarte.

—¿Y por qué has cerrado lapuerta?

Dios, aquello era demasiadoridículo, tener que despistar a unimplacable Sherlock de diez años.Ya era bastante mala pata quehubiera entrado en casa sin tocar eltimbre, señal en la que yo confiaba

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para no ser sorprendida in fraganti(resultó, luego lo supe, que mimadre le había llamado a comer yle había dejado la puerta del pisoabierta). Más valía aceptardeportivamente el revés y no darlemás vueltas al asunto. Así que merendí.

—Vale —admití—. Estababuscando la carta.

El hámster me observó,reflexivo y circunspecto.

—No me la das, Laura. La hasencontrado.

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—Y si fuera así, ¿qué pasaría?—le reté, mientras iba hacia lapuerta.

Mi hermano no respondióinmediatamente. Esperó a quesaliera al pasillo y entonces, másredicho que nunca, advirtió:

—Podría ir a mamá, pero medoy cuenta de que estás pasandouna mala racha. Así que voy acallarme, por esta vez. Espero queno se vuelva a repetir.

—Ve a la policía si quieres,Adolfo —le animé, irritada.

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—¿Debo entender que no tearrepientes?

—Entiende lo que te parezca—gruñí, entrando en mi habitación.

—Mamá, Laura ha estadorevolviendo mi cuarto —gritó, elmuy vengativo.

Eso me obligó a dar penosasexplicaciones, y a encajar lareprimenda de mi madre, y aaguantar que mientras tanto elhámster se regodeara diciendo queaquella casa era peor queChechenia, donde tampoco se

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respetaban los derechos humanosde los niños. Como él mismo, eldiscurso del hámster era unaempanada de inocencia y madurezprematura, pero algo me decía queel tío lo hacía aposta, conscientedel efecto que le causaba a mimadre.

Salvé la tormenta como pude,o sea, bastante avergonzada, porquemi madre tenía razón al afirmar queparecía mentira que yo fuera lahermana mayor. Después de comer,y para redondear el día, me

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aguardaba una tarde lóbrega frentea los problemas de Matemáticas yel tocho de Historia.

Pero algo iba a cambiar eseplan. A las seis sonó el teléfono.Nadie fue a cogerlo (siempre erapara mí, decían), así que,rezongando, fui yo:

—Diga.—Hola —repuso una voz

tenue—. Soy Silvia. Estoy aquí.

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9

Puñales desenvainados

Mientras caminaba hacia elcentro comercial Bulevar, junto aIrene, seguía sin poder asimilar quehacía sólo media hora habíahablado con Silvia, y que de golpey porrazo resultaba que ya noestaba en París, donde yo la hacía,

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sino en Getafe, a cinco minutos demi casa. La conversación habíasido extraña e intermitente. Al final,se resumía en que quería vemos aIrene y a mí cuanto antes y en queproponía que nos encontráramos enla cafetería del centro Bulevar. Noera un sitio en el que soliéramoscitarnos, más bien lo habitual eraque dos de las tres se acercaran a lacasa de la otra. Cuando me habíadicho que quedáramos allí, yo nome había opuesto, pero ella,notando quizá mi asombro, me

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había explicado, como con prisa:—Mis padres todavía no

saben que estoy aquí. Luego yo mehabía encargado de llamar a Irene,a quien la noticia había dejado tanpatidifusa como a mí, y habíamosquedado en acudir juntas a la cita.No sabíamos muy bien por qué. Obueno, sí. Irene y yo vivíamos acien metros la una de la otra ynunca nos habíamos marchado, asíque no teníamos por qué secundar aSilvia en aquella extravagancia dequedar en el centro comercial, que

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estaba mucho más lejos. Por otraparte, sentíamos que debíamosasociarnos las dos, paraenfrentamos a lo que hubiera queenfrentarse. Estábamos demasiadodesconcertadas para imaginarsiquiera qué sería, pero algo nosolía mal en todo aquello. Un messin noticias, y de pronto la fugitivaque reaparecía y lo hacía sin quesus padres lo supieran.

La tarde era muy desapacible.Soplaba bastante el viento ylloviznaba de una forma molesta,

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sin arrancar a llover en serio, perosin dejar de hacerlo tampoco. Lasnubes que se cernían sobre Madrid,y que pudimos contemplar mientrasbajábamos por la avenida quellevaba hasta el lugar de la cita,tenían un aspecto turbulento yamenazante. Por lo menos, de lainclemencia del tiempo nosdefendería la calefacción del centrocomercial.

La cafetería estaba en lasegunda planta, relativamenteapartada de todos los demás

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locales. También era el sitio quemenos gente solía tener a aquellahora, un día entre semana. Quizápor eso la había escogido Silvia.Ella era la única cliente que habíacuando llegamos. Estaba sentada auna mesa de las que tenían en laparte de zona común situada frentea la cafetería, y tenía ante sí unataza y una tetera. Al vernos venir,se puso en pie.

No puedo justificar muy bienpor qué, pero en aquella Silviatanto Irene como yo vimos en

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seguida a una persona distinta.Podía ser la ropa, fina y elegante,desde el jersey de cuello vuelto o lagabardina hasta los pantalones decolor crema. Podía ser elmaquillaje, mucho más sofisticadoque el que le conocíamos. Perotodo eso eran sólo signosexteriores, nada que no lehubiéramos visto antes en algúnanuncio o alguna fotografía demoda. Lo que verdaderamente noshacía sospechar que estábamos anteuna persona diferente era una

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mezcla de otras cosas: la manera enque descruzó las piernas, cómo selevantó de la silla, el modo en quese quedó quieta mirándonos. Ysobre todo, esto último: su mirada.De pronto, al otro lado de sus ojosse adivinaba una extensión infinita,un horizonte del que no se divisabael fondo. Nos sobrecogió esamirada, porque era el anuncio de lahistoria que traía a cuestas. Unahistoria que no sabíamos si nos ibaa contar, pero que las dos (aunquenunca lo habríamos admitido) nos

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moríamos por conocer.Cuando llegamos frente a ella,

Silvia esbozó apenas una sonrisa. Ycuriosamente, fue ella la que dijo:—Estáis cambiadas.

—¿Cambiadas? —repusoIrene.

—Sí, cambiadas. Tú te hashecho algo en el pelo —me señaló-iY la ropa de las dos. Parece que osla compráis en la misma tienda queBatman.

No fue la mejor entradaposible. Todavía tenía recientes en

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los oídos las charlas de mi padre alrespecto. Salté un pocodescontrolada:

—Pues tú pareces un anunciode Revlon.

Silvia se miró, divertida.Agrandó aquella sonrisa, queentonces se vio todavía más frágil,y admitió:

—Tienes razón. Me puse estamañana lo primero que vi. Ésta esla ropa que te venden en París. Notenía otra.

Después de eso hubo un

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silencio un poco tenso. Nosquedamos las dos frente a ella,escrutándola, tomando nota de todasaquellas diferencias que en el cursode dos meses se habían abiertoentre nosotras y tratando de buscardebajo lo que pudiera seguiruniéndonos. Al fin dijo Silvia:

—Venid aquí y dadme unbeso. Ya tenía ganas de veros a lasdos.

Obedecimos. Primero Irene yluego yo nos estrechamos contraella, contra su ropa cara y su piel

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que olía a perfume francés. Ysentimos su calor, y su ansiedad, ydejamos, cómo impedirlo, que elabrazo nos emocionase.

—Bueno, sentaos —nos pidió—. ¿Qué tomáis?

—¿Qué se puede tomar aquí?—consultó Irene.

—Café o té. Yo he pedido té.—¿Té?—Sí. Me acostumbré a

tomarlo allí. Sienta bien, cuando latarde está fría y lluviosa. Y en Paríssuele estar así —añadió, con un

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aire melancólico.—Yo sólo he tomado té

cuando he estado enferma —apuntóIrene.

—No está tan malo —aseveróSilvia—. Éste tiene aroma dejazmín y naranja.

—Dios, eso es como beberseuna colonia.

—Hay muchos otros.—Yo sí que me tomaré un té.

Como ese tuyo —dije. —Muy bien.Tendrás que decidirte, Irene.

En ese momento se acercó la

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camarera, con un pequeño bloc enla mano.

—¿Se puede pedir aquí unSeven-Up? —la abordó Irene.

—Se puede —repuso lacamarera—. Pero no tenemos.

—¿Y si no quiero tomarme unatisana como ésa ni tampoco uncafé?

—Tenemos chocolate caliente.—Mira, es una idea —asintió

Irene—. Pues eso mismo.Silvia pidió mi té. La

camarera lo anotó todo sin

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deshacerse de su gesto irónico yprometió traerlo en seguida.Cuando se marchó, volvimos aquedarnos las tres solas, y entoncesdescubrimos que sin la ayuda deaquella conversación trivial sobrelo que íbamos a tomar, y sin lapresencia de la camarera,quedábamos abandonadas a unaintimidad que de pronto se habíavuelto incómoda. Silvia se diocuenta y asumió que era a ella, laviajera y la actriz de cine, a quienle correspondía romper el silencio.

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—Bueno, menuda sorpresa,¿no? —dijo, casi como si seavergonzara.

—Pues sí —dije yo—.Después de un mes sin noticias.

—Puedo explicaros eso. Dehecho os he citado aquí paraexplicároslo.

—¿Cuándo decidiste venir? —preguntó Irene—. Ayer estuvimoshablando con tu madre y nos dijoque no vendrías hasta Navidad.

Silvia se rió sin ruido.—¿Cuándo lo decidí? Esta

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mañana.—No puede ser —salté.—Sí que puede ser. Es fácil.

Esta mañana, cuando me levanté,me dije: ya está bien, no me quedoaquí un minuto más, me vuelvo acasa. Saqué la maleta, metí la ropaque me cupo, el resto lo dejé yllamé a un taxi. Le pedí que mellevara al aeropuerto. Una vez allí,busqué el mostrador de Iberia. Pedíun billete para el primer vuelo aMadrid y me dijeron que tendríaque esperar unas tres horas. Les

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respondí que muy bien y lespregunté cuánto valía. Llevabadinero de sobra. Así que compré elbillete y aquí estoy.

—Nos estás tomando el pelo—protesté.

—No, Laura. Es la verdad.Por eso mi madre no os dijo ayernada, aunque habíamos hablado amediodía. Ella misma se enteraráesta noche, cuando llegue a casa yme encuentre. Fue una decisiónsobre la marcha.

—¿Y por qué?

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Silvia se echó atrás en suasiento. Sin decir nada, cogió lataza y le dio un sorbo. Irene y yonos fijamos en la formaaristocrática en que sus dedospálidos y alargados cogían aquellataza y la volvían a depositar sobreel plato. Silvia era definitivamenteotra, y nos costaba un pocoseguirla.

—El porqué —dijo al fin—me llevará un rato. ¿Tenéis un parde horas?

Lo que teníamos, sobre todo

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yo, que tardaba el triple, era unaevaluación de Historia y unamontaña de problemas de funcionesy derivadas. Pero las dosaceptamos postergar aquelinconveniente. Yo asentí con lacabeza e Irene, que nunca se resignaa quedarse callada, observó:

—Después de un mes, claroque podemos sacar dos horas.

En ese instante apareció lacamarera con mi té y el chocolatede Irene. Dirigiéndose a ella, dijo:

—Te he puesto unas pastas.

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Para que las mojes en el chocolate,si quieres.

La amabilidad de aquellamujer descolocó a Irene. Siemprehe creído que toda su fiereza sepuede venir abajo con una simplecaricia. Silvia también parecióreparar en el detalle, y las doscruzamos una mirada cargada deintención. Pese a todo lo que habíacambiado en su aspecto, seguíasiendo en el fondo ella: Silvia, laamiga con la que había pasadohoras y horas y con la que había

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aprendido a conocer a Irene y todolo demás.

La camarera terminó de serviry, sin apartar la vista de Irene, nosdeseó:

—Que os aproveche.Silvia siguió quieta y no abrió

la boca mientras yo echaba elazúcar en mi taza e Ireneconsideraba, con ciertas reservas,la posibilidad de tomar aquellaspastas. Mordisqueó una, sólo lapunta, y decidió mojarla en elchocolate. Después de que se la

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llevara a la boca, Silvia anunció:—Muy bien. Os lo contaré

todo desde el principio.O mejor, desde donde lo dejé

en mis cartas. Si consigoacordarme.

Entonces empezó Silvia surelato. Mientras la oía, noté que suvoz sonaba de otro modo y que susfrases tenían también otraentonación, acaso por haber tenidoque aprender rápido el francés yhaberlo estado hablando hasta hacíaapenas unas horas. Era una

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sensación que desorientaba,escuchar a Silvia y a la vez a ladulce y sutil actriz afrancesada enque se había convertido. Y eratambién agradable, lo confieso,volver a sentirse transportada aaquel París que nos había pintadoen sus cartas. Por lo menos, fueagradable al principio; y al final,aunque su narración se volvieramás amarga, seguía teniendo elrastro de aquel encanto imposiblede destruir del todo.

Creo que lo mejor que puedo

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hacer es apuntar a partir de aquí loque recuerdo que nos dijo Silvia,tratando de ser lo más fiel posible alas palabras que ella utilizó. Noserá completamente exacto, claroestá, pero se acercará bastante,porque lo recuerdo bien. No me hancontado muchas historias comoaquélla. Si acaso una o dos. Le dejola palabra a Silvia.

Si no me equivoco, tengo queretroceder a comienzos denoviembre. De entonces es la

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última carta que os envié,corregidme si no. Y si no recuerdomal, en ella os contaba el principiodel rodaje, los momentos de magiay euforia. Esos momentos no seacabaron en seguida. Debieron dedurar al menos una semana más.Ahora que sé a qué sabe la gloria ya qué sabe perderla, no puedoquejarme. Por lo menos teniatiempo a saborear las mieles de tutriunfo, porque cuando estás en esasituación el reloj parece quieto.Recuerdo aquellos diez días,

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posiblemente los más gratificantesque me ha tocado vivir, como unaespecie de felicidad congelada,como un sueño en el que, adiferencia de lo que pasa con losque tienes por la noche, puedespararte tantas veces como quieras amirar arriba o abajo, adelante oatrás, y comprobar que todo sigueen su sitio. Quizá el momentosupremo fue la noche en losCampos Elíseos, que os contaba enla carta. Pero hubo otros. Desdeaquella noche, y durante varios

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días, todo el mundo parecía estar amis pies. El ejemplo másescandaloso fue la altiva Chantal.

El día siguiente nosencontramos al llegar al rodaje. Yoestaba mentalizada para encajar sumirada de siempre, la que ledirigiría a un perro piojoso yvagabundo alguien a quien no legustan los perros. Pero Chantal mesonrió, y una sonrisa en lasfacciones gélidas y perfectas deChantal era como disparar unabengala en mitad de un entierro. Me

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quedé paralizada ante la novedad yChantal se apresuró a hablarme:

—Quería felicitarte. Estuvistemuy bien.

Luego añadió algo más, perolo hizo tan deprisa que no pudeseguirla. Por descontado, Chantalsólo hablaba francés. André, eldirector, decía que era capaz dechapurrear el español, pero estabaclaro que la sublime Chantal erademasiado orgullosa paraexpresarse en una lengua que nodominaba. Creí entender que la gran

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diva descendía a reconocer que yotenía madera de actriz y que sebrindaba a aconsejarme. Vamos,que me ofrecía ser su colega, comosi Chantal admitiera ser colega dealguien más que de DiosTodopoderoso. Se lo agradecí,perpleja por aquella distincióninesperada. De pronto había dejadode ser la petite lourde espagnolepara transformarme en TangeSylvie, como me había llamadoAndré la noche anterior. Chantalrehúya el trato de los lerdos (no sé

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si también de los españoles), perono el de los ángeles, que eran casicomo ella. Y añadió:

—Perdóname si al principioestuve antipática. Me cuesta cogerconfianza.

Nadie me había enseñado aperdonar a una estrella de cuarentay tantos años, así que me limité aencogerme de hombros y a sonreírsin muchas ganas. No era la únicasituación insólita que iba a tocarmevivir aquel día. Media horadespués, coincidí con Michel, el

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hombre más bello de la Tierra, enopinión del propio Michel y dealgunas locas que le estabanesperando siempre ante el lugar derodaje, para contribuir a que se leestropeara un poco más el cerebrode gorrión que guardaba su hermosocráneo. Se acercó a mí,acariciándose el cuello lentamente,un ademán que ya le había cazadoalguna otra vez que queríaimpresionar a alguien.

—Bonjour, ma chére Sylvie —dijo, meloso.

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No podía creerlo. Otro para elque ahora era Sylvie, y encimaquerida. Recurrí a mi francés másfrío para responder:

—Bonjour.—Me preguntaba —dudó—,

es decir, no sé si tú...Michel también hablaba en

francés, por supuesto, pero tandespacio que no me costaba nadatraducirlo. Tras un par debalbuceos, el infalible seductor serehízo y con una sonrisa de oreja aoreja se lanzó:

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—Anoche tardé un buen ratoen dormirme. Y sé que esta nocheno me dormiré en otro buen rato sino hago lo que tengo que hacer.Bueno, si no hacemos los dos loque tenemos que hacer.

—No te entiendo —dije, contoda mi inocencia—. ¿Qué tenemosque hacer?

—Salir a cenar juntos yconocernos mejor.

Le observé. En mi vida me hanatraído, ya lo sabéis, unos cuantostíos. Quizá todos ellos eran mucho

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menos guapos que Michel. Peronunca había conocido a ninguno queme hubiera atraído tan poco.Puestos a elegir, habría aceptadohacer un crucero de diez días conGonzalo antes que respirar elmismo aire que aquel mentecatodurante más de un minuto.

—Je ne suis pas süre de ça —respondí, y eché a andar hacia micaravana.

—Eh, ¿por qué no? —preguntó, el muy subnormal.

Un minuto después, alguien

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llamó a la puerta de mi caravana.Me acerqué con el malpresentimiento de que sería Michel,dispuesto a darme la paliza paraconseguir su caprichito. Pero no.Era Ariane.

—«No estoy segura de eso»—dijo, traduciendo al español, entono de burla, mi réplica a la ofertade Michel—. Te felicito. Ha sidouna respuesta perfectamenteparisina. «Vete a la mierda», perocon toda suavidad.

—¿Qué le habrías respondido

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tú?—No sé —se encogió de

hombros—. Que se la machacara.—Mira que eres basta, cuando

te pones.—Tú, en cambio, sabes

encantar a las serpientes cuandoquieres.

—¿Eso es un reproche?—No, idiota, es envidia. ¿Me

dejas pasar?—Claro.Ariane entró y se acomodó

como en su casa, que era lo que

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hacía siempre. No me importaba, yno sólo porque viviéramos en elmismo apartamento. A aquellasalturas tenía con ella la confianzaque no tenía con nadie más allí, yme parecía una suerte que hubieraalguien como ella para poder hablarde lo que quisiera, como quisiera yen mi idioma, sin tener que fruncirlos morritos para todo. Aunque esoera relativo. Ariane no los fruncíanunca, ni cuando hablaba enespañol ni cuando lo hacía enfrancés.

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—Bueno, me parece queentramos en un momento interesante—dijo.

—¿A qué te refieres?—Sucede en todas las

películas —explicó—. En todos losámbitos de la vida, en realidad.Siempre hay alguien que sobresalepor encima del resto. En laspelículas, siempre hay una actriz oun actor que está por encima de losdemás miembros del reparto. No tecreas que siempre es elprotagonista. A veces es un

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secundario, y eso le vale para queen la próxima película le den unpapel más importante, letras másgrandes en el cartel y por tanto máspasta, que en el fondo es lo quequieren todos.

—No sé si te sigo.—Claro que me sigues, Sylvie

—dijo, maliciosa—. Por debajo deltrabajo aparente, en toda película seorganiza una competición. Se tratade ver quién es la elegida o elelegido, quién se impone a losdemás. Las grandes estrellas, como

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Chantal, son las más competitivas.A veces, llegan al extremo de pedirque se reescriba el papel de unactor menos famoso que estáempezando a destacar demasiado.Que le quiten frases o hagan que elpersonaje parezca más estúpido. Oimponen que el suyo tenga más pesoy más presencia. O todo a la vez.Sí, créeme. Yo he visto a una deesas estrellas exigirle al director,incluso, una escena en la queabofeteara o pusiera en ridículo allistillo o la listilla que se lucía más

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de la cuenta.—¿Me estás avisando de algo?

—pregunté.—Mi queridísima Silvia. En

esta peli, desde anoche, está claroquién es la número uno. Quién va aencandilar en la pantalla a todos losespectadores. Y está claro que losdemás vamos a ser tus comparsas,los que bailamos alrededor. Yo mealegro, de veras, porque eres unabuena chica y te lo mereces más quenadie. Pero no esperes que todo elmundo se alegre.

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—¿Y qué puedo hacer?Ariane me observó. Habría

dado un brazo por saber qué pasabapor su mente. Pero era comosiempre, indescifrable.

—No puedes hacer nada —contestó—. Sigue así. Cómetelos atodos. Pero ve atenta a tu espalda.Habrá puñales desenvainados.

Ariane tenía razón, comosiempre. Pero la suerte se alargótodavía un poco, y dos o tres díasdespués recibí otra invitación acenar, que esta vez acepté

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encantada. Era una invitación muyparticular, y mucho más tentadoraque la de Michel. Era de André, yme invitaba a cenar nada menos quea Maxim's, uno de los restaurantesmás famosos de París.

Aquella cena fue como unaespecie de culminación de mi éxito.El director y yo, solos, en plenorodaje. Estaba claro quién era sufavorita, y si él, que conocía lapelícula como nadie, era de esaopinión, el asunto estaba hecho. Mepuse lo mejor que tenía, incluyendo

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alguna cosa que pedí prestada envestuario, y que con el visto buenodel director nadie se atrevió anegarme. André vino a buscarme enun Mercedes deportivo y me tratódesde el principio con esagalantería suya, atenta y a la vezdiscreta.

No estuvo nada mal, tengo queconfesarlo. Ni la comida, ni laconversación. Sobre todo cuando alos postres, André me dijo, en unfrancés lento y acariciante que mimente convirtió en español sin

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ningún esfuerzo:—No sé si eres consciente de

tu poder, pero es imposible verte através de la cámara y no adorartecomo ella te adora.

Quién me lo iba a decir, enaquel momento. Quién me iba adecir que al día siguiente empezaríaa llover, y que no pararía hasta hoy.

Tras esas últimas palabras,Silvia se quedó callada, y unalágrima asomó a sus ojos. Ni Ireneni yo nos atrevimos a abrir la boca.

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Silvia se limpió aquella lágrima ysiguió contando, sin detenerse yahasta el final.

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10

La lluvia de París

Sí, empezó a llover. Pero nocomo hasta entonces, que lo Mhabía hecho a ratos y con unaintensidad soportable. Empezó allover furiosamente y a todas horas,hasta el extremo de poner patasarriba el plan de rodaje de la

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película. En el guión había escenascon lluvia, sí, pero ni siquiera ésasse podían rodar bajo el viento y loschaparrones que se desataban una yotra vez. De hecho, la mejor manerade rodar una escena con lluvia esregar artificialmente a los actores,mientras el cámara está a salvo. Encuanto a todos los demás exteriores,los que exigían una atmósfera seca,resultaban sencillamente imposiblesy hubo que cancelarlos en espera demejores días. Nos concentramos enlas escenas de interior, pero para

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algunas los decorados aún noestaban listos y los técnicos debíantrabajar a destajo. Aun así, a vecesteníamos que rodar en habitacionesdonde a la menor ocasión se caíanlos tabiques. Si normalmente elrodaje era tenso, no podéisimaginaros cómo fue a partir de ahí.Al ayudante de dirección, un día enque el caos parecía yaincontrolable, se le ocurrió decirlea André:

—Te lo advertí, teníamos quehaber empezado en septiembre. Era

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de cajón que el tiempo nos acabaríajugando una mala pasada.

André se le quedó mirando,callado. Era una mirada terrorífica,casi homicida. No habíasospechado yo que fuera capaz demirar así. Después, le puso unamano en el hombro al ayudante y lecontestó:

—Eres un genio, Pierre.Recuérdame que en la próximapelícula prescinda de ti. Me hacessentir demasiado tonto, y ésa no esla función del ayudante.

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Pierre palideció como yo nosabía que se pudiera palidecer. Ymurmuró:

—No he querido...—Cállate, Pierre —le atajó

André, iracundo—. Si sigo oyendotu maldita voz te meto un foco en laboca. Anda, ve a arreglar algo, enlugar de seguirme dándome porsaco con tus consejos.

Haciéndose cargo de lodelicado de su situación, Pierre seevaporó como una gota de aguasobre una plancha caliente.

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Una consecuencia de aqueldesbarajuste era que los actoresandábamos casi todo el ratoociosos, viendo cómo los demáspreparaban tal o cual escena ycómo poco después tenían quedesmantelarla. Si se abría de prontoun claro, se intentaba rescatar unasecuencia de exterior que sehubiera cancelado antes, perocuando estaba todo listo, latempestad estallaba otra vez. Eradesolador ver a toda aquella gentetrabajar en balde, sin poder hacer

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otra cosa que repasarte una y otravez todas tus escenas. A mí medescentraba mucho todo aquello. AAriane, en cambio, parecía dejarlaindiferente. Recuerdo una tarde queestábamos las dos sentadas ennuestras sillas, mirando elpanorama. El silencio me agobiaba,y dije:

—Es un auténtico desastre.Ojalá mejore el tiempo pronto.

—No te apures —me aconsejó—. Siempre pasa algo. Cuando noes el tiempo es el dinero, o los

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equipos, o el vestuario. Siempre sefastidia alguna cosa. Es una de lasreglas no escritas de este negocio.

—Te veo muy tranquila.—Bueno, las he visto mucho

peores. Aquí todavía no hemossuspendido el rodaje. Eso sí que esuna catástrofe. Cuando lo reanudasluego, y luego puede ser cincomeses después, según anden lasagendas de los actores, hay quereconstruir la película como sifuera un castillo en ruinas.

—Me gustaría poder verlo con

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esa calma tuya.Ariane enarcó las cejas.—Oh, no pasa nada. Te van a

pagar igual, y al final la películasale. Siempre sale, ésa es otra delas reglas. El que tiene un problemaes el director. Pero nosotras somosdos actrices jóvenes y bobas.Podemos mirar el estropicio yreírnos si queremos. Nadie nos va aregañar.

La observé detenidamente.Habríase dicho que hablaba enserio.

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—Eres una malvada —dije.—No. Soy una víctima

inocente —se quejó—. Una pobrechica de la que todos esos buitresse aprovechan. Utilizan mi tiernajuventud para embaucar a losbobalicones que van a ver suspelículas.

—Sí que eres tierna, sí —juzgué—. Como una piedra deafilar.

Ariane se echó a reír, sinimportarle el efecto que suscarcajadas pudieran causar en aquel

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ambiente de nerviosismo eirritación. De pronto, sin embargo,interrumpió su risa y se quedómirando fija al frente.

—¿Qué pasa?Ariane no respondió en

seguida. Vi cómo se le dilataban laspupilas y cómo sus iris verdesvolvían poco después a recobrar suanchura.

—No lo sé —dijo—. PeroFata Morgana anda en algo.

—¿Fa qué?Ariane se volvió hacia mí. Y

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me explicó, con ese aire dedescubridora y de experta con quelo explicaba siempre todo:

—Fata Morgana. Lahermanastra del rey Arturo, unabruja taimada y peligrosa. Adivinaa quién me refiero con ese nombre.

Miré al frente y distinguí aChantal hablando con André. Eldirector parecía aguantarestoicamente el discurso de laestrella, que le clavaba una y otravez el índice de la mano derecha enel pecho y que cada dos o tres

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segundos doblaba un dedo de lamano izquierda, como si estuvierahaciendo un recuento de algo. Porel gesto de Chantal, parecía tratarsede una lista de quejas. La fatiga quehabía en el rostro de André locorroboraba.

—Ha esperado el momentoperfecto —se admiró Ariane—.Ahora André está débil. Ahora escuando saca su aguijón y lo clavahasta el fondo.

—¿Qué aguijón? —pregunté,sin acabar de entenderla. —El que

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le sirve para salirse siempre con lasuya.

—No parece que André estéahora mismo en condiciones dehacerle demasiado caso —calculé—. Bastante follón tiene, el pobre.

—Eres una ingenua, Sylvie —opinó Ariane—. Ahora es cuando élno puede negarle nada, porque nopuede permitirse ni un quebraderode cabeza más. Y menos el que ellapuede plantearle.

—¿Y cuál es ése?—Irse. Si se retrasa el rodaje,

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deja de obligarla su contrato. Y lapelícula se queda sin el nombre másprestigioso del cartel. Quedamos túy yo, una francesita mona y unabelleza exótica de más allá de losPirineos. Pero películas con niñitasguapas las hay a patadas, y Andrétiene que conseguir una que recaudeen taquilla el dinero que le hanprestado para hacerla y un pocomás. Si no, la próxima vez lecostará mucho que vuelvan adejarle dinero para seguir jugandoal cine. Chantal lo tiene bien

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cogido.Me quedé pensando sobre la

teoría que Ariane acababa deexponerme. Nunca dejaba desorprenderme su capacidad paravislumbrar los más intrincadosentresijos de todo. Tuve quereconocérselo:

—Me gustaría saber dónde hasaprendido todo eso.

Se encogió de hombros,quitándole importancia.

—Llevo la mitad de mi vidaen el cine. Hablando con unos y con

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otros. Todo el mundo tiene ganas dehablar con una chica bien parecida.

—¿Y qué crees que le estápidiendo Chantal?

—¿Exactamente? Ni idea.Puedo suponer algo, pero Chantales perra vieja y tiene másimaginación que yo. Sólo una cosaestá clara.

—¿El qué?—Que no es bueno para

nosotras —sentenció Ariane.Algunos días, a eso de las

cuatro o las cinco, André se rendía

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a la evidencia de que la jornadaestaba perdida y permitía que losactores nos fuéramos. Él sequedaba con el equipo técnico,tratando de rehacer el plan derodaje. Daba lástima verle, con lafrente arrugada y el pelo revuelto.

Esas tardes de imprevistalibertad, me iba con Ariane apasear a la orilla del Sena. Eranpaseos bajo el paraguas, perotenían la ventaja de que no tecruzabas apenas con nadie. Losturistas habían desaparecido y los

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parisinos estaban metidos en susmadrigueras, salvo para ir y venirdel trabajo. A mí me gustabacaminar por las orillas, viendo elagua repicar en los puentes yacribillar la corriente revuelta ycaudalosa del río. También megustaba el sonido, aquel chof chofcontinuo de la lluvia sobre la tierray el agua. Y el cielo turbulento, yaquellos edificios de Parísbarnizados de humedad, másresplandecientes que nunca. Nohabía visto nunca una ciudad tan

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majestuosa, ni creo que la vaya aver después. Parecía que no lahubieran hecho como las demásciudades, un poco según vansaliendo, sino con arreglo a un planminucioso que se hubiera cumplidoa rajatabla. Sin embargo, aquellalluvia incesante me inundaba elespíritu de una tristeza difícil devencer. Por fuerza, una españolacomo yo tenía que empezar a echarde menos el sol. Y si a la durezadel tiempo le unía las dificultadesque atravesaba la película, no me

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faltaban motivos para andar másbien desanimada.

Una de aquellas tardes junto alSena, Ariane, adivinando tal vez loque pasaba por mi mente, observó:

—Aquí lo tienes, tu amadoParís. Una preciosidad que tambiénpuede ser de lo más canalla, cuandose le pone en las narices. '

—Y a pesar de todo, merecela pena —salí en su defensa—. Otraciudad sería espantosa con estalluvia.

—Sí —admitió Ariane,

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irónica—. Quizá por eso, porquesabe que siempre habrá gente que laaguante, cae con tanta saña, lalluvia de París.

—No lo sé —respondí—. Loque sí es verdad es que llueve, yque desde que llueve las cosasandan torcidas. Eso no puedonegarlo. En todas partes llueve y entodas partes se tuercen las cosas.En París también.

—Claro que llueve en París —dijo, asombrada—. Eso lo sabecualquiera.

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—Me refiero a lo otro. A quede repente se haya estropeado todo.

—Anda, ¿y qué te habíascreído? ¿Que la fiesta iba a durarsiempre?

—Por qué no. Era como unsueño.

Ariane se detuvo. Un par desegundos después, cuando yotambién lo hice, vino hacia mí y merodeó hasta ponerse enfrente, comosi me cortara el paso. Me observócinco, diez segundos, con sus ojosimpenetrables.

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—¿Estás bien? —preguntó.—Considerando las

circunstancias...Ariane se puso seria.—No dejes que te afecte,

Silvia.—El qué.—Toda esta comedia.

Disfrútala lo que puedas,aprovéchate de lo que te da, perono dejes que esto se convierta en tuvida. ¿Me oyes?

La lluvia caía fuerte, pero notanto como para que Ariane tuviera

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necesidad de gritarme así. La miré,un poco aturdida.

—Oye, ¿qué te pasa? —pregunté.

—Nada, no me pasa nada —dijo, y echó a andar otra vez.

La dejé alejarse diez o docepasos. Pero ella era la única amigaque tenía en París, y no estabadispuesta a permitir que nosenfadáramos por un malentendido.Salí tras ella y en cuanto la alcancéseguí caminando a su lado. Duranteun par de minutos, o acaso más,

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ninguna dijo nada. Al fin, otra vezcon su voz serena de siempre,Ariane reanudó la conversación:

—Hablando de sueños, ¿teconté alguna vez lo de mi sueñoincumplido?

—No.—Es un sueño muy bobo,

como todos los sueños, si losanalizas. Mi familia ha vividosiempre en Toulouse, en el centro.A dos calles de nuestra casa está elLycée Saint Sernin. El instituto deenseñanza secundaria San

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Saturnino, se diría en español. Estáen un edificio muy antiguo y tieneun jardín que se pone precioso enprimavera. Desde que tuve uso derazón, siempre hubo algo que deseépor encima de todo. ¿Sabes qué?

Por primera vez, me parecíaque a Ariane le costaba hablar dealgo. Por si acaso, le seguí lacorriente.

—Cómo quieres que lo sepa.—Lo que deseaba —dijo—

era tener la edad para ir a estudiarel bachillerato al Lycée Saint

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Sernin.—No parece un sueño

demasiado irrealizable —aprecié,precavida.

—Y sin embargo, Silvia, paramí lo ha sido. Por esta mierda delcine. He estudiado el bachillerato atrompicones, en Lyon, en Niza, enParís. En todos los sitios que he idoatravesando como una nómada. Entodos menos en mi amado LycéeSaint Sernin de Toulouse. Todavíahoy, cuando vuelvo a casa y paso asu lado, se me parte el alma si miro

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al otro lado de la valla y veo a laschicas que están allí, tan tranquilas,fumando o prestándose apuntes. Yanunca podré ser una de ellas, nitendré de ese jardín otro recuerdoque el de verlas a ellas desde fuera,sintiéndome una desterrada. Daríatodas las películas que he hecho porconvertirme en la más gris einsignificante de esas alumnas. Portumbarme a la sombra de uno deesos árboles y dejar que las abejaszumben por encima de mis ojoscerrados.

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No cabía duda de que esaimagen la conmovía, y también meconmovió a mí oírsela describir.Ariane añadió:

—Allí debería estar yo ahora.Trabajaría en un comercio pequeñoo en un restaurante inundado de sol.Me cruzaría con los vecinos en lacalle y me saludarían por minombre. Pero aquí estoy, bajo estalluvia asquerosa, y aquí seguiré, sime descuido, hasta que los añospasen y no me preocupe nada másque de mis arrugas y de mi vanidad,

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como Chantal.—No creo que tú puedas

acabar así —dije.—Puede que no. Pero eso

depende de que nunca llegue atomarme todo esto en serio. De querecuerde siempre que mi vidaverdadera era aquélla, la que yanunca voy a poder vivir.

—¿Por qué no? —protesté—.Puedes hacer lo que quieras. Si loque quieres es volver a Toulouse,pues agarra y vuélvete.

Ariane giró el rostro hacia mí.

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Sonreía con indulgencia, como si yoacabara de decir la más ingenua delas tonterías.

—La vida es más complicadaque todo eso —afirmó, conamargura—. Para el Lycée SaintSernin ya no tengo edad. Para lodemás, me falta inocencia. Y sobretodo, ma douce Sylvie, me sobraesto.

Como el argumento definitivo,me enseñó entonces el tajo de sumuñeca izquierda, que era la que enaquel momento le dejaba libre el

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paraguas. Yo nunca sabía quéresponder a eso, así que nadarespondí.

Durante varios días, aquellaextraña conversación con Ariane nose me fue de la cabeza. No sóloporque por primera vez me habíamostrado una fisura en su coraza deacero, aunque en seguida hubieravuelto a taparla, sino porque sussombrías palabras de aquella tardese mezclaban inoportunamente conel desasosiego que yo ya sentía. Depronto estar en París no era algo

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maravilloso, sino una experienciallena de dificultades y de amenazas.Sólo veía a Chantal cada día mássatisfecha, y a André cada día másdesbordado y abatido, y viendo auno y a otro me era imposibleolvidar lo que decía Ariane: fueralo que fuera lo que estabaconsiguiendo Chantal, no era nadabueno para nosotras. Por lo demás,el poco trabajo que podíamos sacaradelante salía peor que nunca. Cadasecuencia requería un montón detomas, yo metía bastante la pata, y

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hasta Ariane empezó a estropearescenas. André seguía tratándonosbien, pero ya no era como alprincipio. Su desesperaciónresultaba más que evidente. Unatarde de domingo que hubo quetrabajar para rodar unos exteriores,justo cuando ya empezaba a faltar laluz, Ariane cometió un fallo yAndré perdió el control.

—Vale, me rindo —gritó—.Quitad a esa neurótica de mi vista.

Ariane se le quedó mirando,sin decir nada. Luego echó a andar

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hacia su caravana. Instintivamente,busqué a Chantal. Fumabaplácidamente, recostada en unapared. Yo pensé que lo de«neurótica» debía tener que ver conel intento de suicidio de Ariane, ypor primera vez, André me parecióun tipo despreciable. No podíadecirle eso, allí, delante de todo elmundo. Por muy harto queestuviera, habría debidocontrolarse. Me quedé descolocada.Recordé al André que me habíaencontrado en la playa, al de la

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cena de la primera noche, al de lainvitación al Maxim's. En elenergúmeno que acababa de insultara mi amiga no quedaba ni rastro deaquel hombre amable y consideradoque me había deslumbrado desde elprincipio. ¿Qué pasaba para quetodo se estuviera arruinando aaquella velocidad de vértigo?

Fui a la caravana de Ariane,para tratar de animarla, o paraofrecerle mi apoyo, al menos. Peroella le quitó importancia:

—Nuestro pobre director las

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está pasando canutas. Se le estácayendo la tienda en la cabeza. Hayque comprenderle.

—Pero es un cerdo. No teníaderecho...

Ariane dejó asomar a su carauna sonrisa cínica.

—Tenía derecho. Yo cobropor esto y le he estropeado unosmetros de película. Los metros depelícula son caros. —Perollamarte...

—¿Neurótica? Lo soy. Intentésuicidarme, y lo sabe todo el

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mundo. Salió en los periódicos, fueun escándalo tremendo. Durante unaño, nadie quiso contratarme.Tenían miedo, ya imaginas, de queapareciera desangrada en elcamerino. Pero he aprendido a vivircon eso y a conseguir que los demásme acepten como soy. No meavergüenza nada, de verdad.

Salí de la caravana de Arianecon una sensación de desconcierto.No comprendía nada. Nocomprendía a aquella gente, ni sucomportamiento, ni aquel mundo

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disparatado en el que me veíaenvuelta. Para terminar dearreglarlo, mientras iba hacia micaravana me salió al paso elhombre fatídico, Michel. Traíapuesta la sonrisa de conquistadornúmero uno, de oreja a oreja y condos filas de dientes deslumbrantes.Me guiñó un ojo y dijo:

—Tú y yo seguimos teniendouna cuestión pendiente.

—¿Cómo?—Una cuestión pendiente.—Oye, Michel, ¿te parece que

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hay poco lío? —le dije, a duraspenas, porque con el cabreo mecostaba más encontrar las palabrasen francés.

—¿Qué? —preguntó, sincomprender nada, seguramente porculpa de mi pronunciación, quehabía sido bastante penosa.

—Nada, Michel. Que te lamachaques —le sugerí, en español.

Aquella noche, a eso de lasdiez, sonó el timbre de nuestroapartamento. Ariane fue hacia elportero automático y preguntó quién

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era. Una voz masculina respondiódesde abajo un nombre que noentendí. Tras eso, Ariane se quedócallada y tardó un rato en apretar elbotón que abría el portal.

—¿Quién es? —pregunté.—Una visita inoportuna —

dijo.Medio minuto más tarde

apareció en el umbral un chicomoreno, de unos veinticinco años.Traía un bolso de viaje.

—¿Qué haces aquí? —leinterrogó Ariane, con sequedad.

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—Vengo a trabajar en unosasuntos. Y no tengo dónde alojarme—se explicó el chico. Su voz eragrave y aterciopelada, bastanteagradable.

—Aquí no te puedes quedar.—¿Por qué no?—No estoy sola.—Ya lo veo. ¿No me

presentas a tu amiga?Mientras decía eso, me miró.

Tenía también los ojos verdes,como Ariane, pero menosretadores. De hecho, apenas me

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sostuvo la mirada.—Claro —concedió Ariane—.

Ésta es Silvia, una compañera, deMadrid. Y éste es Eric, el zumbadode mi hermano.

—Sí que me presentas bien —se quejó Eric, en español. Lohablaba un poco peor que Ariane,pero mucho mejor que yo elfrancés.

No sabía qué me correspondíahacer o decir a mí. Así queimprovisé:

—Por mí puede quedarse.

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Tenemos el sofá-cama.Ariane se volvió hacia mí.

Juraría que enfadada. Pero no leduró.

—Muy bien, Eric —dijo—.Silvia te acoge. Dale las gracias.

Y volviéndole la espalda,regresó hacia el salón. Eric cerró lapuerta sin hacer ruido y, como siaquello nos hiciera cómplices,susurró:

—Merci beaucoup, Silvia.

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11

Triunfos de Chantal

Eric, el hermano de Ariane, seinstaló en nuestro apartamento haciamediados de noviembre. Durante laprimera semana, apenas le vi. Salíamuy temprano por la mañana y novolvía hasta muy tarde por la noche.Al parecer estaba haciendo un

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doctorado en Letras y había venidoa París para consultar no sé quédocumentación que se guardaba envarios archivos de la ciudad y en laBiblioteca Nacional de Francia. Labiblioteca es un complejoespantoso que han levantado al ladodel río, en una antigua zonaindustrial. Dicen que los edificiostienen forma de libros abiertos,pero a mí me pareció todo de lomás desangelado. Por el espacioque hay entre medias corre un airecriminal, o por lo menos corría la

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tarde que fui a verla con Ariane.Quise ir sobre todo por probar lalínea de metro especial que llevahasta allí, que tiene unos trenesultrarrápidos y ultramodernos, sinconductor y sin separación entre losvagones. Es una pasada ver elhueco del tren a todo lo largo,aunque dicen que ha costado unmontón de millones.

Bien, pues por lo que pudededucir, la mayor parte de lasmañanas Eric se levantaba,desayunaba, viajaba en el tren

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ultrarrápido hasta la BibliotecaNacional de Francia y allí sepasaba el día entero. El resto de losdías hacía lo mismo, pero en algunode esos archivos donde estaban losdemás documentos que tenía queestudiar. Como mucho, en esaprimera semana coincidí dos o tresveces con él. Siempre se mostrabasimpático, quizá para agradecermeque hubiera convencido a suhermana de que le dejara quedarse,pero a la vez guardaba la distancia,con una timidez que me

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desconcertaba un poco. No parecíael prototipo de tío cortado: másbien daba la impresión de queprefería pasar desapercibido. Todolo que yo sabía sobre lo que habíaido a hacer allí, por ejemplo, lohabía averiguado a través de suhermana. Si le preguntaba a él, y lohice alguna de esas dos o tres vecesque pudimos charlar en losprimeros días, se zafaba siempreigual:

—Ah, no tiene importancia.Rollos de profesores.

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Según me contó Ariane, suhermano había trabajado comoprofesor eventual en un institutodurante medio año, y estabapreparando el doctorado porqueeso le ayudaría a tener mejoresoportunidades. Para ir a otroinstituto, para encontrar un puestofijo, o vete a saber para qué.

Cuando entablabasconversación con él, lo que Ericsiempre intentaba, y solíaconseguir, era que fueras tú quien lecontara cosas a él. A mí me hacía

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hablarle sobre Getafe, sobreMadrid y sobre España en general.También se mostraba muyinteresado por la película y queríaque le contáramos detalles delrodaje. A este respecto, Ariane selimitaba a decir:

—Es una peli, Eric. Un mundomaravilloso, lleno de emoción y deencanto y de todas esas cosas. Lacaca que nos salga podrás verla enmarzo.

A mí eso me hacía sentirmeviolenta y empezaba a hablarle a

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Eric de la película sin ton ni son.Ariane me observaba con un gestoimpenetrable y él me escuchaba conuna tenue sonrisa. Me sentía másbien idiota, hablando y hablandomientras los dos hermanosguardaban aquel silencio, sobretodo cuando me daba cuenta de queestaba explayándome acerca deasuntos sobre los que sabía muchomenos que ella, mientras que él loúnico que quería era no tener queasumir el peso de la conversación.A ratos me molestaba esa reserva y

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a ratos me provocaba unainsoportable curiosidad. Teníaconstantemente la sensación de queno sabía lo que estaba pensandoaquel tío, y de que, contra lo quesucede con lo que piensan lamayoría de los tíos, aquellomerecía la pena saberlo. Pero todosmis esfuerzos por traspasar sulejana amabilidad resultaroninútiles. Entre eso y el pococontacto, Eric fue convirtiéndose enuna presencia misteriosa que meinquietaba. Si me despertaba de

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madrugada, sabía que estaba ahí,tumbado en el sofá-cama del salón,y alguna vez me sentía tentada delevantarme a verle dormir. Perosiempre renunciaba a hacerlo, yhasta que volvía a dormirme nodejaba de pensar en él, o lo que erapeor, en las pocas conversacionesque habíamos tenido. Entonces meveía a mí, hablando sin parar, y a élescuchando en silencio, y me dabapor pensar que su actitud era la deun adulto que tolera educadamentelas tonterías que hace o dice una

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cría, con la que ni por asomo piensadialogar de igual a igual. Eso meenvenenaba, como podéis suponer,y me entraban ganas de tenerlodelante para darle de bofetadas ypara convencerle de que estabaequivocado. Lo malo que tienepensar de noche es que puedesllegar a considerar cualquierlocura. Otras veces se imponía enmí la sensatez y me decía que másvalía refrenar la imaginación ytener paciencia con nuestrohuésped. A fin de cuentas, Eric era

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un chico agradable, y por aquellosdías no andaba sobrada de cosasagradables.

Porque entre tanto el rodajeseguía, claro. A fuerza decalamidades y de contratiempos, elequipo se había acostumbrado atrabajar contra la adversidad. Losdecorados estaban a tiempo y losexteriores se rodaban como sepodía, o se reescribía el guión parahacer dentro escenas que iban fuera.Eso era algo que yo nunca habíaimaginado. Había creído que hacer

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la película era filmar lo que estabaescrito en el guión, y que era unpecado gravísimo apartarse de eso.Pero no. El guión era una especiede plastilina con la que se hacíanmil diabluras, sobre todo desde quese había ido al garete el plan derodaje inicial. Muchas de lasescenas que yo me había aprendido,con el esfuerzo de memorizarlas yel del francés, cambiaron de arribaabajo. Desaparecieron diálogos,aparecieron otros nuevos. Hubo unmomento en que no alcanzaba a

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entender de qué iba mi personaje.Si estaba enamorada o no del chico,si odiaba o quería a su madre, siseguía siendo amiga de la otra chicao no. Y no es para tomárselo abroma, porque para poderrepresentar a un personaje hay queestar muy mentalizada de lo quepiensa y lo que siente. Una cosa, sinembargo, sí que pude percibir conbastante claridad. Los trozossuprimidos eran muchos más y máslargos que los añadidos. Mi papeliba adelgazando, al mismo tiempo,

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curiosamente, que engordaba el deotra persona. A Chantal, comohabía adivinado Ariane, leescribieron escenas enteras nuevas.En ellas podía despacharse aplacer, unas veces sola, y otras, esoera peor, frente al resto de losactores.

Recuerdo una escena un pocomelodramática en la que la madredel chico enfermo (Chantal)coincidía con las dos chicas(Ariane y yo) en un jardín. En laescena, bastante larga, había de

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todo, momentos tensos y momentosmás calmados, pero tanto unoscomo otros tenían algo en común: lamadre hablaba y hablaba, y las doschicas escuchaban y sólo abrían laboca para asentir o para decir algoque le serviría a la madre paralucirse después. Era escandaloso, yhabía que esforzarse mucho paratragarlo, porque no sabéis lo difícilque es estar delante de una cámaraescuchando cómo habla otro.Cuando hablas tú te distraes y hastate relajas. Pero cuando estás ahí

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como un pasmarote o como unmueble del decorado, es horrible.No sabes qué hacer con las manos,cómo moverte, qué gesto poner.Pues bien, así estábamos Ariane yyo, adornando la escena mientras lagran Chantal se empleaba a gusto,usaba todo su repertorio de mohinesy ejercitaba su maravillosapronunciación francesa y su vozdulce y melodiosa.

Después de rodar aquellaescena, con las cuatro tomas quehicieron falta para que Chantal se

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gustara a sí misma (nosotrasteníamos que ser demasiado torpespara equivocarnos en lo poco quenos tocaba), Ariane me dijo:

—Mira a la vieja bruja. Felizcomo una colegiala. Pero bueno, yaque nos hemos convertido en susdamas de honor, mejor que le sirvapara algo.

—¿Mejor? —protesté.—Si no, seguiría apretándole

las tuercas al director —explicó—.Y todavía pueden pedirnos que nosarrodillemos a sus pies.

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—Te arrodillarás tú.—Si me lo piden, desde luego.

Todo esto es una pantomima. Y meimporta un pimiento si la películaresulta absurda. Por cierto, que meparece que con los últimos cambiosestá terminando de convertirse enuna birria.

—Muy tranquila lo dices —mequejé.

—Pues claro. Ya he hechobirrias antes. Varias.

—Para ti es fácil hablar así.Pero para mí es la primera película.

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Si sale mal, podría ser también laúltima.

Ariane meneó la cabeza, conuna sonrisa perversa.

—Oh, no, Sylvie. Harás más,si tú quieres. Naciste con una deesas caras y una de esas miradasque todos estos paranoicos buscanhasta debajo de las piedras. Yademás te lo tomas en serio. Telloverán los papeles.

No contesté nada a aquelpronóstico de Ariane. En otromomento me habría parecido que

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me anunciaba un sueño maravilloso,pero en aquel instante me costabamucho creer en la dichosa magiadel cine.

—El que está desconocido esAndré —dije, cambiando de tema.

—¿Desconocido?—Se ha vuelto un borde. Y

parece como ido todo el rato.Ariane se echó a reír.—Querrás decir que tú no le

conocías así —me corrigió—.André es un borde, aunque a vecesse esfuerce por disimularlo. Se cree

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un genio, y nosotros somos losmuñequitos con los que él montasus tinglados geniales. Le hacemosfalta, pero no nos tiene el másmínimo respeto. Y está ido, sí,porque le joroba tener quesometerse a los caprichos deChantal. La película se le haescapado de las manosdefinitivamente. Y a los genios nohay nada que les desconcierte másque darse cuenta de que estánfracasando.

—¿No eres un poco dura?

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—Ojo con André. Nos quedandiez días de rodaje. Todavía nohemos visto su lado malo, peromucho me equivoco o nos va a dartiempo a verlo.

Lo decía indiferente, como sino fuera con ella.

—Hay algo que me fascina deti, Ariane.

—El qué.—Que ni sientes ni padeces.

Que todo te trae al fresco. Arianeapartó de mí la mirada y la clavó alfrente, en la lejanía de aquel

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horizonte nublado de París.—Ojalá fuera como tú crees

—dijo—. Sólo lo intento. No eraverdad. Yo era injusta al acusarla, yella al proclamar su presuntaintención de pasar de todo. Bastabaverla cuando se encendían los focosy André gritaba «acción». No habíanadie que se concentrara como ella,nadie que pusiera como ella toda lafuerza, toda la elegancia o todo elhumor que le pedía el personaje queestaba representando. Ni siquieraChantal, por mucha fama y mucha

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experiencia que tuviera. Y nodigamos yo. A medida que todo sehabía ido pudriendo, me había idosintiendo más y más torpe, más ymás una simple chica mona quesólo podía vivir de su cara bonita yque nunca conseguiría nada comoactriz. Cómo sería, que hasta lleguéa echar de menos que André mecorrigiera. Llegué a pensar quecuando no lo hacía, a pesar de lomal que yo sentía haber actuado, laúnica razón era que me daba porimposible, o que como decía

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Ariane ya daba por destrozada lapelícula. Como si lo único quequisiera era terminar de rodar loque quedaba y perdernos de vista alas dos, a la película y a mí. Sinembargo, esa sensación me durópoco. Porque en los últimos días derodaje, tal y como había vaticinadoAriane, que tenía indudablespoderes de adivinación, a André sele terminó de agriar el carácter y engran parte desahogó su cóleraconmigo. Le dio por corregirme,vaya que sí, y de qué manera.

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Así empezó mi calvario, lapeor época que recuerdo de mivida. Fue como si tuviera que pagartoda la consideración que habíatenido hasta entonces por sernovata, fotogénica y extranjera.Cada vez que metía la pata, Andrédecía «corten» como si quisieradecir «que la fusilen». Y lasinstrucciones que me daba para querectificara lo que hacía mal, eran unsuplicio añadido. Hablaba a todaprisa, sin mirarme a la cara nunca,pronunciando la mitad de las

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palabras y metiendo trozos enfrancés de los que no entendía casinada. Eso me obligaba apreguntarle, y entonces era peor.Volvía a explicármelo, todavía másdeprisa, con más trozos en francés,comiéndose muchos más sonidos. Ymientras tanto yo tenía que soportarla sonrisita triunfal de Chantal, quesiempre andaba por allí disfrutandodel espectáculo, tuviera o notuviera que intervenir ella en laescena que se rodaba. O el regodeode Sara, la otra española, que era,

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no podía ocultarlo, la que mejor selo pasaba viendo cómo el directorfustigaba a la niñata consentida.También solían estar por allíAriane y Valérie, la actriz querepresentaba a su madre y quedesde el principio me había tratadotan bien, pero no sé por qué en esasocasiones sientes más lo que tehiere que lo que te consuela.

La puntilla fue una secuenciaque tenía a solas con Michel, elguaperas de la historia, en la quenada menos que teníamos que

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darnos un beso apasionado. El díaque nos tocaba rodarla, desde muytemprano por la mañana, estaba elmuy cerdo relamiéndose de gusto.Y por si a mí no me fastidiaba lobastante la perspectiva, se acercó asaludarme y a restregármelo:

—Hola, ma chérie. Hoy esnuestro gran día.

Me lo quedé mirando con lamayor cara de asco que soy capazde poner.

—No te entiendo, Michel —dije.

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—Sí que me entiendes. Heestado pensando en la escena todala noche. La vamos a bordar, yaverás.

—me guiñó un ojo, antes dedirigirse hacia su caravana. Meentraron ganas de devolver. Era unamañana lluviosa, para variar, y depronto tuve la sensación de que elmundo y mi vida eran tan feos y tanmiserables que no había ningunarazón para desear que duraran. Eracomo cuando te levantas un día quetienes examen de Matemáticas, pero

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a lo bestia.Me dejé maquillar y arreglar

como si me estuvieran preparandopara llevarme a la silla eléctrica.Por un lado tenía ganas de salircorriendo, pero por otro sabía queera inútil, que tenía que pasar loque tenía que pasar y que cuantoantes pasara, mejor. Fui hacia elplato (por suerte aquel día notocaba mojarse) y allí me reuní conmi adorado Romeo. Estabaprecioso, no lo negaré, y eso apesar de que el maquillaje que a él

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le ponían intentaba darle aspecto deenfermo, con ojeras y demás. Peropor mi parte le miraba y sentía lomismo que si me tocara morrearmecon Godzilla.

Empezamos a rodar. Laprimera parte no planteabadificultades. Frases cortas, ponercarita de pena y poco más. Es muydifícil llorar bien o reír bien,cuando tienes que fingirlo. Perohacer cara de preocupación, o detristeza, o de estar pensativa, es lomás fácil del mundo. Cuando la

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cosa se empezó a poner tierna, seme hizo más duro: se me secaba laboca, se me trabó la lengua. Ésa fuela primera vez que André ordenóque cortaran. Vuelta al principio, yasí tres veces más. A la cuarta,André dijo:

—Silvia, estamos intentandohacer una película. ¿Crees que teconcentrarás antes de Navidad?

No le respondí. Me era muydifícil decir nada. Tenía la gargantacomo esparto. Me volví a uno deproducción y le pedí agua. Me la

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trajeron.—Está bien —se dirigió

André al resto del equipo, mientrasyo bebía—. Ahora empezamosdesde la mitad. Lo del principio loaprovechamos.

Volvimos a intentarlo. Estavez la parte complicada llegó enseguida, porque habíamosempezado desde más adelante. Dijemis frases sin equivocarme y tocólo del beso. Michel se abrazó a mí,de una forma bastante más pegajosade lo que nos habían indicado, y

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una décima de segundo despuéssentí su lengua dentro de mi boca.Sabía a tabaco y a menta. Odio lamenta. Me entró una arcada y me loquité de encima de un empujón.

—¡Corten! —vociferó André.Tomé aire a bocanadas.

Michel sonreía con cara deinocencia, como diciendo que a élpodían registrarle. El directorperdió los estribos:

—Joder —gritó, en español—.¿Y ahora qué pasa?

—Que me he atragantado —

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dije.—Vale, maldita sea —se

resignó—. Vamos otra vez.Antes de empezar de nuevo, le

advertí a Michel en voz baja:—Si vuelves a meter la

lengua, te la arranco de unmordisco, la escupo por el váter ytiro de la cadena.

—Me gusta tu punto salvaje —repuso—. Pero no te atreves, yaverás.

—Atrévete tú a comprobarlo—le desafié.

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Volvimos a la escena. En elmomento del beso, Michel aventuróla punta de la lengua. Cerré losdientes, pero no me dio tiempo aengancharle. El muy cobarde lahabía retirado, y mis dienteschocaron contra los suyos.

—¡Corten! —aulló André,desesperado.

Vino hacia nosotros. Caminabadespacio, con la barbilla contra elpecho, mirando un poco esquinadohacia donde yo estaba. Cuandoestuvo a nuestra altura, se detuvo a

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mi lado y preguntó:—¿Qué pasa, Silvia, que

nunca habías besado a un chico? Leaguanté la mirada, no pude hacermás.

—Yo creía que las españolaseran ardientes —se burló André—.Ahora va a resultar que ni siquierasaben dar un beso. ¿No te pareceguapo Michel?

Volví a quedarme callada,mirándole.

—Respóndeme algo, me cagoen todo —gritó.

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Sentí que las lágrimasasomaban a mis ojos. No quería quecayeran, por nada del mundo queríadarle ese gustazo. Pero me sentíatan pisoteada, y tan injustamente,que no pude contenerlas.Resbalaron por mis mejillas y seguímirándole, sin alterar el gesto. Élno esperaba que le plantara cara.

Fueron unos segundos muylargos, y no sé cuántos más habríantranscurrido si no se hubieraacercado alguien a ayudarme.

—Deja que la chica descanse

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un poco —pidió una voz detrás deAndré.

Se trataba de Valérie. Aunqueno era más que una actrizsecundaria, lo que quería decir quenadie allí le tenía demasiadorespeto, hizo lo que ninguno habríaosado hacer. Vino y se interpusoentre el director y yo.

—¿Quién te da vela en esteentierro? —la increpó André. —Lavela me la doy yo —respondióValérie, sin arrugarse—. Me lallevo cinco minutos. Y tú aprovecha

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para meditar un poco. Y paraavergonzarte, suponiendo quetodavía te quede un poco devergüenza.

—Eh, Valérie... —empezó adecir André.

—Adiós —le cortó miprotectora.

Me llevó a la caravana y allíme consoló. Al verme sola con elladejé que saliera toda la rabia quetenía dentro. Valérie me dijo:

—Venga, desahógate. Peroahora vas a volver, vas a hacer la

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escena y vas a dejar a ese borricosin pretextos para meterse contigo.

Volví e hice la escena, quéremedio. Michel no intentó nadacon la lengua, y cuando acabamosAndré no ordenó que larepitiéramos. Noté que meobservaba con aire culpable, comosi se diera cuenta de lo canalla quehabía sido. Me dio igual. Lo únicoque quería era perderlo de vista.

Esa noche, a las tres de lamañana, me desperté con la bocaseca, como la había sentido durante

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aquella escena repugnante. Melevanté y fui a la cocina a buscar unpoco de agua. Me senté ante lamesa, con un vaso y una botella, yme bebí medio litro a sorbosgrandes y espaciados.

Una figura apareció en elumbral. Era Eric. Tenía todo elpelo revuelto y vestía un skijamarojo. Sus ojos parecían difuminadospor una especie de niebla, o podíaser la niebla de los míos. ComoAriane dormía, susurró:

—¿Te encuentras bien?

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Le observé un segundo, unpoco aturdida.

—No —respondí.—¿Mal del cuerpo o del

espíritu?—Del espíritu, supongo.—Si puedo ayudarte en algo...Pensé en la posibilidad.

Hablarle de mis problemas, tenerloun rato escuchando y luego recibiruna palmadita de adulto en laespalda. No. La verdad era que nome apetecía demasiado. Así que meescurrí:

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—No, ya se me pasará. Sontonterías.

Eric pareció cerciorarsedurante un momento. Después dijo:

—Si dejaran de serlo, aquí metienes. No te prometo que sepaarreglarlo, pero lo intentaría. Tedebo una, ya sabes. Hasta mañana.

No se quedó ni un segundomás. Desapareció, tan silencioso ydiscreto como había venido. Esanoche tardé en dormirme, y hastaque el sueño me pudo seguí oyendosus palabras, aquí me tienes, una y

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otra vez.

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12

Sueños que se derrumban

El día siguiente era sábado yno había rodaje, así que aprovechépara dormir hasta las doce y tratarde recuperar U el sueño que habíaperdido. Cuando me desperté y fui ala cocina a desayunar, me encontrécon una Ariane fresca y sonriente y

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una sorpresa. O mejor dicho, dos.Sobre la mesa me aguardaban dosregalos. Uno aparatoso y otromucho más sencillo.

El aparatoso era un inmensoramo de flores, con un sobreprendido al celofán que teníaalrededor. El otro era un paqueteenvuelto en papel de unos grandesalmacenes. Por la forma, parecía unlibro.

—¿Y esto? —pregunté.—Tú sabrás —respondió

Ariane—. Los dos son para ti. Uno

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sé quién te lo manda, porque lotrajo en persona esta mañana. Elotro, no tengo ni idea.

—Me dejas intrigada.—Bueno, mira la tarjeta que

habrá dentro del sobre y abre elpaquete. Así saldrás de dudas. ¿Porcuál empiezas?

Empecé por el ramo. Era unramo precioso, enorme, que debíade haber costado un dineral. EnParís las flores son carísimas. Abríel sobre y, en efecto, encontré unatarjeta en el interior. Decía:

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«Espero que puedas perdonarmepor portarme como un imbécil. Porherirte, a ti que eres lo único quehace que en estos días haya algunaluz». Y venía firmada: «André».

—¿Lo ha traído él? —preguntéa Ariane.

—No sé quién es él —repusoAriane, con un gesto malicioso—.No fisgo en la correspondenciaajena. Pero no. Eso lo trajo unrepartidor.

Guardé la tarjeta en el sobre ycogí el paquete. No era muy difícil

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abrirlo, porque sólo tenía una tirade celo pegada en el lado por elque se cerraba. Como ya habíaimaginado, se trataba de un libro.El título era, escrito, Le GrandMeaulnes, que viene a pronunciarsealgo así como Le Gran Moln. Y elautor era un tal Alain-Foumier.Estaba en francés, lo quesignificaba que quien me loregalaba tenía demasiada confianzaen mi dominio de ese idioma.Busqué el comienzo, para ver cómome resultaba de difícil la primera

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frase. Decía así: «Il arriva cheznous un dimanche de novembre...»O lo que es lo mismo: «Llegó anuestra casa un domingo denoviembre...»

Me acordé de alguien quehabía llegado a nuestroapartamento, también, un domingode noviembre. Y cuando vi, unaspáginas más atrás, que el libro traíauna dedicatoria, supe quién lafirmaba antes de leerla. Era muycorta: «Esto es lo mejor queconozco contra los males del

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espíritu. Eric». —Qué detalle —dije.

—Una cosa puedo jurarte —aseguró Ariane—. Es su librofavorito.

—¿Tú lo has leído? —pregunté.

—A ver. Por fuerza. Si no loleo, todavía me estaríapersiguiendo.

—¿Y?—No está mal.Meneé la cabeza.—Como siempre, Ariane, tu

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opinión es de lo más entusiasta.—Es un libro, nada más. Tiene

su mérito, sí. La historia esinteresante y el personaje deMeaulnes también, hay quereconocerlo. Si me guardas elsecreto, creo que mi hermanosiempre ha querido parecerse a él.

Me quedé mirando duranteunos instantes las flores de André.Eran bonitas, desde luego, y lo quehabía escrito en la tarjetademostraba cierta nobleza desentimientos por su parte. Por lo

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menos se daba cuenta de que habíaobrado mal y tenía la decencia depedir disculpas. Sin embargo, aquelsuntuoso ramo de flores, comparadocon lo que prometía el libro, mepareció un armatoste sin ningúnvalor. Las flores eran sólo flores,pero en aquellas páginas, si habíaque creer a Ariane, estaba la clavede lo que el escurridizo Eric era oquería ser. Tu libro favorito, pensé,es una especie de pista sobre lo quete importa y sobre lo que buscas enla vida. Me angustiaba un poco que

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estuviera en francés, por lo quepudiera escapárseme. Y deseabaponerme a leerlo cuanto antes, paraempezar a saber.

Aquí tengo que confesarosalgo que seguramente ya habréisadivinado. A medida que pasabanlos días, me iba dando cuenta deque Eric me gustaba. No un poco,como me habían podido gustarotros, sino mucho. Y no porquefuera guapo, aunque no estaba mal,sino por la manera de comportarse,esa serenidad con que te hablaba y

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te miraba, esa forma de quedarsesiempre en la sombra y deguardarse lo que pensaba y lo quehacía, como si no tuviera nuncaintención de impresionar. Por unlado me fastidiaba, porque siempreme dejaba con las ganas deaveriguar más, pero al mismotiempo me atraía. Me gustabatambién cómo se me había acercadoaquella madrugada en la cocina: suofrecimiento para ayudarme, sintratar de entrometerse. Pero lo quemás me desarmaba de él, en el

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fondo, era otra cosa. Siempre hesabido cómo gustar a los chicos,cuando me lo propongo. Enrealidad, lo he conseguido hastacuando no quería atraerlos, inclusosin hacer nada. Supongo, bueno, esalgo más que un suponer, que habíaintentado que Eric también sesintiera atraído por mí. Y hasta esemomento, no daba la impresión deque hubiera tenido el menor éxito.Me trataba con deferencia, podíaincluso preocuparse por mí, perocomo lo habría hecho con cualquier

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otra niña desvalida. Y no era eso,precisamente, lo que yo queríaparecerle.

Por eso, no os extrañará queaquel sábado le dijera a Ariane queno me apetecía salir y lo dedicaracasi entero a leer aquel libro, LeGrand Meaulnes, que en español sellamaría El gran Meaulnes. Mesenté en el mejor sillón, me puse eldiccionario al lado para buscar laspalabras que no entendiera y mesumergí en la lectura. Sabéis que nosoy excesivamente aficionada a

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leer. Pero el libro me envolviódesde el principio en su halomisterioso y romántico, y aunqueestuviera escrito en aquella lenguaque no era la mía y que tenía quedescifrar a veces como un acertijo,no pude soltarlo hasta que loterminé. No sé muy bien cómoexplicarlo: mi corazón comprendíala historia y los sentimientos deaquellos personajes más allá de loque mi cerebro entendía el francés.Desde el principio supe queMeaulnes tenía un secreto que

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explicaba su desconcertantecomportamiento, y no pude pararhasta descubrirlo, como hace elnarrador, al final de la novela.

El libro cuenta la historia dedos chicos, François Seurel, elnarrador, y su amigo AugustinMeaulnes, a quien todos llaman elgran Meaulnes, porque es más altoque los demás chicos y por suespíritu aventurero y fantástico. Alprincipio del libro, Meaulnes es unestudiante que viene de fuera aalojarse en casa de François, que es

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hijo del maestro del pueblo. Allítraban amistad. François es unchico tímido, un poco acomplejadopor una cojera que le dejó unaenfermedad. Meaulnes es impulsivoy generoso, aunque más bienreservado. Sin embargo, conFrançois toma en seguida confianza,y los dos hacen frente común contralos demás chicos del pueblo. Lahistoria que cuenta la novela giraalrededor de una aventura fabulosaque vive Meaulnes un día que sepierde en el campo y llega a una

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casa donde se está celebrando unaextraña fiesta. Hay gente disfrazada,niños y mayores, música y un granbanquete. Todo es en honor del hijode los dueños, Frantz de Calais, queva a casarse con una chica de otropueblo. Meaulnes se sientefascinado por aquel ambientemágico, y sobre todo por unahermosa joven, Yvonne de Galais,la hermana del novio. Pero la fiestaacaba mal. El novio llega solo,porque la chica que iba a casarsecon él ha cambiado de opinión. La

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fiesta se deshace apresuradamente yMeaulnes vuelve a casa en el carrode unos invitados. Con las prisas yel cansancio, no se fija en elcamino, y cuando llega al pueblo seda cuenta de que no sabe cómoregresar a la casa donde viveYvonne, la chica que le ha robadoel corazón. Durante mucho tiempo,la obsesión de Meaulnes esencontrar el camino hacia la casaperdida. Mira mapas, explora losalrededores, pero no consigue darcon ella. Al cabo de los meses, le

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llegan noticias de que Yvonne se hamudado a París y decide ir abuscarla. Ése es el momento en quese separa de su camarada François,y como él es quien cuenta lahistoria, dice que al ver cómo se vael gran Meaulnes siente que con élse va su adolescencia. Ya seacabaron los juegos quecompartieron, incluida aquellabúsqueda febril de la casainaccesible, aquella aventura yaquel sueño que él había vividojunto a su amigo, ayudándole en sus

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pesquisas. Meaulnes no consigueencontrar a Yvonne en París, y porlas cartas que le manda a François,éste nota que se hunde más y más enla depresión. Pero ahí no acaba lahistoria. Un día, algún tiempo mástarde, cuando ya ha dejado de serun niño, es el propio François quienencuentra a Yvonne. Consigue queella y su amigo se reúnan. Ella lerecuerda a él y corresponde a suamor, pero sorprendentemente elgran Meaulnes no parece feliz ysólo piensa en marcharse...

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Pero bueno, no os voy a contarla historia entera. Al final secomprende por qué Meaulnes nopuede ser feliz con Yvonne, y es unsecreto que tiene que ver con elresto de la historia. El libro acabade una forma muy triste, pero apesar de eso mi sensación alcerrarlo no fue de tristeza. Lahistoria era tan sugerente y tanemocionante que te hacía sentirtebien, aunque no todo les salieracomo una hubiera querido a susprotagonistas. Además, llegas a

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averiguar que el comportamiento deMeaulnes, que visto desde fuerapodría parecer a veces malvado ycruel, es todo lo contrarío. Cuandodescubres su secreto ves que obraasí por generosidad, porque hapuesto tanta fe en su sueño dejuventud que no puede consentir serfeliz mientras haya otros queformaron parte de ese sueño y queson desgraciados.

Me gustaba eso, me gustabaque alguien se sacrificara de esaforma aunque nadie supiera por

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qué, aceptando que todos leconsiderasen un canalla cuando nolo era en absoluto. Me gustaba esepersonaje de Meaulnes que hacía loque creía que tenía que hacer y queponía en ello toda el alma, sinpedirle ayuda a nadie. Y hubomomentos de la historia, cuandoMeaulnes busca a Yvonne en París,bajo la lluvia, o cuando visita a unpersonaje que vive en una callejade cerca de Notre-Dame, en los queme era imposible no sentirme muycerca de él, en las mismas calles

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por las que yo había paseado mifelicidad al principio y midesengaño después. Tal vez por esome atrapó el libro: porque era comosi me contaran mi propia historia.

Sin duda, Eric había acertadocon el regalo. Leer aquella novelafue una medicina contra mi mal deespíritu. También la historia deMeaulnes era la historia de unadecepción, de cómo un sueño sevenía abajo: lo mismo que meestaba pasando a mí con París y conel cine. Pero aquel escritor, aquel

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Alain-Fournier, conseguía que elrelato de algo así no fuera oscuro ydeprimente, sino esperanzador. Oshe dicho que el final es triste, y escierto. Pero a Meaulnes le quedauna ilusión para el futuro. Y eso lehace a una pensar que cuando lossueños se derrumban, no se acabatodo. Que siempre quedan muchascosas que merecen la pena y que sepueden salvar. Muchas cosas que alo mejor estaban ahí desde antes yque valen tanto o más que lossueños perdidos. No podía saber si

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Eric me había regalado el librocreyendo que yo llegaría a esaconclusión, o si le había salido lajugada de carambola. Tampocosabía si pretendía algo o no, laverdad.

Lo que sí sabía era algo mássobre él. Nada definitivo, nada queestuviera muy claro o que pudieraexplicar con palabras, pero algo.Sabía que teníamos mucho encomún, porque aquél también eraahora mi libro favorito. Sabía quesus silencios eran como los del gran

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Meaulnes, y que también seresignaba a que los demás seimaginaran de él lo que no era. Poreso no le importaba parecerindiferente, o distante, cuando era,en realidad, atento y cariñoso.Bueno, esto último no lo sabía, peroquise creerlo. '

Cuando terminé el libro debíanser más allá de las siete y media.Ya había anochecido y afuera, en laplaza de la Madeleine, llovía acántaros. Como de costumbre.Ariane no había vuelto y su

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hermano tampoco. Yo estabasentada junto a la luz, no demasiadofuerte, de una lámpara de mesa.Seguía absorta en el libro y en todolo que me sugería sobre Eric,cuando de repente, sacudiéndomecomo un terremoto, sonó elteléfono. Me abalancé a cogerlocon el corazón latiéndome a mil porhora. Era André:

—Hola, Silvia. ¿Recibiste lasflores?

Me costó recordar a qué floresse refería, incluso me costó

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reconocer aquella voz y darmecuenta de quién era el dueño.Volvieron a mi mente un montón derecuerdos que habría preferidomantener alejados: la película,Chantal, las broncas, todo lo queiba a ser y no había sido.

—Sí —dije, todavía aturdida.—Espero que seas capaz de

perdonarme.—¿Qué?—Perdonarme —insistió—.

Por lo estúpido que fui ayer.No me apetecía nada aquella

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conversación. No tenía la cabeza eneso, ni veía por qué debíaconsolarle yo a él. Pero traté de seramable:

—Estabas nervioso. Noimporta.

—Entonces, ¿me perdonas? —casi suplicó.

Me molestó su actitud. Yo noquería decirlo, no tenía ningunagana de pronunciar esas palabrasque él deseaba escuchar: «Sí, teperdono».

—No pasa nada —respondí.

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Hubo un breve silencio. Perono me lo pidió otra vez.

—Tengo una idea —dijo depronto.

—¿Cómo?—Una idea. Paso a buscarte

dentro de una hora y te llevo acenar. Quisiera contarte un par decosas que creo que debes saber.

Su voz sonaba muy animada,como si aquel ostentoso ramo deflores y la llamada hubieranborrado todo lo que había sucedidola víspera y yo debiera sentirme la

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chica más feliz del mundo porrecibir una vez más la invitacióndel gran André para salir a cenar enun restaurante caro de París. A míel plan me tentaba tanto comodejarme aporrear la cabeza con unbate de béisbol. Ni siquiera esasconfidencias que me anunciabalograban aumentar mi escasointerés. Pero no reaccioné con laenergía suficiente.

—Verás, esto... —dudé.—Nada. No admito excusas.

Dentro de una hora.

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Y colgó. Con lo que mecolocaba ante una difícil tesitura.Una hora después André estaríallamando al timbre. Tendría quedecirle que se volviera por dondehabía venido, o podía marcharmeyo antes de que llegara, paraahorrarme aquella embarazosasituación. Seguramente deberíahaber hecho eso, largarme, aunquehiciera una noche de perros. Peropor alguna razón no me atreví.Maldiciéndome a mí misma, mevestí y esperé a que viniera.

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Procuraba convencerme de queaquello era lo correcto. Si alguienquería explicarse, tampoco habíaque negarse a escucharle. Todo elmundo puede equivocarse, y todo elmundo tiene derecho a rectificar,me decía. Por otra parte, Andréseguía siendo el director de lapelícula en la que yo trabajaba, ytampoco era cosa de tratarle apatadas ahora que venía arrepentidoy deseando justificarse ante mí.Estuve dando vueltas a todas estasrazones y a muchas más, pero

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ninguna terminó de convencerme.Por encima de todo tenía lasensación de que dejarme invitar aesa cena era un error y de que iba alamentarlo. Lo que no sospechabaera hasta qué punto.

André llegó a la horaprometida. Se había puesto muyelegante y me acompañó todosolícito hasta su impresionanteMercedes deportivo. Era un cocheprecioso, no voy a decir que no,pero cuando me abrió la puerta y lasostuvo para que yo entrase, lo hice

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silenciosa y sin ninguna gana.En el camino hacia el

restaurante, André no dejó dehablar ni un solo momento. Norecuerdo de qué. Del tráfico, delsitio donde íbamos a cenar, detodos los accesorios que tenía elcoche. Qué sé yo. Ni siquiera leescuchaba. Me acordaba de unmomento del libro, cuando el granMeaulnes, que no ha podidoencontrar a su amada Yvonne, salepor desesperación con una chica ala que no quiere, Valentine. Pero

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aquello era diferente. Yo ibasentada en aquel Mercedes contrami voluntad, y lo único que deseabaera que el tiempo pasara rápidopara volver a casa, donde podríavolver a ver a Eric. Era aquelpelmazo insufrible el que loestropeaba todo. En cada semáforoante el que nos parábamos tenía quehacer esfuerzos sobrehumanos parano abrir la puerta y bajarme sin másdel maldito Mercedes.

La primera parte de la cena,que esta vez era en un restaurante

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menos lujoso que las otras, aunquemás acogedor, siguió en la mismalínea. Él hablando y hablando deasuntos sin importancia, y yosoportándolo a duras penas.Procuré entretenerme con lacomida, tan rara y tan deliciosacomo sólo puede serlo en París,pero tampoco tenía mucha hambre.En fin, que allí estaba, sufriendomansamente, cuando André cambióde tono, dejó de parlotear sobretonterías y mirándome a los ojos,me dijo:

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—Te debo una explicación,Silvia.

Sostuve su mirada, pero noabrí la boca.

—Es sobre lo que ha pasadoestas últimas semanas —continuó—. Es difícil para mí hablarte deesto. Te habrás dado cuenta de quehemos tenido que cambiar mucho lapelícula. Quiero que sepas que elprimero que está dolido por eso soyyo. Siento que han arruinado miproyecto. Lo que yo tenía en lacabeza era muy distinto. Era una

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historia para ti, Silvia.Tanto oírle decir mi nombre

me mosqueaba. ¿Qué esperaba, queme emocionara con aquellaconfesión? Seguí sin inmutarme.

—Pero la vida —añadió— yel cine, y toda la mierda que hayalrededor, si me permites lapalabra, a veces te quitan todo delas manos. Tengo una montaña decompromisos, obligaciones,contratos con gente que no entiendenada más que de dinero y de plazosy de beneficios. Gente a la que no

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le importa el cine, sino ganar todolo que pueda. Y eso me obliga aaceptar lo que por mi propio gustono aceptaría. Así es el negocio, machérie.

Si aquella cena hubiera sidodos o tres semanas antes, el trucopodía haberle funcionado, y mehabría dado muchísima pena. PeroAndré me había hecho daño, y esono me había dejado más remedioque endurecerme frente a él. Suslloriqueos resbalaban sobre micorazón como la lluvia sobre un

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bloque de pedernal. Le observé,callada como una tumba.

—Lo de Chantal, por ejemplo—dijo—. Si ahora pudiera volveratrás, lo último que haría seríacontratarla. La despeñaría por unacantilado, la empujaría al paso deun autobús —se rió de su propiochiste, aunque yo no le vi la gracia—. Es una mujer abominable, unaactriz rancia y empalagosa. Perotiene amigos, influencias,demasiados ases en la manga. Nome queda otra solución que

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concederle todos los disparates queme exige.

—Pues sí que es un mal rollo—me limité a opinar.

—¿ Un mal qué?—Rollo. Que tienes mala

suerte, vamos.A André se le iluminó la cara.—Sólo de momento —aseguró

—. De eso quería hablarte. Estapelícula ya es historia. Vendrá bien,para darte a conocer, pero yo estoypensando en las próximas. Ésas lasprepararemos mejor, aprenderemos

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de todos los errores que hemoscometido aquí. No habrá unaChantal que nos lo estropee.

A renglón seguido, André selanzó a contarme un sinfín demaravillas sobre los nuevospapeles que tenía para mí, sobretodas las películas en las que iba aser por supuesto la protagonista,etcétera. Quería que olvidase lopasado como se olvida unapesadilla y que me quedara enParís. Ésa era su propuesta.Esperaba que los pequeños roces

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que habíamos tenido no influyeranen mi decisión. Y hablando deroces, su mano tocó distraídamentela mía. Mientras la apartaba, le dijeque tenía que pensarlo. Yaproveché el momento parabostezar y sugerir que ya era unpoco tarde.

André me llevó de vuelta acasa cargado de optimismo. Debíade suponer que todo estabaresuelto, que su magnífica puesta enescena había apabullado a la niñatonta y que a partir de ahí todo iría

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de perlas. Y cuando paró el cochedelante del portal y quitó elcontacto, se le fue la mano.

Al principio no entendí. Le vivolverse, alargar el brazo, pero nopude reaccionar antes de que mecogiera por el cuello y susurrara:

—Silvia...Entonces me revolví, furiosa, y

le grité:—Déjame.Pero no me soltó. Me cogió

más fuerte y dijo:—Tranquila, mujer.

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—Que me dejes —volví agritar, ya histérica.

En ese momento se abrióviolentamente una puerta. Su puerta.Una mano se aferró a su solapa ytiró de André. Reconocí la vozcuando dijo:

—Sal de ahí, imbécil.

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13

La ilusión de vivir

Al principio, André se quedócomo idiotizado. Eric le habíasacado del coche, le habíaempujado contra el capó y ahora lefulminaba con la mirada. Yoaproveché para bajarme, sin perderni un segundo.

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—¿Qué pasa? ¿Quién eres tú?—preguntó André.

—Soy tu ángel de la guarda —respondió Eric-I Me ocupo deevitar que hagas lo que no debes.Pero si vuelvo a pillarte en una deéstas, me olvido de que soy unángel y te arranco el hígado.

—Oye, no sé quién te invita ameterte —dijo André, con vozentrecortada-| pero te estásequivocando. No pasa nada. Lachica trabaja conmigo, estaba unpoco nerviosa y trataba de

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calmarla. Nada más.—¿Estabas nerviosa, Silvia?

—me consultó Eric.—Deja que se vaya —le pedí,

sin mirar a André. Por encima detodo, lo que deseaba era perderlode vista cuanto antes.

—¿La conoces? —se asombróAndré.

—La conozco —contestó Eric—. Y a ti también. Sé quién eres,dónde vives, qué haces y ahoratambién la matrícula de tu coche. Sime entero de que vuelves a

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molestar a una chica, te lo quemotodo. Anda, lárgate.

—No, no me quedo nadatranquilo dejándote con este tipo,Silvia —tartamudeó André,mientras retrocedía hacia la puerta—. Tengo una responsabilidadsobre ti, no sé lo que pensarían tuspadres...

Escucharle me daba náuseas.Tuve que hacer un esfuerzo paradecir:

—Puedes irte sin miedo. Es unamigo.

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Y eché a andar hacia el portal.Eric se quedó allí hasta que Andrésubió de nuevo al coche, lo arrancóy enfiló hacia la plaza. Luego vino areunirse conmigo. Me cogió por loshombros y preguntó:

—¿Estás bien? ¿Te hizo algo?—Sí, no —me lié-› estoy bien,

no pasó nada.Me miraba dentro de los ojos,

como si quisiera asegurarse de queno le mentía. Sentí su mirada, elcalor de sus manos en mis hombros.La verdad, aunque le hubiera dicho

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que sí, era que no estaba bien.Estaba asustada, desengañada,rabiosa. No pude seguir aguantandoy me eché a llorar. Normalmente mefastidia, cuando no soy capaz decontrolar las lágrimas, sobre todo sime pasa delante de un hombre, perocon Eric era distinto. Tenía unanecesidad insoportable dedesahogarme y él era alguien queme ofrecía confianza. Quizá elúnico, en aquella ciudad fría ydespiadada en la que me sentía mássola y más extranjera que nunca.

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Eric dejó que llorase sobre suhombro, hasta que se me pasaron elsofoco y el miedo. No pronuncióuna palabra, sólo puso las manos enmi espalda y las mantuvo ahí,quietas. Cuando me separé de él,me limpió las lágrimas con unpañuelo y luego me lo dio. Mientrasyo me sonaba, dijo:

—Es bueno que hayas llorado.No hay que dejar que las cosas sepudran en el corazón, porque tieneque servirte para mucho tiempo.

—¿Por qué ha tenido...? —

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hipé.—No —me prohibió—. Ahora

no es momento para pensar en nada.Ahora tienes que subir,tranquilizarte y descansar. La nocheestá demasiado mala y ya no sonhoras para que una niña juiciosaande dando tumbos por ahí.

—No soy una niña —protesté.—Creí que ibas a decir que no

eras una niña juiciosa —se burló.—No. Quiero decir que no soy

una niña, punto —insistí, ofendida.Eric me observó, despacio. La

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sonrisa se borró de su rostro.—Ya lo sé, Silvia —admitió

—. Ya sé que no eres una niña.Pero una mujer también deberíasubir a dormir y olvidarse hastamañana.

Era inútil discutir. Sabía quetenía razón y justamente eso,acostarme, era lo que yo mismaprefería hacer. Entramos en elportal, tomamos el ascensor ysubimos a nuestro piso. En elascensor Eric no habló. O no hablócon la boca, porque sus ojos me lo

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decían todo, todo lo que yo quisierainterpretar. No eran, como habíansido hasta entonces, unos ojoshuidizos y ausentes. Estaban fijosen mí, me acariciaban, meprotegían.

Ariane se extrañó de vernosllegar juntos. Mucho más cuandonotó las huellas del llanto recienteen mi cara.

—¿Qué pasa? —preguntó,mirándonos alternativamente a losdos.

—Nada —respondió Eric—.

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Silvia ha tenido un pequeñocontratiempo, abajo. Pero ya pasó.

—¿ Un contratiempo? ¿De quéhabla este chalado, Silvia?

—No te metas con él —ledefendí—. Si no es por tu hermano,me temo que esta noche habríaacabado bastante mal.

—Bueno, lo que me faltaba —dijo Ariane—. ¿Alguno me quiereexplicar qué demonios pasa, antesde que me vuelva loca yo también?

—Anda, deja que se acueste,que está cansada —intervino Eric

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—. Buenas noches, Silvia. Sinecesitas algo, aquí estamos.

Aquella noche dormíprofundamente, sin sueños. Cuandome desperté al día siguiente, queera domingo, ni siquiera recordabalo que había pasado. Incluso tardéun rato en comprender que estabaen París, que trabajaba en unapelícula, que vosotras dos estabaislejos y que, por cierto, con todo elfollón de los últimos tiempos mehabía olvidado de escribiros. Oquizá no me había olvidado. Quizá

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era que me costaba coger papel ybolígrafo para contaros que todo sehabía torcido, que mi sueño deParís se había vuelto una pesadillay que me arrepentía de haber hechoel viaje.

Pero tampoco esto último eradel todo cierto, y lo fue todavíamenos cuando me levanté y fui a lacocina, donde encontré a Eric anteuna mesa puesta con mantel y dosplatos para desayunar. Alacordarme de él, un minuto antes,había asumido que ya se habría

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marchado, como era habitual,incluso los domingos. Pero no, allíestaba, sacando la mantequilla,sirviendo zumo, tostando pan. Laque no estaba era su hermana.

—Hola —dije—. ¿Y Ariane?—Ha salido a correr. Supuso

que no te levantarías temprano.—He dormido como un tronco,

es verdad.De pronto, no supe qué añadir.

Me quedé allí quieta, en el umbral.Eric no necesitaba hablar para estara gusto. Pero yo me sentía rara.

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—¿Estás haciendo eldesayuno? —pregunté.

—Sí.—Es muy amable por tu parte.—Bueno, no está de más

cuidar a los demás de vez encuando.

—Por cierto que todavía no tehe dado las gracias —caí en lacuenta.

—No hace falta. Hice lo quedebía.

—En serio. Me vi en unasituación muy desagradable.

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Eric dejó lo que estabahaciendo y me miró con gestosevero.

—Vamos a hacer lo siguiente—dijo—. Vamos a olvidamos delincidente por hoy. Y a partir demañana, ya harás lo que haya quehacer. Para empezar, creo que nodeberías volver a salir de nochecon cierta gente.

—De eso no cabe duda —admití, avergonzada.

—Muy bien. Lo demás esasunto tuyo. Tú debes pensarlo y

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decidir lo que te conviene. Nadiepuede hacerlo por ti. Una cosa sí tedigo.

—Qué.—Que no te preocupes por él.

Todavía le andan temblando laspiernas. Un escándalo sería suruina, y nada puede aterrorizarlemás.

Pensé que Eric sabía lo que sedecía. Debía saberlo, para estar tantranquilo cuando su propia hermanatrabajaba en la misma película, alas órdenes de André. Quise

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preguntarle qué le había contado aella y qué opinaba Ariane, peropensándolo un poco me pareció queno era lo más indicado. Ya loaveriguaría por ella misma, cuandovolviera.

—Pero basta ya de esa historia—dijo, cambiando de tema—.Ahora vamos a desayunar. Y si tedejas, te invito a dar un paseo.

—¿ Un paseo? —no podíacreer lo que había oído.

—Sí, un paseo. Por mi lugarfavorito de París.

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—¿Qué lugar es ése?—Ya lo verás. Si aceptas mi

proposición, naturalmente.Apartó la vista, como si no las

tuviera todas consigo, como sihubiera alguna posibilidad de queyo le dijera que no. Pero no lahabía.

—Claro que la acepto —dije.Desayunamos, y por primera

vez desde que le conocía, él hablómás que yo. Se explayó sobre sutesis, que era acerca de un talMarcel Proust, un autor que había

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escrito un libro de tres mil páginastitulado En busca del tiempoperdido y que había vivido ymuerto en París entre finales delsiglo XIX y principios del XX.Había infinidad de documentaciónsobre él, por lo visto, y era difícilhacer algo original, porque ya sehabía escrito mucho sobre su obra.Pero Eric estaba empeñado encontar algo que no se hubieracontado nunca, en descubriraspectos ocultos del personaje. Poreso se pasaba los días en la

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biblioteca y en los archivos,buscando y buscando.

Y algo encontraba, me dijo,con una sonrisa satisfecha.

Luego cogimos el metro,rumbo hacia aquel lugar que sólo élsabía. Yo me dejé llevar. Era unasensación inesperada viajar conEric en los mismos vagones en losque antes había viajado sola, y quefuera él quien me guiase. Mientrasíbamos en el tren, me percaté deotro fallo:

—Tampoco te di las gracias

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por el libro.—¿ Te vas a pasar todo el día

dándome las gracias? —bromeó.—Es que acabo de acordarme.

Lo leí ayer, entero.—¿Entero? Eso es darse prisa.

¿Pudiste entenderlo bien? —Más omenos. Es un libro un poco extraño.

—Sí, eso han dicho siemprede él —asintió—. Pero a mí megusta mucho. Me parece soñador yverdadero a la vez. Como si larealidad y el ensueño sólo fuerandos maneras de ver lo mismo. No

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se puede huir de la realidad, pero laimaginación es lo único que ayuda asoportarla.

—¿Tú crees?—Fíjate en el propio escritor,

Alain-Fournier. La novela estábasada en su vida. Sus padresfueron maestros en un puebloidéntico al del libro y muchospersonajes están inspirados enpersonajes reales, desde loscompañeros de clase hasta Yvonnede Galais. El autor tuvo tambiénuna amada imposible, que se

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llamaba Yvonne de Quiévrecourt. Apartir de sus recuerdos imaginó unahistoria en la que viviría parasiempre su paraíso perdido y quedebió servirle para sobrellevar sufracaso con aquella chica.

—¿Qué fue de él después? ¿Secasó? ¿Tuvo hijos?

—No. Murió con veintisieteaños, en la Primera GuerraMundial.

La noticia me sacudió como siaquella muerte acabara de ocurrir.Le había cogido cariño, a Alain-

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Fournier, y más después de queEric me contara lo de aquellaYvonne a la que había querido sinesperanza.

—Qué pena —dije.—Bueno, la vida es así —

observó Eric—. Para unos corta,para otros larga. A lo mejortampoco importa tanto eso, sino loque te da tiempo a hacer. Y a Alain-Fournier le dio tiempo a escribir Elgran Meaulnes. Que no está mal.

Nos quedamos los dos ensilencio, hasta que el tren se detuvo

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en una estación que se llamabaPére-Lachaise. Eric se puso en piey dijo:

—Aquí es.—¿Aquí? —pregunté—. ¿Y

qué hay aquí?—No seas impaciente. Ahora

lo verás.Lo que había, y lo que vi un

minuto después, era un barrio deParís que se llama Belleville. Enese barrio estaba el lugar al queEric me llevaba. Un lugar que tenía,por cierto, el mismo nombre que la

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estación, Pére-Lachaise. Noimagináis lo que era: ni más nimenos que un cementerio.

—Voilá —dijo Eric, desde laentrada.

—No puede ser. Me estástomando el pelo.

Eric meneó la cabeza, muyserio.

—No te tomaría el pelo nuncacon algo así. Vamos dentro y teexplicaré por qué es mi lugarfavorito. Estoy seguro de que loentenderás.

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Una cosa sí tuve quereconocerle en seguida. No era uncementerio cualquiera. Estaba llenode árboles inmensos, y las tumbas,casi todas de piedra gris cubiertade verdín, resultaban sugerentes ymisteriosas. Vi montones deestatuas, capillas, mausoleosespectaculares. Eric me contó luegoque en el cementerio hay obras dealgunos de los mejores escultoresfranceses. A la pálida luz deaquella mañana de diciembre, lascalles que serpenteaban entre las

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tumbas y las avenidas centrales,todas cubiertas de hojas secas,parecían el escenario de un cuentode fantasmas.

—Para mí —explicó Eric—éste es el mejor parque de París.Sobre todo, uno de los mástranquilos. Sus habitantes son muysilenciosos —sonrió con malicia—,y también los que vienen avisitarlos. Y me encanta la forma delaberinto que tiene, todas estascalles donde te puedes perder.Cuando quiero estar solo o meditar

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en paz, vengo aquí, y debajo deestos árboles se me ocurren lasmejores ideas. A veces siento quelos que aquí descansan son los queme ayudan a tenerlas. Es unasensación que me gusta mucho,como si les ayudara a vivir más alláde su muerte, en mi pensamiento.

Por un momento, recordé loque Ariane, con su acidezproverbial, solía decir de suhermano: que le faltaba un tornillo,si no dos. Sin duda que aquellaafición era rara, pero no me pareció

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estar oyendo a un loco.—Este lugar está lleno de

historias —prosiguió—. Lashistorias de todos los que un díavivieron y murieron y acabaronenterrados en este cementerio.Algunos, hace treinta años. Otros,hace tres siglos. Una gran parte deesas historias sólo podemosimaginarla. Pero otra parte estáaquí, a la vista, escrita en la piedra.A mí me gusta buscar esas historias.Te encuentras algunas formidables.Y no necesariamente son amargas.

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Algunas parece que hubieran sidoescritas por un humorista. Porejemplo ésta. Mira.

Se acercó a una tumba queestaba a unos diez pasos delcamino. Fui tras él y leí la lápidaque me señaló. Decía: «Aquí yaceYves Morand, amante de lavelocidad, muerto como quería, alvolante de su Jaguar». Bueno,pensé, suponiendo que pudieraconsiderarse humor, era bastantenegro.

—Pero personalmente yo

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prefiero otras historias —dijo Eric,al ver que no me reía demasiado.

—¿Cuáles?—Las historias de amor.

¿Quieres ver algunas?—Sí.—Pues sígueme. Las mejores

están bastante escondidas.Eric se movía por las calles

del cementerio con una solturapasmosa. Torcía en lasbifurcaciones como si se conocierael camino al dedillo. A los pocosminutos yo estaba completamente

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perdida. Mientras le seguía,empezaba a sentir la mismafascinación que a él parecíaproducirle aquel sitio. La atmósferatan apacible, el ruido de los pájaroso del viento entre las ramas de losárboles, las tumbas que seextendían como un mar ante losojos. Desde luego era algodiferente, algo que no existía enninguna otra parte.

Eric se agachó ante unapequeña lápida que había entre doscipreses, en medio de otras dos.

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Tenía grabado un nombre, AnneMarie Minel, dos fechas, 1780-1828, y un epitafio que decía:«Querida esposa, desde lo alto deesas regiones celestes que el buenDios reserva a sus elegidos,escucha mi voz: ven, sombraamada, en el silencio de las noches,a consolar a tu marido». Y enmayúsculas, abajo: «REZAD ADIOS POR ELLA».

—Fíjate —dijo Eric—. ¿No essobrecogedor? Hace ciento setentay dos años, y es como si estuviera

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recién escrito. Supongo que él es elque está enterrado a la izquierda.Sólo con el nombre y la fecha.Puedes ver que no la sobreviviómucho. Pero su mensaje de amor sí.Hasta hoy.

Me enseñó otras muchastumbas como aquélla. A veces erael hombre, otras, la mayoría, era lamujer la que lloraba la marcha desu amado. Pero recuerdo una queme impresionó especialmente. Erauna lápida blanca, de mármol, quetenía otra lápida gris, más alta,

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vencida sobre ella. Según lainscripción, allí estaba enterradaEugenie de Beauvoir, muerta el 18de noviembre de 1851, a la edad dequince años. Y el epitafio, me loaprendí de memoria, rezaba así:«En el último lecho reposas,querida mártir, ángel del cielo;otros habrán conocido las rosas, túno has conocido más que la hiel. Delos desengaños te libra la muerte,en su esplendor te acoja Dios. Túno has muerto, tú resucitarás, portoda la felicidad (fue aún te debe

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Él». Abajo del todo había unnombre, como una firma: «Roger deBeauvoir».

—Supongo que era su padre—dedujo Eric—. Siempre me hepreguntado de qué moriría la pobreEugenie. Tal vez de alguna muerteviolenta, y por eso su padre lallama «querida mártir». ¿Te hasfijado en esa otra lápida gris queparece inclinarse sobre la suya?¿Sabes de quién es?

Me agaché para mirarla. Nome sorprendió leer sobre ella el

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nombre de Roger de Beauvoir,muerto en 1865.

—Es muy bonito, pero tambiénmuy triste —dije, con el almaencogida.

Eric dejó escapar un suspiro.—Yo siempre intento verlo de

otra forma —respondió—. Intentover que los sentimientos de laspersonas son capaces de atravesarel tiempo, hasta llegar a quieneshemos nacido mucho después.Intento pensar que merece la penatomarles cariño a las cosas, y a la

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vida, y a la gente, aunque las cosasse pierdan, la vida se acabe y lagente se muera. Aunque puedaparecerte una tontería, vengo aquíporque me ayuda a mantener lailusión de vivir.

—No me parece una tontería.Pero comprenderás que me choque.

—Piénsalo por un momento.Roger de Beauvoir y su hijaEugenie murieron hace siglo ymedio, pero a ti y a mí su historianos emociona hoy. Los dos viven enel latido de nuestro corazón.

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Siéntelo, y los sentirás a ellos.Hice lo que me pedía. Y al

mismo tiempo traté de imaginarcómo serían sus caras, la deEugenie, la del infeliz Roger deBeauvoir.

—No te enfadarás si te digoalgo —le solté de pronto.

—¿Enfadarme? —sesorprendió.

—Verás —dudé todavía—. Aveces me resulta increíble queAriane y tú seáis hermanos. Nopuede haber dos personas más

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opuestas.Eric acogió mi observación

con una sonrisa.—No te creas —dijo—.

Ariane es una chica muy sensible,quizá demasiado. Sufrió mucho,porque todo se le vino encimacuando apenas era una niña, y poreso le gusta jugar a ser cínica. Ahíes donde se equivoca, en miopinión. No puedes pasarte la vidadiciendo que todo lo que haces esuna basura y que nada te importa uncomino, porque esa es la mejor

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manera de pudrirte el corazón. Si elcine le parece algo tan idiota y tandespreciable, debería dejarlo. Ni eldinero ni la fama merecen que unose quede donde no siente quedebería estar. La vida es demasiadocorta para eso. Lo que yo creo,entre tú y yo, es que está hecha unlío. Pero ve a decírselo a ella.

—A mí me parece que le gustael cine más de lo que reconoce. Yes una actriz estupenda. Ha nacidopara interpretar.

—Ojalá tengas razón. ¿Quieres

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ver las tumbas de hombresfamosos?

Se veía que aquello no leentusiasmaba tanto, peroseguramente lo propuso para alejarel asunto de su hermana, del quesupuse que prefería no hablar. Dejéque me guiara, y así me enseñó latumba de Balzac, la de Oscar Wildey la de Jim Morrison, el cantante deun grupo llamado The Doors, queestaba rodeada por un buen númerode fans. También había tumbas degenerales, ministros, presidentes y

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otros hombres importantes. Enalgunas de ellas habían labradosobre el mármol lascondecoraciones que el muertohabía ganado en vida, y las habíanpintado de colores y todo.

—Hace falta ser bobo paraquerer llevarse las medallas —semofó Eric.

La tumba que más me gustó fuela de un tal Víctor Noir, sobre laque había una estatua de broncemuy sencilla. Representaba a unhombre joven que estaba tendido en

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el suelo, boca arriba, con un balazoen el corazón y el sombrero caídoal lado. Su gesto era de unaprofunda paz.

La última tumba que visitamosfue la de Marcel Proust, el escritorsobre el que investigaba Eric.Estaba cubierta por una simplelápida, en mármol negro. Alguienhabía dejado una flor blancaatravesada encima.

—Pobre Marcel —dijo Eric—. Mira, su vida es una buenalección para todos esos que se

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creen que el éxito es lo másimportante.

—¿Por qué?—Sus primeros libros se los

publicó él mismo, pagándolos de subolsillo. Durante mucho tiempo,nadie le hizo ni caso, incluso sereían de él. Los críticos, loseditores, los escritores famosos.Decían que escribía de una maneradisparatada. Un día, de sopetón, lellegó un premio, el éxito. Todos leelogiaban. Y cuando apenasempezaba a saborearlo, se murió.

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—Pues vaya.—Ahora todos le consideran

un clásico y para muchos es elmejor escritor de Francia. Perotodo eso a él ya no puede servirle.Lo que le sirvió fue lo que vio y loque vivió cuando nadie le prestabaatención.

Mientras pensaba en aquellasuerte tan cruel de Marcel Proust,me acordé de otro difunto del quehabíamos estado hablando.

—Oye, y Alain-Fournier, ¿noestá aquí? —le pregunté. —No —

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contestó Eric, gravemente.—¿Dónde está, entonces?—Sólo se sabe que murió en

un sitio llamado Les Éparges. Cayóal frente de su compañía, durante unataque. Nunca encontraron sucuerpo.

Lo dijo como si fuera familiasuya; igual que contemplaba aquellalápida negra. El viento le barría elpelo de la frente y sus ojosresplandecían.

Todavía estuvimos un buenrato paseando por el cementerio. A

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cada paso sentía más y más lejostodas las preocupaciones, y más ymás cerca la voz de Eric,desenredando para mí todasaquellas historias que meenseñaban a ver lo mucho que valíacada segundo que la vida nosregalaba. Era el tipo más lunáticoque había conocido en mi vida,pero no me cansaba de oírle. Deseéque aquel paseo no se acabaranunca, que el tiempo se detuviera ypudiera sentirle para siempre ahí,caminando a mi lado.

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Desde entonces, Pére-Lachaisefue también mi lugar favorito deParís.

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Donde las palabras no sirven

Después de todo lo que os hecontado hasta aquí, a lo mejor ossorprendo si os digo dónde estabael lunes siguiente a primera hora.Pues sí, de vuelta en el rodaje,dispuesta a trabajar otra vez conaquel André en el que ahora no

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podía ni pensar sin recordar laasquerosa escena del coche.

El domingo por la noche habíaestado hablando con Ariane. Mehabía contado algunas experienciasparecidas que ella había tenidodesde que trabajaba en el cine. Una,sin ir más lejos, con el propioAndré.

—Es la parte más incómodade este circo —me había dicho—.A cualquiera le gusta ver que lostíos se pirran por una, pero eso, queestá bien y además te hace sentirte

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la reina de la pista, se empieza atorcer cuando resulta que se pirrapor ti quien a ti no te interesa que sepirre, y encima el sujeto en cuestiónno se da cuenta de que lo últimoque te apetece es que te echeencima el aliento. Los tíos son aveces muy lentos para enterarse, yotras veces, como pasa con André,ni siquiera se quieren enterar. Alrevés, creen que cualquier chica ala que ellos se dignan dar unaoportunidad está a su disposición.Ni se paran a pensar en cosas

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elementales, maldita sea, como quesólo tienes dieciséis años. Peromira, más vale que te acostumbres,que aprendas a pararlos y, sobretodo, a no darle mayor importancia.Dentro de un año, si sigues en elcine, habrá un montón de páginas enInternet sobre ti. Sobre mí, y miraque tampoco soy Julia Roberts, yahay cientos, y en todas tienen lasfotos que me hicieron en la playahace un par de años sin la parte dearriba del bikini. Naturalmente queme revienta, pero todo se pasa. Es

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el precio que tienes que pagar porser adorable, Sylvie.

Nunca estaba segura, cuandome decía esas cosas, si Ariane seestaba mostrando cordial o irónicaconmigo. En todo caso, podíaconsiderarla una amiga, y una amigamás experta de la que tenía muchoque aprender.

—Queda una semana de rodaje—me recordaba Ariane, a modo deconclusión—. Termina, llévate lapasta, y luego ya verás qué haces.Podrás meditar mucho mejor con

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una película en cartel y con tunombre saliendo en todas partes.Eso te permitirá elegir lo que teapetezca.

El posible fallo de aquellateoría de Ariane era su propioejemplo. Aunque su nombre veníasaliendo en todas partes desdehacía años, no había que ser unlince para percatarse de que estabamuy lejos de vivir como deseaba,porque ella misma lo proclamabauna y otra vez. Pero no era nadafácil conseguir que Ariane

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reconociera sus contradicciones.—Yo soy un caso aparte —

decía, sonriente. Y enseñando unade las cicatrices de sus muñecas,explicaba—: Yo tengo que vivircon esto.

El caso es que, después depensarlo mucho durante las doshoras que tardé en dormirme, a lamañana siguiente, cuando sonó eldespertador, me levanté sinrechistar, me arreglé y me fui conella a terminar aquella película.Coincidí con Eric al entrar en la

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cocina, mientras él salía camino dealguno de sus archivos. La tardeanterior, suponiendo que yo tendríanecesidad de hablar con Ariane, sehabía quitado del mediodiscretamente. Al verle de nuevotuve que reconocer que nuestropaseo de la mañana me habíahabituado demasiado a sucompañía. Ya la echaba de menos.

Antes de irse, Eric mepreguntó:

—¿ Vas a acabar tu tarea?—Sí —respondí.

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—Muy bien —me dio suaprobación—. Sin miedo. Si hayalgún problema, ya sabes quepuedes llamar al Séptimo deCaballería.

—Lo que hace falta es que esolo sepan los indios —dije. —Losaben —aseguró. Y yo le creí,porque habría creído cualquier cosaque él me hubiera dicho con aquellamirada en sus limpios ojos verdes.

Aun con esa tranquilidad, nofue un trago dulce volver aencontrarme con la jeta de André.

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Desde el principio él estuvo muysuave conmigo, pero ahora que nopodía quedarme ninguna duda deque era un hipócrita, su amabilidadme valía de poco. La táctica queescogí fue guardar con él la máximadistancia posible y hacerle versutilmente que no me iba a olvidarde nada. Por su parte no huboninguna alusión al incidente. Nadieque nos viera desde fuera podíaimaginarse lo que había por debajo.O casi nadie.

A la pérfida Chantal, que

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parecía tener un sexto sentido paraestas cosas, algo le olió achamusquina: quizá que Andrévolviera a tratarme con respeto,después de haberme arreado tantoel viernes anterior. Como siempreque algo se escapaba a susbrujerías, Chantal reaccionó con unsigilo de serpiente. Nunca atacabade cara, siempre prefería darte enun descuido, y si podía hacer algopor despistarte, mejor. Lo intentóconmigo el martes por la mañana,en un descanso del rodaje. Estaba

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yo sentada en una silla, absorta enmis pensamientos, cuando vino ellay se sentó a mi lado.

—¿Cómo te va, ma chérie? —preguntó, con su más estudiadasonrisa.

La miré a la cara un momento,antes de contestar. Iba comosiempre, impecablementemaquillada, con los rizos rubios tanbien puestos que casi parecíanesculpidos. Sus ojos celestesbrillaban como estrellas en lanoche.

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—Me va bien, muchas gracias—dije, sonriendo aún más que ella.

—Hace un momento, cuando tehe visto aquí, me he dado cuenta deque ya estamos acabando y apenashemos tenido ocasión de intimar —se dolió.

—Es normal, con todas lascomplicaciones del rodaje.

—Pero bueno —exclamóChantal, cantarina—, la vida no seacaba cuando acabe el rodaje, ¿note parece?

—Desde luego —respondí.

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—Se me ha ocurrido una idea.Cuando terminemos, vendrás apasar una semana de vacaciones ala casa que tengo en la Costa Azul.

—¿De verdad me invitas? —fingí que eso me halagaba.

—Pues claro. ¿Aceptas?Había que ver la cara con la

que me lo preguntaba: cualquieraque no la conociera y que no lahubiera visto atacar, habría dichoque era una especie de ángelbenefactor. Mientras hacía mi partede la comedia, pensé que tendría

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que buscar alguna excusa, porquenada me apetecía menos que dormiruna sola noche bajo el mismo techoque aquella lagarta venenosa. Perode pronto se me ocurrió algo mejor:tratarla con su propia medicina.

—Me encantará —dije.Luego ya encontraría la forma

de zafarme del compromiso. Por lopronto, Chantal debió creer que yame tenía engatusada, porque pocodespués de celebrarexageradamente que aceptase suinvitación, entró en harina:

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—No creas que no me he dadocuenta de la forma intolerable enque te trata André. Alguien tendríaque pararle los pies de una vez portodas.

La escuché sin alterar el gesto.—En serio —insistió—. Y si

quieres, yo me encargo. De mí nopuede abusar.

Seguí sin abrir la boca.—Verás, Sylvie —continuó,

en tono de confidencia—, lasmujeres tenemos la obligación deapoyamos frente a estos bichos.

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Creen que pueden tratamos como sifuéramos muñecas, pero hay queenseñarles que se equivocan. Túeres joven y estás más indefensa.Por eso te ofrezco mi ayuda.

Imagino que en ese punto,Chantal calculaba que yo mederrumbaría y le contaría con pelosy señales todo lo que quería saber.Es lo que habría ocurrido un mesatrás, cuando yo todavía era unaadolescente llena de inocencia.Pero ahora yo ya estaba escaldada,y aunque eso no me hubiera

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convertido en una intriganteretorcida como era ella, sí me habíaespabilado lo suficiente como parano caer en la trampa que me tendía.

—Perdona, pero no teentiendo, Chantal —dije,haciéndome la lela.

En ese momento vi pasar aAriane. Le lancé una mirada desocorro. Ariane la captó al vuelo yvino hacia nosotras. Cogió una sillay se sentó enfrente de Chantal y demí. Observó primero a una y luegoa otra y dijo:

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—Mira qué bien, reunión deactrices. ¿A quién despellejamos?

La intromisión de Ariane,unida a mi comentario, convenció aChantal de que más valía retirarse.Aguantó apenas cinco minutos laconversación insustancial queAriane y yo mantuvimos para ella.Cuando por fin se levantó y se fue,con una excusa cualquiera, Arianeopinó:

—Algo tienes que la saca dequicio, tía.

—¿Tú crees? —dudé.

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—Lo que yo te diga. Menudointerés que te tiene.

—La verdad es que estoempieza a parecerme una mierda —dije.

—Bienvenida al club.Esa noche, Ariane dijo que

estaba cansada y se fue pronto adormir. Yo también estaba cansada,o más bien harta de muchas cosas,pero no tenía sueño. Tampocoquería pensar demasiado, así quebusqué el canal internacional de latelevisión española y allí encontré

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el remedio perfecto para misituación. El concurso que poníanera uno de los más bobos, uno en elque los tipos más chifladosintentaban hacer las cosas másestrambóticas y otros apostabansobre si lo conseguirían o no. Allíestaba, tirada en el sofá, viendocómo un bestia de ciento y picokilos arrastraba un camiónenganchado de un llavero, cuandose abrió la puerta del apartamento yentró Eric.

—Hombre, si queda alguien en

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pie —dijo al verme.Venía cansado, con los ojos

enrojecidos. Dejó sus cuadernos ysus libros sobre la mesa y fue a lacocina. Le oí trastear durante unosminutos y luego vino con un vaso dezumo y un sándwich sobre un plato.

—¿Te importa que me sientecontigo?

—No.Mientras mordisqueaba su

comida y echaba tragos de zumo,Eric estuvo viendo el programacomo si fuera algo que mereciera la

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pena ver.—Lo que hace la gente por dos

minutos en pantalla —concluyó.—Ya sé que es una porquería

—admití—. Quería pasar un rato enblanco.

Eric se volvió hacia mí.—¿Y eso?—Bueno, no tengo muchas

cosas agradables en las que pensar.—Tampoco creo que sea tan

trágico —me corrigió, casi como sime regañase—. Trabajas en el cine,vives en este bonito apartamento.

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Piensa en las vidas mucho máshorribles que habrías podido tener.

—Ya sé, ya. Podría vivir enEtiopía, muriéndome de hambre.

—Por ejemplo. O podrías novivir.

—Como tu gente de Pére-Lachaise. No te preocupes, entendíla lección.

—No era ninguna lección,Silvia. Fue un paseo, nada más.

Se había acabado el zumo yhabía dejado el plato con mediosándwich sobre la mesa. Así, no era

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extraño que Eric fuera largo ydelgado como una pértiga. Comíacomo un pajarito. De pronto, meinspiró una irresistible ternura.Verle ahí, tan serio, estudiándomecon el ceño arrugado.

—Perdona —dije, arrepentida—. Ya sé que del todo no tengoderecho a quejarme. Pero un pocosí, creo.

—A ver. Qué es lo que teduele.

Ya no había ningún reprocheen su voz. Se ofrecía para que se lo

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contara, nada más, y lo cierto eraque a mí me hacía falta contárselo aalguien. A él, quizá mejor que aningún otro. Así que me decidí ahablar:

—Verás, nada ha sido como lohabía imaginado antes de venir, enGetafe. Ni la gente, ni el trabajo, nisiquiera París. Yo creía que elmundo estaba a mis pies, que teníapor delante un camino de rosas. Esoes lo que te hacen creer, cuando loves por la tele. Todos van aadmirarte, y eso es la felicidad.

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Pero luego no va así; luego estánlas puñaladas, la envidia, lamentira; y la felicidad, si es que latocas, se desintegra como unapompa de jabón. Casi creo que esmejor no llegar a nada. Habría sidomejor no haber venido nunca aParís. Por lo menos me habríanquedado las ilusiones.

Eric me escuchaba con todaatención.

—¿Eso crees? ¿No hasencontrado nada bueno?

No era fácil responderle. No

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lo era, sobre todo, mientras sus ojosse clavaban en mis ojos y él megustaba como nunca.

—Tampoco es eso —dije,para escabullirme—. He conocidoa tu hermana, he visto la SainteChapelle, el Pont des Arts. Hahabido buenos momentos, inclusoen la misma película. Aunque deeso me parece que hace mil años.

—Ajá. ¿Y nada más?En ese instante, por primera

vez con Eric, estuve segura. Noté loque hasta entonces no había

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conseguido notar, pese a todos misesfuerzos por provocarlo: yo legustaba.

De repente, él era elvulnerable, y diréis que me portécomo una pérfida, pero la ocasiónera demasiado buena para noaprovecharla y hacerle caer en lared. Con mi voz más tierna le dije:

—En fin, hay otra cosa buena.Pero ésa no hace falta que te lacuente.

Sus pupilas le delataron. Sinembargo, quiso hacerse el loco,

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todavía:—¿A qué te refieres?—A alguien que parece

experto en dar rodeos.No le dejé tiempo para

reaccionar. Justo entonces meacerqué a él y le besé, sabiendo quesería incapaz de rechazarme. En fin,no voy a entrar en detalles, pero fueun buen beso, lo bastante bueno y lobastante largo como para que míviaje a París, después de él,merezca que lo recuerde parasiempre. Y habría sido mucho más

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largo si Eric no lo hubierainterrumpido.

—Está bien, Silvia —dijo,mientras me separaba.

—¿Qué pasa? ¿No te hagustado?

—Claro que sí.—¿Y entonces?Eric se levantó del sillón y fue

a sentarse en la butaca que habíaenfrente. Se quedó allí, mirándome,con una extraña sonrisa.

—No me obligarás a decirlo—me desafió.

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—Sí, te obligaré.Asintió con la cabeza,

despacio. Suspiró y dijo:—Pasa, para empezar, que

eres la chica más preciosa que meha besado nunca. Pasa, no te loniego, que sería capaz de hacermuchas locuras por ti. Pero tambiénpasa que estás atravesando un malmomento, que estás hecha un lío yque es muy posible que sólo creasque yo te gusto porque necesitasalgo que te haga sentir bien. Y pasa,sobre todo, que todavía no eres

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mayor de edad y yo sí lo soy.Bueno, eso es lo que se supone, almenos.

—Cumpliré diecisiete enenero —protesté—. Y en todo caso,soy lo bastante mayor como paravivir sola y trabajar.

—Eso puede bastar para ti.Pero no debe bastar para mí.

—¿Y entonces?—Está claro —contestó, con

una especie de amargura.—Explícamelo —le pedí.—Eres cruel, Silvia —se

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lamentó—. Me obligas una y otravez a usar las palabras, donde laspalabras no sirven. Qué quieres quete diga. Sólo hay una cosa que yopueda hacer. Esperar a queresuelvas tus problemas, a quecumplas dieciocho años y a queentonces te acuerdes de mí.

—Me acordaré —prometí, sinpestañear.

—No lo creo. Y quizá nodebas.

—¿Y si me acuerdo, a pesarde todo?

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—Si te acuerdas —dijo,riéndose—, me llamas y yo voy adondequiera que tú estés. A la Lunamisma, si me llamas desde allí.

—En la Luna estás tú, siempre.—Pues mira, más fácil.—Que conste que te llamaré.Eric pareció sopesar durante

un segundo mi advertencia.—Gracias, Silvia —dijo al fin

—. Eres un encanto. Anda, vete adormir, que mañana vas a estarhecha polvo.

Miré el reloj, que marcaba las

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doce y cuarto. Como siempre, teníarazón. Me levanté del sofá y tomé elcamino de mi dormitorio. Erictambién se había puesto en pie, y alpasar junto a él, remoloneé unsegundo.

—Buenas noches —le dije.—Buenas noches.—¿Así?Me dio un beso en la frente.

Pero no era el beso que se le da auna niña para conformarla ymandarla a la cama. Era el beso queme podía hacer aceptar la espera de

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catorce meses que me imponía. Elbeso que me ayudaba a descubrir,en el silencio de aquella nocheluminosa, el verdadero sabor de lafelicidad que hasta entonces Parísme había negado.

El resto, queridas mías, sepuede contar bastante rápido.Porque fue ese beso en la frente, enel fondo, el que marcó midespedida de París. Hasta que nopasaran los catorce meses, allí notenía nada que hacer. Pero André,por si no estaba claro, terminó de

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convencerme al día siguiente.Era el rodaje de mi última

escena: una en la que me asomaba auna ventana, en camisón, parahablar con mí amado en la película,que en la realidad, comorecordaréis, era el insoportableMichel. Os podéis imaginar lopoquísimo que me atraía el asunto,pero me había prometido queremataría la faena y allí estaba,resignada a lo peor. Hicimos unaprimera toma, que a mí me parecióque había salido bastante bien. Pero

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André, después de dar la orden de«corten», se levantó de la silla y seacercó hasta mí. Aquel día le veníanotando ya algo raro desde por lamañana. Y curiosa coincidencia,Chantal parecía haber recuperadosu malsana alegría.

—No está mal, Silvia —medijo André—. Pero no sé, le faltafuerza, gancho.

—Ajá —murmuré.—Verás, vamos a hacer una

cosa.—Tú dirás.

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André se me quedó mirando,con los ojos entornados. Al fin mepidió:

—Ponle un toque picante.Suéltate los tirantes de los hombros.

—¿Qué?—Los tirantes. Te los sueltas,

y que el camisón te quede caído.Sugerente.

No era nada del otro mundo.Ninguna actriz se negaría a tan pocacosa. Incluso yo misma, en algunasesión de fotos de publicidad, habíahecho algo parecido. No soy una

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mojigata, vosotras lo sabéis. Perono eran los tirantes. Era la miradade cerdo de aquel tipo. En esemomento, pasaron muchas cosaspor mi cabeza. Pensé en todo lo queestaba en juego: mi carreracinematográfica recién empezada,el dinero, la fama, el futuro que meaguardaba como estrella delceluloide, que diría Irene. Penséluego en lo que de veras meimportaba, y me acordé de Eric. Meacordé de lo que me había dichodurante nuestro paseo entre las

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tumbas de Pére-Lachaise: que no sepodía perder la ilusión de vivir, yque uno no podía estar donde sentíaque no debía estar, pudriéndose elcorazón. Yo sentía que el últimolugar del mundo en el que debíaestar era allí, soltándome lostirantes del camisón delante deaquel mamarracho. Supeperfectamente lo que significaba loque iba a hacer. Y lo hice. Bajé dedonde estaba y le dije a André:

—No me da la gana.—¿Cómo dices?

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—Que no me da la gana —repetí, y eché a andar hacia micamerino.

—Ven aquí, maldita sea.Tenemos que repetir la secuencia.

—Ya está hecha —dije, sinvolverme.

—Que vengas aquí —gritó.No contesté.—Ven aquí o estás despedida,

niñata —amenazó.Me paré en seco. Conté hasta

tres y me di la vuelta.—Estoy despedida —elegí—.

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Muchas gracias, André.Era el final de mi carrera

cinematográfica, pero os juro quenunca había tenido una sensacióntan gloriosa. Cuando eché a andarotra vez hacia mi caravana, sentíaen mi espalda las miradasestupefactas de todos. Y era unamaravilla sentirlas, porque suasombro era mi mejor triunfo.Como el gran Meaulnes, nonecesitaba que los demás locomprendieran. Yo lo comprendía yestaba segura de que aquello era lo

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que debía hacer. Casi era mejor queellos no entendieran micomportamiento. Lo que habíaaprendido de todo aquello era quetu propio camino, cuando de verdades tuyo, no tiene nada que ver conlo que la mayoría de la gente cree.Y que hay que estar dispuesta aseguirlo, aunque todos piensen quese te ha ido la olla.

Por fortuna, no pensó esoAriane. Cuando aquella tarde nosreunimos en el apartamento, meabrazó y me dijo:

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—Me descubro, compañera.Eso se llama darle en las narices aun capullo. El pobre André todavíaestá tratando de recuperar el habla.

—Espero que no lo pagara conel resto.

—Qué va. Se ha quedado másflojo que una manta. Estuvisteterrible.

—No podía aguantarle mástonterías. Y mi trabajo ya estabahecho.

Ariane me cogió la mano. Erauna costumbre que tenía, cuando

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quería hablar contigo con másconfianza.

—¿Y ahora? —preguntó.—No sé. Me tomaré dos o tres

días, si no vienen a echarme.—No se atreverán. Además, si

se atrevieran, estás en miapartamento, y yo hospedo aquí aquien me apetece.

—Después —añadí—, bueno,habrá que reanudar la vida.

—Me dejas impresionada —dijo Ariane—. Y te envidio. Teenvidio por tener las cosas tan

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claras y hacer lo que te parece.—No tienes por qué

envidiarme. Tú podrías...—No te esfuerces, Sylvie —

me cortó—. Lo mío es demasiadodifícil.

—¿No será que lo hacesdifícil?

—Puede ser —asintió—. Peroen todo caso necesito todavía algúntiempo para enderezarlo. Me temoque yo no soy tan valiente como tú.

Le pedí que no le dijera nadade lo sucedido a Eric y, como

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buena amiga, cumplió. La noche fuede lo más normal: él vino tarde,estuvimos viendo un rato latelevisión, luego contamos unoschistes. De madrugada, me levantépara verle dormir. Todavía nosabía que iba a ser la última vez.Descansaba plácidamente. Le beséen la frente sin que él lo notara.

Esta mañana, después de quese fueran, decidí que haría la maletahoy mismo. Así les ahorraba y meahorraba la despedida. A los dosles dejé una nota. La más larga para

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Ariane. Para él mi número deteléfono y una palabra (en español,que en francés son dos): «Espero».J'espére.

Y ésta es toda la historia.Hace un rato, cuando el taxi en elque venía de Barajas ha salido dela carretera de Tole— doy hacogido el desvío de Getafe, se meha hecho un nudo en la garganta. Hevisto la residencia de estudiantes,el lazo azul gigante, del quesiempre nos reíamos, y los ojos seme han empañado de golpe. «No

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será París —me he dicho— pero esmi casa. Aquí están mis amigas, migente. Éste es el sitio donde sientoque tengo que estar, adonde quierovolver siempre de todos los Parisesdonde la lluvia me cale los huesos yel alma.» Y he corrido a llamarospara contaros todo.

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Te querré siempre

Cuando Silvia terminó decontarnos su historia, la cafeteríaestaba a punto de cerrar. La mujerque nos había atendido se acercópara avisarnos.

—Dentro de cinco minutosbajo las persianas —dijo.

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Era sólo para que losupiéramos. En otro sitio nos lohabrían dicho con cara de cuerno,por habernos pasado allí la tarde acuenta de un par de tés con jazmín yun chocolate. Pero aquella mujertenía buen corazón.

—En fin —dijo Silvia—.Supongo que os parece un desastre.

—No es como yo lo resumiría—dijo Irene, siempre enigmática.

—Yo tengo una duda —dijeyo.

—¿Cuál?

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—Le dejaste tu teléfono, pero¿tienes tú el suyo?

—Tengo el móvil de Ariane yel número de su familia, enToulouse.

—¿Y si dentro de catorcemeses se han cambiado de número?

Podía parecer una estupidez,pero aquello se me había quedadodando vueltas en la cabeza. Él lehabía pedido a ella que le llamase.Y por lo que nos había contado, metemí que ésa era la únicaposibilidad de que algún día

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volvieran a verse. Me parecíaimposible que la llamara él,después de las razones que le habíadado. Pero a Silvia no parecíapreocuparla.

—Le encontraré —dijo—. Sies que tengo que encontrarle.

—Suena como si lo dudaras.Silvia se encogió de hombros.—Quién sabe. Lo que he

sacado en limpio de toda estaaventura es que, por muchasilusiones que tú te hagas, las cosassalen como quieren salir. Contaré

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los días, y cuando cumpla losdieciocho, le llamaré. Una promesaes una promesa. Pero no me engaño.Para entonces puede que él ya mehaya olvidado, o que haya conocidoa otra que le guste más. Así es lavida.

—También puede que tú leolvides, o que conozcas a otro —dijo Irene.

—Conocer a otro, puede —admitió Silvia—. Pero a él no creoque yo pueda olvidarle nunca.Cuando piense en París, o si vuelvo

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alguna vez, no tendré más remedioque acordarme de mi querido yestrafalario Eric Martínez. A fin decuentas, él fue lo mejor que mepasó, en medio de la catástrofe.

—¿Y el cine? —le pregunté.—No sé —respondió—. Lo

que parece bastante improbable esque André siga queriendoconvertirme en la nueva estrella delcine europeo. Y aunque quisiera,tampoco iba a contar conmigo. Enfin, puede que esta vez haya tenidomala suerte y que algún día me den

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una oportunidad mejor. Pero demomento no quiero saber nada delcine durante una temporada.Volveré al instituto y me pondré laspilas, porque este año sí que lollevo crudo.

Su comentario nos devolvió, oal menos me devolvió a mí, a ladura realidad de los exámenes, loque, después de haber estadoviajando con la imaginación por lascalles de París, se hacíaespecialmente cuesta arriba.

—No te apures —le quitó

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importancia Irene—. Tampocohemos visto demasiadas cosasnuevas hasta ahora.

—Ojo, que ya sabes que deésta no puedes fiarte —le advertíyo.

—¿Cuándo son los exámenes?—preguntó Silvia.

—La semana que viene.—Genial. Pues ya los doy por

cargados.Era verdad: estaba de vuelta y

había venido para quedarse. Paraseguir con la rutina de la que había

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escapado hacía dos meses, y en laque me parecía imposible volver averla metida cuando miraba su ropay su porte de mujer de mundo. Digobien, mujer, porque su aventuracinematográfica podía haber sidoun fracaso, pero para algo le habíaservido, eso no podía negarlonadie. Silvia había madurado depronto, y después de haber oído suhistoria, nosotras habíamosmadurado también. Supongo que laúnica forma de seguir siendoinocente es arreglárselas para no

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ver lo injusto y lo canalla quepuede llegar a ser el mundo. Silviahabía perdido esa inocencia, ynosotras con ella. Ya nada volveríaa ser igual. Ya nunca volveríamos adesear algo sin sospechar, al menospor un instante, que quizá noconviniera conseguirlo. «Tencuidado con lo que sueñas, porquese puede convertir en realidad.»Irene encontró esa frase, quién sino, y es una buena forma dedescribir nuestra actitud a partir deaquel día. Supongo que es una pena,

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que habría sido mejor detener eltiempo y seguir creyendo que lossueños pueden ser perfectos eindestructibles. Pero el tiempojamás se detiene.

Me entristecía, por supuesto,que a Silvia no le hubiera salidotodo a pedir de boca, no sóloporque fuera mi amiga, sino porquehabía peleado y se habíasacrificado y había merecido mejorsuerte. Pero ya que las cosas habíanrodado así, me alegraba queestuviéramos otra vez juntas. A las

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tres nos alegraba; también a Irene,aunque fuera menos efusiva, y a lapropia Silvia, que mientrasbajábamos por las rampasmecánicas, se volvió y dijo:

—Aparte de todo el rollo,también me gustaría que supieraisque os he echado mucho de menos.De verdad.

—Y viceversa —dije yo.—Aunque no te perdonaremos

nunca que dejaras de escribir —puntualizó Irene—. Llegamos apensar que se te había subido a la

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cabeza, después de toda aquellagaita de la magia y de los CamposElíseos.

—Algo debió subírseme —reconoció Silvia—. Pero miracómo he bajado.

Irene se quedó pensativa. Sinapartar la vista del frente, dijo:

—No te preocupes. Volverás asubir. Y la próxima vez será labuena.

—¿Cómo lo sabes?—Lo sé —aseguró—. Yo

puedo ver las cosas.

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—Vaya, ¿ahora eres bruja?—Siempre he sido bruja,

idiota —se burló Irene.La vuelta de Silvia fue durante

algunos días la gran noticia. Ypronto empezó a circular aderezadade comentarios. Aunque ni ella ninosotras le dimos a nadie mayoresdetalles, en seguida trascendió queen lo que quedaba de curso novolvería a irse, según les habíadicho a los profesores para tratarde organizar la recuperación de lasclases que había perdido. De eso

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algunos dedujeron que las cosas nohabían ido del todo bien, y lapropia negativa de Silvia a darmuchas explicaciones se convirtióen un argumento para ellos. Laestrella volvía a ir a clase, con sucarpeta, y tomaba apuntes, y se lapodía ver en el hipermercado ocomprando el pan. O no había sidopara tanto, se decían losmaliciosos, o el tiro había salidopor la culata. Con el paso de losdías, aquella aura portentosa quehabía adquirido Silvia ante los ojos

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de los demás, cuando se habíasabido que iba a protagonizar unapelícula, se fue difuminando.Además, ni siquiera volvía a saliren periódicos o en revistas, nivenían ya los de la tele aentrevistarla, como había sucedidotres meses atrás. Los profesores yano la trataban con tanta deferenciacomo antes de que se fuera. Lasacaban a hacer ejercicios a lapizarra, como a cualquier otro, y leponían mala nota cuando no atinabaa resolverlos. Incluso Gonzalo, que

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así pulverizó para siempre lasescasas posibilidades que algunavez hubiera podido tener conSilvia, se comportaba ahora conuna especie de suficiencia. Como sipensara que tras rozar el cielo yvolver a caer a tierra, ella volvía aestar a tiro, o lo estaba más quenunca. En cuanto a los demás, losvecinos, los compañeros delinstituto, todos los que tres mesesantes revoloteaban a su alrededor,ahora casi parecían rehuirla.

- Témpora si fuerint nubila,

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solus eris —recordaba su latinajoIrene, y añadía con cara de asco—:Menuda pandilla.

Silvia lo encajaba todo yprocuraba acostumbrarse con lamáxima resignación posible a sunueva condición de estrella caída.Además, no era verdad queestuviera sola. Nos tenía a nosotras,por supuesto, pero también aalguien para quien, sucediera lo quesucediera, siempre seguiría siendouna estrella. Alguien que celebrócomo nadie su regreso: el hámster.

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Una tarde, cuando volvíamosdel instituto, nos encontramos conél, que venía del colegio. Iba con sufacha habitual, con un zapatodesabrochado, el anorak abierto yla mochila arrastrando por la acera.Me agaché a recomponerlo un poco,más que nada por evitarle a mimadre el disgusto de verlo llegarasí. Mientras yo le metía losfaldones de la camisa y leabrochaba, él no paraba de mirar aSilvia, tan embobado como ArnoldSchwarzenegger en ésa película en

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la que hace de hermano gemelo deDanny de Vito.

—Un día vas a coger frío,Adolfo —le dijo Silvia.

—No puedo coger frío, si memiran tus ojos —saltó el hámster.

—Está bien, Adolfo —atajéaquel alarde poético—. Anda, tirapara casa y tómate un Colacao, aver si te despejas.

Estaba tan atontado que meobedeció sin rechistar. Echó aandar por delante de nosotras,volviendo una y otra vez la cabeza,

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eso sí.—Venga, Adoooolfo —le

regañé—. Qué cruz de crío.De pronto, el hámster se paró,

con lo que en pocos segundosvolvimos a alcanzarle. Esta vez yano le dije nada; me limité aempujarle y señalarle el camino delportal. Pero el hámster se resistió.Volviéndose a Silvia, dijo:

—¿Puedo hacerte unapregunta?

—Eso ya es una pregunta, ¿no?—Bueno, otra. Sin que me

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oiga ésta —y me señaló.—Está bien —dijo Silvia, tras

cruzar una mirada conmigo—. Perodespués te vas a casa, que tu madrete está esperando.

Se apartó con ella y lemurmuró algo al oído. Silvia seechó a reír y dijo:

—No de momento, que yosepa.

Luego el hámster pasó junto anosotras como una exhalación,camino de casa. Se reía como unconejo, pero iba rojo como un

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tomate.—No quiero ni saber lo que te

ha preguntado —le dije a Silvia.—Tu hermano es un cielo.

Lástima que tardara tanto en nacer—dijo ella.

—Bueno, desembucha, que yosí quiero saberlo —protestó Irene.

—Me ha preguntado —explicóSilvia— si no va a salir en ningunarevista un póster mío en bañador.

—Mira tú, el enano —dijoIrene.

Yo preferí no decir nada.

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Bastante problema es tener unhermano mitómano como para andarhablando de ello. No quería nipensar cómo reaccionaría cuandoSilvia se echara un novio. A mihermano, aunque sea unabestialidad decirlo, no le pareciódel todo mal que John-JohnKennedy se estrellara con suavioneta. ¿Por qué? Por habersalido con Daryl Hannah.

Pero lo quisiera o no, tambiénal hámster se le vendrían algún díaabajo sus sueños infantiles, y

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tendría que arreglárselas para vivirentre sus escombros, como lesucede a todo el mundo. Mucho metemo que la ilusión, la fe, o como sela quiera llamar, es el arte de seguiradelante mientras el tiempo nos vallenando las manos de hermosasesperanzas rotas. Pase lo que pase,el truco está en seguir creyendosiempre. Porque hay esperanzas quese cumplen, aunque nada salganunca como lo habíamos soñado.

Supongo que éste es el mejorresumen que puedo hacer de mi

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lectura de aquel libro del que Silvianos había hablado, El granMeaulnes. Irene y yo lo sacamospor tumo de la biblioteca del centrocívico. Primero ella, naturalmente,que bastante le hería el orgullo queSilvia le descubriera un libro delque ni había oído hablar, y luegoyo, que ya sé que hay miles delibros importantes que no he leído,pero no me angustio por eso. Alprincipio me costó meterme: meparecía una historia bastanteaburrida de niños semisalvajes en

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una vieja escuela rural. Pero comonos había dicho Silvia, de pronto elrelato se llenaba de misterio, y apartir de ahí no podías dejarlo hastadescubrir el secreto que sedesvelaba en las últimas páginas.Para entonces les habías cogido talafecto a los personajes que tealegrabas y sufrías con ellos. Undetalle en el que me fijé sobre todo,sería por el momento en que lo leí,fue que al comienzo del libro losdos personajes principales,Meaulnes y Seurel, son apenas unos

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niños. Y al final, después de todaslas aventuras y desengaños que lestoca vivir, se han convertido en doshombres. Es curioso que una casino se da cuenta de cómo sucede esatransformación, pero sucede, yninguno de los dos puede pararla.Exactamente igual nos había pasadoa nosotras.

Y así es como le pasa a todoel mundo, me imagino.

Sabíamos tan poco del hombreque había escrito el libro, queestuvimos navegando por Internet

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para tratar de averiguar algo más.Encontramos muchos datos, porejemplo que era teniente cuando lomataron, en la guerra, y que Alain-Fournier era una especie deseudónimo literario. Su verdaderonombre era Henri-Alban Foumier.Pero lo más interesante era lahistoria de amor platónico quehabía tenido con aquella Yvonne deQuiévrecourt que le había inspiradoel personaje de Yvonne de Galaisen la novela. Según pudimos saber,a la verdadera Yvonne la descubrió

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el escritor paseando frente alGrand-Palais de París, cuando sólotenía dieciocho años. Quedófascinado al instante y la siguió sinque ella le viera. Diez díasdespués, volvió a encontrarla yvolvió a seguirla. Pero esta vez sedecidió a abordarla, y mantuvo conella una larga y extrañaconversación. De qué hablaron, nolo decía en ninguna parte. Desdeese momento Alain-Fournier cayórendidamente enamorado deYvonne y trató por todos los

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medios de reencontrarse con ella.Pero no volvió a verla hasta muchodespués, cuando ella ya estabacasada y tenía dos hijos. Aquelamor imposible, que siemprerecordaría como el sueño perdidode su juventud, le había inspiradotodo lo que había escrito,empezando por El gran Meaulnes.Tampoco pudimos saber de quéhablaron Alain-Fournier e Yvonnecuando volvieron a verse, ella yacasada y él desesperado de poderlaconseguir. Lo cierto es que al año

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siguiente estallaba la PrimeraGuerra Mundial y a Alain-Fournierlo llamaban a filas. Y un mesdespués de incorporarse estabamuerto. Aunque no leí en ningúnsitio nada que me permitaasegurarlo, tengo la impresión deque no le importó demasiado que lomataran. Quién sabe si no la buscó,la muerte, por haberse enamoradode un ideal que sabía que nuncaestaría a su alcance.

Hay un pasaje del libro en elque Yvonne de Galais habla de la

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felicidad. Me lo copié, porque meparece que Alain-Fournier puso allíla clave de la amargura que habíaconsumido su vida, como unaadvertencia para que nadiecometiera el mismo error que él.También me parece que tiene algoque ver con la historia que yo estoycontando. Dice Yvonne de Galais:

Además enseñaría a losmuchachos a ser juiciosos de unamanera que yo sé. No despertaríaen ellos ganas de correr el mundo,como hará usted sin duda, señor

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Seurel, cuando sea usted maestro.Yo les enseñaría a encontrar lafelicidad que está cerca de ellos yque no lo parece.

Cuando lo leí, confieso quecreí que Yvonne era una cobarde, yque el gran Meaulnes y su amigoSeureí, con su lealtad a sus sueñosinsensatos, eran mucho mejores queella. Pero después de conocer lahistoria del pobre Henri-AlbanFournier, que era quien le habíapuesto esas palabras en los labios aYvonne de Galais, y quien había

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vivido y muerto enamorado de laotra Yvonne, me entraron algunasdudas. Ahora pienso que niMeaulnes ni Yvonne tienen toda larazón, y que los dos tienen unaparte.

Quizá por eso, un día de aqueldiciembre, cuando me encontré conmi vecino Roberto en el portal, medirigí a él y le pregunté a bocajarro:

—Oye, Roberto, ¿tú no mequerías invitar al cine?

Roberto se quedó parado enseco, como si acabara de recibir un

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balazo. Era buena señal, yo metemía que me saliera con el rolloraro que me había colocado laúltima vez que habíamos trabadoconversación.

—Te, te invité al cine —dijo,aturdido—. Pero si no recuerdomal, tú...

—No hablemos del pasado —le corté—. ¿Qué película se teocurre?

—No sé, así de sopetón...—La vida viene como viene.

Te doy hasta el sábado para

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elegirla. Segunda sesión. Cada unopaga su entrada, pero luego puedesinvitarme a algo.

Le miré, desafiante. Estaba tangracioso, con los ojos desorbitados.

—Vale, sí —dijo, con un hilode voz.

A veces me da por pensar queaquel día terminó definitivamentemi adolescencia. El sábadosiguiente Roberto y yo fuimos alcine a ver Toy Story 2, y aunque enun principio su elección me parecióuna mala señal, porque sus gustos

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coincidían con los del hámster,después de verla tuve quereconocer que me había dejadocegar por mis prejuicios. Luegofuimos a tomar algo, y luego... Peroésa es otra historia, y no pinta nadaaquí.

Hay una imagen en mimemoria que también tiene que vercon esto del fin de la adolescenciay que tal vez resulta mucho másapropiada para cerrar mi libro. Laveo como si fuera una película. Laescena sucede en la casa de Irene,

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una tarde de aquel diciembre.Afuera ya está oscuro. Los padresde Irene están de viaje y hemosdecidido refugiamos allí después decomprobar que en el parque deCastilla-La Mancha hacedemasiado frío. Irene está sentadaen el suelo, Silvia sobre la cama deIrene y yo recostada contra lapuerta. En el suelo está, vacía, labotella de sidra que nos hemosbebido para recordar el juramentode amistad que hicimos un par demeses atrás. Las tres estamos

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calladas, mientras suena un discode The Cure. Recuerdoperfectamente la canción,Lovesong. Empieza la letra:

Whenever I am alone with youYou make mefeel like I am

home again...

«Cada vez que estoy a solascontigo, me haces sentir de nuevoen casa.» Lo repiten varias veces,haciendo versiones del final: «Cadavez que estoy a solas contigo, me

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haces sentir que soy de nuevojoven... Cada vez que estoy a solascontigo, me haces sentir que soy denuevo libre...» El ritmo es un pocoobsesivo, como en todas lascanciones de The Cure, pero ésta esquizá la más melodiosa y la másromántica de todas. Dice elestribillo:

However far awayI will always love you.

Irene, que es la que tiene

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mejor nivel de inglés, asegura quela traducción más correcta sería:«Aunque esté lejos, te querrésiempre».

Las tres lo escuchamos, perocada una lo siente a su manera. Nome atrevería a decir en qué piensaIrene. A veces tengo la sensaciónde que sólo conozco lo que hay enla superficie de su pensamiento yque el fondo ni siquiera ella mismalo conoce bien. Con Silvia meatrevo algo más. Sé que hay alguienen quien piensa, alguien que podría

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ser ese tú del que la canción hablatodo el rato. Puedo ver en su gestoque se está acordando de él. Ydesea temerosa que pase el tiempo,y que cuando le llame, él estétodavía ahí.

En cuanto a mí, siento muchascosas a la vez. Siento que lacanción habla de esta pequeñaciudad donde las tres vivimos y a laque Silvia ha vuelto, después de suaventura parisina. Siento que hablade nuestras ilusiones juveniles, lasque a partir de ahora ya no

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podremos tener como antes, yecharemos de menos. Y siento quehabla de nosotras, que siempre,pase lo que pase, guardaremos elrecuerdo de lo que hemos vividojuntas y el tesoro de nuestraamistad, como un refugio contra lastormentas.

Porque va a llovemos encima,ya lo sé. No tengo más que mirarlos ojos de Silvia, que antes eranverdosos y ahora tiran a grises. Detanto mirarla, han cogido parasiempre su color. El color de la

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lluvia de París.

París-Buffalo-Madrid-Getafe-Norwich

25 de noviembre 1999-24 dejulio 2000

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08/07/2013

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