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“La Iglesia, madre y educadora”

“¡Ánimo!, Dios vive todavía y no abandona a su Iglesia, no importa la altura de las olas que nos vienen encima”.

San Arnoldo Janssen

Oración inicial

María, Madre de misericordia, cuida de todos para que no se haga inútil

la cruz de Cristo, para que el hombre

no pierda el camino del bien, no pierda la conciencia del pecado y crezca en la esperanza en Dios, «rico en misericordia» (Ef 2, 4),

para que haga libremente las buenas obras que él le asignó (cf. Ef 2, 10)

y, de esta manera, toda su vida sea «un himno a su gloria» (Ef 1, 12).

Amén. (S. S. Juan Pablo II)

Oraciones espontáneas…..

Padre Nuestro…….

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I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Segunda Epístola del Apóstol San Pablo a Timoteo (2 Tm. 4, 1-5).

«Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio».

Palabra de Dios.

Comentario:

El Magisterio de la Iglesia, acogiendo y aplicando sobre sí, la exhortación que el

apóstol Pablo dirigía a Timoteo, realiza hoy su obra de discernimiento bajo esta misma luz y fuerza, para llevar a cabo el mandato recibido de Cristo de conducir a los hombres a la salvación.

La Iglesia, “columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3, 15), ‘recibió de los apóstoles este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad que nos salva’ (Lumen Gentium, 17). ‘Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas’ ( Código de Derecho Canónico, can. 747, 2).

Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y perfeccionadas por Jesús en la nueva y eterna Alianza, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad: «Quien a ustedes escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16).

El carisma de la infalibilidad se extiende a todo el depósito de la revelación divina (cf LG 25); se extiende también a todos los elementos de doctrina, comprendida la moral, sin

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los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser salvaguardadas, expuestas u observadas (CEC 2035).

III. Desarrollo del tema

1. La enseñanza moral de la Iglesia

Ya en la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos.

Los primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad, se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley nueva entregada por Jesucristo. En efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida.

Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Co 5, 9-13).

Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores.

Así, siempre, pero sobre todo en los dos últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente o junto con el Colegio episcopal, han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los múltiples y diferentes ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad de Jesucristo, han exhortado, denunciado, explicado; por fidelidad a su misión, y comprometiéndose en la causa del hombre, han confirmado, sostenido, consolado; con la garantía de la asistencia del Espíritu de Verdad han contribuido a una mejor comprensión de las exigencias morales en los ámbitos de la sexualidad humana, de la familia, de la vida social, económica y política.

Sin embargo, hay corrientes de pensamiento que consideran simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la Iglesia. Veamos algunas:

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- Se rechaza que la ley moral natural tenga a Dios por autor, que sea universal, que el hombre, mediante su razón, participe de la ley eterna, y que sus preceptos tengan permanente validez.

Al respecto, el compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, en los N°s 140 y 141, señala:

“El ejercicio de la libertad implica la referencia a una ley moral natural, de carácter universal, que precede y aúna todos los derechos y deberes. La ley natural « no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Dios dio esta luz y esta ley en la creación. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar…Esta ley se llama natural porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana. Es universal, se extiende a todos los hombres en cuanto establecida por la razón. En sus preceptos principales, la ley divina y natural está expuesta en el Decálogo e indica las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral. Se sustenta en la tendencia y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, y en el sentido de igualdad de los seres humanos entre sí. La ley natural expresa la dignidad de la persona y pone la base de sus derechos y de sus deberes fundamentales.”

“En la diversidad de las culturas, la ley natural une a los hombres entre sí, imponiendo principios comunes. La ley natural es inmutable, « subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso... Incluso cuando se llega a renegar de sus principios, no se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre. Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades ».

“Sus preceptos, sin embargo, no son percibidos por todos con claridad e inmediatez. Las verdades religiosas y morales pueden ser conocidas de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error, sólo con la ayuda de la Gracia y de la Revelación”.

Mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta.(Veritatis Splendor, 59).

- Se opina que el mismo Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más que para «exhortar a las conciencias» y «proponer los valores» en los que cada uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida.

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Al respecto, el Magisterio de la Iglesia nos enseña: “La Iglesia tiene el derecho de ser para el hombre maestra de la verdad de fe; no sólo de la verdad del dogma, sino también de la verdad moral que brota de la misma naturaleza humana y del Evangelio” (Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 40; Juan Pablo II, Carta enc. Veritatis splendor, 27. 64. 110). El anuncio del Evangelio, no es sólo para escucharlo, sino también para ponerlo en práctica: la coherencia del comportamiento manifiesta la adhesión del creyente y no se circunscribe al ámbito estrictamente eclesial y espiritual, puesto que abarca al hombre en toda su vida y según todas sus responsabilidades.

El magisterio agrega: “Este derecho es al mismo tiempo un deber, porque la Iglesia no puede renunciar a él sin negarse a sí misma y su fidelidad a Cristo: « ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Co 9,16). La amonestación que San Pablo se dirige a sí mismo resuena en la conciencia de la Iglesia como un llamado a recorrer todas las vías de la evangelización; no sólo aquellas que atañen a las conciencias individuales, sino también aquellas que se refieren a las instituciones públicas.

Con respecto a la autonomía ante las decisiones y opciones de vida, el CEC en su N° 2039 señala: “La conciencia de cada cual en su juicio moral sobre sus actos personales, debe evitar encerrarse en una consideración individual. Con mayor empeño debe abrirse a la consideración del bien de todos según se expresa en la ley moral, natural y revelada, y consiguientemente en la ley de la Iglesia y en la enseñanza autorizada del Magisterio sobre las cuestiones morales. No se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o al Magisterio de la Iglesia”.

Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23). En las palabras de Jesús encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien (Veritatis Splendor, 109).

- Se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. Algunas doctrinas atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal.

Se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana.

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La libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).

Con respecto al poder de decidir sobre el bien y el mal, leemos en el libro del Génesis: «Dios impuso al hombre este mandamiento: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio"» (Gn 2, 16-17).

Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer «de cualquier árbol del jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación (Encíclica Veritatis Splendor).

Esto puede guiar a quienes hoy se plantean por ejemplo: ¿Si la mujer es dueña de su cuerpo, por qué no puede decidir libremente abortar? La libertad no permite matar a una criatura indefensa; la libertad personal no puede estar por sobre la ley de Dios ni por sobre la dignidad de la persona humana. La Verdad es la que nos hace libres y más humanos. El hacer lo que egoístamente nos place, nos esclaviza y degrada como personas.

2. Fuentes de la enseñanza moral de la Iglesia

Como el resto de la teología, también la Moral encuentra sus principios en la Sagrada Escritura, en la Tradición y en el Magisterio.

a) La Sagrada Escritura.

En la Sagrada Escritura se hayan formuladas -aunque según el estilo propio de los libros sagrados- las principales verdades de la moral cristiana. San Pablo escribe a Timoteo: “toda Escritura es divinamente inspirada y útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y consumado en toda obra buena” (2 Tim 3,16-17). Por eso Juan Pablo II enseña en la Veritatis Splendor: “... la Sagrada Escritura es la fuente siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia, como ha recordado el Concilio Vaticano II: ‘El Evangelio (es)... fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta’. La Iglesia ha custodiado fielmente lo que la Palabra de Dios enseña no sólo sobre las verdades de fe, sino también sobre el comportamiento moral, es

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decir, el comportamiento que agrada a Dios (cf. 1Tes 4, 1), llevando a cabo un desarrollo doctrinal análogo al que se ha dado en el ámbito de las verdades de fe”.

b) La Tradición.

“Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los tiempos y las circunstancias. La Tradición implica, las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, la vida litúrgica, y también la interpretación que han hecho los santos con su propia vida y que la Iglesia propone como válida regla hermenéutica de la voluntad de Dios al canonizarlos. Es este un criterio que está ya presente en San Agustín y Santo Tomás de Aquino: Como dice Agustín, “el sentido de la Sagrada Escritura se entiende a partir de los actos de los santos. Pues el mismo Espíritu por el cual han sido escritas las Sagradas Escrituras... induce a los santos a obrar”; y en otro lugar: “aquellas cosas que han realizado los santos en el Nuevo Testamento, valen como ejemplo de como se entienden las Escrituras...”.

c) El Magisterio.

“Además, como afirma de modo particular el Concilio (DV, 10), ‘el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo’. De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se presenta como ‘columna y fundamento de la verdad’ (1 Tim 3,15), también de la verdad sobre el obrar moral. En efecto, ‘compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas’ (CIC, 747,2)”.

El Magisterio dirige el obrar cristiano de modo ordinario y extraordinario, a través de declaraciones solemnes, Encíclicas, Exhortaciones, respuestas a consultas. En los últimos tiempos, los documentos de orientación moral han sido especialmente abundantes.

d) Fuentes subsidiarias

Existen fuentes secundarias constituidas por las distintas ciencias que ilustran e iluminan los diversos aspectos naturales de la acción humana.

Tiene especial importancia la ética filosófica expresada a través de los grandes pensadores de la antigüedad como Sócrates, Platón, Aristóteles, Cicerón y Séneca. La moral se sirve también del derecho, de la medicina, de la psicología, de la sociología y de la historia.

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En nuestro tiempo el moralista no puede prescindir del conocimiento, al menos elemental, del campo psiquiátrico, de grandísima importancia cuando se trata de discernir problemas de orden moral y problemas de orden patológico.

Asimismo, el horizonte abierto por la investigación médica y biológica, exige la posesión de las nociones fundamentales de dicho campo para poder iluminarlo moralmente, lo cual ha dado como resultado una elaboración cada vez más concisa y orgánica del juicio ético sobre el terreno de la vida: la bioética. La Bioética se puede definir como la ciencia que regula la conducta humana en el campo de la vida y de la salud, a la luz de valores y principios morales racionales.

La Bioética no es ni religiosa ni laica, sino más bien personalista, ya que el criterio de valoración ética es la dignidad y el valor absoluto de la persona humana. Los principales temas de Bioética son los relacionados con: la procreación humana (sexualidad humana, procreación natural, fecundación artificial, regulación natural de la fertilidad y anticoncepción, esterilización), la genética humana (genoma humano, biotecnologías e ingeniería genética, clonación y células madre), el embrión (embrión humano, aborto, diagnóstico prenatal, intervenciones en embriones humanos) y la vida en la fase terminal (dolor y eutanasia, encarnizamiento terapéutico, cuidados paliativos, muerte encefálica, transplante de órganos).

3. Algunos principios en los que se basa la enseñanza moral de la Iglesia.

Para entender la enseñanza de la Iglesia en las materias que señalaremos más adelante, es necesario previamente recordar algunos principios fundamentales en los que se basa la Iglesia para formular dichas enseñanzas, principios que como ya dijimos, brotan de la misma naturaleza humana y del Evangelio.

a) Dignidad de la persona humana

- La dignidad de la persona humana está arraigada en su creación a imagen y semejanza de Dios. Dotada de alma espiritual e inmortal, de inteligencia y de voluntad libre, la persona humana está ordenada a Dios y llamada, con alma y cuerpo, a la bienaventuranza eterna (Compendio CEC, 358), y es la “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24, 3).

- La persona humana está formada por un cuerpo material y alma espiritual. La unión es tal que uno no existe sin la otra y viceversa. La persona encuentra

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su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien (cf GS 15, 2). El ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana.

- La persona es un sujeto personal, que tiene valor y dignidad absolutos, es decir, tiene valor propio, por si mismo y no solo instrumental y objetivo. Por ejemplo, un lápiz tiene valor instrumental mientras sirva para escribir, no así la persona que tiene valor por sí misma, no es medio o instrumento para otros. Su valor y dignidad está en el hecho de que goza de una interioridad que la constituye como sujeto y la abre al absoluto y, por tanto, es fin en sí misma; esto hace que posea una inviolabilidad y derechos y deberes fundamentales. La vida del hombre tiene valor absoluto y es inviolable porque solo él es persona (unidad de cuerpo y espíritu). Por esto, respetando la dignidad de la persona humana, no todo lo que es técnicamente posible de realizar en ella, es moralmente admisible. Además, tratándose de una persona humana, se debe respetar el principio “conocer para curar, no para manipular”.

- La vida de todo ser humano ha de ser respetada de modo absoluto desde el momento mismo de la concepción, porque el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma, y el alma espiritual de cada hombre es inmediatamente creada por Dios; todo su ser lleva grabada la imagen del Creador. La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente (Donum Vitae, 5).

- La persona es también un sujeto individual. Cada persona es única, irrepetible, insustituible. Es como los hijos para una madre, todos son diferentes e inconfundibles; si uno muere, ninguno de los otros hijos lo podrá sustituir.

- La persona es un ser racional. Esto no quiere decir solamente que hace actos racionales como el pensar o el hablar, sino que su ser es espiritual. “Racional” significa todas las capacidades superiores del hombre (inteligencia, amor, sentimientos, moralidad, religiosidad…). No se requiere pues que la racionalidad esté presente como operación en el acto, sino que es suficiente que esté presente como capacidad esencial: así también es persona quien duerme, el minusválido, el embrión. Reducir la persona solo a sus funciones, que puede ser capaz de ejercer o no, comporta una limitación de su valor intrínseco y puede introducir una peligrosa discriminación entre quien tiene y no tiene determinados requisitos. Todos los hombres tienen la misma dignidad, aunque a lo mejor no tienen todavía o ya no tienen la posibilidad de manifestar alguna de sus facultades.

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- Existe un nexo inseparable entre vida-verdad-libertad. Todos ellos son bienes inseparables, eslabones de una misma cadena: cuando se rompe uno, también se acaba violando el otro. No se está en la verdad cuando no se acoge y se ama la vida, y no hay libertad plena si no está unida a la verdad. “La libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como único e indiscutible referente para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien y el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho” (Evangelium Vitae 19).

b) Naturaleza y dignidad de la sexualidad humana, del amor conyugal, del matrimonio y de la procreación.

- La sexualidad toca a toda la persona. La diferenciación varón-mujer no se limita al aspecto biológico, sino que es una dimensión constitutiva de la persona. La persona humana está tan profundamente influida por la sexualidad, que ésta es considerada como uno de los factores que dan a la vida de cada cual los rasgos principales que la distinguen. Del sexo, de hecho, la persona humana deriva las características que en el plano biológico, psicológico y espiritual la hacen hombre o mujer. La sexualidad es el modo de ser constitutivo de lo humano, no un ejercicio temporal de determinadas funciones. Ejercitar la sexualidad mediante actos genitales se sitúa en el ámbito de los actos accidentales del hombre pero no expresa la totalidad de la sexualidad.

- Hay cuatro dimensiones que le dan un sentido pleno y trascendente a la sexualidad: la imagen de Dios, Génesis 1,27 (Dios reprodujo en el ser humano su propia imagen, en el sentido que Dios es amor y creó al ser humano para amar), el complemento mutuo, Génesis 2,18 (el ser humano está orientado hacia otra persona. La sexualidad es la ordenación del ser humano hacia la comunicación de un “yo” con un “tu”, de donde surge un “nosotros”), el conocimiento recíproco, Génesis 4,1 (en la entrega sexual, el hombre y la mujer alcanzan un mutuo conocimiento, toman conciencia de su mutua dependencia y descubren su propia intimidad) y la fecundidad vital, Génesis 1,28 (los hijos son la culminación del amor. A través del acto de procreación, los esposos viven plenamente su sexualidad).

- El sentido de la sexualidad está dado por su orientación fundamental, que corresponde a dos necesidades humanas básicas: necesidad de salir de sí para perpetuarse y continuar en la existencia y necesidad de relacionarse con otra persona para complementarse. Esta búsqueda culmina en el encuentro amoroso, exclusivo y excluyente, del compromiso matrimonial.

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- El acto conyugal tiene un doble significado: de unión (la mutua donación de los cónyuges), y de procreación (apertura a la transmisión de la vida). Nadie puede romper la conexión inseparable que Dios ha querido entre los dos significados del acto conyugal, excluyendo de la relación el uno o el otro. Lo anterior se fundamenta en la unidad del ser humano, unidad compuesta de cuerpo y de alma espiritual, por lo tanto la relación ente el yo-persona y el cuerpo no es puramente de uso. Por otro lado, la dimensión biológica de la sexualidad humana es lenguaje de la persona, dotado de su propio significado, de su gramática. Así, los esposos expresan recíprocamente su amor personal con "el lenguaje del cuerpo", que comporta claramente significados esponsales y parentales juntamente. Si el beso de Judas nos perturba tan profundamente es porque el gesto de besar tiene su propio significado y llevarlo a cabo dándole otro sentido se advierte como algo inmoral y reprobable. La gramática que rige el lenguaje de la persona que es la sexualidad, es la gramática del don de sí mismo.

- La sexualidad es el lenguaje del amor, pero no cualquier manifestación sexual significa amor, porque no siempre forma parte de un encuentro personal auténtico. La genitalidad está al servicio de la sexualidad, la sexualidad al servicio de la persona, la persona al servicio del amor y el amor al servicio de la vida.

- Nuestra vocación humana y cristiana es una sola: es vocación a la santidad, es decir, al amor, que se realiza en el matrimonio o en la virginidad (Familiaris Consortio, 11).Aprender a amar es aprender a no buscarse a si mismo, a dominarse para darse. Si la persona no es dueña de sí, por obra de las virtudes y, concretamente, de la castidad, carece de aquél dominio que lo hace capaz de darse, es decir, de amar.

- La virtud de la castidad supone la adquisición del dominio de sí mismo, como expresión de libertad humana destinada al don de uno mismo. Todos, siguiendo a Cristo modelo de castidad, están llamados a llevar una vida casta según el propio estado de vida: unos viviendo en la virginidad o en el celibato consagrado, modo eminente de dedicarse más fácilmente a Dios, con corazón indiviso; otros, si están casados, viviendo la castidad conyugal; los no casados, practicando la castidad en la continencia (los novios por ejemplo). En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios.

Vivir la castidad significa entender y vivir el auténtico amor, no solo antes del matrimonio, sino durante toda la vida. El amor auténtico no busca la propia satisfacción, sino lo que es mejor para el otro. La castidad nos hace entender que la sexualidad es un valioso regalo que hemos recibido, nos hace respetarnos a nosotros mismos y a los demás, de forma que podamos amar a otra persona y no caer en la tentación de “utilizarla” en nuestro propio provecho.

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- El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona -reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad -; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad. En una palabra: se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos" (FC 13). La persona humana tiene la capacidad de comprometerse libremente para toda la vida; tomar tales decisiones es parte de su vocación humana. Es más, la fidelidad durante toda la vida a la palabra empeñada la ennoblece.

- La indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio ya en el orden natural, y ella alcanza en el matrimonio cristiano una particular firmeza por razón del sacramento. Dios dejó escrito este designio suyo en la naturaleza del tipo de relación que se crea entre los esposos cuando sellan entre sí una alianza, y establecen así una íntima comunión conyugal que “hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer, y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana.

Jesús enseña que, según el designio original divino, la unión matrimonial es indisoluble: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10, 9). La fe y la tradición de la Iglesia no han agregado nada al matrimonio natural al afirmar que es para toda vida. Lo que hace la Iglesia es reconocer que esta propiedad emana de las mismas exigencias de la Alianza matrimonial, de la manera de ser, natural e intrínseca, de la relación conyugal. Es decir, para afirmar que la indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio, hay fundamentos que provienen realmente de la fe, pero también podemos llegar a esta afirmación con la razón.

- El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia. Por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo. Por su fidelidad, los esposos se convierten en testigos del amor fiel de Dios.

- La procreación humana debe tener lugar en el matrimonio. La procreación de una nueva persona, en la que el varón y la mujer colaboran con el poder del creador, deberá ser el fruto y el signo de la mutua donación personal de los esposos, de su amor y de su fidelidad. La fidelidad de los esposos, en la unidad del matrimonio,

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comporta el recíproco respeto de su derecho a llegar a ser padre y madre exclusivamente el uno a través del otro. El origen de una persona humana es en realidad el resultado de una donación. La persona concebida deberá ser el fruto del amor de sus padres. No puede ser querida ni concebida como el producto de una intervención de técnicas médicas y biológicas. El hijo tiene derecho a ser concebido, llevado en las entrañas, traído al mundo y educado en el matrimonio: sólo a través de la referencia conocida y segura a sus padres pueden los hijos descubrir la propia identidad y alcanzar la madurez humana. El equilibrio de la sociedad exige que los hijos vengan al mundo en el seno de una familia, y que ésta esté establemente fundamentada en el matrimonio. (Donum Vitae, II. A. 1, II. B. 4.c). Para el tratamiento de la infertilidad, son lícitas aquellas acciones que ayudan a superarla a través de medicamentos y cirugía. Lo que no se puede hacer es sustituir el acto conyugal.

- El hijo es un don de Dios, el don más grande dentro del Matrimonio. No existe el derecho a tener hijos («tener un hijo, sea como sea»). Sí existe, en cambio, el derecho del hijo a ser fruto del acto conyugal de sus padres, y también el derecho a ser respetado como persona desde el momento de su concepción.

4. Enseñanza moral de la Iglesia con respecto a algunas situaciones

específicas.

A continuación, profundizaremos sobre algunas enseñanzas morales de la Iglesia, basadas en los principios antes señalados, que brotan de la misma naturaleza humana y del Evangelio, principios y enseñanzas que la Iglesia nos anuncia y enseña como “columna y fundamento de la verdad” (1 Tim 3,15), fiel a su responsabilidad de custodiar la «sana doctrina» (2 Tm 4, 3), en fidelidad a Cristo y a su Evangelio, bajo la asistencia del Espíritu Santo y con la autoridad que el mismo Cristo ha conferido a los Apóstoles y a sus sucesores.

Para esto, antes de exponer en detalle cada situación, pedir a los jóvenes que identifiquen, cual o cuales de los principios señalados en el número 3 anterior (castidad, dignidad de la persona humana, de la sexualidad, del matrimonio, de la procreación…), creen que se ven vulnerados en las siguientes situaciones:

Masturbación

Esta acción vulnera la virtud de la castidad. Es la excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de obtener un placer venéreo. Cuando el Nuevo Testamento reprueba la “sensualidad”, la “impureza”, la “impudicia”, la tradición de la Iglesia suele entender que con esas denominaciones se designa este pecado. Tanto el Magisterio de la Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los fieles, han

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afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca y gravemente desordenado (CEC, 2352). ¿Por qué? porque es un acto ajeno a los fines de la sexualidad, es decir, a la mutua entrega y a la procreación humana en el contexto de un amor verdadero. Siendo un acto solitario, mal podría realizar forma alguna de amor y de donación. Al contrario, es un repliegue sobre sí mismo y un acto del todo estéril.

La defensa de la masturbación como una “válvula de escape” del impulso sexual juvenil no convence: ese mismo argumento podríamos aplicar a muchos males, como la embriaguez alcohólica, la cólera, la droga, la injuria, etc. Y si se la considera como una inofensiva y aún, necesaria exploración del cuerpo en la adolescencia, no se ve claro el sentido, ni su ventaja, ni su resultado, que con frecuencia es más bien el disgusto consigo mismo y la vaciedad.

No pocas veces hemos oído decir: ¿por qué tiene que decirme la Iglesia lo que debo hacer con mi cuerpo? Debemos recordar que la moral es una guía entregada por Dios que nos creó y que sabe lo que nos conviene. El sexo se expresa a través de un lenguaje, el del amor permanente, comprometido y fructífero. Cuando lo sacamos de ese contexto, no funciona y nos hacemos daño física, psicológica y espiritualmente.

La responsabilidad moral de quien cae en este acto puede ser atenuada por factores como la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia, la soledad, la falta de auténtico amor u otros factores psíquicos o sociales. En estos casos, es necesaria la comprensión, acogida, prudencia y consejo del confesor para ayudar a quien manifiesta un deseo auténtico de pureza y superación. Con la gracia de Dios y el esfuerzo oportuno, aún el hábito más arraigado en esta materia se puede vencer progresivamente.

Pornografía

Esta acción vulnera la virtud de la castidad, la dignidad de la persona humana y la dignidad del matrimonio. La figura moral de la pornografía “consiste en dar a conocer actos sexuales reales o simulados, que quedan fuera de la intimidad de los protagonistas, exhibiéndolos ante terceras personas de manera deliberada (CEC, 2354). A menudo, debe añadírseles la rebuscada obscenidad de sus contenidos y su carácter mercantil de compra y venta de objetos y servicios. Así, el cuerpo y el sexo humanos, se convierten, no ya solo en objetos, sino en objetos degradados con vista al placer enfermizo que producen. La pornografía es una disociación expresa de sexo y amor, de sexo y compromiso, de sexo y procreación.

La llamada moral que la Iglesia hace para impedir la producción y la distribución de material pornográfico suele chocar con un concepto deformado de las libertades civiles

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(de expresión, de información, de autodeterminación), así expresadas por quien afirma: “Soy yo quien decide lo que ve y lo que oye, no el Estado, no la Iglesia, no censura alguna”. Pero tal persona no es un Robinson Crusoe en su isla: vivimos en sociedad, y lo que está disponible para ese sujeto, a la larga lo estará para todos o para muchos, y en forma especial para los menores, ya que las medidas de control en esta materia resultan en la práctica, de una eficacia muy limitada.

Por último, el desafío de “el que no quiere mirar, que no mire”, dirigido a adultos cuidadosos de sí, se estrella contra nuestro derecho a vivir en un mundo no contaminado de obscenidad, que no apele continuamente a nuestra concupiscencia, que nos permita vivir razonablemente en paz: es lo que Juan Pablo II solía llamar “una ecología humana”. Cabe señalar que tiene responsabilidad moral quien produce la pornografía, quien la comercializa, como también el espectador.

Imaginación o fantasías sexuales:

La Iglesia nos enseña que no solo debemos evitar los “actos impuros” sino también los “pensamientos impuros”. Un “pensamiento impuro” es imaginarse explícitamente estar teniendo relaciones sexuales con alguien para sentir placer con ello.

¿Significa eso que cada vez que a uno se le ocurra un pensamiento de ese tipo comete un pecado? Desde luego que no. Somos humanos y esas imágenes se nos pueden venir a la cabeza sin pedir permiso, mas en una sociedad que constantemente nos ofrece imágenes para estimular nuestro instinto sexual.

De lo que estamos hablando es de lo que sí podemos y debemos controlar. De lo que viene a continuación. Martin Luther dijo que “nadie puede evitar que los pájaros vuelen sobre su cabeza, pero sí que hagan su nido en ella”. Cuando viene una imagen o un pensamiento de esos a la cabeza, podemos no asustarnos pero sí rechazarlo, o podemos hacer que permanezca y “gozarnos” en ello durante un rato. Un “pensamiento impuro” se consiente cuando voluntariamente decidimos admitirlo y gozarnos en el placer que nos produce.

¿Por qué nos hacen daño los pensamientos impuros?

- Porque va minando nuestro hábito de castidad y hará que cada vez nos cueste más. Imaginémonos que estamos a dieta y nos dedicamos a pensar en lo buenos que están los pasteles. ¿Qué pasará cuando tengamos enfrente un pastel? Pues que nos costará mucho más no comerlo. Lo mismo sucede con el sexo. Si fomentamos el deseo, va a ser muy difícil vencer cuando llegue la tentación.

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- Mientras duran esos pensamientos consentidos, estamos manipulando el sexo para convertirlo en un motivo de satisfacción egoísta en la que participa una persona que solo “existe” para hacernos gozar a nosotros. Al no ser real, no tenemos que preocuparnos por ella. Estamos fomentando una actitud que no es casta.

- Pueden estropear las verdaderas relaciones de pareja, tanto presentes como futuras. La imaginación ve siempre las cosas como le conviene: no hay gravedad, ni las cosas están desordenadas, ni hay peleas; la imaginación ve siempre el cuerpo de una “top model”. Una imaginación activa puede conseguir que ante una relación “real” nos desilusionemos, porque la persona con la que uno se ha casado no es igual que las fantasías que se habían fabricado. Dar rienda suelta a la imaginación, puede hacer que nos obsesionemos con lo físico y seamos incapaces de reconocer la belleza de lo espiritual. Es decidor el caso (de la vida real) de un marido, cuya mujer había dado a luz seis semanas antes, quien se negó a reanudar la relación sexual porque ella aún no había perdido los kilos que ganó con el embarazo.

Fornicación y Relaciones sexuales prematrimoniales:

Estas acciones vulneran la virtud de la castidad, la dignidad de la persona humana y la dignidad del matrimonio.

La fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del matrimonio, es decir, entre soltero y soltera (pues el adulterio es una fornicación más grave, al atentar contra la fidelidad conyugal).

En el Nuevo Testamento, es San Pablo quien se pronuncia más rotundamente sobre esta figura moral: “No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras ni los adúlteros ni los sodomitas poseerán el Reino de Dios” (1Cor 6, 9-10). “El cuerpo no es para la fornicación” (1Cor 6,13). “Huid de la fornicación” (1Cor 6, 18). Su exhortación se funda en que nuestros cuerpos son miembros de Cristo, en que resucitarán, en que son templo del Espíritu Santo. En otras cartas, viene a decir prácticamente lo mismo: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa guardar su propio cuerpo santamente y con honor” (1Tes4, 3-4). Esta última expresión, conservar el cuerpo en santidad y respeto, es todo un programa de castidad.

La razón de este precepto divino es clara a la luz de lo que hemos dicho: la donación física personal sería un “engaño” si no fuera total e incondicional, y “el único lugar” que hace posible esta donación total es el matrimonio (FC, 11).

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La pareja que se une carnalmente puede ser muy variada: comprador y vendedora de sexo, pareja de encuentro casual y sin destino, amigos “serios”, amantes, pololos, novios, convivientes de unión libre o de unión “a prueba.” Esta variedad es moralmente heterogénea y ciertamente no merece la misma valoración; pero en ningún caso se trata de marido y mujer, de esposos, y por lo tanto, fornican. En ninguno de estos casos existe la entrega y el compromiso incondicional y total del matrimonio. Todas estas situaciones ofenden la dignidad del matrimonio; destruyen la idea misma de la familia; debilitan el sentido de la fidelidad.

Son cada vez mas frecuente las “uniones libres de hecho,” uniones sin algún vínculo institucional públicamente reconocido, ni civil ni religioso. En algunos países las costumbres tradicionales prevén el matrimonio verdadero y propio solamente después de un período de cohabitación y después del nacimiento del primer hijo. Esta situación tiene graves consecuencias religiosas y morales (pérdida del sentido religioso del matrimonio visto a la luz de la Alianza de Dios con su pueblo, privación de la gracia del sacramento, grave escándalo), así como también consecuencias sociales (destrucción del concepto de familia, atenuación del sentido de fidelidad incluso hacia la sociedad, posibles traumas psicológicos en los hijos y afirmación del egoísmo).

La unión carnal sólo es moralmente legítima cuando se ha instaurado una comunidad de vida definitiva entre el hombre y la mujer. El matrimonio entre dos bautizados es el símbolo real de la unión de Cristo con la Iglesia, una unión no temporal o «ad experimentum», sino fiel eternamente; por tanto, entre dos bautizados no puede haber más que un matrimonio indisoluble. Por lo tanto, el amor humano no tolera la ‘prueba’. Exige un don total y definitivo de las personas entre sí (cf FC 80).

Cuando dos personas se casan, se comprometen a un amor verdadero. Se prometen mutuamente a no “utilizarse”, sino procurar el bien del otro durante toda su vida. Se entregan completamente el uno al otro, entregan toda su vida. Al hacer este compromiso delante de Dios, el matrimonio es un sacramento y, a través de él, Dios los une también espiritualmente, de forma que los dos realmente sean uno. Luego, en la unión sexual, expresan con su cuerpo lo que ya han afirmado con sus palabras ante el altar.

El sexo tiene su propio idioma, el idioma de entrega total a otra persona. Es el idioma que Dios ha puesto en el sexo, el idioma que el corazón entiende. Es un idioma de amor auténtico, no de amor “de ocasión”, de amor permanente, comprometido y fructífero, dispuesto a afrontar lo que venga después.

Las relaciones fuera del matrimonio no hablan ese idioma. Su compromiso consiste en algo así como “me comprometo a no tener relaciones con nadie más hasta que me

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canse o hasta que aparezca “otra”(o), que me satisfaga más.” No existe el compromiso permanente y exclusivo y menos la donación total abierta a la vida. Por el contrario, a menudo excluye la fecundidad. En las relaciones fuera del matrimonio, el cuerpo está mintiendo. Está haciendo que se constituya una unión afectiva que la realidad no puede respaldar. Todo eso no puede significar que se quiera el bien de la otra persona. Así lo vemos con lo que ocurre en la realidad.

Recordemos que la etapa del pololeo es una etapa de conocimiento mutuo, de búsqueda, en donde la comunicación es esencial para conocerse mejor. Para tomar una buena decisión es necesario no perder la libertad, poder decidir si se quiere seguir o terminar con esa relación si se ve que no tiene futuro, sin sentirse atado. Todavía no hay un compromiso definitivo.

Pues, bien, normalmente cuando esta relación se complementa con la unión sexual, la pareja se hace mucho daño. Muchas veces se hace casi imposible en cada encuentro abstenerse del sexo y se invierte el necesario conocimiento y comunicación verbal fundamental de esta etapa, por la comunicación a través del cuerpo, cuyo lenguaje, al estar fuera del contexto del matrimonio, se convierte como ya dijimos, en una “mentira”. Además hay que considerar que este tipo de relación lleva el riesgo de un embarazo (adolescente), el embarazo de una joven que no está aún preparada emocionalmente para ello y que seguramente tendrá fuertes consecuencias en los proyectos de vida que se había hecho. Por otro lado, no debemos olvidar lo que ya dijimos: ese hijo tiene derecho a ser concebido, llevado en las entrañas, traído al mundo y educado en el matrimonio.

El sexo pone mucha presión en las relaciones de pareja fuera del matrimonio, porque el corazón piensa que se ha entregado completamente, pero la realidad es que el compromiso es bastante inestable. Es difícil compaginar haberse entregado completamente a alguien con saber que el otro puede irse en cualquier momento. Esto lleva inevitablemente a la sensación de fragilidad, inseguridad y miedo. Si fuese necesario romper la relación, no terminan nunca de hacerlo porque los une un vínculo que se los impide. Aunque hayan descubierto que la relación entre ellos no es la adecuada, que no son “el uno para el otro”, que no comparten los mismos principios morales o un proyecto común, no logran escapar, se sienten atados.

Algunas veces se ven otros cambios negativos en los jóvenes que mantienen relaciones sexuales fuera del matrimonio: la joven que era ya algo madura, se vuelve insegura y dependiente de los demás y el joven empieza a sentir celos y a ser muy posesivo. Todo esto porque se han entregado el uno al otro sin asegurar ese don mutuo y que ahora empiezan a considerar muy frágil; ahora existe el temor a ser abandonado. Entonces crece la tensión de procurar tener siempre al otro contento, y de evitar conflictos y por tanto se evita decir lo que de verdad se piensa, haciendo así que la tensión siga aumentando. Como vemos, cuando se saca la sexualidad del contexto del matrimonio, nos hacemos daño física, sicológica y espiritualmente.

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El amor verdadero se demuestra en el comportamiento de la pareja (pololos, novios): ¿Busca cada uno el bien del otro? ¿Respeta cada uno el tiempo que el otro necesita para su desarrollo personal, aún a riesgo de perderlo si descubre que debe seguir otro camino? ¿Se animan mutuamente a no perder sus amigos? ¿Resisten a la tentación de monopolizar el tiempo del otro? ¿Se ayudan mutuamente a conseguir sus objetivos personales, aunque eso suponga alejarse temporalmente? ¿Están dispuestos a admitir que el otro decida no seguir adelante? Y como consecuencia de todo ello, ¿Respetan mutuamente su sexualidad, saben protegerse mutuamente, evitar las ocasiones y vencer las tentaciones de satisfacer sus impulsos? El amor auténtico siempre está unido al sacrificio, tal como lo demostró con su propia vida nuestro Señor Jesucristo.

Con respecto a las relaciones prematrimoniales (novios), hay quien se pregunta por qué la relación sexual, si es buena de suyo dentro del matrimonio, no lo es el día antes o el mes antes de contraer matrimonio. O dicho de otro modo, qué tanta diferencia hace el haber pronunciado o no una palabra “si”, o el haber puesto o no una firma en un papel.

¡Tremenda firma, tremenda palabra! Ellas prometen, comprometen la radical entrega del propio ser, de la humana persona, del propio cuerpo y alma. Un hombre y una mujer pueden entregarse cuerpo y alma en el sexo cuando ya se han entregado el uno al otro su pan, su techo, su abrigo, su nombre, su proyecto común de vida, sus potenciales hijos, etc. y eso ocurre para el cristiano ante el altar de Dios, cuando Dios mismo los une y les entrega su gracia, cuando su alianza mutua es parte viva de la Alianza de Dios con su pueblo.

Dios ha querido que la unión sexual sea la renovación del contrato matrimonial, la renovación del sacramento. Pero si no hay sacramento, no hay nada que renovar. Un ejemplo paralelo nos puede ayudar. Por el sacramento del Orden, el sacerdote recibe la potestad de consagrar el cuerpo y la sangre de Cristo, pero antes de recibir ese sacramento, no puede hacerlo. No existe una especie de “anticipación” o “prueba” de esa potestad, igual que no debería existir la unión sexual antes del matrimonio. La potestad surge del sacramento.

También hay quienes creen que el tener relaciones sexuales antes de casarse les hace disminuir el riesgo de un futuro fracaso, les da la seguridad de ser “compatibles”, de estar hechos “el uno para el otro” y así luego tener un mejor matrimonio. Esta actitud es como si nos dijeran: “te quiero, eres mi alma gemela, quiero estar contigo el resto de mi vida, que tengamos hijos juntos y que estemos muy unidos hasta la vejez. Pero, primero, necesito hacerte un pequeño examen sobre cómo haces el amor, porque si no sacas una buena nota, no estoy dispuesto”.

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La misma razón humana insinúa ya su no aceptabilidad, indicando que es poco convincente que se haga un «experimento» tratándose de personas humanas, cuya dignidad exige que sean siempre y únicamente término de un amor de donación, sin límite alguno ni de tiempo ni de otras circunstancias (FC 80).

Es un error tremendo pensar que la “calidad” de la relación sexual depende del uso de “técnicas” adecuadas. La calidad de la relación humana en todos los sentidos es lo verdaderamente importante. Si un buen matrimonio se lleva bien y congenian emocionalmente, si confía el uno en el otro y se preocupan de su mutuo bien, su vida sexual será un reflejo de todo ello. Si por el contrario, se dedican a pelearse, a buscar el propio interés, si no hay confianza ni intimidad, si se engañan, su relación sexual sufrirá también las consecuencias de ello.

Lo más bonito de la relación sexual es que no hace falta ser “experto” desde el principio. Hay toda una vida para aprender juntos, para entregarse el uno al otro.

Otras impurezas en el pololeo o en el noviazgo

a) Las “pruebas de amor”.

Hay quienes creen que un pololeo o un noviazgo vivido en continencia significa menos amor entre las partes y, es al revés: significa más amor y de mejor calidad. Cuando uno de los dos, pensando en la unión sexual que se le niega, pide al otro “pruebas de amor”, lo que en realidad le está pidiendo es que corra un riesgo. Eso no es amor verdadero y claramente no quiere lo mejor para su pareja. Comparemos esa situación con la de alguien que dijera: “me atraes mucho, pero se que el acto sexual no es, por ahora, lo mejor para ti ni para nuestro futuro, así que, aunque tendría muchas ganas, no quiero que lo hagamos”. Con esta actitud sí se demuestra un amor verdadero, dispuesto a poner el bienestar del otro por encima de un interés egoísta.

“La energía amorosa que no se entrega en la relación carnal, de ninguna manera se pierde, más bien pasa a vivificar las dimensiones más altas y finas del amor: la ternura, la comunicación superior, la misma conversación íntima y variada, el mundo de los sentimientos, el hecho de compartir más intereses comunes, etc.: los mejores fundamentos para el matrimonio venidero” (S. S. Pablo VI).

b) La falta de disciplina de los sentidos.

La pureza exige la guarda de los sentidos, externos e internos. Entre los primeros, tiene prioridad la vista. El lenguaje coloquial de los varones muchas veces delata el sentido moral de su mirada sobre la mujer. No es lo mismo decir: “es linda”, “se ve bien”, etc., expresiones de una mirada limpia o neutra, que incluso otra mujer puede usar, que decir: “está buena”, “es rica”, palabras de un evidente sentido sensual posesivo (“mirar con deseo”). Quien así mira a las mujeres, difícilmente puede ser un hombre casto; y quien así

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se hace mirar por los hombres, difícilmente puede ser una mujer casta. En esta materia es importante que la mujer cuide su forma de vestir, de bailar, de hablar, sus movimientos y actitudes que pueden provocar miradas de deseo.

La imagen visual es la llave primera del deseo, y por eso mismo, pieza clave e inicial de la ascética de la pureza. Aquello que el hombre “no puede” mirar sin deseo de concupiscencia, es aquello que el hombre “no debe” mirar, por motivos de conciencia moral. Aquí también se aplica lo que vemos o no vemos en la televisión, por internet, en revistas, etc.

c) Límites en las demostraciones de amor.

“Los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal” (CEC 2350).

Sin entrar en mayores detalles, podemos ofrecer un criterio de discernimiento en términos de ese “lenguaje del cuerpo” que decía Juan Pablo II. En principio, son legítimas dentro del noviazgo aquellas manifestaciones físicas que “expresan” cariño y se limitan a ser un “lenguaje” del afecto propio de los novios (o pololos). Pero cuando esta “expresión es superada, movida, instrumentalizada o arrasada por el exceso sensitivo, por la búsqueda del placer en sí y por las reacciones automáticas del cuerpo, cosa que ocurre más prontamente en el varón que en la mujer, y la pasión empieza a escaparse del dominio de las voluntades, ya han entrado ellos en el terreno de lo ilegítimo.

Sin duda, hay muchos pasos intermedios entre un beso y el acto sexual pleno. ¿Dónde está exactamente el límite?

La castidad implica entender la diferencia entre cariño y pasión. El cariño es bueno y, como el cuerpo manifiesta externamente lo que tenemos dentro, es lógico que haya expresiones corporales de cariño. Esos son los besos, los abrazos, ir de la mano……

El problema empieza cuando el cariño se transforma en pasión (alimentar el deseo del acto sexual). Y eso no puede ser amor, no busca lo mejor para el otro. No es malo sentir atracción sexual por alguien. Eso es normal y bueno, pero también supone un reto: el de mantener las manifestaciones externas de cariño controladas y saber parar cuando se ve que se están convirtiendo en una tentación.

En esta materia también es válida la frase de nuestro Señor Jesucristo (Mateo 7,12): “todas las cosas que quieras que los hombres hagan contigo, así también hazla tu con ellos”. Imagínate a tu futura(o) esposa(o). ¿Te gustaría saber que esa persona a la que entregarás

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tu futuro está ahora mismo con otro (o con otra), no precisamente tomados de la mano? Pues esa persona con la que puedes estar saliendo ahora puede terminar siendo la mujer (o el marido) de alguien que no necesariamente tienes que ser tú. El respeto que le debes, significa que debes tratarle como a ti te gustaría que hubieran tratado a la persona con la que definitivamente será tu esposa(o). Este mismo ejercicio lo puedes hacer pensando en tu propia hermana o en tu futura hija. ¿Te gustaría que la trataran como tu lo haces con quien sales?.

d) Las ocasiones de pecado.

La exposición innecesaria al riesgo, suele llamarse en el orden moral “ocasión de pecado”, y designa el acto voluntario de ponerse en una situación proclive a la caída, o de no huir de ella, lo que equivale en cierto modo a tentarse a sí mismo.

Si uno quiere la virtud, debe quererla por anticipado, asegurarla y no entrar en situaciones donde ella corra un peligro próximo. En cuanto a la pureza, podemos describir a modo de ejemplo algunas situaciones de este tipo en donde es necesario anticiparse a los hechos: abstenerse de acudir a ciertos espectáculos o locales de diversión de cuya limpieza no se está seguro, informarse previamente con prudencia y si es necesario, abstenerse de ciertas lecturas, sobretodo cuando se sospecha que están cargadas de sensualidad. Evitar amistades que nos induzcan a beber alcohol o droga y a la lujuria. Las parejas de pololos o novios deben acordar la prudencia de evitar un encierro o una soledad excesiva y tentadora.

Suponer que nuestra integridad personal no sufrirá, que a nosotros todo esto no nos afecta, es lo que llamamos “presunción” y ésta es el enemigo general e inicial del alma en todas estas situaciones. Cuando la ocasión de pecado es más que eso, es ya tentación, y sin buscarla nos sale al encuentro, es la hora de poner en práctica la siguiente paradoja:

“No tengas la cobardía de ser ‘valiente’: ¡huye!”. De los valientes que “huyen” es el Reino de los cielos.

Relaciones homosexuales

Vulneran la virtud de la castidad. La homosexualidad designa tanto la atracción sexual como las relaciones sexuales con personas del mismo sexo. Pero, sólo estas ultimas, las acciones, están sujetas a responsabilidad moral; no así aquella tendencia, que es una condición básicamente no elegida, y cuyo origen psíquico no conocemos bien.

Los actos homosexuales son reprobados en la Sagrada Escritura, desde el Génesis (castigo divino a los habitantes de Sodoma, de donde proviene el término “sodomitas”,

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Gn.19), hasta las cartas de San Pablo (“pasiones deshonrosas”, “extravíos”, Rom. 1, 26-27), y también 1 Cor 6, 9 y 1 Tim. 1,10.

La Iglesia experimenta una comprensión y un gran respeto por las personas que sufren la dura prueba de una tendencia sexual alterada. Sin embargo, debe afirmar que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y no pueden recibir aprobación en ningún caso, y ello porque son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual” (CEC 2358), y por eso mismo constituyen una relación permanentemente frustrada y frustrante.

Dado lo profundo, radical y envolvente de la sexualidad humana, y dada las consecuencias que proyecta sobre el destino de una persona, su dirección invertida no puede equipararse a un mero rasgo de la “diversidad” individual, como algunos quisieran, análogo al hecho moralmente neutro de ser zurdo, diestro o ambidiestro, gordo o flaco, etc.

Pero debemos tener presente que toda expresión de burla, desprecio o malevolencia hacia quienes padecen esta condición, no elegida sino sufrida, es una falta contra la caridad e incluso contra la justicia. También lo es todo signo de discriminación injusta.

Sin embargo, no se debe considerar cualquier crítica o reserva como una forma de injusta discriminación. Los dos ejemplos más actuales de una diferencia justa son el matrimonio y el sacerdocio. Con respecto al primero: “No puede constituir una verdadera familia el vínculo de dos hombres o dos mujeres, y mucho menos se puede atribuir a esa unión el derecho a adoptar niños” (Juan Pablo II), porque tal cosa sería hacer violencia al concepto y a la naturaleza misma del matrimonio, de la filiación y de las personas. El matrimonio es siempre la unión de un hombre y una mujer, Dios lo ha querido así, y uno de sus fines principales es la procreación, cosa que claramente no puede darse entre dos personas del mismo sexo.

Con respecto a lo segundo, “la Iglesia, respetando profundamente a las personas en cuestión, no puede admitir al Seminario y a las Ordenes Sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay”(instrucción sobre personas homosexuales y su admisión a las ordenes sagradas), ya que el sacerdocio ministerial no es un derecho de nadie sino una llamada personal de Dios y de la Iglesia, que exige condiciones psicológicas y morales ligadas a la madurez afectiva y a la castidad sacerdotal. Tampoco puede considerarse injusto, por último, el límite con que la sociedad restringe las actividades de propaganda o de fomento de la conducta homosexual, por razones obvias de bien común.

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¿Qué ofrece la Iglesia a las personas de tendencia homosexual?

Desde luego, su cálida acogida, su comprensión, sus sacramentos, en las condiciones debidas, su guía espiritual y su atención pastoral. Pero al mismo tiempo les recuerda que están llamados a la castidad, lo que significa unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades de su camino, ya que con la ayuda sobrenatural (oración y gracia sacramental) y el consejo de la ayuda médica o psicológica, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana.

Cada uno de nosotros puede ayudarles en este “camino estrecho que lleva a la Vida” (Mt. 7, 14), prometido por Jesús, recordando que nuestra obligación de amar comprende a todas las personas. Estamos seguros que en la medida en que se sientan acogidos, respetados y queridos, les resultará más fácil vivir la castidad en su vida.

Divorcio

Atenta contra la dignidad de la persona humana y del matrimonio. Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio": Mc 10,11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio.

“El divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. El divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo. El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente:

“Cualquiera que repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Mc 10, 11-12).

Si el marido, tras haberse separado de su mujer, se une a otra mujer, es adúltero, porque hace cometer un adulterio a esta mujer; y la mujer que habita con él es adúltera, porque ha atraído a sí al marido de otra (S. Basilio, moral.regla 73).

El divorcio adquiere también su carácter inmoral a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los

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padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social.

Puede ocurrir que uno de los cónyuges sea la víctima inocente del divorcio dictado en conformidad con la ley civil; entonces no contradice el precepto moral. Existe una diferencia considerable entre el cónyuge que se ha esforzado con sinceridad por ser fiel al sacramento del Matrimonio y se ve injustamente abandonado y el que, por una falta grave de su parte, destruye un matrimonio canónicamente válido” (CEC 2384 al 2386).

Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales, pero ello no significa que estén “excomulgados”, es decir, fuera de la comunidad de los bautizados.

“La reconciliación en el sacramento de la penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación, «asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos” (FC 84).

El vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios.

La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina.

Para afirmar que la indisolubilidad es una propiedad esencial del matrimonio, hay fundamentos que provienen realmente de la fe, pero también podemos llegar a esta afirmación con la razón.

Por eso escribió la Conferencia Episcopal:

“Casi todos los matrimonios se casan con la intención de que sea para toda la vida. No es necesaria la fe para fundamentar el anhelo del ser humano de vivir en familia, ni para pensar que la alianza matrimonial entre un hombre y una mujer es el fundamento de la familia, y que la característica decisiva de esta alianza es la de ser sellada para siempre. No

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es difícil encontrar numerosos signos que hablan de esta nota característica del contrato conyugal, que configura una inclinación dominante de la naturaleza. Tomemos uno de ellos: prácticamente todos los novios llegan al matrimonio con la intención de compartir unidos y con hijos no una parte de la vida, sino toda la vida, hasta que la muerte los separe. El fenómeno es tan universal, que no se explica adecuadamente sólo como una suma de innumerables decisiones personales. Más bien muestra que este tipo de donación y compromiso mutuo es para toda la vida, y que así está inscrita en el corazón de los novios”.

“Veamos otro signo. Algo similar ocurre con las expectativas de los hijos. Podrán desear que la unión entre sus padres sea más gozosa, más pacífica y de mayor diálogo, pero nunca querrán que se rompa la relación entre ellos. Esta constatación es tan universal, que cabe postularla como un dato de la naturaleza de la vida familiar. También la familia se presenta como una comunidad de vínculos estables, para toda la vida.”

“Una tercera constatación arroja luz sobre el tema. Cuando una persona ha pasado por todo el sufrimiento y las decepciones de una ruptura, y decide unirse a otra persona con la ilusión de formar un nuevo hogar, lo único que quiere es que esta vez sea para toda la vida. Ésta es una tendencia que, sin duda, proviene de la naturaleza de este tipo de unión. De lo contrario, dado el dolor anterior, no querría una unión sin condiciones, para siempre, ya que podría ser causa de nuevas y deprimentes decepciones”.

“Pero hay también otras razones, fáciles de comprender, que comprueban que la indisolubilidad es un deber natural del matrimonio. Éstas son las consecuencias devastadoras para la familia, los hijos, el cónyuge más débil y la sociedad, tanto de las legislaciones que suprimen la estabilidad del matrimonio para toda la vida, como de las corrientes culturales que las inspiran y acompañan. Informes científicos sobre los desarrollos posteriores a la entrada en vigor de la ley de divorcio muestran que existe un incremento en el número de disoluciones matrimoniales. Y con ello, más personas se ven enfrentadas a sus efectos negativos”.

Como vemos, la indisolubilidad no es una ley extrínseca al matrimonio. Por el contrario, ella “se inscribe en el ser mismo del matrimonio.” La fe y la tradición de la Iglesia no han agregado nada al matrimonio natural al afirmar que es para toda vida. Lo que hace la Iglesia es reconocer que esta propiedad emana de las mismas exigencias de la alianza matrimonial, aunque tenga conciencia que la seguridad que asiste a los que siguen a Cristo acerca de la naturaleza del pacto conyugal, la obtienen sobre todo de la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo que señaló claramente “Lo que Dios unió, no lo separe el hombre”.

Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la

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separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. Quienes se mantienen en esta situación, pueden acceder a la comunión eucarística, en las condiciones debidas.

En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. Muchas veces se habla del “derecho a rehacer la vida”. Sin embargo, el sentido cristiano de “rehacer la vida” consiste más que en buscar a otra persona, en aceptar el compromiso que libremente se ha escogido y en aportar de sí lo mejor; en pedirle al Señor que nos enseñe nuevamente a mirar desde sus ojos y a hablar desde su corazón para reparar y reconstruir, para reemprender el camino y volver a la gratuidad y a la gratitud del amor.

Con respecto a la nulidad matrimonial, es necesario aclarar que la Iglesia no anula matrimonios. Al declarar una nulidad matrimonial, lo que la Iglesia hace es determinar e indicar que el vínculo conyugal nunca existió.

Acercamiento y acompañamiento pastoral a los separados.

La Iglesia fue instituida para conducir a la salvación a todos los hombres, sobre todo a los bautizados, por lo tanto no puede abandonar a quienes —unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental— han intentado una nueva unión. Por lo tanto la Iglesia procura infatigablemente poner a su disposición los medios de salvación.

Tanto los pastores como los fieles estamos hoy llamados a ayudar a los divorciados, procurando con solícita caridad que no se consideren separados de la Iglesia, promoviendo su participación en la vida de la Iglesia. Se les exhorta a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la Misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar a los hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios. La Iglesia reza por ellos, los anima, se presenta como madre misericordiosa y así los sostiene en la fe y en la esperanza.

La Iglesia nos recuerda además que ellos esperan nuestro respeto. Un primer paso será reconocer que quienes han sufrido las separaciones definitivas y han tomado la decisión de sellar una nueva unión esperan el respeto de la sociedad. La decisión la han tomado en el foro de su conciencia. Es cierto, abandonaron objetivamente lo que pide Nuestro Señor, quien les ofrecía su gracia para reflejar su amor fiel e irrevocable, como la ofrece en virtud del sacramento a quienes lo han contraído. Pero aun así, esperan sentirse respetados por nosotros. Desde luego, no conocemos sus motivaciones subjetivas. No sabemos con qué formación llegaron a su primer compromiso; con qué apoyo contaron en las dificultades; si solicitaron un consejo y qué consejos recibieron en las situaciones de profunda crisis; cuánta debilidad, qué desvalimiento y a veces cuánta desesperación experimentaron después de la separación; con qué libertad y con qué preparación y

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energía espiritual han podido abordar su presente y su futuro; cuántos errores y qué errores cometieron, o en qué faltas personales y culpas pueden haber incurrido. Tampoco sabemos con qué disposición subjetiva optaron por seguir una ruta diversa de la propuesta por el Creador como un camino estrecho, que nos asemeja al grano de trigo que ha de morir si quiere producir mucho fruto.

Conscientes de nuestra ignorancia, de la debilidad que muchas veces nos amenaza, de nuestras propias desviaciones y errores, del misterio de la dignidad de todos los hijos de Dios y de la asombrosa clemencia del Padre celestial, queremos tratarles de la misma manera como nosotros quisiéramos ser tratados si estuviéramos en su lugar. También por eso no queremos juzgarlos. Además no podemos olvidar la enseñanza del Maestro: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados”.

Anticoncepción

Atenta contra la dignidad del matrimonio. Con el término “anticoncepción” se indica toda acción que, en la realización del acto conyugal, se proponga, como fin o como medio, impedir la concepción, es decir, el encuentro entre el óvulo y los espermatozoides.

Es necesario resaltar dos aspectos: primero, lo más importante en la anticoncepción no es la “técnica” usada, sino la voluntad de impedir la concepción; segundo, con frecuencia, muchos de los llamados “anticonceptivos”, no son tales, porque en lugar de impedir el encuentro entre el óvulo y el espermatozoide, impiden que el óvulo ya fecundado pueda desarrollarse; no son “anticonceptivos”, sino “abortivos”.

Recordemos que “El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son sin duda, el don más excelente del matrimonio, y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres” (Gaudium et Spes, 50).En cambio, la anticoncepción intenta impedir que nazca un nuevo ser como resultado de un acto que está destinado justamente a hacerlo nacer (FC, 32).

El mismo Dios, que dijo: "No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2,18), y que hizo desde el principio al hombre, varón y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gn 1,28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del matrimonio, tienden a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más (GS 50,1).

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Como ya dijimos, la sexualidad es el lenguaje del amor, de la entrega total a otra persona. La anticoncepción significa no entregarse ni aceptarse completamente. Es como decir: “Te quiero, pero no acepto tu posibilidad de ser madre (padre); quiero el placer que me das, pero no sus consecuencias”. En cambio, en una relación sexual conyugal sana se afirma: “me entrego a ti y si de esa entrega nace un hijo, estaré feliz y me tendrás siempre a tu lado para quererlo y educarlo”.

El criterio central de la Encíclica “Humanae Vitae” es éste: “la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” (HV, 12). Por lo tanto, “queda excluida toda acción que, en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación” (HV, 14). Desde las yerbas anticonceptivas de la antigüedad, pasando por las píldoras anovulatorias del tiempo de la Encíclica (1968) hasta llegar a los productos actuales (anovulatorios, preservativos, espermicidas, antiimplantatorios, etc.) y a los futuros que el hombre pueda inventar, la doctrina es siempre la misma, ya se de en un contexto de explosión o de implosión demográfica, de pobreza o de prosperidad.

Pero, ¿no es esta una grave incomprensión por parte de la Iglesia, de las dificultades de la vida actual? No lo es, dice la Madre Iglesia, que se pone de corazón en todos los casos posibles y de modo especial, en los más dramáticos. No es tan difícil darse cuenta que ella no puede hacer otra cosa, porque no dispone a su gusto, ni siquiera por compasión, de la ley de Dios, ley que es enteramente buena: buena para los cónyuges y para la sociedad y para la vida, para el presente y para el futuro, no obstante lo arduo de su cumplimiento. Ni la Iglesia ni los cónyuges son “árbitros” de la vida humana y del poder creador divino; los padres, que no crean sino que pro-crean, son sus “ministros” (FC, 32), “sus administradores” (HV, 13), “sus cooperadores” e “intérpretes” (GS, 50). La anticoncepción los haría árbitros, que es tanto como ponerse en el lugar del creador.

Otra cosa muy distinta son los métodos naturales de regulación de la fertilidad, que consiste en poder realizar el acto conyugal cuando la mujer está en período no fértil y en abstenerse de él cuando está en período fértil, si se quiere distanciar la llegada de los hijos. En este caso, los cónyuges al hacer o no hacer el acto conyugal sexual, deben estar guiados por criterios de paternidad responsable y no por motivaciones egoístas.

La pregunta que se plantea a menudo es ésta: si el objetivo es evitar una concepción, ¿qué diferencia hay entre métodos naturales y métodos anticonceptivos? La diferencia está en el estilo de vida y en el comportamiento sexual de la persona. No es el simple hecho de ser “artificial” lo que funda el juicio moral en la anticoncepción. Lo que verdaderamente está en juego no es la “técnica” sino la dimensión personal del acto conyugal.

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En la anticoncepción se exime el comportamiento sexual de su responsabilidad inmediata de poder ser causa de una nueva vida; se exime de su tarea de ser responsable, y de actuar o no actuar sobre la base de esta responsabilidad. En la anticoncepción, el acto sexual que debe realizarse en relación con la decisión responsable, se desliga de ella. ¡Qué más da!; el “artificio” actúa por sí mismo y hace inútil el comportamiento sexual.

Con los métodos naturales, en cambio, es el sujeto el que tiene que modificar su comportamiento sexual: a través de un acto libre se abstiene de hacer el acto. Este abstenerse es un acto positivo que decide libremente no hacer el acto sexual, porque se asume la responsabilidad del mismo. Es pues un verdadero acto de comportamiento sexual responsable. En la anticoncepción, en cambio, se descarga esta responsabilidad sobre el “artificio técnico”.

Lo que aquí está en juego es la dignidad personal del amor y, por tanto, la naturaleza humana racional, que es material y espiritual al mismo tiempo. No somos ángeles y de ahí se suscita el problema de la ética sexual. El hecho que el amor humano tome la forma de un intercambio sexual y esté estructuralmente tan ligado a la procreación, no depende de una elección arbitraria de nuestra libertad Es un dato de la naturaleza humana racional. Separar esta unión estructural es contradecir no solo la naturaleza “biológica” de la persona, sino también la naturaleza humana racional, es decir, la unidad de la persona.

Fecundación artificial

Atenta contra la dignidad de la persona humana y contra la naturaleza de la

sexualidad y del acto conyugal.

Se entiende por fecundación artificial, el conjunto de técnicas dirigidas a conseguir una concepción humana fuera de su proceso natural en la unión sexual del hombre y la mujer.

Se distingue entre fecundación artificial homóloga, si los gametos (espermatozoides y óvulo) son del marido y de la mujer y fecundación artificial heteróloga, si al menos uno de los gametos proviene de un donante externo a los esposos. Sea la homóloga o la heteróloga, puede realizarse en forma intracorpórea, si la fecundación se da dentro de las vías genitales femeninas, o extracorpórea, si la fecundación ocurre fuera del cuerpo femenino, es decir, en una probeta (cuando la fecundación es extracorpórea, se llama fecundación in Vitro). En el caso de la fecundación in Vitro, se pueden dar también otras situaciones: el embrión es transferido a una “madre de alquiler”, el semen masculino proviene de un “banco de semen” congelado, se procede a la congelación de los embriones antes de ser transferidos al útero, etc.

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En la fecundación artificial in Vitro, para no repetir la extracción de óvulos de la mujer, se procede a una única extracción múltiple, seguida por el congelamiento o crioconservación de una parte importante de los embriones producidos in vitro. Esto se hace previendo la posibilidad de un segundo ciclo de tratamiento, en el caso de que fracase el primero, o bien porque los padres podrían querer otro embarazo. El congelamiento o la crioconservación en relación a los embriones es un procedimiento de enfriamiento a bajísimas temperaturas para permitir una larga conservación.

La experiencia de los últimos años ha demostrado que en el contexto de las técnicas de fecundación in vitro el número de embriones sacrificados es altísimo: arriba del 80% en los centros más importantes. Los embriones defectuosos, producidos in vitro, son directamente descartados.

La aceptación pasiva de la altísima tasa de pérdidas (abortos) producidas por las técnicas de fecundación in vitro demuestra con elocuencia que la substitución del acto conyugal con un procedimiento técnico contribuye a debilitar la conciencia del respeto que se le debe a cada ser humano.

La crioconservación es incompatible con el respeto debido a los embriones humanos: presupone su producción in vitro; los expone a graves riesgos de muerte o de daño a su integridad física, en cuanto un alto porcentaje no sobrevive al procedimiento de congelación y descongelación; los priva al menos temporalmente de la acogida y gestación materna; los pone en una situación susceptible de ulteriores ofensas y manipulaciones.

En lo que se refiere al gran número de embriones congelados ya existentes, ¿qué hacer con ellos? Al respecto, todas las propuestas presentadas (usarlos para la investigación o destinarlos a usos terapéuticos; descongelarlos y, sin activarlos usarlos para la investigación como si fueran simples cadáveres; ponerlos a disposición de las parejas infértiles, como "terapia de la infertilidad"; proceder a una forma de "adopción prenatal") ponen diferentes tipos de problemas. En definitiva, es necesario constatar que los millares de embriones que se encuentran en estado de abandono determinan una situación de injusticia que es de hecho irreparable. Por ello, Juan Pablo II dirigió una llamada a la conciencia de los responsables del mundo científico, y de modo particular a los médicos para que se detenga la producción de embriones humanos, teniendo en cuenta que no se vislumbra una salida moralmente lícita para el destino humano de los miles y miles de embriones "congelados", que son y siguen siendo siempre titulares de los derechos esenciales y que, por tanto, hay que tutelar jurídicamente como personas humanas.

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El juicio ético sobre la fecundación artificial se articula en tres puntos:

1. El respeto del embrión humano: el embrión es una persona humana y como tal debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida. El hijo es un don, no un derecho ni un producto. La vida del embrión no puede ser el precio que se paga para satisfacer el deseo de los padres, ni es admisible tampoco que el embrión se trate como medio, sacrificando uno para que nazca otro, como sucede con los embriones sobrantes. El hijo es concebido, no producido; es una persona que se acoge, no un objeto que se encarga. En la fecundación artificial, el hijo es “encargado” y “fabricado”. La “procreación” se degrada así a “reproducción”; de acción humana tiende a transformarse en operación técnica.

2. La naturaleza de la sexualidad humana y del acto conyugal: la fecundación artificial es inmoral porque divide en el acto sexual conyugal la dimensión unitiva de la procreativa. El origen de una persona humana, en virtud de la dignidad que le es propia, tiene que ser fruto de la donación de amor entre los padres en el acto conyugal, y no un producto técnico. Por esta razón, solo son lícitos aquellos procedimientos que no provocan división entre el acto unitivo y la procreación, y en los que la fecundación sea intracorpórea. Así, son admisibles las técnicas que se configuran como una ayuda al acto conyugal y a su fecundidad y las intervenciones que tienen por finalidad remover los obstáculos que impiden la fertilidad natural. Curar quiere decir eliminar obstáculos; no quiere decir sustituir a la pareja en lo que es exclusivo de ella.

3. La unidad de la familia: en la fecundación artificial, el hijo es introducido en la familia desde el exterior y en el caso de la fecundación heteróloga, esta persona que se introduce además está privada de la identidad de los propios padres, con lo que las relaciones paterno- filiales se trastocan.

El aborto

Es una acción gravemente contraria a la dignidad de la persona humana. El aborto es la supresión de la vida del embrión humano antes de su nacimiento. El aborto puede ser espontáneo (cuando la interrupción de la vida del embrión no es querida por la madre y es padecida con dolor) o procurado.

El aborto procurado es la muerte deliberada y directa, de cualquier modo que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, comprendida entre la concepción y el nacimiento.

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Todas las técnicas abortivas tanto quirúrgicas (aspiración, raspado de las paredes del útero, aborto por cesárea, inducción de contracciones, envenenamiento, nacimiento parcial) como farmacológicas (dispositivo intrauterino, píldora del día después, píldora abortiva RU 486, prostaglandinas, vacuna abortiva) constituyen la eliminación de un ser humano en la fase inicial de su existencia y, por consiguiente, contradicen la dignidad de la persona humana, se oponen a la justicia y violan directamente el principio de no matar.

Dentro de las técnicas farmacológicas se encuentra la “píldora del día después”: son dos comprimidos, que tomados en las 72 horas después de la relación sexual, modifican la pared del útero e impiden al embrión ya formado implantarse.

Al ingerir este producto se pretende evitar el desarrollo de un embarazo de haberse producido la fecundación después de una relación sexual, alterando el delicado equilibrio hormonal de la mujer. Ahora bien, dado que este producto está pensado para ser ingerido después de la relación sexual, está la posibilidad, de haberse producido la fecundación, de atentar en contra de un ser humano inocente al no permitirle que continúe normalmente su desarrollo, lo que es un aborto.

La posibilidad de que la píldora actúe impidiendo que el embrión se anide, dependerá del momento en el cual la mujer tuvo una relación sexual y de la etapa de su ciclo menstrual. Si se administra en el período previo a la ovulación es posible que tenga un efecto anovulatorio (no abortivo), pero si es durante el período de la ovulación y se produce la fecundación, la ingestión de ella está encaminada a que actúe su efecto antianidatorio (abortivo). Lo que sí está claro es que, dado que la mujer no tiene certeza en qué momento del ciclo se encuentra, al ingerir la píldora está dispuesta a que cualquiera de los dos mecanismos actúe, y ello, desde el punto de vista moral, es inaceptable. En la conciencia de la mujer debiera quedar la duda si la píldora que ingirió actuó impidiendo la ovulación o la anidación.

La fecundación del óvulo constituye la frontera que separa las diversas formas de anticoncepción de las diversas formas de aborto. Si la intervención se hace cuando el óvulo ya ha sido fecundado, entonces se produce el aborto.

El aborto como medio “anticonceptivo” es la interrupción voluntaria del embarazo con el objetivo de regular los nacimientos a causa de un embarazo “no programado”. Esta finalidad es excluida por la ley, pero en la realidad, esta motivación es la más frecuente. Se trata de un hecho gravemente ilícito tratándose del asesinato directo de un ser humano inocente.

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El aborto selectivo o eugenésico es la eliminación de los embriones afectados por patologías genéticas o malformaciones. El sano piensa que el deforme tendrá una vida infeliz y hará infelices a los demás, pero no hay prueba de que esto sea así. ¿Cómo es posible hacer prevalecer el “bienestar” de algunos sobre el “ser” de otros?

El aborto selectivo es gravemente ilícito porque la vida humana tiene valor en sí misma, no en función de las condiciones en las que se encuentra.

El aborto terapéutico es la eliminación del embrión que pueda poner en peligro la vida o la salud de la madre. Es gravemente ilícito porque se mata directamente una vida humana inocente.

El aborto terapéutico parte de la errada idea de que la vida de la madre vale más que la del hijo. Ello es insostenible desde cualquier punto de vista, dado que el valor de una persona humana y su dignidad es independiente del estadio de desarrollo en el que se encuentre.

Esta disyuntiva, en la que para salvar la vida de la madre hay que terminar con el embarazo, y ello procurando un aborto, en la práctica es muy escasa, sino inexistente, como la literatura médica lo demuestra. El concepto de terapéutico es abusivo. Terapia significa curar, sanar, pero en ningún caso eliminar la vida de un ser humano. Menos aun si es inocente.

La ilicitud de todas estas intervenciones no se refieren tan solo a un hecho de fe; la razón es de por sí suficiente para hacer comprender la ferocidad de tal acto. En el caso del aborto procurado, la violación del principio de la inviolabilidad de la vida humana va unida a algunas circunstancias que la hacen particularmente grave. El ser humano en el seno de la madre es mucho mas inocente de lo que se pueda imaginar, es débil e inerme, no tiene voz para protestar, pero sobre todo, está confiado totalmente a la protección y a los cuidados de la madre.

El Aborto no soluciona ningún problema; al contrario, produce un daño tremendo en la mujer, en sus hijos, en su familia, en toda la sociedad. Diversos estudios demuestran que la mujer sufre graves trastornos psicológicos después de un aborto, que van desde el sentido de culpabilidad y el remordimiento de conciencia y depresión, hasta la adicción a las drogas, la desesperación y el suicidio.

La Iglesia no se cansa de repetir que el aborto se combate proponiendo como un valor humanizador el vivir la sexualidad en el contexto del amor y de la trascendencia, y promoviendo una cultura de la vida por medio de todas las instancias educativas y sociales de las que dispone el país; que perciba al otro siempre como un don, y nunca como una amenaza.

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Eutanasia

El término deriva del griego eu (bueno) y thánatos (muerte), y significa “buena muerte”. Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que por su naturaleza, o en sus intenciones produce la muerte, con el objetivo de eliminar todo dolor.

Con respecto a las intenciones: hay eutanasia cuando se tiene la intención de poner punto final a la vida o de acelerar la muerte de una persona. No hay eutanasia cuando se tiene la intención de aliviar los sufrimientos del enfermo terminal, aunque el suministro de fármacos pueda acelerar la muerte.

Con respecto a los métodos usados: hay eutanasia cuando la muerte intencional se consigue o con el suministro de sustancias mortales o con la omisión de terapias normales, como por ejemplo el alimento, la hidratación, la respiración, etc. No hay eutanasia cuando se omiten cuidados que son desproporcionados y no útiles para el enfermo. Para determinar si los cuidados son desproporcionados, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales. También se evaluará si el empleo de instrumentos y personal es desproporcionado a los resultados previsibles, y si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de los mismos.

En relación con los sujetos que actúan: se habla de suicidio, cuando la persona se quita la vida por sí sola; homicidio, cuando se practica sobre una persona que no lo ha solicitado libremente; suicidio y homicidio (suicidio asistido), cuando se practica sobre una persona que la ha solicitado libremente.

Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Por esto, el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiera prestado asistencia a una persona en peligro.

La eutanasia es siempre ilícita, también cuando se practica con fines piadosos y a solicitud del paciente. Se trata de la supresión de un ser humano, de la violación del principio de la defensa de la vida. Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano, cualquiera sea su edad o estado en que se encuentre. Nadie puede además, solicitar este gesto homicida para él mismo o para otro confiado a su responsabilidad, ni se puede consentir explícitamente o implícitamente. Ninguna autoridad puede imponerlo o permitirlo. Se trata de una violación a la dignidad de la persona humana.

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Conclusión La profundización de todo lo anterior, puede suscitar la impresión de que, en

materia de sexualidad y de Bioética la Iglesia es muy estricta, porque reduce lo legítimo a un espacio muy reducido y la mayoría de las posibilidades quedan moralmente excluidas. No pocas veces se oye decir que la Iglesia debería “actualizarse” y “ponerse a tono” con los tiempos que corren, que debería ampliar substancialmente el espacio de lo permitido.

Sin embargo, debemos recordar que no depende en absoluto de la Iglesia tal legitimación: se lo impide en muchos casos la ley divina inscrita en el corazón humano (ley natural) y en muchos otros, la ley divina positiva (explicitada en los mandamientos de la ley de Dios). En esa fidelidad se juega su propia identidad como depositaria del mensaje de Cristo.

No estamos hablando aquí de preceptos que regulen los días de ayuno y abstinencia o la frecuencia de sacramentos (mandamientos de la Iglesia) sino de la ley de Dios (ley que por lo demás, busca nuestro bien y nuestra felicidad). Si la Iglesia suprimiera algún mandamiento de la ley de Dios, tal vez sería muy popular, pero a costa de dejar de existir como la Iglesia de Cristo.

En cuanto a la dificultad de cumplir sus preceptos y seguir su camino, nadie lo duda. Sin embargo disponemos de poderosos medios humanos y sobrenaturales. Los más propios han sido destacados por la Iglesia a lo largo de los siglos: la disciplina de los sentidos y de la mente, el espíritu de mortificación y sacrificio para educar la voluntad, la vigilancia y la prudencia para evitar las ocasiones de pecado, la custodia del pudor, la moderación en las diversiones, la ocupación sana, el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía y sobretodo fomentar la devoción hacia la Inmaculada Madre de Dios.

Queremos concluir con las palabras de Mons. Fernando Chomalí, quien comentando la Instrucción “Dignitas Personae”(12 de Diciembre de 2008), señala: “Detrás del no a la clonación, a la píldora del día después, brilla un gran sí, que es el sí a la vida, el sí al respeto de cada ser humano desde el momento de la fecundación, que siempre tiene que ser considerado un fin en sí mismo, pero nunca un medio ni menos un material biológico. ‘Dignitas personae’ plantea la primacía de la ética por sobre la técnica, de las personas sobre las cosas, y del espíritu por sobre la materia, y, sobre todo, reivindica la gran dignidad de todo ser humano, que tiene que ser tratado como persona”.

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IV. Compromiso En cada nueva situación que vaya surgiendo en la sociedad, relacionada a temas de

sexualidad y bioética, preocuparnos de discernir cristianamente, bajo la orientación de la Iglesia, sobre la licitud de cada situación de acuerdo a principios morales.

ORACIÓN FINAL

Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea

pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza, a Ti celestial princesa, oh Virgen Sagrada Maria yo te ofrezco en este día, alma vida y corazón.

Mírame con compasión no me dejes Madre mía,

Amén.

DINÁMICA

Repartir al azar entre los jóvenes las siguientes preguntas:

1. ¿Qué le contestarías a una persona creyente que te dice: “Cada uno puede disponer de su cuerpo y discernir, por sí mismo, el tipo de vida que quiere llevar.”

2. Basándote en la relación libertad-verdad y en la dignidad de la persona humana, ¿qué le contestarías a una persona no creyente que te dice?: “Cada uno puede disponer de su cuerpo y discernir, por sí mismo, el tipo de vida que quiere llevar.”

3. ¿Qué contestarías ante la siguiente duda?: “No entiendo por qué la Iglesia se opone al uso de preservativos si existe el riesgo de contraer el Sida.” (Para tu respuesta, considera lo expuesto sobre la castidad).

4. ¿Qué contestarías ante la siguiente afirmación?: “La Iglesia no debería oponerse a los actos homosexuales, porque los que los realizan son libres para decidir hacerlo y además no le hacen daño a nadie.”

Page 39: “La Iglesia, madre y educadora” - cvd.cl · «Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino:

Para el desarrollo del presente tema se utilizó la siguiente bibliografía:

- Catecismo de la Iglesia Católica (CEC)

- Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica.

- Compendio de la Doctrina social de la Iglesia (Compendio DSI).

- Encíclica “Veritatis Splendor”, S.S. Juan Pablo II.

- Carta Encíclica “Humanae Vitae”, S. S. Pablo VI.

- Instrucción “Donum Vitae” sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, Cardenal Joseph Ratzinger.

- Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”, S.S. Juan Pablo II (FC).

- Carta Pastoral “Lo que Dios ha unido” del Cardenal Arzobispo de Santiago Francisco Javier Errázuriz Ossa.

- “Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual”: Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.

- Instrucción “Dignitas Personae”: Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (12 de Diciembre de 2008)

- “Orientaciones Educativas y Sobre el Amor Humano”. Pautas de educación sexual de la Sagrada Congregación para la Educación Católica.

- “Sexualidad humana: verdad y significado”. Pontificio Consejo para la Familia.

- Carta “Homosexualitatis problema,” Congregación para la doctrina de la Fe.

- “Instrucción sobre personas homosexuales y su admisión a las Ordenes Sagradas”, Congregación para la educación Católica.

- “Sexualidad, amor, santa pureza”: José Miguel Ibáñez Langlois.

- “Tus preguntas sobre amor y sexo”: Mary Beth Bonacci.

- “Bioética para todos”: Ramón Lucas Lucas.

- Consideraciones antropológicas y éticas acerca de la “Píldora del día después”: Mons. Fernando Chomali G., Obispo auxiliar de Santiago.