La gramática del amor · 2016. 6. 21. · La escuela Saint Roberts se encontraba a veinte...

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  • LA GRAMÁTICA DELAMOR

    ROCÍO CARMONA

  • Primera edición: febrero de 2011Primera edición digital: marzo de 2011

    Diseño de cubiera: MBC

    Edición: Marcelo E. MazzantiCoordinación editorial: Anna Pérez i MirDirección editorial: Iolanda Batallé Prats

    © 2011, Rocío Carmona, por el texto© 2011, Meritxell Ribas, por las ilustraciones© 2011, La Galera, SAU Editorial,por la edición en lengua castellana

    Citas de obras y canciones, © sus respectivos propietarios

    Narrativa singular es un sello de la editorial La Galera

    La Galera, SAU EditorialJosep Pla, 95 - 08019 Barcelonawww.lagalera-editorial.com - [email protected]

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  • A mi madre, que sigue enseñándome a amartodos los días.

  • «En una hora de amorhay una vida entera.»

    HONORÉ DE BALZAC

  • 1. DIEZ PRINCESAS

    El amor es un infierno donde te quedarías apasar la eternidad. Eso Irene lo sabía muy bien.Desde que se había enamorado, había perdido elapetito y no lograba conciliar el sueño.

    Cada vez que cerraba los ojos lo veía a él.Liam.Con sólo pronunciar aquel nombre, aunque

    fuera para sus adentros, temblaba por entero,como si estuviera desnuda en el Ártico con elcorazón incendiado.

    Mientras pensaba eso, Irene sacó punta a sulápiz mordido en el extremo, totalmente ajena a loque sucedía a su alrededor. Una sonrisa deensoñación se dibujó en su cara de gata mientrasse inclinaba, una vez más, sobre el pupitre. Noestaba tomando apuntes, aunque iba bastante pezen gramática inglesa.

  • Desde que había empezado el curso en aquelinternado británico, le estaba costando seguir elritmo de la clase. Tras el divorcio de sus padres, lahabían facturado al sur de Inglaterra para alejarlade su pequeña tragedia doméstica

    En aquel lugar melancólico y aislado, el idiomano era el problema, ya que su padre eranorteamericano y, por tanto, ella era medio nativa.Aunque la gramática era otra cosa. ¡Cuántasexcepciones!

    Mientras Peter Hugues, el profesor de lengua,apuntaba una interminable lista de phrasal verbsen la pizarra, Irene se afanaba en escribir algocrucial e incluso más complicado…

    Nada menos que su primera declaración deamor.

    Sonrió nerviosa mientras trataba de encontrar lacombinación de palabras justa, aquella queexpresara sin cursilería los sentimientos de unamor que empezaba a desbordarla.

    Aún no se explicaba cómo era posible que Liam,el chico más deseado de la escuela, se hubierafijado en ella. Sin duda, era un milagro. ¿Quién leiba a decir que aquel rubiales irresistible, que

  • podía tener a cualquier chica, la elegiríajustamente a ella, a la ratita de biblioteca?

    «Si mis amigas de Barcelona lo supieran…»,pensó Irene ante el papel en blanco.

    Habían comenzado a hablar el segundo día declase, mientras ella hacía cola en la fuente delpasillo.

    Él se había reído amablemente de Irene, que ibacargada hasta el cuello de libros, carpetas ylibretas. Le cedió caballerosamente su turno en lacola y terminaron charlando de camino a clase.

    Desde entonces se habían visto casi cada tarde,cuando Liam terminaba sus entrenamientos con elequipo de fútbol, en el que era la estrella.Paseaban por el bosquecillo que dividía los dosedificios del internado que servían de residencia alos alumnos, uno para las chicas y otro para loschicos.

    El camino moría en el acantilado. A Irene leencantaba aquel escenario salvajementeromántico. Las olas rompían con fuerza contra lasrocas y casi no se podía hablar a causa del fragor,pero el viento húmedo y el rugido del mar leresultaban tonificantes. Además, cuando

  • resultaban tonificantes. Además, cuandoavanzaban por la zona más escarpada y rocosa delbarranco, Liam siempre la tomaba de la mano. Leparecía un gesto precioso y protector, muymasculino.

    Irene suspiró, pensando en su última tardejuntos, cuando el profesor Hugues dejó de escribiren la pizarra y la miró con cara de fastidio.

    Ella se enderezó sobre el pupitre, totalmenteruborizada. No se había dado cuenta de que sususpiro hubiera sido tan notorio. Durante unosmomentos fingió abstraerse en las combinacionesde verbos y preposiciones, pero enseguida volvió amorder su maltrecho lápiz.

    Acababa de decidir que su declaración de amortendría forma de poema.

    Siempre le había gustado escribir, así que latarea no le parecía imposible. Además, esa nochesería el momento perfecto para dárselo. Liam lahabía invitado a cenar en un pub de una aldeacercana.

    Irene no podía esperar a que llegara elmomento. Nunca había tenido una cita así: ¡unacena romántica con un chico! Tras varias semanas

  • haciendo juntos los deberes y dando paseosdespués de clase, le parecía un paso natural,aunque ella no sabía nada de esas cosas.

    Lamentó que sus amigas no estuvieran cerca.Ellas la habrían aconsejado qué hacer: cómovestirse, qué esperar de aquella cita.

    ¿La besaría Liam?Sólo se habían besado una vez, veinticuatro

    horas atrás. Había sucedido al regresar delacantilado a la residencia. Ella se había acercadopara despedirse con dos besos, como siempre —aél le parecía muy exótica esa costumbre española—. Después de ofrecerle la mejilla, Liam habíavuelto bruscamente la cara para que sus bocas seencontraran de improviso.

    Irene se había quedado paralizada por lasorpresa. Él había sonreído mientras le revolvía elpelo con un gesto casi paternal.

    —Hasta mañana, princesa.Todavía no se le había borrado la cara de boba.

    * * *

    Irene guardó en su bolso un sobre pequeño de

  • color marfil. En su interior iba el poema, sudeclaración de amor a Liam. Llena de inseguridad,lo volvió a sacar para leer por última vez elcontenido.

    Amado Liam,has entrado en mi vidacomo una ráfaga de vientoque levanta las hojas muertasy las convierte en ángelesde alas temblorosas.

    Mis labios también tiemblany suspiran por los tuyos.Muerta de amor, te imploro piedad,concédeme tan sólo una miraday seré tuya para siempre.

    Dios mío, ¿cómo puede caber un amortan grande

    en mi cuerpo desgarbado?Un beso tuyo en los párpadossería mi cielo particular.Te quiero.

  • Te quiero.Te quiero.

    Cerró el sobre hecha un manojo de nervios.«¡El mundo es para los valientes!», solía decirle

    su abuela. ¿Quién dijo que una chica no podíadeclararse? Sólo el convencimiento de que Liamera su gran amor mitigaba su miedo, aunque ledaba mucha vergüenza expresar lo que sentía.

    Al cerrar la cremallera del bolso notó lavibración del teléfono móvil, todavía silenciadodespués de las clases.

    En la pantalla apareció la imagen de un ramo derosas. Irene sonrió emocionada al comprobar queera Liam quien le mandaba esas flores virtuales,aunque no fueran sus preferidas.

    Recordó que una semana antes habían habladode las flores y ella le había confesado que leencantaban los girasoles, tal vez porque habíacrecido con una reproducción del cuadro de VanGogh en su habitación. En su móvil, ahora, habíarecibido rosas, pero daba igual: lo importante eraque se las había mandado su amor.

    Estaba a punto de recogerla para su cita, y le

  • parecía muy tierno que no pudiera esperar a verla.El regalo iba acompañado de uno de sus brevesmensajes: «Unas flores para mi princesa especial».

    Irene repasó su pintalabios por última vez,sintiéndose una auténtica princesa. A continuaciónse puso a juguetear con el móvil, mientras leesperaba con mariposas en el estómago y milesperanzas ante la noche romántica que tenía pordelante.

    Y entonces, sucedió.Sus dedos habían recorrido varias veces el

    teclado del teléfono, repasando una y otra vez elmensaje, recreando el dulce calor que la habíainvadido al recibirlo. Eran sus flores. De él. Sólopara ella, su princesa.

    Al final del mensaje había un espacio en blancoy después una serie de números. Pero ¿qué eraaquello? ¿Qué hacían allí todos aquellos númerosde teléfono? Siguió bajando con el cursor delaparato.

    Primero sintió incredulidad. Luego, sorpresa.Un puñal invisible empezó a desgarrarla por

    dentro.Sus lágrimas cayeron lentamente sobre la

  • pequeña pantalla hasta desbordarla. El marcaliente de su tristeza incluso llegó hasta el suelo,donde se depositaron dos gruesas gotas saladas.

    Diez.Diez números.En la pantalla se veían los diez teléfonos de

    otras diez princesas «especiales» a las que Liamhabía enviado el mismo regalo que a ella. ¡Y nisiquiera era la primera de la lista! Irene maldijo eldía en que su padre le regaló, a modo dedespedida, aquel móvil «inteligente». Taninteligente que había sido capaz de detectar elengaño.

    Sus lágrimas cesaron, para dar paso a unaprofunda vergüenza.

    Pero ¿cómo había sido tan tonta? ¿Cómo habíapodido creer que Liam, el ligón de la escuela, sehabía fijado en ella? ¿A quién pretendía engañar?

    El espejo le devolvió su imagen patética, todavíaborrosa por las lágrimas. Se sintió ridícula con sulittle black dress prestado, sus pendientes de perlasy las bailarinas de satén brillantes.

    Humillada, se dijo que a ella le iban más lassudaderas y los tejanos anchos.

  • sudaderas y los tejanos anchos.—Me he vestido como una princesa, ¡como una

    estúpida princesa! —gimió.Irene sintió que le faltaba el aire. Abrió la puerta

    de su pequeña habitación, dando gracias al cieloporque su compañera de cuarto todavía no hubierasalido de clase. Acto seguido, salió corriendo.

    En el pasillo lleno de alumnos que inaugurabanel fin de semana se cruzó con Liam, pero Irenecorría tan aprisa que ni siquiera se dio cuenta.

    Él la vio alejarse sin entender nada,desconcertado por su huida. Al pasar junto a suhabitación, se percató de que ella había dejado lapuerta abierta. Entró, precavido. Sobre la cama, allado de su bolso, encontró un sobre de colormarfil con la siguiente inscripción:

    PARA LIAM, MI AMOR.

  • 2. LA HUIDA

    La despertó un débil rayo de sol que se colabapor las contraventanas de la habitación y caía justoen la mitad superior de su cara. Notó calor en lospárpados y los abrió, sorprendida. Hacía variosdías que no amanecía un día despejado.

    Antes de viajar para el nuevo curso aCornualles, en el sur de Inglaterra, ya sabía que eltiempo no iba a ser precisamente amable. AunqueIrene no era de esas personas cuyo humor varíacon el color de las nubes, esa mañana agradeció elcambio. Había oído decir que en aquella zonallovía el 89 % del tiempo. El particularemplazamiento de su colegio en lo alto de unacantilado hacía aún más dramático el clima.

    La escuela Saint Roberts se encontraba a veintekilómetros de la aldea más cercana, que nomerecía el nombre de pueblo. Era un puertecito

  • tristón formado por cuatro casas, una iglesia y unpub destartalado, el Dog & Bone, donde se servíainexorablemente pescado —sopa de pescado,pastel de pescado, pescado con patatas, pescadoen salsa de guisantes y de… pescado—acompañado de cerveza caliente sin espuma.Llamaban real ale a aquel brebaje, intragable paraella.

    Mientras el mar helado inundaba sus ojos, Irenetuvo que hacer un esfuerzo para recordar dóndeestaba. Le sucedía lo mismo cada amanecer.

    Luego salió de la cama con sigilo, tratando deno despertar a Martha, su compañera de cuarto,que dormía con un antifaz para que la luz no ladesvelara antes de que sonase el despertador.

    Se dispuso a vestirse para afrontar el día. Aprimera hora tocaba clase de mates. Iba a ser unaburrimiento mortal, pero casi lo prefería. Losejercicios de la señorita Feanney le permitiríanempezar la mañana con suficiente calma para idearuna estrategia de supervivencia.

    Liam no estaba matriculado en matemáticas,pero iba a coincidir con él en el resto de clases.

  • ¡Menuda situación!, pensó Irene. No se veía capazde hablarle, ni siquiera de mirarlo a los ojos. Sesentía muy pequeña, estúpida y sola, sin ningúnapoyo con el que afrontar su primer desengañoamoroso.

    Había pasado la noche en blanco tras vagardurante horas cerca del acantilado donde moría elcamino del Saint Roberts. Una vez allí, arrulladapor el rugido del mar que mordía las rocas, sehabía sentido un poco mejor.

    Le había pasado por la mente llamar a casa,pero descartó aquella idea de inmediato. Su madreaún no se había recuperado del divorcio —llorabatodos los días—, y ella no quería contarle susproblemas precisamente ahora. ¿Llevaría escrito elfracaso amoroso en los genes?, se habíapreguntado al borde del precipicio.

    «Tengo que ser fuerte», se dijo con pocaconvicción mientras se ataba los cordones de loszapatos. Se juró solemnemente aguantar lajornada con la cabeza alta. Sólo serían unas horas.Luego podría retirarse a su cuarto y dar riendasuelta a las lágrimas que trataba de contener desdela tarde antes en el acantilado.

  • * * *

    Durante la clase de la señorita Feanney habíasido incapaz de entender una sola fórmula.Mientras se dirigía ahora a clase de gramática,sintió que el cuerpo le pesaba una tonelada.

    Al cruzar el umbral de la puerta, lo vio.Hablaba relajadamente con dos compañeros del

    equipo de fútbol. Medio apoyado en una mesa,tenía las mangas de su resplandeciente camisablanca subidas hasta mitad del brazo. Los chicosreían con ganas mientras Liam les mostraba algoen un papel.

    Irene se asustó al verle alzar la cabeza paramirarla. Notó cómo la sangre se agolpaba en susmejillas mientras se precipitaba hacia su pupitrejusto cuando sonaba el timbre.

    El profesor Hugues entró en clase con unmontón de ejercicios corregidos en una mano y unpliego de hojas en la otra. Enseguida empezó arepartir papeles, y comenzaron a oírseexclamaciones ahogadas aquí y allá.

    Era un profesor duro. Su mano no dudaba en

  • escribir SUSPENSO si el alumno cometía sólo dosfaltas de ortografía. En las pocas semanas quellevaba en Saint Roberts, Irene no habíaconseguido pasar del aprobado pelado. Su cosechade C, C- y alguna raquítica C+ la hacía sentir en lacuerda floja todo el tiempo.

    Hugues pasó por su lado y depositó fríamentesobre su mesa la hoja con la redacción de lasemana anterior.

    ¡No podía ser! ¡Una D!Suspendida.Pero ¿por qué? «Justamente hoy…», se dijo

    antes de dar la vuelta al papel, donde descubriótres círculos rojos que señalaban tres fatídicoserrores gramaticales. Así que era eso. ¡Malditagramática!, gritó en silencio mientras sus lágrimaspugnaban por derramarse.

    Al final de su redacción había una nota delprofesor escrita con rotulador rojo:

    LÁSTIMA. TIENES BUEN ESTILO,PERO LA EJECUCIÓN HA SIDO POBRE.

    Incapaz de ver la parte positiva de aquel

  • comentario, Irene se lamentó con amargura por suracha de mala suerte. Dominada por pensamientosfunestos, visualizó el terrible momento en que suspadres abrirían la carta con sus tristescalificaciones. Las leerían sentados en sillonesdiferentes de salones distintos, en casas separadas,pero la conclusión sería la misma: tanto dinerogastado para una inútil.

    A lguien que le tocaba la espalda la arrancó deaquellos pensamientos.

    Era Heather, una barbie insufrible que sesentaba detrás de ella. Le pasó un papel arrugadoy anunció:

    —Me han dicho que te dé esto.Irene enrojeció al leer el mensaje apuntado en

    el trozo de folio:

    MIS LABIOS TAMBIÉNTIEMBLAN Y SUSPIRAN POR LOS TUYOS.

    OH, IRENE, POR FAVOR, TE IMPLORO PIEDAD,CONCÉDEME TAN SÓLO UNA MIRADA

    Y SERÉ TUYO PARA SIEMPRE.

    Irene miró confusa a su alrededor, tratando de

  • encontrar al autor de la nota. ¿Era Liam? De serasí, ¿por qué repetía algunas palabras que ellahabía escrito en su declaración de amor?

    Su compañera de cuarto, que milagrosamentehabía conseguido despertarse y se sentaba en lafila de al lado, alargó la mano y le pasó otropapelito:

    OH, DIOSA, MI AMOR, UN BESO TUYO EN LOS PÁRPADOSSERÍA MI CIELO PARTICULAR.

    Irene arrugó el papel, furiosa con las risitas quese escuchaban al fondo de la clase. Trató deentender lo que estaba pasando. No podía serLiam, porque los mensajes no estaban escritos consu letra. Pero ¿cómo podían saber los demás loque ella había escrito hacía sólo unas horas?

    No, era imposible, totalmente inconcebible.Irene recordó el papel de color hueso que Liam

    manoseaba al inicio de la clase y que tanta risahabía provocado en sus dos amigos. ¿Les habríamostrado Liam su poema, aquel papel con sussentimientos más íntimos en su primeradeclaración de amor?

  • Una tercera mano aumentó más aún su estupor.Era otro mensajito insolente con sus propiaspalabras, deformadas por la burla. A su espaldaestallaron más risas, que fueron creciendo hastacontagiar al resto de sus compañeros de clase.

    Martha la miró con pena mientras negaba con lacabeza.

    Liam evitó su mirada. Parecía repentinamenteenfrascado en sus apuntes, aunque una sonrisamaliciosa tensaba sus labios carnosos.

    El profesor llamó la atención de la clase ypreguntó, levantando la voz, qué diablos era aquelalboroto.

    Con las mejillas bañadas en lágrimas, Irene sesintió destruida por la noche en vela y la horriblehumillación a la que acababa de someterla Liam.Incapaz de permanecer en clase un minuto más, selevantó bruscamente de su asiento.

    Se hizo un silencio sepulcral cuando cruzó elaula como una zombi. Abrió sin dudar la puerta dela clase y, ante la sorpresa de Hugues, echó acorrer por el pasillo en dirección al patio.

    Las lágrimas seguían manando sin freno, comosi el manantial de su tristeza no tuviera fondo.

  • Desbordaban sus mejillas y humedecían su pelolacio.

    Ya no las notaba. Había salido de clase sinchaqueta, pero el frío tampoco le hacía mella.Impulsada por la urgencia de huir, sólo queríacorrer, correr y correr. Nada más.

    Al llegar al acantilado, llorando y jadeando acausa del esfuerzo, unos pasos ruidosos lasorprendieron.

    —Pero ¿qué diablos…?Peter Hugues la había seguido y le hablaba a su

    espalda.Irene no reaccionó. No le importaba nada:

    podía suspenderla, escribir a sus padres ydenunciar su mal comportamiento. Todo le dabaigual. Desde ayer, su vida ya no tenía sentido.

    El profesor se detuvo a un par de metros deIrene, que se enjugó las lágrimas y siguió con lamirada fija en el mar, como si estuviera sola.

    Durante un par de minutos ninguno de los doshabló. Luego Hugues le preguntó con cautela sipodía acercarse. Ella asintió con indiferencia, sinentender por qué le pedía permiso.

    Al oírle suspirar, Irene se preguntó si aún no se

  • Al oírle suspirar, Irene se preguntó si aún no sehabía recuperado del esfuerzo de la carrera. Lomiró por primera vez y le pareció que estabaasustado.

    —Irene, hace mucho tiempo conocí a una chicamuy parecida a ti. También le gustaba correr.Corres muy deprisa, ¿lo sabías?

    Ella asintió.La voz del profesor había sonado distinta, pensó

    ella sin responder. Era igual de grave que siempre,pero más suave y agradable, sin el tono severoque gastaba en clase.

    De repente, el profesor de gramática la agarrópor la espalda con tanta fuerza que la dejó sinrespiración.

    —¡Qué hace! ¿Está usted loco?Asustada, Irene se echó a llorar de nuevo

    mientras se liberaba de su abrazo.—Lo siento, sólo quería salvarte.—¿Salvarme de qué? —replicó ella entre

    sollozos.—Me ha parecido que te ibas a tirar.—¿Tirarme por el acantilado? —respondió

    atónita—. ¡No! Yo sólo quería correr, pero se

  • acabó el camino y no supe qué hacer… Entoncesapareció usted.

    Hugues se deshizo en disculpas. Le preguntó milveces si estaba bien y si podía hacer algo más porayudarla.

    Ella negó con la cabeza.El profesor insistió en prestarle su chaqueta.

    Tras acompañarla en silencio de vuelta a SaintRoberts, la citó para una charla privada en sudespacho después del almuerzo. Su semblantevolvía a ser el del maestro adusto y algo rígido quetodos conocían de clase.

    Ahora Irene sabía que, además de ser un«hueso», estaba completamente loco. ¡Suicidarse!¿Qué le había llevado a pensar que ella queríaarrojarse al fondo del acantilado?

    Mientras lo veía alejarse, pensó que a lo mejorse atrevería a preguntárselo más tarde, en sudespacho. Eso si le daba tiempo a explicarse,porque lo más seguro era que Hugues le tuvierapreparado un castigo ejemplar por haber huido desu clase de aquella manera.

    Tomó el camino menos transitado de regreso asu cuarto. No pensaba volver a clase en lo que

  • quedaba de día. Sin duda, pensó, acababa demeterse en un lío de dimensiones mayúsculas.

  • 3. LA GRAMÁTICA DEL AMOR

    Irene golpeó con delicadeza la puerta deldespacho de su profesor, deseando que no laoyera o que sucediera un milagro y él no seencontrara allí.

    —Adelante —dijo una voz potente desde el otrolado.

    No había habido suerte. Apretó los puños ycontuvo el aliento, preparada para recibir lareprimenda de su vida.

    Hugues la esperaba sentado tras su mesa,cubierta de papeles y de gruesos volúmenesencuadernados en tela.

    Irene miró a su alrededor. Había libros portodas partes. Abarrotaban las estanterías hasta eltecho, cubriendo todas las paredes excepto la de laventana. Se sentó con las rodillas muy juntas en lasilla que el profesor le había señalado con un gesto

  • de la cabeza. La «forastera», como la llamaban suscompañeros, deseó mimetizarse con el mobiliarioo con la espesa alfombra que cubría el suelo demadera.

    —¿Te apetece un poco de té? —preguntó élmientras le pasaba una taza y el azucarero.

    Ella negó con la cabeza y, con un tímido«gracias», depositó sobre la mesa la chaqueta queHugues le había prestado.

    En la estancia flotaba el mismo olor que la habíaenvuelto al usar aquella prenda pocas horas atrás,en el camino de regreso a la residencia. Olía alibro antiguo, a caramelo y a la calidez de lamadera tostada.

    Con gran parsimonia, el profesor vertió en sutaza un earl grey con fuerte aroma de bergamota.A Irene le parecía chocante la fijación de losingleses con las infusiones. De pequeña, su tía lehabía prestado algunos libros de Los cinco y Lasmellizas en Santa Clara, con la esperanza de quetomase el gusto a dos de sus sagas infantilesfavoritas. Aquellas historias le habían parecidoñoñas e intrascendentes, totalmente pasadas demoda. Aun así, le había hecho gracia que los

  • protagonistas pasaran tanto tiempo tomando té,huevos duros y sándwiches de mermelada.

    Aprovechó que la mirada del profesor sedesviaba hacia el ventanal para observarlo con másatención. Debía de tener más de treinta años,aunque era difícil de precisar. Estaba delgado, yquizá por eso parecía más joven, aunque algunascanas desperdigadas asomaban ya en sus cabellossuavemente ondulados. Se había quitado laamericana verde con el escudo de Saint Robertsque constituía el uniforme del profesoradomasculino. En su lugar vestía una camisa azul claroque hacía juego con sus ojos llenos de serenamelancolía.

    Hugues interrumpió sus divagaciones con unapregunta demasiado directa:

    —¿Cómo te encuentras? ¿Se te ha pasado elsusto?

    —A mí sí… ¿Y a usted?Se arrepintió inmediatamente de haber

    formulado aquella pregunta. A menudo su timidezla hacía precipitarse al hablar, algo que muchagente confundía con la insolencia. Y aquel defectole había supuesto más de un problema.

  • le había supuesto más de un problema.Para su sorpresa, el joven profesor se limitó a

    reconocer:—Tienes razón al decir que me asusté, y no me

    faltan motivos.—Le agradezco mucho su preocupación, pero…Irene enrojeció y se sintió perdida, incapaz de

    decidir hacia dónde dirigir su discurso de disculpa.La voz grave de Hugues le daba miedo.

    —Escúchame bien, Irene. Has tenido uno de lospeores días de tu vida, puesto que el primerdesengaño se vive como un drama y un castigoterrible. Y hablando de castigos… Me veo obligadoa imponerte uno por tu salida de clase. Como biensabes, no está permitido a los alumnos abandonarel recinto escolar en horas lectivas sin permiso.

    Ya tenía su sentencia, pensó. ¿Pero cómo sabíaél los motivos de su sufrimiento? Se moría devergüenza sólo pensar que podía conocer lahumillación que había sufrido por parte de Liam.

    —No obstante —prosiguió Hugues mientras selimpiaba las gafas de pasta—, y dadas lasexcepcionales circunstancias… Encontraremos unamedida adecuada a tu caso. Te gusta leer,

  • ¿verdad?Ella asintió mientras sentía cómo le temblaban

    las piernas y un torbellino de ideas absurdasacudían a su mente. ¡La obligaría a leer loscincuenta tomos de la Enciclopedia Británica que seguardaban como una reliquia en la biblioteca!

    —Ya lo imaginaba. Te propongo, entonces, uncastigo un tanto especial. Nos encontraremos enmi despacho a esta misma hora todos losmiércoles. Te pondré deberes de literatura, por asídecirlo. Leerás las obras que yo te recomiende ylas trabajaremos juntos. Será un proyecto especial.¿Qué te parece?

    —Pero… yo… usted es profesor de gramática,no de literatura.

    —Tienes razón, pero no vas a hacer unseminario de novela al uso. Lo que necesitas eneste momento de tu vida son algunas clases degramática del amor. Es una asignatura que nopuedes dejar colgada.

    Irene miró con asombro a Peter Hugues. Habíaoído decir que los ingleses eran excéntricos, peronunca hubiera imaginado que se encontraría enmedio de algo así.

  • —¿Gramática del amor? —balbució— ¿Qué eseso?

    Los melancólicos ojos azules del profesor sedesviaron nuevamente hacia la ventana antes deresponder, como si hablara para sí mismo:

    —Ser joven y estar enamorado por primera vezes extraordinario, pero también dolorosamenteconfuso. ¿Por qué crees que Liam se ha portadode ese modo contigo?

    Ella se ruborizó de nuevo, incómoda ante la ideade hablar de sus sentimientos con uno de susprofesores. Un desconocido, al fin y al cabo.

    —No lo sé, supongo que le apetecía burlarse demí… y yo he sido una estúpida. —Decidióenderezar el rumbo de la conversación—: ¿Qué esesa gramática del amor, profesor Hugues?

    —Ya lo irás descubriendo. De momento teespero aquí el próximo miércoles a las cinco enpunto. Ve a buscar a la biblioteca un ejemplar deAl sur de la frontera, al oeste del sol, del japonésHaruki Murakami. Es una novela breve. En unasemana debería estar leída.

    Irene murmuró algo incomprensible que élinterpretó como un «de acuerdo». A continuación,

  • interpretó como un «de acuerdo». A continuación,se levantó para acompañarla a la puerta y darle lamano ceremoniosamente.

    —Una cosa más —le anunció cuando estaba apunto de cruzar el umbral sorprendida por laextravagancia del castigo; había esperado unasanción grave, incluso una advertencia dirigida asus padres, así que podía considerarse afortunada—. Hoy me has dado un buen repaso en tu carrerahacia el acantilado, y eso que estoy en buenaforma. Sería un crimen desperdiciar tus aptitudescomo corredora. Como parte del castigo, deberásentrenarte en la pista de atletismo tres veces porsemana. No me importa el horario en el que lohagas, pero quiero que al final del trimestre estéspreparada para participar en la carrera de laescuela, la January Race. Competirás contraalumnas de cursos superiores.

    Irene abrió la boca para decir algo, pero volvióa cerrarla sin encontrar palabras con las queresponder a tan absurdo requerimiento. Primero,esas lecturas especiales. Y ahora quería quecorriera. Sin duda, Peter Hugues estaba chiflado.Como si fuera consciente de su desconcierto, el

  • profesor le dirigió una tenue sonrisa de despedida.Definitivamente, aquel día estaba siendo el más

    extraño de su vida.

  • 4. EL PAJARILLO PERFECTO

    Había pasado casi una semana desde suencuentro con el profesor de gramática, e Irene yahabía integrado en su vida, de manera casi natural,los dos castigos.

    Por las mañanas se levantaba a las seis, cuandoaún era noche cerrada. Se recogía la melenaoscura en una coleta baja y se vestía con mallasgruesas y un forro polar para soportar las bajastemperaturas. Se calzaba las zapatillas deportivas,bebía un vaso de agua y salía a correr.

    Su recorrido la llevaba primero hasta elacantilado, siguiendo el sendero escasamenteiluminado que atravesaba el bosquecillo. Aquellosprimeros dos kilómetros los corría casi dormida. Eltap tap monótono de sus pies sobre el suelo degrava la sumía en un estado de duermevela tras elque luego apenas recordaba nada. Y eso le

  • gustaba.Es bueno no pensar cuando te acaban de

    romper el corazón.Antes de iniciar la carrera, Irene dejaba vagar su

    mirada perezosamente por el patio, tranquilocomo un cementerio victoriano a aquellas horas.Al lado de su residencia, frente al edificio delcolegio, había una pequeña plaza circular con unestanque en medio. En el fondo lleno de limovivían unas enormes carpas mutantes a las queestaba prohibido alimentar. Irene se había sentadomuchas veces en los desvencijados bancos demadera que rodeaban la plazoleta. Era un buenlugar para leer o dejar pasar el rato, pero no aaquella hora de la madrugada, cuando la humedadmarina calaba en los huesos.

    Tap tap, tap tap, tap tap… Una vez dejaba atrásel colegio y llegaba al acantilado, el aire húmedo ladespertaba de golpe. Entonces comenzaba adisfrutar del ejercicio.

    Debía reconocer que Hugues había acertado alobligarla a entrenarse. Era un deporte que iba biencon su constitución. Irene era menuda y delgada,estaba hecha para correr. Y lo que más le gustaba

  • era que, con cada zancada contra el viento, tenía lailusión de que huía de sí misma.

    Tras el acantilado tomaba un estrecho senderoque desembocaba en un camino alternativo devuelta al colegio, pasando esta vez por delante dela residencia de los chicos. Un recorrido de casicinco kilómetros en total.

    La carrera de fin de trimestre en Saint Robertsera de diez kilómetros, por lo que a continuaciónIrene se dirigía hacia la pista de atletismo. Allícorría otros cinco mil metros dando vueltas alimpecable circuito. Esa parte de la rutina deportivase le hacía más pesada, porque le aburría correr encírculos. Su vida ya era suficientemente circular yrepetitiva. Aun así, tenía que admitir que elentrenamiento le gustaba y se sentía bien cuandopor fin terminaba con una ducha caliente.

    Y si las mañanas antes de clase las dedicaba agastar las suelas de las zapatillas de deporte,buena parte de las tardes las destinaba a la lectura.

    Había comenzado a leer Al sur de la frontera, aloeste del sol, de Haruki Murakami, en una ediciónde la biblioteca muy usada y llena de anotaciones.Hugues le había anunciado que iban a leer siete

  • Hugues le había anunciado que iban a leer sietenovelas, elegidas por él sin orden cronológico. Dehecho, el profesor prefería empezar por la máscontemporánea de la selección.

    Irene nunca antes había leído a un escritorjaponés, así que temía que aquello fuera una lata.Sin embargo, enseguida se sintió atrapada por lahistoria de la pareja protagonista, Hajime yShimamoto, a la vez que la intrigaban las notas enlos márgenes de las páginas.

    Había dos tipos de comentarios que proveníanclaramente de personas diferentes. Los primerosestaban escritos con pluma estilográfica. Lacaligrafía era pequeña y bonita, y el final de cadalínea tenía cierta tendencia a desviarse hacia arriba.Las otras anotaciones estaban hechas a lápiz conuna letra bastante más descuidada. Ella dedujoque las primeras las había escrito una personamayor y las segundas alguien más joven yapresurado. En todo caso, ambas conformabanuna especial guía de lectura que la ayudaba aentender el primer libro de su nueva asignaturaextraescolar: «gramática del amor».

    Al sur de la frontera, al oeste del sol cuenta la

  • historia de Hajime, que en japonés significa«principio». Hasta los doce años era un chicoacomplejado que se sentía diferente del resto desus compañeros de escuela. Irene comprendíamuy bien esa sensación. No en vano ella era la«forastera». Pero Hajime entabla una profundarelación de amistad con Shimamoto, una niñaextraordinaria de su clase.

    Muchos años más tarde ambos se reencuentrane intentan resucitar aquel primer amor, encircunstancias mucho más complicadas que las desu infancia.

    A Irene le gustó sobre todo la primera parte dellibro, ya que le fascinaba la relación de Shimamotoy Hajime a los doce años. Ambos eran hijosúnicos, como ella, y se reunían cada tarde paratomar el té y escuchar viejos discos de vinilo. Lalectura la transportó a un tiempo pasado y le hizopensar en Marcos el Raro, su único amigo a losonce años, a quien no veía desde entonces. ¿Quéhabría sido de aquel chico? Le había perdido lapista cuando la familia de él se había mudado aotra ciudad, mucho antes de su traslado aCornualles.

  • Las primeras notas manuscritas venían despuésde un fragmento especialmente bello que habíadejado impresionada a Irene:

    Me tomó de la mano una sola vez. Fue un díaque me llevaba a algún sitio, y el gesto decía:“Rápido, es por aquí”. Nuestras manospermanecieron unidas como mucho diezsegundos, pero a mí me parecieron treintaminutos. Y cuando me soltó, deseé que el contactono se hubiera interrumpido. Yo sabía, sabía queella me había cogido la mano de una maneraespontánea, pero que, en realidad, lo había hechoporque deseaba hacerlo. Aún hoy recuerdo el tactode su mano aquel día. Es un tacto diferente acualquier otro que haya experimentado después.Es simplemente la mano pequeña y cálida de unaniña de doce años. Pero en aquellos cinco dedos yen aquella palma se concentraban, como en uncatálogo, todas las cosas que yo quería saber,todas las cosas que tenía que saber. Y ella, altomarme de la mano, me las enseñó. Me enseñóque en el mundo real existía un lugar como aquél.Durante diez segundos tuve la sensación de

  • haberme convertido en un pajarillo perfecto.Surcaba el aire, sentía el viento. Desde las alturas,podía ver paisajes lejanos. Tan remotos que noera capaz de vislumbrar con claridad lo que había.Pero supe que existían. Y que algún día iba avisitarlos. Esa certeza me dejó sin aliento, me hizoestremecer.

    A la derecha de aquel párrafo de la novela,alguien había escrito a pluma:

    PRIMERAS VECES.PAJARILLO PERFECTO:¡PERFECTA DEFINICIÓN DEL AMOR!

    Justo debajo, en lápiz, se leía:

    B. Y YO PASEANDOA LA ORILLA DEL MAR,

    CUANDO CON ELLA

    TODO ERA POSIBLE.

    La referencia al mar la intrigaba. Intuía que ellector del lápiz era alumno del colegio, o al menosalguien que había pasado por allí en algún

  • momento. ¿Quién sería? ¿Y quién sería esa B.junto a quien todo era posible?

    En cualquier caso, Irene también creía que aquelpárrafo de Murakami resumía muy bien lo que erael amor. Estar enamorado es sentirse ante uncatálogo maravilloso lleno de infinitasposibilidades. Es saberse un pajarillo perfecto quepatrulla los cielos sintiendo que ha encontrado suverdadera razón de ser, su centro, su motivo.

    Lástima que a ella la habían derribado de unaperdigonada traidora cuando empezaba a levantarel vuelo, pensó.

    Irene mordisqueaba su lápiz rojo —queríatomar sus propias notas—, totalmente concentradaen el libro. Mientras el viento húmedo agitaba sucabello, la tarde avanzaba sin que se diera cuenta.Sentada en la plaza del estanque, con la manolibre aferraba un vaso de chocolate caliente con elque trataba de engañar al frío.

    Pasó cerca de ella Heather, que la saludó sinmuchas ganas. Irene correspondió vagamente a susaludo, todavía enfrascada en la lectura.

    Luego pasó él, y las letras de las páginas sevolvieron borrosas.

  • Liam caminaba en dirección al acantilado de lamano de Rosalinde, una chica muy guapa de suclase. El cabello liso y suelto de la chica, de uncastaño reluciente, asomaba por debajo de sugorro de lana.

    A Irene no le quedaban bien los gorros. Lehacían los ojos pequeños y parecía una mema conun casquete de lana en la cabeza. En cambio, aRosalinde aquel accesorio le sentaba como unguante, e incluso resaltaba sus enormes ojosverdes.

    En aquel momento, Liam le susurró algo al oídoque la hizo sonreír. Sonreía y se apartaba de lacara un mechón de pelo. Él la miró con ternura yaprovechó para agarrarla suavemente por elhombro, con un gesto que a Irene le resultabadolorosamente familiar.

    Se preguntó si Rosalinde formaba parte de lasdiez princesas o si era una nueva «adquisición»que engrosaba la lista. Cerró el libro de golpe,abrumada por la intensidad de su pena, y decidióque aquella tarde iba a necesitar un entrenamientoextra.

    Evitó el camino del acantilado, ya que Liam y

  • Evitó el camino del acantilado, ya que Liam yRosalinde parecían dirigirse hacia allí, y fue directahacia la pista de atletismo. Ya era de noche, perovarios focos muy potentes iluminaban toda la zonade entreno.

    Irene empezó a correr por el carril exterior,primero con un trote tranquilo. Enseguida aceleróen un sprint interminable, dispuesta a calmar suinquietud aunque se quedara sin respiración.

    Si corría con todas sus fuerzas pronto searrancaría del corazón la imagen de Liam, se decíapara calmarse. Liam charlando con la chica. Liamtomándola del hombro. La primera vez que lecogió la mano A ELLA. La primera vez quecompartieron un refresco, una situación que lepareció natural y a la vez deliciosamente íntima.Sus manos, sus dedos largos y finos, las dospequeñas arrugas que se le dibujaban a los ladosde la boca al sonreír… Aceleró aún más,ayudándose con los brazos pegados a loscostados, a la vez que trataba de capturar algo deoxígeno para seguir respirando.

    —Eres un maldito rayo, pero si sigues corriendoasí vas a lesionarte —dijo una voz detrás de su

  • espalda.Irene aflojó un poco, y quien había hablado la

    alcanzó.—¿Sabes que corres muy deprisa?Le pareció que aquel chico le sonaba, aunque no

    lograba situarlo. Era bastante más alto que ella,pero también muy delgado. Tal vez fuera un cursopor delante del suyo. El corredor se había colocadoen el carril contiguo y se empeñaba en darleconversación.

    —No me contestes. ¡Seguro que no puedes nihablar! Incluso a mí, que soy corredor de fondo,me cuesta seguirte. Hazme caso: si corres así tevas a lesionar. Me he fijado en que vienes cadadía, pero nunca te he visto hacer estiramientos.

    —¿Estiramientos?Tras bajar el ritmo, Irene había recuperado algo

    de resuello para contestar a aquel chico taninoportuno, aunque seguía ofuscada y rabiosa conLiam y su nueva acompañante.

    —Sí, antes y después de correr debes estirar losmúsculos de las piernas. Si no lo haces, puedesacabar la carrera a la pata coja. Y… ¡adióscompetición! ¿Quieres que te enseñe a hacerlo?

  • Venga, te espero frente al cobertizo dondeguardan la utilería.

    Dicho esto, no esperó respuesta y se alejócorriendo en dirección opuesta a la de Irene. Ellasiguió con su carrera a un ritmo más pausado aún,tratando de recordar cómo se llamaba aquelpesado. Estaba segura de que su nombreempezaba por «m». Se acordaba porque separecía un poco a Marcos, su amigo de la infancia.Era curioso que hubiera pensado en Marcos elRaro dos veces en el mismo día.

    Marcelo, que así se llamaba el chico, le enseñólos estiramientos básicos. Mientras ella losejecutaba con hastío, él le explicó que formabaparte del equipo de atletismo de Saint Roberts.Corría todas las carreras de fin de trimestre. Losdiez atletas con mejor tiempo competían entre síen la media maratón de fin de curso. Reconocióque la había corrido dos veces, aunque nuncahabía ganado.

    Irene casi no lo escuchaba, ya que suspensamientos seguían estando muy lejos, en elacantilado, y Marcelo parloteaba sin cesar acercade cosas intrascendentes.

  • de cosas intrascendentes.Después de cinco minutos, ella se sintió incapaz

    de soportar más cháchara acerca de músculos,ácido láctico y pulsímetros para medir los latidosdel corazón. Le dio las gracias y, sin másexplicaciones, dio por acabada su sesión deestiramientos conjunta. Puso rumbo hacia sucuarto, sin mirar atrás a un desconcertado Marceloque se preguntaba qué diablos le pasaba a aquellachica que corría tan rápido.

  • 5. LA PRIMERA VEZ

    Peter Hugues depositó dos tazas humeantessobre una pila de libros que hacía de mesita en sudespacho. Irene tomó una de ellas con ambasmanos y bebió un sorbo de té fuerte y especiado.Tendría que acostumbrarse a aquel brebaje siquería ser una más en Cornualles, se dijo mientrasmiraba por la ventana. El cielo era de un azul tanintenso que le dolían los ojos.

    El profesor se sentó en una silla frente al divánde escay marrón donde ella, nerviosa, cruzaba ydescruzaba las piernas a la espera de veredicto.Acababa de entregarle un breve ensayo acerca deAl sur de la frontera, al oeste del sol. Peter lehabía pedido que, en lugar de un comentario detexto, realizara un trabajo muy personal sobre lasimpresiones y los sentimientos que le habíadespertado aquella lectura.

  • Irene había titulado su ensayo LA PRIMERAVEZ, ya que Murakami le había hecho pensar en laimportancia del primer amor y en cómo llega amodelar la vida de una persona. Una de susconclusiones había sido: «Somos lo que queda denosotros cuando nos rompen el corazón porprimera vez.»

    El protagonista de la novela describía a laperfección un sentimiento que, a pesar de su pocaexperiencia, a Irene ya le era conocido: la certezade que nuestro mundo se convierte en un lugarinhóspito cuando desaparece la persona amada.Hacia el final de la novela, Hajime se sienta en elbar de jazz del que es dueño. Lo que en otrotiempo le había parecido un lugar acogedor yglamuroso, sin la presencia de Shimamoto es unatabernucha vulgar desprovista de encanto.

    En esa parte del libro había una nota a pie depágina del lector de la estilográfica —una cita conautor y todo— que ella se había permitido incluiren su trabajo:

    NO ESTÁS ENAMORADO DE ELLA,SINO ENAMORADO DE LA VIDA A TRAVÉS DE ELLA.

  • STEWART EMERY

    También Irene había sentido los últimos díasque los colores de Saint Roberts habían perdidobrillo. Sin embargo, la lectura del japonés le habíaservido para darse cuenta de algo muy importante:en su ofuscación tras la humillación sufrida, nohabía sabido ver desde un principio que Liam nohabía sido su primer amor.

    El flechazo había sido fulminante, sin duda, talvez porque se había sentido muy especial alsaberse elegida por él. Pero ahora se daba cuentade que sus corazones nunca habían llegado atocarse. ¿Qué sabían el uno del otro? Nada.Empezaba a intuir que cuando amainara latempestad romántica, en su interior descubriríaque todo había sido una fascinación efímera.

    En cambio, hacía días que recordaba a Marcos elRaro, su amigo de infancia. Aquel niño tímido ydesgarbado le había dejado una profunda huella.

    ¿Se puede hablar de amor a los once años? Erala edad que tenían cuando habían dejado de verse,pero Irene sabía que ese sentimiento habíaexistido. Un amor inocente y puro, de tardes

  • interminables frente a un libro ilustrado que leíanpor turnos, de refrescos calientes que sorbían de lamisma botella, de chicles gigantescos y pequeñasfantasías compartidas.

    El pajarillo perfecto de Murakami la habíatransportado a una tarde de domingo, a principiosde invierno. Habían estado leyendo una adaptaciónde los cuentos de Poe mientras fuera llovía acántaros. Estaban sentados sobre la alfombra deIrene, que se había asustado con la historia de Elcorazón delator y le había pedido que dejaran deleer. Marcos el Raro se había quedado pasmado,como le sucedía algunas veces; enseguida volvía ala normalidad y retomaba la conversación como sinada hubiera sucedido.

    Pero aquel atardecer de lluvia hizo algodiferente. Sin previo aviso, se inclinó sobre suamiga y la abrazó. La lluvia repicaba más fuertesobre los tejados, como si quisiera acompasarsecon los latidos de ellos dos.

    Irene nunca olvidaría el suave temblor delcuerpo de Marcos contra el suyo, así como la caraardiente de él sobre su cuello. Con una seguridaddesconocida para ella, lo atrajo un poco más hacia

  • sí y le acarició la nuca mientras permanecíanabrazados en silencio.

    Sólo hablaban la lluvia y sus corazonesdesbocados.

    No se besaron, pero Irene recordaba habersesentido completamente unida a él, como siestuvieran atados por un hilo invisible, cálido ysedoso. Luego, Marcos se separó de ella y dijo quetenía que volver a casa.

    Aquello no se volvió a repetir, ni lomencionaron nunca en sus conversaciones, aunquea partir de aquella tarde ella deseó que sucedierade nuevo. Cuando él le anunció por teléfono quese mudaba con su familia, sintió que algoimportante quedaría para siempre en el aire, comosi le hubieran arrancado el final de una novela quela había tenido atrapada y de la que no existíaningún otro ejemplar.

    * * *

    —¿Dónde tienes la cabeza, chiquilla?Irene se dio cuenta de que Hugues había

    terminado de leer los tres folios a doble espacio

  • que acababa de darle su única alumna.—En ningún sitio particular —repuso insegura

    —, sólo esperaba su opinión sobre mi trabajo.Irene se dio cuenta de que estaba ansiosa. Peter

    era muy amable con ella y quería gustarle. Pero,reservada como era, le incomodaba que unextraño supiera tanto sobre sus sentimientos másíntimos. Se frotó los brazos, sintiéndose indefensay frágil ante la mirada de su profesor, quedepositó con cuidado las hojas de papel encima dela mesita. Luego alzó las cejas y sonrió.

    —Al principio, tuve dudas acerca de si era elautor adecuado para iniciar la gramática del amor,pero al leer tu trabajo veo que lo has entendidomuy bien. Hay comentarios brillantes. Y me hagustado que relaciones la lectura con tu primerromance.

    Irene le devolvió la mirada con timidez.—¿Tan raro era ese Marcos? —añadió Hugues

    de repente.—Sí que lo era. Nunca he conocido a nadie

    como él. Tal vez por eso lo echo tanto de menos,aunque no me había dado cuenta hasta ahora.

    Irene se arrepintió enseguida de haber

  • expresado tan abiertamente sus sentimientos. Nohablaba de ellos con nadie y, por más que Peter legustara, se sentía estúpida y ridícula. Parasacudirse de encima esa sensación, decidió decir:

    —Profesor Hugues, ¿por qué estamos haciendoesto? Ya le expliqué que no voy a tirarme porningún acantilado.

    Él dirigió la vista hacia la ventana mientrasrespondía:

    —Hay acantilados más profundos y peligrososque los de Cornualles. Están dentro de cadapersona y resulta difícil salvarse cuando caes enellos —hablaba como si estuviera muy lejos de allí;luego miró a Irene—. Pero has venido aquí parahablar de novelas de amor. Todas las que te van aacompañar este trimestre son muy especiales. Yolas leí por primera vez con mi mujer en voz alta,como hacías tú con Marcos.

    —¿Están divorciados, como mis padres? —seatrevió a preguntar ella.

    —No, Irene. Mi mujer murió hace dos años.—Lo siento mucho. No quería…Peter levantó la mano y la dejó caer sobre su

    regazo para decirle que no se preocupara. Luego le

  • regazo para decirle que no se preocupara. Luego lellenó la taza de té mientras volvía a su ensayo:

    —Me gusta eso que has escrito sobre el primeramor: «A menudo basta con saber que has sidoelegida para que te enamores de la persona que teencuentra especial. ¿No será el primer amor lasorpresa de que alguien, entre la multitud, teseñale justamente a ti? Quizás por eso es tanemocionante». Bravo, Irene.

    Acto seguido, el profesor se puso en pie yanunció:

    —Por hoy hemos terminado. Hasta el miércolesque viene.

    * * *

    Tendida en la cama de su habitación, Irene nopodía dejar de pensar en el profesor. Repasaba,una y otra vez, las palabras elogiosas que le habíadirigido en su despacho. A Peter le gustaban susescritos y le había dicho que, si se lo proponía,podía llegar a ser escritora o periodista.

    ¿Escribiría él?, se preguntaba. Con tantos librosa su alrededor, sería extraño que al menos no lohubiera intentado.

  • Nadando entre recuerdos cada vez másdispersos, un agradable cosquilleo se instaló en suestómago al evocar las manos de Peter alrededorde su cintura, el día del acantilado, cuando él creíaerróneamente que se iba a suicidar.

    Irene se ruborizó al darse cuenta de que estabapensando en el profesor de gramática de unmodo... de aquel modo.

    Para apaciguar sus ensoñaciones, se dio lavuelta en la cama y abrió la primera página deOrgullo y prejuicio, de Jane Austen. Se lo habíaprestado él de su propia biblioteca antes de queabandonara el despacho. Aspiró con fuerza el olora papel viejo que se desprendía de sus páginas.

    Jane Austen olía a Peter Hugues.Suspiró y se dispuso a pasar una agradable

    noche en el universo romántico que prometía ellibro nada más comenzar:

    Es una verdad generalmente admitida que unhombre soltero, poseedor de una gran fortuna,debe tomar esposa.

    «Sí que empezamos bien», pensó, imaginando

  • una novela llena de las típicas escenasromanticonas y plagada de lugares comunes. Pordivertirse un poco, se puso a contar las veces queaparecían en la primera página las palabras«soltero», «casado» y los derivados de las dos.Contó un total de cuatro «solteros», un «casadera»y un «casado».

    Al menos, la autora dejaba claro de qué iba lahistoria desde el principio.

    Siguió leyendo sin mucho interés y pronto seencontró bostezando y luchando por no dormirse.De repente se sentía muy cansada. Los párpados lepesaban y poco a poco empezó a caer en las redesde un profundo sopor, en el que se fue hundiendosin remedio con las páginas del libro resbalandoentre los dedos.

    * * *

    Irene corría con el corazón encogido, sin podercontener los sollozos. Se dirigía al acantilado atoda velocidad, tan rápido que ni veía las piedrasdel camino, que la hacían tropezar y perder elpaso. Las lágrimas surcaban sus mejillas y le

  • emborronaban la vista.Sabía que alguien iba tras ella, y esa certeza, en

    lugar de hacerla desistir de su loca carrera, la hacíaapresurarse aún más. Sólo quería correr, correr sinparar, huir de la honda tristeza que laatormentaba.

    Peter Hugues no se quedaba atrás, e Irenepodía notar su presencia cada vez más cercana,pero nada ni nadie podía pararla. Apretó con másfuerza el libro que sujetaba con una mano contrasu costado derecho.

    Y entonces se detuvo.El viento soplaba tan fuerte, allí en el abismo,

    que dejó de oír los pasos de su perseguidor, pesea que había llegado al borde del acantilado casi ala vez que ella. Sólo cuando Irene pudo notar elaliento de él sobre su nuca recordó que no estabasola en el rincón más solitario de Saint Roberts.

    —Irene —susurró el profesor con tonopreocupado.

    —Ya sabe que no voy a saltar, no hacía faltaque me siguiera —dijo ella todavía llorando.

    El profesor no respondió, y ella giró levementela cabeza para ver si continuaba allí. De repente

  • notó sus manos sobre su cintura y supoinstintivamente que él la agarraba con unaurgencia distinta que la de la primera vez.

    —Irene —repitió.Ella se sorprendió al comprobar que el azul

    claro de sus ojos casi había desaparecido,reemplazado ahora por un tono mucho másoscuro, líquido y casi negro. Él soltó una de lasmanos de su talle y le limpió con cuidado unalágrima rezagada. Irene sintió que su cuerpo seencendía, como si por fin alguien hubieralocalizado un interruptor oculto en alguna parte desu ser. Seguía todos los movimientos del profesorde gramática como si estuviera hipnotizada. Tomóel dedo que él había utilizado para enjugarle lalágrima y, sin pensar en lo que hacía, se lo llevó alos labios y lo besó. Luego fue deslizando los otroscuatro por su boca tomándose su tiempo y sindejar de mirarlo en ningún momento.

    Peter suspiró, y ella, consciente del nuevo poderque acababa de adquirir, recondujo la mano quehabía tomado hasta su seno y la mantuvo allí confirmeza, mientras su corazón latía enloquecido.

    Sus labios no tardaron en encontrarse, e Irene

  • Sus labios no tardaron en encontrarse, e Irenesintió cómo el aliento fresco de él se mezclaba conel suyo. De inmediato sus piernas y sus brazos seaflojaron, como si su cuerpo hubiera estadoesperando aquel beso como una señal desde hacíauna eternidad. Su mano derecha, que todavíaaferraba Orgullo y prejuicio, también se destensó,y el libro cayó sobre una piedra con un clonc.

    * * *

    El sonido del libro al caer, al lado de la camadonde se había quedado dormida sin remedio, ladespertó abruptamente. Recogió la novela delsuelo y apagó la luz, consciente de que lasimágenes de aquel sueño perturbador se le iban aaparecer muchas veces a partir de aquella noche.

  • 6. UNA FIESTA CLANDESTINA

    Irene decidió pasar por la biblioteca al terminarlas clases del jueves. Quería devolver el libro deMurakami y hacerse con algunas lecturas que laayudaran a sacar más provecho de Orgullo yprejuicio.

    Sin pretenderlo, se estaba convirtiendo en unaalumna aplicada de la gramática del amor y queríamimar al máximo su trabajo sobre la novela deJane Austen. Además, aunque su orgullo leimpedía reconocerlo, deseaba impresionar a PeterHugues.

    Se sentía un poco tonta por albergar algún tipode sentimiento hacia él, por más que se decía queera lógico que la atrajera. Era muy guapo, conaquellos ojos azules y tristes. A los dos lesgustaban los libros y el deporte y, además, ¡Peterhabía intentado salvarle la vida!

  • Irene luchaba para alejar las imágenes delprofesor que se colaban en su cabeza cuandobajaba la guardia. Por encima de todo, no queríahacer el ridículo. Una vocecilla interior le decía queella no era suficientemente interesante y guapa, yno quería pasar por el penoso trance de serrechazada de nuevo.

    Hugues era su profesor, tenía más de treintaaños, y ella, una chiquilla de dieciséis, no teníaninguna posibilidad de atraerlo. Mejor encerrarsecomo una ostra en su concha y no mostrardemasiado de sí misma.

    Sin embargo, a veces otra vocecilla la instaba adejar a un lado el miedo. Peter se tomaba muchasmolestias con ella, tal vez porque la considerabauna persona especial. La lucha entre las dos vocesla hacían ir de cráneo, así que aquella tarde decidióconcentrarse más en el trabajo y desechar esospensamientos extravagantes.

    La biblioteca estaba en el subterráneo delcolegio, al que se accedía bajando unas estrechasescaleras de madera. El personal demantenimiento las enceraba cada semana contanto ahínco que no era raro presenciar algún que

  • otro peligroso resbalón de los alumnos que seaventuraban a bajarlas.

    Irene cruzó las gruesas puertas de la estancia ydivisó al bibliotecario tras el mostrador. A suizquierda habían instalado ordenadores de grandespantallas planas que contrastaban con el vetusto ycontundente mobiliario. Josh, el jovenbibliotecario, había logrado poner en marcha unsofisticado programa informático que convertía labúsqueda de libros en un juego de niños.

    Ella sonrió abiertamente al verlo. Aquel chicoexcéntrico de modales desenvueltos le caía muybien. Con sus gruesas gafas de pasta negra y supelo oscuro alborotado, se afanaba en pasar elplumero por algunos de los volúmenes másantiguos que tenía a su cuidado. Sus movimientosdibujaban pequeños círculos alrededor de laestantería, como si estuviera ejecutando unaextraña danza. Irene se lo imaginaba bailandodelante de toda la escuela, plumero en mano, en elauditorio de Saint Roberts.

    Josh intuyó su presencia y detuvo en seco suritual de limpieza.

    —Vaya, vaya, quién tenemos aquí… ¡Mi ratita de

  • —Vaya, vaya, quién tenemos aquí… ¡Mi ratita debiblioteca preferida! Es un honor volverte a ver —dijo, inclinando la cabeza en una reverencia—. ¡Ynada menos que dos veces en la misma semana!Irene, tengo que advertirte: lo tuyo empieza a serpreocupante. Deberías leer un poco menos ybuscarte compañías más edificantes, además delos libros.

    —Déjalo, Josh. Y no te escaquees del trabajo ote van a quitar la beca.

    El bibliotecario tenía la costumbre de tomarle elpelo, pero a Irene le resultaba tan simpático quese lo permitía, e incluso, pese a su timidez,también bromeaba con él.

    Josh trabajaba por las tardes como becario en labiblioteca. Se notaba que estaba encantado deestar ahí. Era un enamorado de los libros ydisfrutaba al ordenarlos, cuidarlos y tocarlos.

    A Irene le resultaba llamativo que aquel chicodespeinado, siempre vestido de negro, pasara lashoras muertas leyendo a Franz Kaf-ka yacariciando los lomos encuadernados en piel de losejemplares más antiguos, como si fueran susmascotas. Su aspecto era más bien el de un geek1

  • que dedicara su tiempo a piratear webs delgobierno o a crear complicados juegos deordenador.

    —Toma, te devuelvo a Murakami.—Gracias, no sé cómo he podido estar tantos

    días sin él. Es una lástima que haya dejado deescribir novelas de amor como ésta. ¡Es de primerrango! ¿Has leído Tokio Blues?

    Antes de que ella pudiera contestar, Josh lecomentó atropelladamente la bibliografía completadel autor japonés, repitiendo la «conferencia» queya le había soltado el día que había ido a retirar ellibro de sus dominios.

    Irene no pudo contener un bostezo.—Me parece que te estoy aburriendo. Pero

    seguro que no sabías que a Murakami le gustacorrer, como a ti.

    Esta información sí le pareció curiosa, así queapoyó los codos sobre el mostrador y se dispuso aescucharlo con más atención.

    —Hace poco escribió un libro donde explica susexperiencias como corredor y novelista. Se titulaDe qué hablo cuando hablo de correr. Creo que te

  • puede interesar, porque te he visto practicando enla pista de atletismo.

    Irene recordó también haberlo visto alguna vezmerodeando por las gradas con un libro en lamano y su iPod enchufado.

    —¿Y qué tiene que ver correr con escribir unanovela?

    —Pues muchas cosas, ratita. En una carrera delarga distancia, el peor oponente que tiene quevencer un corredor es él mismo, ¿no es así? Delmismo modo, escribir es un «deporte»tremendamente individual. Murakami dice que elverdadero escritor no se motiva con cosas externascomo ganar un premio, vender millones deejemplares u obtener una buena crítica. Sumotivación es llegar a escribir con la calidad yautenticidad que se ha fijado como meta personal.Ya ves que se trata de cosas equivalentes… Túcorres porque quieres superarte a ti misma. ¿O meequivoco?

    Irene no sabía por qué corría. Básicamente lohacía porque Hugues se lo había impuesto, peropoco a poco se daba cuenta de que losentrenamientos cobraban importancia en su vida.

  • Le hacían bien y la ayudaban a serenarse. Correrse estaba convirtiendo en su vitamina diaria, unespacio sólo para ella donde se sentía libre yligera. Sólo sus pies estaban en contacto con elsuelo, mientras su mente volaba lejos de todohacia un confortable vacío donde nada ni nadiepodía herirla. Ni el divorcio de sus padres, ni lalejanía de sus amigos y de su familia, ni eldesengaño amoroso de Liam.

    —¿Y qué más dice el maestro Murakami? —preguntó eludiendo la cuestión— Se le deben deocurrir grandes ideas mientras corre.

    —Pues no creas. Dice que lo hace para estarsolo y vaciar su mente. Los pensamientos queaparecen en su cabeza mientras corre son nubesen un cielo de verano. Vienen y van, comoinvitados de una fiesta en la que están de paso.Sólo el cielo permanece inamovible.

    Impresionada por las palabras de Josh, con lasque tanto se identificaba, Irene se rindió:

    —De acuerdo, me has convencido. Me llevo ellibro.

    Josh lo sacó de debajo del mostrador, como silo tuviera preparado de antemano, y se lo alargó

  • lo tuviera preparado de antemano, y se lo alargóhaciendo una graciosa reverencia que le alborotóel pelo aún más. Luego intentó que se llevara otrosejemplares que había seleccionado «sólo paraella».

    Irene rehusó, entre risas, al ver que la pila delibros sumaba una docena. Le prometió, eso sí,que tendría en cuenta sus recomendaciones y quela próxima vez vendría con un saco… o mejor conuna carretilla para poder transportar todosaquellos volúmenes.

    * * *

    Al entrar en su habitación notó un fuerte olor aperfume. Luego oyó la caída de algo metálico trasla puerta del lavabo, seguido por una exclamaciónde fastidio. Supuso que Martha se encontraba yaen el cuarto y arrugó la nariz ante la montaña deropa desperdigada sobre su cama y sobre elescritorio que ambas compartían.

    Martha también la había oído y le lanzó uno desus gorjeos de pajarito para asegurarle que notardaría en salir.

    Cuando lo hizo, Irene apenas pudo reprimir un

  • respingo. Estaba claro que se había vestido «paramatar». Su estilo habitual a la hora de arreglarseno era demasiado elegante, pero en esta ocasiónse había superado. Su indumentaria recordaba a lade las turistas que salían de marcha por lasdiscotecas de la Costa Brava.

    Llevaba un vestido negro cortísimo y brillantecon un escote de impresión, acentuado por unsujetador push-up que lo alzaba todo y dejabaescasos centímetros de piel a la imaginación.Calzaba sandalias de tacón abiertas, másapropiadas para un verano del Mediterráneo quepara el frío de Cornualles. Y, por supuesto, lasusaba sin medias.

    Se había recogido el pelo largo y rubio en unmoño muy elaborado que recordaba lejanamenteal de Amy Winehouse.

    El maquillaje y los complementos no sequedaban atrás: Martha se había pintado comouna puerta, con sombras y máscara azul chillóncomo sus ojos. Un rojo llameante decoraba suslabios finos y, por si fuera poco, se había echadoencima todas las pulseras, colgantes y anillos de sujoyero. Remataba el look una ancha diadema de

  • strass que brillaba medio oculta en su pelocardado.

    —¿A que estoy sexy? —preguntó mientrasgiraba orgullosa sobre sí misma.

    Su compañera de cuarto se sobrepuso a aquelespectáculo y le dijo que sí con una vehemenciaexagerada. Luego se quitó la chaqueta y comenzóa despejar el escritorio, antes de sentarse a hacerlos de-beres.

    —Pero... ¿estás loca? ¡Nada de eso! Deja ya esecoñazo de libros y vamos a vestirte, que tenemospoco tiempo.

    Irene no entendía nada. Los jueves no se podíasalir del internado. La noche libre de los alumnosera el viernes, así que ¿para qué se había vestidoMartha como un árbol de Navidad?

    —¿Poco tiempo para qué? ¿Y adónde vas tú?—¡Ah, chérie!Alerta roja. Irene estaba asustada. Sabía que

    cuando su compañera empezaba a hablar en otrosidiomas se avecinaban problemas. No tardó enobtener la confirmación a sus temores:

    —Tengo una sorpresita para ti… Vamos a daruna fiesta, ¡una fiesta secreta!

  • una fiesta, ¡una fiesta secreta!Al ver su expresión alarmada, Martha le explicó

    que había invitado sólo a dos chicos, «uno paracada una», y que la diversión le vendría muy bienpara olvidar a Liam.

    —Se te está poniendo cara de amargada detanto pensar en él —prosiguió—. Un poco dediversión te vendrá bien para... ¿Cómo dicen en tupaís? Algo de un clavo oxidado que…

    —Un clavo saca a otro clavo —rectificó Irene,que notó cómo el calor subía por su rostro y lasangre le hacía palpitar las sienes—. Martha, nonecesito tu ayuda. Y sabes muy bien que estáprohibido invitar a gente a las habitacionespasadas las ocho de la tarde. ¡Nos vamos a meteren un buen lío!

    —No seas mojigata. Escúchame bien: heencontrado un chico maravilloso para ti. ¡Te va aencantar! Estoy segura de que congeniaréismucho. Y nadie se va a enterar, no temas,pondremos la música muy bajita.

    A partir de ese momento se dedicó a ignorar lasobjeciones de Irene, que veía cómo la situación sele escapaba de las manos, mientras su compañera

  • de cuarto no paraba de moverse por la habitaciónrecogiendo prendas y zapatos horteras.

    Pronto se encontró frente al espejo de cuerpoentero tratando de esquivar, horrorizada, losintentos de Martha por colocarle alguno de susmodelitos de fiesta, todos ellos brillantes yajustados.

    La inglesa había puesto música de su grupofavorito, Muse, y mientras los acordes deSupermassive Big Hole llenaban la habitación,Irene trató de adivinar quiénes podían ser losinvitados sorpresa de la fiesta. Su compañera senegaba a revelar nada e insistía en que lesquedaban quince minutos para prepararse antes deque llegaran los chicos con las bebidas.

    —Mira, he robado esto de la cocina —dijoseñalando una bandeja de pastelillos de aspectodudoso.

    Tras varias pruebas, Irene se impuso y eligió unvestido negro vaporoso, favorecedor pero bastantediscreto, que le caía justo sobre la rodilla. Marthale prestó un colgante en forma de corazón yambas llegaron a un pacto acerca del maquillaje.

    —Tienes unos ojos preciosos, pero los

  • aprovechas poco. Déjame hacer.Irene accedió, aunque sustituyó el tono

    extremado que le proponía para los labios por unsuave brillo rosado. Se sorprendió al contemplar elresultado en el espejo.

    Se había dejado la melena oscura suelta, y elpelo le caía con gracia sobre los hombros en unassuaves ondas que enmarcaban su rostro triangular.Martha le había trazado una fina raya negra sobrelos ojos castaños, acentuando su forma felina ydando relieve a sus espesas pestañas.

    Completaban el conjunto unas bailarinas negras—Irene odiaba los tacones— que eran cómodas yelegantes a la vez.

    Martha se admiró:—¡Estás espectacular! Podrías enseñar algo más

    de carne, pero… ¡vas a triunfar! Tienes que aparcarde una vez las sudaderas y los pantalones anchos:así estás mucho más guapa.

    Unos golpes en la puerta interrumpieron sucharla. Martha se puso un poco más de perfumeen el escote, le recolocó el flequillo a su amiga yanunció:

    —Debe de ser él. ¡Prepara la mejor de tus

  • —Debe de ser él. ¡Prepara la mejor de tussonrisas!

    Irene estaba nerviosa. De repente se sentía muyridícula, tan emperifollada tras aquella sesión deestilismo a la inglesa. Al abrir la puerta tuvo queahogar una exclamación de sorpresa.

    ¡Era Josh! Aturdida, retrocedió un paso.El bibliotecario estaba muy diferente sin sus

    gruesas gafas de pasta y con los cabellos peinadoshacia atrás. Irene nunca hubiera imaginado quetras sus viejas camisetas y su pelo despeinado seocultaba un rostro bellísimo, de rasgos delicados yfemeninos.

    Se ruborizó al imaginar que pasaría toda lanoche a su lado como carabina de Martha y sunuevo ligue.

    Él se echó a reír en cuanto la vio:—¡Pero Irene! No sabía que las ratitas de

    biblioteca organizaran fiestas clandestinas…Martha, incómoda ante la familiaridad de

    aquellos dos, le pasó un brazo por los hombros ylo atrajo hacia sí con un gesto posesivo. Le dio unrápido beso en los labios que dejaba claro queJosh era territorio prohibido para Irene.

  • Ella se sintió confundida. Entonces, ¿quién iba aser su pareja?

    Tres golpes en la puerta de la habitación leanunciaron que estaba a punto de saber larespuesta.

    1. Término que se emplea para referirse a una personafascinada por la informática.

  • 7. LA LLAVE DE LA PUERTAEQUIVOCADA

    Martha estaba demasiado entretenidacontoneándose delante de Josh para preocuparsepor nada más, así que le tocó a Irene abrir lapuerta. Su corazón latía a mil por hora sólo conpensar en aquel chico supuestamente perfecto quesu compañera le había encontrado. Nunca habíavivido una doble cita, pero sabía por las historiasque le habían contado que aquellos experimentosnunca terminaban bien.

    De la aprensión pasó directamente al fastidio alver tras el umbral al último invitado que esperabaencontrar en aquella maldita fiesta.Definitivamente, Martha no sólo tenía mal gustopara la ropa y el maquillaje, sino también a la horade escoger pareja a sus amigas.

    Se trataba de Marcelo, el pesado de la pista de

  • Se trataba de Marcelo, el pesado de la pista deatletismo que siempre la perseguía para quehiciera estiramientos.

    Instintivamente pensó en cerrarle la puerta enlas narices, pero con dos pasos rápidos él seplantó dentro de la habitación. Vestía como siacabara de salir de la ducha tras un entrenamiento,con un inapropiado chándal de felpa gris, zapatillasdeportivas y el pelo castaño todavía húmedopeinado hacia un lado. En la mano sostenía, comosi fuera dinamita a punto de explotar, un ramo deflores que Irene supuso que eran para ella.

    —Estás muy guapa —dijo entregándole aquelobsequio démodé—. Te he traído esto.

    —Gracias, pero no hacía falta.Tras estas palabras, los dos se quedaron mudos

    en medio de la habitación.Irene estaba muy enfadada con Martha por

    haberla metido en semejante berenjenal. ¿Eraaquél el maravilloso acompañante que iba ahacerle olvidar sus penas de amor? No conocía anadie más insípido que él. Ya le resultabainsufrible en la pista para tener que aguantarloahora en su propia habitación.

  • Marcelo, por su parte, no sabía a qué atenerse.Josh lo había convencido para ir a la fiesta sincontarle muchos detalles. Aunque no le iba nadatrasnochar, le había tentado la posibilidad deconocer mejor a la chica misteriosa que se pasabael día corriendo como una loca. Pero algo iba mal.Ella estaba furiosa y parecía asqueada por su gestoromántico de llevarle flores.

    Mientras Martha se pegaba como una lapa aJosh, que lo observaba todo con una sonrisasocarrona, Irene maldecía su suerte. La noche ibaa ser muy larga, y a ella le había tocado bailar conla más fea. Su «chico perfecto» le trajo una copade vino espumoso que sabía a rayos, pero seaferró a la bebida como a una tabla de salvación.

    Marcelo la seguía por la habitación como unperrillo huérfano, atento a todos sus deseos y sinatreverse a hablar demasiado para no contrariarla.Tras llenarle la copa por segunda vez, al ver unviejo volumen sobre su escritorio, reunió algo devalor para iniciar una conversación.

    —Veo que estás con Jane Austen. Orgullo yprejuicio…

    —Sí, es para un trabajo.

  • —He oído decir que estás estudiando algoespecial con Byron. ¿Es cierto?

    —No lo llames así, su nombre es Peter Hugues—dijo secamente sin responder a su pregunta.

    —Bueno, todos aquí lo llaman Byron por esosaires atormentados y románticos que gasta. Peroopino igual que tú: ese apodo no le pega. Es untipo tranquilo y formal, al contrario que el poetaromántico. ¿Sabías que Lord Byron metió un osoen su residencia mientras estudiaba enCambridge?

    Irene negó con la cabeza. Estaba harta deaquella cháchara sin sentido. Intuía que laslecturas del chico del chándal se limitaban a diariosdeportivos, aunque intentara impresionarla conanécdotas literarias recién exprimidas de laWikipedia.

    Para disuadirlo, ella empezó a contestar conmonosílabos hasta que él, frustrado, optó porcambiar de tema:

    —He estado pensando en tus entrenamientos yse me ha ocurrido una idea para que mejores tusregistros. ¿Qué te parece si te hago de liebre?

    —¿Y eso qué es? ¿Alguna tradición inglesa

  • —¿Y eso qué es? ¿Alguna tradición inglesarara?

    —Quiere decir que yo correría delante de ti y tútratarías de alcanzarme. De este modo conseguirásun ritmo parecido al mío. Está demostrado quecon este método el tiempo de los atletas mejoramuy rápidamente.

    —Muchas gracias pero no, prefiero seguircorriendo sola.

    —Piénsalo, ¿vale? —insistió, inmune aldesaliento—. A mí no me importaría hacer deliebre para ti. ¿Te apetece un pastelillo?

    Marcelo tomó de la bandeja un dulce de nata,con tan mala fortuna que le resbaló entre susdedos hasta zambullirse dentro de la copa de ella.Un pequeño tsunami de champán barato selevantó hasta inundar el escote de Irene y suvestido prestado.

    —¡Dios mío! Lo siento…Irene, hecha una furia, se deshizo de sus torpes

    intentos por limpiarle las manchas. Tras secarseella misma con varias servilletas de papel, desvióla mirada hacia su compañera para librarse deseguir hablando con aquel desastre.

  • Martha había bajado las luces. La música ahoraatronaba en la habitación, pese a su promesa deno armar jaleo para evitar ser descubiertas, algoque Irene casi deseaba para poner fin a aquellatortura. Seguía sonando Muse, esta vez con untema más lento, I Belong To You , que dio a lainglesa la excusa perfecta para bailar con Josh. Élla agarró por la cintura con delicadeza y, a cambio,ella apretó sus caderas contra las suyas condecisión. Luego puso las manos sobre su pecho,acariciándolo a la vez que lo besaba lenta yprofundamente.

    Irene se removió, incómoda, en la cama que leshacía de sofá. «¿Y ahora qué? –pensó–. ¿Sesuponía que Marcelo y ella también tenían queenrollarse?»

    Él pareció leer sus pensamientos y se acercó unpoco más. Sin atreverse a mirarla, como si noestuviera seguro de lo que iba a hacer, dejó caerlentamente la mano sobre la rodilla de ella. Sequedó un rato allí, como una hoja muerta.

    Aturdida e incrédula, Irene vio cómo aquellamano iniciaba un precavido ascenso bajo la faldahasta detenerse a medio muslo. Podía sentir cómo

  • cada uno de sus dedos tanteaba su piel a través delas medias.

    Indignada, tras recuperarse del estupor inicial,se levantó como impulsada por un resorte y saliócorriendo hacia la escalera exterior.

    * * *

    —Este vino espumoso es abominable. Yotambién necesitaba un poco de aire. ¿Quieres quete traiga la chaqueta? Pillarás una pulmonía conese vestido.

    Su tenaz acompañante la había seguido hastalas escaleras de la residencia y se había sentadojunto a ella. El rojo que teñía sus mejillas inglesasrevelaba que no estaba orgulloso de lo que habíahecho un par de minutos atrás, y ahora trataba deofrecer una mejor versión de sí mismo.

    Irene tenía mucho frío y los nervios a flor depiel. Ya no podía más con aquel simulacro de citaromántica, pero Marcelo estaba decidido a ignorarsus silencios:

    —Hace una noche preciosa. ¡Fíjate, cuántasestrellas! Dentro de un mes, con el solsticio de

  • invierno, será una época perfecta paracontemplarlas. Mis padres tienen una granja en lapenínsula de Lizard, al sur de Cornualles. Antes deque se instalaran en Australia, cada añoorganizábamos allí nuestra «noche de lasestrellas». ¿Sabías que The Lizard es el punto másmeridional de toda Gran Bretaña? Se llama asíporque ese pedazo de tierra parece una cola delagartija.

    —Déjalo ya, Marcelo —suplicó Irene, a punto dellorar—. No me interesan las estrellas, ni lageografía, ni… ¿No te das cuenta de que esto nova a funcionar? Por favor, ¡quiero estar sola!

    A pesar de la oscuridad, Irene pudo ver cómo elrostro de Marcelo se ensombrecía para luegoruborizarse. Muerto de vergüenza, se despidiólevantando suavemente la mano mientras seincorporaba. Luego se alejó caminando con largasy rápidas zancadas hacia la residencia de loschicos.

    Irene lo observó súbitamente apenada. Searrepintió en el acto de haber sido tan dura con él.Marcelo se había esforzado mucho en gustarle,pero ella no soportaba las situaciones en las que

  • debía jugar un papel que no había elegido. No legustaba encontrarse con el guión escrito, y menosen cuestiones de chicos. El amor gasta unasbromas muy pesadas, pensó. ¿Por qué todo elmundo parecía tener la llave de la puertaequivocada?

    Volvió al pasillo con ganas de echar a la parejitafeliz e irse a dormir de una vez, pero se encontrócon la puerta de su habitación cerrada. La músicahabía cesado, y en su lugar se oían unos débiles einequívocos gemidos.

    Al comprender que su amiga había conseguidopor fin lo que llevaba buscando toda la noche,suspiró resignada y se sentó en el suelo con laespalda apoyada en la pared. Mientras cruzaba laspiernas y se frotaba las manos para entrar encalor, Irene pensó que, si no la encontraban antesmuerta de frío, Martha conocería a la mañanasiguiente su furia mediterránea desatada.

  • 8. ORGULLO Y PREJUICIO

    El viernes por la mañana, Irene y su compañerade habitación fueron juntas a clase. Martha estabaen una nube después de su noche de pasión conJosh, y por más que Irene trataba de enfadarsecon ella y hacerle entender que era inadmisibleecharla de su propio cuarto en plena noche, lainglesa no le prestaba ninguna atención.

    Tras arrancarle una vaga promesa de queaquello no volvería a suceder y de que nunca másharía de casamentera, tuvo que darse por vencida.Aquella mañana, su compañera de cuarto no dabapara más.

    La señorita Wood, la profesora de literatura,entró en clase con sus andares apresurados y unode sus vestidos de lana color pastel. Comosiempre, iba cargada de libros y se puso depuntillas para escribir en la pizarra el título del

  • tema del día.Dedicaba cada viernes a monográficos sobre

    autores o épocas literarias. Irene se puso muycontenta al leer que aquella clase estaría centradaen Jane Austen y su obra más reconocida, Orgulloy prejuicio. Precisamente, acababa de terminarla yno le vendría mal tener más información para sutrabajo.

    Mientras la Wood se disponía a endosarles otrade sus clases magistrales, Martha bostezaba sinningún disimulo.

    —Venga, chicos. Abrid vuestros libros… yvuestros corazones —dijo alborozada,ruborizándose un poco—. Hoy vamos a hablar deuna de las mejores novelas románticas que se hanescrito nunca. Pero antes conozcamos a su autora,Jane Austen. Martha, por favor, lee su biografía enla página 146.

    Martha no se había enterado de la petición de laprofesora, inmersa como estaba en su propiouniverso romántico. Irene se vio obligada a atizarleuna sonora palmada en la espalda para queespabilara.

    —¡Venga, lee!

  • —Jane Austen. Novelista británica, nació en1775 en Steventon, Gran Bretaña, y murió enWinchester en 1817. Jane fue la séptima hija deuna familia de ocho hermanos. Fue educada encasa por su padre, pastor protestante, y su vida enplena campiña inglesa discurrió plácidamente, singrandes acontecimientos que…

    A Irene le pareció atrevido por parte delbiógrafo afirmar que la vida de la escritora habíatranscurrido «sin grandes acontecimientos». ¿Yqué hay de lo que pasa por la mente de unapersona?

    Por lo que ella sabía, a raíz de susinvestigaciones en la biblioteca, Jane se habíaenamorado varias veces, aunque por un motivo uotro nunca llegó a casarse. De hecho, elmatrimonio es uno de los temas centrales en lamayoría de sus novelas. Y no tuvo que ser nadafácil ser una mujer soltera con inquietudesartísticas en una época en la que la máximaaspiración para una chica era casarse, reflexionó.

    Martha siguió recitando con voz soñolienta losdetalles históricos acerca de la escritora. Austenhabía vivido en una etapa de cambios que

  • había vivido en una etapa de cambios queimpulsaban al mundo hacia la modernidad, como,por ejemplo, la abolición de la esclavitud, pero susnovelas estaban centradas en el entorno sencilloque siempre la rodeó.

    —Gracias, Martha. Ahora vamos a leer unoscapítulos de la obra. Como sabéis, Orgullo yprejuicio cuenta los amores entre Elizabeth Bennety Fitzwilliam Darcy. Este último es un rico ydistinguido caballero que se resiste a sussentimientos por Lizzy movido por el orgullo declase, que hace que dude en emparentarse con unavulgar familia rural. Elizabeth, por su parte, loconsidera un hombre altivo y mezquino, indignode todo sentimiento. Veremos cómo llegan asuperar estas dificultades. Ya os anuncio que lanovela termina bien. ¡Vamos, página 11! —pidió,entusiasmada.

    Un suspiro de aburrimiento colectivo se propagópor el aula. Las clases de los viernes se hacían muycuesta arriba, con todas las alegrías y planes parael fin de semana a las puertas.

    Irene fue repasando con el dedo los fragmentosque señalaba la profesora con su voz aguda.

  • Curiosamente, la edición que Peter Hugues lehabía prestado también estaba llena decomentarios manuscritos por los mismos lectoresenigmáticos que la habían ayudado a entendermejor a Murakami.

    En esta ocasión, el lector de la pluma se habíalimitado a subrayar algunos párrafos y a ponersignos de interrogación o exclamaciones al lado.Irene se identificaba con él y le parecía queconectaba con el hilo de sus pensamientos a travésde aquellas sencillas anotaciones. Cuando élsubrayaba, ella no podía dejar de admirar algúndiálogo o idea notable que quizá sin su ayuda lehabría pasado por alto.

    En cambio, el lector del lápiz seguía conaquellas observaciones misteriosas que tenían aIrene tan intrigada. Estaba casi segura de que setrataba de un alumno de Saint Roberts. Quizáincluso estaba sentado cerca de ella en aquelmomento, ajeno a todo, mientras Irene leía susnotas.

    Algunas la hacían reír:

    Personajes inolvidables. Lenguaje contenido.

  • ¿Cómo demonios podían saber lo que sentía elotro si no dejaban de intercambiar más quecortesías? Si alguna vez viajo en la máquina deltiempo, recordar que NO quiero vivir en Inglaterraen la época de Jane Austen.

    Otras, como la de la última página de la novela,le hacían desear conocer algún día a su autor:

    Y colorín colorado… al final triunfa el amor.¿Por qué será que el «para siempre» ya no está demoda? Si alguna vez viajo en la máquina deltiempo, recordar que SÍ quiero vivir en laInglaterra de Jane Austen.

    Irene sonrió involuntariamente al releer aquelúltimo comentario. Se imaginó a sí misma a finalesdel siglo XVIII en un baile de sociedad como los querelataba Jane Austen en sus libros, vestida consedas y tules y rodeada de la luz mágica decincuenta candelabros de plata. Algún caballerodistinguido, su Fitzwilliam Darcy particular, lasacaría a bailar, y ella volaría en sus brazosalrededor del salón. El caballero era alto y

  • delgado, tenía los ojos azules, de un tono pálido ymelancólico, y el cabello castaño claro onduladoestaba salpicado por algunas canas. Los dos semirarían, reconociéndose, y perderían de vista elmundo exterior, mientras giraban y giraban por lapista.

    Si alguna vez era posible viajar en la máquinadel tiempo, Irene tenía claro que aquélla sería paraella parada obligatoria. Le parecía el lugar idealpara un espíritu contenido y soñador como elsuyo.

    Además, sería increíble conocer a Jane Austen.Le había tomado cariño a aquella escritora que lehabía hecho darse cuenta de que, como losprotagonistas de su novela, ella también se dejaballevar por su propio orgullo y sus prejuicios.

    Irene reconoció que aquellos podían ser dosobstáculos que le impedían abrirse a los demás, nosólo a Peter Hugues. Con razón la llamaban «laforastera», no sólo porque venía de otro país, sinotambién porque se empeñaba en construir unmuro de piedra maciza que la separaba de todos.El cemento que lo mantenía en pie era su miedo aser herida, aunque no quería que eso le sirviera

  • más de excusa. ¿Y no habían sido sus prejuicioslos que la habían llevado a herir gratuitamente aMarcelo? Ahora se arrepentía profundamente delas frías palabras que le había dedicado al pie de laescalera.

    La voz de la señorita Woods, que continuabaleyendo entusiasmada los diálogos entre ElizabethBennet y Fitzwilliam Darcy, la sacó de susensoñaciones.

    —Llegó la hora del debate, chicos. Uno devosotros tendrá que defender que Orgullo yprejuicio es una novela actual, y dará sus razonespara ello. Otro defenderá el punto de vistacontrario, y luego votaremos la mejor exposición.¿Voluntarios?

    El silencio podía cortarse con un cuchillo. Todaslas cabezas apuntaban hacia abajo, mirando conatención hacia algún punto entre el suelo y lospupitres.

    —Muy bien, entonces seré yo quien los designe—dijo la profesora con una risita cursi—. Sarah, túestarás en contra. Irene, tú a favor.

    La forastera enrojeció hasta las orejas. Teníaverdadero pavor a hablar en público. Siempre le

  • verdadero pavor a hablar en público. Siempre letemblaban las piernas, le fallaba la voz y al finalnunca acertaba a decir nada coherente. ¡Qué malasuerte había tenido! Al instante notó cómo se lesecaba la garganta y se le humedecían las manos.Trató de tomar notas mientras Sarah, una chicasimpática y discreta, hablaba.

    —Orgullo y prejuicio es una novelaconservadora y totalmente pasada de moda. JaneAusten se limita a describir la realidad de su épocasin cuestionarla. El único destino válido para unamujer a finales del siglo XVIII era casarse. Eso lanovela lo describe muy bien, ¡pero ninguna de lasprotagonistas se rebela! De hecho, el final feliz enel que varias de las hermanas Bennet terminancasadas con sus príncipes azules es la prueba deque la escritora admite aquella realidad sin buscaralternativas. Por tanto, yo creo que el libro ya noestá vigente, porque la vida de las mujeres en elsiglo XXI, por suerte, es muy diferente.

    Se oyeron susurros y comentarios aprobatoriosa media voz, sobre todo por parte de las alumnas.

    Y entonces llegó el turno de Irene. Se puso depie frente a su mesa, balbuciendo, y trató de

  • rebatir sin demasiado éxito las contundentesrazones que había dado Sarah. Mientrasmanoseaba con nerviosismo su libro, recordó elcomentario del lector enigmático acerca del triunfodel amor.

    —Estoy de acuerdo en que la novela puedeparecer conservadora, pero creo que si la leemoscon atención, veremos que la ironía de la autora essu arma, su forma de rebelarse. Fijaos en laprimera frase:

    Es una verdad generalmente admitida que unhombre soltero, poseedor de una gran fortuna,debe tomar esposa.

    —Creo que, aquí, Jane se está riendo sutilmentede la gente que dice «grandes verdades» —siguió— y también de la época que le tocó vivir. ¡Es unadeclaración de principios oculta! Además, Orgulloy prejucio no está pasada de moda, porque hablade sentimientos universales en los que todos n