LA FUERZA DE LA LEALTAD
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LA FUERZA DE LA LEALTAD
Una fábula agrícola y futurista
inspirada por Philip K. Dick
Víctor Charneco Sáez
www.victorcharneco.com
LA FUERZA DE LA LEALTAD
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A la memoria de mi abuelo, Víctor Sáez,
que tanto respetó su oficio de tintorero
1.- En el instante de atravesar la vieja atmósfera de la Tierra, la sonda experimenta una ligera
convulsión; el traqueteo normal del cambio de presiones se hace más intenso y sacude la estructura
de la nave como si estuviera surfeando la superficie rizada del sedimento de una terrible
conmoción. A los mandos de la Explorer ZFR, el Capitán Kloister controla la vibración del aparato
y se abisma en la memoria documental de la misión: el planeta que visita fue en otro tiempo un
astro habitado por seres vivos; humanos, les llamaban. Hombres y mujeres bípedos, racionales, con
una admirable capacidad para la abstracción y el desarrollo de artefactos técnicos; hasta cierto punto
una raza capacitada para la supervivencia. Imperfectos, orgullosos, físicamente vulnerables a pesar
de su arrogancia de individuos cerebrales, generaron civilizaciones sucesivas, crearon formas de
expresión lingüística y artística, y articularon su pensamiento en sistemas complejos. Durante algún
tiempo parecieron predeterminados para ejercer una férrea dominación sobre el resto de los
planetas del universo; incluso construyeron artefactos para volar a astros nuevos. Pese a tratarse de
máquinas muy rudimentarias, les llevaron a la Luna, Marte y otros planetas del hoy desierto Sistema
Solar; sólo pisaron, en todo caso, lugares deshabitados, inhóspitos, superficies que los habitantes
precedentes habían abandonado cuando sus condiciones naturales imposibilitaron la existencia.
Según los sistemas de información, eso fue lo que sucedió con la Tierra: sobreocupado, exprimido y
maltratado por sus propios beneficiarios, el planeta fue desgastándose, perdiendo las características
que lo habían convertido en un lugar óptimo para el desarrollo de la vida, un edén de lluvias,
montañas y valles, regado por mares y con una saludable alternancia de periodos climáticos.
Inexplicablemente, ninguno de sus científicos anticipó el desastre; enfermos de egolatría, desoyeron
las señales que ese inmenso ser vivo les iba mandando. Al principio, el incremento de la
temperatura, el deshielo de los polos o la desaparición de especies animales; luego, desastres
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naturales y grandes sequías seguidas por devastadores tsunamis; por último, una situación fuera de
control para sus limitadas capacidades tecnológicas. El ciclo del agua se alteró y las grandes
superficies azules se secaron, el sol pareció reforzado por este nuevo orden natural y multiplicó sus
radiaciones, calcinando la superficie del astro y condenando a sus habitantes a una larga agonía. El
cambio de equilibrios también alcanzó a los elementos constitutivos de la materia, volviendo el
terreno ferruginoso y estéril, la atmósfera en exceso sulfurosa, irrespirable para sus pulmones.
Finalmente, el hombre fue incapaz de adaptarse al nuevo escenario de su vida, y se extinguió.
Oficial de gran pericia y valentía, Kloister ha sido designado por el Consejo de Gobierno de Klon
para sondear las posibilidades de esta antigua colonia humana; la población se ha incrementado y el
nivel de níquel del planeta está descendiendo rápidamente: si no encuentran un nuevo hogar,
podrían verse en apuros. Vista desde la lejanía, su imagen desprende magnetismo y apostura: los
más de dos metros de estatura bien proporcionados en el sistema de tentáculos, tres de cada lado
del cuerpo, haciendo las funciones de brazos, dos más, recios y elásticos, al final del tronco,
permitiéndole alzarse y alcanzar la condición de bípedo; y el color azul de su piel, intenso en el
pecho y desvaído en el contorno de los ojos, contrastado con el mechón rojizo de su cabeza. Viste
un traje de vinilo térmico que puede endurecer o convertir en laxo a su voluntad, dependiendo de
las situaciones de peligro; esta prenda es la que oculta la caja metálica de su abdomen, de donde
salen todas las conexiones que le convierten en miembro de una etnia tecnológica: los klonitas.
2.- Manuel ha sentido un cierto alboroto en la lejanía, pero se encuentra tan absorto en sus
pensamientos que no le ha prestado atención. Corpulento y recio, está concentrado, aunque conoce
con tanta precisión los detalles de su tarea que es innecesario: las manos se desenvuelven con
habilidad, eligiendo en cada momento la opción adecuada, con una seda enérgica, cuidadosa y
determinada. Los dedos, nudosos, ásperos por la labranza, se entierran en el suelo, apartando las
ramas de la planta y cerrándose en torno a la esfera roja, brillante, del tomate. Con un leve giro de la
muñeca, el hombre secciona el vínculo vegetal entre la hortaliza y su mata; acuclillado, se lo acerca a
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la nariz, los ojos entrecerrados y degustando el aroma fresco, saludable, apetecible, del fruto. Un
gesto de satisfacción le distiende los músculos cuando sus dientes se hunden en él, desgarrando un
pedazo y derramando el jugo ácido de su interior; lo mastica lentamente, sus papilas gustativas
abiertas, atrapando las texturas y sabores del bocado, los nervios trepidantes, enloquecidos en el
proceso del alimento, enviando al cerebro mensajes de reconocimiento y sosiego.
3.- Las primeras jornadas de inspección han sido largas y tediosas para el Capitán Kloister;
abandona la ZFR con la amanecida y no regresa hasta que la luz solar ha abandonado el espectro
atmosférico de la Tierra. Los klonitas no necesitan dormir más de tres o cuatro horas por día, pero
cuando se hace la oscuridad, el haz luminoso de su equipo autónomo de reconocimiento haría su
presencia demasiado evidente para posibles pobladores; tampoco sería seguro entregarse a la
inconsciencia del descanso sin protección. Entonces desanda sus pasos hasta la nave, vacía los
datos recogidos en los sistemas dedicados a procesarlos y pone en marcha los protocolos de
recuperación; conecta los electrodos a las entradas de su abdomen para reponer sus niveles de
energía, y mastica unas algas liofilizadas para engañar la sensación física del hambre.
Dos ciclos lunares más tarde, hastiado por lo estéril de su búsqueda, decide abandonar la misión; no
obstante, su instinto de explorador le lleva a alargar su última ruta de reconocimiento hasta las
primeras estribaciones de una montaña. Mientras se acerca a ella, uno de sus rádares vibra de
improviso, desperezándose y emitiendo un pitido leve. Sorprendido por la novedad, coge el aparato
y lo dirige al frente para comprobar si el detector continúa con la alerta; así es: la señal se
incrementa conforme acorta la distancia con un muro de roca y polvo, enloqueciendo cuando, al
aproximarse a uno de sus laterales, descubre una grieta hasta entonces oculta a sus ojos.
La mandíbula de Kloister parece desencajarse cuando descubre el espacio escondido tras esa
entrada: es una cueva amplia, ubicada bajo una cúpula bastante alta; un espacio franco, protegido,
muy luminoso –advierte-, porque un sistema de falsos pliegues en uno de los extremos de la bóveda
permite la refracción de la luz solar. Lo sorprendente no es eso, en cualquier caso, sino la parte
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inferior de este lugar, donde hay una combinación de elementos que, en su bien adiestrada mente, le
remiten a una imagen de la Tierra muchas décadas atrás: lo que ve es una huerta. Calles
perfectamente alineadas de plantas verdes, lustrosas, muchas de ellas sosteniendo en sus ramas
hortalizas y verduras; una zona de árboles frutales, un chamizo construido con tablones y… El
klonita cree estar sufriendo una alucinación por el descenso de sus niveles de litio cuando aparece
un hombre, un ejemplar de la raza humana idéntico a los de sus libros; un individuo que le mira sin
sorpresa mientras avanza hacia él, las manos todavía en la azada, pero no con la tensión de quien
espera defenderse, sino en la tranquilidad del que ha sido interrumpido en mitad de su tarea.
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- Todos fueron muriendo hasta que nos quedamos mi esposa y yo solos. A Elvira la perdí
después, cuando ya nos habíamos instalado en la gruta y fuera no quedaba nadie más.
- Pero, ¿cómo es posible que aquí se hayan mantenido las condiciones necesarias para que se
mantenga vivo y pueda cultivar la tierra? Eso ahora no es posible físicamente…
- No lo sé. Yo me he limitado a seguir con mi oficio de agricultor como lo hacía antes de que
todo cambiara, respetando los tiempos de la siembra y la recogida, regando cuando
corresponde y limpiando de maleza los surcos… No he hecho nada más… El sol, como
ve, entra por allá. Y el agua llega a través de ese reguero que se filtra de la roca…
- Pero es agua dulce en un planeta sin agua, y la utiliza para conseguir alimentos en una
atmósfera sin condiciones ni para su propia supervivencia, ¿cómo lo ha conseguido?
- Ya le digo que no sé explicárselo. Yo sólo soy un hombre de campo que se ha mantenido
fiel al oficio que siempre ha desempeñado. Cuando todo empezó a cambiar, nos vinimos
aquí y nos aferramos a nuestra única certeza: el cultivo de la tierra y la crianza de sus frutos;
agarrarme a lo que conocía me mantuvo vivo, pero no me pregunte cómo lo hizo.
- Mis circuitos no consiguen alcanzar la razón, ¿qué puede provocar un prodigio así?
Sin mediar palabra, Manuel se agacha, arranca un tomate de la planta, lo limpia en la manga de su
camisa y se lo tiende al klonita. Kloister lo toma con uno de sus tentáculos, lo observa, y finalmente
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se decide a morderlo. La gama de sabores y aromas de la hortaliza le sorprende; acostumbrado a los
alimentos sintéticos, encuentra en ellos una reminiscencia antigua, atávica, el reconocimiento de
algo escondido en lo más remoto de su intelecto, familiar, seguro, inmutable. Y sonríe.
Cuando la nube de polvo se desvanece, el Capitán Kloister cree divisar a Manuel por última vez,
asomado a la grieta, viéndole partir. Aunque no tiene una explicación para ello, ha decidido ocultar
al Consejo el descubrimiento de ese edén extraño, la existencia de un hombre inexplicablemente
vivo en un planeta inerte. No sabe por qué lo hace ni tampoco cómo ese humano ha conseguido
salvarse, pero tiene la sensación de que debe proteger a quien, decide aventurar, ha sobrevivido por
mantenerse fiel en el respeto a un oficio y sus tradiciones, por la lealtad con su historia.
Víctor Charneco Sáez es escritor y periodista.
Autor de “Devuélveme a las once menos cuarto”
(Ediciones Carena, 2012)
www.victorcharneco.com